A
la conquista de Tombuctú
Yuder
Pacha (1590-91)
Tombuctú. Son
pocos los lugares de este mundo capaces de evocar, con la sola pronunciación de
su nombre, tantas cosas. Realidad y mito, historia y quimera se entremezclan
entre sí hasta formar un todo inseparable. La historia de Timbuctú, o Tombuctú
como pronuncian los franceses, es la historia de sueños y aspiraciones humanas
con un denominador común: el oro.
A Tombuctú llegan
hoy los viajeros ansiosos de pisar el suelo de la ciudad más deseada por los
exploradores europeos del siglo XIX y evocar allí su sufrimiento y sus
decepciones. No es ni sombra de lo que fue, pero tampoco es la ciudad ruinosa y
triste que describieron Gordon, Caillé o el español Cristóbal Benítez. Un
turismo no muy abundante, aunque con inquietudes culturales la sacó de su
marasmo, pero aún hoy sigue dominada por la cultura tuareg, que comparte a
regañadientes las mismas fronteras con las otras etnias malienses. Las
tensiones actuales entre estas culturas separadas por el gran río Níger son las
consecuencias de su propia historia y de la historia de la colonización europea
en África.
La sola visión de
la mezquita de Sankoré basta para intuir que Tombuctú no fue una ciudad
cualquiera, pero si el viajero se pierde por sus callejas podrá ver, entre
sencillas casas de adobe, sólidos edificios con ventanas vestidas de celosías y
puertas bellamente talladas, producto de las diferentes culturas que, durante
siglos, convivieron en esta ciudad.
Ningún europeo
llegó a conocer nunca el brillo de Tombuctú, excepto uno: Yauder Pachá (llamado
por otros autores, Jauder Pachá), un morisco originario de Cueva de Vera
(Almería) que en el siglo XVI no sólo la conoció, sino que la hizo suya con una
expedición sufragada por el sultán de Marruecos Al Mansur, aunque también fue
el principio de su decadencia.
Pero, ¿qué hizo
que esta ciudad se convirtiera durante siglos en meta de las caravanas que
surcaron las rutas del inmenso desierto del Sahara desde Trípoli hasta
Marruecos y, siglos después, de los expedicionarios europeos? La respuesta está
en el oro, el oro que muchos creían que provenía de Tombuctú, pero que en
realidad llegaba desde mucho más abajo, del País de los Negros, de unas minas
cuya ubicación era celosamente conservada en secreto por sus explotadores.
Para entender la
importancia de Tombuctú basta conocer su situación geográfica. Situada al borde
del Níger –en realidad a unos cuantos kilómetros de sus orillas–, era y es la
ciudad más cercana a la todavía hoy bella ciudad de Yené, en otros tiempos
capital del Imperio de Malí, hasta donde llegaba el oro procedente de las
minas. Gao o Ualata, ciudades entonces también florecientes, estaban situadas
demasiado lejos de Yené, de manera que las caravanas compuestas por millares de
camellos que venían desde Marraquech pasando por Mekinez, Fez y Tlemecén, por
Tafilal o el valle del Dráa, y desde Trípoli y El Cairo, pasando por
Gadamés y Gatt, en la actual Libia, convergían todas en Tombuctú.
Otra
característica geográfica importante es que Yené está situada en la orilla sur
del río Níger y entre ella y Tombuctú no sólo hay un río, sino todo un delta
interior compuesto por numerosas bifurcaciones que hacen de ella una tierra
pantanosa, especialmente durante las crecidas del río. El único medio que podía
utilizarse para llegar a Yené eran las piraguas y, puesto que los camellos no
podían ser transportados en ellas, dejaban sus productos en Tombuctú, que luego
eran llevados en pinazas a Yené, y desde allí volvían con el oro y el cobre.
Las narraciones que han llegado hasta nuestros días cuentan que los mercaderes
colocaban sus productos en el puerto y discutían con los compradores el precio.
Si estos estaban de acuerdo, al día siguiente la mercancía había desaparecido y
en su lugar el mercader se encontraba la cantidad de oro fijada.
