martes, 1 de septiembre de 2020

 

LOS TEMPLOS DEL CONSUMO

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Los grandes almacenes más emblemáticos, aquellos extraordinarios edificios con enormes cristaleras y piedra tallada que albergaban decenas de miles de objetos, cambiaron la faz de las calles de las grandes capitales desde mediados del siglo XIX. La población se asombraba de su poder de atracción, de su diversidad. Muchos, también, miraban con pánico unos palacios del consumo que amenazaban con arrebatarles su identidad, su estilo de vida y hasta la pasión de sus mujeres. Los mercaderes no habían entrado en el templo… ¡Habían creado sus propios centros de peregrinación dejando las iglesias vacías!

            Era un escándalo fabuloso, peligroso y embriagador. Pasen y vean. Los inmensos escaparates en París Le Bond Marché, Londres Harrods, Berlín Tietz, París Lafayette, México Palacio de Hierro, Madrid El Corte Inglés, ya no ofrecían la intimidad de la tienda discreta al exquisito. Ahora proclamaban, a veces con espectáculos de acróbatas o anclando un globo aerostático iluminado a la azotea, su exquisitez a los cuatro vientos. Deseaban atrapar y moldear los sueños de miles de vecinos y turistas, algunos de ellos ilustres y hasta legendarios.

            Los comienzos habían sido humildes. Por ejemplo, el origen de Le Bon Marché era una tienda fundada en 1838, donde podían encontrarse desde botones hasta colchas o paraguas. Apenas tenía doce empleados.


Aristide Boucicaut se incorporó como socio en 1852 y la revolucionó con una agresiva campaña publicitaria y con la imposición de precios fijos (se acabaron los regateos), permitiendo además, la devolución del dinero y de los bienes defectuosos. La mudanza a un edificio espectacular, que luego se ampliaría, llegó en 1869. Había nacido un icono.

            Bastantes intelectuales prósperos o iban o enviaban a otros, muchas veces sus mujeres, a por lo que necesitaban. Allí se congregaban, entre escalinatas palaciegas y los primeros ascensores (cada uno con su acomodador, por supuesto), algunos de los mejores perfumes, telas y modas del extranjero. Los muebles y la decoración también ocupaban un lugar de privilegio. Mientras filósofos, literatos y periodistas escribían a veces durísimas críticas sobre esos espacios de perdición, alineación y consumismo, ellos mismos daban la bienvenida en sus vidas, sus salones y sus armarios a los productos de Le Bon Marché o Harrods. Eran intolerables. Y bellos. Y útiles. Y a muchas de sus esposas les encantaban.

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Los estímulos

Podían ser gloriosos. En el neoyorquino A. T. Stewart, el asombro empezaba con la fachada, enfundada en mármol como si fuese un palacio. Hasta tenían las hechuras y, a veces, l ambición de los museos y las exposiciones universales. Las propias construcciones llevaban, en ocasiones, la firma de personajes célebres: la empresa de ingeniería de Gustave Eiffel se ocupó de la ampliación del parisino Le Bon Marché, y Víctor Horta, el gran arquitecto pionero del Modernismo, diseño la gran tienda Innovation en Bruselas.

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https://www.latercera.com/noticia/bruselas-redescubre-victor-horta-genio-del-art-nouveau/

 

LA TEGNOLOGÍA DEJABA

A veces, sin aliento: estas tiendas fabulosas eran los primeros edificios en implantar masivamente la luz eléctrica. Es difícil imaginar la llamarada de claridad y espectáculo que pudo suponer aquello, en medio de unas urbes vagamente iluminadas por farolas de gas. En Budapest, los ascensores de los grandes almacenes Corvin cosecharon tal éxito que empezaron a cobrar las subidas y bajadas como si fuesen atracciones de feria. En Londres, Harrods, que puso en marcha las escaleras mecánicas, ofrecía un coñac a los clientes que se atrevían a subir para superar la impresión.

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            Así, Émile Zola, siempre atento a los fenómenos de su tiempo, se convirtió en uno de los grandes exponentes de la literatura de los grandes almacenes con su novela El paraíso de las damas (1883). Tenía sentido que le llamasen la atención: la prensa publicaba, con recurrencia, sobre los robos que se producían en aquellos templos del consumo, la presunta presencia de prostitutas como cebo para los hombres y la contratación de dependientes guapos, solteros y seductores que incitaban a las clientas a comprar con su labia calenturienta. Aquellos palacios de las compras no eran el cielo en la tierra; eran las puertas del infierno.

