LA
CULTURA MEDIEVAL Y LOS
MECANISMOS
DE PRODUCCIÓN
LITERARIA
“No son siglos oscuros. Son solamente
difíciles…
Son los libros la fuente suprema y el único camino hacia la
sabiduría que se sitúa en Dios, origen y fin del universo
Me permito situar
el tema en un tiempo y un espacio concreto, y entender como cultura por
antonomasia el grado de conocimientos adquiridos de forma más o menos inmediata
en los libros, los saberes que en ellos se trasmiten, y el acceso y práctica de
la literatura. Bajo mecanismos de producción literaria distinguiré dos mundos
íntimamente relacionados, la fabricación, comercio y difusión de libros como
bienes culturales, y la creación literaria en su sentido más amplio, como base
y contenido de los libros y justificación del interés por éstos.
Voy a tomar en
consideración algunos aspectos de la creación literaria en los monasteríos de
San Salvador de Celanova, Orense, fundado por san Rosendo y su poderosa familia
en 925 1; de San Martín de Albelda, Rioja, fundación de Sancho
Garcés de Navarra en 924 2;
y de Santa María de Ripoll, Gerona, fundado por el conde Wifredo el Velloso
hacia 880, el más antiguo de los tres 3. Los tres disponían de cuantiosos recursos de toda clase
desde sus mismos orígenes, y reflejan bien, a mi modo de ver, en su biblioteca
y escriptorio y en los textos allí compuestos, el carácter propio de cada
región y ambiente. A ellos me referiré utilizando los datos pertinentes, que en
buena parte he puesto de relieve yo mismo para Celanova y Albelda, y para el
cenobio de Ripol1 4 los que puso
hace mucho Beer, y ahora ha completado y mejorado Junyent5.
En este momento
(segunda mitad del siglo X) las condiciones en la Península para la vida
cultural son muy duras, si se comparan con otras regiones occidentales. La
vieja cultura visigótica (que considero anudada con la tradición de la
romanidad antigua, y sobre todo con la tardía y la cristiana) se ha mantenido a
duras penas en algunos centros de la mitad Sur de la Península, donde abundaban
más las ciudades con medios culturales potentes, que no lograron sofocar del
todo los árabes dominadores. Las regiones más al Norte, precisamente aquellas
en que se inició una nueva vida política y social sin la presión musulmana,
Asturias con Cantabria, luego Galicia, Navarra y la región pirenaica, habían
sido las más desguarnecidas en centros culturales, tanto civiles como
eclesiásticos, por lo que en extensas zonas, sobre todo cantábricas, muchas
realizaciones culturales no habían llegado a generalizarse entre la población 6. Es justo decir,
además, que desde comienzos del siglo VIII, si no ya antes, las circunstancias
sociales y económicas dejaban escaso tiempo y pocos medios para las inquietudes
culturales, incluso entre aquellos que estaban menos cargados por la dureza de
las perentorias necesidades cotidianas.
En el siglo IX, y
sobre todo en el siglo X, en todo el Norte cristiano de la Península se produce
un vigoroso resurgir de la actividad cultural, impulsada por diversos factores:
cierta estabilidad política, la reorganización de la vida eclesiástica, la
instalación de grupos mozárabes en unos puntos y de gentes formadas en regiones
ultrapirenaicas en otros. Se alcanza mayor circulación de códices como
consecuencia de una mejor situación económica y social. Por este tiempo
empiezan a jugar un papel relevante los grandes monasterios y algunas sedes
episcopales, que renuevan la formación intelectual y la empujan a nuevos
derroteros. Comienza tímidamente entre notarios y personajes aislados, luego
con pujanza, como preocupación incluso de los monarcas y condes soberanos, el
desarrollo de escuelas, o por lo menos de enseñanzas, la producción de libros,
los viajes de copistas y decoradores, el afán de saber como medio de promoción,
tal como se había dado en el mundo visigodo, y antes por supuesto.
Los clérigos
recuperan cierta conciencia, instalada en Occidente ya desde el siglo VI, y
sobremanera robustecida en Hispania desde el siglo VII, de que necesitaban
saber y conocimientos de amplia gama para llevar a efecto una actividad
pastoral efectiva. Probablemente muchos de ellos no estuvieran suficientemente dotados
para esta misión así entendida, pero otros sí, y se cuidaban de ello. De esta
manera, y a pesar de tantas dificultades, se conservaron unos tenues hilos que
nos pemiten hablar de continuidad cultural. No había llegado todavía el tiempo
de las reformas eclesiásticas, pero apunta un regusto por la liturgia, por la
homilética y por un saber que arranca todavía de la exégesis bíblica, pero ya
está en trance de convertirse en teología. Por otra parte, y el suceso tiene
gran trascendencia, se acrecienta entre los fieles la preocupación por su vida
espiritual, y singularmente por su vida eterna.