El nacimiento y
desarrollo de Tombuctú están influenciados por tres grandes imperios que se
sucedieron desde antes del año 1000 hasta el siglo XVII: el imperio de Ghana,
el imperio de Malí y el imperio Shongay. El de Ghana poseía las minas de oro de
Galam y del Bambuk, situadas en lo que hoy es Faleme y Senegal, y ese oro
llegaba hasta Marruecos desde antes de la llegada del islám. A finales del
siglo VIII, el imperio de Ghana, bajo el reinado de Kaya Maghan Cisse, extendió
sus dominios entre el Níger y el Senegal medio. Dice el cronista El Bechri que
había tanto metal precioso que sus reyes ataban sus caballos en bloques de oro
macizo. A partir del siglo XIII comienza la ascensión del reino de Malí, que
alcanzó su cenit con el emperador Kankan Mussa, el gran divulgador del islám en
Malí, aunque la influencia de esta religión no pasó de la clase dirigente. La
islamización masiva de Malí llegaría más tarde.
Kankan Mussa había
sometido al entonces pequeño reino Shongay y extendido su autoridad hasta Gao.
A la muerte de Kankan Mussa el imperio de Malí se había extendido desde el
Atlántico hasta la parte oriental del Níger y desde el desierto hasta la selva
tropical, incluyendo las minas de oro. Fue a partir del siglo XIV, con este
emperador, cuando Tombuctú comenzó a desarrollarse.
La tradición sitúa
el nacimiento de Tombuctú en el siglo XI. La ciudad fue fundada por un grupo de
nómadas beréber venidos del norte y fue integrada en Malí en el siglo XIV.
Kankan Musa hizo construir varias mezquitas, entre ellas la gran mezquita de
Sankaré diseñada por el poeta y arquitecto Es Saheli; envió estudiantes a la
gran ciudad de Fez; construyó minaretes y palacios de ladrillo, con techos de
madera y terrazas. Los mercaderes que iban y venían de Tombuctú extendieron,
entre verdades y exageraciones, la fama de la ciudad hasta el punto que llegó a
decirse que el oro crecía en los árboles.
La llegada a la
ciudad de eruditos árabes provenientes del Magreb y Oriente, de gente del Sahel
y de letrados de origen sudanés hizo que Tombuctú cayera de forma definitiva
bajo la influencia de los países del Norte. Los historiadores hablan de que
existía una clase dirigente local, comerciantes de origen magrebí que residían
desde hacía dos o tres generaciones. Estos y otros notables se situaban por
afinidades en barrios distintos: uno al norte, más beréber; al sur, los
sudaneses; gente del sur en la zona de la Gran Mezquita, así como doctores
árabes invitados que venían de La Meca o de Egipto. Según León el Africano, la
ciudad contaba en la época de Kankan Mussa con unos 70.000 habitantes, mientras
que otros historiadores la rebajan a 50.000. Con todo, una población importante
para la época.
Otro hecho
determinante para entender el auge de Tombuctú fue la peregrinación a La Meca
de Kankan Mussa. El emperador llegó allí con un séquito tan fastuoso y con tal
cantidad de oro que impresionó a todos. A su paso por El Cairo Kankan Mussa
gastó y dio tantas limosnas que según las crónicas el valor del ansiado metal
hizo bajar el precio del dinar en la capital de Egipto durante diez años. De
vuelta, el emperador llevó consigo letrados árabes y egipcios para que
islamizaran el país. Las caravanas afluían a Tombuctú desde todos los puntos
del horizonte cargados de mercancías. Fue la época más brillante de la
legendaria ciudad, que por entonces recibió la visita del viajero tangerino Ibn
Batuta. En su relato de viaje la sitúa “a cuatro millas del Nilo –por entonces
se creía que el Níger y el Nilo eran el mismo río– y sus habitantes son en su
mayoría massufíes, de los que se velan”.
A partir del siglo
XV, el imperio de Malí inició su decadencia y en 1435 Tombuctú cayó en manos de
los tuareg, que deseaban imponer su hegemonía sobre la ciudad, situación que
continúa hoy en día y provoca periódicas tensiones entre el gobierno de Bamako
y este pueblo, mitificado por los viajeros occidentales, que desea tener su
propio estado con Tombuctú como capital, lo que ha provocado más de una guerra.
La caída del imperio de Malí coincidió con el resurgimiento del imperio pagano
Shongay. Uno de sus reyes, Sonni Alí o Alí el Grande, arrebató Tombuctú a los
tuareg en 1468. Temeroso de que la influencia islámica se extendiera al resto
del imperio, Sonni Alí pasó por las armas a los habitantes de la ciudad:
ejecutó al ulema, sabios musulmanes que se oponían a él, encarceló a los
letrados e incendió la ciudad.
