¿QUÉ FUE EL FRENTE POPULAR Y POR QUÉ LA IZQUIERDA
REVOLUCIONARIA DESTRUYÓ A LA SEGUNDA REPÚBLICA?
Las comparaciones, dicen,
son siempre odiosas. Para comparar el golpe de Estado de Napoleón
Bonaparte con el realizado muchas décadas después por su
sobrino Napoleón III, Karl Marx afirmó
que «la historia ocurre dos veces: la primera vez como una gran tragedia y la
segunda como una miserable farsa». También en España resulta fácil encontrar
casos de historia repetida, aunque a veces lo que cuesta aquí es distinguir
cuál es la tragedia y cuál la farsa.
Tras el Bienio social-azañista (1931-1933),
con representantes socialistas y de la izquierda moderada, y el Bienio radical-cedista (1934-1936),
presidido por la derecha y el centro republicano, la Segunda República dio a luz a su caballo de Troya, el Frente
Popular, que accedió al poder a través de «un fraude electoral decisivo», como
han demostrado recientemente los profesores Manuel Álvarez Tardío y Roberto
Villa García con datos y análisis en su libro «1936. Fraude y violencia en las
elecciones del Frente Popular» (Espasa). Esta coalición electoral llamada
Frente Popular se valió de un uso partidario de las instituciones del Estado
para desobedecer las propias leyes republicanas y erosionar la base democrática
de aquel sistema de gobierno. Muchos de sus líderes ni siquiera negaban que el
objetivo final era una revolución.
Como explica el
hispanista Stanley G. Payne en su último libro «La
revolución española: 1936-1939» (Espasa), en esos primeros
cinco años de Segunda República, hasta las elecciones de febrero de 1936, los
gobiernos respetaron las reglas esenciales de una democracia constitucional,
«aunque su conducta y sus procedimientos fueron deficientes en algunos
aspectos, como el respeto de los derechos civiles». En cualquier caso, esta
«democracia poco democrática», como la definió el historiador Javier
Tusell, se desarrolló en paralelo a un proceso revolucionario
cada vez más violento que ninguna democracia podía asumir sin un acuerdo que
superara las barreras ideológicas.
La naturaleza destructiva de la II República
Este movimiento
revolucionario se alimentó con los efectos de la Gran Depresión y con la incapacidad de la Segunda República
de gobernar para todos los españoles. Como señala G.
Payne en la mencionada obra, si bien la mayor parte de los
españoles eran moderados o claramente católicos y conservadores, existían desde
la génesis de la república unas minorías radicales y revolucionarias, tanto a
la derecha como a la izquierda, que se aprovecharon de las oportunidades de
este régimen democrático en proceso de consolidarse e inmerso en una crisis
económica y política a nivel global.
La misma Constitución de 1931, concebida por los partidos políticos de izquierda, sin
el consenso de un amplio espectro ideológico, estuvo construida bajo la poco
democrática premisa de que los republicanos de izquierda siempre controlarían
el poder. De igual manera los republicanos de izquierda no contaron con la otra
España para llevar a cabo la reforma militar, la reforma agraria o para abordar
una nueva relación entre Iglesia y Estado, planteadas más con un sentido
revanchista que como una búsqueda de consenso sobre temas que la gran mayoría
de los españoles también querían reformar. Como decía el propio Niceto
Alcalá-Zamora, presidente de la República Española entre 1931 y
1936, insistir en quitarle derechos fundamentales a los cristianos y perseguir
a la Iglesia era planear una «Constitución para una guerra civil».
Tras la proclamación de la República,
se celebró el primer consejo de ministros del gobierno provisional, presidido
por Niceto Alcalá Zamora - Alfonso Sánchez García Alfonso
Ortega y Gasset, por su parte, criticó
que esos líderes republicanos de izquierda estuvieran más ocupados en una
vuelta a obsesiones del pasado que en problemas apremiantes de esas décadas. Y
fue precisamente la falta de cultura de pacto y ese empeño por centrarse en los
elementos de discordia lo que arrojó a muchos elementos de izquierda a
postulares revolucionarios en cuanto el electorado decidió que el poder pasara
a manos del centro derecha en 1933.