            En El paraíso de las damas, Zola establece una relación directa entre la explotación de los obreros en la fábrica y la explotación de las mujeres en las tiendas inmensas. En este contexto, manipulaban su placer para arrebatarles su dinero, las tentaban hasta provocarles un furor erótico y consumista. Incontrolable y después se deshacían de ellas como de un juguete roto. Así hasta que tuvieran dinero otra vez y sintiesen la ilusión, y la necesidad. Dicho esto, ellas no eran las únicas explotadas, según Zola. En algunos establecimientos, los dependientes tenían prohibido casarse. El amor, concluyó, no era bueno para el negocio. El sexo y la explotación del placer, sí.

Espejos del cambio

La narración de Zola, como advierte el historiador británico Frank Trentmann en su libro Empire of Things, refleja mucho mejor la reacción de la sociedad ante un cambio brutal que la realidad de lo que había. Su protagonista tiene “la suerte” de casarse con el propietario de una tienda. Las mujeres eran vistas como seres volubles, inocentes y vulnerables, y las grandes ciudades iban a corromperlas sin duda alguna. No podían sacar legalmente dinero del banco sin la autorización de sus maridos. Ni siquiera se recomendaba que caminasen solas por la calle sin compañía. Esos eran los seres que iban a entrar en un mar de seducciones, deslumbrándose a cada paso.

            Una novela sueca de la época comenzaba la narración con una escena de sexo en la sección de camas y dormitorios de un gran almacén. Ahí estaba todo: la lujuria de la compra, la pérfida seducción del vendedor y la mujer explotada. Se decía también que algunas chicas, sufrían ataques de nervios ante la insoportable tentación del lujo de los escaparates. Hubo criminólogos que vincularon la menstruación y la cleptomanía. Una vez más, el miedo a lo nuevo se disfrazaba con los ropajes de una ciencia retorcida hasta el ridículo.

            ¿Pero qué era lo nuevo? Más allá de la oferta, lo nuevo consistía en que las mujeres, cuando iban a los grandes almacenes, podían quedarse, por fin, solas o con amigas fuera de sus casas y de la atenta vigilancia de padres y maridos. Normalmente había cafeterías para tomar té y café. Las instalaciones, a pesar de los carteristas y las cleptómanas, eran una isla de protección con vigilancia en las puertas y en el interior que dejaba fuera buena parte de la violencia, la miseria y los disturbios de calles como las de Londres y parís a mediados del siglo XIX.

            Como muchos de los dependientes eran, en realidad, dependientas, difícilmente se podía acusar a las clientas de acercarse a Le Bon Marché a coquetear con esos sátiros, demasiadas veces imaginarios y siempre lascivos, de la sección de lencería, calzado o dormitorios. A veces había unos pocos espacios segregados por sexo. Una gran tienda podía ser, según un empresario de Boston, como “un paraíso sin Adán”. ¡Solo había “Evas” hambrientas y manzanas relucientes pendiendo de los maniquíes!.

            Todo estaba cambiando mucho. La clase media, sobre todo a principios del siglo XX, ya no solo exigía un techo bajo el que comer pan y tocino y descansar después de jornadas imposibles de cien horas a la semana, sino un hogar agradable donde disfrutar del aumento del bienestar y el tiempo libre que dejaban unos horarios cada vez más esclavos. El gasto del hogar, en sentido amplio, empezó a representar la mayor parte del presupuesto familiar, y como ese gasto lo gestionaban las mujeres, fueron ellas las que comenzaron a tomar muchas de las principales decisiones económicas, también en las tiendas de los grandes almacenes. Podían comprar a crédito “bienes necesarios” con cargo a las cuentas de sus maridos. El término “necesario” era muy subjetivo. Y elástico.

            A los padres y madres tradicionales, les asustaba la creciente autonomía de unas hijas que, en un espacio donde había varones desconocidos, pasaban la tarde sin compañía, compraban vestidos y se endeudaban con la misma madurez o inmadurez que los hombres, pero sin inmediata autorización masculina, y que además podían ganar su propio dinero trabajando como dependientas. A los padres y maridos les daba escalofríos un ambiente extraordinario y emocionante que, si les tentaba a ellos, cómo no iba a tentar a sus hijas y esposas, unas hijas y esposas a las que, por mucho que las quisieran, no podían dejar de ver como menores de edad y víctimas de las pasiones animales de los depredadores masculinos.

            Es verdad que la confusión trascendía al sexo. El naciente miedo al consumismo, muy ligado a la pujanza de los grandes almacenes, también estaba relacionado con la sospecha paternalista de que las nuevas clases medias no sabrían consumir. Se desconfiaba de su sensatez por el mismo motivo que se les había negado el voto durante siglos. Comprarían lo que no necesitaban, las engañarían con facilidad, se endeudarían absurdamente y todo acabaría con un estallido de frustración.

