lunes, 27 de septiembre de 2021

 

A la conquista de Tombuctú

Yuder Pacha (1590-91)


Tombuctú. Son pocos los lugares de este mundo capaces de evocar, con la sola pronunciación de su nombre, tantas cosas. Realidad y mito, historia y quimera se entremezclan entre sí hasta formar un todo inseparable. La historia de Timbuctú, o Tombuctú como pronuncian los franceses, es la historia de sueños y aspiraciones humanas con un denominador común: el oro.

A Tombuctú llegan hoy los viajeros ansiosos de pisar el suelo de la ciudad más deseada por los exploradores europeos del siglo XIX y evocar allí su sufrimiento y sus decepciones. No es ni sombra de lo que fue, pero tampoco es la ciudad ruinosa y triste que describieron Gordon, Caillé o el español Cristóbal Benítez. Un turismo no muy abundante, aunque con inquietudes culturales la sacó de su marasmo, pero aún hoy sigue dominada por la cultura tuareg, que comparte a regañadientes las mismas fronteras con las otras etnias malienses. Las tensiones actuales entre estas culturas separadas por el gran río Níger son las consecuencias de su propia historia y de la historia de la colonización europea en África.

La sola visión de la mezquita de Sankoré basta para intuir que Tombuctú no fue una ciudad cualquiera, pero si el viajero se pierde por sus callejas podrá ver, entre sencillas casas de adobe, sólidos edificios con ventanas vestidas de celosías y puertas bellamente talladas, producto de las diferentes culturas que, durante siglos, convivieron en esta ciudad.

Ningún europeo llegó a conocer nunca el brillo de Tombuctú, excepto uno: Yauder Pachá (llamado por otros autores, Jauder Pachá), un morisco originario de Cueva de Vera (Almería) que en el siglo XVI no sólo la conoció, sino que la hizo suya con una expedición sufragada por el sultán de Marruecos Al Mansur, aunque también fue el principio de su decadencia.

Pero, ¿qué hizo que esta ciudad se convirtiera durante siglos en meta de las caravanas que surcaron las rutas del inmenso desierto del Sahara desde Trípoli hasta Marruecos y, siglos después, de los expedicionarios europeos? La respuesta está en el oro, el oro que muchos creían que provenía de Tombuctú, pero que en realidad llegaba desde mucho más abajo, del País de los Negros, de unas minas cuya ubicación era celosamente conservada en secreto por sus explotadores.

Para entender la importancia de Tombuctú basta conocer su situación geográfica. Situada al borde del Níger –en realidad a unos cuantos kilómetros de sus orillas–, era y es la ciudad más cercana a la todavía hoy bella ciudad de Yené, en otros tiempos capital del Imperio de Malí,  hasta donde llegaba el oro procedente de las minas. Gao o Ualata, ciudades entonces también florecientes, estaban situadas demasiado lejos de Yené, de manera que las caravanas compuestas por millares de camellos que venían desde Marraquech pasando por Mekinez, Fez y Tlemecén, por Tafilal o el valle del Dráa,  y desde Trípoli y El Cairo, pasando por Gadamés y Gatt, en la actual Libia, convergían todas en Tombuctú.

Otra característica geográfica importante es que Yené está situada en la orilla sur del río Níger y entre ella y Tombuctú no sólo hay un río, sino todo un delta interior compuesto por numerosas bifurcaciones que hacen de ella una tierra pantanosa, especialmente durante las crecidas del río. El único medio que podía utilizarse para llegar a Yené eran las piraguas y, puesto que los camellos no podían ser transportados en ellas, dejaban sus productos en Tombuctú, que luego eran llevados en pinazas a Yené, y desde allí volvían con el oro y el cobre. Las narraciones que han llegado hasta nuestros días cuentan que los mercaderes colocaban sus productos en el puerto y discutían con los compradores el precio. Si estos estaban de acuerdo, al día siguiente la mercancía había desaparecido y en su lugar el mercader se encontraba la cantidad de oro fijada.

