jueves, 14 de noviembre de 2019


¿QUÉ FUE EL FRENTE POPULAR Y POR QUÉ LA IZQUIERDA REVOLUCIONARIA DESTRUYÓ A LA SEGUNDA REPÚBLICA?



Las comparaciones, dicen, son siempre odiosas. Para comparar el golpe de Estado de Napoleón Bonaparte con el realizado muchas décadas después por su sobrino Napoleón III, Karl Marx afirmó que «la historia ocurre dos veces: la primera vez como una gran tragedia y la segunda como una miserable farsa». También en España resulta fácil encontrar casos de historia repetida, aunque a veces lo que cuesta aquí es distinguir cuál es la tragedia y cuál la farsa.

Tras el Bienio social-azañista (1931-1933), con representantes socialistas y de la izquierda moderada, y el Bienio radical-cedista (1934-1936), presidido por la derecha y el centro republicano, la Segunda República dio a luz a su caballo de Troya, el Frente Popular, que accedió al poder a través de «un fraude electoral decisivo», como han demostrado recientemente los profesores Manuel Álvarez Tardío y Roberto Villa García con datos y análisis en su libro «1936. Fraude y violencia en las elecciones del Frente Popular» (Espasa). Esta coalición electoral llamada Frente Popular se valió de un uso partidario de las instituciones del Estado para desobedecer las propias leyes republicanas y erosionar la base democrática de aquel sistema de gobierno. Muchos de sus líderes ni siquiera negaban que el objetivo final era una revolución.

Como explica el hispanista Stanley G. Payne en su último libro «La revolución española: 1936-1939» (Espasa), en esos primeros cinco años de Segunda República, hasta las elecciones de febrero de 1936, los gobiernos respetaron las reglas esenciales de una democracia constitucional, «aunque su conducta y sus procedimientos fueron deficientes en algunos aspectos, como el respeto de los derechos civiles». En cualquier caso, esta «democracia poco democrática», como la definió el historiador Javier Tusell, se desarrolló en paralelo a un proceso revolucionario cada vez más violento que ninguna democracia podía asumir sin un acuerdo que superara las barreras ideológicas.

La naturaleza destructiva de la II República

Este movimiento revolucionario se alimentó con los efectos de la Gran Depresión y con la incapacidad de la Segunda República de gobernar para todos los españoles. Como señala G. Payne en la mencionada obra, si bien la mayor parte de los españoles eran moderados o claramente católicos y conservadores, existían desde la génesis de la república unas minorías radicales y revolucionarias, tanto a la derecha como a la izquierda, que se aprovecharon de las oportunidades de este régimen democrático en proceso de consolidarse e inmerso en una crisis económica y política a nivel global.

La misma Constitución de 1931, concebida por los partidos políticos de izquierda, sin el consenso de un amplio espectro ideológico, estuvo construida bajo la poco democrática premisa de que los republicanos de izquierda siempre controlarían el poder. De igual manera los republicanos de izquierda no contaron con la otra España para llevar a cabo la reforma militar, la reforma agraria o para abordar una nueva relación entre Iglesia y Estado, planteadas más con un sentido revanchista que como una búsqueda de consenso sobre temas que la gran mayoría de los españoles también querían reformar. Como decía el propio Niceto Alcalá-Zamora, presidente de la República Española entre 1931 y 1936, insistir en quitarle derechos fundamentales a los cristianos y perseguir a la Iglesia era planear una «Constitución para una guerra civil».


Tras la proclamación de la República, se celebró el primer consejo de ministros del gobierno provisional, presidido por Niceto Alcalá Zamora - Alfonso Sánchez García Alfonso

Ortega y Gasset, por su parte, criticó que esos líderes republicanos de izquierda estuvieran más ocupados en una vuelta a obsesiones del pasado que en problemas apremiantes de esas décadas. Y fue precisamente la falta de cultura de pacto y ese empeño por centrarse en los elementos de discordia lo que arrojó a muchos elementos de izquierda a postulares revolucionarios en cuanto el electorado decidió que el poder pasara a manos del centro derecha en 1933.

El PSOE, que en la coalición del primer gobierno republicano actuó con responsabilidad y hasta moderación, mostró entonces su falta de madurez en comparación con los socialdemócratas alemanes y de otros países europeos. Su derrota en las elecciones generales de noviembre de 1933 provocó el «giro bolchevique» de muchos de sus líderes, entre ellos Largo Caballero«el Lenin español», que se convenció de que solo con medidas radicales se podía alcanzar una reforma social del país. Así lo expresó, sin disimulos, en un mitin de ese mismo año: «Hoy estoy convencido de que realizar obra socialista dentro de una democracia burguesa es imposible; después de la República ya no puede venir más que nuestro régimen».

Actitud muy distinta a la que el partido tuvo en Francia, donde el socialismo accedió en 1936 a participar en un gobierno democrático «burgués» para impedir que el comunismo desembarcara en el país vecino.

