Libros al fuego y lecturas prohibidas. El bibliocausto
franquista (1936-1948)
ANA MARTÍNEZ RUS
Ana Martínez Rus
es profesora titular de Historia Contemporánea en la Universidad Complutense de
Madrid. Ha sido investigadora posdoctoral en la École des Hautes Études en
Sciences Sociales de París invitada por Roger Chartier. Se ha especializado en
historia de la edición y de la lectura en la España del siglo xx. Es
investigadora del Seminario Interdisciplinar de Estudios sobre Cultura Escrita (SIECE)
de la Universidad de Alcalá de Henares, dirigido por Antonio Castillo. También
ha sido investigadora de la Cátedra Extraordinaria de la Universidad
Complutense «Memoria Histórica del siglo xx», dirigida por Julio Aróstegui
Sánchez desde su fundación en 2005 hasta 2013. Entre sus trabajos destacan: La
política del libro durante la Segunda República: socialización de la lectura
(Trea, 2003), «San León Librero»: las empresas culturales de Sánchez Cuesta
(Trea, 2007), La persecución del libro. Hogueras, infiernos y buenas lecturas
(1936-1951) (Trea, 2014) y Milicianas. Mujeres republicanas combatientes
(Catarata, 2018). Es, además, coautora del libro colectivo La Segunda República
(Pasado & Presente, 2015).
LA LIBERTAD
Es la razón de
nuestra vida, dijimos, estudiantes soñadores. La razón de los viejos, matizamos
ahora: su única y escéptica esperanza. La libertad es un extraño viaje. Son las
plazas de toros, sillas sobre la arena en aquellas primeras elecciones. Es el peligro
que, de madrugada, nos acecha en el metro.
Son los periódicos
cuando se acerca ya el final del día.
La libertad es
hacer el amor en los parques. Es el alba en un día de huelga general. Es morir
libre. Son las guerras médicas. Las palabras República y Civil. Un rey saliendo
en tren hacia el exilio. La libertad es una librería, ir indocumentado.
Canciones que una vez nos prohibieron. Una forma de amor, la libertad.
Joan Margarit, Els
primers freds. Poesía, 1975-1995, Barcelona, Proa, 2004
UNA INTRODUCCIÓN:
LAS POSIBILIDADES Y LAS VIDAS DE UN LIBRO
El libro es un objeto cultural y comercial a
la vez, que reúne unas características específicas convirtiéndolo en un
artículo extraordinario y único. Nadie duda de la dualidad del libro, que
define su identidad, aunque unos incidan más en su valor cultural y otros en su
carácter mercantil. Los libros tienen un valor por su contenido y su
repercusión, pero también tienen un precio marcado en la cubierta o en la
contracubierta, que hace referencia al coste de adquisición en la época en que
fue publicado. Incluso se vuelven a vender en el circuito de libros usados y de
segunda mano, y en librerías de anticuario y de viejo. Tienen una segunda o
tercera vida en el mercado, así como en las bibliotecas privadas y públicas. En
este sentido, merece la pena contar una anécdota personal de mi querido y buen
amigo el pintor y artista multidisciplinar Carlos García-Alix.
Treinta años atrás tuvo en su biblioteca un
libro muy apreciado de Henri Barbusse, Algunos secretos del corazón, editado en
1921 por R. Caro Raggio. El gran valor para él era que incluía veinticuatro
grabados en madera del artista belga Frans Masereel, pero acabó perdiendo esta
obra. Hace unas semanas, paseando por los puestos de libros de la Cuesta de
Moyano de Madrid en busca de tesoros bibliográficos, encontró un ejemplar de
ese libro y lo compró. Al llegar a su casa, contento por recuperar el título
extraviado, se dio cuenta, tras quitar el papel celofán que lo protegía, de que
era su mismo ejemplar por el exlibris que aparecía en la primera hoja y que le
regaló su hija María cuando era pequeña.
Fue tal la emoción que casi llora de alegría,
y yo también al compartir conmigo esa historia bellísima de secretos del
corazón libresco. Tres décadas después de pertenecer a su biblioteca personal,
ese mismo volumen volvía a ella. Imagino ese momento con el corazón palpitando,
la cara de felicidad y las manos temblorosas al recuperar su viejo libro.
Parece increíble, pero es cierto. Fue el primer libro publicado en España de
Masereel, que tanta influencia ejerció en otros brillantes ilustradores de
cubiertas como Mauricio Amster, Mariano Rawicz o Helios Gómez.
Pero no conviene confundir valor con precio,
como advirtiera muchos años atrás David Ricardo, tampoco en un ejemplar. Un
libro es un artículo potencial por su contenido, autor o autores y por las
diferentes lecturas que se hacen de él. Además, tiene muchas posibilidades
porque entretiene, enseña, divierte, así como fomenta la reflexión y el
pensamiento crítico. Incluso se establecen vínculos afectivos en relación con
las vivencias de los lectores con cada título. Detrás de cada libro hay muchas
vidas e historias personales y colectivas. Por este motivo, el escritor
argentino Jorge Luis Borges imaginaba el paraíso como una especie de biblioteca
y para el poeta Joan Margarit, recientemente fallecido, una librería era
sinónimo de libertad.
Los libros han sido admirados, codiciados y
hasta venerados, pero también han sido despreciados, odiados y destruidos. El
libro es un arma peligrosa y así lo han visto demasiados regímenes a lo largo
de la historia de la humanidad en todos los rincones del planeta. A pesar de su
fragilidad, un ejemplar que invita a pensar y a reflexionar de manera crítica
es un enemigo por batir. Algo tan aparentemente insignificante compuesto de
papel, letras impresas, imágenes y cartoné es un elemento revolucionario, pero
no solo aquellos textos que llaman a la revolución, sino todos por sus
capacidades para imaginar, soñar y pensar.
A lo largo de la historia son muchos los
ejemplos y antecedentes que podemos encontrar sobre la quema de libros.1 La
destrucción de libros no es un fenómeno nuevo como forma de eliminar una
cultura o una civilización derrotada por las armas. Pero lo sorprendente del
caso franquista es el ensañamiento contra lo impreso y la intensidad de la
destrucción.
LA
QUEMA DE LOS LIBROS DE LA ANTI-ESPAÑA
El franquismo fue un régimen represivo de
exclusión ideológica y social.2 La represión afectó a todos los aspectos de la
sociedad española durante casi cuarenta años. Aunque es más conocida la
represión política y social, también fue destacada la represión cultural basada
en la quema y expurgo de publicaciones, en la censura editorial y en el control
de la información. La dictadura militar persiguió todo aquello que representara
la anti-España: eliminó y encarceló personas, ilegalizó organizaciones y
asociaciones, destruyó publicaciones, depuró bibliotecas y prohibió obras en un
intento de borrar las ideas de los enemigos de la sociedad española. La
represión cultural formó parte de la represión generalizada de los militares
sublevados y fue un capítulo más de la violencia ejercida por la dictadura
franquista. El objetivo era limpiar y purificar el país de las ideas subversivas
que habían adulterado las esencias españolas. Perseguían suprimir el
pensamiento de los vencidos e imponer el de los vencedores.
Del mismo modo que los militares golpistas
distinguían entre buenos y malos españoles, también había buenos y malos libros.
Si los malos españoles tenían que pagar sus delitos con la vida o la falta de
libertad, los libros culpables debían ser destruidos o arrinconados en los
infiernos de las bibliotecas, así como impedir su impresión y circulación con
el establecimiento de la censura previa. Las ideas de los libros peligrosos
eran las responsables de la decadencia del país, de los males de la patria y de
la Guerra Civil; por tanto, debían eliminarse y prohibirse. Merecían un duro
castigo, ya que en muchos casos eran considerados más responsables que los
propios vencidos, que se habían dejado embaucar por sus ideas disolventes.
Guerra a los intelectuales, a la cultura y al libro.
Los que se sublevaron contra el régimen
democrático de la Segunda República pensaron que si se eliminaban y se recluían
a las personas y a las publicaciones, se acabaría con sus ideas. Trataron de
callar las voces disidentes de personas y ejemplares, todo aquello que
cuestionase o se opusiese a la España única, imperial y católica. Frente a la
pluralidad y a la heterogeneidad, se impuso el nacionalcatolicismo de la
dictadura. Había que borrar de las mentes las ideologías peligrosas, ya que el
franquismo se basó en su rechazo al liberalismo, a la democracia, al
parlamentarismo, al socialismo, al comunismo, al laicismo; en definitiva, a la
libertad.
Desde los primeros días de julio de 1936 los
militares sublevados actuaron con mucha violencia con todos aquellos que se
opusieron a sus objetivos, incluidos sus compañeros de armas, y al mismo tiempo
se emplearon con saña contra la cultura impresa en todas las localidades que
iban conquistando.3 Se convirtió en una necesidad acabar con todas las obras
que habían inculcado el mal y la revolución en las mentes de los españoles
atentando contra el orden social, la tradición, la Iglesia y el Ejército. El
libro era peligroso y había que eliminarlo. Matar personas y destruir libros
fueron prácticas demasiado comunes, lamentablemente, en la retaguardia
franquista y durante la dictadura. Había que acabar con la democracia, los
derechos sociales y laborales, la reforma agraria y la libertad de expresión.
No se podía permitir la libre publicación, circulación y lectura de cualquier
texto sin la supervisión y autorización de las autoridades. Pero previamente
había que destruir toda la oferta editorial existente en el mercado y en los
fondos de las bibliotecas públicas y privadas.4
El Sindicato Español Universitario celebró el
domingo la Fiesta del Libro con un simbólico y ejemplar auto de fe. En el viejo
huerto de la Universidad Central —huerto desolado y yermo por la incuria y la
barbarie de tres años de oprobio y suciedad— se alzó una humilde tribuna,
custodiada por dos grandes banderas victoriosas. Frente a ella, sobre la tierra
reseca y áspera, un montón de libros torpes y envenenados […]. Y en torno a
aquella podredumbre, cara a las banderas y a la palabra sabia de las
Jerarquías, formaron las milicias universitarias, entre grupos de muchachas
cuyos rostros y mantillas prendían en el conjunto viril y austero una suave
flor de belleza y simpatía.
[El catedrático de Derecho, Antonio Luna, en
su disertación afirmó]: «Para edificar a España una, grande y libre, condenados
al fuego los libros separatistas, los liberales, los marxistas, los de la
leyenda negra, los anticatólicos, los del romanticismo enfermizo, los
pesimistas, los pornográficos, los de un modernismo extravagante, los cursis,
los cobardes, los seudocientíficos, los textos malos y los periódicos
chabacanos. E incluimos en nuestro índice a Sabino Arana, Juan Jacobo Rousseau,
Carlos Marx, Voltaire, Lamartine, Máximo Gorki, Remarque, Freud y al Heraldo de
Madrid». Prendido el fuego al sucio montón de papeles, mientras las llamas
subían al cielo con alegre y purificador chisporroteo, la juventud
universitaria, brazo en alto, cantó con ardimiento y valentía el himno «Cara al
sol» [la cursiva es mía].5
Auto de fe en la U. Central.
Los enemigos de España fueron condenados al fuego
El texto es meridiano, ya que ilustra
perfectamente las actuaciones realizadas respecto al libro durante la Guerra
Civil y señala la política del Nuevo Estado en relación con la letra impresa.
Entre falangistas viriles y señoritas con mantilla se quemaron en la
Universidad de Madrid ejemplares del periódico El Heraldo de Madrid, obras de
Rousseau y Marx españolizados, de Freud, Gorki o Lamartine, entre otras. La
combinación era selecta y diversa, aunque atendiendo a la descripción y a la
clasificación de los libros, que realizó el catedrático de Derecho Antonio Luna
en su discurso, prácticamente todos debían acabar en la hoguera.
Asimismo, leyó el célebre pasaje del Quijote donde el cura y el barbero
prendieron fuego a las novelas de caballería del ingenioso hidalgo, para
justificar la quema de libros. Curiosa manera de celebrar el Día del Libro,
imitando las quemas públicas de libros de los nazis. Estas prácticas resultan
muy significativas sobre las intenciones del régimen sobre la cultura y la
libertad de expresión y creación. Cabe destacar que El Heraldo de Madrid
también aparecía como culpable en una carta de un carabinero fusilado en julio
de 1938, donde afirmaba: «Si yo he sido un asesino y muero como tal ha sido por
el estrago que en mí ha ocasionado el Heraldo de Madrid».6
Este ataque y justificación exculpatoria del
condenado a muerte recoge perfectamente la convicción de los militares e
ideólogos franquistas sobre la culpabilidad y responsabilidad de las
publicaciones en el conflicto bélico. Seguramente no fue una casualidad esta
referencia al periódico madrileño de tendencia republicana, fundado en 1890 y
con gran difusión nacional en la carta del reo.
El periódico falangista ¡Arriba España! Hoja
de combate de la FE de las JONS, publicado en Pamplona, en su primer número de
1 de agosto de 1936, incitaba a la destrucción de libros: « ¡Camarada! Tienes
obligación de perseguir al judaísmo, a la masonería, al marxismo y al
separatismo. Destruye y quema sus periódicos, sus libros, sus revistas, sus
propagandas. ¡Camarada! ¡Por Dios y por la patria!». Su director fue el clérigo
falangista Fermín Yzurdiaga, que acabó siendo jefe nacional de Prensa y
Propaganda. Fue tal el entusiasmo y celo en la destrucción de libros en los
domicilios particulares que el mismo periódico, en noviembre de 1936, pidió
mesura y que no se actuara en las bibliotecas privadas. Sobre la necesaria
depuración de los fondos bibliográficos, en un editorial del mismo periódico en
1938 se podía leer:
Es necesario este Tribunal rígido de Inquisición. Hoy es
la Fiesta del libro. Desde hace años funciona en nuestra España una filial o
Sucursal de la Editora EspasaCalpe. ¿Ha pasado (preguntamos) por algún tamiz el
historial y los fondos editoriales de esa casa, anteriores a la guerra? ¿Es
posible tener una casa en Madrid, otra en San Sebastián y otra en Buenos Aires?
¡Los triángulos nos escaman demasiado! Y vamos a precisar más, porque el escándalo
es intolerable. Hoy en todos los escaparates de las librerías se expone la
«Colección Austral» de la Espasa-Calpe. Tiene mucho que purgar y que rectificar
esta Editora. Pues bien: sin enterarse por lo visto del nuevo espíritu de
España nos presenta títulos como éstos: Descartes, Discurso del Método,
condenado por la Iglesia, en el Índice. El Matrimonio de Compañía, de Lindsay y
Evan. De Ortega y Gasset (¡cómo no!) su Rebelión de las Masas y Tema de nuestro
tiempo. El estúpido payaso Ramón Gómez de la Serna, Russell y Thomas Mann7 [la
cursiva es mía, salvo los títulos de los libros].
Destaca la fijación del periódico de Falange
contra el fondo de Espasa-Calpe, editorial comercial convencional, con gran
capital social y de carácter conservador. Pero, sobre todo, en este artículo se
atacaba a los títulos de la colección Austral. Recordemos que la filial
argentina de Espasa-Calpe se independizó de la casa madre en 1937 por las
dificultades derivadas de la guerra, constituyéndose en sociedad anónima, y
emprendió su labor editora, con Manuel Olarra al frente. Destacó especialmente
la colección de bolsillo Austral, iniciada por Guillermo de la Torre y Gonzalo
Losada. Cada mes se editaban entre 10 y 20 títulos nuevos en tiradas de 12 000
ejemplares, de los que se exportaban más del 30%. Estas obras sin el control de
la censura llegaban a España y por eso eran condenadas por Yzurdiaga. El primer
libro publicado fue La rebelión de las
masas, de Ortega y Gasset, uno de los ejemplares que desdeñaba el
periódico.8 Las proclamas en el periódico falangista no impidieron que
Yzurdiaga tuviera en su biblioteca la colección completa de la revista Cruz y Raya.9 Los grandes destructores
de libros suelen ser grandes bibliófilos, o al menos tienen grandes
conocimientos sobre el movimiento bibliográfico.
La quema de libros se convirtió en un ritual
habitual. Estas prácticas recordaban a la Alemania de Hitler, a la quema
sistemática de publicaciones organizada por el ministro de Propaganda, Joseph
Goebbels. El gran impacto que causó la destrucción nazi en 1933 llevó a la
revista estadounidense Time a hablar de bibliocausto y la revista neoyorquina
Newsweek la calificó como holocausto de libros.10 A los tres días de ser
nombrado Hitler canciller, se prohibieron todas las publicaciones que pudieran
contener informaciones inexactas. El 10 de mayo, en la plaza de la Ópera de
Berlín ardieron entre 20 000 y 25 000 ejemplares, entre los que se encontraban
títulos de Stefan Zweig, Voltaire, Einstein, Freud, Engels, Remarque, Heinrich
Mann, André Gidé, Romain Rolland o H. G. Wells, entre otros. Otras treinta
hogueras similares se sucedieron entre el 10 de mayo y el 21 de junio de 1933
en otras ciudades alemanas.
En la España de Franco también puede hablarse
de un fenómeno similar, de bibliocausto o, al menos, de una bibliofobia
desatada, en palabras de José Andrés de Blas.11 Para analizar la destrucción
del patrimonio bibliográfico de la dictadura es fundamental el estudio de la
documentación y de la prensa afín al Movimiento Nacional durante la Guerra
Civil y la inmediata posguerra, así como los libros de memorias, ya que este
fenómeno es mucho menos conocido que el nazi y apenas existe bibliografía al
respecto.12 El régimen franquista se encargó posteriormente de borrar este
capítulo negro de su historia, dada la duración de la dictadura y su capacidad
de adaptación.