El nacimiento y desarrollo de Tombuctú están influenciados por tres grandes imperios que se sucedieron desde antes del año 1000 hasta el siglo XVII: el imperio de Ghana, el imperio de Malí y el imperio Shongay. El de Ghana poseía las minas de oro de Galam y del Bambuk, situadas en lo que hoy es Faleme y Senegal, y ese oro llegaba hasta Marruecos desde antes de la llegada del islám. A finales del siglo VIII, el imperio de Ghana, bajo el reinado de Kaya Maghan Cisse, extendió sus dominios entre el Níger y el Senegal medio. Dice el cronista El Bechri que había tanto metal precioso que sus reyes ataban sus caballos en bloques de oro macizo. A partir del siglo XIII comienza la ascensión del reino de Malí, que alcanzó su cenit con el emperador Kankan Mussa, el gran divulgador del islám en Malí, aunque la influencia de esta religión no pasó de la clase dirigente. La islamización masiva de Malí llegaría más tarde.

Kankan Mussa había sometido al entonces pequeño reino Shongay y extendido su autoridad hasta Gao. A la muerte de Kankan Mussa el imperio de Malí se había extendido desde el Atlántico hasta la parte oriental del Níger y desde el desierto hasta la selva tropical, incluyendo las minas de oro. Fue a partir del siglo XIV, con este emperador, cuando Tombuctú comenzó a desarrollarse.

La tradición sitúa el nacimiento de Tombuctú en el siglo XI. La ciudad fue fundada por un grupo de nómadas beréber venidos del norte y fue integrada en Malí en el siglo XIV. Kankan Musa hizo construir varias mezquitas, entre ellas la gran mezquita de Sankaré diseñada por el poeta y arquitecto Es Saheli; envió estudiantes a la gran ciudad de Fez; construyó minaretes y palacios de ladrillo, con techos de madera y terrazas. Los mercaderes que iban y venían de Tombuctú extendieron, entre verdades y exageraciones, la fama de la ciudad hasta el punto que llegó a decirse que el oro crecía en los árboles.

La llegada a la ciudad de eruditos árabes provenientes del Magreb y Oriente, de gente del Sahel y de letrados de origen sudanés hizo que Tombuctú cayera de forma definitiva bajo la influencia de los países del Norte. Los historiadores hablan de que existía una clase dirigente local, comerciantes de origen magrebí que residían desde hacía dos o tres generaciones. Estos y otros notables se situaban por afinidades en barrios distintos: uno al norte, más beréber; al sur, los sudaneses; gente del sur en la zona de la Gran Mezquita, así como doctores árabes invitados que venían de La Meca o de Egipto. Según León el Africano, la ciudad contaba en la época de Kankan Mussa con unos 70.000 habitantes, mientras que otros historiadores la rebajan a 50.000.  Con todo, una población importante para la época.

Otro hecho determinante para entender el auge de Tombuctú fue la peregrinación a La Meca de Kankan Mussa. El emperador llegó allí con un séquito tan fastuoso y con tal cantidad de oro que impresionó a todos. A su paso por El Cairo Kankan Mussa gastó y dio tantas limosnas que según las crónicas el valor del ansiado metal hizo bajar el precio del dinar en la capital de Egipto durante diez años. De vuelta, el emperador llevó consigo letrados árabes y egipcios para que islamizaran el país. Las caravanas afluían a Tombuctú desde todos los puntos del horizonte cargados de mercancías. Fue la época más brillante de la legendaria ciudad, que por entonces recibió la visita del viajero tangerino Ibn Batuta. En su relato de viaje la sitúa “a cuatro millas del Nilo –por entonces se creía que el Níger y el Nilo eran el mismo río– y sus habitantes son en su mayoría massufíes, de los que se velan”.

A partir del siglo XV, el imperio de Malí inició su decadencia y en 1435 Tombuctú cayó en manos de los tuareg, que deseaban imponer su hegemonía sobre la ciudad, situación que continúa hoy en día y provoca periódicas tensiones entre el gobierno de Bamako y este pueblo, mitificado por los viajeros occidentales, que desea tener su propio estado con Tombuctú como capital, lo que ha provocado más de una guerra. La caída del imperio de Malí coincidió con el resurgimiento del imperio pagano Shongay. Uno de sus reyes, Sonni Alí o Alí el Grande, arrebató Tombuctú a los tuareg en 1468. Temeroso de que la influencia islámica se extendiera al resto del imperio, Sonni Alí pasó por las armas a los habitantes de la ciudad: ejecutó al ulema, sabios musulmanes que se oponían a él, encarceló a los letrados e incendió la ciudad.

