LA CABALLERIA MEDIEVAL
Y
LOS LIBROS DE CABALLERIA
Las novelas de caballería
Los libros de caballería, según el
documentado estudio de don Marcelino Menéndez y Pelayo, a pesar de su
extraordinaria abundancia, que excede con mucho a todas las novelas juntas de
la Edad Media y del siglo XVI, no son producto espontáneo del arte nacional
español, el género se nacionalizó, “hasta el punto de parecer nuevo a la misma
gente que nos lo había comunicado desde otros países, y de imponerse a la moda
cortesana durante una centuria”.(1)
El género nació en las entrañas de la Edad Media, no fue más que una
prolongación degenerada de la poesía épica que tuvo su foco principal en la
Francia del norte, y de ella irradió no sólo al centro y mediodía de Europa,
sino a sus confines septentrionales: a Alemania, a Inglaterra y a Escandinavia,
lo mismo que por el sur se extendió a España y a Italia. Fue la poesía general
del occidente cristiano durante los siglos XII y XIII.
Esta poesía narrativa tuvo primero como instrumento la forma métrica,
pero en su decadencia, desde principios del XIII y mucho más en el XIV y el XV,
calzó el humilde zueco de la prosa y entonces nacieron los libros de caballería
propiamente dichos. No hay ninguno entre los más antiguos que no sea
transformación de algún poema, existente o perdido, pero cuya existencia consta
de una manera irrefutable.
Los romances, por una parte, y por otras las grandes compilaciones
históricas a partir de Alfonso el Sabio, recogieron el tesoro de los cantares de gesta, muy pocos de los
cuales poseemos en forma primitiva, y los salvaron en cuanto a la integridad y
la sustancia.
Después de los temas nacionales, ninguno fue más divulgado en la vieja
literatura española que los del ciclo carolingio: Las Nuevas de Roncesvalles y la Chanson
de Roland. Al
mismo ciclo pertenecen la Historia fi de Oliva, rey de Iherusalen,
emperador de Constantinopla; la historia de Carlomagno y de los Doce Pares es el nombre disfrazado del Fierabrás francés. Renaus de Montouban pertenece al ciclo carolingio y narra las
luchas de Carlomagno, con sus grandes batallas.
Traducidas e imitadas entre nosotros las ficciones del ciclo carolingio
y las que podríamos llamar novelas esporádicas e independientes, no tardaron en
aparecer los poemas del ciclo bretón,
de los cuales ya en el siglo XIII pueden encontrarse en España bastantes
indicios, aunque la época de su relativo apogeo fue en el siglo XIV.
Estos poemas del ciclo bretón tienen su origen en las canciones
populares del pueblo de este nombre, conocidas con el nombre de lays de Bretaña. Los bretones, vencidos
por los sajones en Inglaterra en el siglo V, fueron expulsados, parte a la
península de Armórica, que desde entonces tomó el nombre de Bretaña, al otro
lado del estrecho, y el resto se refugió en el sudoeste y oeste de la isla -país de Gales y de Cornwall-. La conquista de
Inglaterra por los normandos puso a los bretones en contacto con los
vencedores; eran éstos un pueblo brillante
e inteligente que poseía ya una epopeya nacional en plena efervescencia,
y desearon conocer las tradiciones de sus aliados; así empezaron a
aparecer en latín obras de supuesto
carácter histórico, pero llenas, en realidad de ficciones poéticas, muchas de
las cuales se suponían traducidas de antiquísimos libros gaélicos y en gran
parte, por lo menos, debían fundarse en cantos populares y en tradiciones no
cantadas. Jofre de Monmonth, obispo de San Asaph -1154- parece haber sido el
fundador de esta seudohistoria.
El creó en sus obras las figuras de Merlín y del Rey Artús, hijo de
Ulterpen, dragón cuyas hazañas habían venido acrecentándose de boca en boca,
que aquí aparece, no ya solo como vencedor de los sajones, como dominador de
toda Inglaterra, sino también de Escocia, Irlanda, y otros muchos países
combatidos y allanados por sus invencibles caballeros.
Los lays de Bretaña son los
ciclos de la Tabla Redonda. Los cuentos del ciclo bretón trajeron, además de la
poesía del delirio amoroso, la figura del caballero
andante.
El más fecundo de los poetas que en Francia explotaron el ciclo de
Bretaña fue Cristián de Troyes, que, además de su Tristán y otros poemas, compuso por los años de 1170 el Cuento de la Carreta o Lancelot, y Perseval o el cuento del Graal.