Poco a poco se restablecen escuelas sobre
todo vinculadas a monasterios ya ciertas catedrales. Contactos entre ambientes
en que se había conservado celosamente la riquísima tradición visigótica y las
pujantes novedades generadas en la Galia carolingia, dan lugar a un brillante
despegue de la técnica del libro y la escritura. En muchos centros, en que
comienza a haber disponibilidades materiales7, se organizan bibliotecas,
en que figuran como núcleo los grandes autores de época visigoda, y las
inclinaciones que éstos habían impuesto en la cultura visigótica: así se llevan
la palma entre los padres Agustín y Jerónimo, junto con Ambrosio y Gregorio
Magno, en cuya espiritualidad permanece durante mucho tiempo anclada la Iglesia
hispana; pero aparecen otros autores, como Paulo Diácono, o incluso Rabano
Mauro. La lectura de poetas es limitada, pero circulan colecciones en que aparecen
Sedulio, Draconcio, Eugenio de Toledo (Prudencio se leía en grandísima parte
dentro de la liturgia); luego también otros como Teodulfo. Son especialmente
apreciadas en los centros monásticos las obras ascéticas, las Vidas de Padres,
y las sentencias espirituales; en los centros femeninos se emplean casi las
mismas lecturas adaptadas en su forma y contenidos. A diferencia de lo que
había sucedido en la época visigótica en que la liturgia había sido convertida
poco a poco en vehículo de formación y de reciclado de los clérigos, aún con
descuido de la atención que requerirían los fieles, en estos tiempos la
liturgia comunica poco, incluso a los monjes y clérigos, aunque parece haber
habido ciertos intentos de ampliarla. No puede caber duda de que lo más característico
de estos siglos es el divorcio cultural entre bastantes eclesiásticos y los
fieles; sólo algunos laicos, más llevados de buenos deseos que de
conocimientos, se afanan por aprender algo, por acercarse a una cultura que
sigue siendo libresca y en la Península, por impacto definitivo de los medios
visigóticos, exclusivamente eclesiástica.
En el siglo IX y X para acceder a la cultura
no hay más que un camino: la escuela 8, procedimiento de sumo valor
pero de gran dificultad, porque por este tiempo la lengua usual, cotidiana,
está muy lejos de la lengua latina de los textos, única que se conserva como
objeto directo y exclusivo de la escuela. La formación que llamamos literaria
es inicialmente y sobre todo
formación latina, por lo que se introduce al alumno en un mundo nuevo, no tan
sorprendente como en otras regiones, pero de bastante entidad para causar
problemas. Se trata de aprender una nueva lengua, cercana pero diferente del
dialecto que habla el que se inicia en los estudios, con la nota peculiar de
que la nueva lengua aprendida es una lengua de suma estilización que sólo
existe (o casi exclusivamente) en los textos en que hay que iniciarse.
Tal es la misión
básica de la escuela, que es comúnmente una institución debidamente organizada,
pero que puede ser el resultado de la actividad de un solo magister, un
entendido, más o menos capacitado y mejor o peor dotado, que a título personal
adoctrina a un alumno, discipulus: en la Alta Edad Media hispana se usaba para
este servicio el verbo nutrire (el maestro era el nutritor, y el estudiante era
nutritus). Por este tiempo, sólo clérigos tenían capacidad real para ser
maestros o nodrizos, y sólo los aspirantes a clérigos llegaban a ser
discípulos; a veces, raramente, algún vástago de noble familia recibía personal
e individualmente los cuidados y atenciones de un maestro que lo nutría para
altas funciones. Por suerte o por desgracia, ni existía la cultura por la
cultura, ni la cultura para todos.
En la escuela se
aprendía trabajosamente a leer, luego en algunos casos también a escribir. La
vieja retórica se aprendía más bien de manera práctica, insistiendo en los
textos leídos sobre sus figuras y modos de expresión. La dialéctica está
cayendo lentamente en el olvido, porque no se sentía la necesidad de la
discusión y la argumentación, que sólo unos pocos aprenden y practican: habrá
que esperar al siglo XI -XII para que sea redescubierta y potenciada. La
composición no se ejercitaba: los que tenían gusto por ella hacían prácticas
especiales, que se llevaban a efecto mediante la práctica notarial, que
permitía a la vez la reproducción (a veces, con pequeñas variaciones) de
fórmulas fijas, ocasión de adiestramiento gráfico, y la acomodación de
narraciones y descripciones, en que se usan modelos, pero también se despierta
la capacidad del escritor. La imitación literaria,
que es camino más dificultoso pero más efectivo, se hace posible por el uso de
antologías, o selecciones de fragmentos, y de sentencias. En uno y otro caso se
aprovechaban mensajes de carácter moral, de tipo cristiano unas veces y otras
de ética tradicional, generalmente de raíz estoica. De esta manera los alumnos
se acostumbraban también a apreciar a los buenos escritores, de los que no
conocían más que perlas, pero cuyo nombre solían ver rodeado de una aureola
prestigiante.
Hay que decir que
el escritor sólo se forma debidamente en las escuelas, donde adquiere no
solamente la técnica y la práctica, sino lo que es más apreciable, la compañía
de otros que pueden llegar a ser sus confidentes, sus émulos, sus puntos de
referencia. Es frecuente que antiguos compañeros de escuela sean los
corresponsales de un escritor, con lo que se garantiza calidad, competencia, y
sobre todo público capacitado. Allí, en medio de numerosos ejercicios de
memoria, en que se fijaban nemotécnicamente clasificaciones, listas de vocablos,
sinónimos, definiciones y sentencias, casi siempre con valor moral
sobreañadido, se aprendían también de memoria la ortografía (pues era más
difícil fijar la forma gráfica con ayuda de la vista), y sobre todo la
prosodia, que permitiría acceder a composiciones rítmicas, más rara y
costosamente a las métricas. Por supuesto que todas estas técnicas no se cultivaban
en todas las escuelas.