El año en que Cristóbal Colón arribó a las costas de América, en 1492, Askia Mohamed sucedió en el trono a Alí el Grande y, con su conversión al islám, las cosas cambiaron para la castigada ciudad. Tombuctú fue reconstruida y a ella volvieron los letrados, los comerciantes y los ulema. Es un hecho que los cronistas musulmanes tendieron siempre a exagerar la importancia del imperio del Askia Mohamed en detrimento del de Alí el Grande, sobre todo porque el primero era musulmán, pero Alí extendió su influencia hasta las importantes minas de sal de Tagaza. La sal era y sigue siendo un elemento fundamental para los países del sur, ya que carecen de ella. Hoy sigue saliendo una caravana de Tombuctú hacia las minas de sal de Taudení (Malí) y se vende en bloques en el mercado de Tombuctú.

El siglo XVI marcó el principio del final de esta ciudad que ha vivido siempre de espaldas al cercano mundo negro y con su vista puesta en los lejanos países del norte. Éstos, o mejor dicho, Marruecos, fue el encargado de sumergirla en la noche de la historia. Es el momento en que aparece en escena un morisco, un español de Almería. Por entonces, Marruecos se encontraba sumido en una profunda crisis económica, producto de la presión del imperio Otomano por el este y por la presencia cada vez más evidente de los portugueses, quienes permanecían instalados en las costas marroquíes, especialmente en Arcila, y acaparaban el oro que huía hacia Europa utilizado para acuñar monedas.

Puesto que la sal era un elemento vital para los pueblos del sur, el sultán marroquí decidió tomar las salinas como elemento de presión. La primera expedición marroquí que intentó llegar a las minas de Tagazán data de 1543. Alcanzó Uadán, en la actual Mauritania,  pero fue rechazada por un ejército de dos mil tuareg enviados por Askia Iskar, rey de los songhay, que arrasaron la región del río Dra, en Marruecos. En 1556, el sultán marroquí Al Mansur envíó al rey shongay diez mil piezas de oro junto a la exigencia de que él, como comendador que era de los creyentes, debía ser el que explotase las estratégicas minas. Aunque la historia no recoge la respuesta del rey Askia, Al Mansur intentó otra invasión sobre Uadán en 1548, pero el inmenso desierto del Sahara y la sed les frenaron. Finalmente, en 1585 las minas de Tagazán fueron tomadas, aunque los askia abrieron otras unos kilómetros más al sur, las de Taudení, que cuatro siglos después siguen suministrando sal a Tombuctú.

El elemento de presión que Al Mansur había intentado crear con la conquista de Tagazán desapareció, pero cierto día, un esclavo de los askia que había huido del sur y se había refugiado en Marrakech, haciéndose pasar por un hermano del Askia Iskar, pidió ayuda a Al Mansur. Le sugirió que si le colocaba en el trono del imperio, él se comprometía a permitirle explotar todas las riquezas de Malí. Al Mansur decidió entonces la conquista directa de Tombuctú y, de paso, quitarse un problema de en medio. El problema era la “legión extranjera” que por aquella época vivía en sus dominios, aventureros convertidos al islám después de haber sido expulsados de sus países de origen como Italia, Inglaterra y, sobre todo, España.

Uno de estos aventureros era Yauder Pachá. El historiador francés Pierre Bertraux asegura que le llamaban Joder, por ser esta expresión tan española su favorita, teoría que hoy ha sido desechada. Originario de Cuevas de Vera (la actual Cuevas de Almanzora, en Almería), gozaba de la confianza de Al Mansur, quien le había nombrado caíd de Marrakech. El sultán le encargó que preparase una expedición militar, ya que los informes de sus espías aseguraban que el reino Songhay se hallaba en conflictos internos y era el momento de lanzar el ataque.

Yauder Pachá preparó con cuidado la expedición para asegurarse la victoria. Hizo traer de Inglaterra lona para las tiendas, cañones y pólvora. En noviembre de 1590 un ejército de cinco mil hombres salió de Marruecos perfectamente pertrechados, rumbo al sur. Estaba compuesto por mil arcabuceros renegados, otros mil arcabuceros originarios de Al Ándalus, mil quinientos lanceros marroquíes (los únicos naturales de Marruecos que van en la expedición), mil auxiliares y diez cañones, todo ello transportado por diez mil camellos. El peligro que se avecinaba fue detectado por los songhay, pero a estos no pareció preocuparles, porque pensaban que la enorme franja de desierto que les separaba de los países del norte era su mejor aliado. La sed, el hambre y el calor insoportable los frenarían, pero Yauder Pachá no sólo había preparado la expedición con sumo cuidado, sino que tenía controlados los estratégicos pozos de agua.