Ningunos de los del ciclo artúrico parece haber sido reimpreso después
del siglo XVI. Los primeros indicios de la aparición en España, de la tradición
hispano-francesa, hay que buscarlos en Galicia, a donde la importaron los
peregrinos a Santiago, lazo principal entre la España de la reconquista y los
pueblos de Europa. Fue precisamente en Santiago donde nació la Crónica de Turpín que es, sin duda, el
primer libro de caballería en prosa, aunque no vulgar, sino latina y de clerecía.
Todos los vehículos de importación en la península, de los ciclos
caballerescos, los proscritos castellanos que habían acompañado en Francia a
Don Enrique el Bastardo; los aventureros franceses e ingleses que hollaron el
suelo de España en calidad de mercenarios del Príncipe Negro y de Dugesclin;
los caballeros portugueses de la corte del Maestre de Avis, que en torno de su
reina inglesa gustaban de imitar la bizarría de la Tabla Redonda, trasladaron a
la península de un modo artificial y brusco, sin duda, pero con todo el
irresistible poderío de la moda, el ideal de la vida caballeresca, galante y
fastuosa, de las cortes francesas y anglonormandas. Y en España, la imitación
no se limitó a lo exterior, sino que trascendió a la vida, inoculando en ella
la ridícula esclavitud amorosa y el espíritu fanfarrón y pendenciero, una
mezcla de frivolidad y de barbarie, en la cual el paso honroso de Suero de Quiñones en el puente del Órbigo, es el
ejemplo más célebre, aunque no sea el único.
Claro que estas costumbres exóticas no trascendían al pueblo. Pero el
contagio de la locura caballeresca, avivado por la locura y presunción de las
damas, se extendía entre las doncellas, y los cortesanos, hasta el punto de
sacarlos de su tierra y hacerlos correr por toda Europa.
Desarrollo
de los libros de caballería en España
El más antiguo de los libros de
caballería publicado en España es el Caballero
Cifar, que, que data del siglo XIV. Le sigue en el orden cronológico el Caballero Tirante el Blanco, de autor
catalán, publicado en 1490. Pero la mayor parte de los que comprende el
escrutinio cervantino, corresponde a la mitad del siglo XVI, que es también la
época del apogeo de los libros de caballería.
Los cuatro primeros libros del Amadís
de Gaula aparecieron en Zaragoza, en
1508; pero esta leyenda se conocía desde el siglo XV.
El Palmerían de Oliva vio la
luz en 1511.
Las Sergas de Esplandián, hijo
legítimo de Amadís de Gaula, se publicó en 1512.
Todavía dentro del reinado de Carlos V, se publicó el Lepolemo o Caballero de la Cruz.
El
Cirongilio de Tracia apareció en 1545, el
Felixmarte de Hircania en 1555 y el Olivante de Laura en 1564.
Estas
últimas publicaciones mencionadas marcan la agonía del género, cuyo último
estertor parece haber sido, dice Menéndez y Pelayo, Historia famosa del príncipe Policione de Beocia, impreso en
Valencia en 1602. (2) Pero como veremos más adelante, es el Persiles de Cervantes, el libro que
realmente cierra el ciclo en España.
Tratando de precisar las causas que pudieran explicar este fenómeno, la
mayor parte de los autores suponen que la literatura caballeresca alcanzó tal
prestigio en España, porque allí tuvo, según ellos, un gran prestigio la
caballería, fomentada por la guerra
secular contra los moros. Pero Menéndez y Pelayo rechaza ese punto de vista,
porque el sentido heroico y tradicional de la caballería en España, tal como se
manifiesta en los cantares de gesta, en los romances y aun en los mismos
cuentos de Don Juan Manuel, nada tienen que ver con el género de la ficción que
produjo la literatura que protagonizan los caballeros andantes: los mencionados
géneros lterarios españoles en que cristalizó la poesía heroica o la prosa de
este género tienen un carácter sólido, positivo, que está adherido a la
historia e incluso se confunde con ella, se mueve dentro de la realidad y no
gasta sus fuerzas en empeños quiméricos, sino en el rescate de la tierra natal
y en lances de honra y de venganza.(3)
La causa que mejor parece explicar el éxito que alcanzaron los libros de
caballería en España, es la falta de otra literatura de ficción de mejor
calidad. Apenas circulaban otras obras de pasatiempo, que los cuentos cortos de
Bocaccio y sus imitadores; las novelas sentimentales y pastoriles eran muy
pocas y tenían todavía menos interés novelesco que los libros de caballería,
siquiera los aventajasen mucho en galas poéticas y del lenguaje. Todavía
escaseaban más las tentativas de la novela histórica, género, por otra parte
que se confundía con el de la caballería en un principio. De la novela
picaresca o de costumbres apenas hubo en aquella centuria más que dos
ejemplares, aunque excelentes y magistrales. Es así como los Amadís y los Palmerines se adueñaron del campo.(4)
¿A quién no maravilla, que en la época más clásica de España, el siglo
espléndido del Renacimiento, que con razón llamamos de Oro, cuando florecían
nuestros más grandes pensadores y humanistas, cuando nuestras escuelas iban a
las vanguardias de las universidades europeas, cuando la poesía lírica y la
didáctica, la elocuencia mística, la novela de costumbres y hasta el teatro,
comenzaba a florecer con tanto brío,, la lectura de unos libros que, que son
todos como los describe Cervantes, “en el estilo duro, en las hazañas
increíbles, en los amores lascivos, en las cortesías mal mirados, necios en las
razones y disparatados en los viajes y, finalmente, dignos de ser desterrados
de la república cristiana como gente inútil”?, ‘¿Cómo es posible, que tan bárbaro
y grosero modo de novelar, se diese en España durante una fase caracterizada
por un desarrollo notable de la cultura?