Desde los primeros días del golpe militar se
convirtió en una auténtica obsesión la eliminación de los textos perniciosos
que habían inoculado el mal en las mentes de los españoles. Acusaban a estos
libros de todos los problemas del país por sus ideas extranjerizantes,
inmorales y subversivas. Así, en los primeros meses de la contienda las
operaciones se centraron en incautaciones y destrucciones, junto con la
depuración de bibliotecas públicas y privadas.
Quema de libros en Tolosa
(Gipuzkoa), el 11 de agosto de 1936. Fuente: diariovasco.com
https://universoescrito.com/quema-de-libros-durante-la-guerra-civil-espanola-y-la-dictadura/
Al mismo tiempo, muchos maestros,
bibliotecarios, editores y libreros fueron fusilados. El director de la casa
Nós, Ángel Casal, y el librero Rogelio Luque, entre otros, corrieron la misma
suerte que las publicaciones que producían y vendían. Rogelio Luque, que
ejercía el comercio de librería desde 1917 en la calle Gondomar de Córdoba, fue
fusilado el 16 de agosto de 1936.13 Juana Capdevielle, bibliotecaria de la
Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Madrid, fue asesinada el 18
de agosto de 1936 en Rábade (Lugo), estando embarazada de su primer hijo, a los
treinta años de edad.14
Días antes, su marido, Francisco Pérez
Carballo, gobernador civil de La Coruña, también había sido asesinado por los
militares sublevados. Asimismo, autores como Federico García Lorca, el arabista
y rector de Granada, Salvador Vila, el jurista y también rector de Oviedo,
Leopoldo Alas Argüelles, el catedrático de Medicina Legal y rector de Valencia,
Juan Bautista Peset, o el maestro Daniel Linacero fueron fusilados por sus
ideas y sus libros.
El catedrático de Culturas e Instituciones
Musulmanas, Salvador Vila, republicano de izquierdas, que era rector de Granada
desde abril de 1936, fue también traductor del alemán para la comprometida
editorial Cenit. Murió fusilado en noviembre de 1936 en el barranco de Víznar.
Discípulo de Miguel de Unamuno y amigo de Wenceslao Roces, Manuel de Falla,
Miguel Asín o Emilio García Gómez, murió por su forma de pensar y de
escribir.15 El maestro de primaria Linacero publicó en Palencia en 1933 la obra
Mi primer libro de historia, que
renovaba la concepción de la historiografía, así como la enseñanza a los más
pequeños, y acabó siendo fusilado por falangistas en agosto de 1936.16
El cenetista Manuel Pérez recuerda que, en el
primer día del levantamiento militar en la isla de Mallorca, « […] se inició el
asalto a las organizaciones obreras y a los locales donde tenían su residencia
las agrupaciones políticas de izquierdas. Nada escapó a la furia vandálica de
las hordas fascistas. Después de
destrozarlo todo […], recordando los autos de fe de la «santa Inquisición»
hicieron hogueras con los libros que encontraron en las bibliotecas» [la
cursiva es mía]. 17
Las quemas públicas de libros en La Coruña
también fueron habituales, frente al edificio del Real Club Náutico, en el
muelle, según recogió el periódico El Ideal Gallego, en agosto de 1936: «A
orillas del mar, para que el mar se lleve los restos de tanta podredumbre y de
tanta miseria, la Falange está quemando
montones de libros y folletos de criminal propaganda comunista y antiespañola y
de repugnante literatura pornográfica» [la cursiva es mía].18
Quema de libros en A Coruña, agosto de 1936. Foto de
'Palabras para un fin del mundo'
Tras el asesinato del gobernador civil de La
Coruña, Pérez Carballo, el 24 de julio de 1936, su sustituto, el teniente
coronel de la Guardia Civil, Florentino González Vallés, ordenó en agosto que
las bibliotecas de los centros obreros clausurados fueran examinadas,
«procediéndose a la quema de toda prensa, libros y folletos de propaganda de
ideas extremistas, así como la de temas sociales y pornográficos, y en general todos
aquellos que, de un modo más o menos claro encierren propaganda reñida con la
buena moral, así como los que combatan la religión cristiana y católica, base
del sentimiento religioso del pueblo español».19
Se convirtió en una auténtica obsesión la
destrucción de las publicaciones, la quema pública de libros como otra forma
más de violencia ejercida contra los «hijos de Caín».20 Asimismo, en el mismo
mes de agosto del 36, en Vigo, «en la Plaza de Armas fueron quemados en la
noche del domingo libros pornográficos y de ideas extremistas, que habían sido
recogidos por la policía. Anoche se verificó en la plaza de Amboage un acto
análogo».21
Incluso la posesión de libros comunistas y
pornográficos fueron cargos agravantes en las causas militares contra ciudadanos
como Ramón Romero Castro y Vicente Díaz Veiga en el Ferrol.22 En muchas
bibliotecas escolares también se destruyeron ejemplares por orden de la
comisión nombrada por la alcaldía después de los días siguientes al golpe
militar, como la de Paredes de Nava en Palencia, aparte de los destrozos que
ocasionaron el alojamiento de las tropas ocupantes, instaladas en escuelas y
bibliotecas.23
El fuego se convirtió en símbolo de lo viejo,
de lo negativo, de lo malo que había que eliminar, y al mismo tiempo de la
purificación, de la limpieza de lo nuevo, de lo bueno que había que preservar y
difundir.24
Significa que el
libro y la prensa mal inspirados —verdaderamente estupefacientes del alma—
habían intoxicado ya la conciencia colectiva, aletargándola. Significa, en fin,
que el Enemigo estaba a punto de conseguir su objeto, de corromper la médula de
un gran pueblo. Guerra, por tanto, al libro malo. Imitemos el ejemplo que nos
brinda Cervantes en el capítulo sexto de su Obra inmortal. Y que un día próximo
se alcen en las plazas públicas de todos los pueblos de la nueva España las
llamas justicieras de fogatas, que, al destruir definitivamente los tóxicos del
espíritu almacenados en librerías y bibliotecas, purifiquen el ambiente,
librándolo de sus mismos contaminadores. ¡Arriba España! ¡Viva Franco! ¡Viva
España! [la cursiva es mía].25
El falangista Fernando García Montoto fue uno
de los más furibundos en sus declaraciones públicas a favor de la quema de
libros, folletos y periódicos y en la eliminación física de sus autores.26 Fue
tal la furia de Montoto que el prologuista, Galo Ponte y Escartín, ministro de
Gracia y Justicia en la dictadura de Primo de Rivera, confesó la alarma que le
producía tanto fuego, tanta destrucción, porque incluso los malos libros
contenían algo útil, aparte de manifestar su escepticismo respecto a la
posibilidad real de exterminar todos los libros venenosos.
En la misma línea de Montoto apuntó el rector
de la Universidad de Zaragoza, Gonzalo Calamita, que en un artículo titulado
«¡El peor estupefaciente!» hacía referencia al «libro sectario» que poblaba las
«bibliotecas criminales» de todo el país. Por este motivo argumentaba que «el
fuego purificador es la medida radical contra la materialidad del libro».27
Cabe destacar el constante recurso a la obra
cervantina por parte de los publicistas del franquismo para justificar las
innumerables hogueras de publicaciones, en concreto el famoso capítulo donde se
quemaban los libros de caballería de Don Quijote. Era un alegato perfecto
remontarse a las páginas de la más insigne obra en castellano para demostrar
que era una acción justa y necesaria. De hecho, se comparaba la condición de
soldado de Cervantes, que luchó contra los enemigos de España en la cruzada de
Lepanto, con el ejército del invicto Franco que derrotó al bolchevismo
asiático.
Resulta curioso que se calificase de
marxistas y bolcheviques a todos los que defendieron la República, ignorando la
heterogeneidad de las fuerzas políticas y sindicales leales al régimen
democrático, pero se trataba de simplificar y estigmatizar al enemigo, a los
vencidos. Asimismo, la influencia de las tesis del Concilio de Trento en el
escritor alcalaíno permitía establecer un paralelismo con la defensa del
catolicismo que realizaron las autoridades franquistas.
LAS
DESTRUCCIONES DE LIBROS POR DECRETO
A los seis días del golpe de Estado contra el
Gobierno republicano se constituyó la Junta de Defensa Nacional, formada
exclusivamente por militares, para gestionar el territorio que quedó bajo su
control, y en enero de 1937 se creó la Delegación Nacional de Prensa y
Propaganda.28 La primera disposición de la Junta de Defensa sobre la depuración
de bibliotecas y el control de la lecturas fue la orden del 4 de septiembre,
donde se acusaba al Ministerio de Instrucción republicano de haber difundido
obras marxistas entre la infancia. Por ello era necesario hacer desaparecer
esas publicaciones de escuelas y bibliotecas, y obligaba a la incautación y
destrucción de las mismas, autorizando solo «aquellas cuyo contenido responda a
los sanos principios de la Religión y de la Moral, y que exalten con su ejemplo
el patriotismo de la niñez».
El decreto de 13 de septiembre que declaraba
fuera de la ley a las personas, partidos y agrupaciones políticas que formaron
el Frente Popular, también incluía la incautación de sus bienes y bibliotecas.
Aunque una orden posterior, del 10 de junio de 1938, disponía que estas
colecciones debían quedar bajo el control de los funcionarios del Cuerpo de
Archivos, Bibliotecas y Museos, en la realidad fueron la Guardia Civil, los
Ayuntamientos y la Falange quienes se ocuparon de estos fondos.
El 1 de octubre de 1936 se constituyó por ley
la Junta Técnica del Estado y una de las comisiones dependientes de ella fue la
de Cultura y Enseñanza, presidida por José María Pemán y con Enrique Suñer
Ordóñez como vicepresidente. Esta misma comisión se encargó de la depuración
del magisterio y del profesorado universitario. En una de las últimas
circulares de la Junta de Defensa Nacional, que hacía referencia a la
depuración del magisterio, se advertía que «la purificación nacional tiene que
ser totalitaria».29
De hecho, el propio José María Pemán en su
primera circular calificó a estos profesionales de «envenenadores del alma
popular, primero, y mayores responsables de todos los crímenes y destrucciones
que sobrecogen al mundo». Asimismo, Enrique Suñer, autor del libelo publicado
en 1937, Los intelectuales y la Tragedia
Española, culpó a la Institución Libre de Enseñanza de todos los males del
país. De hecho, en la orden circular del 17 de julio de 1937, donde se disponía
la celebración de cursillos de formación del Magisterio, firmada por el propio
Suñer, denunció la responsabilidad de maestros y del Ministerio de Instrucción
Pública en la difusión de ideas antiespañolas y laicas:
Las
fuerzas secretas de la Revolución, adueñadas por completo, estos últimos años,
del Ministerio de Instrucción Pública, llevaron a cabo la obra de deformación
espiritual: del Magisterio Español, iniciada ya, mucho antes, por la
Institución Libre de Enseñanza, ejecutora de aquella «espantosa liquidación del
pasado» que denunció Menéndez Pelayo, seduciendo con el espejuelo «de una falsa
y postiza Cultura» a la juventud, en vez de adiestrarla en el «cultivo de su
propio espíritu, que es lo único que ennoblece y redime a las razas». Con
singular eficacia, aquella táctica consiguió arrancar del corazón de muchos
Maestros todo sentimiento de piedad cristiana y de amor a la gran Patria
Española, a cuyo fin, cautelosa, progresiva y certeramente, fué [sic] sembrando
en sus conciencias, con el laicismo y la Leyenda Negra, primero la duda, luego
la negación y, finalmente, el odio a aquellos ideales únicos capaces de hacer
fecunda la labor docente y de multiplicar con el entusiasmo el esfuerzo,
llenando con luz del ideal la obscuridad, incomprensión y abandono en que
muchas veces se ve sumida la labor del Maestro.30
Los hermanos Lapeña. A Manuel
después de fusilado le quemaron su biblioteca. Fuente: eldiario.es
https://universoescrito.com/quema-de-libros-durante-la-guerra-civil-espanola-y-la-dictadura/
Además, este catedrático de Pediatría, entre
febrero de 1939 y diciembre de 1940, fue presidente del Tribunal Nacional de
Responsabilidades Políticas que pasó factura a todos los que no habían
colaborado con los militares rebeldes. La depuración de profesores y
bibliotecas formó parte del mismo programa represivo. No en vano, uno de los
militares sublevados, José Millán Astray, primer jefe de la Legión, en la
fiesta del 12 de octubre de 1936 en el paraninfo de la Universidad de Salamanca
pronunció las ya famosas frases en el incidente con el rector, Miguel de
Unamuno: «¡Muera la inteligencia! ¡Viva la muerte!».
Estas palabras recogían perfectamente las
intenciones de los militares rebeldes en relación con la cultura y sus
artífices. Sobre la escasa sensibilidad y nulo interés de los militares
rebeldes, en su mayoría africanistas, por no hablar directamente de desprecio
hacia el mundo de la cultura, resulta también muy ilustrativo el comentario del
general Moscardó, en una orden interceptada sobre las operaciones efectuadas un
día en la batalla de Guadalajara: «Idea del enemigo, bastará decir que el
enemigo está mandado por un doctor en derecho y miembro del Cuerpo de Archivos,
Bibliotecas y Museos», en referencia al bibliotecario José Ignacio Mantecón,
comisario de la 72 Brigada Mixta, que también llegó a ser gobernador de
Aragón.31 Este facultativo, que había trabajado en el Archivo de Indias y en el
Archivo de la Delegación de Hacienda de Sevilla, a los pocos días del golpe
militar había organizado junto con el diputado Eduardo Castillo las Milicias
Aragonesas.
El 23 de diciembre de 1936 la Junta Técnica
del Estado promulgó un decreto que declaraba ilícitas todo tipo de
publicaciones socialistas, comunistas, libertarias, pornográficas y
disolventes. El preámbulo de este decreto era una declaración programática de
las autoridades militares, ya que justificaba la necesidad de aplicar todo tipo
de medidas represivas respecto a la letra impresa. Además, consideraban que las
ideas subversivas habían calado en un público no preparado y eran las
responsables directas y últimas del conflicto civil. Según su criterio, la
mayoría de la población se había dejado embaucar por estas ideas y, por tanto,
había que perseguirlas y suprimirlas de los establecimientos públicos y privados.
Una de las armas de más eficacia puesta en
juego por los enemigos de la Patria ha sido la difusión de la literatura
pornográfica y disolvente. La inteligencia dócil de la juventud y la
ignorancia de las masas fueron el medio propicio donde se desarrolló el cultivo
de las ideas revolucionarias y la triste experiencia de este momento histórico
demuestra el éxito del procedimiento elegido por los enemigos de la Religión,
de la civilización, de la familia y de todos los conceptos en que la sociedad descansa.
La enorme gravedad del daño impone remedio pronto y radical. Se ha vertido mucha sangre y es ya inaplazable la adopción de aquellas medidas represivas y de prevención que aseguren la estabilidad de un nuevo orden jurídico y social y que impida además la repetición de la tragedia [la cursiva es mía].32
Por último, esta disposición legal
contemplaba medidas expeditivas contra aquellos que incumplieran su aplicación.
Las infracciones implicaban una multa de 5000 pesetas, y si se reincidía la
cantidad aumentaría un quíntuplo y además llevaba aparejada la pérdida de
empleo público, o bien la inhabilitación del sancionado para el ejercicio de la
industria editorial o de librería, y el cierre del respectivo establecimiento.
Cabe destacar las similitudes entre este
decreto y un bando anterior de Queipo de Llano, jefe del Ejército de
Operaciones del Sur, sobre recogida y expurgo de libros. La persecución de los
sublevados a los libros explica que uno de los primeros bandos de Queipo, el
número 25, abordase la ilicitud de impresos pornográficos y disolventes, así
como la entrega de los mismos a las autoridades militares y el castigo a los
infractores.33
Gonzalo Queipo de Llano fue un
pionero, en uno de sus bandos militares, en la requisa y expurgo de
publicaciones consideradas peligrosas.
El bando, de 4 de septiembre de 1936,
constaba de cinco artículos. En el preámbulo se acusaba directamente a la
masonería, al judaísmo y al marxismo de la propagación de estas obras, en vez
de a los enemigos de la religión, de la civilización y de la familia como en el
decreto de diciembre. En el primer artículo del bando se declaraban ilícitos la
producción, comercio, circulación y tenencia de libros, periódicos y todo tipo
de impresos pornográficos, socialistas, comunistas, libertarios y disolventes
en general. El segundo obligaba a todos los establecimientos editoriales, a las
librerías y a los quioscos radicados en la Segunda División Orgánica a entregar
todas las publicaciones prohibidas a las autoridades militares en un plazo
improrrogable de 48 horas. Sorprende que en el artículo tercero se hiciera
extensiva esta obligación a todos los particulares, a entidades públicas y a
corporaciones privadas. De este modo, la posesión de este tipo de literatura
constituía un delito en la Andalucía rebelde.
Aunque en el artículo cuarto se contemplaba
que las bibliotecas oficiales y los particulares que necesitasen estos textos
por motivos profesionales quedaban exentos de esta prohibición, se señalaba la
necesaria autorización de la autoridad militar para la posesión de dichos
títulos y siempre que «su acendrando patriotismo y amor al orden no ofrezcan
sospechas de que puedan hacer uso ilícito» de los mismos. En el último artículo
se fijaban las multas económicas y sanciones a todos los que no cumpliesen con
este bando, mayores que las recogidas en el decreto posterior, ya que
alcanzaban hasta las 10 000 pesetas.34
Otra diferencia entre el bando de Queipo y el
decreto de 23 de diciembre era que en este último se indicaban que, en vez de
entregar las publicaciones a los militares, debían darse a la autoridad civil,
aunque esta a su vez debía comunicárselo a los responsables militares. Y
también se establecía que los agentes depositarían los libros en las
respectivas bibliotecas universitarias, o en las provinciales, o bien en el
archivo de Hacienda, según los casos, pero fuera de instalaciones militares.
