viernes, 11 de mayo de 2018


LA VIDA COTIDIANA EN

AFRICA DEL NORTE EN

TIEMPOS DE SAN AGUSTIN

La vida cotidiana en África del Norte, al declinar el Imperio romano, nos concierne a todos: para los hombres del viejo Continente, ella describe las últimas páginas de la epopeya romana ultramarina; para los cristianos, descubre la vitalidad explosiva de una comunidad; los exegetas de San Agustín encuentran también el contexto diario de la vida del obispo de Hipona.

            Cristianos y paganos participan de las mismas realidades geográficas, étnicas, familiares y culturales; hablan la misma lengua, habitan las mismas ciudades; se reconocen y se distinguen.
            Agustín, obispo de Hipona, nos confía sus alegrías y sus angustias, la mezcla de dos pueblos, de dos ciudades, confundidas en un mismo peregrinar hasta que el camino termine en los umbrales de la nueva Jerusalén.

HIPONA LA REAL

Hipona la Real, en memoria de los reyes númidas que la habían elegido como capital durante la conquista romana. Hipona, “Hippo regius” para los latinos. Construida en el estuario de la Seybousa, con su rica planicie agrícola, formaba una puerta natural entre dos colinas. Hacia el oeste comenzaba la cadena montañosa del Dejebel Edough. Una de sus alturas, frente al mar, donde se eleva la actual Basílica de San Agustín, era lugar de un santuario dedicado al dios fenicio Baal (Amón): el Saturno de la ocupación romana.
            Los muros de la ciudad, frente al mar, construidos durante el periodo comprendido entre el 1er siglo a.C. y el 2° siglo d.C., llaman la atención por sus bloques de cal maciza. Protegían la ciudad contra las legendarias tempestades del golfo.
            Los agricultores del rico valle de Seybousa habitaban algún tiempo en la ciudad donde escuchaban los sermones del obispo. La ciudad como tal, antiguo reducto fenicio, es un puerto, abierto sobre el mar, donde vivía una población heterogénea: descendientes de fenicios y libios, con sus razas, colores, dialectos. Desde la época númida los intercambios comerciales con el resto de África, Italia y Grecia son activos y variados, como lo comprueba la cerámica italiana y las ánforas, de Campania.
            Con sus murallas, Hipona contrastaba con las nuevas ciudades romanas poseedoras de rutas trazadas geométricamente. Estrechas calles contorneadas, construidas con bloques irregulares aún visibles, conducían hacia la colina de Gharf-el-Artran. Allí, se ha descubierto un altar dedicado a los “dii consentes”, los doce grandes dioses venerados en Hipona.
            Villas lujosas, construidas sobre seis niveles, entre los siglos I y V, han revelado admirables pavimentos de mosaicos superpuestos, representando el Triunfo de Anfitrita, o a Apolo y Baco. Hacia el este, en otra ciudad, se han descubierto los grandiosos  de la Cacería y del Pescado.
            El barrio residencial era elegante y la ciudad, en contraste, con sus extranjeros y esclavos, no brillaba por su prosperidad. Agustín la considera una ciudad sucia. Las calles son las letrinas naturales, una especie de cloaca pública. Los residuos amontonados, al ser quemados, creaban una atmósfera de aire enrarecido.
            Los romanos limitaron la influencia púnica aunque no pudieron hacerla desaparecer. El Foro es el real corazón de la ciudad. El de Hipona, el más grande de África, estaba poblado por un conjunto de estatuas. El nombre del procónsul que lo hizo construir estaba escrito en bella letras mayúsculas sobre toda la longitud del pavimento: C. Paccius Africanus. Vivió en el tiempo de Nerón y de Vespasiano, como lo dice el historiador Tácito. Una tribna permitía a los oradores dirigirse a la multitud: institución romana que se adecuaba al temperamento africano, atraído por la palabra. Estaba adornado con estatuas y proas de navíos como en Roma. La basílica civil, sala rectangular que servía para las cuestiones judiciales, prototipo de la Iglesia cristiana con sus exedras y naves laterales, era un lugar de reunión. Todo invitaba a los encuentros y paseos. Por dentro, los muros tenían nichos donde se encontraban tiendas. El conjunto aparentaba una curiosa mezcla de “galleria” italiana y sudafricana de “soux”. En un ángulo del Foro, como en Timgad y en Lambesa, las letrinas públicas disponían de un espacio de sesenta centímetros, separada por una losa esculpida en forma de delfín. Una fuente de agua y un sistema perfeccionable permitía tener siempre preparados estos lugares para la población.
            Las termas o baños públicos, al Norte y al Sur de la ciudad, completaban el panorama de Hipona y jugaban un rol considerable en la vida pública: lugar de encuentro, de reposo, de placer y de cultura. Poseían lugares deportivos, una biblioteca, clubs e, incluso, como en Sbeitla, un teatro. Las ruinas bien conservadas de las termas del Norte rivalizaban con las de Roma por su grandeza y elegancia.
            Las diversas piscinas de agua fría, templada y caliente estaban adornadas con lujo. El “frigidarium”, es decir, la piscina de agua fría, era un rectángulo de treinta metros por quince. Todo el edificio estaba revestido de mármol blanco y gris. Los muros estaban revestidos de azafrán amarillo. La decoración lujosa evoca las termas de Caracalla en Roma. En el “frigidarium” sonreía una Venus con rostro de Gioconda. Diversas obras de arte testimonian el refinamiento del gusto en Hipona: una Minerva armoniosamente revestida, una Afrodita coqueta: expresaban la gracia importada de la Hélade. Un Hércules, de dos metros sesenta de alto, podía rivalizar con el de las termas de Caracalla, actualmente en el museo de Nápoles. Finalmente un Dionisio, con la frente coronada de pámpanos y ceñido por una mitra, expresa el encanto ambiguo del dios de la eterna juventud. En Timgad, entre el “frigidarium” y el “caldarium”, se leía: “Bene lava”, Buen baño.
            Al pie de la colina, donde se eleva la actual Basílica de San Agustín, fuera del centro de las ruinas, se ha descubierto el antiguo teatro, lujoso edificio del siglo I, parecido en su estilo al de Dionisio en Atenas. El teatro de Hipona con sus balaustradas esculpidas y bien conservadas, ofrecían de cinco a seis mil plazas que podían albergar a la mitad de la población. Se puede leer todavía sobre una placa de mármol el final de una inscripción… em Maritum, fácil de interpretar: “infelicen maritum”. Sto significa el marido engañado.
            Dejando el centro urbano de Hipona, en dirección al puerto, a la izquierda, se encuentra el mercado más importante descubierto en África: con amplios pórticos que conducen al “souk” propiamente dicho. El patio estaba pavimentado por un mosaico geométrico con cubos blancos y negros. En el centro, una rotonda, a la que se accede por tres escalones de mármol blanco. Las dimensiones de este mercado, a mitad de camino entre el foro y el barrio cristiano, permiten juzgar la importancia comercial de Hipona. Estaba rodeado por construcciones industriales.
            Como todas las ciudades edificadas por los romanos, la ciudad de Agustín cuidaba particularmente del agua. Un sistema de canalización bien construido y conservado hasta hoy, alimentaba las diversas termas de la ciudad y las viviendas. Llegaba a las alcantarillas de la calle, admirablemente diseñadas y mantenidas. Los magistrados municipales se gloriaban de construir fuentes monumentales. El agua se deslizaba en fuentes superpuestas, de manera que pasaba de una a otra dando una sensación de reposo y frescura en las horas cálidas del día. La fuente de Gorgona, a la salida del foro, medía diez metros de largo y cerca de siete de ancho. El manantial del agua estaba siempre en el lugar. Otras fuentes, en forma leonada o de diversas máscaras, encontradas en Hipona, permitían hacerse una idea del número y belleza de las fuentes municipales.
            Caminando por la ruta de la Abundancia, hacia el este, nos encontramos con lo que se llama “barrio cristiano”, fuera del centro romano aunque dentro de las murallas. En Timgad, al contrario, los cristianos se establecieron parcialmente fuera de los muros, lo que permitió a los “donatistas” edificar su monumental Basílica.