Pero aún iniciado así en todos estos mecanismos, el problema real que
se planteaba al interesado por las letras era el del mantenimiento y
perfeccionamiento de lo aprendido. La sola lectura de
los textos litúrgicos, por ejemplo, no ayudaba mucho; quizás menos aún el
contacto incluso continuado con los textos jurídicos. La única forma real de
progresar en el dificultoso camino cultural era la lectura personal, que podía
llevarse a efecto o bien para adquirir nuevos conocimientos mediante el acceso
a autores portadores de doctrina, que se guardaban en las bibliotecas, o bien,
en un nivel superior, para adquirir leyendo libros nuevos conceptos, nuevos
vocablos, y quizás de manera más especial, nuevos modos de expresión que
facilitasen la propia redacción y la mejorasen mediante el asiduo contacto con
buenos escritores, tomados no sólo como paradigmas de doctrina, sino sobre todo
como modelos de estilo.
Para el escritor
la tarea es en este tiempo compleja. En términos de retórica tradicional, una
vez "inventado" el tema y previsto sus partes, tiende a realizar el
conjunto practicando tanto la llamada "disposición" como la
"expresión". Con frecuencia una y otra vienen determinadas por
realizaciones anteriores, debidas a autores consagrados, de los que se toma muy
a menudo la expresión, casi siempre literal (sería muy difícil poder llegar a
decirlo mejor), pero a veces incluso frases o párrafos enteros, lo que supone
una presión inmensa no ya sobre la elocución sino incluso sobre la disposición
y organización del discurso. Así pues, ya no es la armoniosa conjunción de las
tres fases de la obra la que confiere a ésta su calidad. En la Edad Media a
veces el tema y las grandes líneas de la disposición u organización del tema
bastan para asegurar a una obra calidad y aprecio. ¿Cómo si no podría tenerse
por obra literaria el prognosticon futuri saeculi de Julián de
Toledo, todo cuyo texto puede ser tenido por una genial antología de párrafos
sacados de Agustín, Ambrosio, Gregorio, Isidoro y otros grandes escritores
cristianos, a la que da vida, autenticidad y dimensión profunda su disposición,
subrayada livianamente por unos epígrafes propios muy desarrollados?
Casi siempre, sin
embargo, el escritor prefiere el simple procedimiento de expresar sus ideas con
palabras, que a su vez se enriquecen con junturas, o nuevos significados,
tomados aún de otros autores, cada vez que desea engastarlas en su propia
narración. Sucede, con todo, que el afán de deslumbrar primero sobre cualquier
otra consideración: uno de los caminos que se pueden entonces seguir es
la utilización de glosarios. Estos diccionarios explicativos de palabras difíciles ("glosas"), sacadas de muy diversos
autores (poetas arcaicos, Virgilio, Persio, Juvenal, o en otro orden de cosas
Plinio, Solino), leídos al revés, eran empleados para sustituir palabras
usuales por vocablos inesperados, raros u oscuros. Se invierte su función, pues
se emplean no para aclarar un texto sino para oscurecer y complicar
deliberadamente los giros de un mensaje que podría resultar excesivamente trivial
y fácil.
Combinando el
procedimiento de imitar los grandes autores con los glosarios, se alcanzaban
con frecuencia unos niveles de dificultad que, según se estimaba, enaltecían el
estilo y ensalzaban al escritor. La lectura -y la subsiguiente inteligencia del
texto- se hacía ardua, y se evitaba una comprensión correcta y directa. La
necesidad que había impuesto la tradición literaria latina de una expresión
condensada por exigencia de la breuitas, que obligaba a una lectura
reposada y meditada, se sustituía por un continuo rompecabezas lexical, a veces
sintáctico, incluso morfológico. Con sorpresa por nuestra parte, escritor y
lector sentían en este juego tanto placer, que da la sensación de que creían
buenamente que la literatura consistía en este juego, que alejaba ciertamente
de toda trivialidad exterior el texto resultante, aunque la sentencia en sí
siguiera siendo corriente y baladí.
Era tan usual esta
consideración que no se resistían a verse libres de esta obsesión por lo que se
entendía como bella elocución ni siquiera algunos notarios, que aceptaban el
procedimiento para dignificar ciertas partes del documento, generalmente el
preámbulo y la sanción. Nunca se aplicaba a otras partes,
porque parecía necesario que las comprendieran sin especiales esfuerzos los
participantes y testigos del acto escriturado.
No es raro que un
copista (grado excelente de los niveles culturales, por las técnicas y la
inteligencia que solía requerir) demuestre sus conocimientos y haga gala del
saber que le han dado los libros, escribiendo prólogos o colofones
desarrollados para los códices en que trabaja; y si este mismo personaje tiene
ocasión de ejercer funciones notariales, se esforzará por redactar su texto en
forma brillante, con el que se sienta también halagado el personaje o centro
que le ha encomendado la actuación.
En los tres
monasterios en que nos hemos situado existieron escuelas
peculiares, aunque no disponemos de fuentes directas sobre ellas. Allí se
formaban para los usos eclesiásticos primarios la mayor parte de los monjes;
unos pocos se prepararon para desempeñar funciones administrativas, que casi
siempre los llevaron a transformarse en notarios, con frecuencia en beneficio
del propio monasterio; y algunos, los que descollaron más en el estudio
literario, acabaron trabajando como escribas, copiando libros y restaurándolos.