Atendiendo al bando de Queipo, los
falangistas en Sevilla saquearon las editoriales y librerías, según el
testimonio del delegado de Propaganda de la Segunda División Militar, Antonio
Bahamonde. Las obras de autores de tendencia marxista, según su criterio, eran
requisadas y destruidas allí mismo. Al comerciante tan solo le daban la
siguiente explicación: «La nueva España no admite esta literatura que ha
envenenado tantos espíritus».35
Siguiendo el mismo mecanismo, el teniente de
la Guardia Civil y jefe de Orden Público en Córdoba desde el 22 de septiembre
de 1936, Bruno Ibáñez Gálvez, en su primera actuación había requisado y
destruido 5 544 libros. Por ello, trece días después de haber asumido el cargo,
el 5 de octubre, afirmaba en El Defensor
de Córdoba:
[…]
Me encuentro satisfecho de haber llevado a cabo esta labor de limpieza moral,
anunciando que la continuaré y que, en el caso de que agentes de mi autoridad
encuentren en sus investigaciones algunas publicaciones de esta índole en
librerías y kioscos, los dueños de los mismos serán sometidos a las más severas
sanciones, aparte de cerrarles sus establecimientos. ¡Viva España!36
De hecho, en el periódico ABC de Sevilla se
incluía una nota el 26 de septiembre de 1936 de Ibáñez Gálvez donde daba cuenta
de la feroz campaña desatada en la capital cordobesa contra los libros
pornográficos y revolucionarios:
Una de las cosas que más daño ha producido
en la sociedad española, sobre todo en la juventud y en las masas obreras, ha
sido la lectura de libros pornográficos y de propaganda revolucionaria, en
especial la de autores rusos.
A tal descaro y profusión se había llegado en
esto, que con dichas lecturas se había
envenenado las almas puras de la juventud y la sencillez y nobleza de los
obreros. Los puestos de honor en las librerías los ocupaban dichas
publicaciones, que sólo tenía por fin inculcar la rebeldía y el odio, así como
relajar la moralidad y buenas costumbres de los españoles: los resultados los
estamos viendo, desgraciadamente, en los pueblos donde las hordas e indeseables
marxistas actúan o han actuado.
En nuestra querida capital, al día siguiente de iniciarse el movimiento
del Ejército salvador de España, por bravos muchachos de Falange Española
fueron recogidos de kioscos y librerías centenares de ejemplares de esa escoria
de la literatura, que fueron quemados, como merecían. Asimismo, muy
recientemente, los valientes y abnegados Requetés realizaron análoga labor,
recogiendo también otro gran número de ejemplares de esas malditas e insanas
lecturas que deben desaparecer para siempre del pueblo español [la cursiva es
mía].37
En este diario afín a los sublevados se
insistía en la responsabilidad de las publicaciones disolventes en el estallido
de la Guerra Civil porque sus ideas revolucionarias habían envenenado las almas
de los jóvenes y de los obreros. Por este motivo justificaba la quema de esos
textos tan peligrosos y elogiaba la actuación de los valerosos falangistas y
carlistas en la desaparición de los mismos en los pueblos de España.
En su objetivo de limpiar Córdoba y su
provincia de todo libro pernicioso y antipatriótico, Ibáñez Gálvez advirtió que
aquellas personas que no entregasen este tipo de publicaciones serían juzgadas
con arreglo al bando militar. Además, se instaba a los propietarios de
librerías y quioscos que hubieran entregado libros y revistas de este tipo a
que remitiesen una lista con el número y el título de todas ellas a dicha
Jefatura de Orden Público.
Toda esta incesante actividad también
respondía a la circular n.º 2412 de 4 de septiembre de 1936 y publicada cinco
días más tarde en el Boletín Oficial de Granada, donde se declaraba ilícito el
comercio y la circulación de publicaciones subversivas, otorgando un plazo
improrrogable de 48 horas para entregar todos los ejemplares a las autoridades
militares. Esta operación tan implacable de destrucción bibliográfica explica
que el alcalde del pueblo cordobés El Carpio, al finalizar la guerra,
comunicase a los responsables bibliotecarios que no era necesario el expurgo de
títulos de la biblioteca municipal porque «la Autoridad Militar que se hizo
cargo de todos los servicios de esta villa, cuando fue liberada por nuestro
glorioso Ejército, ordenó la destrucción de la mayor parte de los volúmenes que
existían, por ser todos los destruidos contrarios al ideal
Nacional-Sindicalista, y otros de moral muy baja».38
En la biblioteca municipal de Dos Hermanas en
Sevilla «bastantes libros, unos por rojos, otros por antirreligiosos, y otros
por subidos de color, lascivos o verdes, simplemente por el nombre del autor,
habían sido destruidos. Las autoridades del Alzamiento se habían desinteresado
de la biblioteca, dado el ambiente enrarecido sobre el libro, para muchos el
causante de la guerra y de la alteración de algunas cabezas poco asentadas»,
según señaló el bibliotecario y cofundador de la editorial Gredos, Hipólito
Escolar, que hizo la guerra en el bando franquista.39
El ruido y la furia desatados contra las
publicaciones afectaron a todas las bibliotecas de partidos y agrupaciones
políticas, sindicales o culturales de las provincias andaluzas ocupadas por los
militares. Así ocurrió en la provincia de Huelva, como ha señalado Francisco
Espinosa, destacando el caso de Valverde, donde desaparecieron dos importantes
bibliotecas, la del Casino Republicano y la del Casino Obrero La Alianza, que
contaban con más de mil ejemplares, la primera, y quinientos, la segunda.
Muchos títulos se quemaron, otros pasaron a manos de particulares e incluso de
Falange, que se apropió del Casino Republicano para cuartel y sede del Auxilio
Social.40
Igualmente, merece especial atención la
destrucción de la biblioteca de la Sociedad La Cultura ProBiblioteca Pública en
Prado del Rey (Cádiz), estudiada por Fernando Romero, donde un tercio de los
fondos catalogados fueron quemados en hogueras a las afueras del pueblo en 1936
y el resto se entregaron a la Central Nacional Sindicalista en 1940.
Y, como ocurrió en otras muchas localidades,
a la violencia desatada contra los libros se sumó la violencia contra los
gestores e impulsores de este establecimiento creado en 1918 a iniciativa del
carpintero Francisco Gutiérrez Oñate, conocido como Frasquito. 41
En Navarra la quema de libros también fue un
ritual frecuente tras el asalto a domicilios privados y a centros públicos. Al
abogado Enrique Astiz Aranguren, de Izquierda Republicana, antes de asesinarlo
le quemaron toda la colección de la «peligrosa» Enciclopedia Espasa, a pesar de estar impregnada de criterios
católicos.42 Había que acabar con «todos los libros, periódicos y folletos
antipatrióticos, sectarios, inmorales, heréticos y pornográficos que han
determinado un estado de corrupción y miseria en la conciencia moral de las masas»,
según constaba en la circular del 7 de noviembre de 1936 del Gobierno Civil de
Pamplona.43
Incluso en la carta de súplica a las
autoridades mexicanas solicitando asilo político, el mecánico José Puig Bosch
afirmaba, desde el campo de concentración francés de Argelès-sur-Mer, el 20 de
abril de 1939: «Renuncio a volver a mi patria, según noticias de mis
familiares, en un registro en mi casa han
quemado más de cien libros […] por el solo hecho de ser republicanos-federales
toda nuestra vida y el no haber bautizado a nadie de dos generaciones» [la
cursiva es mía].44
Se desató una fobia contra La República del filósofo griego Platón.
Asimismo, se incineró el título de Espasa-Calpe Enciclopedia de la carne, aunque se trataba de un libro de
gastronomía.45 Por el contrario, en algunos casos la arbitrariedad y la
ignorancia hacían que se salvasen libros más peligrosos. Así, el bibliotecario
del Círculo de Artesanos de La Coruña recordaba que se incineraron más de mil
libros de la biblioteca, siendo pasto de las llamas Blasco Ibáñez, Ortega y
Gasset, Pío Baroja, Marañón y Unamuno, aunque nunca supo por qué escaparon al
fuego las obras de Voltaire, Rousseau y otros enciclopedistas franceses.46
Quema de libros en la
plaza de Cataluña, Barcelona, en enero de 1939.
A las pocas semanas del final de la guerra en
Barcelona, el Ateneu Enciclopèdic Popular fue arrasado junto con los 6000
volúmenes de su biblioteca. En la ciudad condal se destruyeron 72 toneladas de
libros procedentes de editoriales, librerías y de bibliotecas públicas y
privadas. La biblioteca de Pompeu Fabra fue quemada en medio de la calle en
Badalona y la del escritor Rovira i Virgili desapareció junto a sus archivos.
En Lloret de Mar, el 29 de junio de 1939, en la delegación local de FET de la
JONS y con presencia de las autoridades municipales y eclesiásticas se
destruyeron libros, folletos y revistas «impíos y pornográficos» procedentes de
la depuración de distintas bibliotecas públicas y privadas.47
En Galicia fueron incautadas las bibliotecas
de Alfonso Rodríguez Castelao, Bibiano Fernández-Ossorio Tafall y de Santiago
Casares Quiroga. Más conocido es el pillaje sobre la biblioteca de Juan Ramón
Jiménez en su casa madrileña de la calle Padilla por tres escritores
falangistas, Félix Ros, Carlos Sentís y Carlos Martínez-Barbeito, a principios
de abril de 1939, aunque el poeta estaba convencido de que fue en el mes de
junio, en el texto titulado «Félix Ros y otros adláteres maleantes»:
En
junio de 1939, Madrid en poder de los «totalitarios» y también, también,
también, ay, ay, ay, de Franco, Franco, Franco, allanaron mi piso, Padilla, 38,
un grupo de escritores al frente de los cuales iba el joven ratero catalán
Félix Ros, antiguo secretario de Diablo Mundo de B[ergamín], y amigo de
S[alinas]. En el grupo estaba C[arlos] M[artínez] B[arbeito], que yo acojí
[sic] confiadamente años antes, traído por Alt[olaguirre].
Enseñaron a mi pobre y honradísima criada
Luisa […] le dijeron que iban a recoger mis […] para guardarlos mejor, y ella
cayó en la trampa. Fueron varias veces. Se llevaron todos mis paquetes de
manuscritos, cartas, […] y además, por si hubiera duda, la máq[uina] de
escribir, el gramófono, los discos […] Le retuvieron los papeles un mes, lo […]
todo. Luego […] el […] L[luis] F[elipe] Vivanco lo puso todo a mi disposición
en el S[ervicio] de Propaganda y Publicaciones.
¿Por qué fueron a mi casa estos jóvenes
maleantes[?]. En cartas de Madrid se me dijo: «Ros vino de Barcelona
especialmente a consumar la hazaña». «Yo creo que todo fue preparado por
S[alinas] (B[ergamín]) antes de su salida de Barc[elona], Ros y M[artínez] B[arbieto]
amigos de Salinas son los únicos responsables». También me dijeron: «La
intervención de M[artínez] B[arbieto] fue más bien favorable». ¿Qué se
llevaron?..[…] ¿Es necesario añadir más? […] (Visitamos a Luisa, que estaba muy
disgustada porque Félix Ros y Carlos Martínez Barbeito se habían llevado muchos
trabajos inéditos para guardarlos ellos, según dijeron.)48
Hoguera de libros
delante de una librería de Madrid, tras la ocupación de los franquistas en
abril de 1939.
También fue famosa la incautación de la
biblioteca de Max Aub por parte de las autoridades franquistas, que acabó en
los depósitos de la biblioteca de la Universidad de Valencia. La biblioteca de
la revista y editorial Cruz y Raya fue incautada por el poeta Adriano del Valle
en abril del 39.
Tal fue el ensañamiento de los rebeldes en la
destrucción de publicaciones que el que fuera jefe del Servicio Nacional de
Archivos, Bibliotecas y Propiedad Intelectual en el primer gobierno de Franco,
Javier Lasso de la Vega, reconoció en un trabajo de 1942 que la orden del 17 de
agosto de 1938 estaba encaminada a regularizar la depuración, sustituyendo «la
destrucción indiscriminada de libros por la creación de secciones de reservados
y prohibidos».49
También sorprende, o al menos resulta
paradójico, que su superior, el primer ministro de Educación Nacional, el
escritor y bibliófilo Pedro Sáinz Rodríguez, aceptase la destrucción y
depuración de tantos volúmenes, incluidos muchos títulos de la editorial CIAP,
de la que había sido director literario. Este catedrático de Bibliología de la
Universidad Central y bibliotecario del Ateneo de Madrid bajo la dirección de
Manuel Azaña firmó varios decretos que prohibían la circulación de libros que
él mismo había editado.50
De hecho, en sus memorias este conspirador
monárquico reconoció que «conforme iban avanzando las tropas en la reconquista
del territorio nacional, se organizó una especie de mapa o guía que se envió al
Cuartel General para que lo tuviesen presente los jefes militares y evitasen el
destrozo en determinadas localidades y edificios».51 Asimismo, en una orden
circular reconoció la depuración de los fondos bibliográficos de las
bibliotecas, así como la carencia de obras que sustituyesen los miles de
títulos destruidos o retirados por su contenido subversivo e inmoral, luego
difícilmente podía funcionar con regularidad el servicio bibliotecario,
incluido el préstamo domiciliario:
Ninguna
propaganda cabe equipararse en valor y efectividad a la que pueden realizar los
dos millares de Bibliotecas populares que, en cifras redondas, funcionan ya en
la zona nacional con servicio público y préstamo a domicilio.
De estas Bibliotecas se retiraron ya cuantos libros se
han considerado contrarios a la noble ideología en que se inspira nuestro
glorioso movimiento y se hace naturalmente indispensable proceder a sustituir
la citada literatura con aquella otra que ha de contribuir en la máxima medida
a renovar la mente y a crear el tipo de hombre que ha de servir al Estado
Nuevo.
Para tales fines este Ministerio ha hecho una primera distribución de dos o tres
libros adecuados a los fines expuestos y no ha podido continuar tan patriótica
iniciativa por falta de los medios económicos indispensables.
Por todo ello acudo a V. I. en ruego de que
se sirva remitirnos hasta dos mil
ejemplares de las obras editadas por la Jefatura de Propaganda con el destino
señalado así como todo otro material literario de valor análogo, ya que las
citadas bibliotecas pueden como ninguna otra Institución estatal cumplir con la
máxima eficacia los fines que la propaganda persigue y nuestra revolución
reclama [la cursiva es mía].52
Curiosamente aparece una nota manuscrita,
donde se recoge que no se envió ninguna obra editada por la Jefatura de
Propaganda con la doble finalidad que el ministro pretendía: suplir el enorme
hueco dejado por los libros depurados y realizar el proselitismo ideológico a
favor de la causa franquista. De este modo, la biblioteca se convertía en un
agente más de socialización política, pero, la falta de medios, la
descoordinación o la falta de interés por estos establecimientos impidieron que
estos nuevos ejemplares llegasen a las bibliotecas, antiguos establecimientos
de Misiones Pedagógicas, municipales o populares. Posteriormente, con la
creación del Servicio Nacional de Lectura, en 1947, estos objetivos
propagandísticos irán ligados a la promoción de la lectura pública.
En otros casos eran los propios propietarios
los que se encargaron de quemar los libros para evitar represalias mayores,
después de conocer lo que ocurría en los territorios conquistados por los
militares. Así, el periodista Eduardo Haro Tecglen recordaba que la biblioteca
de su padre desapareció en el fogón de su cocina ante la mirada implacable de
su madre. No en vano, su padre, Eduardo Haro Delage, marino retirado y
periodista, fue condenado a muerte después de la guerra, aunque esta pena fue
posteriormente conmutada por 30 años de cárcel:
Aquella
biblioteca mía, aquella biblioteca de mi padre acabó como tantas otras, cuando
llegaron los bárbaros y hubo que quemar libros antes de que quemasen también al
lector. En mi casa había aquello que se llamaba «cocina económica», un gran
fogón de hierro colado con varias bocas y un termosifón: cupieron grandes
cantidades de libros malditos. Creo que algo lloré, y traté de salvar algunos
de la mirada inflexible de mi madre, que tenía miedo. Sí, alguno quedó. Pero en
los sucesivos registros de mi casa, nadie se fijó en los libros. Buscaban no sé
qué otras cosas.53
En abril de 1938 se aprobó otra orden para
aplicar el contenido del decreto de diciembre de 1936 sobre la declaración de
ilicitud de la producción, comercio y circulación de material impreso
pornográfico y disolvente en las obras procedentes del extranjero. Se
estrechaba el círculo, el libro era siempre sospechoso y la mayoría de las
veces culpable. Salvo una excepción: se autorizaban los libros, folletos y
publicaciones periódicas doctrinales, impresos en alemán, italiano o portugués
desde los años 1932, 1923 y 1926, respectivamente. Es decir, se permitía la
entrada y circulación de libros editados por los regímenes fascistas de Europa:
la Alemania nazi, la Italia de Mussolini y el Portugal salazarista.54
A pesar de la operación de maquillaje,
después de 1945, el régimen franquista siempre fue represor y hasta el final
eliminó y encarceló personas, al igual que persiguió ideas y libros,
prohibiendo su publicación y circulación. Aunque la quema de libros
correspondió a los primeros años del régimen, durante la guerra y la inmediata
posguerra, los defensores más ultras del franquismo, al final de la dictadura y
en los primeros años de la Transición, atacaron con violencia numerosas
librerías que se caracterizaban por vender y exhibir publicaciones críticas y
comprometidas, como la librería Rafael Alberti de Madrid, Cinc d’Oros de
Barcelona o la sede de la mítica editorial antifranquista Ruedo Ibérico de
París. Rompían escaparates, incendiaban locales y destrozaban publicaciones.
Muchos años después, el objetivo de la extrema derecha era el mismo que el de
los golpistas del 36: perseguir la pluralidad ideológica, la libertad de
expresión y de opinión.