El año en que
Cristóbal Colón arribó a las costas de América, en 1492, Askia Mohamed sucedió
en el trono a Alí el Grande y, con su conversión al islám, las cosas cambiaron
para la castigada ciudad. Tombuctú fue reconstruida y a ella volvieron los
letrados, los comerciantes y los ulema. Es un hecho que los cronistas
musulmanes tendieron siempre a exagerar la importancia del imperio del Askia
Mohamed en detrimento del de Alí el Grande, sobre todo porque el primero era
musulmán, pero Alí extendió su influencia hasta las importantes minas de sal de
Tagaza. La sal era y sigue siendo un elemento fundamental para los países del
sur, ya que carecen de ella. Hoy sigue saliendo una caravana de Tombuctú hacia
las minas de sal de Taudení (Malí) y se vende en bloques en el mercado de Tombuctú.
El siglo XVI marcó
el principio del final de esta ciudad que ha vivido siempre de espaldas al
cercano mundo negro y con su vista puesta en los lejanos países del norte.
Éstos, o mejor dicho, Marruecos, fue el encargado de sumergirla en la noche de
la historia. Es el momento en que aparece en escena un morisco, un español de
Almería. Por entonces, Marruecos se encontraba sumido en una profunda crisis
económica, producto de la presión del imperio Otomano por el este y por la
presencia cada vez más evidente de los portugueses, quienes permanecían
instalados en las costas marroquíes, especialmente en Arcila, y acaparaban el
oro que huía hacia Europa utilizado para acuñar monedas.
Puesto que la sal
era un elemento vital para los pueblos del sur, el sultán marroquí decidió
tomar las salinas como elemento de presión. La primera expedición marroquí que
intentó llegar a las minas de Tagazán data de 1543. Alcanzó Uadán, en la actual
Mauritania, pero fue rechazada por un ejército de dos mil tuareg enviados
por Askia Iskar, rey de los songhay, que arrasaron la región del río Dra, en
Marruecos. En 1556, el sultán marroquí Al Mansur envíó al rey shongay diez mil
piezas de oro junto a la exigencia de que él, como comendador que era de los
creyentes, debía ser el que explotase las estratégicas minas. Aunque la
historia no recoge la respuesta del rey Askia, Al Mansur intentó otra invasión
sobre Uadán en 1548, pero el inmenso desierto del Sahara y la sed les frenaron.
Finalmente, en 1585 las minas de Tagazán fueron tomadas, aunque los askia
abrieron otras unos kilómetros más al sur, las de Taudení, que cuatro siglos
después siguen suministrando sal a Tombuctú.
El elemento de
presión que Al Mansur había intentado crear con la conquista de Tagazán
desapareció, pero cierto día, un esclavo de los askia que había huido del sur y
se había refugiado en Marrakech, haciéndose pasar por un hermano del Askia
Iskar, pidió ayuda a Al Mansur. Le sugirió que si le colocaba en el trono del
imperio, él se comprometía a permitirle explotar todas las riquezas de Malí. Al
Mansur decidió entonces la conquista directa de Tombuctú y, de paso, quitarse
un problema de en medio. El problema era la “legión extranjera” que por aquella
época vivía en sus dominios, aventureros convertidos al islám después de haber
sido expulsados de sus países de origen como Italia, Inglaterra y, sobre todo,
España.
Uno de estos
aventureros era Yauder Pachá. El historiador francés Pierre Bertraux asegura
que le llamaban Joder, por ser esta
expresión tan española su favorita, teoría que hoy ha sido desechada.
Originario de Cuevas de Vera (la actual Cuevas de Almanzora, en Almería),
gozaba de la confianza de Al Mansur, quien le había nombrado caíd de Marrakech.
El sultán le encargó que preparase una expedición militar, ya que los informes
de sus espías aseguraban que el reino Songhay se hallaba en conflictos internos
y era el momento de lanzar el ataque.
Yauder Pachá
preparó con cuidado la expedición para asegurarse la victoria. Hizo traer de
Inglaterra lona para las tiendas, cañones y pólvora. En noviembre de 1590 un
ejército de cinco mil hombres salió de Marruecos perfectamente pertrechados,
rumbo al sur. Estaba compuesto por mil arcabuceros renegados, otros mil
arcabuceros originarios de Al Ándalus, mil quinientos lanceros marroquíes (los
únicos naturales de Marruecos que van en la expedición), mil auxiliares y diez
cañones, todo ello transportado por diez mil camellos. El peligro que se
avecinaba fue detectado por los songhay, pero a estos no pareció preocuparles,
porque pensaban que la enorme franja de desierto que les separaba de los países
del norte era su mejor aliado. La sed, el hambre y el calor insoportable los
frenarían, pero Yauder Pachá no sólo había preparado la expedición con sumo
cuidado, sino que tenía controlados los estratégicos pozos de agua.
