Los scriptoria y otros
centros de producción de libros manuscritos
Talleres y copistas en la Antigüedad clásica
En los centros productores de libros de la
Antigüedad existían escribas especialiazados (librarii) y avezados correctores (anagnostae). Los copistas eran generalmente esclavos. Debieron ser
numerosos los de origen griego, ya que el conocimiento de su lengua vernácula y
el nivel cultural más elevado es de estas personas constituían unas sólidas
bases para desempeñar este oficio. Al menos así nos lo deja entrever Plauto en
forma caricaturesca:
“Esos griegos que se pasean en vueltos en una
capa y con la cabeza tapada y que avanzan sobrecargados con sus libros y sus
cestillos de provisiones…. esa patulea
der esclavos fugitivos se detiene, para discursear e impide el paso, no deja
caminar a los demás y ocupa toda la calle con su parloteo.”
La
contribución de esta clase social al desarrollo de la cultura romana fue
decisiva, bien a través del paciente trabajo de transcripción textual, bien
mediante la labor docente realizada en sus puestos de pedagogos y maestros.
La tarea de
los correctores o anagnostae (librariorum menda tollere = eliminar
los errores de los copistas) era especialmente ardua, ya que exigía una lectura
detenida de cada ejemplar a causa del método de elaboración empleado. En el
caso de que la obra hubiese sido realizada mediante dictado, el número de
errores solía ser mucho más elevado. Los manuscritos procedentes de talleres
prestigiosos por su esmero ofrecían una apostilla que recaba: legi,
emendavi, contuli, relegi o recensui, como garantía de que
habían sido colacionados con una fuente segura y revisados cuidadosamente.
Posiblemente para llevar a cabo esta operación eran necesarias dos personas:
una leía en alta voz el original y la otra seguía la lectura y corregía sobre
la copia (contra legere).
Con la
extensión del Cristianismo se produjo una paulatina disminución del número de
esclavos destinados al desempeño de las tareas de copia. Este fenómeno trajo
como consecuencia una mayor participación de hombres libres en la realización
de los menesteres editoriales. Tal incorporación requería que se contabilizase
la actividad laboral de cada individuo, con la finalidad de proceder a una
remuneración previamente estipulada. Normalmente se consideró como unidad de
medida la longitud de un verso hexámetro, es decir, una línea compuesta por
unas quince sílabas y un promedio de unas treinta y cinco letras. De este cómputo
nació, quizá, la “esticometría” o
fórmula que registraba el número de versos o renglones que integraban un texto
determinado. De esta manera, el copista al final de su tarea especificaba las
líneas por él escritas, de manera que resultase de fácil cálculo determinar la
suma que se le adeudaba. Esta práctica ofrecía otra enorme ventaja: poder
controlar con una simple ojeada si el texto había sido copiado íntegramente.
El importe de
las tarifas pagadas osciló enormemente según época, lugares y calidad de las
prestaciones. A título de ejemplo podemos citar el famoso edicto De
pretiis rerum venalium, promulgado por el emperador Diocleciano en el año
301, que reglamentaba los precios. En él se mencionan dos tipos de escritura:
la optima y
la sequens. Por la primera
se podía percibir veinticinco denarios por cada cien líneas; por la segunda,
veinte. Este sistema de trabajo a destajo, en ocasiones, traía como
consecuencia una disminución de la calidad. De ello se hace ya eco Marcial,
quien culpa al copista delos eventuales errores del ejemplar a causa de su
prisa en realizar su cometido y de sus reivindicaciones salariales.
La Edad Media
El tiempo de
la copia
El universo
del hombre medieval estaba fuertemente condicionado por los ritmos temporales
impuestos por el clima, la liturgia e incluso las ferias y los mercados
anuales.
El invierno no
era seguramente la mejor estación para copiar libros, pues las horas de luz
natural son muy cortas, aparte del hecho de que manejar la pluma no podía ser
fácil en ambientes fríos y del hecho de que la tinta fluye peor.