LAS
COMISIONES DEPURADORAS DE BIBLIOTECAS
El 16 de septiembre de 1937 se promulgó otra
normativa sobre la formación de comisiones depuradoras de las bibliotecas
públicas y centros de lectura en cada distrito universitario. Para ello, en
primer lugar, se les exigía a los gobernadores civiles, en el plazo de quince
días, una relación con todas las bibliotecas públicas, populares y escolares,
así como las salas de lectura de casinos, sociedades recreativas, academias y
de todo tipo de centros en cada provincia.
En todos los distritos universitarios debían
formarse comisiones depuradoras, presididas por el rector o un delegado suyo, y
formadas por un catedrático de la Facultad de Filosofía y Letras, un
representante de la autoridad eclesiástica de la capital, un funcionario del
Cuerpo de Facultativos de Archiveros y Bibliotecarios, un representante de la
autoridad militar, otro de la Delegación de Cultura de FET de la JONS y otro de
la Asociación Católica de Padres de Familia. Las comisiones debían retirar
libros,
revistas, publicaciones, grabados e impresos que contengan en su texto láminas
o estampados con exposición de ideas disolventes, conceptos inmorales,
propaganda de doctrinas marxistas y todo cuanto signifique falta de respeto a
la dignidad de nuestro glorioso Ejército, atentados a la unidad de la Patria,
menosprecio de la Religión Católica y de cuanto se oponga al significado y
fines de nuestra Cruzada Nacional. 55
Además de estas indicaciones, se siguieron
las recomendaciones de libros como el del religioso Pablo Ladrón de Guevara,
Novelistas malos y buenos, publicado en 1910 por el Mensajero del Corazón de
Jesús. En este libro, que tuvo una cuarta edición en 1933, se clasificaba los
textos en heréticos, irreligiosos, impíos, blasfemos, clerófobos,
anticlericales, malos, dañosos, peligrosos, inmorales, obscenos, provocativos,
voluptuosos, sensuales e imprudentes, entre otros calificativos.
Ladrón de Guevara justificaba la prohibición
de libros por la Iglesia para evitar como «Madre amorisíma» la ruina de la fe y
buenas costumbres de sus hijos. Además, afirmaba que era tan antiguo prohibir
como
quemar
los libros perversos, que en tiempo de San Pablo se cuenta, en los Hechos de
los Apóstoles, haberse quemado de una vez públicamente en Éfeso por valor de
50.000 denarios, o sea de 45.000 francos. En el Concilio de Nicea, el año 325,
se echaron al fuego los de Arrio, y en otros tiempos los de otros, como los de
Abelardo, Marsilio Patavino, Hus y mil más. 56
Los calificativos sobre autores y obras
tampoco tienen desperdicio. De Clarín afirmaba que era «crítico presuntuoso, de
mala ley, […] anticlerical y librepensador; desbocado contra el matrimonio
cristiano y contra el catolicismo». De Pío Baroja señalaba que «no le cuadra el
nombre de pío, sino el de impío, clerófobo, deshonesto». De Blasco Ibáñez se
decía: «En este alborotador de Valencia es lo irreligioso, lo anticatólico, lo
clerófobo, lo deshonesto». De Pérez Galdós escribió que era «defensor de ideas revolucionarias,
irreligiosas, dominado del espíritu de odio a sacerdotes y frailes».
Asimismo, apuntaba que con la lectura de las
malas novelas se perdían nueve tesoros: el tiempo, el dinero, la laboriosidad,
la pureza, la rectitud de conciencia, el sentido común, el corazón, la piedad y
la paz. De la editorial Maucci afirmaba: «Gran traficante en Barcelona de
venenos morales, vendedor de las más indecentes e impías novelas». De la
librería de Victoriano Suárez señalaba que se vendían «entre otros libros perniciosos,
toda clase de novelas inmorales e impías, las obscenas de Eça de Queiroz, de
Trigo, Louys, Maupassant, López Bago y de otros muchos, sin que falten
Valle-Inclán, Vargas Vila y larga lista de Zola».57 Con todas estas
prevenciones y ataques, no sorprende la destrucción y depuración que realizaron
las comisiones respectivas.
Estas comisiones provinciales, una vez
analizados los fondos, debían enviar a la Comisión de Cultura y Enseñanza las
listas con los títulos de las publicaciones que considerasen un peligro para
los lectores. Después esta Comisión examinaría los listados haciendo la
siguiente clasificación: por un lado, las obras pornográficas de carácter
vulgar sin ningún mérito literario; por otro, las publicaciones destinadas a
propaganda revolucionaria o a la difusión de ideas subversivas sin contenido
ideológico de valor esencial. Y, por último, aquellos libros y folletos con
mérito literario o científico, que por su contenido ideológico pudieran ser
nocivos para los lectores «ingenuos o no suficientemente preparados para la
lectura». Los dos primeros grupos serían destruidos sin dilación, mientras que
el último permanecería guardado en los respectivos establecimientos en espacios
restringidos.58
Estas obras solo podrían ser consultadas con
un permiso especial. A partir de entonces, las salas con libros prohibidos
empezaron a proliferar, los famosos infiernos en muchos establecimientos
públicos. Estas salas especiales de obras reservadas fueron creadas por orden
de 17 de agosto de 1938 para completar la labor realizada por las juntas
depuradoras de bibliotecas en relación con la orden del 16 de septiembre de
1937.59 Los infiernos pervivieron durante toda la dictadura; así, el infierno
de la Biblioteca Pública de Oviedo no fue abierto al público hasta 1975.
Para realizar este expurgo se estableció un
plazo improrrogable de dos meses, pero la imposibilidad de cumplirlo hizo que
una orden de 8 de junio de 1938 ampliara el plazo de actuación de las
comisiones treinta días más. La Comisión Depuradora de San Sebastián, en su
informe sobre el expurgo de libros, según recogió Alicia Alted, señalaba que
las producciones de Pío Baroja «constituyen uno de los más mortíferos venenos
intelectuales». De Pérez Galdós afirmaba que «con su espíritu liberal y con su
mal reprimido odio a la Iglesia, mayores estragos ha causado en la sociedad
española del pasado siglo y todavía sigue causando», y del valenciano Blasco
Ibáñez decía que «con facultades extraordinarias de escribir ha realizado una
labor demoledora e inmoral con todas las producciones».60
Es evidente la influencia de los criterios de
Ladrón de Guevara en las justificaciones de los escritores prohibidos
realizadas por esta Comisión Depuradora. En la Comisión de El Ferrol participó
el escritor Gonzalo Torrente Ballester. La Comisión de Oviedo estuvo presidida
por el rector Sabino Álvarez Gendín; el canónigo magistral, Benjamín Ortiz
Román; el bibliotecario, Ignacio Aguilera y Santiago; el teniente coronel, Juan
Antonio Gómez; el presidente de la Asociación Católica de Padres de familias,
José María Alonso Vega, y un representante de la Delegación Cultural de FET.61
El rector Sabino Álvarez Gendín, sustituto del rector Leopoldo García-Alas
García-Arguelles, asesinado en marzo de 1937 por las tropas franquistas,
justificaba el proceso de depuración bibliográfica, que alcanzó las 20 000
obras incautadas:
Unos
por razones de moralidad, son detestables porque al socaire de una pretendida
belleza literaria llevan ponzoña escondida para ennegrecer las almas transparentes
de la juventud.
Otro por las truculencias que exaltan el
espíritu de los predispuestos a aventuras y peligros, propenden a la violencia
y culminan en el paroxismo y la locura. Algunos, por sus tendencias de secta
religiosa o social, envenenan las tiernas inteligencias juveniles. Ni siquiera
debéis apetecer esas lecturas con el afán excusable de combatir sus ideas
[…].62
Para sustituir las obras eliminadas, la
Comisión de Bibliotecas Escolares de la provincia de León recomendó una
relación de textos de 173 títulos para que los maestros pudieran adquirirlos
con total libertad, entre los que destacaban numerosos libros religiosos, como Catecismo, del padre Astete; Catequesis Bíblicas, del Dr. Llorente
(primera y segunda parte); Manual de
Religión para niños, de G. Pichler (traducido por el padre Camilo); Explicación dialogada del Evangelio y
Lecciones de Historia Eclesiástica, ambas para consulta del maestro; Metodología de la Religión, del Dr.
Tusquets; Colección de Homilías, del
padre Ignacio de Pamplona; Hojas
Catequísticas, del padre Manjón, o Historia
sagrada, de la editorial Bruño. También se añadieron libros escolares de
distintas asignaturas. Estas obras fueron publicadas en el Boletín Oficial de
la Provincia de León el 2 de diciembre de 1936 y el 16 de enero de 1937 y,
aunque eran títulos muy edificantes para el alma, resultaban poco atractivos
para los niños.63
Cabe destacar que la actuación de algunos
rectorados en relación con las bibliotecas escolares fue anterior a la orden de
16 de septiembre de 1937, como el de Valladolid, Zaragoza y Santiago de
Compostela. El Rectorado de Valladolid, como cabecera de distrito
universitario, decidió intervenir ante el cariz de la «propaganda
antirreligiosa y antipatriótica» que se impartía en las escuelas y centros de
enseñanza debido a las dimensiones «inconcebibles por su procacidad y descaro»
Las directrices que dio este rectorado el 21
de octubre de 1936, a todas las comisiones que se formaron en cada capital de
provincia para examinar los fondos bibliográficos, fueron retirar o inutilizar
todos los libros que figuraban en el Índice de la Congregación del Santo
Oficio, los que fueran contrarios a la religión católica, a la moral y a las
buenas costumbres, aunque no se incluyesen en dicho índice, aquellos que
contemplasen propaganda del socialismo, comunismo, anarquismo y de la
masonería, y por último los que directa o indirectamente atacasen a la unidad
de la patria española. Ante la disyuntiva planteada por el rector, sobre si los
libros a eliminar debían ser ahogados o decapitados, el vicepresidente de la
Comisión de Cultura y Enseñanza, Enrique Suñer, recomendó guillotinar los
libros inservibles por su contenido.64
Libros perversos, disolventes,
social-revolucionarios, antipatrióticos, inmorales, satánicos, pornográficos o
culpables.65 Los calificativos despectivos serían innumerables, ya que se
trataba de demonizar al enemigo y sus publicaciones para justificar su
persecución y eliminación. Asimismo, las autoridades militares las denominaban
publicaciones marxistas o masónicas, pero esa etiqueta agrupaba a demasiadas
obras que no tenían nada que ver con las tesis marxistas ni con la masonería,
ni siquiera con la política.66 La maestra e inspectora de enseñanza Francisca
Montilla insistía en los mismos términos: depuración, limpieza y destrucción de
los fondos bibliográficos.
Conocidísima
es la influencia que los libros ejercen en la formación de nuestro contenido
espiritual […]. Pueden ser peligro mortal
para el alma. Porque los libros son el alimento puro o infecta inoculación de
gérmenes que después cuesta mucho desarraigar. Bien lo han entendido las
autoridades de la República en su plan de captar voluntades para cimentar sobre
ellos el despotismo futuro de la ideología izquierdista. […]
¡Excelente medida esta de la revisión de
bibliotecas ordenada por la Superioridad! De
limpieza puede llamarse. Recoger la inmunda basura prodigada celosamente, para
que no continúe manchando las conciencias que en su contacto se ponen, y
destruirlas cuando no lleven sí más razón que su misión aniquiladora. Labor
que urge llevar a cabo y no puede esperarse el término de la guerra para
comenzarla [la cursiva es mía].67
En la nueva España era obligatorio eliminar
los malos libros que habían envenenado las mentes y las almas de los españoles.
En aquellos tiempos duros y grises, todo lo que no fuera adhesión y defensa del
Movimiento Nacional era considerado subversivo. Esta situación explica que no
solo se acabara con libros contemporáneos de doctrina política, sino con obras
de literatura de siglos pasados que nada tenían que ver con el comunismo
internacional, una de las obsesiones del régimen. Además de la depuración
política e ideológica, se impuso la moral restrictiva y pacata de la Iglesia,
uno de los pilares del franquismo.68 Muchos de los libros destruidos se
convirtieron en pasta de papel, debido a la escasez de esta materia prima
durante la guerra y, sobre todo, durante la posguerra.
Este reaprovechamiento era más útil que
convertir las páginas de los libros en cenizas, aunque menos vistoso y
simbólico. Con este reciclaje se aprovechaban las hojas de los libros
prohibidos para imprimir obras saludables y piadosas, acordes con el régimen
nacionalcatólico. Así, por un lado, era una forma más de aniquilamiento del pensamiento
perseguido, y también una manera de que las voces calladas de esos libros
volviesen a circular, aunque convertidos en materia prima. Muchos de los libros
de la España de Franco se hicieron sobre papel de libros condenados por
inmorales y antipatrióticos.
Con las incautaciones, expurgos y
depuraciones de bibliotecas, editoriales, librerías y quioscos, las autoridades
franquistas querían acabar con toda la oferta bibliográfica existente en el
mercado y en los establecimientos públicos y privados, a la vez que se
establecía la censura previa para evitar reediciones y nuevas publicaciones
subversivas o inmorales.
RECUPERAR
PARA CASTIGAR
En la recogida e incautación de publicaciones
fue también decisiva la creación de la Oficina de Investigación y Propaganda
Anti-comunista (OIPA), dependiente de la Secretaría del Jefe del Estado por
orden del 20 de abril de 1937.69 El objetivo de esta oficina era «recoger,
analizar y catalogar todo el material de propaganda de todas clases que el
comunismo y sus organizaciones adláteres hayan utilizado para sus campañas en
nuestra Patria» para organizar la contrapropaganda correspondiente en España y
en el extranjero.
En este sentido, debían requisar en las zonas
ocupadas y en las que se fueran ocupando toda la documentación, con la ayuda y
cooperación de las autoridades civiles y militares, de las «sociedades
masónicas, Liga de Derechos del Hombre, Amigos de Rusia, Socorro Rojo
Internacional, Cine Clubs (material cinematográfico), Ligas Anti-Fascistas,
Ateneos Libertarios, Instituciones Naturistas, Ligas contra la Guerra y el
Imperialismo, Asociaciones Pacifistas, Federación de los Trabajadores de la
Enseñanza». Aparte de los fines propagandísticos, la masa documental incautada
a todas estas organizaciones sirvió para la represión de todos sus miembros.
De hecho, en mayo del mismo año se organizó
la Delegación Nacional de Asuntos Especiales para recoger en un archivo todos
los documentos relacionados con las sectas secretas que permitiera «conocer,
desenmascarar y sancionar los enemigos de la Patria», y que resultará crucial
en los consejos de guerra, así como en las causas del Tribunal de
Responsabilidades Políticas y del Tribunal Especial para la Represión de la
Masonería y el Comunismo, creados en 1939 y 1940, respectivamente.
La sede de la OIPA y de la Delegación de
Asuntos Especiales se estableció en Salamanca, cuartel general del Caudillo.
Tras el caos en la toma de Asturias y Santander, y a partir de la caída de
Bilbao en junio de 1937, se organizó la recuperación de documentos en todos los
territorios ocupados por el ejército rebelde, constituyéndose así un mes
después el Servicio de Recuperación de Documentos. Este servicio se convirtió
en la Delegación del Estado para la Recuperación de Documentos por decreto del
26 de abril de 1938, siendo Ramón Serrano Suñer ministro del Interior, en el
primer gobierno de Franco.
La dirección de esta nueva delegación recayó
en el militar carlista Marcelino de Ulibarri, que también estaba al frente de
la OIPA y de la Delegación de Asuntos Especiales. Su finalidad era la requisa
de la documentación relacionada con personas e instituciones contrarias a la
sublevación, con el fin de «suministrar al Estado información referente a la
actuación de sus enemigos». Es el germen del archivo de Salamanca de la Guerra
Civil, pero en su origen tuvo como misión el control y la represión de los
ciudadanos por parte del régimen franquista, ya que sus pruebas fueron
determinantes en la actuación de la justicia militar.
La
recuperación de documentos susceptible de suministrar información sobre las
actividades de los enemigos del Estado ha venido haciéndose de modo
fragmentario. El carácter especial de esta contienda, las intervenciones
extranjeras en la misma, el desarrollo de la criminalidad en el campo enemigo y
las actuaciones más o menos secretas de ciertos partidos y sectas, han hecho
pensar en la necesidad de unificar e intensificar, tanto en la retaguardia como
en las zonas que se vaya ocupando, la recogida, custodia y clasificación de
todos aquellos documentos aptos para obtener antecedentes sobre las actuaciones
de los enemigos del Estado, así en el interior como en el exterior […]
[…] todos aquellos documentos que en la
actualidad existan en la zona liberada procedentes de archivos, oficinas y
despachos de entidades y personas hostiles y desafectas al Movimiento Nacional
y los que aparezcan en la otra zona, a medida que se vaya liberando
[…] Los servicios de la Delegación quedarán
coordinados con los demás servicios integrantes de las columnas y organismos de
ocupación.70
Junto con todos los expedientes, fueron
arrasados libros y publicaciones periódicas de las bibliotecas de estos centros
que sirvieron igualmente como pruebas inculpatorias.71 En las instrucciones y
normas sobre la organización de equipos de campaña y registros se aconsejaba
entrar en las localidades junto con las tropas para que la labor fuese
efectiva. El registro a locales y domicilios debía realizarse en los primeros
días de la ocupación, antes de que se manipulasen o destruyesen papeles. Para
ello era imprescindible, antes de efectuar las requisas, precintar los
edificios y colocar a una persona de guardia en el interior.