Cuatro meses
después de su salida y con apenas bajas, el poderoso ejército alcanzó el río
Niger y los shongay comprendieron su error demasiado tarde. El 12 de marzo de
1591 se produjo el encuentro entre los dos ejércitos. Los shongay intentaron
hacerles frente sin armas de fuego y utilizando la inútil táctica de intentar
arrollarlos con inmensos rebaños de vacas y camellos que fueron rápidamente
puestos en fuga. Los shongay se vieron obligados a retirarse y dos horas
después, la ciudad de Gao, situada en la orilla norte del Níger, era tomada por
Yauder Pachá instantes después de que su población la abandonara. Desde allí,
tomó finalmente Tombuctú, donde sólo le recibieron los ulema y los imanes
predicadores.
La expedición
había sido un éxito y el imperio de Al Mansur se extendía ahora, al menos en
teoría, hasta las orillas del Níger. Yauder Pachá comprobó muy pronto que
aquello no era lo que esperaba. La modestia del ambiente, comparado con la
sofisticación árabe, le sorprendió. Incluso el palacio de El Askia le pareció
pobre frente a la belleza de los que estaba acostumbrado a ver en Fez o
Marrakech, pero lo peor es que no había oro. Ni crecía en los árboles ni las
calles estaban pavimentadas con el ansiado metal. Pronto comprobó que el
oro se limitaba a pasar por Tombuctú, pero que las minas estaban muy al sur, en
algún lugar desconocido del País de los Negros.
El morisco
almeriense se encontraba a miles de kilómetros de Marruecos, con un ejército
asentado en la ciudad y con el regusto amargo del fracaso, así que cuando El
Askia le hizo una sugestiva proposición para alejarlo de sus dominios, Jauder
Pachá la aceptó. El rey shongay le ofreció diez mil piezas de oro y la entrega
de mil esclavos si abandonaba Tombuctú. No se lo pensó dos veces. El caíd de
Marrakech vio la oportunidad de sacar algo en limpio de aquella
expedición y le sugirió al sultán que aceptara la propuesta, pero las difíciles
comunicaciones con el norte propiciadas por la lejanía hizo que el sultán Al
Mansur, que no había dudado antes de la fidelidad de Yauder Pachá, desconfiara
y decidiera sustituirlo.
El rey marroquí
decidió entonces enviar a Tombuctú al marroquí Mahmud, hombre de su confianza,
para que se hiciera cargo del ejército de aventureros, pero cuando llegó,
comprendió que Yauder Pachá tenía razón, que no podía enviar más oro que su
antecesor. Al Mansur envió a otro hombre, Mansur, que encarceló a Mahmud y a
los letrados de la ciudad, y dio la orden de trasladarlos a Marruecos con sus
familias, sus bienes y sus libros. Uno de ellos, el historiador Ahmed Baba,
consiguió sobrevivir el tiempo suficiente para poder volver a su patria.
Entonces, el rey
comprendió que la expedición había sido un fracaso, y aunque durante algunos
años mandó pachás como gobernadores de la ciudad, en 1620 dejó de
hacerlo. El ejército de hispano-marroquíes fue abandonado a su suerte.
Yauder, tras haberse instalado un tiempo en Gao, decidió volver a Marruecos en
1599. Allí vivió sin problemas hasta la muerte de Al Mansur. Su sucesor
desconfiaba de él y le consideraba un traidor, así que decidió decapitarle.
El resto del
ejército acabó integrándose en la población, y cuando Al Mansur decidió no
nombrar más pachás para la lejana ciudad, los hispano-marroquíes sobrevivieron
un tiempo como poder autónomo, nombrando sus propios pachás, hasta que el
ejército acabó disolviéndose entre rencillas y rivalidades. Abandonados por
todos, decidieron pagar tributo a los tuareg y vivir allí el resto de sus
vidas. Tombuctú inició, a partir de entonces, una decadencia lenta pero imparable.