En el siglo X es sumamente frecuente que sea de este grupo del que se desligan
los capaces de redactar por sí mismos' esto es, hábiles no ya en la copia de
libros y en trascribir obras de otros, sino con facultad de llegar a poner por
escrito sus propias producciones. Era esto tan poco frecuente que la única manera de realizarlo era escribiendo en códices lo
que creaban: mientras hoy alguna gente guarda sus inéditos, en aquel siglo
(pero no siempre antes o después) el que algo componía lo fijaba en un
manuscrito, propio o de otro, y así se convertía en un producto literario,
bueno, regular o simplemente registrable. Por otro lado, la sola presencia de
un texto dentro de un manuscrito confería a aquél una prestancia suprema, sin
que fuera necesario calibrar su calidad literaria. Simplemente existía, y por
este solo hecho, tenía ya valor. Aunque no lo parezca es una suerte para
nosotros, porque por este camino podemos enjuiciar tales producciones y a través de ellas apreciar la formación, el espíritu y la
calidad del escritor.
Es raro que no se
dé estrecha correlación entre la producción de libros y la literaria; o dicho
de otra manera, no se da un escritor (llamémoslo así) si no hay cerca, o al lado, una biblioteca. Libros y composición son del todo
inseparables. Puede ocurrir que no hayan llegado hasta nosotros testimonios de
la existencia de aquéllos; pero tuvieron que estar en alguna parte al alcance
del escritor, sin lo que éste no habría creado nada.
En Celanova sabemos
que hubo algunos manuscritos (alguno de ellos de haberse conservado habría sido
del máximo interés para nosotros por su rareza y su propio contenido9), pero los
testimonios y restos que conservamos se refieren en exclusiva a códices
litúrgicos. Pero, aunque no nos quede constancia, hubo otros. A cambio de esta
carencia, disponemos del Cartulario, cuya confección se inició a mediados del
siglo XII, en que se han trascrito amorosamente numerosos documentos que se
guardaban en aquel tiempo casi como reliquias, no sólo por el interés que
tenían para la historia y propiedades del cenobio sino porque en muchos de
ellos había intervenido más o menos directamente el propio fundador del
monasterio, san Rosendo, por el que se sentía especial y honda devoción.
Un grupo, al
parecer variado, de notarios que certificaron muchos actos de importancia para
la comunidad, nos han dejado un buen número de documentos otorgados por
diversos personajes de la nobleza gallega, en su mayor parte de la familia de
san Rosendo, pero también por algunos reyes de León o personas reales, que
tienen unas características muy singulares: no sólo vienen marcados por sus
ricas y prolijas evocaciones bíblicas, sino por un léxico muy cuidado y, sobre
todo, por un admirable desarrollo del cursus rítmico que ilustra la mayor parte
de sus preámbulos. No solamente todos los finales de párrafo sino a menudo el
final de cada frase, incluso miembros de frase, están sujetos a unos ritmos
predeterminados, en que juegan un papel fundamental las distintas posiciones
del acento en función de la configuración de cada una de estas palabras
finales. El juego de estos ritmos, difíciles de conseguir cuando se quiere
hacer con ellos las combinaciones prefijadas sin dañar al sentido de las
frases, pero fáciles de percibir cuando se hace la lectura en voz alta con la
entonación adecuada, constituye un ornato literario muy apreciado desde que lo
había extendido la cancillería imperial, luego la provincial y finalmente la
pontificia, para acabar generalizándose en la literatura y, en especial, en las
oraciones litúrgicas, donde coadyuvaba para la provocación de ciertos
sentimientos religiosos.
No deja de ser,
sin embargo, todo un lujo inusual que un notario utilice sabia y adecuadamente
este ornato en un documento. Pero, entre otras piezas, se da en el que he
denominado "Testamento monástico de san Rosendo", documento de 977,
excepcional por su elegancia, por su léxico, por su disposición y por el cursus10. Ignoramos el nombre del notario responsable del acta;
pero revela en su redacción no sólo un hábito notable del trabajo en la
documentación, sino una sólida formación, que no se adquiría directamente en
los libros, ni enseñaba el medio en que vivía. Tuvo que recoger estos
conocimientos, que venían de muy atrás y no eran vulgares, de la mano de otros
expertos, que así trasmitían el saber antiguo. La presencia de estos recursos
en el documento confiere a éste un valor singular, un precio sobresaliente que
iba bien con la calidad social y sobre todo espiritual del personaje que lo
otorgaba, y con la trascendencia del momento que registra. Este documento solo
ya dice no poco acerca del monasterio celanovense, y de la estima en que se
tenían estos procedimientos extraordinarios. Aduzco aquí como ilustración, uno
de los brillantes párrafos que componen este documento singular:
Saluatori hominum et redemptori, cuius
sanguine pretioso se mundus congaudet redemptus (planus) quem
omnigena rerum sibi suum conlaudat (velox) cum patre et
spiritu sancto dominum, in trinitate auctorem (planus) redemptoremque
unum (dispondaicus11 ), qui celorum
regna angelorumque creatura (trispondaicus) substentando
presides (planus), qui terra terrarumque (trispondaicus) patentia
insensibilia (tardus) et uidentia atque uiuentia (tardus) presidendo
substentas (planus), qui celestia et terrena (velox) ineffabili
tuo nutu (velox) communicas et coniungis (velox),
qui fabricam totam mundi (velox) et maris celique (planus) ante
omnia secula seculorum (velox) spiritalia et temporalia (tardus) inestimabili
tuo arbitrio (tardus) contines regesque (trispondaicus)12,
cuius...
Además de las
notas referidas al cursus, quisiera hacer notar otros juegos. Como
la serie de frases con anáfora del relativo que se va presentando en nominativo
(en el pasaje aducido) y sucesivamente en todos los otros casosl3; la
doble adnominación14. etc. Me gustaría añadir que en toda la
documentación leonesa del siglo X. incluyendo la emanada de la cancillería regia,
no hay ninguna acta que ofrezca tantos artificios de manera tan consumada y
completal5.