Como es sabido, el fundador de la Compañía de Jesús y la mística
reformadora, Teresa de Cepeda, se deleitaron con la lectura de esta clase de
libros. Y todo parece indicar que el testimonio de Juan Palomeque el Zurdo,
dueño en el Quijote de la famosa venta de Maritornes, pone de relieve hasta qué
punto la afición a los libros de caballería corría todas las escalas de la vida
social.
Pero aunque estos libros se compusieron en España en número mayor que en
ninguna otra parte, la pasión de su lectura no era afición exclusiva de los
españoles, como suele creerse, sino que casi todos, pasaron al francés y al
italiano, y muchos también al inglés, alemán y holandés, y fueron imitados de
mil maneras hasta por ingenios de primer orden, y todavía se imprimían en otros
países cuando en España ya nadie se acordaba de ellos.
No puede menos que causar extrañeza, que la Inquisición, tan severa
siempre en enjuiciar el contenido moral, político y social de toda clase de
libros, se manifestase tan indulgente con ellos, a pesar de los insistentes
clamores, incluso de las figuras más destacadas en las letras españolas del siglo XVI: Vives, Cano, Arias
Montano, fray Luis de Granada.
Los libros de caballería siguieron vendiéndose libremente en la
península; no se publicó jamás la pragmática anunciada por la princesa
gobernadora doña Juana contestando en 1558 a las peticiones de las Cortes, y sólo
en los dominios de América continuaron siendo de contrabando, a tenor de una
real cédula de 4 de abril de 1531 confirmada por otras posteriores que prohíben
pasar a Indias libros de romances, de historias vanas o de profanidad, como son
el Amadís u otros de esta calidad, “porque este es mal ejercicio para los indios
e cosa en que no es bien que se ocupen ni lean”
Evolución de las ideas literarias que condujo al contenido
ideológico de los libros de caballería
Para orientarnos respecto a la significación
de los libros de caballería en el marco de la historia de la cultura medioeval,
debemos de fijar nuestra atención en determinados aspectos de la vida de
aquellos largos siglos en que la cultura creció lentamente, pero que, sin
embargo, aumentó en forma gradual la savia que floreció en el Renacimiento. En
la última parte de la Edad Media, determinadas formas de vida experimentaron
cambios sustanciales bajo la acción constante, de la iglesia católica, entonces
rectora sin rival de la vida material y espiritual.
El tema del honor de los caballeros, y el del amor platónico de cada uno
de ellos por su dama –las dos vertientes por donde fluye todo el contenido
literario de los libros de caballería- no refleja el sentimiento real
correspondiente de los hombres que vivieron en la época en que ellos
aparecieron y circularon. Y menos puede considerarse el eco de los sentimientos
del honor y de las concepciones amorosas de la época de Carlomagno, en la que
tiende a situarse imaginariamente la acción ficticia de los libros de
caballería.
El amor platónico que en los libros de caballería profesan los
caballeros a sus damas, como el honor que en ellos gira en torno de un supuesto
ideal de perfección al servicio de la pasión amorosa, sentimientos ambos
impulsados por desinteresados motivos románticos, representan la etapa final de
una larga evolución literaria que se desarrolla en el curso de la Edad Media,
bajo la dirección de la Iglesia, en el cual las antiguas leyendas que formaban
el acervo folklórico de los bárbaros, se depuran de la peculiar relajación de
las concepciones y prácticas que entre ellos sirven de pauta a las relaciones
sexuales, y se adaptan al patrón del matrimonio monógamo aceptado por la
Iglesia.