El barrio cristiano

La “ínsula” cristiana no designa el barrio donde habitan los fieles, dispersados en toda la ciudad, dentro y fuera de los muros, sino el complejo arquitectónico de la iglesia que comprende la Basílica mayor y todas las dependencias necesarias a la vida de la comunidad: casa episcopal, “secretarium”, biblioteca con capacidad para recibir, en el año 393, a los obispos de África, monasterio de clérigos y de laicos, capilla de San Esteban, Baptisterio con salas anexas y, la diaconía.
            En el centro de este conjunto, estaba la Basílica mayor, probablemente la Iglesia de la Paz, orientada hacia el oeste, como muchas otras iglesia de África condicionadas por el lugar. Un cambio en la orientación del muro es la prueba de que ha existido una sala rectangular, prolongada por un ábside cuadrado, orientado como la Iglesia posterior que servía como la primera sala de la reunión eucarística. La Basílica mayor parece haber sido construida, como la mayoría de las Iglesias africanas, de prisa para responder a las necesidades inmediatas más que para satisfacer las exigencias de la estética.
Hacia el Norte de la Basílica, nos encontramos con una ciudad, una de cuyas villas estaba decorada con mosaicos de motivos amorosos de inspiración pagana. Agustín cuenta cómo hereda la villa Julianux, anexa a su Catedral, lo que permite extender el conjunto cristiano.
La Basílica, tiene cuarenta metros de largo. Es una de las más grandes de África. Una simple recensión de los epitafios que se encuentran por la arqueología, muestra la difusión del culto a los difuntos. Una profunda cisterna, que ocupa toda la longitud de la nave, parece haber servido de cripta funeraria a sepulturas superpuestas, como lo testimonian los huesos encontrados. Si la arquitectura parece mediocre, la combinación de motivos en el pavimento desarrolla, en compensación, un juego suntuoso de colores y formas. Los epitafios decoran la nave como tapices multicolores y nos recuerdan a quienes descansan ya en Dios.
A la derecha de la entrada, son aún visibles, el Baptisterio, apoyado en cuatro columnas, y las pequeñas termas. Al oeste de una capilla que está a la izquierda de la gran Iglesia, el suelo está tapizado por mosaicos, el más bello de los cuales, es “el arca de Noé”.
La casa episcopal, englobada en las dependencias eclesiales, no tenía acceso a la Iglesia. Agustín llega a la Basílica atravesando la calle en donde los mendigos piden ayuda y caridad.

La vitalidad del puerto

Pasando en barrio cristiano comenzaba el puerto, que abre Hipona al mar y da a la ciudad su fisonomía y animación. El Mediterráneo mezcla gente griega y comerciantes sirios. El predecesor inmediato de Agustín es uno de esos griegos que nunca habló fluidamente latín. El obispo cita en griego las aportaciones de esa gente a la ciudad.
            Como todos los puertos, Hipona posee sociedades de armadores encargados de transportar los productos naturales sometidos al impuesto. Cuando no son requisados por el Estado, podían realizar travesías en las que lucraban mucho. Reciben un salario proporcionado al valor de las mercancías: el 4% del trigo, por ejemplo. Agrupados en corporaciones, heredaban su profesión, al igual que los panaderos de Roma. Si corren peligro se unen y forman un poder importante: podían especular sobre las mercancías del Estado, retenerlas en los puertos, embarcar clandestinamente a comerciantes que no pagaban su patente. Otras profesiones y corporaciones giraban alrededor del puerto: obreros de las canteras, calafateros, areneros, zambullidores o buzos y especialmente estibadores, los únicos que podían cargar y descargar las mercaderías de los barcos.


El mercado

La red vial relacionaba Hipona con las llanuras de la Numidia cerealista y aún con los grandes olivares de la región de Theveste. Todos esos productos habían motivado la construcción de enormes almacenes. Cereales y aceite, frutas y legumbres de la campiña, así como el producto de la pesca constituyen la parte más importante; pero no faltan tejidos, piedras preciosas, oro y plata.
            El obispo recorrió muchas veces el vecino mercado, hervidero de vida. Mejor que los libros, le permitía entrar en lo cotidiano, en la algarabía de las embarcaciones y de los vendedores. Los romanos rodeados de clientes, se cruzaban con nómadas de tez bronceada, mientras los esclavos se codeaban con los prestidigitadores y las prostitutas envueltas con túnicas de colores brillantes. Un escriba, una echadora de cartas y un mago haraposo recitan peroratas y devanan hechizos. Unos bailarines negros dan vueltas frenéticas, mientras un narrador va improvisando un relato con una mímica que subraya lo patético de una heroína.
            El mercado de M. Cosinius en Djemila, nos da una idea concreta como deberían de estar organizados todos los mercados. Alrededor de un patio enlosado bajo la galería, se encuentran las tiendas de diversos comerciantes. Para poder entrar, el vendedor debe deslizarse a gatas por debajo del mostrador de piedra. Cerca de la mesa, se encuentra el ponderarium, una gran losa horadada con diez huecos cilíndricos, donde están empotrados los ganchos en que se cuelgan pesas y medidas. Unas cavidades todavía visibles corresponden a las medidas para el vino, el aceite y los cereales. El comerciante las llena con la cupa olearia (medida de aceite). A veces, se puede encontrar una estatua de Mercurio, el dios del Comercio, que da, él mismo, el ejemplo al sacar el aceite de las jarras.
            Los comerciantes de Hipona, según sus convicciones o intereses, se hicieron cristianos. El africano de ayer como el de hoy elevó el comercio y el regateo al nivel de un rito y de un juego. El más astuto es quien gana. Pero todavía se trata de respetar las reglas del juego, de no usar falsas balanzas y de no engañar con la mercadería.

Oficios y profesiones liberales


En los sermones se habla de todos los oficios ya que la mayoría se encuentran representados en Hipona. Uno tras otro aparecen en la predicación: tejedores, sastres, orfebres, alfareros, zapateros y carpinteros zapateros. Incluso el pajarero con su flauta. Los bataneros ocupan un lugar principal, quizás porque una fábrica de púrpura al lado de una tintorería, colindaba con la catedral. Agustín vio a los artesanos en acción y los recuerda cuando los encuentra entre sus oyentes. Sin duda conoció el taller, hallado en la colina de Garf-el-Artrán, los deshechos de la cochura, los anillos de arcilla que separan los envases en el horno para producir las lozas verdes usadas en la región.
            Los oficios en su conjunto bien pueden ser honestos, sin embargo son y se tornan los que son las personas. “No eches la culpa tu profesión, a tu oficio, sino a ti mismo, a tu corazón ávido de ganancias y que no teme a Dios”. Agustín diría naturalmente: “No hay oficio malo, sino malos trabajadores”. Existen oficios francamente deshonestos, como los que conciernen a la idolatría son los espectáculos, como los del proxeneta y de prostituta. Una ciudad portuaria como Hipona no escapa a sus tentáculos. Sin embargo, el obispo insiste poco: ¿a qué sirve hablar a los ausentes?
            Agustín, al igual que todos los escritores cristianos de su época, Ambrosio y Basilio, ataca la usura. Es practicada por grandes y chicos, senadores y aún clérigos. El obispo de Hipona habla duramente de los usureros a quienes trata de ladrones. Le reprocha la impudencia con la que se desempeñan en la plaza pública. España exigía de los convertidos al abandono del oficio de usureo, bajo amenaza de exclusión de la comunidad.
            Las profesiones liberales a que el maestro de Hipona se refiere las más de las veces, son las de docentes, gramáticos, profesores de derecho, retóricos, abogados y médicos. El obispo de Tagaste y Madaura conservó un mal recuerdo de sus primeras clases, en que la enseñanza no era descubrimiento del espíritu sino férula y castigos.
            La profesión médica, bastante mediocre en los comienzos del período romano, se levantó notoriamente a partir del siglo II con el desarrollo de las clases medias. En la época en que Agustín es estudiante en Cartago, el procónsul Vindiciano ya se desempeñaba como médico de renombre.
            ¿Existía en Hipona como Cartago y Tuburbo Maio un templo al dios Esculapio, parecido al viejo Eshum púnico? Un reglamento encontrado en Tuburbo recuerda las prescripciones a que se sometía el devoto, antes de su admisión en el recinto del templo: abstinencia temporal de carne d cerdo, y de frejoles; castidad transitoria; prohibición de acudir a la peluquería y a los baños;  buena higiene. En la época de Agustín la medicina es una ciencia perfectamente autónoma frente a la idolatría.

