jueves, 14 de noviembre de 2019


ELEFANTES DE GUERRA

Si por algo se caracterizaron las legiones romanas fue por su capacidad para mimetizarse con los pueblos conquistados. A lo largo de los siglos integraron en su ejército monturas tan pintorescas como los dromedarios o los camellos e incluyeron en sus filas a combatientes tan castizos como los honderos baleares. Los mismos germanos sirvieron como guardia personal de los siete primeros emperadores por su ferocidad en combate. Ya fuera durante la República o el Imperio, la Ciudad Eterna no tuvo reparos en admitir en sus filas toda aquella revolución que pudiera ofrecer una ventaja clave en combate. Sin embargo, de entre todas ellas hay una que afectó a Hispania en especial: los elefantes.

Unos animales «duros» y cuya «corpulencia aterraba a los soldados», pero «torpes» y a los que solo se les podía sacar provecho con «muchísimo trabajo». Así es como definió el mismísimo Julio César (100 - 44 a. C.) a los temibles elefantes de guerra. Unas inmensas moles de 5 toneladas de peso y 3,5 metros de altura que causaban estragos cuando cargaban contra el enemigo. Aunque también un arma de doble filo, pues no era raro que, al asustarse, se descontrolaran y provocaran el caos. Ya lo expresó el historiador Apiano (95-165 d. C.) en «Historia de Roma. Sobre Iberia»: «Esto es lo que les suele ocurrir siempre a los elefantes cuando están irritados, que consideran a todos como enemigos. Algunos, a causa de la falta de confianza, los llaman enemigos comunes”».

El ejemplo vivo de lo peligrosos que eran estos animales para las tropas aliadas lo sufrió en primera persona el cónsul Quinto Fulvio Nobilior en el verano del año 153 a. C. Por entonces, el representante de la República romana fue testigo de cómo una decena de estos paquidermos abandonaban el asalto sobre las murallas de Numancia y se volvían, asustados, contra los mismos legionarios que les habían adiestrado. El resultado de la contienda fue una verdadera humillación para sus hombres, que se vieron obligados a abandonar el asedio y huir para no morir aplastados. Por si fuera poco, aquel desastre se completó cuando los defensores abrieron las puertas de la ciudad sedientos de sangre. «Los numantinos se lanzaron desde los muros, y en la persecución dieron muerte a cuatro mil hombres y tres elefantes», explica Apiano.

Entre Cartago y Roma

El origen de esta contienda hay que buscarlo en el siglo III a. C. Época en la que la Península era testigo de los enfrentamientos entre las dos grandes potencias de la época: Cartago Roma. Una región la primera que, tal y como afirma el estudioso decimonónico Philippe Le Bas en su «Manual de historia romana desde la fundación de Roma hasta la caída del Imperio de Occidente», extendía su comercio por «toda la costa septentrional de África desde los confines de Libihasta el gran océano», disponía de un «vasto imperio que se extendía sobre las costas occidentales del Mediterráneo» y (afincada por estos lares) se nutría de las minas de Hispania para sufragar sus contiendas contra su eterna enemiga: la República ubicada en Italia.

Así fue como Hispania, conocida como «tierra de conejos» o «tierra de los metales» por los romanos, se convirtió en un campo de batalla obligado para los hermanos Publio Cneo Escipión. Los generales que, tras la llegada de refuerzos a Ampurias en el 218 a. C., se propusieron expulsar por las bravas a los cartagineses de la Península. La misión les costó a ambos la vida (literalmente) y no se materializó hasta el año 206 a. C. cuando, vencidos en todos los frentes, los hombres de Aníbal y Asdrúbal plegaron banderas y regresaron hasta su hogar en el norte de África. Aquello no fue una derrota más, ni mucho menos. Por el contrario, significó el fin de una de las épocas de expansión más destacables de Cartago. Unos años ligados a la familia Bárquida y que había inaugurado Amílcar Barca desembarcando en Gadir allá por el 237 a.


Aníbal sobre un elefante

Tras la huida de los cartagineses, los romanos debieron dejarse seducir por el sol peninsular y por las ricas minas de oro y plata que el destino había puesto en la región, pues no dudaron en sentar sus reales en la región. Fuera cual fuese la causa, no tardaron en conquistar el territorio y dividirlo en dos grandes provincias: la Hispania Citerior y la Hispania Ulterior. Cada una, al frente de un pretor. Por si la dominación territorial no fuese ya poca humillación, obligaron además a las diferentes tribus locales a rendir pleitesía a sus nuevos jefes a base de cobre. «Con la obligación de pagar tributo se establece la acuñación de monedas en las ciudades sometidas, dispuesta por Roma», explica el arqueólogo e historiador Adolf Schulten en «Hispania, (geografía, etnología, historia)».