            El aumento de los ingresos para la pequeña burguesía, igual que la creciente autonomía financiera de las mujeres, abrió,  a pesar de todo, las puertas del ocio y el gasto en bienestar a millones de personas que tendrían que aprender y disfrutar, como lo habían hecho otros, de sus propios aciertos y errores.

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MACARONIS FRENTE A DANDIS

SI LAS MUJERES se transformaron con las nuevas posibilidades de consumo, también lo hicieron los hombres. Los macaronis (foto de abajo), sobre todo a finales del siglo XVIII, eran hombres jóvenes con recursos para gastar en lujo y viajar a los que se consideraba extravagantes por sus cuidados y peculiarísimos peinados (llevaban una peluca muy elaborada con una inmensa coleta) y por su forma afectada de hablar y vestir. La rebeldía mediante la moda era un juego de clase alta.

https://commons.wikimedia.org/wiki/File:The_Martial_Macaroni_MET_DP243029.jpg

DÉCADAS DESPUÉS, los dandis (foto de abajo) encarnaron el cambio que supuso la ampliación de las posibilidades de consumo. Ellos reivindicaban que la clase media podía vestirse y comportarse con la afectación y el refinamiento de los aristócratas. Una de sus armas fueron los bienes de importación a buen precio que les brindaron los grandes almacenes. Oscar Wilde era tan buen cliente de Harrods que se convirtió en uno de los primeros que pudo comprar allí a crédito.

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Nuevas ciudades

Era una época convulsa, y Harrods, Tietz o el neoyorquino A. T. Stewart ponían de manifiesto aquella transformación. Las ciudades se reconvertían en núcleos comerciales y de ocio regidos por la eficiencia, el anonimato, las prisas y el entretenimiento. El mundo desarrollado, además, se estaba volviendo cada vez más urbano. La mayoría de la sociedad estaba asumiendo los valores de las grandes ciudades.

            ¿Cuáles era aquellos valores? Según el sociólogo alemán Georg Simmel, testigo excepcional de finales del siglo XIX y principios del XX, los viejos vínculos sociales entre familiares y amigos, típicos en el campo y las poblaciones pequeñas, ya no eran necesarios para prosperar, el tiempo se aceleraba, predominaban las transacciones entre desconocidos y la población recibía unos estímulos constantes que impactaban directamente en sus sistemas nerviosos. A pesar de eso, matizaba Simmel, este amasijo de estímulos, velocidad, anonimato y dinero estaba provocando inmensos avances culturales que ponían en jaque a la tradición. Eran el precio, a veces exorbitado, del progreso.

https://oldthing.de/AK-Berlin-Warenhaus-Tietz-am-Alexanderplatz-mit-Denkmal-0030506372

https://www.eliberico.com/9-curiosidades-sobre-harrods/

            Los grandes almacenes parecían la constatación física de aquello. Favorecían la entrada de un inmenso flujo constante de clientes potenciales, porque se entendía que aquello multiplicaba las probabilidades de que comprasen. Se vendía mucho y se ganaba muy poco con cada producto. Los vigilantes no tenían el menor pudor en acompañar a la calle a aquellos caballeros y damas que se dedicasen a mirar sin consumir nada durante toda la tarde. El movimiento, dada la envergadura de las instalaciones y el volumen de gente, dejaba mucho menos espacio que las tiendas de barrio para conocer a los clientes.

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Algunas personalidades se sentían agraviadas: esperaban un trato diferenciado, y aquí la principal diferencia la marcaban los que estuvieran dispuestos a gastarse. Sorprendidos, sentían como su individualidad se disolvía en la masa. Con certeza, lo más estimulante para los clientes eran la diversidad de los productos y los precios que proporcionaban aquellos nuevos modelos de negocios. Esto también reflejaba una transformación, porque, hasta entonces, las calles habían estado dominadas por el pequeño comercio, a veces mediano, y por los vendedores ambulantes.

            Muchos consideraban que esas tiendas y formas de relacionarse ayudaban a cohesionar la sociedad; que suponían un estilo de vida que había que preservar; que ofrecían un servicio más humano y personalizado frente a los modelos masivos que empezaban a imponerse; y que, además, encarnaban las virtudes de lo nacional y local ante los vientos y las modas multinacionales. El estado debía protegerlas.