Dice, Robert Briffault que “cuando se produjeron los refinamientos y
cambios de la concepción de la idea amorosa, el divorcio entre el producto
artístico y la realidad psicológica era completo. Aquellos cantos de amor no
son sino reflejos elaborados sobre el tema amoroso, invenciones de situaciones
diversas que originan la pasión amorosa, un tejido de motivos literarios y
lugares comunes que no tienen relación con la realidad…; en general, no hay
relación entre los poetas y las señoras… Todo nos induce a la conclusión de que
las señoras de los cantos son invenciones imaginarias”, y dice que de los
“cuatrocientos trovadores que pasan su vida describiendo las angustias que
sufren a cuenta de las crueldades de las señoras, no se informa de uno solo que
se haya suicidado”.(5)
El
honor guerrero
El gran valor de la caballería radica
en la concepción del honor. Se ha observado que la concepción del honor que
predominaba entre la nobleza francesa hasta el siglo XII, era enteramente nuevo
en relación con las ideas grecorromanas; pero la idea regía desde tiempo
inmemorial entre todos los pueblos bárbaros que conservaban su organización
tribal. Sin embargo, el honor caballeresco de los bárbaros nórdicos era una
concepción limitada que sólo en parte correspondía a la connotación que el término
implica. No contenía nada que no fuera compatible con la traición, la perfidia,
el engaño, la mentira, la crueldad y lo que para nosotros representaría una
falta de auto respeto degradante.
Honor significa en su origen, “renombre”, “fama”. La palabra alabanza se
usa en la literatura medioeval como sinónimo. La primera exigencia del honor
caballeresco era la reputación en la guerra, en las canciones de gesta y en los
primeros romances; los términos “caballería” y “caballeresco” se emplearon,
ante todo, con referencia a proeza
guerrera. La mancha de cobardía constituía el más profundo deshonor. Un acto de
cobardía tenía tal valor infamante, que sus efectos alcanzaban a todo el linaje
de quien adquiría reputación de cobarde; además, el infamado perdía, por tal
motivo, sus derechos tribales.
A la concepción del honor caballeresco, aparte del indispensable
requisito de una buena reputación como hombre valiente, iba adherido el deber
de observación fiel de la promesa. La mayor parte de las leyendas célticas
giran en torno de la obligación de cumplir la promesa empeñada, por irrazonable
que sea y por ligeramente que se haya hecho. Ningún irlandés se atrevería a
mancillar una promesa –gueis-. Tamaña
desconsideración convertiría, además, al culpable en motivo de ridículo.(6)
A tono con estas ideas básicas que aparecen en los libros de caballería,
el concepto del honor que rige en la vida real durante la Edad Media gira en
torno de supuestos muy peculiares, que sólo en el Renacimiento se modifican
substancialmente: las clases dominantes se apropian de la idea y del contenido
del honor como algo inherente a su patrimonio moral, que en ningún caso es
asequible para, ni puede ser compartido con los simples mortales no
comprendidos en la categoría de nobles. Y esta exclusividad del honor reclamada
por la nobleza es, a su vez, reflejo de una división jerárquica de la sociedad
feudal cuya esencia, a este respecto, la define así Johan Huizinga: “El
sentimiento de ser más que otro hombre es alimentado en forma viva por la idea
feudal y jerárquica, por medio del homenaje y de la pleitesía rendidos de
hinojos, mediante los honores solemnes y
la pompa mayestática; todo lo cual reunido hace sentir la superioridad como
algo muy esencial: y justificado”.(7)
Todavía perduraba en tiempos de Cervantes
la vigencia de no pocas ideas medioevales sobre el honor como virtud cardinal
inherente a la nobleza, tal como se refleja en las obras de Calderón y de Lope:
Honra es aquello que consiste en otro,
Ningún hombre es honrado por sí mismo,
Que del otro recibe la honra un hombre.
Ser virtuoso un hombre y tener méritos
No es ser honrado; pero dar las causas
Para los que le tratan le den honra.(8)
Amor-servicio
El
aspecto distintivo de las relaciones sexuales en la época de la caballería era
el amor-servicio. El caballero se obligaba a servir a una dama, matrona o
doncella. A él le correspondía acreditar su bravura, su resistencia y su
paciencia; pero una vez acreditadas estas cualidades, la dama debía, a su vez,
acreditar la suya y cumplir con su prestación, es decir, prestar ella el
servicio a que venía obligada. La relación estaba lejos de ser romántica. En
último término, lo que se exigía eran los últimos favores o, más bien, éstos
eran concedidos libremente, porque la dama no veía nada deshonroso en otorgar
tal premio a tal caballero: habría sido “mala forma” negar el pago cuando se había hecho el servicio, y la que se
hubiese hecho culpable de tal conducta, habría sido escarnecida, tanto por las
demás mujeres de su clase como por los hombres.