El PSOE, que en la
coalición del primer gobierno republicano actuó con responsabilidad y hasta
moderación, mostró entonces su falta de madurez en comparación con los
socialdemócratas alemanes y de otros países europeos. Su derrota en las
elecciones generales de noviembre de 1933 provocó el «giro bolchevique» de
muchos de sus líderes, entre ellos Largo Caballero, «el
Lenin español», que se convenció de que solo con medidas
radicales se podía alcanzar una reforma social del país. Así lo expresó, sin
disimulos, en un mitin de ese mismo año: «Hoy estoy convencido de que realizar
obra socialista dentro de una democracia burguesa es imposible; después de la
República ya no puede venir más que nuestro régimen».
Actitud muy distinta a la que el partido tuvo en Francia,
donde el socialismo accedió en 1936 a participar en un gobierno democrático
«burgués» para impedir que el comunismo desembarcara en el país vecino.
La génesis de una alianza antifascista
Los socialistas hicieron
exactamente lo contrario en España. Junto a los comunistas, Largo
Caballero encendió en las sombras la mecha de Revolución de Octubre de 1934,
si bien negó cualquier responsabilidad en aquellos hechos donde Asturias fue
tomada por la CNT. Se registraron actos violentos en quince provincias y en
total murieron 1.400 personas. Además, el 6 de octubre de 1934, el presidente
de la Generalitat, Lluís Companys, proclamó de forma unilateral y aprovechando la
confusión «el estado catalán dentro de la República federal española».
Aquella ofensiva
revolucionaria encabezada por un movimiento socialista, no directamente por los
comunistas, contra una democracia establecida es –en opinión de Stanley
G. Payne– un caso único en Occidente, con la salvedad de la
Italia de 1919-1920.
Lo más paradójico es que
los líderes republicanos de la izquierda moderada en vez de aliarse con las
fuerzas moderadas de la derecha para impedir el avance revolucionario,
maniobraron en contra de cualquier brazo tendido hacia la derecha democrática.
Cuando el Partido Radical de Alejandro Lerroux,
que gobernaba con el apoyo de la CEDA, cayó a finales de 1935 asediado por los
casos de corrupción, Alcalá-Zamora se
negó a seguir la lógica de la democracia parlamentaria y permitir que el
partido con más apoyo parlamentario formase otro Gobierno. «Si lo hubiera
hecho, en el peor de los casos se habría producido una significativa reforma
constitucional en 1936-37 que habría cerrado el paso a una guerra civil»,
señala el hispanista norteamericano.
Alcalá-Zamora, heredero
de una cultura política elitista y oligárquica, sentía una profunda antipatía
hacia la CEDA y, particularmente, hacia su líder José María Gil-Robles. Sin
mucho tino político, anunció nuevos comicios para el 16 de febrero a pesar de
que existía una mayoría conservadora capaz de gobernar de forma estable. Para
evitar la dispersión de votos de 1933, a estas nuevas elecciones la izquierda
republicana se presentó en un amplio bloque que incluía al sector mayoritario y
revolucionario del PSOE-UGT, el
Partido Comunista español, el POUM, el
Partido Obrero Unificado Marxista y la república burguesa de Manuel Azaña y
compañía. Una alianza «antifascista» (término que entonces hacía referencia a
todo tipo de derechas, incluidos partidos de centro) que originalmente se llamó
«bloque de izquierdas», pero que pronto asumió el término, acuñado por la
Comintern en Moscú, de «Frente Popular».
