LA REPRESIÓN REPUBLICANA
CONTRA LA IGLESIA EN ESPAÑA
España vive todavía una
época de azules y rojos en la que los grises no tienen cabida. Buscar la
anhelada objetividad en un período tan reciente (y estudiado) como la Guerra Civil parece una tarea imposible. En primer lugar, porque
estamos obsesionados con colgar carteles simplistas que definan (en una
palabra) a los profesionales de la investigación. Fernando
del Rey, catedrático de Historia del Pensamiento y de los
Movimientos Sociales y Políticos en la Universidad Complutense, quiere huir de
este maniqueísmo barato. «No tomo partido ni de un bando ni de otro, solo
quiero entender qué les pasó a todos durante el enfrentamiento», explica. En un
momento de tensión política agitado más, si cabe, por la exhumación de
Francisco Franco, este experto
incide en que no le gusta hablar de muertos de uno y otro bando; para él todos
ellos fueron víctimas del momento histórico que atravesó el país entre 1936 y
1939.
Su última obra ( «Retaguardia roja» -Galaxia Gutenberg, 2019-) está elaborada sobre los pilares de esta
filosofía. No pretende señalar y no busca cargar tintas contra unos y otros
(los «hunos y hotros» de Unamuno). Es,
sencillamente, una investigación que detalla la represión republicana que se
desató en Ciudad Real desde
el momento en el que los sublevados se alzaron contra la Segunda
República en
julio de 1936. Un análisis concienzudo, todo sea dicho, pues le ha llevado más
de 30 años de trabajo en los que ha hecho 60 entrevistas a otros tantos
supervivientes. Podría parecer localista, pero pensar así es un error. Y es
que, como bien explica, las conclusiones de su estudio se pueden extrapolar
a toda la España rural.
Además de las suculentas
novedades que alberga, su nueva obra también sirve para recordar «verdades
como catedrales», como el mismo Del Rey las define. Una de
ellas, que los estudios publicados en los años sesenta ya determinaron que «en
España se asesinó a 7.000 religiosos».
«No es un mito», completa. El autor, de hecho, dedica un
capítulo a hablar de la «clerofobia» y la
violencia de los republicanos más radicales contra los religiosos de la
localidad.
Las hipótesis que baraja
a la hora de establecer las causas de la violencia anticlerical son dos: la
asimilación por parte de la sociedad de que los sacerdotes eran «agentes
del enemigo» encargados de extender sus ideas a través de
un púlpito y,
por otro lado, la interiorización de los tópicos más exagerados sobre los
religiosos (por ejemplo, su homosexualidad). Mención a parte merecen los
frailes que residían en monasterios y que, según el doctor en historia, no
encajan en este arquetipo. «Su caso es más extraño. ¿Por qué se enconaron con
ellos?». La pregunta, difícil, la intenta responder en su obra.
En todo caso, «Retaguardia roja» no se limita
a analizar la violencia contra el clero y se adentra también en la represión
que se vivió en las ciudades que se mantuvieron leales a la Segunda
República tras el levantamiento militar de 1936. En sus
páginas caben desde la violencia que se desató contra los primeros enemigos del
gobierno (una buena parte, falangistas)
hasta la labor, enterrada en las páginas de la historia, de los militantes más
moderados que quisieron detener aquella locura. Pero no es lo único, Las
seiscientas páginas de este ensayo dan para mucho más y se dedican además a
destruir mitos como, por ejemplo, aquel que afirma que el golpe militar fue una
respuesta a una presunta movilización comunista. Algo que Del Rey define como
una «soberana estupidez» multitud de veces refutada.
Tampoco se muerde la lengua al acabar con el mito de las
dos España. «Hubo muchas más. La mayoría estaba formada por una mayoría que se
vio arrastrada a la violencia», insiste.
Microhistorias
Del Rey forja su discurso
mediante las determinantes microhistorias.
Un total de diecinueve ejemplos prácticos, del día a día, que permiten al
lector poner cara y ojos a los protagonistas del conflicto. «Las microhistorias
locales nos permiten llegar a conclusiones similares en el resto del territorio
español», afirma. Gracias a esta forma de estudiar la Guerra
Civil, el autor establece que ha logrado destrozar mitos
arraigados como el que explica que los republicanos más exaltados eran «incontrolados
y delincuentes comunes». «Era gente corriente. Vecinos que
mataban a otros vecinos. Es algo que ya demostraron muchos estudios de la Segunda Guerra Mundial al analizar la figura de las SS», señala.
Algo similar sucede con
Ciudad Real. «Al palpar un universo pequeño que no se ciñe a las grandes
ciudades (Madrid, Barcelona, Zaragoza...)
te percatas de que encuentras respuestas que no hallas al estudiar las grandes
ciudades», explica. Para él, esta urbe es un escenario privilegiado al
encontrarse cerca de la capital y supone un ejemplo claro de cómo fue la vida
en los pueblos rurales afines a la Segunda República.