Sus hombres de letras, sus ulemas, sus hombres de negocios y sus sabios, la
abandonan como se abandonaba a una amante envejecida. Las caravanas escaseaban
y, aunque no la olvidaban del todo, el desplazamiento del interés comercial por
otras zonas hizo que Tombuctú, la orgullosa ciudad que había mirado con
admiración hacia el lejano norte y con desprecio al sur negro, se hundió
definitivamente en el olvido. En el siglo XVIII cayó bajo la dominación de los
tuareg; en el siglo XIX, en 1826, fue destruida y saqueada por los fellata;
luego, en 1846, volvió a manos de los tuareg.
Europa no conocía
prácticamente nada sobre aquella zona del mundo, de la que se tenían escasas
referencias, aunque en 1375 el cartógrafo mallorquín Cresques la había situado
en un mapa con el nombre de Timbouch, cerca de un dibujo del emperador de Malí
sosteniendo una pepita de oro. Según algunos historiadores, en el siglo XVII se
supo en Francia que un marino llamado Pablo Imbert había caído prisionero y
llevado en caravana a Tombuctú, luego devuelto a Marruecos, donde murió como
esclavo en 1640 sin dejar nada escrito. También un marino norteamericano,
Roberto Adams, afirmó haber estado allí en 1810, pero sus contradicciones al
hablar de ella pusieron en duda la autenticidad del viaje.
Fue a principios
del siglo XIX cuando Tombuctú llamó la atención de Europa, sobre todo porque el
cónsul inglés en Mogador, Jackson, la había representado como una ciudad
inmensa que encerraba fabulosas riquezas, aunque aportando datos que le habían dado
los caravaneros que frecuentaban la misteriosa ciudad. Europa había puesto sus
ojos en las inmensas riquezas de África que sabía, o se decía, que existían. El
médico escocés Mungo Park fue enviado allí por la Real Sociedad Británica y,
aunque nunca consiguió llegar a Tombuctú, realizó una importante descripción de
la zona del río Níger, donde murió.
En 1824, la
Sociedad Geográfica de París anunció que daría un premio de diez mil francos al
primero que llegara a esta ciudad y diera una descripción detallada de la
misma. El primero que lo intentó fue el mayor Gordon Laing, que aunque había
previsto penetrar en ella por las regiones de Gambia, al final lo consiguió el
18 de agosto de 1826 siguiendo una de las rutas de las caravanas, después de un
penoso viaje desde Trípoli, pasando por Gadamés y Gatt hasta llegar a Tombuctú,
y tras haber tenido que combatir con los tuareg. Llegó a la ciudad herido, pero
el jeque lo recibió con la tradicional hospitalidad árabe y le hizo curar sus
heridas. Sin embargo, quizá presionado por los fellata que dominaban la ciudad,
le expulsó. Algunos días después, Laing fue asesinado en una de las pistas que
llevaban a Massina y sus valiosos papeles, con todas sus notas de viaje, fueron
perdidas definitivamente para Europa.
Gordon Laing fue
el primer en llegar a Timbuctú, pero el primero que volvió para contarlo fue el
francés Rene Caillé, que había salido prácticamente al mismo tiempo, aunque
siguiendo otra ruta, la que partía del Atlántico desde la ciudad senegalesa de
Sant Louis, capital del África Occidental francesa. Caillé era el hijo de una
familia humilde que soñaba con realizar algún descubrimiento importante. Indagó
en mapas, leyó libros de geografía y los relatos de Mungo Park y, con estas
lecturas sus deseos de explorar se intensificaron. Sabía que las malas
relaciones entre musulmanes y cristianos tenían su reflejo en el África
islamizada, así que todos los cristianos que quisieran internarse en aquella
tierra desconocida, tenían que ocultar su verdadera personalidad.
Su primer intento
africano terminó en fracaso, aunque aquello no le amilanó, y con tan sólo 18
años se puso como objetivo alcanzar la misteriosa Tombuctú. Se enroló en una
caravana, pero las fiebres le hicieron abandonar. En 1824 volvió a Senegal, a
Saint Louis, desde donde salió vestido como un hombre del desierto y diciendo a
quien se encontraba que iba a convertirse al islám. Tras pasar varios meses
deambulando por el desierto mauritano, volvió de nuevo a Saint Louis. Allí
buscó fondos para un nuevo intento, sin conseguirlos. Consiguió un trabajo en
Sierra Leona, como director de una fábrica, hasta que reunió el dinero
suficiente para poner en marcha una nueva expedición, esta vez mejor
pertrechado y con la fachada de un hombre nacido en Egipto, cautivo y llevado
como esclavo a Francia, que ahora emprendía viaje a su tierra natal para
reencontrarse con su familia.