Concluyo las
breves notas sobre Celanova: la persona -o personas- responsables de la
redacción de este precioso documento había recibido esta técnica no de la
enseñanza que se pudiera dar en el todavía joven monasterio, sino de otras personas que la habían adquirido en
otros lugares. Más que éstos, sin embargo, importa destacar
esta línea de tradición que entronca con tiempos mucho más antiguos, y el hecho
de que se haya aplicado a un documento notarial, en
lugar de reservarlo, como sería de esperar para un texto literario.
En Albelda se
descubre muy pronto un rasgo que me parece quizás el más marcante de este gran
cenobio: sus libros fueron muchos y variados, y sobre todo fueron muchos
copiados allí mismo, en una ejecución rica, a menudo
preciosa, de suma propiedad y excepcional belleza. En los manuscritos de
Albelda podemos rastrear los caracteres de este cenobio, que desde su fundación
conjugó la tradición visigótica (con libros quizás recibidos de algunos de los
grandes monasterios pirenaicos, que había conocido Eulogio de Córdoba en el
siglo IX) con unas relaciones con el mundo carolingio que constituyen un caso
bien documentado a mi entender ya desde los tiempos inmediatos a la fundación16.
En Albelda figuraban, entre otros códices, un ejemplar de Ildefonso de perpetua uirginitate Mariae, usado
para sacar la copia que solicitó el obispo Godescalco cuando pasó por allí en
su viaje a Compostela, así como otro en el que estaba recogida la serie de
uiris illustribus en que se integraban las obras de Jerónimo, Genadio,
Isidoro e Ildefonso, junto con los apéndices a
éstos debidos a Braulio y a Julián. Tanto una obra como la otra
plantean curiosos problemas para la historia de los textos. Pero lo que nos
interesa recordar aquí es que uno y otro libro estaban en Albelda por este
tiempo, donde eran muy apreciados, conociéndose su valor. Para el primero nos
basta con contemplar la preciosa copia de Gomesán. Para el segundo será bueno
recordar que disponemos de una piececilla que puede servir de espejo exacto de
los mecanismos de producción literaria del tiempo: la titulada Vita
Salui abbatis, que en realidad no es ni quiere ser otra cosa que un
capítulo más, diríamos que el final, de la mencionada serie de Varones Ilustres17. Este abad rigió el monasterio de
Albelda poco tiempo, desde después de 95118 hasta 962 en que, según
la propia noticia, muere.
He aquí la primera
parte del texto de esta pequeña biografía:
Saluus abbas Albeldensis monasterii
uir lingua nitidus et scientia eruditus (Isid. uir. 17 ), elegans
sententiis, ornatus in uerbis (Isid. uir. 15 ), scripsit
sacris uirginibus regularem libellum et eloquio nitidum et rei ueritate
prespicuum (I1deph. uir. 13). Cuius oratio, nempe in hymnis, orationibus uersibus ac
missis quas inlustri ipse sermone composuit plurimum cordis compunctionem et
magnam suauiloquentiam legentibus audientibusque tribuet (Isid. uir. 6).
La noticia, anónima, consiste, como se puede ver, en un
mosaico de frases tomadas de Isidoro y de Ildefonso en sus de uiris
illustribus, presentadas siguiendo el esquema usual en la mayoría de las
biografías de este último, más insistentes en los valores pastorales que las de
Isidoro y sus antecesores. Quien la compuso no era un ignorante, para el que el
recurso del ensamblado de frases emprestadas representase la solución de sus
problemas redaccionales. El biógrafo tiene una visión más amplia. Por el doble
hecho de situar su biografía del abad muerto como final de la serie mentada, y
por el mosaico de fuentes, está queriendo presentar a Salvo como el último de
los grandes varones ilustres de la Iglesia, en paralelo y en parangón con los
mencionados por los escritores anteriores. Las virtudes pastorales, la
dedicación literaria en beneficio de almas necesitadas de su apoyo, la calidad
de su predicación y de sus consejos, lo convertirían en un prototipo digno de
figurar en los repertorios ya consagrados. La utilización de frases completas
de Isidoro y de Ildefonso tiene un objetivo muy relevante: ponderar al
personaje albeldense, y colocarlo en la fila de los más notables eclesiásticos
occidentales e hispanos. La biografía remata con una mención curiosamente
expandida del lugar de la sepultura: no sólo se menciona el monasterio anejo a la iglesia de San Martín (quizás habría sido
enterrado en el claustro del mismo), sino que se hace constar cómo a los pies
de su sepulcro yacía enterrado un obispo, discípulo suyo. De esta manera ya no
son sólo los propios méritos de Salvo los que lo recomiendan, sino que su
dignidad es reconocida por un obispo que se siente honrado de saberse sepultado
cerca de su maestro. Símbolo de situación y mecanismo de redacción literaria se
dan de esta manera la mano con una misma finalidad y sentido.
La actividad
literaria de Albelda nos interesa grandemente. Un nuevo ejemplo nos va a servir
para introducirnos en un nuevo mecanismo de producción literaria que estuvo muy
en boga por aquellos tiempos. Sobre 975 en su escriptorio se produce una obra
cumbre: el admirable Códice
Vigilano (a Albeldense) que
ahora para en El Escorial19. Mientras el primoroso códice de Gomesán
había sido confeccionado para ser entregado a un obispo, este manuscrito está
pensado, organizado y destinado para la familia real de Navarra y sus
allegados. Original y cuidadísimo, el códice presenta a modo de prólogo del
copista, que lo fue Vigilán, luego ayudado por Sarracino, al menos en su parte
ilustrativa, una serie de poemas que tuve la suerte de editar por vez primera20. Se trata de un conjunto de composiciones figurativas,
que reunidas vienen a constituir, como digo, una especie de desarrollo de los
elementos propios de la oración de un copista al iniciar su trabajo, y de las
fórmulas de dedicación de éste.