Primera lucha

Con estos mimbres (una dominación cartaginesa y unos nuevos enemigos) los nativos decidieron dejar de ser testigos mudos para iniciar una contienda en contra de la dominación romana. Un enfrentamiento que, a día de hoy, conocemos como Primera Guerra Celtibérica y que se inició en el 181 a. C. cuando los habitantes de la Hispania Citerior reunieron un contingente de 35.000 combatientes para enfrentarse a los romanos. Al menos, según explica el conocido historiador Tito Livio en sus textos. Para enfrentarse a este inmenso ejército, Marco Fulvio Flaco (pretor de la Hispania Citerior) logró armar un contingente que, aunque inferior en número, reprimió durante dos años a los sublevados.

Entre las contiendas más destacadas protagonizadas por Flaco (quien inició desde la ciudad de Aeruba -en la demarcación de Toledo- su conquista) quedó grabada a fuego la de Carpetania (en el centro de la geografía española). Un enclave que era considerado la llave para la conquista romana de Celtiberia. El mismo Livio desveló en sus textos que, durante esta lid, los defensores lucharon hasta la extenuación contra las legiones: «Los celtíberos tuvieron unos instantes de indecisión e incertidumbre; pero como no tenían dónde refugiarse si eran derrotados y toda su esperanza radicaba en el combate, reemprendieron la lucha de nuevo con renovado brío». Su bravura no les valió de nada, pues fueron derrotados amargamente.

Lo mismo les sucedió cuando a la Península llegó (en el 180 a. C.) el nuevo pretor de la Citerior: Tiberio Sempronio Graco. El mandamás logró romper el asedio de la ciudad de Caraúes (aliada de Roma) y detener drásticamente la sublevación local tras la batalla de Moncayo (en la que causó a sus enemigos unas 22.000 bajas). Fue tan letal que los alzados pactaron entregar a Roma una serie de tributos anuales y ceder hombres para sus legiones a cambio de la paz.

«Pese a que la moderna historiografía se refiere a las iniciativas de Graco como “acuerdos” […] nos hallamos ante imposiciones unilaterales. […] Esencialmente pasaron por la entrega de armas, la disolución de la alianza militar celtibérica y la rendición incondicional […]. Desde ese momento se prohibió la fundación celtibérica de nuevos centros urbanos», explica el profesor de Historia Antigua Enrique García Riaza en su artículo «Roma y la Celtiberia hasta la paz de Graco» (incluido en el número 41 de la revista «Desperta Ferro»). A su vez, también se les impidió fortificar sus dominios para evitar que, a la postre, costase tanto destruir sus defensas.

Más división

La «pax» deseada se extendió 23 años desde el 177 a. C. Al menos oficialmente, pues durante aquellos años se sucedieron varios enfrentamientos que (aunque fueron sofocados por los gobernadores locales) dieron más de un calentamiento de cabeza a los invasores. A pesar de todo, Roma únicamente mantuvo dos legiones en la Península durante la mayor parte de este período. Poco después las tensiones volvieron a aflorar por enésima vez. Y con razón, pues los tratados de Graco habían sido tan humillantes para los celtíberos que hasta la mismísima Roma había intentado rebajar posteriormente las represalias con el objetivo de reducir la tensión en Hispania.

Nada de nada. A pesar de la calma que se había intentado forjar, en el 154 a. C. volvieron a resonar tambores de guerra. La razón del comienzo de las disputas fue que la ciudad de Segeda (en Zaragoza) decidió ampliar su muralla 8 kilómetros. Una medida que violaba los mencionados acuerdos de Graco.

Así lo explicó Apiano en «Historia de Roma»: «Segeda es una ciudad perteneciente a una tribu celtíbera llamada belos, grande y poderosa, y estaba inscrita en los tratados de Sempronio Graco. Esta ciudad forzó a otras más pequeñas a establecerse junto a ella; se rodeó de unos muros de aproximadamente cuarenta estadios de circunferencia [aproximadamente 7,2 kilómetros] y obligó también a unirse a los titos, otra tribu limítrofe. Al enterarse de ello, el senado prohibió que fuera levantada la muralla, les reclamó los tributos estipulados en tiempo de Graco y les ordenó que proporcionaran ciertos contingentes de tropas a los romanos. Esto último, en efecto, también estaba acordado en los tratados».