Gente de mar, gente de tierra

Siendo bicéfala, Hipona mira a la vez al mar y al continente. El tráfico regular del puerto favorece las relaciones con el mundo exterior. La posición marítima de la ciudad sirve a la acción del obispo, más allá de África. Los barcos cargados o vacíos dejan en Hipona a viajeros, obispos, sacerdotes y frailes en gran cantidad. La fama de Agustín atrae la inteligentsia de la Iglesia: Orosio y el monje Leporio. El mismo monje Plagio que huye de la Roma invadida, desembarca en Hipona al llegar a África
            La gente de mar estaba demasiado ausente para influir en la vida cotidiana de la comunidad. La “diócesis” de Hipona, desde el centro de la ciudad hasta su periferia, estaba compuesta principalmente de agricultores. El opulento valle de Seibus significaba prosperidad para la ciudad y el puerto y alimentaba el comercio exterior.
            Fuera de las murallas, los viñedos trabajados subían a los contrafuertes del Djebel Edugh. Hasta donde podía llegar la mirada, se podía contemplar vergeles de olivos y campos de trigo.
            Los que no eran hacendados cultivaban pequeños jardines, fuera de los muros de la ciudad. Esto permitía el acercamiento de aquellos campesinos a la población agrícola; aprendían a trabajar la tierra, incluso a fertilizarla. Los intercambios entre la ciudad y el campo eran diarios por lo menos en el mercado.
            Los olivos tan numerosos en África, con su lagar de aceite. Las aceitunas eran prensadas en una cuba. El orujo recogido era sometido a la prensa. El jugo que se conseguía se recogía en un tonel colocado en el piso inferior luego se purificaba al pasar por dos badenes hacia una segunda cuba antes de colar en las tinajas.
            El trigo sobre todo, sembrado, cosechado, entrojado, almacenado, es lo que enriquece: puede arruinar al pequeño campesino y dejar fortuna al especulador. Desde hace siglos es la riqueza de África. En Roma, para hablar de un hombre muy rico, se decía: “Posee en sus graneros todo el trigo de África”. El alza de los precios, los años malos, las ganancias de los latifundistas de Hipona, provocan las quiebras de colonos.

LAS COSAS DE LA VIDA

Cazar, bañarse, jugar, reír, ¡he ahí la vida! Dice una inscripción de Timgad. Efectivamente, era la vida de una clase privilegiada la que dejó las huellas más numerosas y cuya fortuna se confirma en magníficos mosaicos domésticos. Por modesta que fuera la persona o la familia, era necesario vivir: alimentarse, vestirse, alojarse, aunque sólo fuera miserablemente. Cuando un buen par de zapatos rústicos costaba más caro que el calzado de lujo, ¡ni hablar de cambiar a menudo!

Lengua

En tiempos de San Agustín, la situación en África podría compararse con la de la ocupación francesa cambiando el francés por el latín. Las ciudades y los ambientes cultos hablaban y escribían latín. Roma no sólo había suplantado al griego, lengua cultural e internacional hasta el siglo III, sino que había detenido igualmente el púnico traído por los fenicios y que parece haberse mantenido en la Costa Mediterránea donde se escalonaban las factorías.
            Los historiadores están lejos de ponerse de acuerdo sobre el significado de la palabra púnico. Los hay que traducen por africano; otros hacen remontarse la palabra a las lenguas autóctonas. Algunos distinguen el púnico-fenicio de la Costa Mediterránea, de Lepcis a Orán y el líbico-berberisco que sirve en las relaciones diarias del campo, particularmente en Numidia. Ambos se mezclan además en ciertas inscripciones, como sucede actualmente con el árabe y el berberisco.
            La periferia de la ciudad de Hipona, las regiones interiores, más particularmente las zonas númidas hablaban sin duda una lengua de origen líbico, que se encuentra en inscripciones y epitafios, una especie de mezcla de elementos cartagineses y berberiscos. En esa lengua corriente, sólo las palabras técnicas son traducidas al latín.
            Númidas, moros, gétulos que habitan en las mesetas, siguen hablando bereber (lo que en un principio significa bárbaro –deformado en bereber- o sea, no latino) en las chabolas de Kabilia y de Aurés cuando cosechan la aceituna o llevan sus ganados a las landas del Chelif. El donatismo que nació en Numidia, encuentra en el bereber su principal apoyo, ya que utiliza la lengua vernácula.
            En las ciudades, las de la Costa sobre todo, el público de las iglesias entiende latín; la porción menos culta y más modesta está compuesta de fieles venidos del campo, de las mesetas o son descendientes de inmigrados mediterráneos. Parte de esa gente en Hipona habla el púnico. Los rudimentos del latín de la vida cotidiana, no bastan siempre para poder comprender al obispo, cosa que él advierte. Socorre a esa gente humilde desamparada, y traduce en púnico, las palabras claves que se parecen a la lengua hebrea, como Baal, Edom, Mammon, messias, salus.
            La lengua latina, al igual que la cultura, apenas alcanza los muros de las grandes ciudades. Los que viven en el campo o en las mesetas, por ejemplo en Fusala, hablan púnico. Cuando Agustín separa aquel pueblo de su diócesis y nombra un obispo, se ve obligado a buscar un clérigo que entienda y hable el dialecto local.
            En Hipona, el comercio era más próspero que la cultura, hasta tal punto que no se conoce la escuela secundaria. Y ¡ésta es la segunda ciudad de África del Norte! El latín corriente es tan diferente de la  de la lengua de Cicerón. El fino letrado Agustín se adapta a su público, sobre todo en Hipona. Cuando se encuentra en Cartago, cuida su lenguaje.
            L latín como lengua cristiana se confirma primero en Cartago y en África, más no en Roma donde la liturgia se celebra en griego, hasta la mitad del siglo IV. Conforme la Iglesia va ganando a la burguesía romanizada de África, el latín sigue progresando. Tertuliano,, un hombre poco sospechoso de simpatizar con Roma, sabe perfectamente el griego, pero en sus escritos opta netamente por el latín. Así se forja una lengua de iglesia, más viva que literaria, utilizada para la Biblia, la liturgia y la predicación, lo que ofendía a los puristas, pero servía al pueblo cristiano. De esa manera, la iglesia familiarizó al pueblo con el latín y ayudó a su difusión en el Proconsulario y en Numidia. El latín llegó a ser expresión de la promoción social. Sastres, carniceros, zapateros, libertos y esclavos redactan o hacen redactar sus epitafios en latín. Por cierto, s un latín pobre en que abundan errores y términos impropios, faltas gramaticales, solecismos y barbarismos. Pero si esa gente humilde habla mal el latín, quiere hablarlo e incluso escribirlo, ya que es la lengua en uso y la de los maestros. En Tebesa, sobre un ataúd infantil hecho en una estela, y un frontón, encontramos un nombre púnico y una inscripción latina.
            Cultura y lenguas se modifican en contacto con el pueblo africano hasta llegar a lo que se llamó después de Monceaux, “el barroco africano”. África trae un nuevo aliento a una lengua algo asmática. El genio magrebino fecunda la cultura greco-romana por la riqueza de la imaginación oriental y la rareza de combinaciones verbales. Es lengua meztizada, más florida que racional, recia y viva, en búsqueda de la palabra rara, trae sangre nueva al latín clásico, rígido y académico.
            En África la lengua es un componente esencial de la vida cristiana y de la expresión de fe; toca el alma africana, pues su admiración por la cultura latina no hace que los más romanizados pierdan la calidad de su identidad y el orgullo de su pertenencia a la raza de Jugurta.