Cuatro meses después de su salida y con apenas bajas, el poderoso ejército alcanzó el río Niger y los shongay comprendieron su error demasiado tarde. El 12 de marzo de 1591 se produjo el encuentro entre los dos ejércitos. Los shongay intentaron hacerles frente sin armas de fuego y utilizando la inútil táctica de intentar arrollarlos con inmensos rebaños de vacas y camellos que fueron rápidamente puestos en fuga. Los shongay se vieron obligados a retirarse y dos horas después, la ciudad de Gao, situada en la orilla norte del Níger, era tomada por Yauder Pachá instantes después de que su población la abandonara. Desde allí, tomó finalmente Tombuctú, donde sólo le recibieron los ulema y los imanes predicadores.

La expedición había sido un éxito y el imperio de Al Mansur se extendía ahora, al menos en teoría, hasta las orillas del Níger. Yauder Pachá comprobó muy pronto que aquello no era lo que esperaba. La modestia del ambiente, comparado con la sofisticación árabe, le sorprendió. Incluso el palacio de El Askia le pareció pobre frente a la belleza de los que estaba acostumbrado a ver en Fez o Marrakech, pero lo peor es que no había oro. Ni crecía en los árboles ni las calles estaban pavimentadas  con el ansiado metal. Pronto comprobó que el oro se limitaba a pasar por Tombuctú, pero que las minas estaban muy al sur, en algún lugar desconocido del País de los Negros.

El morisco almeriense se encontraba a miles de kilómetros de Marruecos, con un ejército asentado en la ciudad y con el regusto amargo del fracaso, así que cuando El Askia le hizo una sugestiva proposición para alejarlo de sus dominios, Jauder Pachá la aceptó. El rey shongay le ofreció diez mil piezas de oro y la entrega de mil esclavos si abandonaba Tombuctú. No se lo pensó dos veces. El caíd de Marrakech  vio la oportunidad de sacar algo en limpio de aquella expedición y le sugirió al sultán que aceptara la propuesta, pero las difíciles comunicaciones con el norte propiciadas por la lejanía hizo que el sultán Al Mansur, que no había dudado antes de la fidelidad de Yauder Pachá, desconfiara y decidiera sustituirlo.

El rey marroquí decidió entonces enviar a Tombuctú al marroquí Mahmud, hombre de su confianza, para que se hiciera cargo del ejército de aventureros, pero cuando llegó, comprendió que Yauder Pachá tenía razón, que no podía enviar más oro que su antecesor. Al Mansur envió a otro hombre, Mansur, que encarceló a Mahmud y a los letrados de la ciudad, y dio la orden de trasladarlos a Marruecos con sus familias, sus bienes y sus libros. Uno de ellos, el historiador Ahmed Baba, consiguió sobrevivir el tiempo suficiente para poder volver a su patria.

Entonces, el rey comprendió que la expedición había sido un fracaso, y aunque durante algunos años mandó pachás como gobernadores de la ciudad, en 1620 dejó de hacerlo.  El ejército de hispano-marroquíes fue abandonado a su suerte. Yauder, tras haberse instalado un tiempo en Gao, decidió volver a Marruecos en 1599. Allí vivió sin problemas hasta la muerte de Al Mansur. Su sucesor desconfiaba de él y le consideraba un traidor, así que decidió decapitarle.

El resto del ejército acabó integrándose en la población, y cuando Al Mansur decidió no nombrar más pachás para la lejana ciudad, los hispano-marroquíes sobrevivieron un tiempo como poder autónomo, nombrando sus propios pachás, hasta que el ejército acabó disolviéndose entre rencillas y rivalidades. Abandonados por todos, decidieron pagar tributo a los tuareg y vivir allí el resto de sus vidas. Tombuctú inició, a partir de entonces, una decadencia lenta pero imparable. Sus hombres de letras, sus ulemas, sus hombres de negocios y sus sabios, la abandonan como se abandonaba a una amante envejecida. Las caravanas escaseaban y, aunque no la olvidaban del todo, el desplazamiento del interés comercial por otras zonas hizo que Tombuctú, la orgullosa ciudad que había mirado con admiración hacia el lejano norte y con desprecio al sur negro, se hundió definitivamente en el olvido. En el siglo XVIII cayó bajo la dominación de los tuareg; en el siglo XIX, en 1826, fue destruida y saqueada por los fellata; luego,  en 1846, volvió a manos de los tuareg.