Azaña y otros líderes
moderados creían que bajo unas siglas comunes podrían devolver al redil
democrático a los elementos revolucionarios de la izquierda, lo cual se reveló
un error de proporciones catastróficas para la Segunda República. Azaña,
que nunca llegó a condenar en público la insurrección revolucionaria de 1934,
se mostró desde el primer segundo incapaz de controlar la deriva
antidemocrática, auspiciada por él mismo, que practicó el Frente Popular tras
su victoria en las Elecciones de febrero de 1936.
Unas elecciones que el
libro «1936. Fraude y violencia en las elecciones del Frente Popular» (Espasa)
ponen bajo cuarentena ante las innumerables irregularidades en el recuento de
los votos, con lacres rotos, papeletas que aparecen y desaparecen, tachaduras,
borrones y raspaduras en los sobres, además de tres días de violencia en las
calles que forzaron a dimitir al liberal Manuel Portela, presidente del consejo
de Ministros, dejando en manos de Manuel Azaña el papel de garante de los
comicios.
Un fraude electoral y violencia en las calles
En la misma noche que
accedió al Gobierno, Azaña se vio obligado a salir a la Puerta del Sol a contener con sus palabras una enorme
manifestación. Poco después de abandonar el balcón, el político republicano
reconoció ante Martínez Barrio la dificultad de contener la presión de la
izquierda obrera pues, si se respetaba la legalidad, saldría «a motín por día».
«No hizo falta un
pucherazo o un fraude masivo, simplemente se falsificó la documentación o se
hizo desaparecer para que no llegara nunca a las Juntas
Provinciales de Censo», aseguró en una
entrevista en 2017 a ABC Villa García, uno de los autores de
la investigación. El resultado de la falsificación fue que en provincias donde
había ganado de forma rotunda las derechas, véase La Coruña, Cáceres, Lugo y
Tenerife, terminó venciendo el Frente Popular, mientras
que en otras donde se daba una situación de empate técnico desapareció un
determinado número de actas.
Sin estas actas dudosas, en la primera vuelta de las
elecciones «izquierdas y derechas habrían quedado equilibradas: entre 226 y 230
escaños los primeros, y entre 223 y 227 los segundos».
La documentación
electoral llega al Congreso con las actas de provincias
Aquel Frente popular que
accedió al poder de forma poco higiénica (no de forma ilegal, pues en aquel
sistema el presidente de la República podía
llamar a cualquiera a formar gobierno indiferentemente de su peso electoral),
no tuvo como objetivo defender la democracia, como sí ocurriría con su homólogo
francés en esos mismos años, sino reivindicar los sucesos revolucionarios de
1934. De hecho, la coalición no se presentó en Cataluña para propiciar la
victoria de Front d'Esquerres, nucleada en torno a la
Esquerra Republicana de Catalunya del golpista Lluís Companys.
La crispación política se
materializó en Cataluña con la formación de dos grandes bloques, sin espacio
para los partidos moderados: por un lado el Front de Esquerres de Catalunya,
esa versión catalana del Frente Popular; y, por otro, el
Front Català de Ordre, liderado por la Lliga, con cedistas,
carlistas, radicales y la derecha alfonsina. La coalición de izquierdas acaparó
el 59% de los sufragios en este territorio, imponiéndose en las cinco
circunscripciones catalanas y obteniendo 41 escaños.
Para agradecer el apoyo
de Companys, Manuel Azaña firmó entre sus primeras medidas como
presidente del Gobierno un decreto ley de amnistía para los participantes en el
golpe catalán contra la Segunda República, dando luz verde a su regreso como
héroes de la causa a Cataluña. El 29 de febrero, se ratificó a Companys como
presidente y este, a su vez, confirmó a todos sus consejeros en sus puestos.
A su vuelta triunfal a Barcelona,
el líder de ERC asumió un discurso victimista que ya nunca le abandonaría:
«Volveremos a sufrir, volveremos a luchar, volveremos a vencer»
El Gobierno del Frente Popular se enfrentó muy pronto a sus propias
contradicciones. La coalición de izquierdas no estaba diseñada para gobernar,
pues la mayoría de los socialistas, que albergaba el grueso de los votos,
ansiaban únicamente la revolución. El propio Largo Caballero protagonizó un
enfrentamiento público con el también socialista Indalecio Prieto a colación de
la invitación de Azaña de entrar en el Gobierno.