El
amor-servicio, que constituye un aspecto distintivo de los convencionalismos
caballerescos era, en realidad, el servicio que en todas las sociedades
primitivas representaba una calificación indispensable para obtener los favores
de una mujer. No parece que la muchacha o mujer que se otorgaba a un guerrero
como premio de sus servicios, o en reconocimiento de sus hazañas de valor,
hubiese de convertirse necesariamente en su esposa. El precio consistía en lo
que representaban los favores de aquella señora, y los guerreros distinguidos
podían complacerse reteniéndola. Costumbres similares se encuentran en otros
pueblos primitivos. Así, entre los pieles rojas se consideraba un honor el que
una muchacha, o mujer, fuese abrazada por un guerrero de fama, y el que ella
misma se ofreciese se consideraba como un acto digno de alabanza (9) Cuando el
emperador Carlomagno hizo una visita al emperador de Constantinopla, acompañado
de los capitanes de su reino, la hija del emperador, Jacqueline, la da su padre
a Oliver, simplemente para que el héroe muestre su fenomenal virilidad, de la
que se ha jactado en un banquete. Oliver parte en seguida con sus otros
compañeros, dejando a la princesa encinta de un hijo que después se encuentra
con él en Roncesvalles. En la Canción de Doon de Nanteuil se promete a los guerreros que, si golpean al enemigo en
la barriga, podrán elegir entre las damas más bellas de la corte. Promesas
análogas aparecen en otras canciones de gesta, y usos semejantes regían entre
los antiguos bretones, entre los indios norteamericanos y entre los araucanos
de Chile…(10)
En la época en que se sitúa
imaginariamente la de la caballería, el amor no distingue entre las relaciones
conyugales y libres. Las mismas circunstancias cualificaban los títulos de un
amante que los de un marido. Los mismos términos se empleaban para designar
tales relaciones.
Los usos y principios de la caballería
parecen así continuar los que regían desde tiempo inmemorial entre las
poblaciones paganas y bárbaras de Europa, y eran similares a los que regían en
sociedades muy primitivas. Del mismo modo, el patrón de moralidad sexual que
regía paralelamente a aquellos usos, difería poco de los corrientes en la
Europa de los bárbaros antes de la introducción del cristianismo. En las
canciones de gesta y en los primeros romances dice Briffault “la moral de los
héroes y heroínas es escasa. Apenas encontramos entre ellos un simple
pensamiento recatado o casto. La concepción de la moral no parece que se haya
desarrollado, y el gran libertinaje parece haber sido general en todas las
clases de la sociedad”.(11)
Todo el mundo conoce, en fin, hasta qué
punto eran distintos los patrones de moralidad de la época de Shakespeare, de
los que rigen en nuestra época; pero el naturalismo de la época isabelina
apenas lo era si se compara con el de las épocas anteriores. Las mujeres
poseían un don notable de expresión directa. Las conversaciones y discreteos de
una tertulia medioeval producirían sonrojo al público de una taberna de hoy.
Durante muchos años después de establecido
el matrimonio cristiano en Europa, conservó el carácter de vínculo muy débil;
en cierto modo conservó el carácter de conveniencia puramente económica que
tuvo en la Europa pagana.(12) Aunque las familias polígamas eran raras, no
había un principio reconocido de monogamia, y entre los capitanes no era
desconocida la poligamia. El supremo rey de Irlanda, Diarmaid mac Gerbaill,
tenía dos esposas legítimas, aparte de las concubinas.(13)
Las leyendas populares no reflejan idea
alguna de la castidad prenupcial. Las princesas de las familias más nobles,
además de ser ofrecidas a los huéspedes, otorgaban sus favores a cualquiera que
los requería: Medb, reina de Conaught se jactaba ante su marido de que “antes
de casarme nunca dejé de tener un amante secreto además del oficial”. La
princesa Findabair dice a su madre que está enamorada del mensajero que ha sido
enviado al campo enemigo. La reina le contesta: “si le amas duerme con él en la
noche”. Las mismas costumbres rigen en Inglaterra: de una tropa de guerreros se
nos dice que fueron amados libremente por las hijas de los reyes de Inglaterra,
y el narrador expresa su aprobación de tal costumbre. Las muchachas solteras y
las mujeres casadas eran tomadas como concubinas sin ninguna dificultad. No
parece que la virginidad fuese deseable ni en el caso de la novia de un rey.