En 1827 emprendió la marcha desde Freetown, camino
del Níger. Tras pasar por numerosas dificultades y navegar por el gran
río llegó a Yené y desde allí, finalmente, a Tombuctú. Lo que René Caillé vio
allí nada tenía que ver con los relatos que había escuchado en Europa. La
ciudad le defraudó y en el relato de su viaje dijo de ella que era un amasijo de casas de tierra mal construidas, en todas dirección
no se ven sino llanuras inmensas de arenas movedizas, de un blanco que vira al
amarillo, y de la mayor aridez (…). Todo es triste en la naturaleza (…), pero
hay un no sé qué de imponente en esta ciudad edificada en medio de la arena, y
uno admira los esfuerzos que han debido hacer sus fundadores.
Él fue quién
reconstruyó la muerte de Gordon Laing, asesinado por el jefe de una tribu del
desierto que le quiso obligar a que reconociese a Mahoma como único profeta.
Laing se negó y fue estrangulado por los criados negros del fanático personaje.
René Caillé salió
de Tombuctú hacia el norte en una de las caravanas que se dirigían a Marruecos,
pero el regreso no fue precisamente un camino de rosas. Conoció la dureza del
desierto, la sed y el terrible calor hasta que por fin llegó a Fez, de allí a
Rabat. Luego a Tánger donde se embarcó en una goleta rumbo a la ciudad francesa
de Tolón, a la que llegó el 10 de octubre de 1828, tras haber recorrido
más de cuatro mil kilómetros durante 17 meses. Recibió su merecido premio de
diez mil francos que sólo pudo disfrutar diez años. Murió el 25 de mayo de
1838.
Casi 40 años
después de la muerte de René Caille, llegó a Tetuán, en Marruecos, un
geólogo alemán llamado Oscar Lenz, financiado por la Sociedad Geográfica de Berlín,
con la intención de llegar a Tombuctú. Había viajado por el África occidental,
aunque nunca se había adentrado en el desierto. Desconocía las costumbres, así
que decidió buscar a alguien que tuviera conocimientos de la tierra. Allí, un
grupo de alemanes le puso en contacto con un español llamado Cristóbal Benítez,
hombre de gran cultura y, sobre todo, con un amplio conocimiento del país y sus
costumbres. Benítez había viajado por el interior del país –algo peligroso para
un cristiano en aquella época– haciéndose pasar por un nativo, ya que tenía un
amplio dominio no sólo del árabe, sino (lo que era más importante) del dialecto
que se hablaba en Marruecos, así como de la lengua beréber, el chelja.
Oscar Lenz, un
típico alemán de cabello rubio, ojos azules y piel pálida, vio en este español
el acompañante ideal para cruzar el desierto y llegar a la lejana Tombuctú.
Benítez no lo dudó y puso al servicio de la expedición su conocimiento del
terreno y de las personas que gobernaban Marruecos. Consiguió los
salvaconductos necesarios para que pudiesen viajar por el país sin ser
molestados.
Aunque el imperio
xerifiano se extendía hasta tierras mauritanas, el control del sultán de
Marruecos sólo era efectivo hasta la ciudad de Marrakech, acostada al borde de
la gran cordillera del Atlas,. Más allá imperaban pueblos que no
aceptaban la autoridad del Comendador de los Creyentes, por lo que los
salvoconductos tenían escaso valor. Fue a partir de ese momento, al llegar a
estas tierras pobladas por tribus insumisas y salteadores de caminos, cuando se
puso de manifiesto el talante y la capacidad de ambos hombres. Benítez, que
sabía de los peligros que para un cristiano significaba penetrar en aquellas
tierras, hizo, al igual que Caillé, el cambio de personalidad. Así, Lenz se
convirtió en el médico turco (que no hablaba árabe) de un príncipe
descendiente de una familia ilustre, que en realidad era su criado, y el propio
Benítez viajaba como administrador del falso príncipe.
Benítez, hijo de
un país mediterráneo cruzado por diferentes civilizaciones a lo largo de su
historia, interpretaba su papel a la perfección, pero el alemán, hijo de un
pueblo demasiado orgulloso como para renegar de su origen teutón, aunque sólo
fuera de forma ficticia, olvidaba a menudo su papel haciendo sospechar a muchos
de los que se encontraban en su camino. El plan de ruta era muy similar al que
en el siglo XVI otro español, Yauder Pachá, había realizado para llegar a Tombuctú
con su ejército de cinco mil hombres: cruzar el Atlas hasta la cuenca del Dra y
desde allí, hasta Tinduf, un importante oasis que en los años sesenta provocó
una corta, pero cruenta guerra entre Marruecos y Argelia, cuando ambas se
disputaban su posesión.