Europa no conocía prácticamente nada sobre aquella zona del mundo, de la que se tenían escasas referencias, aunque en 1375 el cartógrafo mallorquín Cresques la había situado en un mapa con el nombre de Timbouch, cerca de un dibujo del emperador de Malí sosteniendo una pepita de oro. Según algunos historiadores, en el siglo XVII se supo en Francia que un marino llamado Pablo Imbert había caído prisionero y llevado en caravana a Tombuctú, luego devuelto a Marruecos, donde murió como esclavo en 1640 sin dejar nada escrito. También un marino norteamericano, Roberto Adams, afirmó haber estado allí en 1810, pero sus contradicciones al hablar de ella pusieron en duda la autenticidad del viaje.

Fue a principios del siglo XIX cuando Tombuctú llamó la atención de Europa, sobre todo porque el cónsul inglés en Mogador, Jackson, la había representado como una ciudad inmensa que encerraba fabulosas riquezas, aunque aportando datos que le habían dado los caravaneros que frecuentaban la misteriosa ciudad. Europa había puesto sus ojos en las inmensas riquezas de África que sabía, o se decía, que existían. El médico escocés Mungo Park fue enviado allí por la Real Sociedad Británica y, aunque nunca consiguió llegar a Tombuctú, realizó una importante descripción de la zona del río Níger, donde murió.

En 1824, la Sociedad Geográfica de París anunció que daría un premio de diez mil francos al primero que llegara a esta ciudad y diera una descripción detallada de la misma. El primero que lo intentó fue el mayor Gordon Laing, que aunque había previsto penetrar en ella por las regiones de Gambia, al final lo consiguió el 18 de agosto de 1826 siguiendo una de las rutas de las caravanas, después de un penoso viaje desde Trípoli, pasando por Gadamés y Gatt hasta llegar a Tombuctú, y tras haber tenido que combatir con los tuareg. Llegó a la ciudad herido, pero el jeque lo recibió con la tradicional hospitalidad árabe y le hizo curar sus heridas. Sin embargo, quizá presionado por los fellata que dominaban la ciudad, le expulsó. Algunos días después, Laing fue asesinado en una de las pistas que llevaban a Massina y sus valiosos papeles, con todas sus notas de viaje, fueron perdidas definitivamente para Europa.

Gordon Laing fue el primer en llegar a Timbuctú, pero el primero que volvió para contarlo fue el francés Rene Caillé, que había salido prácticamente al mismo tiempo, aunque siguiendo otra ruta, la que partía del Atlántico desde la ciudad senegalesa de Sant Louis, capital del África Occidental francesa. Caillé era el hijo de una familia humilde que soñaba con realizar algún descubrimiento importante. Indagó en mapas, leyó libros de geografía y los relatos de Mungo Park y, con estas lecturas sus deseos de explorar se intensificaron. Sabía que las malas relaciones entre musulmanes y cristianos tenían su reflejo en el África islamizada, así que todos los cristianos que quisieran internarse en aquella tierra desconocida, tenían que ocultar su verdadera personalidad.

Su primer intento africano terminó en fracaso, aunque aquello no le amilanó, y con tan sólo 18 años se puso como objetivo alcanzar la misteriosa Tombuctú. Se enroló en una caravana, pero las fiebres le hicieron abandonar. En 1824 volvió a Senegal, a Saint Louis, desde donde salió vestido como un hombre del desierto y diciendo a quien se encontraba que iba a convertirse al islám. Tras pasar varios meses deambulando por el desierto mauritano, volvió de nuevo a Saint Louis. Allí buscó fondos para un nuevo intento, sin conseguirlos. Consiguió un trabajo en Sierra Leona, como director de una fábrica, hasta que reunió el dinero suficiente para poner en marcha una nueva expedición, esta vez mejor pertrechado y con la fachada de un hombre nacido en Egipto, cautivo y llevado como esclavo a Francia, que ahora emprendía viaje a su tierra natal para reencontrarse con su familia.