En los centros
universitarios es lógico pensar que la mayor demanda de libros se concentraría
sobre todo al comienzo del año académico. Y en efecto, en los contratos
boloñeses de la segunda mitad del siglo XIII estudiados por Luciana Devoti
(“Aspetti della produzione del libro a Bologna: il prezo di copia del
manoscritto giuridico tra XIII e XIV secolo”, Scrittura e civiltà 18
(1994)) se observa una neta disparidad estacional por lo que respecta a la
fecha del encargo de manuscritos jurídicos: frente a unos 320 códices
encargados durante los meses de agosto, septiembre y octubre, solo se
encargaron 140 en los meses de febrero, marzo y abril.
El ritmo de
trabajo era bastante lento. En la Alta Edad Media, cuando la mayor parte de los
libros se producían en centros monásticos, la copia de libros era entendida
como una parte más del servicio divino y no se planteaba una remuneración
económica, al menos para los monjes copistas. La tarea de copia podía ser
encargada a un solo individuo o bien a un equipo. En el segundo caso, dado que
la unidad de trabajo era el cuaderno, la praxis normal sería encomendar la
transcripción de fascículos completos, pero este criterio muchas veces no se
aplica y vemos cambios de letra en lugares inesperados.
La
personalidad del copista
Algunos
manuscritos nos han transmitido algunas noticias sobre los artesanos que
participaron en su producción. Se trata por lo general de menciones a la
persona que realizó la transcripción, aunque a veces esta información se
completa con datos sobre iluminadores u otros amanuenses. En ocasiones el
copista deja constancia de su intervención a través de unas fórmulas
denominadas subscriptio (suscripción) y colophon (colofón)
respectivamente. En el primer caso solo expresa su nombre, mientras que en el
segundo incluye además diversas noticias, como el lugar de producción del
ejemplar, la mención del comitente, la fecha de realización del manuscrito y
alguna otra fórmula de variado carácter.
Cuando el
artesano era un monje, suele figurar en la redacción su nombre, acompañado de
apelativos, expresiones de humildad o sobrenombres. Hay que prestar atención
para no interpretar algunas de estas denominaciones como una forma onomástica
del escriba. Los laicos proporcionan por lo general datos más claros y
completos. La diferencia de tratamiento quizá se deba a su incorporación más
tardía a las tareas de copia.
Para localizar
a un copista se puede recurrir a los repertorios existentes, aunque por lo
general suelen ser obras bastante incompletas y en ocasiones inexactas. No
obstante, son el mejor instrumento disponible por el momento para este género
de averiguación. No hay una monografía completa dedicada a los artesanos
medievales en la Península Ibérica.
A veces, al
finalizar su tarea, el copista añadía en el colofón alguna expresión (más o
menos estereotipada) que refleja su estado anímico en ese momento. Hay fórmulas
alusivas a la fatiga y al esfuerzo desplegado para llevar su misión a feliz
término, otras manifiestan una alegría incontenible o un legítimo orgullo a
causa del trabajo realizado; unas terceras se limitan a solicitar alguna
recompensa de tipo espiritual o material… El análisis de estas locuciones es
interesante, ya que en ocasiones son propias de un copista, de un scriptorium o
de una zona geográfica determinada.
Aparte de este
procedimiento tradicional se practicó, asimismo, la indicación de los datos de
los artistas mediante su inclusión en versos acrósticos, composiciones
figurativas o bien en las páginas llamadas “tapices” con laberintos.
También se
pueden encontrar alusiones o intervenciones de los artesanos en otros lugares,
sobre todo en posición marginal. A veces contienen el nombre del profesional en
extenso, en forma monogramática o anagramática. Son abundantes las
expresiones de estados de ánimo que van desde la copia de breves frases
musicales hasta el comentario irritado por la índole de la materia prima
utilizada. Asimismo se encuentran probationes
calami para comprobar la calidad de los utensilios y facilitar el
adiestramiento manual.
Finalmente,
algunos copistas se representaron a sí mismos en el acto de copiar. El Beato de
Tábara (Madrid, Archivo Histórico Nacional, cód. 1097B) ofrece una interesante
reproducción del scriptorium situado en una torre campanario del monasterio.