La génesis de una alianza antifascista

Los socialistas hicieron exactamente lo contrario en España. Junto a los comunistas, Largo Caballero encendió en las sombras la mecha de Revolución de Octubre de 1934, si bien negó cualquier responsabilidad en aquellos hechos donde Asturias fue tomada por la CNT. Se registraron actos violentos en quince provincias y en total murieron 1.400 personas. Además, el 6 de octubre de 1934, el presidente de la GeneralitatLluís Companys, proclamó de forma unilateral y aprovechando la confusión «el estado catalán dentro de la República federal española».

Aquella ofensiva revolucionaria encabezada por un movimiento socialista, no directamente por los comunistas, contra una democracia establecida es –en opinión de Stanley G. Payne– un caso único en Occidente, con la salvedad de la Italia de 1919-1920.

Lo más paradójico es que los líderes republicanos de la izquierda moderada en vez de aliarse con las fuerzas moderadas de la derecha para impedir el avance revolucionario, maniobraron en contra de cualquier brazo tendido hacia la derecha democrática. Cuando el Partido Radical de Alejandro Lerroux, que gobernaba con el apoyo de la CEDA, cayó a finales de 1935 asediado por los casos de corrupción, Alcalá-Zamora se negó a seguir la lógica de la democracia parlamentaria y permitir que el partido con más apoyo parlamentario formase otro Gobierno. «Si lo hubiera hecho, en el peor de los casos se habría producido una significativa reforma constitucional en 1936-37 que habría cerrado el paso a una guerra civil», señala el hispanista norteamericano.

Alcalá-Zamora, heredero de una cultura política elitista y oligárquica, sentía una profunda antipatía hacia la CEDA y, particularmente, hacia su líder José María Gil-Robles. Sin mucho tino político, anunció nuevos comicios para el 16 de febrero a pesar de que existía una mayoría conservadora capaz de gobernar de forma estable. Para evitar la dispersión de votos de 1933, a estas nuevas elecciones la izquierda republicana se presentó en un amplio bloque que incluía al sector mayoritario y revolucionario del PSOE-UGT, el Partido Comunista español, el POUM, el Partido Obrero Unificado Marxista y la república burguesa de Manuel Azaña y compañía. Una alianza «antifascista» (término que entonces hacía referencia a todo tipo de derechas, incluidos partidos de centro) que originalmente se llamó «bloque de izquierdas», pero que pronto asumió el término, acuñado por la Comintern en Moscú, de «Frente Popular».

Azaña y otros líderes moderados creían que bajo unas siglas comunes podrían devolver al redil democrático a los elementos revolucionarios de la izquierda, lo cual se reveló un error de proporciones catastróficas para la Segunda República. Azaña, que nunca llegó a condenar en público la insurrección revolucionaria de 1934, se mostró desde el primer segundo incapaz de controlar la deriva antidemocrática, auspiciada por él mismo, que practicó el Frente Popular tras su victoria en las Elecciones de febrero de 1936.

Unas elecciones que el libro «1936. Fraude y violencia en las elecciones del Frente Popular» (Espasa) ponen bajo cuarentena ante las innumerables irregularidades en el recuento de los votos, con lacres rotos, papeletas que aparecen y desaparecen, tachaduras, borrones y raspaduras en los sobres, además de tres días de violencia en las calles que forzaron a dimitir al liberal Manuel Portela, presidente del consejo de Ministros, dejando en manos de Manuel Azaña el papel de garante de los comicios.
 Un fraude electoral y violencia en las calles

En la misma noche que accedió al Gobierno, Azaña se vio obligado a salir a la Puerta del Sol a contener con sus palabras una enorme manifestación. Poco después de abandonar el balcón, el político republicano reconoció ante Martínez Barrio la dificultad de contener la presión de la izquierda obrera pues, si se respetaba la legalidad, saldría «a motín por día».

«No hizo falta un pucherazo o un fraude masivo, simplemente se falsificó la documentación o se hizo desaparecer para que no llegara nunca a las Juntas Provinciales de Censo», aseguró en una entrevista en 2017 a ABC Villa García, uno de los autores de la investigación. El resultado de la falsificación fue que en provincias donde había ganado de forma rotunda las derechas, véase La Coruña, Cáceres, Lugo y Tenerife, terminó venciendo el Frente Popular, mientras que en otras donde se daba una situación de empate técnico desapareció un determinado número de actas.

Sin estas actas dudosas, en la primera vuelta de las elecciones «izquierdas y derechas habrían quedado equilibradas: entre 226 y 230 escaños los primeros, y entre 223 y 227 los segundos».
La documentación electoral llega al Congreso con las actas de provincias
Aquel Frente popular que accedió al poder de forma poco higiénica (no de forma ilegal, pues en aquel sistema el presidente de la República podía llamar a cualquiera a formar gobierno indiferentemente de su peso electoral), no tuvo como objetivo defender la democracia, como sí ocurriría con su homólogo francés en esos mismos años, sino reivindicar los sucesos revolucionarios de 1934. De hecho, la coalición no se presentó en Cataluña para propiciar la victoria de Front d'Esquerres, nucleada en torno a la Esquerra Republicana de Catalunya del golpista Lluís Companys.