            Una vez más, los grandes almacenes iban a encarnar un cambio que agitaría a los conservadores y a los progresistas al mismo tiempo. Por supuesto, Galerías Lafayette en París o El Siglo en Barcelona, inaugurado como un imponente establecimiento de siete plantas en 1878, supusieron el final para decenas de comercios tradicionales.

 

https://www.hotelparislafayette.com/es/places/grandes-almacenes/

            Sus enormes competidores vendían productos de todo el mundo a precios accesibles, y, además, pasar tiempo en sus instalaciones era una experiencia. Por si eso fuera poco, la revolución de las comunicaciones (gracias a la construcción de infraestructuras, al tren, al correo comercial y al telégrafo) permitió que, por ejemplo, Harrods enviase pedidos a domicilio. Eso amplió su campo de acción mucho más allá de Londres.

            Probablemente, la importación masiva de artículos extranjeros desplazó a algunos productores locales y les obligó a reinventarse. Los grandes almacenes fomentaron que las clases medias accedieran, sin tener que viajar, a las principales tendencias de la moda del momento, una moda quer ya empezaba a ser internacional. En paralelo, el modelo basado en los precios fijos o las nuevas técnicas de venta y atención al cliente, con descuentos y devoluciones sin costo, reconfiguraron la cultura del pequeño comercio.

            Como en el caso de las mujeres o de las nuevas clases medias, buena parte del miedo era exagerado. Muchas tiendas diminutas y medianas sobrevivieron, aunque tuvieran que modernizarse. Ni el tipo de cliente ni el tipo de producto terminaron siendo los mismos en los grandes almacenes y las tiendas de barrio. Fueron los pequeños comerciantes locales los que crearon, los grandes imperios que cambiaron para siempre su sector. Y, finalmente, los gustos y las identidades locales y nacionales tuvieron la oportunidad der expresarse mediante el consumo.

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            Los grandes almacenes se convirtieron, desde mediados del siglo XIX, en los prodigiosos teatros del miedo y la esperanza en una época de profundos cambios. Como hoy, allí se puso en escena el temor a la globalización, a las grandes empresas, al nuevo protagonismo de las mujeres, a que fuesen víctimas de la agresividad y seducción de los hombres, a la masificación y uniformización de los gustos hasta transformarnos en un augusto rebaño, a la velocidad  de las grandes ciudades y al imperio del dinero sobre los vínculos familiares o la posición social. Allí también se escenificó una ansiedad ante el consumo que, a veces, ocultaba una angustia casi tan vieja como la humanidad: el miedo al placer sin culpa, a la seducción sin castigo, al producto sin autor, al consumidor sin nombre, a la vida sin esfuerzo.

Almacenes "El Siglo". Fueron unos grandes almacenes populares, situados en las Ramblas de Barcelona,que estuvieron en funcionamiento desde 1881 hasta 1932 después de que un colosal incendio destruyera el edificio. Trabajaban 1.050 empleados, a los que había que sumar otras 600 personas que trabajaban en distintos talleres de confección, que elaboraban los productos para El Siglo. Poseían una flota de 25 camiones para efectuar el reparto a domicilio de sus productos. Barcelona

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https://monchitime.com/2013/08/125-anos-de-estilo-en-mexico-palacio-de-hierro/

http://cdmxtravel.com/es/lugares/el-palacio-de-hierro.html

Cuando México era virreinato y se llamaba Nueva España, la entrada de extranjeros estaba prohibida. Los pocos que llegaban tenían permiso de la Corona. A finales del siglo XVIII se fue relajando un poco la situación y llegaron algunos franceses, como el comerciante Ernesto Maillefert. En 1821, ya consumada la independencia, llegaron más comerciantes franceses. A la Ciudad de México arribó Jacques Arnaud, un barcelonnette, como se le dice en México a los nacidos en valle del río Ubaye, al sur de Francia. Ambos abrieron "Las siete puertas," una tienda o cajón de ropa elegante y surtida. Así, antes de que Agustín de Iturbide fuera emperador, comenzó el movimiento comercial que se estableció entre México y los de Barcelonnette de entonces hasta la Segunda Guerra Mundial y que dio lugar al nacimiento de muchas tiendas mexicanas, entre ellas El Palacio de Hierro.

El flujo fue tan importante que en Jausier, el poblado donde nacieron Jacques Arnaud y sus hermanos, hay una placa cuya traducción reza:

Las Siete Puertas
Los 3 hermanos Arnaud, primeros hijos del Valle que partieron a México "1821" abriendo en el centro de la Ciudad de México el almacén de telas
Las Siete Puertas
La prosperidad de esta tienda dio nacimiento al de la formidable emigración de los barcelonnettes a México.