En alguna
ocasión el retrato de los autores materiales forma parte de una escena en la
cual reyes y abades son representados en igualdad de condiciones que los
propios escribas e iluminadores, como por ejemplo en el manuscrito Albeldense de 974-6, llamado también Vigilano por el nombre de su copista,
Vigilán (Escorial, Real Biblioteca del Monasterio, d.I.2). Este hecho pone de
relieve la importancia que se concedía a estos profesionales.
Códice Albeldense
o Vigilano, s. X.
En el registro
superior, tres retratos de reyes visigodos, en el del medio dos reyes y una
reina castellano-leoneses, y en registro
inferior el copista Vigila en el centro (Vigila
scriba), flanqueado por sus socius Serracino
y su discipulus García
La corrección
del texto
En la Edad
Media la revisión corría a cargo del jefe de taller, de un corrector o del
propio copista. La indicación de que esta operación se había efectuado se
expresaba mediante los verbos emendavi, contuli o correxi.
El empleo de este último verbo, más tardío, se solía añadir en forma de
participio pasivo (correctus) escrito al final del cuaderno, por lo
general de manera abreviada (cor.).
Cuando las
faltas afectaban a una o más letras, los errores se subsanaban mediante la
colocación de puntos suscritos o un subrayado. Para anular una palabra o pasaje
se podía recurrir al trazado de unas líneas entrecruzadas encima del texto. El
diseño así formado originó el término técnico “cancelar”. Otra variedad
consistía en señalar el fragmento mediante las sílabas va- colocada al
principio y –cat puesta al final. La palabra vacat avisaba del carácter
expletivo de la secuencia enmarcada. Por supuesto, también quedaba el recurso
del raspado, solución que resultaba poco estética.
A veces en
lugar de eliminar había que añadir textos. Si estos eran breves, se
interlineaban y mediante un signo de omisión se indicaba el punto exacto de
inserción. Si los pasajes eran más extensos, las adiciones eran escritas en los
márgenes. El reenvío se establecía con la ayuda de diversos signos de llamada.
El más común se asemeja a una H
mayúscula inclinada. En los manuscritos visigóticos se colocaba con frecuencia
una expresión abreviada, h.d. (hic
deest) o alguna expresión similar que señalaba la falta advertida.
Además de la
anulación y de la adición de textos podía suceder otra eventualidad: que una
parte de la página tuviese que quedar en blanco debido a un desajuste en el
proceso de copia. En tal caso se advertía al lector de que el espacio virgen no
suponía una laguna textual. Las frases acuñadas a tal efecto eran: Nihil
deficit hic; hic nihil de est o giros equivalentes.
La producción del libro universitario en la Edad Media
El sistema de
pecias o “la pecia”
Desde mediados
del siglo XII se inicia un proceso de secularización de la producción libraría.
La aparición de profesionales laicos supuso la introducción de nuevos métodos
de trabajo que coexistían con los tradicionales.
Al margen de
estas dos vías apareció una tercera modalidad de copia vinculada estrechamente
al mundo universitario, condicionada por la propia naturaleza de los centros
promotores del saber, los cuales, al ser frecuentados masivamente, se vieron
obligados a institucionalizar unos procedimientos de edición y a poner
cortapisas a eventuales abusos. Con ello el nuevo modo de producción modificó,
al menos parcialmente, la técnica de transmisión de los textos.
Consistía en
la circulación de cuadernos aislados o peciae previa autorización de la
institución académica, con vistas a una más amplia y rápida difusión de los
textos objeto de estudio.
En cierto modo
este cambio no era sino un reflejo de la transformación cultural operada en
Europa en torno al siglo XIII y supuso una cierta incorporación de los laicos a
las actividades de producción del libro.
El sistema
funcionaba (un tanto simplificadamente) de la siguiente manera:
Entre los
miembros del claustro de profesores era elegida una comisión de petiarii, cuya misión era
revisar los textos objeto de enseñanza en la universidad con el fin de asegurar
en la medida de lo posible que circularan libres de errores de copia. Para ello
producían un exemplar, que Fink-Errera (1962) califica de “ejemplar-madre” y
Boyle (“Peciae, Apopeciae, Epipeciae”, en Production du libre
universitaire, 1988) llama “epipecia”, que quedaba en depósito en la
universidad. Esta es la fuente del texto auténtico y sirve de modelo para los
sucesivos controles.