Estas
composiciones, siguiendo precedentes de los que el más importante de los
antiguos es Porfirio Optaciano, y de los recientes Micón de Saint-Amand, con variantes
también en el reino astur y en territorio de la Castilla burgalesa, consisten
en “poemas" cuyos versos, siempre del mismo número de letras, van
dispuestos de manera que el conjunto configura un rectángulo, en el que las
letras de los cuatro lados forman una leyenda, que suele ser la síntesis del
contenido del texto. Pero en algunos casos, las diagonales, las medianas y aún
otras líneas formando dibujos desempeñan la misma función y ofrecen análogos
resultados.
No hay que decir
que para lograr tamaño artificio abundan frases de sentido más que dudoso,
retorcidas, llenas de repeticiones y de vocablos vacíos de significado que
completan los versos y permiten obtener una letra en el punto requerido para
constituir la figura correspondiente. Además de estos juegos retorcidos,
aparecen en otros lugares del manuscrito poemas telacrósticos, de una tradición
más antigua y de empleo más frecuente, puestos de moda en estas regiones desde
decenios antes por escribas riojanos como Jimeno. ¿Cómo se las arreglaba
Vigilán para conseguir vocablos que variaran la expresión de manera que le
permitieran contar con los elementos que necesitaba para construir sus figuras
(puestas de relieve, innecesario decirlo, mediante recursos gráficos, como
rubricar tales letras o escribirlas en colores, o encerrarlas en círculos)? Los
vocablos con que se juega son tan rebuscados e infrecuentes que a menudo me veo
precisado a dudar de que hayan sido encontrados en los glosarios conocidos.
Daré un ejemplo, para que se observe con mayor naturalidad cuanto explico, sin
pretender ofrecer ni representar el caligrama entero 21:
Magorum munera aurum mirra oriens
incensuM
Ei oblata uero Christo et agio sito in presepE
Sunt preclara pretiosa gratiosa regiminiS
Enim indicio nam nouae oriatur oriens stellE
Rex a magis Virgo et Maria obsequens et mateR
Beata inmaculata cum uiro iusto loseph cultV
Opima opifici suo et domino uero aeterno deO
Trofea gloriosa merito prolis sui sinu ferT
En este fragmento se puede leer, por la cabeza y por el
pie de los versos, la parte correspondiente de la siguiente leyenda repetida
cinco veces en el poema (en el acróstico, en el teléstico y en los versos
primero, central y final): Altissi
salua redemptor Vigila. No estoy muy seguro de cómo operó Vigilán para tales
composiciones; a veces da la impresión de que habría escrito en prosa, y luego
combinaría y variaría vocablos y expresiones para lograr sus efectos, una vez
que no estaba obligado por ninguna clase de ritmo ni rima. Pero sí estoy cierto
de que el conjunto de estas composiciones fue estimado por él, y quizá por
algunos de sus contemporáneos, un verdadero tour de force, que
pocos podían entender y casi nadie imitar.
A diferencia del
mecanismo seguido en la biografía del abad Salvo, ahora juega un papel
importante el uso de glosarios, y de sinónimos, que permiten elegir entre una
notable variedad de vocablos, sin tener en cuenta su grado de inteligibilidad,
para conseguir los efectos gráficos deseados. Por otro lado, la estructura
sintáctica de la frase puede romperse, sustituyendo verbos finitos por
infinitos, forzando las reglas de concordancia y produciendo elementos vacíos o
redundantes sin otra misión que el juego requerido. El proceso es aquí mucho
más complejo que en otros casos que veremos, porque se han de unir diversos
procedimientos no siempre homogéneos.
El monasterio de Ripoll es
el gran centro librario del Nordeste peninsular. Las relaciones con los centros
ultrapirenaicos son conocidas, y fáciles de comprender si se tiene en cuenta su
permanente vinculación a los condes de Cerdaña y Besalú. En Ripoll, desde su
principio gran cenáculo cultural, los manuscritos ocupan un lugar destacado,
bien en su biblioteca bien como productos de su escriptorio22. Además,
por una serie de razones que no son ahora del caso, los abades suelen ser al
mismo tiempo obispos de Vich, una sede que con este motivo adquiere grandes
responsabilidades en el terreno cultural y literario. Es bien sabido que ya por
los sesenta del siglo X corre por el mundo carolingio, al menos el aquitano, la
noticia de que en Ripoll se encuentran latinadas obras arábigas que
introducen en nuevos saberes. De hecho desde aquí
se extienden noticias sobre el astrolabio, desconocido en otras partes, y
nuevas versiones de textos astronómicos que comienzan a hacer furor. Por si
fuera poco, un obispo de Vich, Atón, aparece como especialmente ducho en
cuestiones matemáticas. Todo ello provoca a un monje de Aurillac, de nombre
Gerberto, a venir a Vich y Ripoll para aprender nuevas técnicas en relación con
los saberes matemáticos árabes. El prestigio ripollés aumenta sin cesar desde
que Gerberto confiesa una y otra vez su nostalgia por el fructuoso tiempo
pasado en la Marca Hispánica, sobre todo después de que asciende al solio
pontificio como Silvestre II.