La llegada a
Tinduf estuvo llena de peripecias relatadas por Cristóbal Benítez en su libro
Viaje por Marruecos, el desierto del Sahara y Sudán –con este nombre era
conocido gran parte del territorio de África Occidental–, tras cruzar el Atlas
e internarse en la actual región marroquí del Sus. El aspecto de los viajeros hizo
despertar sospechas en algunos de que se trataba en realidad de cristianos, así
que Benítez tuvo que echar mano de todos sus recursos para poder salir de este
y otros atolladeros.
Ya al borde del
desierto, cambiaron sus caballos por camellos, se pertrecharon de agua,
alimentos y productos para regalar a los notables de las tribus que se
encontraran en su camino, cambiaron sus vestimentas marroquíes por las amplias
túnicas habituales de los hombres del desierto y se internaron en la inmensa
soledad del Sahara, camino de Tombuctú. Poco antes, la suspicacia del hijo de
un notable estuvo a punto de costarles la vida, que salvaron gracias a la
habilidad y la capacidad de Benítez para granjearse amistades. A pesar de haber
contado con la hospitalidad de un jefe de tribu, el hijo de éste sospechaba del
aspecto del rubicundo doctor Lenz. Benítez le explicó la historia del médico
turco, pero el joven no le creyó y decidió tenderle una emboscada, aunque un
hombre de confianza del jefe, de quién Benítez se había hecho amigo, le avisó
del peligro, ya que los guías contratados se habían juramentado para llevarles
directamente a la emboscada. Benítez cambió de rumbo, más tarde se desprendió
de los guías que cambió por otros de mayor confianza, y llegó finalmente a Tinduf.
Más de 40 días
tardaron en cruzar el desierto sahariano, con sus abrasadoras jornadas y sus
heladas noches. El desierto se cobró su tributo y cuando llegaron a Tombuctú,
había perdido más de la mitad de la caravana. Allí comprobaron la decadencia de
la ciudad y también intuyeron su glorioso pasado. Tres meses después de haber
comenzado su periplo llegaron a Saint Louis desde donde emprendieron regreso a
Europa por vía marítima.
Los estudios de
Lenz fueron muy apreciados en Europa, pero el alemán mostró su peor cara al
ignorar totalmente a Cristóbal Benítez y a la importantísima aportación de éste
al viaje, tan importante que Lenz nunca hubiera podido llegar si no hubiese
sido por la habilidad de Benítez. Pero su participación en el viaje no quedó en
el olvido. Publicó sus trabajos, que interesaron vivamente a los franceses,
especialmente sus descripciones del desierto, que no ocultaban sus pretensiones
colonialistas sobre la zona y sus deseos de crear una ruta permanente entre
Tinduf y Tombuctú para unir sus colonias del norte con Senegal.
Las guerras entre los fellata y tuareg habían
dejado a la ciudad y a sus habitantes sumidas en el más profundo abatimiento.
Felix Dubois, en su libro Tombuctú la mysterieux,
traza un cuadro sombrío de la ciudad en 1861:
Entonces comenzó para Tombuctú el período más
crítico de su historia. Jamás las vías sudanesas ni las carreteras saharianas
habían sido menos seguras. Jamás el comercio había encontrado más dificultades
para alimentarse: en la misma ciudad, la seguridad de las transacciones
desapareció. Tombuctú no tenía dueño, tuvo mil tiranos, los tuareg, que jugaron
con ella como las olas con un navío sin timón (…). Cansada de vivir en continua
alarma y de sufrir vejaciones de las cuales no veía el fin, la población emigró.
Los extranjeros que habían fijado su residencia en la ciudad se volvieron a su
país natal. Los indígenas que tenían familia en los países vecinos fueron a
unirse nuevamente a ella. Sus domicilios desocupados se agrietaron. No
presentándose ningún nuevo habitante, se produjeron derrumbamientos y brechas;
de ahí que se formaran islotes de ruinas, inesperados, inexplicables,
impresionantes.