Vivienda

Las diferencias sociales son muy marcadas. Un señor Julius, hombre notorio de Cartago, se había construido una mansión suntuosa cerca de las puertas de la ciudad. Al pasar por ahí, no había reparado mucho en los mapalia, una especie de favelas, donde se amontonaban sin aire y sin luz unas chozas de adobe, la clase proletaria. El amo vive en un enorme castillo, mientras los obreros temporales moran en chabolas de paja. En un mosaico de Udna, los obreros agrícolas aparecen viviendo bajo carpas.
            La provincia rivaliza con la capital; el Magreb saca provecho de la arquitectura griega y mediterránea para adaptarla al clima y a las necesidades del país. La abundancia y la variedad de mármoles de África favorecen el desarrollo del mosaico cuyo brillo y belleza impresionan a todo visitante. Conocmos numerosos talleres, de Duga a Theveste, pero principalmente en la Costa de Cartago a Tánger. El mosaico aporta frescura y decora las piezas como si fueran frescos o alfombras. Se inspira en episodios de la vida cotidiana: caza, pesca, festines, placeres del amor. Mejor que los libros, el mosaico describe la vida.
            En la ciudad como en el campo, las bellas residencias contrastan por su lujo y confort con los tugurios ahumados donde viven la mayoría de las personas humildes que componen las comunidades cristianas. Las casas modestas, sobre todo en el campo, son construidas con piedras no talladas sino juntadas con un mortero hecho a base de barro. Ladrillos y losetas escasean. Ya desaparecieron aquellas casuchas apretadas unas contra otras con fines de protección.
            “Las camas son de plata”, dice Juan Crisóstomo, y aun los orinales, lo que provoca el sarcasmo de Clemente de Alejandría. Tanto más rico es el propietario cuanto más colgaduras y cortinas se deben atravesar para llegar hasta él. Los mosaicos del barrio de las villas, conservados en el museo de Hipona, como el bello de la Caza que cubre toda una pared, unían el movimiento con el realismo en la representación de los ratos libres de los ricos.
            Conocemos cantidad de casas africanas. Se parecen todas; difieren principalmente por el lujo y las dimensiones, según la fortuna de los propietarios. Además la arquitectura general se mantiene igual hasta hoy.
            Al igual que la griega, la casa africana dispone de un espacio interior descubierto: patio, jardín, piscina para los más ricos. Más allá de la entrada única, se abre un vestíbulo que lleva al patio. Este es rectangular o cuadrado. Es cercado con pórticos donde susurran una o varias fuentes, que ofrecen frescura. Plantas y flores alegran aquel cuadro familiar. A la izquierda del patio, la sala común; a la derecha, los cuartos con mosaicos monumentales. Las casas de los ricos propietarios son como la de Portus Magnus en Argelia: más allá del primer patio interior, se amplía con dos jardines y sus fuentes; una cisterna en el ángulo norte recoge las aguas que fluyen de los techos y las terrazas.
            En Timgad, numerosas casas acomodadas poseen preciosos baños particulares que pueden ser una simple piscina llamada baptisterium o si no forman varias salas, con piscina de agua fría y caliente, y espacio para ejercicios físicos. Unas termas en miniatura. Los baños en las casas de propietarios cristianos, respondían no solo al gusto del confort sino a la preocupación por evitar la promiscuidad de los baños públicos.
            El nombre del propietario o del inquilino está grabado a la entrada. Los vestigios paganos entre los convertidos al cristianismo, dejan lugar poco a poco a los símbolos cristianos. En los dinteles, los fieles graban un versículo de la Escritura, de preferencia sacado de los Salmos; de ellos se conservaron algunas puertas encontradas en Cartago, que dice: “Dame una señal de bondad”, “Señor, me has socorrido y me has consolado”. En una cornisa se lee: “El Señor te guarda de todo mal, Él guarda tu alma”. En Cartago se encuentra en varios lugares el versillo paulino: “Si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros?”.

Alumbrado

La producción de aceite permitió que África resolviera uno de sus problemas cotidianos: el alumbrado. Gracias a la riqueza del país, Agustín encuentra en Hipona tiempo para trabajar de noche.
            La fabricación de lámparas es una industria particularmente desarrollada. África las exporta a Sicilia, Cerdeña e Italia. Fueron encontrados hornos de alfarería en Milán y en Tidis. Las lámparas africanas hechas primero de arcilla gris y parda, de forma redonda y mechero corto, se modifican y se tornan más elegantes. El tanquecillo se alarga y una depresión ilustrada en las lámparas más bellas, reúne el disco central con el orificio barrenado para recibir la mecha. Las mujeres las cuidaban mucho. La época que nos ocupa, se caracteriza por sus lámparas de bella tierra roja. El disco interior presenta un motivo con círculo decorativo. Los temas mitológicos como Cibeles, Minerva y Baco, aparecen más raramente.
            El candelabro de siete brazos (en hebreo: menorah) con animales simbólicos como el pavo real, el gallo, el cisme, la cobra y la pantera, parece ser simplemente decorativo; la paloma, el ciervo y el pescado sobre todo, pueden interpretarse en código cristiano.
            Las lámparas contemporáneas de Agustín, representan motivos específicamente bíblicos o cristianos. Ahí, el historiador de la antigüedad cristiana encuentra los temas de la Catequesis bautismal: el sacrificio de Abraham y los tres visitantes, los dos mensajeros volviendo de Jericó con un racimo de uvas. Todas estas son figuras de Cristo, que pertenecen a la enseñanza fundamental del Cristianismo. A veces el salvador aparece glorioso, como en Hipona, pisando la serpiente de bronce. En general, es representado simbólicamente por la cruz, un monograma cruciforme (una cruz con hebilla) o monograma constantiniano (la X y la P entrelazadas, a veces envuelta en un círculo). En Utina, en unas termas privadas, se encontraron el alfa y el omega.
            No existe tema más impactante para la sensibilidad religiosa del Oriental que el de la luz. Para el obispo de Hipona, la belleza se transforma en fiesta de luz y colores, “en la profusión y el resplandor de la luz del sol, de la luna y las estrellas, en la sombra de las selvas, en los colores y los perfumes de las flores, en la variedad de colores de las aves, su gorgeo y su plumaje”. No sorprende entonces que el único poema litúrgico compuesto por Agustín, sea un elogio del esplendor que se desprende del cirio en el alba pascual.