Las copias
directas de estos exemplaria eran confiadas a unos profesionales debidamente
autorizados, los cuales recibían el nombre de stationarii. Este
libro no era encuadernado, sino que se conservaba en poder del stationarius y la
corrección de su texto quedaba garantizada por el hecho de que estaba sometida
al control de la universidad, ya que el texto tenía que ser confrontado con el
modelo, y solo tras este examen se le aplicaba el calificativo de correctus. Cada uno de estos
cuadernos constituía una pecia, de unas dimensiones
variables, y era considerado una unidad a efectos de estipular el precio
exigible por su préstamo, fijado por las autoridades universitarias en función
de la cantidad de texto que cada pecia contenía. La lista de los libros,
denominada taxatio,
debía ser expuesta en la tienda, al lado de otra indicadora de los copistas
reconocidos por la propia institución docente. Afortunadamente se han
conservado algunas de estas listas, como las que están fechadas en las
universidades de París (1275 y 1304) y de Bolonia (1275 y 1317); como cabía
esperar, en ellas abundan las obras de Filosofía, Teología y Leyes, y entre los
autores más representados destaca santo Tomás de Aquino.
Cuando alguien
deseaba tener alguno de los textos se igualaba con alguno de los copistas
autorizados, que acudía al stationarius y alquilaba las pecias
una por una, de modo que nadie tenía necesidad de retenerlas durante mucho
tiempo y la obra podía ir siendo copiada simultáneamente por varios
escribientes autorizados (pero obsérvese que la copia de un volumen no se
dividía entre muchos copistas, lo que se dividía entre muchos copistas eran los
cuadernos o pecias, y cada copista producía una copia completa de la obra en
cuestión, o sea, que los copistas podían producir simultáneamente copias de una
obra contenida en una pecia). Más tarde los propios estudiantes fueron
autorizados también a realizar labores de transcripción.
Propiamente
solo se denominan peciae a los cuadernos depositados en las tiendas de
los stationarii. Se han conservado en un número relativamente
abundante, aunque en la mayor parte de los casos nos han llegado encuadernadas
formando obras completas.
Jean Destrez
(1935) fue el primero en publicar un extenso trabajo sobre este sistema de
transmisión y producción libraría. Los rasgos que él consideró más
característicos de la pecia son los siguientes:
- El
texto se escribe utilizando una minúscula gótica de trazo grueso y ductus pausado
- Se
emplea un pergamino amarillento y no de primera calidad. Los folios
aparecen generalmente maltratados y muy manoseados.
- Los
cuadernos presentan un pliegue en el centro, en el sentido de la altura,
como si hubiesen estado habitualmente doblados.
- El
tamaño de los manuscritos es variable, pero la mayoría oscila en torno a
los 380 x 280 milímetros.
- Los
cuadernos suelen ser de cuatro folios. Tardíamente aparecen otras
modalidades.
- Las peciae parisinas
presentan en el recto del primer folio el número de orden y, a veces, el
título de la obra a la que pertenece. Al pie del último folio del cuaderno
se encuentra, en el ángulo derecho, el reclamo y, en el centro, la
abreviatura de correctus: cor.
- Al
inicio del libro no existen los rasgos ornamentales ni las miniaturas que
suelen encontrarse en otros manuscritos.
- Por
razones de economía, no hay iniciales coloreadas.
- Los
márgenes muestran trazas de haber sido varias veces borrados, a causa de
las anotaciones hechas por los copistas como puntos de referencia.
- Generalmente
el manuscrito es obra de un copista único, pero nada impide que el número
sea mayor.
- Cada
cuaderno está escrito con regularidad y tiene la misma longitud de texto,
dato necesario para estipular las tarifas a percibir por su alquiler.
