Odiado,
repudiado y pobre: la injusta muerte del héroe que evitó la masacre de 14.000
españoles
Retrato de Zayas en la guerra
La de José Pascual de Zayas y Chacón fue
una historia agridulce. Dulce, porque -a golpe de valentía -, ganó un sin fin
de medallas por poner contra las cuerdas al ejército
de Napoleón durante
la Guerra de la Independencia. Y agria debido a que su lealtad al régimen
instaurado en España durante el Trienio
Liberal y su presunta pertenencia a la masonería acabaron
con su carrera. Héroe de la batalla de La Albuera (donde su intervención evitó la
muerte de más de 30.000 soldados -14.000 de ellos españoles-) terminó sus
días enfermo, sin una moneda que gastar (sobrevivía con la
ayuda de sus familiares y amigos) y repudiado. La
tragedia fue doble, pues dejó este mundo sin saber que, poco después, un Real
Decreto le
devolvería todos los honores que se había ganado a golpe de espada.
Desde pequeño estuvo
ligado al mundo militar. Nacido en el seno de una familia acaudalada de la Cuba
española en 1772, partió con una década de vida a la Península para iniciarse
en el mundo castrense. En 1783 ya era cadete del Regimiento de Infantería de Asturias y,
a partir de ese momento, su carrera fue fulgurante. Combatió en la defensa
de Orán, participó en la guerra de la Convención
Francesa a partir de 1793 y, ocho años después, se
enfrentó también a los ingleses. Su hoja de servicios atestiguaba
su valentía: «Valor acreditado, aplicación bastante, capacidad mucha, conducta
regular y sirve sobresalientemente en campaña». En 1808, nombrado ya
comandante, tenía previsto dirigirse a Dinamarca,
pero la llegada de la invasión napoleónica detuvo sus planes. Acababa de
comenzar la Guerra de la Independencia contra
el Bonaparte.
Honor en La Albuera
La gran actuación de
Zayas se dio en la batalla de La Albuera, acaecida el 16
de mayo de 1811 en
Badajoz frente a un río con el mismo nombre. Aquella jornada formaba parte de
los 32.000 soldados ingleses, portugueses, alemanes y españoles dispuestos a
enfrentarse al ejército de Napoleón. Nuestro protagonista se hallaba bajo la
protección y mando de William Beresford,
uno de los británicos enviados por su gobierno para detener el avance galo en
la Vieja Europa. La contienda comenzó a las ocho de la
mañana, cuando los galos hicieron su aparición y, para sorpresa de todos, se
dispusieron a combatir solo contra el flanco izquierdo del contingente
combinado.
Por desgracia, todo era una trampa. Cuando Beresford
ordenó a sus hombres, vascular hacia el flanco en apoyo del resto de fuerzas,
dio comienzo el verdadero plan del mariscal Soult, subalterno de Bonaparte,
director de aquella orquesta de fusiles y empecinado en hacerse con la
Península. El galo, avispado, había ordenado a una buena parte de sus hombres
que se mantuvieran ocultos y que, llegado el momento (cuando el enemigo
desplazara a sus tropas) asaltaran el desprotegido flanco derecho del
contingente combinado.
La estratagema no terminó de dar resultado gracias un
oficial alemán del ejército aliado que vio retazos de unidades francesas
escondidos en la lejanía y alertó a Beresford. Este, sin poder dar crédito a lo
ocurrido, ordenó a su línea reorganizarse y dirigirse a toda bota hacia el
flanco desprotegido. Pero ya era demasiado tarde, pues Soult había iniciado su
marcha con el grueso de sus fuerzas hacia las unidades del extremo derecho.
Los oficiales aliados
giraron sus cabezas hacia el flanco derecho para descubrir que únicamente
cuatro batallones de la División comandada por Zayas (unos 3.500 hombres
aproximadamente) se encontraban en posición para dar de balazos a los franceses
y resistir hasta la llegada de sus compañeros. De ellos dependía la batalla, ya
que, si los gabachos les arrasaban, atacarían luego a las descolocadas unidades
británicas que acudían en su ayuda.
Los franceses, por su
parte, cargaron con nada menos que 14.000 soldados (entre
los que se destacaron varios regimientos de caballería). Para los españoles de
Zayas parecía que la única forma de salir de allí era con un balazo en la sien.