Vestido

Como sucede en la moda hoy, el vestido africano conoció influencias diversas, según las poblaciones que se mezclaron en ese crisol vivo: Fenicia, Roma, Chipre y Libia. En el siglo III, Tertuliano deja bruscamente la toga romana y viste el himation griego, especie de abrigo, para afirmar su independencia en relación con Roma. Justifica su actitud en el libro Del Manto. El ejemplo de Tertuliano parece haber formado escuela. La toga tiende a desaparecer. Las togas que llevan ciertos africanos de la época en los cipos funerarios, hacen pensar en la vestimenta antigua de oficiales franceses, que no sirven nada más para la foto.
            En el momento del martirio del obispo Cipriano en 258, éste fue despojado de su ropa. Llevaba un sayal sobre una túnica de lino, llamada dalmática, del nombre de su país de origen, puesta de moda en esa época. Es una especie de casaca ajustada y muy corta, con mangas, puños y delantera adornados con trencillas. Esta dalmática elimina la túnica clásica y se convierte en el traje habitual tanto de hombres libres como de esclavos, en casa y en el campo. Para el trabajo o cuando viaja, el africano la levanta por medio de un cinturón. Debajo, lleva una túnica más ligra, verdadera camisa de lino transparente que se guardaba para dormir.
            La gente de condición modesta no lleva otro vestido que la túnica, incluso en la calle. Los menos civilizados siguen cubriéndose con pieles curtidas de animales. Los mismos ricos se visten con pellizas en la temporada fría.
            El hombre distinguido se sirve de la túnica como vestido de andar por casa. Afuera, añade el abrigo. Es así como se debe representar a Cipriano y a Agustín, al obispo o al notable del siglo IV. Bajo su forma primitiva, el abrigo es una gran tela rectangular, abrochada en el hombro por medio de una fíbula. En invierno, lo usan los campesinos. Los jinetes, cazadores y viajeros lo dejan ondear al viento y sólo se embozan en él para protegerse del frío o de la lluvia. Dalmáticas y abrigos son de lana de ovejas y carneros de las mesetas o los alcores morados del Sáhara. Existía un abrigo de invierno y otro de verano. La forma y calidad de lana podían variar. San Agustín habla de una lana de angora. El abrigo de gala de seda se enriquecía con dibujos, monstruos marinos o genios alados (en el caso de los paganos) y escenas bíblicas (en el caso de los cristianos). No se sabe si el abrigo estaba provisto de una capucha. Tanto en la ciudad como en el campo, el africano andaba con la cabeza al descubierto. Sólo los pescadores llevaban sombrero de paja de anchas alas.
            Las bragas o calzones ceñidos al estilo europeo, llegan a África no antes del final del siglo IV, la época de Agustín. Se encuentran en un mosaico de Cartago que no es anterior al siglo V. Antes, al ir a pie o a caballo, el africano tenía los muslos desnudos. Se contentaba con polainas en las pantorrillas para cazar o trabajar en el campo.
            El calzado es el signo por excelencia de la elegancia. El protocolo lo reglamentaba. Agustín alude frecuentemente a ello, dice: “Respira más alto que tu zapato”. Se reconocía a un senador por sus mulas rojas: eran una especie de botines que cubrían el pie, salvo los dedos, y estaban ornados con una lúnula de marfil, fáciles de reconocer en las estatuas de la época. Los ciudadanos comunes llevaban babuchas sin ornamento o sino sandalias enlazadas, al estilo de los espartanos, o totalmente descubiertas como las sandalias saharianas.
            Los cabellos se llevaban cortos. La moda había variado. El emperador Adriano había sentado escuela con su barba corta. Constantino repuso la moda del afeitado, que luego fue conservada. Juliano el Apóstata fue el único en hacer excepción. Tenía una barba hirsuta y mal cortada, por lo que le apodaron “el chivo”. Los trovadores de la época se burlaban de él en sus versos, cuyo refrán concluía: “Hazte afeitar”. A su vez, los hombres presumían de elegantes. Las navajas púnicas, a menudo cinceladas, llevaban inscripciones o dibujos: una medialuna o un sol. El mango terminaba en cuello de oca o de cisne.
            Los cristianos disertan a propósito de su barba, desde el siglo III. En el Pedagogo, Clemente de Alejandría la considera como “la flor de la virilidad”, invitando a reglamentar su uso. Afeitarse la barba deja pensar en algo femenino; da aspecto de “golfo o cortesana”. Además esto deshonra al Creador. Clemente ve en la barba un atributo divino dado a los hombres y los leones. En Oriente, la barba es característica de los monjes. San Basilio le recuerda a un monje destituido la dichosa época de su fervor, cuando lágrimas de compunción rodaban en su barba. La epigrafía conservó epitafios de peluqueros cristianos, con las insignias de su profesión: espejo, afeitador, peine y tijeras. Las alusiones de Agustín en referencia al aseo: lavarse el rostro, perfumarse la cabeza, suponen que el hombre está totalmente rasurado. Los retratos más antiguos lo representan con cabello corto, el rostro afeitado al estilo romano.
            El aseo de las mujeres ocupó y preocupó a los escritores en África, desde Tertuliano y Cipriano. Ambos autores dejaron una obra sobre el tema. Tertuliano en especial se extiende con una especie de voluptuosidad al hablar de la cabellera femenina, su tez, sus vestidos y perfumes: “No permitan que la ligereza de sus velos deje ver su peinado”. Evidentemente la cabellera femenina le emociona mucho. “Que sus cabellos no se vean; no deben no ondear con negligencia ni ser arreglados con arte”. Se las toma con los africanos que se decoloran los cabellos: “Veo que algunas mujeres se ocupan en desteñir sus cabellos para ponerlos rubios. Se ruborizan por su naturaleza y sienten con amargura el no haber nacido en Germania o la Galia”.
            El vestido femenino había sufrido la misma evolución que el de los hombres. A los vestidos matizados y a los corchetes engastados con piedras preciosas, la sustituyen túnicas ajustadas, ornadas y cubiertas de bordados. La camisa es de lino, la túnica de lana. Para ir d paseo, la mujer se contentaba con poner otra túnica más gruesa encima de la primera o envolverse en un abrigo en forma de chal.
            Si en el “país de la sonrisa” las blusas tienen ingenio, los sostenes africanos, por su parte, están llenos de imaginación. Un mosaico de Hipona que Agustín pudo ver, representa la primavera bajo las características de una mujer joven, cuando se está poniendo una faja de tela o de lino para sostenerse los senos lo más alto posible, a fin de acentuar el grácil perfil de su cuerpo. Además, éste es frecuentemente el  único vestido que llevan. El mosaico del señor Julius representa al ama de casa en un jardín lleno de flores, vestida con una ropa de muselina blanca, importada de China o de la India; la ropa es singularmente transparente, con dejo provocativo al igual que la Afrodita de la Columna.