La letra
habitualmente empleada para la copia del libro universitario era una minúscula
gótica de trazos gruesos y ductus pausado. Una preocupación
por la legibilidad del texto y una estudiada impaginación –margen amplio para
anotaciones, iniciales claras, división espaciada de los párrafos, etc– eran
rasgos propios de tales manuscritos. En cambio se descuidaban otros aspectos:
la calidad del pergamino, la ornamentación etc.
Los
manuscritos copiados por el sistema de pecias reciben técnicamente el nombre de
“apopecia”
(Boyle, “Peciae, Apopeciae, Epipeciae”, en Production du libre
universitaire, 1988).
Se pueden
detectar los libros que son copias sacadas de pecias por las marcas que dejaban
los copistas al principio o al final de cada pecia copiada, para darle mayor
fiabilidad a su trabajo y facilitar el pago del cliente. Estas indicaciones o
marcas podían realizarse mediante una cifra, en numeración arábiga o romana,
colocada al margen; o bien escribiendo la palabra “pecia” de forma completa o
abreviada, también al margen. Existían asimismo fórmulas establecidas como la
de: “finitur
septima pecia tertii libri”, que se citaban de manera abreviada (fi.
Viiª pª iii li.). Otra posibilidad era la indicación mediante pequeños
signos gráficos, como el asterisco o el triple punto, para marcar de forma
explícita el cambio de pecia.
Londres, BL Arundel, MS 480, fol. 7v. Marca
de pecia.
Jos Decorte, en
un artículo dedicado a inventar las indicaciones de cambios de pecia (“Les
indications explicites et implicites de pièces dans lers manuscrits médiévaux”,
en Production du libre iniversitaire,
1988), sistingue, junto a las indicaciones explícitas como las anteriormente
citadas, que son una minoría en los manuscritos medievales, las indicaciones
implícitas, entre las que figuran las siguientes: cambio brusco en el tamaño de
la escritura o su grosor, la composición de la tinta, la distribución de
espacios blancos (puesto que las pecias no se copiaban siempre en orden
natural) y los reclamos que repiten el final de la última línea.
El origen del
sistema de pecias
Como es
habitual en la Codicología, ignoramos los antecedentes reales en los que se
apoyaba el nuevo sistema. Ciertos eruditos han esgrimido a tal efecto la
práctica seguida en algunos scriptoria de deshacer el códice en cuadernos con
la finalidad de distribuirlo entre varios amanuenses y, de esta forma, acelerar
su reproducción. De acuerdo con esta hipótesis la existencia de algunos
sectores en blanco en ciertos ejemplares estaría motivada por un cálculo
defectuoso del espacio destinado a rellenar con un texto preciso. Sin embargo,
no hay pruebas que confirmen esta suposición.
Destrez
pensaba que este sistema fue ideado en París en torno al año 1225. En cambio
Fink Errera consideraba importante la intervención de Bolonia. Por el momento,
entre los textos legales más antiguos relacionados con esta cuestión se
encuentran los castellanos ligados a la persona de Alfonso X el Sabio quien, en
las Constituciones concedidas a la Universidad de Salamanca, fechadas en Toledo
el 8 de mayo de 1254, dispone:
Otrosí, mando
e tengo por bien que aya un estacionario, e yo que le de cient maravedís cada
anno, e él que tenga todos los exenprarios buenos e correchos.
El mismo
asunto es recogido también en las Siete Partidas (Partida II,
Título XXXI, Ley XI) bajo el epígrafe de “Cómo
los estudios generales deven aver estacionarios que tengan tiendas de libros
para exemplarios”:
Estacionarios ha menester que aya en todo
estudio general, para ser complido, que tenga en sus estaciones buenos libros e
legibles e verdaderos de testo e de glosa, que los loguen a los escolares para
fazer por ellos los libros de nuevo, o para emendar los que tovieren escritos.