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La emigración dejó prácticamente sin mano de obra masculina al Valle de Ubaye. Además, los barcelonnettes se casaban cuando ya se habían retirado de la vida laboral, es decir cuando tenían alrededor de 45 años. Así evitaban problemas familiares que perturbaran su eficacia en el trabajo. Como sus hijos eran muy pequeños, cuando se trataba de dueños de algún negocio, los sucedían en ellos sus hermanos menores, sus sobrinos y sus empleados destacados. El entrenamiento era parte del proceso de ascenso, tan definido como un escalafón: aprendiz sin remuneración, vendedor con un sueldo mensual de diez pesos; luego agente vendedor; después asociado, con derecho a un porcentaje sobre las ganancias. Ya como jefe, el porcentaje subía según su responsabilidad: venta al menudeo, venta al mayoreo, compras en plaza, correspondencia, caja, contabilidad y, finalmente, la dirección. Quienes preferían un camino más libre y ganar por arriba de los mil pesos mensuales, tras tres años de aprendizaje, se iban de vendedores a los circuitos de distribución de las tiendas, a lo largo y ancho de México.

El primer año prácticamente nadie tenía sueldo: los aprendices pagaban con trabajo el costo del viaje. Como todos los trabajadores, recibían casa, comida y dos botellas de vino: una el 14 de julio y otra el 24 de diciembre. En su libro, describió Chabrand:

Desde la mañana hasta la noche, no hacen otra cosa que enrollar, doblar y pegar las telas, y colocar las piezas en los anaqueles de la trastienda. Como se desacomoda a medida que se acomoda, cuando creen haber terminado tienen que recomenzar de nueva cuenta. Lógicamente están a las órdenes de todos los vendedores a los que deben obedecer: “Obedecer y callarse... sin murmurar”, es la consigna... Mientras dura este aprendizaje que, hay que reconocerlo, es sumamente fatigoso, duermen sobre el mostrador. Tienen a su cargo, además, la tarea de asear y barrer todo el local.

Para ir subiendo de categoría, su primera preocupación debe ser la de aprender lo más rápidamente posible la lengua española, memorizar los nombres de todas las mercancías y familiarizarse con el manejo de las monedas mexicanas.

El idioma no significa mayor problema, ya que su pattois natal se parece al español, pero el sistema monetario les parece muy complicado. Los franceses usan el sistema monetario decimal, creado en su país. Se ha tratado de introducir en México, con pocos resultados, así que convive con el octaval en uso desde la Colonia, con el resultado de aumentar las dificultades.

En 1862, a raíz de la Segunda intervención francesa en México, la Compagnie Générale Transatlantique (CGT) inauguró la ruta Saint-Nazaire-El Caribe-Veracruz. En 1864, con la llegada de Maximiliano, se estableció un viaje mensual, lo que provocó un aumento en la migración de jóvenes franceses. Entre ellos llegaron dos: Joseph Tron y Joseph Léautaud. Se conocieron en la travesía. Ambos jóvenes llegaron al Portal de las Flores, en el Zócalo de la Ciudad de México. Ahí había un cajón de ropa llamado Las Fábricas de Francia, donde trabajaron hasta comprarlo en 1876 a los antiguos dueños, de acuerdo con la costumbre barcelonnetta. Junto con Jules y Henri, hermanos Joseph Tron, formaron una sociedad: J. Tron y Cía.

En 1888 J. Tron y Cía. vendió Las Fábricas de Francia para abrir la primera tienda de departamentos de México: El Palacio de Hierro. Tendría mucha más mercancía que un cajón de ropa, o que un almacén de novedades, como se les llamaba a los que ofrecían artículos de arreglo personal y para el hogar.

El Palacio de Hierro fue hecho a imagen y semejanza de Le Bon Marché, el gran almacén parisino fundado por Aristide Boucicaut. Para ello, el 30 de enero de 1888, ante el notario Ignacio Burgoa, se firmó el acta por la que El Palacio de Hierro quedó legalmente constituido. Luego, J. Tron y Cía. adquirió un terreno de 625 m2 en las calles de San Bernardo y pasaje de la Diputación, actualmente las avenidas Venustiano Carranza y Veinte de Noviembre, en el centro de la Ciudad de México, donde construyó un edificio de cinco pisos, primer edificio hecho ex profeso para ser comercio, dotado de una estructura de hierro y acero bajo los criterios de la escuela de Gustave Eiffel, el creador de la famosa Torre parisina que lleva su nombre. La construcción demoró tres años. Cuando ya iba bastante adelantada se formó la leyenda de que el público pasaba por la calle y al verla decía que ahí se estaba construyendo un palacio de hierro y por eso le pusieron ese nombre, aunque en realidad la tienda ya se llamaba así desde su escrituración. El 1 de julio de 1891 fue la inauguración. El Dr. José María Marroqui describió el edificio en su libro de la Ciudad de México.