Asimismo, era necesario contar con la ayuda
de las personas de derechas, ya que «casi siempre suelen trabajar con verdadero
interés, y por conocimiento del terreno y de los individuos, facilitan
enormemente la labor de los registros». Aparte de las sedes de las autoridades
y de las organizaciones políticas y sindicales, otro de los puntos neurálgicos
fueron las librerías, editoriales y redacciones de periódicos y revistas. De
hecho, en mayo de 1939, en unas notas informativas sobre la transformación de
la Delegación para la Recuperación de Documentos, se reconocía la importante
biblioteca que se había formado con la gran cantidad de volúmenes de
publicaciones confiscadas.
Inicialmente estos «Archivos Documentales de
la Cruzada de España» se iban a trasladar al monasterio de San Lorenzo de El
Escorial, aunque su principal misión desde el principio fue expedir
certificados de antecedentes políticos de todos los españoles que se
encontraban registrados en esos fondos documentales para los distintos procesos
represivos.
Además, en junio de 1937 la Auditoría del
Ejército de Ocupación envió una carta a la Delegación de Prensa y Propaganda
donde insistía en la necesidad de comprobar documentalmente la maldad
intrínseca del enemigo, desacreditando judicialmente los crímenes políticos de
«los rojos». Por este motivo se había establecido un mes antes en Talavera de
la Reina un Juzgado Especial y ahora se pedía colaboración al personal de dicha
delegación para la aportación de pruebas y documentos al respecto.
El objetivo era doble: intensificar la
propaganda de la causa franquista y pulir los procedimientos y fines
represivos. En la búsqueda de esa culpabilidad, todos los papeles, textos,
escritos, folletos y libros encontrados a su paso por el ejército y los
colaboradores de la delegación eran incautados y agrupados.
Comprobar
el tanto por ciento reducidísimo que pueda considerarse crimen político y
demostrar el exorbitante número de asesinatos cometidos por móviles de robo,
venganza personal, odio de clases, etc. Averiguar los crímenes realizados
aisladamente por individuos sean o no conocidos; los cometidos obedeciendo a
órdenes de organizaciones políticas no oficiales y aquellos ordenados por los
organismos que con apariencia de legalidad actuaban en la Capital de España.
Con esto se pretende comprobar documentalmente que los
rojos son ante todos criminales pues este convencimiento que la realidad nos
impone entiende el que suscribe que debe quedar acreditado en vía judicial por
ser la de mayor garantía, tanto para España como para el Extranjero.
Esta misma finalidad se pretende en cuantas plazas actúe esta Auditoría bajo la
dirección de su Jefe nato. Se tienen también en preparación una estadística de
las condenas que se dicten separando las motivadas por delitos comunes de
aquellas que solo puedan considerarse de tipo revolucionario.72
Resulta de sumo interés un informe de la
Delegación de Barcelona del Servicio de Recuperación de Documentos enviado el
22 de febrero de 1939 al ministro de la Gobernación.73 La recogida de libros y
publicaciones impresas implicaba una responsabilidad «moral y patriótica»,
porque, por un lado, retiraba de la circulación «todas las publicaciones
pornográficas, malsanas y separatistas, que tanto daño han producido y que lo
continuarían produciendo si se tolerara su divulgación», y por otro recuperaba
«para España» las innumerables obras técnicas y profesionales necesarias en la
reconstrucción de las bibliotecas del Estado.
Además, señalaba la importante cuestión
económica de recuperar papel y cartonaje, valorado en millones de pesetas, para
convertirlo en papel para pasta. A pesar de la importancia de la ciudad condal
en la industria del libro, el delegado del Servicio de Recuperación advertía
que durante «la dominación roja» la actividad editorial se había reducido «casi
exclusivamente bien sea a las publicaciones de índole anarquista, marxista,
etc., de propaganda de guerra, bien a las de tono galante, pseudo-científicas
en relación con el instinto sexual o francamente pornográficas».
A continuación se indicaba que la mayoría de
los editores catalanes perdieron el control de sus negocios, tras el 18 de
julio de 1936, o en el mejor de los casos consiguieron formar parte de los
Comités de Intervención con influencia y con voto más o menos restringido,
según los casos. Algunos de ellos, incluso, como Joaquín Sopena o Gustavo Gili,
sufrieron prisión. El editor Manuel Marín consiguió huir y se instaló en San
Sebastián y un hijo estuvo en el frente, en «las filas nacionales».
También se marcharon los propietarios de la
empresa Labor, de origen alemán. Según este informe, la mayoría de los editores
serios, es decir, de cierto prestigio y solvencia moral, que pudieron mantener
el control de sus casas lo lograron por la fidelidad de su personal y se
mantuvieron expectantes empleando el papel del que disponían en reimpresiones.
Sin embargo, entre los que prestaron ayuda
directa a la «causa roja», el informe distinguía claramente entre los editores
cuyo nombre y maquinaria fueron usurpados y usados en contra de su voluntad, y
aquellos otros que conscientemente, por ideología o por negocio, habían servido
la causa de «los enemigos de España». En el primer caso, se encontraba la
Sociedad General de Publicaciones, «incautada por el Partido Comunista», aunque
en realidad se refería al Partido Socialista Unificado de Catalunya, y
convertida en «centro productor del veneno rojo» Sopena, ocupada por la
Secretaría de Propaganda, así como Seix Barral y Labor.
Por el contrario, arremetió contra
Publicaciones Mundial porque ya antes de la guerra editaba «mucho libro rojo»;
contra Federico Urales, editor de libros y publicaciones anarquistas como La
Revista Blanca y La Novela Ideal, utilizando los Talleres Costa; o contra Tomás
Herreros, el editor huido de la firma Tierra y Libertad, especializada
igualmente en textos anarquistas. Otros profesionales y firmas denostados
fueron Bartolomé Bauza, por publicar obras de masonería, espiritismo y
«literatura roja»; Ediciones Proa, por dedicarse a publicaciones catalanistas,
o la Librería Catalonia, por distribuir libros del Comissariat de Propaganda de
la Generalitat de Catalunya.
Especial atención requirió Rafael Giménez
Siles, el editor de Cenit e impulsor de las ferias del libro de Madrid. Según
el delegado, también se encontraba huido y «con sus alardes extremistas
(llegaba a amenazar con el “Paseo” a los editores a quien suponía tibieza
republicana) se hizo virtualmente el árbitro del asunto editorial y librero de
la España roja, apoyado por Wenceslao Roces, Subsecretario de Instrucción
Pública, y por una red de amistades “frente-populistas”». Estas imputaciones
estaban relacionadas con su labor durante la guerra al frente de la
Distribuidora de Publicaciones, que agrupaba a más de veinte editoriales y
estaba vinculada al Partido Comunista. Además, esta Distribuidora contaba con
dos sellos satélites: la Editorial Nuestro Pueblo, S. A., y Estrella, Editorial
para la Juventud.
Imán, novela sobre la guerra de Marruecos de Ramón
J. Sender, fue publicada por Rafael Giménez Siles en 1930.
https://www.ebooksdeunaficionado.com/iman-de-ramon-j-sender-resena/
Igualmente merece la pena destacar la opinión
que le merece al delegado la labor de la casa Maucci, ya que con anterioridad
«se había distinguido en la publicación de literatura perniciosa de distintos
órdenes», pero «fue durante la guerra feudo de un “Comité” de su antiguo
personal, que además de inundar el mercado con lo peor de todo lo que ya tenía,
había llevado al extremo una labor anti-nacional e indigna». No ahorró
calificativos despectivos al respecto.
Tampoco tiene desperdicio lo que afirmaba
sobre los productores de literatura erótica: «De los elementos más soeces y
bajos, a tono con ese triste período, cabe citar por cuanto a lo inmoral y
pornográfico» a J. Sanxo Ferreróns, al distribuidor Pedraza, a la Sociedad
Naturista Pentalfa, a la Sociedad General Española de Librería y a la Librería
Catalonia, entre otras, de inundar la ciudad con todas estas publicaciones,
incluidas los restos de ediciones de otras firmas y de tener varios depósitos
repartidos por Barcelona, muchos de ellos clandestinos, con ese «género de
inmundicias». También apuntaba a otros muchos pequeños vendedores de los
barrios más extremos, especialmente en las inmediaciones del Paralelo, que se
habían dedicado a la venta de este tipo de libros.
Asimismo, para «completar el cuadro de los
enemigos de la Patria» en un aspecto crucial como la difusión de la cultura
impresa, destaca la valoración que hizo de la Sociedad General Española de
Librería (SGEL), filial de la «gran empresa judía Hachette». Esta empresa se
había constituido en un «organismo auxiliar del Estado rojo» por la adquisición
de libros y periódicos de la «España Nacional» a través de su agencia de Irún y
la distribución a todos los «Ministerios, periódicos y organismos rojos», así
como por «tomar partido de manera franca y decidida al financiar y distribuir
ediciones en las que se insultaba vilmente a S. E. el Generalísimo y al
Ejército Nacional».
https://elcultural.com/tirano-banderas-valle-inclan-en-tierra-caliente
Además de tener numerosas publicaciones
marxistas y pornográficas en el almacén de su sede en la calle Barberá,
alertaba de la existencia de este tipo de títulos en su librería, la Librairie
Française de la Rambla del Centro, aparte de las que hubiera escondido en otros
lugares. Cabe recordar que la Sociedad General Española de Librería, Diarios,
Revistas y Publicaciones, S. A. (SGEL) se había establecido en 1914 como filial
de la casa francesa Agence Générale de Librairie et de Publications, empresa
distribuidora de la editorial Hachette.
Esta empresa organizó una amplia red de
distribución y venta de prensa y libros nacionales y extranjeros por todo el
país. En este sentido, consiguió la concesión de las librerías de las
estaciones de ferrocarriles, que en muchos casos llegaron a ser los mejores
establecimientos de muchas poblaciones, cuando no los únicos, por la cantidad y
diversidad de las obras. En 1931 obtuvo el monopolio para estas librerías a
través de la firma Librerías de Ferrocarriles, S. A. La Sociedad de Librería,
que tenía casas correspondientes en Buenos Aires, Londres, París, Roma, México
o Nueva York, entre otras.
En 1923 contaba ya con 185 bibliotecas de
ferrocarriles, aparte de librerías y quioscos en Irún, Barcelona, Madrid,
Granada, Burgos, Zafra, Sanlúcar de Barrameda y Astorga. Asimismo, disponía de
quioscos y corresponsales en diecisiete localidades del país, como Alcázar de
San Juan, Puertollano, Medina del Campo o Gandía. Se instaló primero en Barcelona,
con la compra en 1913 de la Librairie Française, que desde 1845 había
pertenecido a la familia Piaget. En 1933 esta librería contaba con 13 metros de
fachada, entre 15 y 20 metros de profundidad y con un número imponente de
estantes, de los que 180 estaban llenos de libros ingleses. Asimismo, SGEL se
hizo con la distribución de todos los quioscos, menos uno, de la ciudad de
Barcelona, y estableció una gran librería en la Gran Vía madrileña.74
Por último, el delegado señaló que todos los
distribuidores y libreros de Barcelona tenían material que debía ser retirado.
La labor de la Policía y de los Servicios de Información e Investigación del
Nuevo Estado debía centrarse en la «desaparición del veneno escrito», o al
menos en conseguir que dejase de circular. Aunque consideraba que era
prácticamente imposible la recogida de todas las publicaciones subversivas e
inmorales, debido a la extensión de la ciudad y a que los editores y libreros
de publicaciones reprobables tenían una dilatada experiencia en burlar las
órdenes y pesquisas de las autoridades. En la mayoría de los casos se indicaba
el domicilio de los almacenes y de las distribuidoras de cada editorial, aparte
de su sede social, y se insistía de manera recurrente, casi obsesiva, en la
existencia de depósitos clandestinos por toda la urbe.
En otro informe más amplio de la Delegación
de Recuperación de Documentos de Barcelona del 21 de marzo de 1939, enviado al
jefe del Servicio Nacional de Propaganda de la capital catalana, se apuntaba
que era de «vital interés para nuestra Causa la eliminación total de cuantos
libros, folletos y periódicos circularon por el enemigo en apología y defensa
de sus ideales o de crítica y censura para los que inspiran el Glorioso
Movimiento Nacional». 75 Asimismo, subrayaba la importancia de coordinar los
esfuerzos de ambos organismos, el de Recuperación y el de Propaganda, en la
centralización de las «publicaciones rojas o disolventes» de los dos archivos.
En relación con la recogida y creación de
depósitos de papel para pasta por parte del Servicio Nacional de Beneficencia,
se advertía, siguiendo las instrucciones del Ministerio de la Gobernación, que
tenían que retirarse un mínimo de 10 ejemplares de cada una de las
publicaciones de toda índole con destino a las bibliotecas de la Delegación de
Recuperación para consulta de las autoridades y para la Oficina de Lucha
Anticomunista. Se insistía en que la Sociedad General Española de Librería no
era y no había sido nunca española, porque era una filial de la firma judía Hachette,
a pesar de la denominación del nombre comercial, y porque todas sus acciones y
alto personal eran franceses.
Por eso, siguiendo la tendencia política de
la casa matriz en París, había servido a las autoridades republicanas y no por
cuestiones comerciales. Pero lo más destacado de este informe son los datos de
las requisas de editoriales, librerías, imprentas y talleres de encuadernación
de Barcelona, sobre todo los títulos de las obras perniciosas incautadas, las
tiradas y las existencias de las mismas en las respectivas instalaciones. Así,
en la Imprenta Clarasó se imprimieron los 10000 ejemplares de Patria Socialista de la editorial
Europa-América. Un mes antes de la «liberación» de la ciudad, se tiraron los
5000 volúmenes del libro Cartas a una mujer
sobre la anarquía, de Luigi Fabbri, encargado por Tierra y Libertad.
De sus prensas también salieron los 3000
ejemplares del título Lenin-Stalin 1917:
escritos y discursos seleccionados. En los almacenes quedaron sin entregar
los 3000 ejemplares del folleto Barcelona,
capital de España. Cuando entraron las tropas «nacionales» encontraron en
los Talleres Costa 200 volúmenes de Pan y
vino y numerosos ejemplares de Cartas
a una mujer sobre la anarquía, pendientes de encuadernar. Estos impresores
trabajaron para la editorial Tierra y Libertad y realizaron algunas tiradas de La Revista Blanca.
En el establecimiento de encuadernación de
Gonzalo Maso Golferiches se encontraron los siguientes libros: 2500 ejemplares
de Proceso histórico de la revolución
española, 1500 de El secreto de un
loco, de Benigno Bejarano, 6000 de Dios
no existe, 6000 de Patria Socialista,
3000 de Qué es el socialismo-anarquismo,
así como entre 15 000 y 20 000 carnets del Socorro Rojo Internacional. En los
Talleres de Encuadernación de Julio Pérez Sánchez existían 2000 ejemplares de Lenin-Stalin 1917, 5000 de Poesía de Guerra, 2000 de El alucinado de Munich, 2000 de Bakunin, de Polonski y traducido por
Andrés Nin, 2500 de Manuela y 23 619
del Libro del aspirante a cabo, de
Joaquín Guisado Durán.
En la sede de La Revista Blanca se encontraron infinidad de libros imposibles de
calcular, pero, debido a las malas condiciones de seguridad del local, fue
precintado por el comandante jefe del 8.º Sector. En el domicilio de la
editorial Tierra y Libertad existían 30 metros cúbicos de libros propiedad de
la FAI que son calificados de «marxistas» y gran cantidad de papel en blanco
valorado en más de 1 000 000 de pesetas. En sus almacenes de la calle Unión,
que fueron ocupados por la Central Nacional Sindicalista, se halló una cantidad
«exageradísima» de libros en completo desorden y expuestos a desapariciones.
En la editorial Pentalfa se precintaron cuatro
habitaciones de la finca de la calle Alcoy llenas de publicaciones de
«desnudismo»[sic]. En la Librería de Juan Molins se desconocen las existencias
exactas de libros contrarios a los principios de la «Santa Cruzada», aunque
estaban siendo recogidos por los equipos de Recuperación, tras la visita de la
Policía. En la Librería de Francisco Sintes se retiraron 1997 ejemplares de Devocionario espiritista, de A. Kardec;
475 del Libro negro: Tratado de ciencias
ocultas, de H. Hacks; 1620 de El
poder de los espíritus, de Bonafante; 1232 de Embrujamiento, de Papus; 1992 de Magia sexual, de Kremer; 69 de El
Capital, de Marx, y 255 de Vida
natural, de Jesús de Andurell, entre otros. De la editorial Bauzá se
retiraron todos los libros marxistas, galantes, de ocultismo, separatismo y
magia que poblaban los escaparates de las librerías de Barcelona.
La mujer nueva y la moral sexual,
de Alejandra Kolontay, la primera mujer en ocupar una cartera ministerial en un
gobierno, fue editada por Ediciones Hoy en 1931.
https://www.iberlibro.com/buscar-libro/titulo/la-mujer-nueva-y-la-moral-sexual/
Atendiendo a estos informes, el 5 de marzo de
1939 el Servicio Nacional de Propaganda publicó una «Nota sobre censura de
libros» donde se obligaba a todos los editores y libreros de la ciudad condal a
presentar, en un plazo de 48 horas, en la sede de la Oficina, una lista de
todos los libros publicados desde el comienzo de la Guerra Civil, junto con los
catálogos de las obras en venta para decidir sobre la autorización o
prohibición de las mismas. Asimismo, agentes de policía recorrieron las
librerías de la ciudad, con especial atención a las de viejo, para eliminar de
los fondos todas las obras contrarias al Movimiento Nacional.