Segeda no solo hizo caso omiso a las exigencias romanas, sino que sus ciudadanos afirmaron a la República que habían sido liberados de las mencionadas obligaciones hacía meses. Así lo confirma el mismo Apiano: «Acerca del tributo y de las tropas mercenarias, manifestaron que habían sido eximidos por los propios romanos después de Graco. La realidad era que estaban exentos, pero el senado concede siempre estos privilegios añadiendo que tendrán vigor en tanto lo decidan el senado y el pueblo romano».

Aquellas diferencias le vinieron como anillo al dedo a una Roma ansiosa de batallas para ampliar (todavía más si cabe) y afianzar su dominio en la zona. En este caso, para dar un castigo ejemplar a los desobedientes hispanos arribó a la demarcación el cónsul Quinto Fulvio Nobilior. Y no lo hizo solo, sino con 30.000 combatientes divididos en cuatro legiones. La llegada de este contingente hizo que los habitantes de Segeda solicitasen asilo en la fortificada Numancia. Urbe que se había mantenido al margen del enfrentamiento y que, a partir de entonces, se convirtió en uno de los centros neurálgicos de la resistencia contra Roma.

Para liderar la guerra contra Nobilior, los segedanos numantinos (además de varios pueblos más que varían atendiendo a las fuentes) eligieron a un general llamado Caro. Según desvela Apiano, un hombre sumamente belicoso que no tardó en plantar cara a los romanos el 23 de agosto del año 153 a. C. «A los tres días de su elección, apostando en una espesura a 20.000 soldados de infantería y 5.000 jinetes, atacó a los romanos mientras pasaban», explica el autor. Aquel primer enfrentamiento tuvo un sabor agridulce para los nuestros. La parte positiva fue que acabaron con más de 6.000 legionarios y lograron poner en fuga al resto. La negativa fue que, durante la «desordenada persecución» posterior de los enemigos, los republicanos lograron tender una trampa al militar hispano y acabar con su vida.

Esa victoria con sabor amargo soliviantó todavía más a Nobilior quien, cansado de no poder hacerse con el control de Numancia, solicitó refuerzos para conquistarla de una vez. El resultado fue que el rey Masinisa (uno de los más fervientes colaboradores de Roma en el norte de África) le envió unos 300 jinetes númidas y 10 elefantes, los «carros de combate» de la época.

Elefantes

Los elefantes, cuya función militar es sumamente conocida a día de hoy gracias a Aníbal, no eran tan habituales por entonces. De hecho, habían llegado a Occidente poco tiempo antes, y de la mano de un genio militar: Alejandro Magno. Personaje que, a su vez, había quedado prendido de ellos tras combatirlos en batallas como la del río Hidaspes. «Con un peso de 5 toneladas y una talla de 3,5 metros, un elefante de guerra cargando a 30 kilómetros por hora causa terror y confusión. Con su dura piel cubierta con armadura de cuero o metal, es casi inmune a las heridas. Estos atributos hicieron del elefante el vehículo elegido por las élites guerreras de Asia meridional desde los tiempos de Buda hasta la época de los mongoles», explica Philip De Souza en «La guerra en el mundo antiguo».

En «La sirena de Fiji y otros ensayos sobre historia natural y no natural», el autor Jan Bondeson afirma que Alejandro quedó tan fascinado con los elefantes que capturó algunos y los llevó como trofeo de guerra hasta Macedonia. Posteriormente, estos «carros de combate» fueron adoptados por los romanos tanto a nivel militar, como ceremonial. «Los romanos nobles usaban con frecuencia a los elefantes en las ceremonias y desfiles triunfales. A partir de los tiempos de Augusto fue costumbre que el emperador viajara en un carro tirado por cuatro elefantes en las procesiones y festivales triunfales», añade el autor.


Con el paso de los años los romanos perfeccionaron el entrenamiento de los elefantes de guerra. Concretamente, adiestraban a estos animales para que aplastaran a sus enemigos y no se asustaran en plena batalla. El trabajo, como señaló posteriormente Julio César, era tedioso y requería de mucho tiempo, aunque merecía la pena. No obstante, las horas dedicadas a aleccionarles no evitaban que estas monturas se diesen la vuelta en plena contienda y huyeran atravesando las líneas aliadas.