Pero no todo lo
encontrado ha sido bueno. En su investigación, Del Rey se ha topado con «cosas
tremendas» que «no sabía si contar».
«Al final me decidí a explicarlas porque partes de la base de que la sociedad
española actual lleva cuarenta años de democracia y se merece que intentemos
mostrarle una realidad lo más cercana al pasado y lo menos ideologizada
posible», finaliza.
Violencia contra el clero
Mediante estas
microhistorias, Del Rey se adentra en la «clerofobia»
que se vivió al comenzar la contienda. La época de la «violencia
en caliente», como la denomina. «Por violencia en caliente se
entiende la que se sucedió en las primeras semanas de la guerra allí donde los
sublevados habían sido derrotados», señala a este diario. Poco después
del 18 de julio de 1936,
cuando se produjo el Alzamiento, los
partidarios de la Segunda República se
ofuscaron en acabar con el «enemigo interior»:
todo aquel sospechoso de ser partidario de la sublevación y que pudiera unirse
al ejército enemigo si este llegaba hasta la zona. «Se detuvo a miles de
derechistas que fueron a parar a las cárceles. En ese proceso, y sin que
respondiera a una planificación previa, hubo algunos muertos cuando se produjeron
choques. Hay que entender que muchos se resistieron a ser detenidos y que a algunos
milicianos se les iba la mano», desvela.
Los religiosos de sotana
y misa se vieron envueltos en este torbellino de tensión, miedo y desaire
debido a que el miliciano de base los veía como unos «compinches de los golpistas». Ello, a pesar de que, en
palabras del experto, «muchos se limitaban a rezar».
Esa idea del «monje trabucaire partidario del
enemigo solo por el hecho de serlo» era general. «El clero de
base, el secular, era visto como un agente político.
Ejercía el papel de ideólogo de la derecha en esa dialéctica de odio
político», añade.
En su obra, el autor
afirma que esta mentalidad estaba instaurda desde el siglo XIX, cuando «la fe
religiosa se ligó en la cultura de las izquierdas europeas a la idea de la opresión
del “pueblo”».
Ejemplo de ello es que el marxismo la comparaba con el «opio
del pueblo» y aseguraba que estaba al servicio de los ricos y
de los poderosos. «Tales postulados se interiorizaron pronto en España, primero
en los medios republicanos anticlericales y
después en las distintas corrientes obreristas»,
completa.
Soldados republicanos en Toledo
Del Rey, como hace a lo
largo de toda su obra, ofrece datos fehacientes sobre la represión contra el
clero que se vivió en Ciudad Real durante la «violencia caliente».
Entre el 19 de julio y el 31 del mismo mes las víctimas sumaron un total de
157. «Esto representa el 38,85% de los muertos en la “fase
caliente” de la revolución, un porcentaje elevadísimo si se
tiene en cuenta que la población religiosa en su conjunto -compuesta por poco
más de un millón de personas entre curas, religiosos y monjas- apenas rondaba
el 0,20% de los habitantes de la provincia», completa. En el interior de su
obra, por descontado, analiza y compara esta cifra con multitud de informes
relacionados.
En todo caso, también
deja claro que la mayor parte no tuvieron que soportar torturas,
como afirman algunos expertos. También rechaza que se califique a la represión
general como «genocidio» u «holocausto».
Lo que llama la atención
al autor es el caso del clero que trabajaba en monasterios y no
predicaba desde los púlpitos. ¿Por qué mataron en las dos
primeras semanas a casi sesenta frailes?», se pregunta el historiador. La
respuesta se encuentra en la imagen negativa que se había asociado al clero.
«Creo que no funcionó la lógica del combate político previo tanto como en
el estereotipo. Todos los tópicos denigratorios (como que eran homosexuales)
se cernieron sobre esa figura», desvela. Las muertes de esta parte del clero
fueron fomentadas, en parte, por la administración. «Decían que había que tener
ojo con los conventos porque podían servir como fortalezas para refugiar
fascistas. Había verdadera obsesión con los campanarios. Y en el fondo era
verdad porque eran auténticas fortalezas
arquitectónicas», añade.
Monjas asesinadas durante la Guerra
Civil
Según Del Rey, una orden
ministerial obligó
a los frailes y monjas a salir de sus conventos en las dos primeras semanas de
la guerra. «Los extrajeron mediante una orden gubernativa. Es decir,
acompañados de un juez». En principio, la idea era meterles en la cárcel,
aunque no pocos alcaldes se apiadaron y les ofrecieron salvoconductos para viajar hasta zonas
seguras. «Lo sorprendente es que, en cuestión de días, los cazaron», señala.
Telefonazo a telefonazo, y chivatazo a chivatazo, los milicianos se enteraron
de dónde se encontraban y acabaron con ellos. El que aquel mandato
gubernamental estableciese un día concreto para expulsarles de sus centros de
culto es lo que hizo, en palabras del autor, que las muertes
se concentraran en
unas jornadas muy específicas en toda Ciudad Real.