Los elementos más
revolucionarios no querían ya participar en un gobierno «burgués» que, lejos de
reducir los desórdenes públicos, alentó con su inactividad la violencia
callejera. «No sé… cómo vamos a dominar esto», escribió preocupado Azaña a su
cuñado Cipriano Rivas Cherif. Su temor era que detener a los
revoltosos de izquierda pudiera romper el Frente Popular, por lo que se limitó a perseguir a los
anarquistas, que no estaban en la coalición, y a poner en práctica una
actividad policial contra socialistas de menor intensidad. Todo ello mientras
las detenciones de radicales de derecha alcanzaban las cuatro cifras.
Ambiente prerrevolucionario
El presidente de la
República, Alcalá-Zamora, se vio obligado a dejar su puesto a Azaña el 10 de
mayo de 1936 debido a las presiones de la izquierda. En su «Diario», lamentó el
colapso del orden público y la detención de miembros de su propia familia por
parte de unas fuerzas policiales cada vez más arbitrarias. Con el socialista
pragmático Indalecio Prieto vetado por Largo
Caballero, Azaña llamó para formar gobierno a otro miembro
radical del PSOE, Santiago Casares Quiroga,
que, a pesar de criticar públicamente el aumento de la violencia callejera,
anunció en su discurso de investidura que sería «beligerante con el fascismo»,
lo que incluía a todos los partidos que no fueran de izquierda.
Bajo el gobierno de Casares
Quiroga se produjeron graves transgresiones al Estado de
Derecho, entre ellas incautaciones ilegales de propiedades e iglesias, sobre
todo en el sur; el cierre de colegios católicos por toda la geografía; miles de
detenciones arbitrarias de miembros de partidos derechistas; la sustitución de
jueces y funcionarios por otros afines al Frente Popular y la incorporación de
activistas sociales y comunistas, nombrados ad hoc como policías suplentes («delegados gubernativos»), a
los cuerpos de Seguridad.
Como colofón a este ambiente que muchos historiadores,
incluidos de izquierda, definen como «prerrevolucionario», el Gobierno inició
un proceso de disolución oficial de los grupos derechistas, empezando por la
ilegalización de los falangistas en marzo, los sindicatos católicos en mayo y
finalmente los monárquicos de Renovación española en junio.
Santiago Casares
Quiroga
Cuando el Tribunal
Supremo anuló la ilegalización de Falange en vísperas de la
Guerra Civil, el Gobierno desobedeció el dictamen y continuó
deteniendo a sus militantes. «El argumento de fondo era que el partido fascista
había protagonizado episodios violentos, algo absolutamente cierto, aunque ese
mismo argumento habría debido aplicarse para ilegalizar a los socialistas,
comunistas y anarquistas, responsables de muchos más actos de violencia
directa», considera Stanley G. Payne en su último libro «La revolución
española: 1936-1939» (Espasa).
Y sí, las cifras
demuestran que la violencia en ambos bandos estaba fuera de control. En la
sesión parlamentaria del 17 de junio de 1936, Gil-Robles,
líder de la oposición, realizó una lista de los desórdenes registrados, según
él, desde el 1 de febrero hasta el 15 de junio: «160
iglesias destruidas, 251 asaltos de templos, incendios sofocados, destrozos,
intentos de asalto. 269 muertos. 1287 heridos de diferente gravedad. 215
agresiones personales frustradas o cuyas consecuencias no constan. 69 centros
particulares y políticos destruidos, 312 edificios asaltados. 113 huelgas
generales, 228 huelgas parciales. 10 periódicos totalmente destruidos, todos de
derecha. 83 asaltos a periódicos, intentos de asalto y destrozos. 146 bombas y
artefactos explosivos. 38 recogidos sin explotar».
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