La crispación política se materializó en Cataluña con la formación de dos grandes bloques, sin espacio para los partidos moderados: por un lado el Front de Esquerres de Catalunya, esa versión catalana del Frente Popular; y, por otro, el Front Català de Ordre, liderado por la Lliga, con cedistas, carlistas, radicales y la derecha alfonsina. La coalición de izquierdas acaparó el 59% de los sufragios en este territorio, imponiéndose en las cinco circunscripciones catalanas y obteniendo 41 escaños.

Para agradecer el apoyo de Companys, Manuel Azaña firmó entre sus primeras medidas como presidente del Gobierno un decreto ley de amnistía para los participantes en el golpe catalán contra la Segunda República, dando luz verde a su regreso como héroes de la causa a Cataluña. El 29 de febrero, se ratificó a Companys como presidente y este, a su vez, confirmó a todos sus consejeros en sus puestos. A su vuelta triunfal a Barcelona, el líder de ERC asumió un discurso victimista que ya nunca le abandonaría: «Volveremos a sufrir, volveremos a luchar, volveremos a vencer»

El Gobierno del Frente Popular se enfrentó muy pronto a sus propias contradicciones. La coalición de izquierdas no estaba diseñada para gobernar, pues la mayoría de los socialistas, que albergaba el grueso de los votos, ansiaban únicamente la revolución. El propio Largo Caballero protagonizó un enfrentamiento público con el también socialista Indalecio Prieto a colación de la invitación de Azaña de entrar en el Gobierno.

Los elementos más revolucionarios no querían ya participar en un gobierno «burgués» que, lejos de reducir los desórdenes públicos, alentó con su inactividad la violencia callejera. «No sé… cómo vamos a dominar esto», escribió preocupado Azaña a su cuñado Cipriano Rivas Cherif. Su temor era que detener a los revoltosos de izquierda pudiera romper el Frente Popular, por lo que se limitó a perseguir a los anarquistas, que no estaban en la coalición, y a poner en práctica una actividad policial contra socialistas de menor intensidad. Todo ello mientras las detenciones de radicales de derecha alcanzaban las cuatro cifras.

Ambiente prerrevolucionario

El presidente de la República, Alcalá-Zamora, se vio obligado a dejar su puesto a Azaña el 10 de mayo de 1936 debido a las presiones de la izquierda. En su «Diario», lamentó el colapso del orden público y la detención de miembros de su propia familia por parte de unas fuerzas policiales cada vez más arbitrarias. Con el socialista pragmático Indalecio Prieto vetado por Largo Caballero, Azaña llamó para formar gobierno a otro miembro radical del PSOE, Santiago Casares Quiroga, que, a pesar de criticar públicamente el aumento de la violencia callejera, anunció en su discurso de investidura que sería «beligerante con el fascismo», lo que incluía a todos los partidos que no fueran de izquierda.

Bajo el gobierno de Casares Quiroga se produjeron graves transgresiones al Estado de Derecho, entre ellas incautaciones ilegales de propiedades e iglesias, sobre todo en el sur; el cierre de colegios católicos por toda la geografía; miles de detenciones arbitrarias de miembros de partidos derechistas; la sustitución de jueces y funcionarios por otros afines al Frente Popular y la incorporación de activistas sociales y comunistas, nombrados ad hoc como policías suplentes («delegados gubernativos»), a los cuerpos de Seguridad.

Como colofón a este ambiente que muchos historiadores, incluidos de izquierda, definen como «prerrevolucionario», el Gobierno inició un proceso de disolución oficial de los grupos derechistas, empezando por la ilegalización de los falangistas en marzo, los sindicatos católicos en mayo y finalmente los monárquicos de Renovación española en junio.
Santiago Casares Quiroga
Cuando el Tribunal Supremo anuló la ilegalización de Falange en vísperas de la Guerra Civil, el Gobierno desobedeció el dictamen y continuó deteniendo a sus militantes. «El argumento de fondo era que el partido fascista había protagonizado episodios violentos, algo absolutamente cierto, aunque ese mismo argumento habría debido aplicarse para ilegalizar a los socialistas, comunistas y anarquistas, responsables de muchos más actos de violencia directa», considera Stanley G. Payne en su último libro «La revolución española: 1936-1939» (Espasa).

Y sí, las cifras demuestran que la violencia en ambos bandos estaba fuera de control. En la sesión parlamentaria del 17 de junio de 1936, Gil-Robles, líder de la oposición, realizó una lista de los desórdenes registrados, según él, desde el 1 de febrero hasta el 15 de junio: «160 iglesias destruidas, 251 asaltos de templos, incendios sofocados, destrozos, intentos de asalto. 269 muertos. 1287 heridos de diferente gravedad. 215 agresiones personales frustradas o cuyas consecuencias no constan. 69 centros particulares y políticos destruidos, 312 edificios asaltados. 113 huelgas generales, 228 huelgas parciales. 10 periódicos totalmente destruidos, todos de derecha. 83 asaltos a periódicos, intentos de asalto y destrozos. 146 bombas y artefactos explosivos. 38 recogidos sin explotar».







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