Sobre la depuración de bibliotecas,
editoriales y librerías de Barcelona, destaca el testimonio de Pedro Laín
Entralgo, jefe de la Sección de Ediciones del Servicio Nacional de Propaganda,
que llegó a la ciudad con las tropas de Yague:
[…]
establecí contacto con las imprentas que a partir de entonces habían de
trabajar para la Editora Nacional, incrementé la biblioteca del Ateneo, a
través de Luys Santa Marina, su nuevo presidente, con montones de libros requisados por los fugitivos y por ellos
abandonados en un gran almacén de Diputación-Paseo de Gracia, ayudé a limpiar
la ciudad de la pornografía y el anarquismo barato que tan profusamente la
poblaban. « ¿Qué quiere? Mi padre era tan tolerante con la admisión de
originales…», me decía con catalanísima zumba cierto editor [la cursiva es
mía].76
El 21 de abril de 1939 la Cámara Oficial del
Libro de Barcelona recibió una circular de la Jefatura Provincial de Propaganda
sobre la necesaria inspección y control de los fondos de las librerías, «dada
la excesiva importancia del libro en la educación del pueblo» y la
responsabilidad que tenían los libreros en la selección y colocación de las
obras en sus locales, influyendo «directamente sobre el público medio». Esta Jefatura
subrayaba la importancia de las librerías como agentes de propaganda, ya que
están «en contacto con la masa ciudadana». Y advertía que la desobediencia de
los comerciantes del libro a las instrucciones y consignas dadas se castigaría
con sanciones de hasta 500 pesetas.77
En este sentido, la celebración del primer
Día del Libro bajo las autoridades franquistas, el 23 de abril, fue recogida en
la Hoja Oficial de la Provincia de Barcelona como la primera fiesta digna y con
«hondo sentido espiritual», porque circularon libros píos y adictos al régimen,
escritos exclusivamente en español: «Celebremos este imperio en Cataluña del
libro católico y españolísimo. Las letras completarán la obra de las armas». 78
El 7 de septiembre del mismo año la Cámara de
Barcelona envió una circular a sus asociados aconsejando sobre la depuración de
las librerías. Los libros prohibidos se dividían en dos grandes grupos: los
prohibidos de modo definitivo y permanente, y los que lo eran temporalmente. Al
primero pertenecían «las obras contrarias al Movimiento Nacional, las
anticatólicas, teosóficas, ocultistas, masónicas; las que ataquen a los países
amigos; las escritas por autores decididamente enemigos del nuevo Régimen; las
pornográficas y pseudo-científico-pornográficas y las de divulgación de temas
sexuales; las antibelicistas, antifascistas, marxistas, anarquistas,
separatistas, etc.». 79 En definitiva, estaban proscritos y condenados a su
desaparición más de la mitad de las obras en venta y de los catálogos de las editoriales.
En el segundo grupo se incluían las
publicaciones de tipo no político escritas por autores contrarios al Movimiento
o cuya situación no estaba bien definida. Los libros del primer grupo debían
destruirse, aunque, en caso de duda, recomendaban consultar a la Cámara. Los
del segundo grupo debían retirarse del comercio en espera de la determinación
de la Administración. Ante la falta de una lista oficial de obras prohibidas y
la incertidumbre de los profesionales, la Cámara envió otra circular a los libreros,
el 16 de noviembre del 1939, con una lista de autores extranjeros y de títulos
prohibidos que, aunque no era definitiva ni completa, respondía a las
informaciones que habían llegado de forma confidencial y reservada a la
corporación librera.
Asimismo, recomendaban retirar
escrupulosamente todos los libros indicados de la venta para evitar sanciones
en las futuras inspecciones, así como la entrega en paquetes debidamente
identificados de los mismos a la Cámara para su custodia, a la espera de que fuesen
autorizados, o bien para la entrega al Departamento de Censura, en caso de que
tuvieran que ser destruidos. El 6 de diciembre de 1939 enviaron una nueva
circular ampliando la lista anterior con autores extranjeros y añadiendo
escritores españoles.80
A lo largo de 1939 y 1940 las editoriales
enviaron listados con sus fondos, así como largas relaciones con las obras
publicadas con anterioridad a 1936 y durante «la dominación roja» para
conseguir la pertinente autorización del Departamento de Ediciones del Servicio
de Censura, dependiente del Ministerio de Gobernación. Este organismo
seleccionaba de los catálogos y de las listas los títulos prohibidos, que
debían ser empaquetados y enviados al Servicio Nacional de Propaganda. En
Barcelona debían entregarse en el almacén de la antigua Distribuidora de
Publicaciones, situada en el Paseo de Gracia, esquina a la calle Diputación.
En la Biblioteca Popular de Olot se retiraron
numerosos títulos de carácter político y social, incluidos todos los escritos
en catalán, independientemente de la temática. Después del expurgo, siguiendo
las indicaciones de la autoridad militar competente, los fondos del catálogo
fueron revisados por el párroco-arcipreste de la localidad.81 En Navarra se
retiraron casi el 60% de los libros de las bibliotecas de Misiones Pedagógicas;
de los 283 títulos analizados se rechazaron 166.82
En Valencia uno de los primeros objetivos de
los militares franquistas fue la sede de Tipografía Moderna para seleccionar
los libros que se enviaban a la guillotina. Recordemos que este
establecimiento, que en 1940 pasó a llamarse Artes Gráficas Soler y que sería
el origen de la editorial Castalia, durante la guerra se había encargado de
imprimir folletos y publicaciones gubernamentales, aparte de las míticas
revistas Nueva Cultura, Madrid. Cuadernos
de la Casa de la Cultura y Hora de España.83
En marzo de 1939, acababa de imprimirse en
estos talleres El hombre que acecha,
de Miguel Hernández, y aún sin encuadernar, una comisión depuradora franquista
presidida por el filólogo, Joaquín de Entrambasaguas ordenó la destrucción de
los 50 000 ejemplares tirados, pero dos ejemplares salvados permitieron
reeditar el libro en 1981. La editora Amparo Soler recuerda que la guerra
terminó «como había empezado, guillotinando libros: en julio de 1936 el libro
del insigne valenciano don Leopoldo Trénor y en 1939 un tomo de Canciones de lucha, recopiladas por
Carlos Palacios». 84
En Madrid las tropas franquistas entraron el
28 de marzo de 1939, pero las librerías no pudieron abrir hasta el 8 de abril,
después de que los censores militares inspeccionaron todos sus fondos. Todas
las obras publicadas después del 18 de julio necesitaban autorización de la
Sección de Censura para poder circular. El periódico Ya se hizo eco de este
proceso de depuración de las librerías, porque era necesario eliminar títulos
que atacaban a «la familia por medio de
la difusión del neomaltusianismo y el escarnio de todas las jerarquías», «contra la sociedad» y «contra la autoridad»
por parte de «escritores a sueldo de la red masónica» [la cursiva es
mía].85
Además, días antes del desfile de la
Victoria, que tuvo lugar el 19 de mayo, desde el mismo periódico se hizo un
llamamiento a los particulares que advirtieran la presencia de libros o
folletos pornográficos, subversivos o «contrarios a los ideales del Estado
nuevo, atentatorios a las instituciones fundamentales del régimen o a las
tradiciones españolas», para que lo comunicaran a la oficina de la Sección de
Censura.86 Con esta invitación a la denuncia de títulos se reconocía
abiertamente la posibilidad de encontrar en los escaparates publicaciones
prohibidas debido a las complejidades del comercio de librería y a que la
revisión no había finalizado todavía por completo en sus fondos, ni en los de
las bibliotecas públicas y privadas.
Sobre la falta rigurosa de criterios en el
sistema censor y sus contradicciones, así como la indefensión que provocó la
depuración de los fondos editoriales y de librerías, cabe señalar la carta del
secretario de la Cámara Oficial del Libro de Madrid, Joaquín Calvo Sotelo, el
20 de julio de 1939, a Pedro Laín Entralgo, jefe de la Sección de Publicaciones
del Ministerio de la Gobernación, solicitando explicación acerca de la
situación de la editorial Estudio, clausurada desde el día de la Victoria, el 1
de abril. Asimismo, se interesaba por conocer la existencia de alguna causa o
motivación en contra de dicho sello y, en caso negativo, preguntaba si podía
volver a reiniciar su actividad, tras el necesario y riguroso expurgo de sus
títulos.87 Aunque lamentablemente no hemos encontrado la respuesta oficial al
respecto, la situación aquí relatada es muy significativa sobre la indefinición
y vaguedad que soportaron los profesionales del libro, tras el final de la
contienda, a la hora de retomar el funcionamiento de sus negocios.
El escritor José María Salaverría, en un
artículo de 1939 publicado en el periódico ABC, justificaba la destrucción de
tantos libros, porque había que acabar con «la literatura rusa, judaico
vienesa, judaico alemana y judaico americana», que provocaron la revolución
republicana-socialista en el país. Reconocía la necesaria depuración de las
librerías y deslizaba cierta responsabilidad hacia los profesionales del libro
en la proliferación de publicaciones perniciosas durante la guerra.
Las
librerías aparecieron también desmanteladas, con los estantes casi vacíos, con
sólo unos tomos inocentes en los escaparates. […] Y es que a última hora,
apresuradamente, toda aquella literatura nacida bajo el signo rojo fue
retirada, escondida o confiscada. Nada más natural. A un cambio de régimen
corresponde un cambio de ideas y de modos espirituales, y no hay nada tan
sensible a esas mudanzas profundas como el papel impreso. A mí me hubiera
gustado sorprender una de las librerías del tiempo rojo en plena actividad; en
vez de eso, sólo, he encontrado tiendas vacías, como quien oculta el cuerpo del
delito y quiere quitarse toda responsabilidad de encima. Y lo cierto es que los
rojos publicaban muchos libros. Para eso presumían de progresistas e
innovadores; para eso se envanecían de codearse con las altas mentalidades de
Rusia y de Checoslovaquia. Parece que los milicianos y los mandamases, cuantos
cobraban sueldos que en su miserable vida anterior no conocieran nunca,
gastaban y compraban de todo, libros inclusive. Probablemente las editoriales y
libreros de la zona roja han hecho negocios pingües.88
Sobre las editoriales de Madrid, destaca
igualmente un pequeño informe del Servicio de Recuperación de Documentos,
realizado por un profesional del gremio sin identificar, gracias a sus
conocimientos del ramo.89 Este editor señalaba que el propietario de la firma
Reus, Julián Martínez Reus, había sido asesinado, y que Javier Morata, conocido
como el «editor de la República» por la publicación de títulos antimonárquicos,
se hallaba refugiado en una Embajada sudamericana y era «fundamentalmente
anti-rojo».
Además, subrayaba que Ediciones Fax había
sido «saqueada y deshecha por los rojos» por publicar la revista Razón y Fe,
así como otros libros católicos. Por otro lado, consideraba que Cenit era una
empresa especializada en «literatura revolucionaria de altos vuelos, siendo los
editores españoles de Trotzky [sic]», al igual que la casa Zeus o España, que
todo lo que publicaba era de «matiz revolucionario». En este mismo sentido,
advertía que la Sociedad General Española de Librería, filial de la «firma
judío-francesa Hachette», controlaba toda la venta callejera de Madrid y
Barcelona, así como las librerías de ferrocarriles.
https://www.iberlibro.com/Babbitt-Sinclair-Lewis-Bantam-New-York/30301447038/bd
Sobre la firma Cruz y Raya destacaba «su
labor subversiva» y que su director, José Bergamín, «ha actuado y actúa
intensamente en París a favor de los rojos». Además, este informe incluía un
directorio con todas las editoriales e imprentas establecidas en la capital y
su domicilio social. Al lado de muchas firmas existen calificativos manuscritos
a lápiz. Así, denominaba «socialistas» a Ediciones Leviatán y a la Editorial
Javier Morata, «judía» a Publicaciones Índice, «callejera y mala» a la
Editorial Castro, «malas» a la Editorial Cenit, Zeus y a la Librería Felipe del
Toro, sucursal de la editorial Maucci, y «comunista-pornográfica» a Ediciones
Bergúa.
Por el contrario, distinguía como «serias» a
la Editorial Rivadeneyra, Editorial Revista de Derecho Privado, Editores Hijos
de Reus, Espasa-Calpe, Librería de Victoriano Suárez y a la Librería Española y
Extranjera Francisco Beltrán. Además, señalaba que la Librería Enrique Prieto y
la Editorial Fénix editaban «de todo», y que la Editorial Aguilar publicaba de
textos «toda ideología». Este editor anónimo anticipaba que, para futuros
informes, contaría con la colaboración de antiguos empleados, así como con la
de Fabián García, gerente de la Librería Fernando Fe, situada en la Puerta del
Sol.
Este librero conocía perfectamente este
sector, ya que llevaba más de veinte años en el cargo y no había abandonado ni
un solo día la ciudad «bajo el dominio rojo», aparte de tener una «honorabilidad
intachable y marcadísima significación anti-roja». Recordemos que la delación y
la denuncia fueron muy habituales en la España de Franco. Resultó un mecanismo
muy eficaz para ajustar cuentas con los disidentes, al mismo tiempo que los
colaboradores mejoraron su posición en el régimen, o bien expiaron sus culpas
por ser familiares o amigos de enemigos políticos.
Al día siguiente del último parte de la
Guerra Civil, el 2 de abril, el régimen de Franco hacía un llamamiento desde
Radio Nacional:
Españoles,
alerta. La paz no es un reposo cómodo y cobarde ante la historia; la sangre de
los que cayeron por la patria no consiente el olvido, la esterilidad ni la
traición. […] Españoles, alerta. España
sigue en pie de guerra contra todo enemigo del interior o del exterior [la
cursiva es mía].
LAS
DEPURACIONES DE FONDOS Y CONTROL DE BIBLIOTECAS
Las incautaciones y depuraciones de
bibliotecas de ateneos, centros y sociedades obreras acabaron con el pujante
movimiento bibliotecario popular de carácter particular en el país, que surgió
a fines del siglo xix ante la deficiente iniciativa estatal.91 En este sentido,
el falangista y catedrático de Historia Carmelo Viñas y Mey fue el responsable
de purificar de izquierdismo y marxismo la biblioteca del Ateneo de Madrid,
intervenido por Falange después de la Guerra Civil. «Libre del virus
izquierdista y rojo», se volvieron a abrir los fondos bibliográficos de este
centro.92 Incluso en una fecha tardía, en abril de 1945, seis años después de
finalizada la Guerra Civil, el máximo responsable entonces de la censura,
Gabriel Arias Salgado, en carta al vicesecretario del Movimiento, reconocía la
responsabilidad de los centros culturales en la difusión de ideas y textos
malévolos a través de sus bibliotecas.
Cuantos
hemos ejercido mandos del Movimiento sabemos por experiencia que los centros culturales, ateneos de barriada,
etc., han sido las avanzadillas de la revolución roja y que la Historia del
Liberalismo español tuvo su médula en la cátedra del Ateneo de Madrid. La ramificación de esta táctica llegó a tal
extremo que hasta en el último pueblo de España existió en 1936 un centro
cultural (marxista o anarco-sindicalista) provisto de una pequeña biblioteca
compuesta de libelos de propaganda destructiva. La Jefatura Nacional del
Movimiento se ocupó en diversas ocasiones de este problema sin que jamás
pudiéramos superarlo hasta el 18 de julio y valiéndonos de una pequeña red de
espionaje en estos centros llegamos al mismo corazón de la masonería
sevillana.93
El protocolo seguido en todas las
bibliotecas, según hemos visto, era muy similar. Primero se procedía a la
incautación de los fondos, después venía el expurgo de los títulos, seguían las
hogueras con las obras más peligrosas y, por último, se creaban las secciones
especiales con los libros menos peligrosos, pero prohibidos a los lectores.
Aunque en los primeros meses, en muchas bibliotecas, editoriales y librerías
los libros incautados eran automáticamente destruidos sin previa selección,
como ya hemos señalado anteriormente. Una vez concluido el proceso de purga y
destrucción de las publicaciones existentes, se trataba de restringir la futura
oferta con el establecimiento de la censura previa en la producción
bibliográfica nacional y en la importación de títulos extranjeros. Las primeras
medidas del bando sublevado marcaron la política oficial del libro del franquismo.
La depuración de bibliotecas era una labor
necesaria para el régimen de cara al futuro inmediato. La mayoría de los
títulos del mercado y de los fondos de las distintas bibliotecas públicas
fueron purgados durante y después de la Guerra Civil. Muchos establecimientos
municipales fueron destruidos parcial o totalmente durante la contienda, pero
otros continuaron su actividad posteriormente, previa depuración de los fondos
y cambio de los miembros de cada junta bibliotecaria.94
En este sentido, algunas bibliotecas que no
sufrieron daños materiales acabaron abandonadas por la falta de público, que
dejó de acudir a los centros de creación republicana, pero adulterados por los
vencedores. Además, algunos miembros de las antiguas juntas rectoras habían
muerto en la contienda o bien habían sido sustituidos por los nuevos alcaldes
fieles al régimen, por los cargos de Falange y por las demás fuerzas vivas de
los pueblos, sin participación de elementos obreros ni organizaciones
sindicales, prohibidas por el nuevo Estado.