Como ejemplo de esta
violencia pone casos como el de Francisca Ivars Torres (sor Vicenta), la única
religiosa muerta en la provincia. A esta monja la guerra le sorprendió en el
colegio San José de Valdepeñas. Sin embargo, el devenir de los
acontecimientos hizo que decidiera marcharse. Como otras tantas recibió un
salvoconducto. El 23 de septiembre tomó un tren para Alcázar
de San Juan, desde donde pretendía viajar a Alicante. Jamás lo
consiguió. «Avisados por sus compañeros de Valdepeñas, los milicianos estaban
esperándola en Alcázar. […] Sirviéndose de engaños, le propusieron conducirla a
la casa que la orden tenía en Herencia. La
subieron en un camión y, pocos kilómetros antes de llegar a ese pueblo, la
mataron en una viña junto a un hombre. Tenía 68 años», completa
Del Rey en su documentada obra.
La violencia vivida en
Ciudad Real, con todo, es un mero ejemplo de la que sufrieron los miembros de
la iglesia de toda España en estas primeras semanas. «La represión contra el
clero se conoce desde 1960, cuando salió un estudio estupendo de un sacerdote
en el que se contabilizaba la población religiosa asesinada en unas 7.000
personas. No es un mito, es una realidad como una catedral.
Luego se han corregido levemente sus cifras. Fue un estudio impresionante hecho
en una época en la que no había ordenadores. Otra cosa es que se hable de eso
en el vacío y sin hacer referencia al anticlericalismo que se había extendido
en la época, sin contextualizar», completa Del Rey.
Mitos, asesinos y víctimas
En las páginas de
«Retaguardia roja», Del Rey también se cuestiona máximas como la idea de que la
democracia había cuajado en España. «La democracia no se adquiere en 24 horas,
supone un aprendizaje muy amplio. La aceptación del
adversario es un elemento clave para saber si uno es
democrático o no, lo mismo que la alternancia en el poder. En la España de los
años treinta eso no estaba claro. Algunas minorías que venían de la España de
la Restauración, la España oligárquica,
se adaptaron a ello. Pero aquella sociedad todavía no estaba dentro del juego
democrático porque procedía de un mundo caciquil», explica. Eso no significa,
sin embargo, que no tuvieran a su disposición el armazón institucional para
ello.
Del Rey también es
partidario de que la sublevación fue la que provocó las revueltas violentas en
el seno de la Segunda República.
«Los estudiosos de la violencia política tienen claro que hubo una multicausalidad,
pero hay que establecer una jerarquía en base a criterios racionales. La
conclusión a la que llego es que hay unos factores mucho más importantes que
otros. Para empezar, el golpe fue decisivo porque supuso un desafío a la
legalidad y rompió el monopolio que tenía el estado sobre la violencia. Así, un
golpe que se creía preventivo para
contener una supuesta revolución comunista en ciernes (que se ha
demostrado falsa), provocó la revolución por el desafío de poder que generó»,
sentencia.
Un grupo de milicianos custodia a unas
religiosas en Alcalá de Henares, durante los primeros días de la Guerra Civil
Otro tanto sucede con la
idea de las dos Españas. «Insisto en que no existían. Había muchas más: la España
revolucionaria, la España contrarrevolucionaria,
la España de los moderados (liberales, socialistas y católicos, todos
ellos en su versión moderada) y la España que no estaba ideologizada, pero se
vio arrastrada por el resto. Esta última era la más extensa», completa. Según
cree, a pesar del alto nivel de politización de la sociedad de los años 30, la
realidad es que los protagonistas de estos combates fueron minorías que
arrastraron a la mayor parte del país. De hecho, una de sus tesis es que la
violencia fue generada por una minoría que muy ruidosa. «Siempre eran militantes
jóvenes y muy ideologizados», señala.
Del Rey también analiza
la falsa imagen de los represaliados en la zona republicana. Personas que, en
sus palabras, se ajustan a un arquetipo concreto. «Al analizar las víctimas de
la violencia te das cuenta de que todos los que habían tenido un protagonismo
público previo, tanto político como administrativo (un juez, un secretario de
ayuntamiento...) estaban en la cabeza de las listas», señala. Para el autor,
ser un personaje público en
la España de los años treinta, aunque fuera a escala local, suponía un riesgo
impresionante. «La fijación de objetivos humanos respondía a criterios
ideológicos y políticos. «No es tanto la lucha de clases lo que determinaba
estas matanzas, como la adscripción política. Las víctimas eran élites
políticas que habían tenido protagonismo público en el período anterior. Hubo
cierta lucha de clases, pero no se mataba a los ricos por ser ricos. Se mataba
a los que habían tenido relevancia», finaliza.
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