E tal tienda o estación como esta non la debe ninguno tener sin otorgamiento
del rector del estudio. E el rector, ante que le dé licencia para esto, debe
fazer esaminar primeramente los libros de aquel que devía tener la estación,
para saber si son buenos e legibles y verdaderos. E aquel que fallare que non
tiene tales libros no le debe consentir que sea estacionario, nin logue a los
escolares los libros, a menos de ser bien emendados primeramente. Otrosí debe
apreciarle el rector, con consejo del estudio, quánto debe recebir el
estacionario por cada quaderno que prestare a los escolares para escrevir o
para emendar sus libros. E debe otrosí recebir buenos fiadores dél, que
guardará bien e lealmente todos los libros que a él fueren dados para vender,
que non fará engaño alguno.
Todo el título
es extremadamente rico en datos que no se encuentran en otras fuentes.
Paradójicamente estas alusiones no han sido refrendadas hasta el momento
presente por el hallazgo de pecias de origen peninsular, y ello hizo suponer a
Fink-Errera que la legislación real no consagraba unos hábitos locales, sino
que era un intento de imponer un uso foráneo de plena vigencia en otras
prestigiosas universidades europeas. Esta hipótesis no ha sido verificada, pero
creemos que el tema es lo suficientemente sugestivo como para que se le preste
la debida atención por parte de los estudiosos del libro español.
Características
generales del libro universitario
Los Estudios
generales de París y Bolonia promovieron la creación de un estilo propio en
materia de producción libraria. Las formas gráficas de ambas escuelas eran
distintas. La littera
Parisiensis y la littera
Bononiensis son inconfundibles, ya que obedecen a tipificaciones
fácilmente reconocibles desde un punto de vista paleográfico. La primera es más
irregular, pero más legible. La segunda ofrece gran uniformidad y simetría,
factores que paradójicamente entorpecen su lectura. Gracias a este
particularismo se puede establecer una filiación en la industria editorial de
otras ciudades. París ha dejado su impronta en la producción libraria de
Nápoles y de Oxford; Bolonia en Vercelli y Padua. Un cruce de ambas tendencias
se encuentra en los manuscritos realizados en Montpellier.
Aparte de la regulación de la
escritura se generaliza también una nueva organización interna del códice, con
divisiones más claras y racionales. Foliación, paginación, y numeración de
columnas se hacen más frecuentes, lo mismo que las tablas relativas a la
organización de los textos en libros y/o capítulos, señalados por letras y con
referencia al folio o página de las distintas partes. Además se indica la
procedencia de las citas y las alusiones a las diferentes auctoritates mediante
signos textuales como puntos o letras que pueden considerarse como los
antecedentes de nuestras notas a pie de página. Esta nueva organización interna
es la plasmación gráfica de la articulación sistemática de la doctrina que
tiene lugar en el sistema de pensamiento escolástico.
Desaparición
del sistema de pecia
Hacia el año
1350 se introdujo un cambio en el sistema docente. La innovación metodológica
recibió el nombre de pronunciatio y consistía en el derecho
que tenía el magister de dictar sus escritos –u otros
aprobados-, o bien hacerlos dictar por una persona que le sustituyese, el pronunciator, provista de las
reglamentarias autorizaciones académicas. Las horas del dictado no podían
coincidir con las del curso magistral, ni tampoco se debían consagrar a este
fin las jornadas festivas. De esta forma el alumno podría seguir la lección
gracias al texto que previamente habría copiado, puesto que en el discípulo
recaía la obligación ineludible de poseerlo. Sobre esta versión se practicaban
las anotaciones complementarias, fruto de la explicación impartida por el
profesor. Este método arruinó el sistema editorial precedente, pero en esencia
salvaguardó los intereses de la universidad, la auctoritas y la fides, es decir, el derecho de elegir los textos y la
posibilidad de controlarlos mediante una transmisión oral de la fuente a la
copia obtenida por el alumno. Por esta razón, las universidades de creación
tardía ignoraron la compleja estructura de la reproducción de textos a través
de la pecia. El motivo de este cambio, que ya nos conecta con la técnica
todavía practicada en nuestros días de tomar apuntes, se ha relacionado con la
difusión del papel en gran escala.
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Ana B.
Sánchez-Prieto y Roger L. Martínez Dávila, “La copia del texto: Los scriptoria y otros centros de producción
de libros durante la Edad Media”, en Curso
de Codicología, 2015.
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