A la vez que desde
los ambientes ripolleses se difunde la nueva ciencia, llegan a Ripoll nuevos
manuscritos con obras carolingias de primera clase, y otros que son copiados
sobre modelos romanos o norditalianos. El cúmulo de manuscritos es tal que a
mediados del siglo XI rebasa el centenar el número de códices guardados en la
biblioteca de Ripoll, para uso y provecho de los numerosísimos monjes que allí
siguen la vía monacal (se dice que más de doscientos, número que puede ser real,
pero que no deja de chocar cuando recordamos que también en 950 se decía que
eran doscientos los monjes de Albelda). La escuela que funciona en el
monasterio tenía que ser excelente, por los medios de que disponía, pero sobre
todo por los frutos que produjo: no sólo Oliba, el hijo de los condes de
Cerdaña, monje, abad de Ripoll y obispo de Vich, fue capaz de escribir poemas
de calidad, oraciones notables y cartas de contenidos diversos, sino que otros
muchos monjes como Poncio y Juan escribían con soltura y elegancia cartas y
puede asegurarse que casi todos los notarios de la región, clérigos o no,
tenían algo que ver con la escuela ripollesa.
Con tal fondo, se
entiende que estos notarios presenten un dominio, a veces desaforado, de
recursos especiales en que interviene sobre todo el léxico, aquí transido de
helenismos, el origen y fundamento de cuyo aprecio todavía no ha sido
analizado. Con frases y vocabulario de rebuscado preciosismo se busca
deslumbrar, incluso a costa de la comprensión. Este manierismo afectado ha sido
señalado frecuentemente, porque contrasta con la aparente sencillez de otros
textos literarios muy elaborados, como poemas y cartas del propio Oliba, en que
el cuidado y la atención del escritor van más orientados a la claridad y diafanidad
de la expresión, y a la elegancia del buen decir.
No pocos notarios
estaban capacitados para obtener un ornato especial en sus cartas. No sólo se
practica con cierta frecuencia y notable habilidad la inserción de frases
rítmicas, a veces supuestos hexámetros, en textos de cualquier clase, sino que
se retuercen, complican y abrillantan las frases con vocablos rebuscadísimos.
Habrá que buscar qué clase de glosarios han servido de guía a estos tabeliones
ilustrados para crear sus textos, verdaderamente llamativos. Parece conveniente
ilustrar mediante unos ejemplos las direcciones antes señaladas, con especial
atención a la glosística.
En un primer caso,
en documento de 97823, se formulan así los deseos sobre la familia del
futuro abad Oliba de Ripoll:
Pro remedio igitur anime predicti
comitis et pro salute tam animarum quam corporum meorum fidelium in hac
terra degencium qui in illo cenobio aliquod prestiterint beneficium ceu pro
statu celsitudinis siue salute dompni Olibani comitis sueque coniugis suorumque
filiorum quorum uitas
omnipotens deus multis protelare dignetur temporibus ut
uiuant deo felices longo feliciter evo,
et post huius uite excursum
celeste mereantur perfruere regnum,
in quo detineant magnarum gaudia rerum,
gaudia que nullus uiuens decernit ocellus
nec aliquis uigili poterit comprehendere corde,
quod deus in terris uluit promittere sanctis
et residens celos uoluit concedere iustis.
Se trata mediante
la inclusión de hexámetros, bastante regulares24, en el preámbulo de desarrollar
la idea de la felicidad presente y futura ganada por los bienes concedidos al
monasterio. Para entender mejor los mecanismos de amplificación y
amaneramiento, pueden compararse los últimos versos con su fuente, 1 Cor
2,9: sicut scriptum est quod oculus non uidit nec auris audiuit nec in
cor hominis ascendit quae praeparauit deus his qui diligunt illum.
Este texto se
sitúa, por consiguiente, en la línea del ornato rítmico que habíamos encontrado
por la misma época en Celanova, bien que aquí con mayor dominio del
procedimiento métrico. La solemnidad del documento explica que se hayan
introducido como variaciones del pensamiento paulino estos buenos hexámetros
que ennoblecen el texto. A pesar de que la calidad del recurso podría hacer
suponer que se mantuviera largamente (incluso por el procedimiento de
introducir pequeñas variaciones en estos párrafos manteniendo su tenor
sustancial), va a ser otro el mecanismo que vamos a encontrar repetidamente en
Ripoll y su entorno en unas cuantas actas, que me ocuparán a continuación.
Muy llamativa para
nosotros es el Acta de elección del abad de Serrateix de 99325, que se inicia así:
Cum priscorum multiformis etas series
oppido subsolaribus prelongum sine legibus consumeret aeuum cumque exiciale cuncti
subirent periculum, sacrum quoque mortale genus inuaderet letum, cumque
miseratus deus suum plasma uoluisset pociori iure uti statuissetque preesse qui
apciora legerent sancita ne sua racionalis factura periret errabunda
dechorosque diuersi ordinis sublimasset gradus in quibus uelut in supemis
astris aurea effulgeret helencorum speciositas...,
frases rebuscadas
con las que se quiere ponderar las ventajas de la aparición
de leyes y principios de autoridad queridos por Dios para evitar la destrucción del hombre, criatura suya.