Es casi cuadrado, bello y elegante; tiene veintitrés metros de elevación y descuella sobre todos los edificios particulares de la ciudad. Merced a esto pudo colocarse en la orilla de la azotea, a manera de baranda, repetido en los cuatro lados, un letrero que, con letras doradas, grandes y abultadas, dice: ‘Almacenes del Palacio de Hierro’. Tres asta banderas hay: una en el ángulo libre de la escuadra, y otra en cada uno de los extremos; en la primera, se enarbola, los días grandes, el pabellón mexicano, y en las de los extremos, el francés. Sobre las vidrieras del primer piso, en el lado de la calle de San Bernardo, se lee: ‘J. Tron y C.’; en la esquina, dentro de un medallón de relieve tallado en la piedra, las tres letras iniciales, ‘J.T. y C.’, enlazadas, y abajo de él, ‘1891’.”

En su interior, llamaba la atención un elevador hidráulico y transparente; los 350 focos eléctricos que se encendían por las noches, los 500 mecheros de gas que estaban listos por si fallaba la electricidad; que tuviera su propia oficina de correo y de telégrafo y además su teléfono, cuyo número era el 636 de la Compañía Telefónica Mexicana. Los maniquíes y el piso sin tarimas resultaron un éxito entre la clientela, al igual que los estilizados mostradores de madera donde se extendían cosas pesadas, por ejemplo, rollos de tela.

Lealtad, honradez y eficacia es nuestro lema, anunciaba El Palacio de Hierro. Desde el principio hubo venta directa y por catálogo, pues su principal negocio era el mayoreo, sobre todo por las compras que hacían las haciendas y los negocios del interior del país. Había productos importados y otros elaborados en talleres y fábricas propias. Se introdujo la novedad de presentar precios fijos etiquetados —lo que rompió la tradición del regateo— y provocó verdaderas batallas con la clientela. Auguste Genin, uno de los socios, describió el servicio de entrega a domicilio: ... El Palacio de Hierro, al igual que cualquier almacén de París, posee coches de entrega, tan prácticos como elegantes, que llevan a los cuatro puntos cardinales de la ciudad las mercancías compradas ese mismo día.

El 6 de abril de 1898 J. Tron y Cía. adoptó el nombre de su tienda y se volvió El Palacio de Hierro Sociedad Anónima (S.A.), probablemente la primera empresa comercial constituida como Sociedad Anónima en México. Esa figura sólo la usaban las compañías mineras y algunos bancos. La sociedad inició con un capital de cuatro millones de pesos, totalmente suscrito. Se decidió construir un inmueble nuevo junto al edificio principal, para ampliar los pisos de venta y celebrar el décimo aniversario del negocio, en 1901. Así se hizo y para ello se mudaron al entonces vecino pueblo de Tlaxcoaque los talleres que estaban en una casa vecina al edificio original, en San Bernardo 18, hoy Venustiano Carranza, y se edificó un edificio casi idéntico al primero de la tienda.

Con miras a celebrar el 20º aniversario en 1911, se compró la casa que faltaba para que la tienda ocupara toda la acera de San Bernardo. Con eso, El Palacio de Hierro tuvo la esquina de Monterilla, hoy Avenida Cinco de febrero. La nueva construcción fue de un edificio majestuoso, con una fachada muy parisina. Mientras se construía, en 1910 se conmemoró el centenario de la Independencia. Hubo varios desfiles. El dedicado al comercio fue el 4 de septiembre. El Palacio de Hierro participó con un lujoso carro alegórico acompañado de un carruaje y tres automóviles de su propiedad. El lunes 2 de octubre de 1911 se inauguró el nuevo edificio. Para entonces, Porfirio Díaz y su familia vivían exiliados en París. El presidente interino era Francisco León de la Barra y se esperaba que en noviembre lo fuera Francisco I. Madero.