De hecho, en la documentación aparecen
noticias contradictorias sobre el estado de los establecimientos. Algunas
bibliotecas, que figuraban en buen estado en las listas elaboradas al poco
tiempo de acabar la contienda, en informes posteriores aparecen como destruidas
por la guerra, probablemente para justificar su cierre o abandono. Según Luis
García Ejarque, el 75% de las bibliotecas municipales republicanas sucumbió
tras la guerra. Este facultativo calcula que se destruyeron 155 establecimientos.95
El ataque a las bibliotecas públicas
municipales provocó la desaparición de muchas bibliotecas o la apropiación por
grupos particulares, como la de Bienservida (Albacete), que tuvo una intensa
actividad durante la República y que en 1946 se había convertido en la
biblioteca de Falange. Así lo denunció el inspector en su visita al
establecimiento en septiembre del mismo año:
En
la plaza del pueblo está situado el edificio del Ayuntamiento y en uno de sus
balcones centrales existe un gran rótulo que dice «Biblioteca Pública
Municipal»; esto desorienta al visitante, porque la tal Biblioteca no existe en
el edificio. Según manifestó el Sr. Alcalde, al poco tiempo de verificarse la
liberación, la Biblioteca, que hasta 1936 había funcionado perfectamente, fue
trasladada de local, al que ocupa Falange en una de las calles adyacentes. La Biblioteca, por lo tanto, ha dejado de
ser pública para convertirse en Biblioteca de Falange y hasta me atrevía a
decir que ha dejado de ser Biblioteca como tal, porque los libros están
desordenados, muchos se han perdido y los que quedan están situados en un local
inadecuado para su utilización eficaz [la cursiva es mía].96
Por otra parte, muchos libros del catálogo de
las bibliotecas habían desaparecido, tras el expurgo al que fueron sometidos
todos los establecimientos. Se retiraron títulos como El asno de oro, de Apuleyo; El
Libro del buen amor, del Arcipreste de Hita; La Celestina, de Fernando de Rojas; Diablo mundo, de Espronceda; La
educación sentimental, de Flaubert; Werther,
de Goethe; Artículos de costumbres,
de Larra; La rebelión de las masas,
de Ortega y Gasset; Papa Goriot, de
Balzac; Sonata de otoño, de
Valle-Inclán; Poesías completas, de
Antonio Machado; Nuestro padre San
Daniel, de Gabriel Miró; La hermana San
Sulpicio, de Palacio Valdés; El
retrato de Dorian Gray, de Oscar Wilde; Los
miserables o Nuestra Señora de París, de Víctor Hugo; Los pazos de Ulloa, de Emilia Pardo Bazán; El fuego, de Barbusse; Sin
novedad en el frente, de Remarque; Los
siete ahorcados, de Andreiev; Las
almas muertas, de Gogol; Crimen y
castigo, de Dostoiewski; Cómo enseña
Gertrudis a sus hijos, de Pestalozzi; Guerra
y paz, de Tolstói, o Historia de la
civilización española, de Rafael Altamira. Asimismo, todos los de Blasco
Ibáñez, varios títulos de Azorín y numerosos de Pérez Galdós y Pío Baroja, a
pesar del libelo que escribió este último escritor sobre comunistas y judíos.
Sin novedad en el
frente, éxito mundial de Eric Maria Remarque, fue editada en 1929 por el sello
España, fundado por los socialistas Julio Álvarez del Vayo, Luis Araquistáin y
Juan Negrín
https://www.universocentro.com/NUMERO59/Sinnovedadenelfrente.aspx
En esta misma línea destaca la memoria de la
Biblioteca Universitaria de Zaragoza correspondiente al año 1938, fechada el 20
de enero de 1939:
La
revolución para infiltrar sus venenosas doctrinas en la sociedad se sirvió del
libro antipatriótico y antirreligioso en la escuela laica de la República y en
otros Centros durante estos últimos años. Para destruir esta demoledora
política y contribuir a la recta formación hispana, moral, religiosa y patria,
el Excmo. Sr. Ministro de Educación Nacional ordenó la depuración de las
Bibliotecas escolares, de Misiones Pedagógicas, Circulantes, de Recreo, etc.,
retirando de ellos los libros inmorales, propaganda de doctrinas marxistas y
todo cuanto signifique atentados a la unidad patria, menosprecio a la Religión
católica y oposición al glorioso Movimiento Nacional.97
Igualmente, la Memoria de la Biblioteca
Universitaria de Tarragona de 1939 insistía en este tipo de cuestiones:
El expurgo de las Bibliotecas se imponía
como una necesidad biológica si queremos que la victoria lograda por las armas
no se vea amenazada por las ideas subversivas disparadas por esas publicaciones
contrarias al espíritu que anima el glorioso Movimiento nacional [la cursiva es
mía].98
A pesar de la depuración y de la censura de
libros, el régimen franquista utilizó la infraestructura republicana, pero con
otros fines.99 El gran logro de la política de la Segunda República fue
consolidar en la sociedad española el concepto y el servicio de biblioteca
pública. De hecho, el Estado dictatorial mantuvo el decreto de 13 de junio de
1932 sobre creación de bibliotecas municipales hasta veinte años después. Por
otra parte, tras la Guerra Civil, reapareció la Junta de Intercambio y
Adquisición de Libros y Revistas para bibliotecas públicas, encargada de
organizar bibliotecas de carácter popular en los municipios españoles, hasta la
fundación del Servicio Nacional de Lectura en 1947.100
La orden de 13 de diciembre de 1939
restableció el funcionamiento de la Junta, pero señalando que «el
aprovechamiento que de algunas de las actividades de este Organismo hicieron
los elementos del Frente Popular, durante la dominación marxista, para
propaganda de sus fines, implica la necesidad de una nueva organización que no
desvirtúe los primitivos y los encauce en las orientaciones de la España
nueva». 101
La presidencia de la nueva Junta recayó en
Melchor Fernández Almagro, después de renunciar el duque de Maura por motivos
de residencia. Lasso de la Vega, Manuel Machado y Laín Entralgo ocuparon cargos
de vocales en esta Junta de perfil reaccionario, donde apareció la función de
censor, que recayó en Luis Morales Oliver, decano de la Facultad de Filosofía y
Letras de Sevilla.
En el Catálogo de la Biblioteca Central
Circulante de 1946, este organismo reconocía la labor de la anterior Junta de
Intercambio en la creación de bibliotecas municipales, pero insistía en el
carácter popular de los establecimientos y no en el público. Además, sus
objetivos y presupuestos eran más modestos y más restringidos socialmente. Se
negaban a continuar con la labor de la Junta republicana de crear bibliotecas
municipales:
[...]
dotar a los Municipios españoles de
Bibliotecas con fondos numerosos, equivaldría, en muchos casos, a situar, en un
determinado lugar, una serie de libros que ni por el nivel intelectual de la
localidad, ni por la consulta que de los mismos pudiera hacerse, merecería
sacrificar por hoy, los esfuerzos del Estado. El plan de creación de una
Red de Bibliotecas en España, que dotase a los lugares más apartados de nuestro
territorio de una expansión cultural, representa un esfuerzo económico que
pocos Estados pueden mantener; en España, encomendada esta misión a la Junta de
Intercambio, los resultados han de ser pequeños dada la escasa consignación
disponible, para estas atenciones [la cursiva es mía].102
En este texto se manifiesta claramente lo
innecesario y costoso de crear bibliotecas públicas en todo el territorio
español, sobre todo en el medio rural, por parte de las nuevas autoridades
franquistas en materia bibliotecaria, manteniendo los prejuicios de que en esas
localidades no se van a apreciar ni entender esos fondos, aparte del derroche
económico. Las prioridades de los responsables en materia educativa y culturas
eran otras bien distintas: fomentar la cultura de las élites, no de toda la
sociedad.
Aparte de la destrucción y expurgo de fondos,
otra manera de controlar las lecturas en las bibliotecas públicas fue el
establecimiento de una cuota económica para el préstamo de libros, perjudicando
de este modo a los lectores más modestos. En este sentido, en la Biblioteca
Popular de Olot, en marzo de 1940, se fijó una tarifa para los adultos de 0,15
pesetas por cada obra que se prestase a domicilio durante 8 días y de 0,10
pesetas para los niños. En abril se aumentó la tasa a 25 céntimos para los
usuarios adultos, mientras se mantuvieron los 10 céntimos para el público
infantil.
Esta nueva reglamentación era una manera
directa de dificultar el acceso a los libros y a la lectura a muchas personas,
y más en unas circunstancias económicas muy difíciles, en plena posguerra y con
una política autárquica errónea, que agravaron y alargaron las consecuencias
del conflicto bélico. De hecho, el servicio de préstamo disminuyó
considerablemente en 1940 y 1941, solo estaban exentos de este impuesto los
militares y religiosos. Este motivo y la proximidad del cuartel al
establecimiento bibliotecario explican que los militares fueran los lectores
que más utilizaron el préstamo de libros.103
Este canon económico reflejaba un claro
desprecio de las nuevas autoridades en materia bibliotecaria hacia el público
lector, en particular hacia las clases populares. O al menos un recelo, una
prevención respecto a su necesidad o capacidad para utilizar los libros, así
como reservas sobre la custodia y el cuidado de los mismos por parte de esos
colectivos, justificándose estas en el deterioro y pérdida de los ejemplares.
Reproducían mitos y prejuicios muy arraigados, tales como «esta gente es muy
bruta, no tiene interés por la cultura, apenas saben leer, van a destruir los
libros, sólo les interesa la taberna, no van a apreciar su contenido, se van a
perder los ejemplares, etc.».
Pero la experiencia republicana de fomento y
desarrollo de la lectura pública había demostrado todo lo contrario; a pesar
del uso intensivo de muchos libros, los ejemplares no estaban deteriorados, ni
se habían perdido, según constaba en los informes de inspección.
Es
leyenda corriente que en España no es posible establecer el préstamo de libros
a domicilio; eso es cosa de países más educados; en España desaparecían los
libros, serían destrozados. En algunos pueblos que visité antes de estar
organizada la biblioteca, los miembros de la Junta se resistían a organizar el
préstamo, declinaban toda responsabilidad; suponían estas personas que nadie
iría a leer a la biblioteca, pero que si se organizaba el préstamo la gente
iría, se llevaría los libros y no volvería más. Nunca me han dicho esto en los
pueblos donde ya había funcionado el préstamo, y en los pueblos donde me lo
dijeron no me lo han vuelto a decir cuando he vuelto a pasar por allí; la gente
se ha llevado los libros y los ha devuelto en perfecto estado. Es más, la
inmensa mayoría de las bibliotecas funciona hoy casi exclusivamente por medio
del préstamo.104
Incluso en Villanueva del Rosario (Málaga),
donde la colección fundacional de la biblioteca municipal, entregada por la
Junta de Intercambio y Adquisición de Libros, se dejó durante seis meses a
libre disposición de los lectores sin intervención de ningún bibliotecario, no
faltaba un solo libro. El público, en su mayoría obreros socialistas, se
acercaba al ayuntamiento, donde estaban los libros en un armario abierto para
leerlos allí mismo o en su casa, y no había desaparecido ni un solo volumen.
Cuando estaban un poco desordenados, algún espontáneo se dedicaba durante horas
a colocarlos.105
Estas actitudes estaban en consonancia con la
participación y responsabilidad ciudadanas que defendía el régimen democrático
republicano. De hecho, las bibliotecas habían adquirido vida propia gracias a
la colaboración de los usuarios, convirtiéndose en el centro cultural de sus
respectivas localidades. Por el contrario, la cuota que se implantó durante la
dictadura franquista representó una traba determinante porque impedía un acceso
público, libre y gratuito a los fondos de la biblioteca, limitando la
divulgación del libro y de la lectura de un establecimiento con más de veinte
años de trayectoria y con gran repercusión social.
Recordemos que la Biblioteca de Olot era una
de las bibliotecas populares que creó la Mancomunidad en localidades agrarias y
fabriles de Cataluña, que tenían una intensa actividad, con un gran movimiento
de libros y lectores.106 Estas bibliotecas perseguían aficionar a la población
a la lectura, ampliar sus conocimientos, mejorar la capacitación profesional y
formar a los estudiantes. La red de bibliotecas populares formó parte de la
organización bibliotecaria de la Mancomunidad junto con la Biblioteca de
Cataluña y la Escuela de Bibliotecarias.107
La Biblioteca de Cataluña nació vinculada al
Institut d’Estudis Catalans, pero, bajo la dirección de Jordi Rubio en 1914, se
convirtió en biblioteca regional, recogiendo y conservando todo el patrimonio
bibliográfico catalán. Asimismo, se encargó de coordinar y centralizar todos
los servicios de las bibliotecas populares como cabeza del sistema
bibliotecario. Y la Escuela de Bibliotecarias apareció al año siguiente para
preparar durante tres cursos a las profesionales encargadas del funcionamiento
de las populares.
Además de responder a la creciente demanda de
lectura pública, la Mancomunidad estableció las bibliotecas populares para
fomentar la cultura catalana y reforzar la identidad nacionalista. Las primeras
bibliotecas, fundadas en 1918, tras finalizar los estudios la primera promoción
de bibliotecarias, fueron las de Valls, Sallent, Olot y Borges Blanques. En
1919 siguió Canet de Mar, en 1920 Vendrell, y dos años después se abrieron las
de Pineda y Figueras.
Al desaparecer la Mancomunidad en 1925, bajo
la dictadura de Primo de Rivera, las bibliotecas pasaron a depender de las
respectivas Diputaciones provinciales. En 1926 apareció la de Tarragona, al año
siguiente la de Granollers, en 1928 se estableció la de Manresa y en 1930 la de
Ulldecona. Los fondos estaban a disposición de todas las personas
independientemente de su nivel de instrucción, profesión y condición social.
Habían arraigado en la vida de los pueblos, ya que ofrecían cultura y
entretenimiento a los vecinos, muchos de los cuales se convirtieron en asiduos
lectores, y además, mediante el servicio de préstamo, facilitaban libros a
habitantes de poblaciones cercanas que carecían de biblioteca.
En 1931 las bibliotecas se vieron
condicionadas por los acontecimientos políticos y el cambio de régimen. En
primer lugar, todas experimentaron un descenso de lectores en la asistencia a
la sala, ya que el público estaba más interesado en seguir y participar en la
intensa vida política. En vez de acudir a la biblioteca asistía a mítines, se
reunía para leer y comentar la prensa, acudía a las sedes de partidos y
sindicatos, o bien escuchaba las retransmisiones radiofónicas de los distintos
actos políticos.
Además, cambiaron las preferencias de los
lectores, más preocupados por cuestiones sociales y políticas. De hecho,
aumentaron las peticiones de obras de historia y de ciencias sociales en la
sala y en el préstamo. También se interesaron por conocer términos y temas que
aparecían constantemente en los periódicos, como el origen del gorro frigio o
el Pacto de San Sebastián.
Otro hecho importante relacionado con la
nueva situación política fue el traspaso de las bibliotecas populares a la
Generalitat de Cataluña, establecida como organismo autónomo por decreto del Gobierno
provisional de la República el 21 de abril de 1931. El Servicio de Bibliotecas
de la Generalitat asumió, en octubre del mismo año, la gestión coordinada de
las bibliotecas que dependían de las distintas Diputaciones provinciales desde
1925, recobrando así la unidad de funcionamiento que había existido en tiempos
de la Mancomunidad.
El Consejo de Cultura de la Generalitat
dispuso la creación de bibliotecas populares en todas las poblaciones de más de
seis mil habitantes, que a su vez debían distribuir lotes de libros circulantes
a localidades cercanas más pequeñas para aumentar su radio de acción. La
Dirección de Bibliotecas concedió gran importancia al servicio de información
al público mediante la consulta directa a la bibliotecaria y la elaboración de
guías de lectura temáticas para responder a las necesidades de los lectores.
En 1931 se abrieron dos nuevas bibliotecas en
Vic y Calella, en 1933, la de Tortosa y, al año siguiente, las de Cervera,
Vilafranca del Penedés y la de Pere Vilas en Barcelona; en 1935 se inauguró la
de Ignasi Iglesias en la barriada de Sant Andreu de Palomar de Barcelona.108 La
asistencia del público a la biblioteca dependía también de su ubicación en el
pueblo, el acondicionamiento del edificio, del tiempo y de las tareas agrícolas.
En Olot el núcleo principal de usuarios estaba constituido por maestros,
artistas y trabajadores de las fábricas de hilado, géneros de punto, calzado,
papel, material sanitario y de fundiciones de hierro y bronce.
Cabe destacar que el préstamo de obras
aumentó considerablemente en estas bibliotecas durante la República debido a la
modificación del reglamento en 1931, que facilitó el acceso del público a este
servicio. Se suprimió la cláusula, vigente durante la dictadura de Primo de
Rivera, que exigía a todo usuario la firma de alguna personalidad conocida en
el pueblo como aval para poder llevarse un libro a casa. Todo lector que
tuviese un domicilio estable en la población y presentase algún documento de
identificación a la bibliotecaria podía utilizar el préstamo a domicilio. Esta
medida democratizó el préstamo, al desaparecer las dos categorías de lectores
que existían, ya que resultaba discriminatorio que un grupo de personas, por su
situación profesional y social, tuviese acceso directo a los fondos y además
tuviese que autorizar al resto de vecinos.
Por otro lado, esta medida era inútil, porque
en muchos casos los que no cumplían las normas eran precisamente las personas
que debían garantizar el correcto comportamiento de los otros lectores. En este
sentido, la bibliotecaria de Granollers afirmaba que
en
la secció de prestec, la supressió de la tarjeta de presentació del lector, que
requería anteriorment el reglament de la Biblioteca, puc assegurar que ha
causat bon efecte, i el régim de la Biblioteca no n’ha sofert cap desavantage.
No hem perdut cap llibre de més amb el nou sistema. En canvi s’han guayant
alguns lectors, que por apatia, per timidesa, o per malentès orgull deixaven
d’inscriure’s quan els dèiem que s’havien de fer presentar per determinada
persona. 109
Este cambio había provocado lógicamente una
mayor demanda de libros por parte de los obreros, a diferencia de años
anteriores. Asimismo, la acción de las bibliotecas populares se amplió con el
reparto de lotes circulantes y la distribución de bibliotecas filiales a
pueblos más pequeños y próximos. La biblioteca de Olot distribuía libros a los
pueblos de Sant Jaume de Llierca, Sant Feliu de Pallarols, Tortellà y Les
Planes.
De este modo, la supresión del aval en el
préstamo domiciliario durante el período republicano tuvo un efecto positivo en
la vida de las bibliotecas, mientras que el canon económico exigido al
finalizar la guerra provocó un descenso notable de dicho servicio. Además, esta
injusta medida penalizaba a las gentes más humildes. En realidad, dicha
decisión cuestionaba el carácter público de las bibliotecas, ya que este
requisito económico impedía el acceso al libro a buena parte de la población.