            La coquetería femenina se apoyaba menos en el corte de un traje o de un matizado muy simple cuanto en el adorno: tejidos preciosos, telas tornasoladas o ornadas con figuras, ropas tejidas con hilos de oro, peinados y joyas. La dama elegante guarda en sus estuches, aretes, collares, brazaletes, anillos de tobillos, sortijas de oro y plata. Hasta hoy se conservan píxides de marfil, con escarabajos de oro y marfil, así como piedras preciosas grabadas en hueco y camafeos, por lo que podían soñar las mujeres elegantes. Las cartaginesas habían usado y abusado de todos los artificios de la elegancia. Sus descendientes del siglo IV continúan con esa moda, sin mayor discreción. Cipriano había increpado a una noble matrona por haber realzado el esplendor de sus ojos con “kojol azulado”. Tertuliano, por su parte, está al tanto de todo ello, ya que es hombre casado. Sabe que los polvos aclaran la tez un poco morena; el carmín aviva labios y pómulos. Las pastas depilatorias permiten que las africanas tengan el cuerpo totalmente liso. Aceites y aromas importados de Arabia, sirven para impregnar el cuero cabelludo y maquillar el cuerpo. Al placer de los ojos, los perfumes vienen a añadir voluptuosidad del olor.
            La Iglesia se esforzó por moderar aquellos excesos. Cierto día Agustín fue consultado por un obispo colega sobre este punto. Responde diciendo que no prohíbe a las mujeres casadas los adornos de oro ni los ricos brocados, pero rechaza los coloretes que dan brillo. “Estoy seguro que ni siquiera se dejan engañar los mismos maridos. Aún las mujeres casadas deben llevar un velo que cubra el cabello”. En la misma carta, el obispo menciona “los aretes que los hombres llevan de un solo lado”. Se trata de una moda masculina, de origen supersticioso, una especie de amuleto por el cual los cristianos siguen “honrando a los demonios”. En cuanto a las vírgenes consagradas, llevan un vestido discreto sin atildamiento, que no atrae la atención; su velo es signo de consagración, ya desde la edad de los 25 años. En Cartago, en la época de Tertuliano, las mismas mujeres casadas llevan el velo fuera de casa. Las jóvenes se cubren unas veces en la calle; otras, se contentan con taparse el rostro. Pero jamás se ponen el velo en la Iglesia. Tertuliano les imponía el velo desde la pubertad.
            Hombres y mujeres utilizan el engaste del anillo como sello. Los paganos lo ornan muy a menudo con un motivo de buen augurio, para la buena suerte de su propietario: Venus, Mercurio, Minerva, un timón, un cuerno de abundancia o un retrato imperial. Los cristianos afirman discretamente su fe escogiendo, como sello una paloma, un barco a velas desplegadas, un ancla, un pescado, una lira, pero jamás una imagen idolátrica. Otros se inclinan por un orante, el monograma de Cristo, alguna inscripción como  Spes in Deo (esperanza en Dios), Vivas in Deo (Vive en Dios). El peine de una cristiana de Hipona, con una cara que representa a Daniel en el foso de los leones, hace ver que la coquetería desviaba de la religión. Tertuliano ya en su época, se burlaba de las mujeres que llevaban aros en todos los dedos de la mano izquierda. Clemente de Alejandría dice que la sortija de pedida era convertida luego en anillo sigilario. La ponían probablemente en el cuarto dedo, por lo cual ese dedo se llegó a llamar anular. El anillo sigilario tenía un papel importante en la vida. Autentificaba los actos más graves: noviazgo, matrimonio y testamento. Se imprimía en las cosas preciosas y los regalos. Con él se marcaban víveres, bebidas y aún las llaves. Servía para limar (sellar) cartas y actas públicas. Los obispos de la época que llevan el anillo y firman con él sus cartas circulares, no hacen más que acomodarse a la costumbre.
            Adornos aparte, la higiene era comparable a lo que conocemos hoy. Aún no se conocía el jabón; lo suplían con aceites perfumados, importados de Arabia. Todavía se guardan aquellos frascos de aceite llamados “lecitas”, utilizados para el baño, y unos estrígilos que servían para la piel, una especie de almohazas limpiadoras. Ya en el siglo II, el dentífrico hecho con plantas exóticas, dejaba los dientes brillantes y limpios. Los más humildes usaban el carbón.
            Las termas particulares eran privilegios de ricos, privándose así de distracciones y encuentros. La gran mayoría de ciudadanos se lavaban diariamente en los baños públicos. El mandato de Adriano que reservaba las termas para las mujeres por la mañana y por la tarde para los hombres, parece haber caído pronto en desuso. En el tratado sobre El Vestido de Las Vígenes, San Cipriano se levanta contra las que van a los baños públicos porque son mixtos. La desnudez era completa para ambos sexos. En las Confesiones, San Agustín relata que a la edad de 16 años, mientras se bañaba con su padre, éste se alegró al constatar “los signos de pubertad”. Hasta el pueblo más pequeño tenía su baño. Los habitantes de Hipona y de las ciudades de la Costa podían bañarse en el mar. N África bañarse no era un lujo sino una necesidad. Según Agustín era un remedio contra la tristeza. Sin poner en duda la utilidad de las termas y la necesidad de la limpieza, a fin de no incomodar a los demás, particularmente en la ciudad, y en las reuniones litúrgicas, la Iglesia no obstante pone sordina al culto excesivo y afeminado del cuerpo. Clemente de Alejandría condena la voluptuosidad que acompaña a los baños emolientes, por la sola búsqueda del placer. Recomienda el baño por la limpieza y sobre todo llama la atención  sobre el peligro de la atención dada por esclavos de otro sexo. La regla de San Agustín permite que las religiosas se bañen una vez al mes. La razón es por demás evidente. Sólo algunos frailes excéntricos rehúsan bañarse y cultivan el desaseo. Los baños seguían un rito: inmersión en agua fría, luego en agua tibia y caliente; un tiempo en el sudarium, especie de sauna para transpirar, unción con aceites perfumados, fricciones, depilación. Una vez relajado, el africano podía entregarse a la conversación o la lectura. La superstición que todo lo llena, alcanza también a los baños. Es así como en Hipona, en la fiesta de San Juan, los cristianos iban a bañarse en el mar, siguiendo una costumbre supersticiosa de los paganos, que se remontaba a la celebración del solsticio de verano.