Los pueblos de habla céltica, en Inglaterra y la Galia, tenían los mismos usos
y costumbres, y cuando los germanos emergieron a la luz de la historia escrita,
sus vicios y la brutalidad de su libertinaje exceden a cuanto se sabe de los
otros pueblos. Los pueblos nórdicos, admiten los historiadores ingleses, eran
culpables de vicios demasiado arraigados, de tendencia inmoderada al amor y a
las mujeres. Los cronistas hacen referencia a su deseo constante de asaltar la
castidad de las matronas, y de hacer concubinas a las hijas de los nobles.(14)
¿Cómo influyó el cristianismo en esta
situación? Los bárbaros se impresionan por el hechizo de la cultura europea.
Pero los romanos, y menos aún en su decadencia, no podían presentar ninguna superioridad conspicua sobre las
civilizaciones de los bárbaros. Así que, aunque convertidos a veces en masa al
cristianismo a instancia de sus reyes que daban ejemplo, sus viejas ideas sobre las relaciones de los
sexos persistían en la época de los capitanes en que se sitúan las aventuras
caballerescas. Los apóstoles alemanes lamentan en particular el estado de los
monasterios ingleses. Los de monjas no eran mejores que los burdeles. La mayor
parte de los hombres y mujeres de los países bárbaros, que llenaron los
monasterios poco después de su establecimiento, eran simplemente incapaces de
comprender lo que se esperaba de ellos; seguramente no sabían nada del
cristianismo; sus nociones e ideas eran puramente paganas. Los santos
irlandeses que trasladaron su fervor de los viejos a los nuevos ídolos, no
tenían seguramente, un conocimiento más profundo de la doctrina cristiana que
los indios mexicanos, los cuales, todavía hoy, mezclan los mitos y rituales de
la religión cristiana y de sus antiguos dioses paganos con inexorable
confusión. La vida de los primeros santos irlandeses apenas difiere de la de
los tiempos paganos.(15)
Briffault explica este fenómeno porque, en
tiempos de miseria y de anarquía, cuando la agricultura era imposible y
cualquier ocupación permanente resultaba difícil, miles de mujeres se unían a
bandas de vagabundos, o a caballeros que buscaban aventuras. San Bonifacio pide
con apremio a los sínodos ingleses que no estimulen las peregrinaciones,
especialmente en el caso de las mujeres, ya sean legas o veladas, porque son
pretexto para fomentar el vagabundeo en el continente, y para llevar una vida
licenciosa de la que la mayor parte de ellas no regresan. Apenas hay una ciudad
en Italia y en Francia, dice, en que no se encuentren las prostitutas inglesas,
y ello es una desgracia para nuestra Iglesia.
Las leyes codificadas por los sacerdotes
cristianos abolieron la poligamia, pero durante mucho tiempo la prohibición no
fue tomada en serio. Como entre los celtas, entre los normandos la poligamia
parece haber sido la norma, al menos entre los jefes. Era común entre los reyes
y capitanes en la era carolingia y merovingia; y del mismo Carlomagno, héroe y
defensor de la fe, se dice que tuvo simultáneamente dos esposas y que tenía un
serrallo de concubinas. Se empezó estableciendo que los sacerdotes no tuvieran
más de una esposa legal. Entonces empezó a establecerse también una distinción,
no existente hasta entonces, entre legitimidad e ilegitimidad en materia de
relaciones sexuales y de descendencia. Al fin de la Edad Media, y
posteriormente, “bastardo” era una
denominación ofensiva, pero en las sagas heroicas primitivas, la condición de
bastardo parece haber sido indispensable para caracterizar a todo personaje
heroico y distinguido.(16)
La literatura de la época pagana.
Las
formas de vida de los bárbaros y su desconocimiento de los principios de la
moral cristiana, se reflejaron en la literatura no escrita, que jugó un papel
prominente en sus vidas y que dio lugar, directamente, a la literatura
medieval. Bardos que recitaban las aventuras de héroes y diosas, las
recompensas concedidas en premio de hazañas valerosas, el rapto de princesas y
reinas y las conquistas de sus reinos, habían sido un espectáculo muy
distinguido de las reuniones y pasatiempos entre los pueblos bárbaros de
Europa. Los germanos no tenían otra literatura que sus antiguos cantos, y entre
los celtas ninguna Tabla Redonda era completa sin el recital de alguna leyenda.