En 1827 emprendió la marcha desde Freetown, camino del Níger.  Tras pasar por numerosas dificultades y navegar por el gran río llegó a Yené y desde allí, finalmente, a Tombuctú. Lo que René Caillé vio allí nada tenía que ver con los relatos que había escuchado en Europa. La ciudad le defraudó y en el relato de su viaje dijo de ella que era un amasijo de casas de tierra mal construidas, en todas dirección no se ven sino llanuras inmensas de arenas movedizas, de un blanco que vira al amarillo, y de la mayor aridez (…). Todo es triste en la naturaleza (…), pero hay un no sé qué de imponente en esta ciudad edificada en medio de la arena, y uno admira los esfuerzos que han debido hacer sus fundadores.

Él fue quién reconstruyó la muerte de Gordon Laing, asesinado por el jefe de una tribu del desierto que le quiso obligar a que reconociese a Mahoma como único profeta. Laing se negó y fue estrangulado por los criados negros del fanático personaje.

René Caillé salió de Tombuctú hacia el norte en una de las caravanas que se dirigían a Marruecos, pero el regreso no fue precisamente un camino de rosas. Conoció la dureza del desierto, la sed y el terrible calor hasta que por fin llegó a Fez, de allí a Rabat. Luego a Tánger donde se embarcó en una goleta rumbo a la ciudad francesa de  Tolón, a la que llegó el 10 de octubre de 1828, tras haber recorrido más de cuatro mil kilómetros durante 17 meses. Recibió su merecido premio de diez mil francos que sólo pudo disfrutar diez años. Murió el 25 de mayo de 1838.

Casi 40 años después de la muerte de René Caille,  llegó a Tetuán, en Marruecos, un geólogo alemán llamado Oscar Lenz, financiado por la Sociedad Geográfica de Berlín, con la intención de llegar a Tombuctú. Había viajado por el África occidental, aunque nunca se había adentrado en el desierto. Desconocía las costumbres, así que decidió buscar a alguien que tuviera conocimientos de la tierra. Allí, un grupo de alemanes le puso en contacto con un español llamado Cristóbal Benítez, hombre de gran cultura y, sobre todo, con un amplio conocimiento del país y sus costumbres. Benítez había viajado por el interior del país –algo peligroso para un cristiano en aquella época– haciéndose pasar por un nativo, ya que tenía un amplio dominio no sólo del árabe, sino (lo que era más importante) del dialecto que se hablaba en Marruecos, así como de la lengua beréber, el chelja.

Oscar Lenz, un típico alemán de cabello rubio, ojos azules y piel pálida, vio en este español el acompañante ideal para cruzar el desierto y llegar a la lejana Tombuctú. Benítez no lo dudó y puso al servicio de la expedición su conocimiento del terreno y de las personas que gobernaban Marruecos. Consiguió los salvaconductos necesarios para que pudiesen viajar por el país sin ser molestados.

Aunque el imperio xerifiano se extendía hasta tierras mauritanas, el control del sultán de Marruecos sólo era efectivo hasta la ciudad de Marrakech, acostada al borde de la gran cordillera del Atlas,. Más allá imperaban  pueblos que no aceptaban la autoridad del Comendador de los Creyentes, por lo que los salvoconductos tenían escaso valor. Fue a partir de ese momento, al llegar a estas tierras pobladas por tribus insumisas y salteadores de caminos, cuando se puso de manifiesto el talante y la capacidad de ambos hombres. Benítez, que sabía de los peligros que para un cristiano significaba penetrar en aquellas tierras, hizo, al igual que Caillé, el cambio de personalidad. Así, Lenz se convirtió en el médico turco (que no hablaba árabe) de un  príncipe descendiente de una familia ilustre, que en realidad era su criado, y el propio Benítez viajaba como administrador del falso príncipe.

Benítez, hijo de un país mediterráneo cruzado por diferentes civilizaciones a lo largo de su historia, interpretaba su papel a la perfección, pero el alemán, hijo de un pueblo demasiado orgulloso como para renegar de su origen teutón, aunque sólo fuera de forma ficticia, olvidaba a menudo su papel haciendo sospechar a muchos de los que se encontraban en su camino. El plan de ruta era muy similar al que en el siglo XVI otro español, Yauder Pachá, había realizado para llegar a Tombuctú con su ejército de cinco mil hombres: cruzar el Atlas hasta la cuenca del Dra y desde allí, hasta Tinduf, un importante oasis que en los años sesenta provocó una corta, pero cruenta guerra entre Marruecos y Argelia, cuando ambas se disputaban su posesión.