Con todo, el valor es capaz en ocasiones de vencer a la superioridad numérica;
y más si es acompañado de una mala decisión... Y es que Soult, creyendo que
sería sencillo acabar con nuestros escasos compatriotas, decidió enviar
únicamente a una división –la de Girard- contra ellos. Su intención era dejar
en reserva un contingente lo suficientemente potente como para enfrentarse a
cualquier aliado que pudiera acercarse.
A pesar de ello, las
fuerzas francesas que se disponían a entablar combate seguían superando a los
hombres de Zayas. «Su ataque fue violentísimo, secundado por una gran masa de
artillería. Se produjo un intenso tiroteo entre los franceses y los españoles,
que lucharon tenazmente y resistieron el embate francés. El combate se
desarrolló a unos 50 metros de distancia, y el número de bajas fue enorme El
resultado de este primer asalto se saldó con gran número de bajas por ambas
partes, resultando batida la vanguardia francesa. Los atacantes franceses
sufrieron más del 40% de bajas en esta primera media hora, y los defensores
españoles alrededor del 30%», señalan Juan Vázquez y Lucas Molina en su
obra «Grandes batallas de Españolas».
Tras varios y largos minutos de batalla en la que los
españoles resistieron contra todo pronóstico y de forma heroica el asalto de
los fusileros y tiradores franceses, llegaron los infantes británicos. Estos,
sin embargo, fueron recibidos a tiros por los soldados de Zayas que, en el
fragor de la batalla, no acertaban a conocer entre amigos y enemigos y solo
pensaban en descargar munición contra todo aquel que estuviera armado y se
dirigiera hacia ellos. A pesar de la confusión, cuando la esperpéntica situación
estuvo aclarada, los españoles fueron relevados y enviados a reorganizarse
justo en el momento en que los galos lanzaban su segundo ataque.
Después, y lejos de querer perderse la contienda,
volvieron a la lucha más decididos que nunca.
Beresford
Batalla de La Albuera
Después de ver a los
escasos defensores españoles resistir un ataque de tal envergadura, la
heroicidad debió henchir el pecho de Beresford, que ordenó a varias unidades
británicas atacar el flanco izquierdo enemigo. Estas, a base de fusilazos,
cumplieron su objetivo, aunque a costa de multitud de bajas. A su vez, la
situación de estos hombres se recrudeció cuando descubrieron que, aunque habían
detenido a los galos, habían quedado expuestos en campo abierto. Soult no lo
dudó y, con desesperación en los ojos por no poder atravesar las defensas
enemigas, envió a su caballería, la
cual pasó a sable y lanza a los hombres de Su Majestad.
«A continuación,
embriagados por su éxito, los (jinetes franceses) se lanzaron a por la retaguardia
española, amenazando
al propio Beresford. El despliegue español en dos líneas demostró su valía, al
lograr repeler ese ataque mientras que Zayas, meritoriamente, afrontaba el
nuevo ataque son dejar de disparar sobre las tropas de Girard, acción que muy
probablemente salvó al ejército aliado de la destrucción», completan Vázquez y
Molina. Superados por unos soldados que consideraba inferiores, Soult no pudo
hacer otra cosa más que dar la vuelta a su caballo y abandonar el campo de
batalla.
Descenso al infierno
La Albuera fue el
comienzo de una concatenación de victorias en la Guerra
de la Independencia. En su artículo sobre Zayas para la Real
Academia de la Historia, José Manuel Guerrero Acosta recoge una buena parte
ellas. Desde la contienda de Chiclana,
hasta las de Cuenca o Valencia.
«En agosto pasó con su división a Levante, participando en las operaciones para
defender Valencia, siempre bajo el mando de Blake. En diciembre se distinguió
en la batalla de Sagunto y defensa de Mislata»,
desvela el experto. Hasta aquí, parecía que nuestro protagonista estaba
destinado a convertirse en un personaje inolvidable de la historia española.
Pero la suerte (la mala suerte) hizo que, tras la caída de Valencia en 1812, fuese atrapado
por los galos. Reo junto a otros tantos oficiales y soldados, fue enviado a
Francia e internado en Vincennes.
Un año pasó encerrado,
hasta diciembre de 1813 (o marzo de 1814, atendiendo a las fuentes). Fue
entonces cuando fue liberado con el objetivo de acompañar al duque
de san Carlos ante
las cortes para, como bien señala el autor, negociar el regreso de Fernando VII a España. «El propio monarca le ordenó que procediese a las cortes
del reino reunidas en Madrid para anunciar su libertad», explica Martha
Elizabeth Laguna Enrique en
su tesis «El museo nacional de bellas artes de la habana y la colección de
retratos de la pintura española del siglo XIX». Poco después fue ascendido a teniente general por
el valor que había demostrado en la guerra contra el galo y, por si fuera poco,
recibió la Cruz Laureada de San Fernando de
tercera clase, la banda de San Fernando y la de Carlos
III. Al menos, según
desvela la experta en su obra.