El bardo era persona privilegiada, un mago al que no podía negarse nada; el
conocimiento de las sagas y la destreza en las composiciones poéticas
representaban un mérito equivalente al valor en el campo de batalla. El bardo
imitaba a los combatientes, y en fecha tan relativamente tardía como la de la batalla
de Hastings (1066) se representa a Taillefer animando a los varones normandos,
a la antigua usanza, cantando canciones de gesta.
La
gaya ciencia o canto de troveros continuó durante la Edad Media
constituyendo la literatura de las poblaciones iletradas. Oían el recital de
los mismos temas que sus antepasados habían escuchado durante generaciones, con
sólo ligeras variantes, con el mismo interés con que los escucharon aquellos.
Los habitantes de cada castillo, corte y hostelería, eran agasajados con lays del repertorio tradicional; pero el
deleite que proporcionaban los bardos y la influencia que ejercieron, apenas
fueron menores que en tiempos paganos. La literatura oral fue el pábulo mental
que alimentó la imaginación del pueblo alto y bajo, príncipe y siervo, barón y
villano, desde York a Palermo, durante toda la Edad Media.(17)
En la primitiva literatura europea el tema
de las relaciones sexuales ocupó un lugar preferente; pero en un sentido bien
distinto de las ideas que sobre el tema difundían los padres de la Iglesia en
los escritos religiosos y teológicos. La literatura popular romántica
significa, la literatura popular francesa de la primera fase de la Edad Media,
en oposición a la literatura culta de los clérigos, que se escribía en latín.
Cuando hablamos de “romance”, de sentimientos románticos y de amor romántico, nos
referimos a los sentimientos amorosos expresados en aquella literatura.
Partiendo de aquellas formas sentimentales, la literatura de los siglos XII y
XIII desarrolló las características típicamente europeas del amor romántico,
tal como resultó de las sagas remodeladas por los poetas de la corte en aquel
período. Aquellas canciones del primitivo romanticismo europeo, representan los
rasgos definidos de las condiciones sociales en que aquellos ideales se
desarrollaron. Así, por ejemplo, se establece que no es conveniente amar a
aquellas señoras que sólo aman con vistas al matrimonio; que el matrimonio no
puede invocarse como excusa para negar el amor; que nada puede impedir que una
dama sea nada por dos caballeros, o un caballero por dos damas. Incluso en forma
más explícita establece la condesa de Narbonne, “que el efecto conyugal y el verdadero amor entre amantes, son dos cosas
diferentes que no tienen nada en común, y cuyas fuentes tienen su origen en
sentimientos completamente distintos”.(18) Podemos decir, que entonces se
creía que el amor no puede existir entre gente casada. Esta opinión aparece
respaldada por Leonor de Aquitania, que después fue esposa de Enrique II, una
de las principales mecenas de la poesía.
En la literatura cortesana francesa, la poesía
del amor romántico se refiere siempre a las relaciones extraconyugales: solo
las mujeres casadas fueron idealizadas por los caballeros, y es a ellas a las
que estos y los poetas dirigen sus homenajes. Se negaba a los maridos el
derecho a manifestarse celosos. En el norte como en el sur, en la literatura
romántica de la Edad Media se da por supuesto que la relación amorosa se
refiere, exclusivamente, a las relaciones extraconyugales e ilícitas. Los
relatos amorosos que durante siglos subyugaron la imaginación y agitaron las
emociones de la población europea, en la Inglaterra sajona y normanda, en
Italia y en España, son sin excepción, desde Tristán e Isolda, de Lancelot y
Guinevere, Eric y Enid hasta Paolo y Francesca.
El proceso de evolución que, en último
término, condujo a la idealización y refinamiento de las concepciones
conectadas con las relaciones sexuales, empezó con la rendición del material
épico y mítico de la tradición pagana, por los redactores cristianos. Los
héroes, dioses y semidioses de la Irlanda céltica, por ejemplo, se relacionaron
con Noé y con la historia bíblica. El rey mítico irlandés Conchobar se asimiló
a Jesucristo; su nacimiento y muerte se hicieron coincidir con el nacimiento y
crucifixión del Salvador, y cayó haciendo esfuerzos para vengar la muerte de
Cristo, que se decía le fue anticipada por un druida. Oberón, estos es, el rey
nibelungo Albericht, realizó sus hazañas de magia en nombre de Cristo, y
proclamaba que sus poderes procedían de él. El gran druida, el mago Myridhinn,
o Merlín, fue bautizado y pronunció discursos sobre teología, y la diosa celta
Morgan, el hada, asistió a misa y erigió una capilla dedicada a nuestra Señora
(19)
En forma extraña se mezclaron fragmentos
de anales y de literatura de los clásicos con mitos paganos y bíblicos, en el
esquema histórico medioeval, produciendo una combinación extraña en un caos de
anacronismos, nombres e incidentes heterogéneos y diversos mitos, que
caracterizó la concepción medioeval de la historia, y que acompaño a la
transformación de las leyendas étnicas que constituyeron la literatura de la
Europa precristiana.