La llegada a Tinduf estuvo llena de peripecias relatadas por Cristóbal Benítez en su libro Viaje por Marruecos, el desierto del Sahara y Sudán –con este nombre era conocido gran parte del territorio de África Occidental–, tras cruzar el Atlas e internarse en la actual región marroquí del Sus. El aspecto de los viajeros hizo despertar sospechas en algunos de que se trataba en realidad de cristianos, así que Benítez tuvo que echar mano de todos sus recursos para poder salir de este y otros atolladeros.

Ya al borde del desierto, cambiaron sus caballos por camellos, se pertrecharon de agua, alimentos y productos para regalar a los notables de las tribus que se encontraran en su camino, cambiaron sus vestimentas marroquíes por las amplias túnicas habituales de los hombres del desierto y se internaron en la inmensa soledad del Sahara, camino de Tombuctú. Poco antes, la suspicacia del hijo de un notable estuvo a punto de costarles la vida, que salvaron gracias a la habilidad y la capacidad de Benítez para granjearse amistades. A pesar de haber contado con la hospitalidad de un jefe de tribu, el hijo de éste sospechaba del aspecto del rubicundo doctor Lenz. Benítez le explicó la historia del médico turco, pero el joven no le creyó y decidió tenderle una emboscada, aunque un hombre de confianza del jefe, de quién Benítez se había hecho amigo, le avisó del peligro, ya que los guías contratados se habían juramentado para llevarles directamente a la emboscada. Benítez cambió de rumbo, más tarde se desprendió de los guías que cambió por otros de mayor confianza, y llegó finalmente a Tinduf.

Más de 40 días tardaron en cruzar el desierto sahariano, con sus abrasadoras jornadas y sus heladas noches. El desierto se cobró su tributo y cuando llegaron a Tombuctú, había perdido más de la mitad de la caravana. Allí comprobaron la decadencia de la ciudad y también intuyeron su glorioso pasado. Tres meses después de haber comenzado su periplo llegaron a Saint Louis desde donde emprendieron regreso a Europa por vía marítima.

Los estudios de Lenz fueron muy apreciados en Europa, pero el alemán mostró su peor cara al ignorar totalmente a Cristóbal Benítez y a la importantísima aportación de éste al viaje, tan importante que Lenz nunca hubiera podido llegar si no hubiese sido por la habilidad de Benítez. Pero su participación en el viaje no quedó en el olvido. Publicó sus trabajos, que interesaron vivamente a los franceses, especialmente sus descripciones del desierto, que no ocultaban sus pretensiones colonialistas sobre la zona y sus deseos de crear una ruta permanente entre Tinduf y Tombuctú  para unir sus colonias del norte con Senegal.

Las guerras entre los fellata y tuareg habían dejado a la ciudad y a sus habitantes sumidas en el más profundo abatimiento. Felix Dubois, en su libro Tombuctú la mysterieux, traza un cuadro sombrío de la ciudad en 1861:

Entonces comenzó para Tombuctú el período más crítico de su historia. Jamás las vías sudanesas ni las carreteras saharianas habían sido menos seguras. Jamás el comercio había encontrado más dificultades para alimentarse: en la misma ciudad, la seguridad de las transacciones desapareció. Tombuctú no tenía dueño, tuvo mil tiranos, los tuareg, que jugaron con ella como las olas con un navío sin timón (…). Cansada de vivir en continua alarma y de sufrir vejaciones de las cuales no veía el fin, la población emigró. Los extranjeros que habían fijado su residencia en la ciudad se volvieron a su país natal. Los indígenas que tenían familia en los países vecinos fueron a unirse nuevamente a ella. Sus domicilios desocupados se agrietaron. No presentándose ningún nuevo habitante, se produjeron derrumbamientos y brechas; de ahí que se formaran islotes de ruinas, inesperados, inexplicables, impresionantes.