En 1912 se retiró Henri Tron y se mudó a Francia. Su hermano Justin lo sucedió como presidente del consejo. A pesar de la Revolución, El Palacio de Hierro siguió adelante. En abril de 1914, como cada año, se preparaba para las fiestas de primavera: un concurso de aparadores y carros alegóricos de la Batalla de las Flores cuando, en la tarde del miércoles 15 una conexión del material eléctrico improvisada en un aparador de Monterilla, hizo cortocircuito y provocó un incendio que consumió de inmediato las telas del decorado del aparador y desniveló el armazón de hierro fundido. El faro de la torre se cayó hasta la planta baja y su combustible “redujo a cenizas el elegante y bello edificio comercial de El Palacio de Hierro.” Se salvaron la herrería de la puerta principal, el medallón tallado en piedra de J. Tron y Cía., un segmento de la fachada del edificio del lado de Callejuela, colindante con el Palacio Municipal, y la escalera de empleados, estructuras que aún forman parte del edificio del Centro histórico. La Revolución mexicana y la Primera Guerra Mundial impidieron la inmediata reconstrucción. El arquitecto Paul Dubois, contratado para hacer el nuevo inmueble, Hippolyte Signoret, sobrino de los Tron y destinado a encabezar la tienda, y otros 26 empleados dejaron México y se fueron a luchar por Francia en los batallones alpinos 157 y 159, conformados por los más de 1200 jóvenes que trabajaban en el país. Con dos locales localizados frente a donde había estado la tienda, el llamado Anexo y uno alquilado a una cuadra, en la calle de Ocampo, El Palacio de Hierro siguió atendiendo a su clientela. Además, unos carros hacían el servicio de ida y vuelta de su terreno casi baldío a las grandes salas de exhibición de muebles instaladas en los talleres.



https://elpais.com/economia/2016/03/26/actualidad/1459007664_964118.html

Diciembre 1935. César Rodríguez, un asturiano emigrado a Cuba que ha vuelto enriquecido a Madrid, compra una sastrería denominada El Corte Inglés en la calle Rompelanzas. El indiano encarga la gestión del establecimiento de la diminuta calle, que corta las alargadas Preciados y Carmen, a su sobrino Ramón Areces Rodríguez (en realidad hijo de una prima carnal) al que su primo José Pepín Fernández había rechazado para trabajar en Sederías Carretas, unos grandes almacenes que había abierto un año antes al estilo de El Encanto de La Habana donde ambos habían hecho los cuartos con que regresaron a España.

La tienda en la que empezó su aventura Ramón Areces, que también había trabajado en El Encanto con sus parientes, había sido fundada en 1890. Pero el recorrido de El Corte Inglés actual comenzó en plena postguerra, a caballo entre 1940 y 1941. De Rompelanzas se trasladó a Preciados 3 y se convirtió en sociedad limitada bajo la presidencia de César Rodríguez, que también participaba en el capital de Sederías Carretas.

Rodríguez y Fernández, que rechazó la invitación de entrar en El Corte Inglés, estuvieron juntos hasta 1946. Ese año, El Corte Inglés, dio su primer gran paso al adquirir el edificio de cinco pisos donde se ubicaba y comenzar la venta por departamentos. Al mismo tiempo, inició una encarnizada rivalidad con la vecina Sederías Carretas, que en 1955 se convertiría en Galerías Preciados. La competencia de los dos grandes de la distribución duró todas sus vidas. Y fue Galerías la que se despegó en las primeras de cambio, llegando a contar con 22 establecimientos en España.

La compra de Galerías

Sin embargo, El Corte Inglés, en la que Ramón Areces había sustituido a su tío en la presidencia tras su muerte en 1966, marcó en esa década un ritmo que dejó con la lengua fuera a Galerías, hasta el punto de que acabó en manos de su principal acreedor, el Banco Urquijo, en 1979. Después la deriva fue imparable: Rumasa; el magnate venezolano Gustavo Cisneros; la firma británica Mountleigh; los empresarios españoles Justo López Tello y Fernando Sada, hasta que en 1994 acabó en suspensión de pagos y el Gobierno socialista la vendió al mejor postor que resultó ser El Corte Inglés. La empresa, ya presidida por Isidoro Álvarez, sobrino de Areces, pagó 30.000 millones de pesetas (180 millones de euros).

Se hizo en 1994 con Galerías Preciados por 180 millones de euros  

Ni Pepín Fernández (fallecido en 1982) ni Ramón Areces (en 1989) vivían cuando se produjo la operación que permitía a El Corte Inglés colocar su bandera en las tiendas del rival. Su política de crecimiento había resultado más acertada. Si en las etapas de Rodríguez y Areces había creado satélites (Induyco, Investrónica, Hipercor…) y divisiones (viajes, informática, seguros…), en la de Álvarez dio un gran avance y el primer salto fuera de España, con la implantación en Portugal, tras el fracaso de The Harris Company en California.