Y en relación con ésta, pero acorde con el mayor fausto del acto, se
dice en las primeras líneas del Acta de elección
de Oliba como abad de Ripoll, en 1008, documento en que se hace gala de grandes
prendas de ornato26:
Cum ab omnipotentis luciformi sancione
chosmus se diuerteret omnis sticeque subnexa ruine prorui in baratro se ipsam
doleret humana mortalitas, cumque nec scita legalia tenens mundus oberraret
inermis et loetale uenenosi anguis distillaret uirus in omnes cumque celsus
deus eulogetos in omnia manens orribilem a suis uoluisset diuellere cultum
terrisque a damnis creaturam suam liberaret, ipse misertus uoluit ut seductor
qui ante ceu doxasmenon uidebatur lautus a suis...
Merece la pena
comparar frase a frase este preámbulo con el citado de Serrateix para
comprender mejor las técnicas de enriquecimiento, con la abundancia aquí de
términos griegos, diestramente repartidos, junto con elementos y usos léxicos
derivados de glosarios de diverso tipo. Es lástima que todavía no hayan sido
valoradas retóricamente de la manera debida todas estas demostraciones de
dominio de los recursos.
Puede, en efecto,
apenas descubrirse, tras tanta frase alambicada, el tenor no siempre simple,
pero desde luego menos agobiante, del texto usual, que podemos considerar
representado por el preámbulo semejante de otra elección, tampoco carente de
medios retóricos pero incomparablemente menores en número y variedad: la del
abad de San Felíu de Guíxols, que dice así27:
Tocius creature conditor atque omnium
seculorum auctor omnipotens deus, cum in primordio seculi uniuersam conderet
machinam mundi, hominemfecit cui cuncta creata subegit atque ut ille homo
factus ad similitudinem dei immaginis non tumeret fastu elationis alios
decreuit preficere aliis...
He querido destacar algunas muestras de cómo se
conseguía, por diversos procedimientos léxicos y rítmicos, producciones de
efectos sorprendentes, que los entendidos gustaban y apreciaban. No es menester
decir que al lado de los autores de estas
elaboraciones en que se consumía ingenio y saber, y se ponían en juego muchos y
diversos materiales, cuidadosamente analizados y utilizados, había otros muchos
capaces de escribir textos fácilmente comprensibles, adaptados a las exigencias
de estilo y vocabulario de cada género literario, para lo que contaban con
modelos diversos que se empleaban sin cesar.
Pero el interés de
las muestras presentadas reside en el hecho de que los artificios son indicio
de una nueva disposición de los espíritus, en que se empieza a prestar atención
a la forma, aunque sea ésta distorsionada por la acumulación desmedida de
recursos y procedimientos. Frente a la anterior obsesión por la doctrina, que
requería más profundidad en los conocimientos, lo que implicaba una minoría de
interesados y capaces, esta nueva dedicación a la forma, preciosista y
amanerada, nos lleva a los primeros efectos de un resurgimiento de la escuela,
de una valoración positiva de sus procedimientos, de una demostración de la
incorporación de muchos a los niveles convenientes del triuium.
Desde el Occidente
al Oriente de la Península, el siglo X significa, en efecto, el momento de
inflexión en que se expanden las escuelas; la cultura, al menos en grados
medios, llega a muchísimos clérigos y laicos, ufanos de poseerla. Los
eclesiásticos se cuidan de mejorar sus condiciones de poner en práctica
sus conocimientos con mecanismos y recursos diferentes de los que se habían
empleado en la Península desde el siglo VII. Las relaciones entre las regiones
peninsulares y ultrapirenaicas entran en un período de normalidad y frecuencia
impensable en los primeros siglos de la Reconquista. Los libros, sobre todo,
constituyen el soporte de toda formación e información: al lado de los
tradicionales, en que se conserva el saber heredado de los tiempos godos (que
son el inevitable paradigma peninsular hasta cerca del año 1000), aparecen en
flujo continuo las obras de grandes escritores del mundo carolingio, las
limitadas y poco novedosas del mundo mozárabe, pero sobre todo comienzan a
expandirse las obras de dos mundos diferentes: las obras de ciertos autores
clásicos, más ricos y variados que los anteriormente leídos, y ya no
mediatizados por sistemas escolares que reducían su valor; y las obras
traducidas o adaptadas del mundo árabe, que introducen nuevas técnicas
originadas casi siempre en Al-Andalus, y que además ofrecen el
aliciente de sus campos inéditos, más en conexión con la Naturaleza que
comienza a ser descubierta.
No son siglos
oscuros. Son solamente siglos difíciles, en que la vida cotidiana, personal y
social, absorbe mucho esfuerzo, en detrimento de las exigentes actividades
intelectuales. Por razones del ambiente, son los libros la fuente suprema y el
único camino hacía la sabiduría, que se sitúa en Dios, origen y fin del
universo. El estudio ensimismado de los libros llevó a una especie de
involución literaria, en que aparece como subproducto interesante toda esta
digamos literatura, que en diversos géneros he procurado explicar y poner al descubierto.
Como siempre, el manierismo representa el final enloquecido de una época, que
intuye o descubre que otra surge dispuesta a sustituirla. Por suerte, no se
agotaba con estos juegos la capacidad de los ilustrados. Hubo otras inquietudes
y se pusieron en boga otras doctrinas y conocimientos que prepararon el terreno
para que poco a poco la cultura latina hispana se fuera situando al nivel de
todas las otras regiones europeas, ya desde el siglo XII, cuando comenzó el
gran despertar de los estudios, la gran literatura latina y vernacular, el cambio radical en la estructura y aprecio de
los saberes.
NOTAS
https://www.vallenajerilla.com/berceo/manueldiaz/culturamedieval.htm