Alimentación

La comida juega un papel considerable en la antigüedad. Es un rito que conserva algo de su origen religioso. Es el momento de honrar a huéspedes y recibir amistades. Esto es principalmente cierto para la cena, que era la comida principal y, en África, como en todo el Oriente, se realizaba al caer la tarde. El desayuno que, en sentido literal, rompe el ayuno, es la primera colación. Agustín la menciona alguna vez cuando habla del estómago vacío, al final de la mañana, en casa de ricos y pobres: “Sea cual fuere tu riqueza, cuando llegan las once horas, tienes hambre y te sientes desfallecer”.
            En el África romana, como en Túnez, todavía hoy entre los musulmanes, el hombre es quien va de compras cargando la canasta. Trae pescado, huevos, pan, legumbres, frutas y trigo. El hombre del campo vive de los productos del suelo. Aceite y olivas jamás le faltan. La pesca en la Costa y la caza en los lugares montañosos y las mesetas, permiten diversificar la comida ordinaria. Para mejorar su menú, los pobres recogen caracoles, saltamontes y langostas; sacan raíces del suelo o hacen hervir cardos. El pescado es el alimento y la carne del pobre. Tanto en Cartago como en Hipona, el mercado de pescado tiene mucha clientela; la gente puede conseguir esturiones, escaros y mújoles. Los pobres se contentan con pescado ordinario, fresco, salado o ahumado.
            La harina de trigo (para los pobres la de cebada) es la base de la alimentación: caldos, pastas, pasteles y pan. L puche africano es una mezcla de cereales y de agua al que se podía añadir trigo fresco, miel y un huevo. El impuesto de la “anona” y las deducciones operadas por Roma obligan a menudo a que el campesino productor de trigo se contente con mijo y cebada.
            La carne era signo de riqueza. Se servía en mesas de gente acomodada; entre los pobres, era señal de fiesta. Ninguna carne era prohibida a los cristianos que ya habían suprimido los tabúes alimenticios del judaísmo. Algunas sectas, como el maniqueísmo, que se encontraban en África, prohibían carne y vino: el vino, lo vetaban por virtud, y la carne de animales porque las almas de los vivos podrían haber pasado a los animales sacrificados. En Cartago el obispo era invitado a menudo a comidas suculentas. Un día le sirvieron un asado de pavo que él mismo recuerda en la Ciudad de Dios; le había gustado mucho porque era distinto al bodrio conventual. En la mesa del obispo, sin embargo, el vino era parte de todas las comidas, fuera de las temporadas de ayuno. A Agustín le gustaba pero lo bebía con moderación. El menú se componía, sobre todo de legumbres y frutas. La alcachofa era muy apreciada en África.
            Entre las frutas se encontraban higos, manzanas, peras, uvas y nueces. Las carnes más habituales eran la de buey, cerdo, cabra, cordero, conejo, liebre y lirón. En las mesas finas, servían pavo, algún flamenco o hasta loros.
            El carácter religioso de la comida se perpetúa en África en las numerosas cenas de las cofradías y en los banquetes ofrecidos con ocasión de fiestas religiosas, como el aniversario de un fundador o la dedicación de un nuevo edificio. El reglamento de la Curia Iovia de Simitú, proporciona el detalle de las prestaciones exigidas a los miembros de la junta o percibidas como multas a los compañeros indisciplinados: pan, vino, sal y víveres, sin duda de calidad común. En la época de Tertuliano, ya los cristianos socorrían a los pobres, invitando de costumbre a los desheredados, las viudas que la Apologética llama “los niños de pecho dela fe”. Esta invitación existe todavía en el siglo IV. Los maniqueos no aceptan su legitimidad, porque se sirven carnes y frutas u esa práctica les parece inspirada de los sacrificios paganos. Es necesario reconocer que las comidas religiosas tenían mala fama, porque se convertían a menudo en borracheras y orgías. Las hojas de hiedra, aquellas insignias de las Bacantes, se encuentran en un mosaico africano del siglo IV y comprueban bastante que las fiestas de Baco o Líber, celebradas el 17 de marzo en la época de Tertuliano, no habían perdido nada de su popularidad, dos siglos más tarde. Era una fiesta de primavera y de fecundidad. Paseaban en triunfo un “falo” gigante en un carro, primero en la ciudad, luego por el campo. La fiesta recibía su inspiración de Roma. La comida de caridad practicada por los cristianos ya desde el siglo II en África, no tiene raíces en prácticas paganas, sino en una motivación evangélica. Como su Maestro, el cristiano debe preocuparse por los que tienen hambre.
            La cena era preparada por el ama de casa, sirvienta en casa de ricos, señora en casa del pobre. Utilizaban el fogón o el fuego encendido en medio de piedras, o sino el hueco de alguna piedra. Allí se tuesta el trigo, se prepara el pan, se asa la carne. Por extensión, la palabra hogar (lar) o fuego se refiere a toda la familia.
            Las villas ricas de África tienen un comedor llamado oecus o triclinium, que da normalmente al fondo del patio interior. Los mosaicos permiten descubrir la disposición de las camas en que se acostaban los invitados. Eran colocados en forma de herradura, el espacio central quedaba libre para las mesas y el servicio, era ricamente adornado con mosaicos: cuadros de Baco llevando la rueda del zodiaco y el cuerno de la abundancia (en Hipona) lleno de uvas, visita de Dionisio a Icario, a quien le regala un racimo para agradecer su hospitalidad. La posición reclinada de los comensales apoyados en el codo izquierdo, limita su número a nueve, de ordinario.
            En la antigüedad era común, como lo demuestran las salas de banquetes mitriádicos, botar en un reguero cavado en la extremidad del plano inclinado de las camas, todos los desechos de las mesas. Los comensales usan una cuchara, en mesa de ricos, el utensilio es de plata. Los platos son de madera, tierra o mármol. La alfarería africana es bastante conocida gracias a las tumbas. Las clases sociales más modestas utilizaban una cerámica tosca, modelada sin arte, que pudo servir a la población pobre de los suburbios urbanos. Los alfareros africanos parecen haberse limitado a la vajilla ordinaria: copas, fuentes, tazas, platos, tinajas y ánforas, sin olvidar los pebeteros. La cerámica de lujo era importada de Italia del sur o de Grecia. Los productos galos eran más populares en los mercados de Mauritania. Los ricos sirven en una vajilla de plata. El vino se depositaba en ánforas, jarros, cráteras o botellas. Era de buen tono utilizar el oinokoé, una especie de ánfora con pitorro trifoliado.

Tabernas

Alrededor del foro de Hipona, se encontraban unos bares que pueden verse aún en Lepcis. Se observan las placas de mármol de las mesas. Las posadas servían para la política y permitían que los candidatos expusieran su programa con argumentos en mano. Los esclavos cargan enormes ánforas. Los vasos se entrechocan para el brindis. Se conservan suscripciones en griego y latín, encontradas en África. ¡Bebe y vivirás! En Udna, Utere, feliz, ¡Sírvete y sé feliz! En Duga.
            Las tabernas populares, los comensales o bebedores estaban sentados a la turca en cuclillas, en unas bancas-mesas con alto respaldo. El centro de la pieza está reservado para el servicio y las atracciones. Los sirvientes pasan entre las mesas cargando en su cabeza bandejas de pasteles o panes. Un muchacho sirve a los comensales. Otro empleado tiene un cuchillo para cortar la carne. En un ángulo de la pieza, el cocinero cuida sus hornillos y al olla colocada en la cocina. El vino está en una botella de gollete largo sobre las mesas. Cada comensal tiene su copa, un esclavo con su ánfora, llena las botellas conforme se van vaciando. La comida viene acompañada de atracciones: un malabarista en túnica corta, dos bailarinas amenizan el ambiente con castañuelas al ritmo que marca la música de una flauta de pan. Las más célebres venían de Cádiz en España, y eran muy populares en Cartago. A pesar de vestir con cierto decoro, no dejaban de ser cortesanas.
            Como el país es productor de vino, busca sacar de él utilidad. A menudo el vaso es consuelo y droga para el pobre. Cualquier pretexto es bueno para beber, incluso las motivaciones religiosas, según costumbre que en África se remontan muy atrás. El culto a los muertos y los mártires degenera en excesos. Por haberse opuesto a unas escenas de embriaguez hasta en la Basílica de Hipona, el mismo Agustín arriesgó su vida. Se vio obligado a predicar durante dos días para convencer a los reacios. Al leer las numerosas filípicas de Agustín en contra d la borrachera, se puede concluir que muchos feligreses pasaban el domingo en las viñas del Señor. Las llamadas de atención de Agustín provocan más hilaridad que reprobación. El abuso del vino hace también estragos entre los clérigos, incluso entre los obispos. Un día de bautismo, las recomendaciones se hacen más apremiantes para que los fieles no vuelvan por la tarde en estado ebrio. Con ocasión de la comunión solemne, la familia animaba al adolescente: Bebe, ya eres hombre. Al tribuno Bonifacio, Comandante de África del Norte, que interroga al obispo sobre la manera de vivir como buen soldado, éste le responde: “Beban un poco menos”.

Juegos

Los juegos, en particular los dados, eran una de las distracciones más populares. La pérdida de tiempo y de dinero le merecieron severos juicios. Un tratado o más un sermón, otrora atribuido a San Cipriano. De Aleatoribus (de los jugadores). El texto no es de Cipriano, sino más bien de origen africano, de comienzos del siglo IV. El tratado describe a las cortesanas que se pasean alrededor de las mesas de juego. Esto, para el ambiente y el Sitz im Leben. ¿Se jugaba en los bares? Poco se sabe de ello. Se jugaba con tres dados y luego con dos, eran de hueso o de marfil. El juego de azahar se hacía de un solo golpe. Podía ser corregido por cálculo: los dados se combinaban con fichas, y se realizaba en un tablero.
            Los jugadores armaban gran jaleo en los lugares públicos, invocaban a Baco y, a veces, a la querida. Todo dependía de las apuestas. Uno podía llegar a arruinarse, lo mismo que en el casino. La cantidad de daños encontrados en los sepulcros demuestra que el juego aparece como un pasatiempo propio del más allá. Normalmente estaban prohibidos en los lugares públicos, y para los esclavos, salvo en ciertas festividades como las famosas Saturnales. La gente jugaba en la calle o en la taberna. El juego ocupa la orilla de la vereda, lo que permite jugar tranquilamente sentado en una banca.
            Los doce sabios, poetas de la época, compusieron versículos sobre este tema. Otras inscripciones expresan un simple deseo: Palma feliciter (buena suerte).
            ¿Existía acaso en las salas de juego la estatua de alguna divinidad ante la cual se hacían sacrificios? El De Aleatoribus parece confirmarlo. ¿Qué hubiese dicho el autor al ver en Damus-el-Karitu, una mesa de juego con el crisma? Los cánones apostólicos prohibían a los clérigos jugar, desde obispos hasta lectores. Justiniano les llega a “prohibir incluso mirar jugar”.