Frente a la defensa de la lectura pública se impuso la lectura vigilada, restringida
y tutelada de la dictadura franquista. En definitiva, estas situaciones
opuestas reflejan las consecuencias de políticas bibliotecarias dispares sobre
los mismos establecimientos.
A MODO
DE CONCLUSIÓN
De la misma manera que en la España de Franco
se asesinó a miles de personas y se privó de libertad a más de un millón de
individuos, se destruyeron millones de publicaciones mediante hogueras
purificadoras. En cada plaza de los pueblos se organizaron quemas públicas del
veneno escrito de la anti-España como acto fundacional del nuevo Estado.
Asimismo, se trituraron otros tantos kilos de libros con guillotinas para
convertirse en pasta de papel de los nuevos títulos imperiales y de mártires
que se editaron durante la contienda y en la inmediata posguerra.
El fuego resultó más simbólico y efectivo en
la eliminación de las ideas del enemigo que la afilada hoja de metal en la
aniquilación de páginas. Con las teas incandescentes, toneladas de volúmenes
fueron reducidas a cenizas, quedando solo el olor a papel y cartón quemado y el
polvo de tanta infamia. Aunque menos poética, la guillotina permitía
reaprovechar las virutas de papel en pasta para nuevos ejemplares.
La causa para esta pena tan severa se debía a
que esas páginas eran las responsables de la Guerra Civil para las autoridades
militares, eclesiásticas y civiles que se sublevaron el 18 de julio de 1936.
Los textos y las ideologías de esos libros eran culpables. Evidentemente, nada
se decía del golpe militar fracasado que desembocó en la guerra fratricida.
Todo lo contrario: el alzamiento que había salvado a España del comunismo, el
ateísmo y la masonería, también había librado a los españoles de esos
contenidos ponzoñosos. De este modo, se atajó la infección que se había
extendido por todo el país, extirpando los malos libros y sus ideas nocivas
para proteger así las mentes y las almas de los buenos españoles.
Aunque mucho se ha escrito sobre la censura
de prensa, en los libros o en el cine, en general esta cuestión se ha tratado
de manera desgajada del contexto general represivo contra la libertad de
pensamiento y de creación. La censura, en su versión más dura, recogida en la
eufemística Ley de Prensa de 1938, formaba parte del ciclo represivo contra el
libro, era un eslabón más, pero no el único o el más grave.
Primero se destruyó la oferta editorial y
bibliotecaria del país quemando y guillotinando libros; luego se expurgaron y
depuraron los fondos bibliográficos de los anaqueles de las bibliotecas, de los
almacenes de las editoriales y de los escaparates de las librerías. Después se
estableció la censura previa para controlar la oferta nacional e internacional
e impedir que salieran al mercado títulos prohibidos y perjudiciales, y por
último se publicaron textos sanos, de acuerdo con el nuevo decálogo franquista
y, en muchos casos, con fines propagandísticos.
La censura por sí sola no tenía sentido, o al
menos resultaba insuficiente sin los otros elementos de protocolo punitivo. En
este sentido, la legislación y las acciones de los militares rebeldes fueron
muy explícitas y expeditivas al respecto desde el comienzo de la guerra,
completando todos estos aspectos en su persecución contra el libro y la cultura
escrita.
No bastaba solo con destruir los títulos
presentes, ni siquiera con purgar los catálogos de las bibliotecas. Tampoco era
suficiente con recluir obras en salas especiales para la consulta restringida
solo de especialistas, ni prevenir la oferta científica y literaria con la
censura, ni sustituir toda esa producción bibliográfica malévola por otra
complaciente con el régimen y la Iglesia. Si solo se atendía al patrimonio
bibliográfico existente, podrían aparecer nuevas obras perniciosas, y si solo
se prohibían los nuevos títulos, podrían circular todas las obras publicadas
desde los inicios del liberalismo. Así que era tan necesario ocuparse de las
estanterías de las bibliotecas públicas y privadas, y de los fondos
editoriales, de librerías y de quioscos, como controlar los catálogos y las
novedades editoriales de sellos nacionales y extranjeros.
Con lo peor de lo peor, sobre todo en los
primeros años, se destruyó masivamente en sus dos vertientes, llamas y
cuchillas acabaron con toneladas de obras pero posteriormente y a la vez se
fiscalizaron fondos para apartar muchos títulos al gran público, reservándolos
solo a usuarios autorizados. Una vez limpia la patria de esa podredumbre
intelectual, se establecieron los filtros necesarios para impedir la aparición
de esos libros o de otros similares e igualmente peligrosos.
De este modo, se procuró no dejar resquicio
para que se colaran las ideas de la anti-España. Los libros y las ideologías
subversivas habían encolerizado a millones de personas, provocando la muerte,
el asesinato, la destrucción y el saqueo; en definitiva, eran los primeros y
directos culpables de la gran hecatombe que vivió el país. Por todo ese mal
causado, el castigo debía ser ejemplar y contundente para esos libros
criminales y delincuentes. Su aniquilación formó parte del mismo sistema
represivo que eliminó personas y privó de libertad a otras muchas.
Las destrucciones del patrimonio
bibliográfico por sus contenidos y autores, junto con las restricciones a la
libertad de pensamiento y de creación, explican el retroceso cultural y
educativo que vivió el país durante el régimen franquista. De todos es conocida
la expresión páramo cultural para referirse al panorama cultural del
franquismo; sobre todo, durante el primer franquismo. Con estos mimbres no es
de extrañar —si atendemos a la represión cultural solo en el mundo de los
libros, las bibliotecas, las editoriales y las librerías, según hemos analizado
anteriormente— que el término páramo se quede escaso; sería más propio utilizar
erial.
Textos convertidos en cenizas y virutas,
infiernos en las bibliotecas, censura oficial en la edición y autocensura en
los creadores, graves dificultades para introducir libros prohibidos en España
y, por tanto, notables problemas para hacer llegar el pensamiento de los
exiliados y autores extranjeros. Así que, desde 1936 hasta 1951, se puede
hablar claramente de un vasto desierto cultural, a pesar de las obras
renovadoras y valiosas que aparecieron entonces, como La familia de Pascual Duarte, de Camilo José Cela; Nada, de Carmen Laforet; La sombra del ciprés es alargada, de
Miguel Delibes, o Hijos de la ira, de
Dámaso Alonso.
Recordemos incluso que la famosísima obra de
Cela La colmena tuvo que publicarse
en Buenos Aires en 1951 y no fue editada oficialmente en España hasta 1963.
Será precisamente en la década de los sesenta cuando la situación comenzó a
cambiar con el desarrollo económico y la modernización social, junto con la
tímida apertura de la dictadura que representó la nueva Ley de Prensa de 1966,
que acabó con la censura previa, pero no con el sistema represivo.
En este sentido, confluyeron los puentes que
establecieron los escritores del interior con los desterrados y las iniciativas
de los profesionales del libro. Por un lado, algunos editores publicaron obras
al límite, aprovechando los resquicios de la censura y, por otro, un grupo de
libreros se la jugaron, aparte del negocio, introduciendo en sus trastiendas,
en lugares escondidos, libros prohibidos.
A pesar de todas las inspecciones, requisas,
incautaciones y depuraciones, las autoridades franquistas tuvieron problemas
para acabar con todos los libros prohibidos debido a su carácter peligroso para
la ideología y la moral del régimen. La circulación reducida de estas obras
estaba relacionada con la amplia oferta bibliográfica nacional y extranjera que
había que eliminar, la falta de medios, la carencia de normas homogéneas en la
censura y las complejidades del negocio editorial y librero.
Al mismo tiempo, el sistema censor provocó
una pugna entre Falange y la Iglesia por imponer sus criterios, sus censores y
sus hombres de máxima confianza en los puestos de responsabilidad de la
censura. Además, si la destrucción de ejemplares, la reclusión de otros muchos
en los infiernos y la censura resultaran de por sí insuficientes en el proceso
de control de la publicación y difusión de textos, aparecieron otros
inconvenientes y trabas burocráticas, desde la falta de la principal materia
prima, el papel, la escasez de divisas o la suspensión continua del servicio
eléctrico hasta los trámites del nuevo Instituto Nacional del Libro, encargado
de la política oficial y del intervencionismo en las actividades de las
empresas privadas.
NOTAS
1
Gimeno Blay, 1995. 2
Aróstegui Sánchez, 1996 y 2012. 3
Aróstegui, 2007. 4
Vid. Martínez Rus, 2014 y 2016. 5
Vid. «Auto de fe en la Universidad Central», Ya, 2 de mayo de 1939, p. 2. 6
Andrés-Gallego y Pazos, 2006. 7
En Arriba España, Pamplona, 23 de abril de 1938, p. 1. 8
Olarra Jiménez, 2003. 9
Trapiello, 2002: 231. 10
Fernández Baez, 2004; Polastron, 2007, y Fuld, 2013. 11
Andrés de Blas, 2006. 12 Graf y
Kuebler, 1983; Walberer, 1983; Richard, 1988; Stern, 1990; Stieg, 1992, y
Rose, 2001. 13
Moreno Gómez, 1986: 307 y 2008: 575. 14
Gállego Rubio, 2010 y Blanco, 2006. 15
Del Amo, 2005. 16
Sobre la trayectoria y el asesinato de Daniel Linacero, vid. Fontana, J., «La
caza del maestro», El País, 10 de agosto de 2006. 17
Pérez, 1937: 11, y Massot i Muntaner, 1978, 1996 y 1997. 18
Vid. El Ideal Gallego, 18 de agosto de 1936, y Fernández Santander, 1996:
82-83. 19
En Boletín Oficial de la Provincia de La Coruña, La Coruña, 14 de agosto de
1936. 20
Así denominó el obispo de Salamanca, Enrique Plá y Deniel, a los comunistas y
anarquistas en su famosa carta pastoral, «Las dos ciudades», de 30 de
septiembre de 1936, donde justificaba la sublevación militar de julio de 1936
y aportaba la fundamentación teológica de la Cruzada: «Los comunistas y
anarquistas son los hijos de Caín». 21
En El Pueblo Gallego, Vigo, 18 de agosto de 1936. 22
Vid. Grandío, 2007: 245-246. 23
Andrés de Blas, 2011. 24
Boza Puerta y Sánchez Herrador, 2007, y Rivas, 2007. 25
García Montoto, 1938: 89. 26
Ibid., IX. 27
Vid. Boletín de Educación de Zaragoza, n.º 3, diciembrenoviembre, 1936. 28
Vid. Andres de Blas, 2007. 29
Morente Valero, 1997; Claret Miranda, 2006, y Otero Carvajal, 2006. 30
Boletín Oficial del Estado, 21 de julio de 1937. 31
Hernández de León de Portilla, 2003: 253-254. 32
Boletín Oficial del Estado, 24 de diciembre de 1937. 33
Vid. Bandos y órdenes dictados por el Excmo. Sr. D. Gonzalo de Queipo de
Llano y Sierra, General Jefe de la 2ª División Orgánica y del Ejército del
Sur. Comprende desde la declaración del estado de guerra el 18 de julio de
1936 hasta el fin de febrero de 1937, Sevilla, Imprenta Municipal, 1937, pp.
24-25. 34
Rubio Mayoral, 1998. 35
Bahamonde, 2005 [1937]: 129. 36
Moreno Gómez, 2008: 454 y Asensio Rubio, 2012. 37
Vid. ABC, Sevilla, 26 de septiembre de 1936, p. 17. 38
Vid. AGA, Sección de Educación, caja n.º 4752. 39
Escolar, 1999: 11. 40
Espinosa, 2005: 471. 41
Romero Romero, 2011. 42
Castellano, 2000. 43
Navarra 1936. De la esperanza al Terror, 2003: 495 y 784. 44
En El País, 18 de noviembre de 2012. Esta carta se encuentra en el Archivo
Histórico Diplomático de la Secretaría de Relaciones Exteriores mexicana. 45
Fernández Santander, 2000: 101-102. 46
Ibid., 90. 47
Benet, 1979: 248 y 250. 48
Jiménez, 2009: 427. 49
Vid. Lasso de la Vega, 1942: XLVII. 50
En sus memorias recogió su experiencia como director literario de la CIAP.
Sáinz Rodríguez, 1978: 124-153. 51
Ibid., 261. 52
Orden circular del 10 de agosto de 1938 firmada en Vitoria por el ministro de
Educación Nacional, Pedro Sáinz Rodríguez, en AGA, Sección Educación,
archivador n.º 4654. 53
Haro Tecglen, 2005: 56. 54
En Boletín Oficial del Estado, 24 de junio de 1938. Andrés, 2013. 55
En Boletín Oficial del Estado, 17 de septiembre de 1937. 56
Ladrón de Guevara, 1933: 7 57
Ibid., 33-34, 63, 87, 354, 541. 58
Vid. Alted Vigil, 1984; Escolar, 1987; Santonja, 1996, y Ruiz Bautista, 2005.
59
En Boletín Oficial del Estado, 21 de agosto de 1938. 60
Vid. Alted Vigil, 1984: 64-65. 61
Vid. Borque López, 1997: 37 y 53. 62
Vid. «Discurso pronunciado por el Excmo. Sr. Rector en la Fiesta del Libro,
celebrada el 23 de abril de 1938», en Discursos pronunciados por el Excmo.
Sr. Rector de la Universidad de Oviedo Don Sabino Álvarez Gendín en 1938,
Oviedo, 1938, p. 43. 63
Álvarez Oblanca, 1986: 169-171. 64
Vid. Andrés de Blas, 2011 65
Martínez Rus, 2012, y Martínez Rus y Sierra Blas, 2012. 66
Ceballos Viro, 2007. 67
Montilla, 1937. 68
Vid. Albiñana, 2008 69
Núñez de Prado y Clavel, 1992. 70
En Boletín Oficial del Estado, 27 de abril de 1938. 71
Sobre la incautación y requisas de libros, vid. la «Relación de obras
editadas por varias casas editoriales durante los años 1936- 1939», así como
el «Índice de las obras doctrinales y literarias de tendencia revolucionaria
y marxista que obran en la sección Político-Social de la Delegación del
Estado para la Recuperación de Documentos» en el Centro Documental de la
Memoria Histórica (CDMH) de Salamanca, Delegación Nacional de Servicios
Documentales de la Presidencia de Gobierno (DNSD), caja n.º 36. 72
Vid. Carta de la Auditoría del Ejército de Ocupación del 15 de junio de 1937,
en AGA, Sección de Cultura, caja n.º 1358. 73
Vid. en el CDMH, DNSD, Secretaría General, caja n.º 238. 74
Aguilar, 1973, I: 488-565, y Martínez Rus, 2005. 75
Vid. escrito e «Informe sobre publicaciones, editoriales y librerías de
Barcelona», en el CDMH de Salamanca, DNSD, Secretaría, caja n.º 3. 76
Laín Entralgo, 1976: 253. 77
Vid. la circular de la Jefatura Provincial de Propaganda de Barcelona a la
Cámara del Libro del 21 de abril de 1939, en Biblioteca Bergnes de las Casas
en la Biblioteca de Cataluña, caja n.º 213. 78
En Hoja Oficial de la Provincia de Barcelona, 1 de mayo de 1939. Caballer
Albareda y Prades Artigas, 2012. 79
Vid. Gallofré i Virgili, 1991: 489. 80
Ibid., 490-494. 81
Vid. Canal i Morell, 1989. 82
Berruezo Albéniz, 1991: 156-163 y 263-268. 83
Vid. Seguí i Francès, 2008. 84
Orquín, 2007: 29. 85
Vid. «La depuración de libros», Ya, Madrid, 17 de mayo de 1939, p. 3. 86
Vid. «Depuración de libros», Ya, Madrid, 13 de mayo de 1939, p. 4. 87
En AGA, Sección de Cultura, caja n.º 1375. 88
Salaverría, 1939. 89
Vid. en el CDMH de Salamanca, DNSD, Secretaría, caja n.º 11, expte. 11. 90
Montoliu, 2005: 48. 91
Mato, 1991, y Navarro Navarro, 2008. 92
Vid. El Ateneo intervenido 1939-1946, 2008: 67 y 68. 93
Vid. AGA, Sección de Cultura, caja n.º 2255. 94
Vid. la situación de las bibliotecas municipales, de Misiones Pedagógicas y
populares al acabar la Guerra Civil, junto con los archivos y los monumentos
de los pueblos del país, clasificados por provincias, en AGA, Sección de
Educación, cajas n.os 3827 y 4319. 95
García Ejarque, 2000: 204. 96
Vid. el informe de visita a la biblioteca municipal de Bienservida, el 15 de
septiembre de 1946, en AGA, Sección de Cultura, caja n.º 19770. 97
Vid. Memoria de la Biblioteca Universitaria de Zaragoza correspondiente al
año 1938 (20-1-1939), en AGA, Sección de Educación, caja n.º 5459. Sobre la
depuración de bibliotecas, vid. también en AGA, Sección de Educación, cajas
n.os 4753, 4754 y 4755. 98
Vid. AGA, Sección de Educación, caja n.º 5459. 99
Memoria sobre las Bibliotecas Universitarias y sus secciones populares, así
como las provinciales, s. a., ¿1939?, en AGA, Sección de Educación, caja n.º
4753. 100
Vid. el informe sobre el Servicio Nacional de Lectura. Su naturaleza. Sus
características. Su actividad, en AGA, Sección de Cultura, caja n.º 20156. 101
En Boletín Oficial del Estado, 17 de diciembre de 1939. 102
Junta de Intercambio y Adquisición de Libros y Revistas para Bibliotecas
Públicas, 1946, I: V y VI. 103
Canal i Morell, 1989. 104
Vicéns de la Llave, 2002: 41. 105
Martínez Rus, 2003: 143. 106 Vid.
Rovira, 1994. 107 Estivill i
Rius, 1992. 108
Generalitat de Catalunya, Anuari de les biblioteques populars de 1931, Barcelona,
1932. 109
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