En todo ese tiempo la pelea entre los dos gigantes de la distribución impuso nuevos hábitos de consumo. De los almacenes cubanos habían importado, tanto Galerías como El Corte Inglés, las tarjetas de pago, con lo que se anticipaban a la banca, y la celebración de los días del padre y de la madre o San Valentín. El Corte Inglés implantó campañas sonadas como “Ya es primavera en El Corte Inglés”, tomado del “Ya es primavera en El Encanto”, o la devolución del dinero (“si no queda satisfecho le devolvemos su dinero”) inspirados todos en ultramar.

Pero la crisis también pudo con El Corte Inglés, lo que llevó a Álvarez a plantearse la salida a Bolsa y otras fórmulas para superarla. La primera decisión, que sonó traumática en la casa, fue la venta del 51% de la financiera al Banco Santander por 140 millones. Álvarez no pudo acabar la tarea. Murió en septiembre de 2014 a los 79 años y tras 25 al frente de El Corte Inglés dejando 88 grandes almacenes y 43 hipermercados, además de tiendas de proximidad, agencias de viaje, una cadena de ópticas, seguros, informática y tecnología. Pero sin haber resuelto el problema de la deuda y de la modernización del grupo.

Isidoro Álvarez, sobrino de Areces, dio el testigo a Dimas Gimeno en 2014

La patata caliente la recibió Dimas Gimeno, que había hecho el desarrollo en Portugal y que con 39 años asumió la presidencia; pero, al contrario de lo que pasó con su tío, no la de la fundación, que se quedó en posesión de Florencio Lasaga, brazo derecho de Álvarez desde la Universidad, tras siete meses desierta. El nombramiento estuvo precedido por una larga lucha interna entre Gimeno y sus primas Cristina y Marta Álvarez Guil (hijas del primer matrimonio de su mujer) por el control de la fundación. Esta, que posee el 37,39% del grupo, Gimeno y sus primas, con el 7,5% cada uno, forma el núcleo duro de la compañía. Otros accionistas son la familia García Miranda, que se acerca al 7%, la familia Areces Galán (Ceslar), con un 9%. El resto se reparte entre altos ejecutivos y empleados.

Dinámica histórica

Una vez asentado, el joven ejecutivo se ha hecho fuerte y ha roto la dinámica histórica de la casa. Después de abordar el saneamiento (refinanciación de la deuda, de unos 3.700 millones, y emisión de bonos por 600) incorporó al capital del jeque catarí Hamad bin Jassim (venta por 1.000 millones del 10% procedente de la autocartera, que puede elevar al 12,25% en tres años).

Luego se planteó los retos: generar beneficios, combinar las ventas tradicionales con las online y la internacionalización. En el primer punto, la empresa se encuentra en una fase de recuperación (en el último ejercicio obtuvo casi 15.000 millones de ventas y 120 de beneficios). El segundo consiste en aplicar un cambio de estilo respetando la tradición. Y el tercero fija un reto mucho más revolucionario, la instalación fuera de la península. Tras abortar el proyecto de Milán, las preferencias se centran en Latinoamérica. El objetivo se plantea a medio plazo y las prioridades son México, Colombia y Perú. Esta misión deja en segundo plano la salida a Bolsa, que no está descartada.

También ha demostrado que no le tiembla el pulso, como ocurrió al expulsar del consejo a Carlota Areces Galán, representante de la parte díscola de la familia y contraria a la valoración realizada para la venta al jeque. A su juicio, el valor de la empresa era, al menos, el doble de lo acordado.

Otro de sus movimientos innovadores ha sido el ajuste de plantilla, algo nunca visto. Ha anunciado un plan de prejubilaciones que afecta a 1.400 trabajadores de los casi 91.500 con que cuenta.

Las relaciones laborales es una de las asignaturas pendientes del grupo, que precisamente fue capital en el nacimiento de la patronal CEOE. Tradicionalmente se ha significado por su alejamiento de los sindicatos y la escasez de mujeres en puestos directivos. Fuentes consultadas subrayan que Gimeno ha ejercido el mando con cintura y flexibilidad, lo que ha contribuido a mejorar el clima.

 

Corte Inglés de la Castellana, Madrid

https://es.fashionnetwork.com/news/el-corte-ingles-celebra-su-75-aniversario-como-primer-gran-almacen-europeo,662670.html

https://www.wikiwand.com/es/El_Palacio_de_Hierro

Toca Rey, Gonzalo, “Los Templos del Consumo”, en Historia y Vida, núm. 602/año L, Grupo Planeta, pp. 64-71.

www.historiay vida.com

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