Desembarco de Fernando VII y su
familia en el Puerto de Santa María
Zayas, muy cercano a la
monarquía y a Fernando VII, renunció después a ser virrey de Perú. Su vida
estaba en Madrid, donde se hallaba cuando el levantamiento
de Riego dio
paso al Trienio Liberal. A
partir de entonces, nuestro protagonista se mostró siempre como un partidario
ferviente de la Constitución y del nuevo régimen. «El 1 de julio de 1820 fue nombrado
diputado en Cortes por La Habana, y el
31 del mismo mes, capitán general de Extremadura»,
añade, en este caso, Guerrero. Si ya había empezado, con ello, a ganarse la
enemistad del rey, terminó de cavar su tumba el 7
de julio de 1822, cuando ayudó a reprimir la revuelta que
buscaba el regreso del sistema absolutista e impidió, en palabras de la
experta, «la comunicación de los rebeldes con el monarca».
El año 1823 acabó de
sepultarle. Zayas, firme defensor del liberalismo, se negó a rendirse
cuando Luis Antonio de Francia, duque de Angulema, tomó el mando de los Cien
Mil Hijos de San Luis (el ejército internacional encargado
de reinstaurar la monarquía en España). «Cuando la corte se trasladó a Sevilla
fue nombrado Capitán General de Madrid para preservar el orden
de la capital», añade la autora. Solo capituló cuando la llegada del grueso del
contingente era inminente. Y para entonces ya había acabado con varias partidas
realistas. El día 23 abandonó la ciudad tras llamar a la calma en el Diario de Madrid:
«Espero de la
sensatez y cordura que caracteriza a este ilustre vecindario, que no me pondrá
en la dura presión de haber de apelar a la fuerza que tengo a mis órdenes, y
aún a las del ejército francés, si necesario fuere, para reprimir y castigar
[…] cualquiera desorden que pueda alterar lo más mínimo la tranquilidad
pública. La vigorosa disciplina que haré observar a las tropas de mi mando,
será el mejor garante de la firme resolución en que me hallo de valor muy de
cerca por la quietud y seguridad de los habitantes de esta heroica capital, y
del deseo de que me anima de no llevar al separarme de su seno más de recuerdos
que los de las virtudes que en todos tiempos los han señalado».
Fernando VII
Zayas, el héroe que había
combatido hasta la extenuación por España en la Guerra
de la Independencia, se vio obligado a buscar refugio en
Andalucía. Pero su suerte ya estaba echada. Cuando se instauró de nuevo el
absolutismo, la Junta
Superior de Purificaciones (una suerte de consejo
encargado de hallar a los traidores a la corona) le declaró impuro y acabó con
su carrera militar. «El 30 de mayo de ese año fue despojado de todos sus cargos
y honores. En noviembre de 1826, fue declarado “impurificado por
liberal”», añade Guerrero.
Laguna afirma, además,
que en esta decisión pudo haber influido su «conocida
filiación francmasónica»,
pues habría sido «jefe o gran maestro de una sociedad secreta durante el
período de 1820 a 1823». En sus palabras, esta parte tan turbia de su vida fue
desvelada en un artículo del escritor y político Patricio de la Escosura en
1876. Algunas partes del texto denotan, sin lugar a dudas, que lo que movía a
este autor no era el odio contra el oficial: «El general D. José de Zayas,
perfecto caballero, excelente soldado, hombre de gran mundo, y que por haber
honrada y valerosamente haber preservado a Madrid del saqueo con que le
amenazaban las furiosas, indisciplinadas y fanáticas hordas [realistas]
incurrió en el odio implacable del rey Fernando».
José Pascual de Zayas
falleció repudiado en Chiclana el 28 de octubre de 1827 tras haber vivido la
última parte de su vida entre enfermedades y pobreza. De hecho, tuvo que
valerse del dinero de familiares y amigos para sobrevivir. El destino, no
obstante, quiso que un real decreto le devolviera sus cargos y los honores
recibidos durante toda su vida el 2 de agosto de 1840.
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