Caza y pesca

Cazar era deporte para los ricos, defensa de las plantaciones para el campesino y una necesidad vital para los menesterosos. La caza ocupó un lugar considerable en la vida y los tiempos libres de los grandes señores.
            La caza de fieras era un derecho real hasta en tiempos de Honorio. El cazador llevaba un vestido corto, ajustado al cuerpo, que le dejaba libre sus movimientos. En los pies usaba polainas o semibotas; a caballo, llevaba un abrigo flotante.
            De ordinario, los militares son empleados en la captura de animales salvajes destinados a los juegos del circo. Como armas, utilizan el mazo, el hacha y, sobre todo, el venablo. También usaban el chuzo de dos picos conjugados. Para la caza de aves, empleaban el arco y la ballesta. Las redes servían para caza y pesca. En cacería, cortaban el paso a las fieras. Clamoreos y perros asustaban a los animales que se echaban en las redes. En una escena de cacería de jabalí, dos perros hostigan a la fiera que acaba de salir del bosque: son mastines con pelaje raso leonado, los músculos del cuellos henchidos y las orejas tiesas. Frente a ellos, se yergue un fuerte jabalí macho, pesado y macizo; dobla las patas delanteras presto a la defensa.
            Para los circos, los jinetes llevan leones y leopardos hacia un cercado donde ovejas y cabras sirven de carnada; otros cazadores, a pie, protegidos con escudos, espantan las fieras con antorchas, empujándolas a las redes escondidas en los matorrales.
            La familia de los Laberii de Utina parece haber cazado jabalíes y panteras en las selvas que lindaban con sus tierras. Los latifundistas practicaban también la montería. Los esclavos sirven de picadores de caza y ojeadores. Eran célebres los perros libios, especie de lebreles, incansables en los caminos.
            La gente más humilde, como el campesino, simplemente abate las perdices en un buitrón. Una codorniz o perdiz mejoran el menú en la mesa del pobre. Los animales salvajes, según el Derecho Romano, pertenecen al cazador, donde sea que se haya capturado la presa.
            En un país que bordea el mar, la pesca era tanto profesión como diversión. Constituía la distracción ideal de los hombres apartados de la vida pública. El pescador lleva la túnica corta que deja el brazo libre; a veces se viste de abrigo; unas veces está desnudo con sólo un taparrabo, otras, lleva un grueso pantalón o un sombrero. En sus canastas está la carnada: lombrices, moscas, insectos o migas de pan y desechos de salmuera. Los pescadores semidesnudos traen redes en su velero; delfines, dorados, peces de San Pedro, salmonetes, sepias y torpedos de mar. La pesca se hace con caña, red, buitrón o arpón. Se capturaba el mújol y el escaro, atando la nasa al barco con una hembra, los machos se precipitan a montones.
            A menudo para los africanos, el pez es símbolo de fecundidad y felicidad. Protege contra el “aojo”. De ahí viene el voto: “¡El pez, en tu ojo!” Todavía hoy se venden en los zocos de Túnez, enormes pescados de tela roja, utilizados con ocasión de fiestas familiares como nacimientos y bodas. El cristianismo lo utiliza a su vez para simbolizar a Cristo, el bautismo o al cristiano.

Viajes

En la antigüedad, el viajero, peregrinus, lejos de su patria, simboliza  una condición precaria: vive la inseguridad, la indigencia, la hostilidad.
            La gente sencilla va a pie o usa una montura o el carruaje; oficiales y notables con misión propia, utilizan el cursus publicus o la litera, que a la larga es un martirio: el viajero soporta el choque de los ejes contra las calzadas de pavimento desigual, mal cuidados en la época del Bajo Imperio. El balanceo de los portadores o de las monturas, provoca un mareo grande.
            En África, lejos de las grandes rutas, se suman el calor, los precipicios, los lugares peligrosos, los ríos por vadear, las fieras y los ladrones. Los caminos secundarios no están señalados y son irreconocibles, especialmente en las selvas y durante la noche. A veces el viajero recurre a un guía, a veces éste se equivoca. Las condiciones climáticas y el relieve geográfico eran peculiares: montañas y mesetas especialmente en Numidia, torrentes y ríos, pantanos y estepas agravan todavía el viaje. Los caminos son monótonos  accidentados según costean el mar o trepan por gargantas y desfiladeros de montaña. En invierno las inundaciones llenan de baches los caminos, en verano un calor enorme.
            Durante la época del Bajo Imperio, el viajero africano teme particularmente a los bandidos y a los sectarios donatistas (circunceliones). El bandolerismo fue una de las plagas de la antigüedad, particularmente en África. Cipriano narra cómo un viajero llegado a la posada, la ve de pronto asaltada por bandoleros que gritan: ¡Arriba las manos! Las Confesiones hablan de desertores del ejército que desvalijan a los viajeros. Con los sectarios donatistas, el bandidaje se había convertido en institución y subsistencia. Aquellas personas marginadas de la Ley, armadas con hachas y hondas, recorrían las campiñas aisladas, asediaban fincas y residencias rurales con el grito de guerra: ¡Deo laudes!

Hospitalidad

La posada en que el viajero come y descansa es una casa con atrio o patio interior. Baños y establos se encuentran en la planta baja. La gente más pobre duerme cerca de sus animales. Los cuartos de huéspedes se encuentran en la primera planta.
            Tanto en África como en Italia las tabernas tienen mala reputación. El hotelero pasa por bribón y su sirvienta por mujer de dudosa virtud. Agustín cesa a un sacerdote por haber pasado la vigilia y la noche de Navidad en una posada donde la encargada tenía una reconocida reputación de pelandusca. La fama de las hotelerías y el costo de las estancias hacen que los cristianos del siglo IV que van de viaje, prefieran “una casa hospitalaria”. A fin de evitar cualquier abuso, sacerdotes y laicos llevan consigo una carta de recomendación firmada por el obispo. De este modo son acogidos como hermanos, alojados en familias u hospicios. Leporio construyó una de esas casas de ayuda en Hipona. Por falta de hospicios, se abren incluso iglesias para descanso de los viajeros. Es así como Mónica, antes de embarcarse para Roma, pasa la noche en la memoria (capilla) de San Cipriano que se encontraba cerca del puerto de Cartago.
            En la antigüedad principalmente en el Oriente, la hospitalidad era algo sagrado. Entre los cristianos africanos, es la expresión máxima de la caridad y de la comunión entre comunidades. Al hablar de acogida, el obispo de Hipona gusta de evocar la escena de Emaús, en que los compañeros de camino retienen al desconocido que no supieron reconocer y que era Cristo. Y el obispo añade: “Retén al huésped, si quieres encontrar a Cristo”.


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Hammam, A.G., La vida cotidiana en África del Norte en tiempos de San Agustín, Versión castellana, realizada por Luis Castonguay, Perú-Madrid, Organización de Agustinos de Latinoamérica OALA, Centro de Estudios Teológicos de la Amazonia CETA, 1989.




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