La situación de la ciudad no cambió hasta la llegada de los franceses. En 1893 éstos ocupaban las regiones del Segú y de Massina, alejadas de Tombuctú, y poco después caía la ciudad de Bandiagar·, en el actual Malí, pero los franceses se resistían a atacar a la ciudad misteriosa ocupada por los tuareg. Ese mismo año, el teniente de navío Boiteux recibió la orden de descender por el río, aunque se le pidió expresamente que se abstuviera de toda demostración de fuerza contra Tombuctú. Los tuareg le atacaron en la zona de Kabara y entonces decidió, aprovechando una crecida del río y consciente del valor estratégico de la ciudad para la levantisca tribu, avanzar hacia Tombuctú, a donde llegó el 12 de diciembre de 1893.

Los habitantes de la ciudad, que vieron en los franceses su tabla de salvación para librarse de la presencia de los tuareg, pidieron a los franceses que la tomaran. Los hombres azules intentaron recuperarla, pero el 10 de enero de 1894, una columna mandada por el coronel Bannier llegó por el Níger y entró en la ciudad, que fue definitivamente ocupada e incorporada al imperio francés. En 1895, el comandante francés Rejou escribía sobre la ciudad ya ocupada:

 Tombuctú presentaba el aspecto de una vasta ruina. Los habitantes, no teniendo fe en la duración de la ocupación francesa, no hacían en sus casas ni las reparaciones más urgentes. Cuando se les amenazó con una multa o con la expropiación fue cuando se decidieron a repararlas. La ciudad comenzó a repoblarse poco a poco.

Con la ocupación francesa, Tombuctú conoció una etapa de calma y una cierta recuperación. Los franceses, como se ha dicho, querían establecer comunicaciones rápidas entre Argelia y el África occidental y en este deseo cabe situar la primera expedición en automóvil, la misión Citrôen, que, tras haber franqueado el Sahara por el Hoggar y Tanefrutz, llegaba a Tombuctú el 7 de enero de 1923 y volvía a Taggurt, su punto de partida en Argelia. Este viaje demostró que la travesía era posible. Citrôen creó en sus fábricas un departamento especial destinado a organizar viajes bisemanales entre Argelia y Tombuctú. Durante un año se desplegaron considerables esfuerzos, entre ellos, la creación de material rodante de importancia y hoteles para las escalas en Colomb-Bechar, Beni Abes, Adrar, Tombuctú y Gao.

El 6 de enero de 1924 fue el día elegido para inaugurarse oficialmente la ruta. Hasta allí iban a trasladarse los reyes de Bélgica, el mariscal Petain y su esposa, así como el gobernador de Argelia, pero cuatro días antes tuvo que suspenderse debido a las razias realizadas por las tribus que vivían al sur de Marruecos. También, en 1937 el famoso escritor y piloto francés Antoine de Saint-Exupéry aterrizó en Tombuctú buscando una ruta aérea para el correo francés entre Francia y América, con escalas en Tombuctú y Saint Louis.

Tras la independencia de Malí, el país quedó habitado por varias étnias de raza negra como la mandinga, la peul o la shoyngay, y los tuareg, un encaje difícil, especialmente por estos últimos, que durante años mantuvieron una guerra por hacer suya Tombuctú y convertirla en capital de un país tuareg. Durante el tiempo que duró el conflicto con los hombres del otro lado del Níger, el gobierno de Bamako mantuvo cerrada la ciudad hasta que, tras un acuerdo de paz y con los tuareg bajo la protección del ACNUR, en 1991 se abrió un vuelo regular entre la ciudad de Moptí, conocida como la Venecia de África por sus canales, y Tombuctú, que sigue actualmente.

En estos diez años, la ciudad ha crecido. Hay nuevos edificios, una nueva estafeta de correos y dos o tres hoteles. Tras años de decadencia y sufrimiento, la ciudad está beneficiándose de un turismo atraído por su mítico pasado –recogido en las imprescindibles crónicas Tarik el Fettach, escrita en el siglo XVI por Mahmud Kati y su nieto, y el Tarik es Sudan, de Sadi el Timbuckti, así como los valiosos documentos que se conservan en el museo Ahmed Baba y en las casas de los notables–  una historia que confunde leyenda y realidad, lo que la hace doblemente atractiva.

Todavía hoy, si el viajero deja volar su imaginación cuando se encuentre agitado por las reverberaciones del calor, le parecerá ver en el horizonte las siluetas danzantes de miles de camellos, de caravanas que acuden desde todos los puntos en busca del metal más codiciado: el oro.

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