Cifras exageradas

Apiano explica en sus textos que, para cuando Nobilior unió aquellos refuerzos africanos a sus legiones, ya había avanzado sobre Numancia sediento de venganza. «Tres días después [de la batalla contra Caro], marchó contra ellos y fijó su campamento a una distancia de veinticuatro estadios. Después que se le unieron trescientos jinetes númidas enviados por Masinisa diez elefantes, condujo el ejército contra sus enemigos, llevando oculto en la retaguardia a los animales», explica el autor clásico.

¿Cuántos hombres se enfrentaron aquella jornada? Apiano no ofrece cifras concretas. Sin embargo, se pueden usar como punto de partida las que otorga al principio de la contienda. Es decir, 30.000 romanos y 25.000 «belos, titos y arévacos». Con todo, estos números han sido desmentidos por el arqueólogo Fernando Quesada Sanz en su completísimo dossier «Los celtíberos y la guerra: tácticas, cuerpos, efectivos y bajas. Un análisis a partir de la campaña del 153». Tal y como afirma el experto español en la mencionada investigación, es más que probable que Nobilior contara con esos efectivos, pero es casi imposible que los defensores pudieran reunir esa inmensa cantidad de fuerzas.

«En conjunto, pues, creemos que las cifras de efectivos de ambos bandos proporcionadas por las fuentes para la campaña de 153 a. C. son asumibles, aunque cabría pensar en una cierta exageración en el caso de las fuerzas celtibéricas, cuya magnitud no es mensurable con precisión alguna, con lo que resulta metodológicamente más aceptable ceñirnos a las fuentes existentes», explica el experto español en su dossier.

Sobre Numancia

Narra Apiano que Nobilior avanzó sobre Numancia el 26 de agosto y que, al ver sus intenciones, los jinetes celtíberos salieron de las murallas para detenerle. Al menos, hasta que las legiones se abrieron para dejar paso a los elefantes de Masinisa. «Cuando se entabló combate, los soldados se escindieron y quedaron a la vista los elefantes», añade el historiador. La visión de aquellos terroríficos animales fue algo demasiado impactante para los numantinos y para sus aliados quienes, aterrorizados, decidieron refugiarse en la fortificada ciudad. «Los celtíberos y sus caballos, que jamás antes habían visto elefantes en ningún combate, fueron presa del pánico y huyeron hacia la ciudad», destaca el autor.

Nobilior, casi paladeando la victoria, dirigió a los paquidermos contra las murallas de Numancia. Para su desgracia, y a pesar de que en principio los animales combatieron con bravura, las tornas cambiaron drásticamente gracias a un golpe de suerte de los defensores. «Un elefante, herido en la cabeza por una enorme piedra que había sido arrojada [desde las murallas], se enfureció y, dando un fortísimo berrido, volvió grupas contra sus amigos y mató a todo aquel que se le opuso en su camino, sin hacer distinción entre amigos y enemigos», completa el autor.

Guerra numantina
Dice la tradición que los desastres nunca vienen solos. Y eso fue lo que le sucedió a Nobilior. Por si un paquidermo descontrolado fuese poco problema, sus compañeros también se enardecieron ante sus berridos y, asustados, abandonaron la batalla provocando el caos entre las legiones romanas. «Los otros elefantes, excitados por el barrito de aquel, hacían todos lo mismo y comenzaron a pisotear a los romanos, a despedazarlos y a lanzarlos por los aires. Esto es lo que les suele ocurrir siempre a los elefantes cuando están irritados, que consideran a todos como enemigos. Y algunos, a causa de esta falta de confianza, los llaman enemigos comunes”», añade Apiano en su obra.

El descontrol de los «carros de combate» de la antigüedad provocó un desconcierto general entre las tropas de Nobilior, que iniciaron una retirada desordenada para evitar morir bajo las patas de los paquidermos. El desastre se completó cuando los numantinos se percataron del alboroto y decidieron aprovecharse de él. «Los numantinos, al darse cuenta de ello, se lanzaron desde los muros, y en la persecución dieron muerte a cuatro mil hombres y tres elefantes y se apoderaron de muchas armas y enseñas. De los celtíberos murieron alrededor de dos mil», finaliza Apiano.
Aunque Quesada considera el número de bajas exagerado, lo cierto es que la contienda supuso un duro revés para la República romana.









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