La situación de la
ciudad no cambió hasta la llegada de los franceses. En 1893 éstos ocupaban las
regiones del Segú y de Massina, alejadas de Tombuctú, y poco después caía la
ciudad de Bandiagar·, en el actual Malí, pero los franceses se resistían a
atacar a la ciudad misteriosa ocupada por los tuareg. Ese mismo año, el
teniente de navío Boiteux recibió la orden de descender por el río, aunque se
le pidió expresamente que se abstuviera de toda demostración de fuerza contra Tombuctú.
Los tuareg le atacaron en la zona de Kabara y entonces decidió, aprovechando
una crecida del río y consciente del valor estratégico de la ciudad para la
levantisca tribu, avanzar hacia Tombuctú, a donde llegó el 12 de diciembre de
1893.
Los habitantes de
la ciudad, que vieron en los franceses su tabla de salvación para librarse de
la presencia de los tuareg, pidieron a los franceses que la tomaran. Los
hombres azules intentaron recuperarla, pero el 10 de enero de 1894, una columna
mandada por el coronel Bannier llegó por el Níger y entró en la ciudad, que fue
definitivamente ocupada e incorporada al imperio francés. En 1895, el
comandante francés Rejou escribía sobre la ciudad ya ocupada:
Tombuctú presentaba el aspecto de una vasta
ruina. Los habitantes, no teniendo fe en la duración de la ocupación francesa,
no hacían en sus casas ni las reparaciones más urgentes. Cuando se les amenazó
con una multa o con la expropiación fue cuando se decidieron a repararlas. La
ciudad comenzó a repoblarse poco a poco.
Con la ocupación
francesa, Tombuctú conoció una etapa de calma y una cierta recuperación. Los
franceses, como se ha dicho, querían establecer comunicaciones rápidas entre
Argelia y el África occidental y en este deseo cabe situar la primera
expedición en automóvil, la misión Citrôen, que, tras haber franqueado el
Sahara por el Hoggar y Tanefrutz, llegaba a Tombuctú el 7 de enero de 1923 y
volvía a Taggurt, su punto de partida en Argelia. Este viaje demostró que la
travesía era posible. Citrôen creó en sus fábricas un departamento especial
destinado a organizar viajes bisemanales entre Argelia y Tombuctú. Durante un
año se desplegaron considerables esfuerzos, entre ellos, la creación de
material rodante de importancia y hoteles para las escalas en Colomb-Bechar,
Beni Abes, Adrar, Tombuctú y Gao.
El 6 de enero de
1924 fue el día elegido para inaugurarse oficialmente la ruta. Hasta allí iban
a trasladarse los reyes de Bélgica, el mariscal Petain y su esposa, así como el
gobernador de Argelia, pero cuatro días antes tuvo que suspenderse debido a las
razias realizadas por las tribus que vivían al sur de Marruecos. También, en
1937 el famoso escritor y piloto francés Antoine de Saint-Exupéry aterrizó en Tombuctú
buscando una ruta aérea para el correo francés entre Francia y América, con
escalas en Tombuctú y Saint Louis.
Tras la
independencia de Malí, el país quedó habitado por varias étnias de raza negra
como la mandinga, la peul o la shoyngay, y los tuareg, un encaje difícil,
especialmente por estos últimos, que durante años mantuvieron una guerra por
hacer suya Tombuctú y convertirla en capital de un país tuareg. Durante el
tiempo que duró el conflicto con los hombres del otro lado del Níger, el
gobierno de Bamako mantuvo cerrada la ciudad hasta que, tras un acuerdo de paz
y con los tuareg bajo la protección del ACNUR, en 1991 se abrió un vuelo
regular entre la ciudad de Moptí, conocida como la Venecia de África por sus
canales, y Tombuctú, que sigue actualmente.
En estos diez
años, la ciudad ha crecido. Hay nuevos edificios, una nueva estafeta de correos
y dos o tres hoteles. Tras años de decadencia y sufrimiento, la ciudad está beneficiándose
de un turismo atraído por su mítico pasado –recogido en las imprescindibles
crónicas Tarik el Fettach, escrita en el siglo XVI por Mahmud Kati y su nieto,
y el Tarik es Sudan, de Sadi el Timbuckti, así como los valiosos documentos que
se conservan en el museo Ahmed Baba y en las casas de los notables– una
historia que confunde leyenda y realidad, lo que la hace doblemente atractiva.
Todavía hoy, si el
viajero deja volar su imaginación cuando se encuentre agitado por las
reverberaciones del calor, le parecerá ver en el horizonte las siluetas
danzantes de miles de camellos, de caravanas que acuden desde todos los puntos
en busca del metal más codiciado: el oro.
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