Pero lo cierto es que en todas estas
leyendas, a pesar de las adaptaciones, remodelación y expurgos a que fueron
sometidas por los novelistas cristianos y caballerescos, las mujeres pasan de
uno a otro amante, o se ganan como apuesta en un juego de azar, o son exigidas
como compañeras de una noche; pero no hay indicios de la virtud, la castidad y
menos de la virginidad.
Fin de la evolución
En
el espejismo retrospectivo que creó una “época de la caballería”,
cronológicamente situada entre los contemporáneos de Gildas y los de la Europa
de los carolingios, los ideales de la castidad vienen a ser parte sustancial de
un caballero perfecto. Y como la castidad, el celibato y la virginidad vinieron
a representar la misma esencia de la caballería: “No hay caballería tan elevada como la virginidad y evitar la lujuria”,
se lee en la leyenda del Santo Grial.
Los poetas provenzales se vieron obligados
a evolucionar bajo la presión de necesidades terribles. La cultura elegante y
semioriental de Provenza había estado en situación de desafiar y de tratar en
forma satírica irreverente las denuncias que hacia de la vida retozona y profana
de la clerecía cristiana. Pero se dejó oír la voz de la Iglesia, y lo que no
logró la espada de Simón de Monfort, que exterminó el país para combatir la
herejía, lo logro la Santa Inquisición. Así las cosas, la vanguardia de la
cultura, se trasladó de Provenza a Italia, que fue la cuna del Renacimiento.(19)
Los trovadores de la decadencia adaptaron las formulas y tradiciones de la
poesía amorosa de Provenza a la celebración de la Virgen. Simplemente
sustituyeron el nombre del objeto ideal de sus efusiones por el de ésta. Los
trovadores italianos siguieron la moda. La tradición se observa todavía en
tiempos de Pulci: en su Morgante maggiore
alternan blasfemias groseras sobre la Santísima Trinidad con invocaciones a
la Virgen; y el divino Aretino suplementaba sus sonetos pornográficos a las
prostitutas de Venecia, con himnos a la Madona.(20)
La realidad histórica de los
caballeros medievales
La
romántica literatura caballeresca nos presenta un mundo fantástico de
caballeros andantes que buscan aventuras, que rescatan damiselas, que combaten
en fastuosos torneos, que hacen honor a supuestos ideales excelsos, que
observan religiosamente las reglas contenidas en los códigos de honor, y que
apenas viven una existencia más real que los gigantes y dragones que los encantadores
y encantadoras de cuyos hechizos son víctimas, o que los castillos mágicos que
surgen y se desvanecen en forma maravillosa.
El monje inglés Gildas que pasó su vida en
aquella sociedad de capitanes y guerreros bárbaros, que según la tradición
romántica y caballeresca fueron los arquetipos de los caballeros de la corte
del Rey Arturo y de la orden de la Tabla Redonda, los describe en estos
términos: “Son sanguinarios, bestiales,
asesinos, viciosos y adúlteros…; generalmente se dedican al saqueo y a la
rapiña; si combaten para vengar y proteger a alguien, puede asegurarse que lo
harán en beneficio de ladrones y criminales. Hacen guerras, pero casi siempre
injustas y contra su propio pueblo. No desaprovechan oportunidad para exaltar y
celebrar a los más sanguinarios de entre ellos”(21)
Y no era, ciertamente, la barbarie una
peculiaridad exclusiva de los vasallos contemporáneos del Rey Arturo. La Historia de los Francos, de Gregorio
de Tours, cuyas chansons de geste,
fueron la base de los romances carolingios y que, en gran parte, quedaron
incorporadas a los relatos de la edad de la caballería, aunque escrita en tono
indulgente y laudatorio, presenta un cuadro mil veces más horripilante que lo
que dijo en monje Gildas. En su calidad de guerrero, el mismo Carlomagno se
comportó como sus antepasados merovingios. Después de aceptar la sumisión de
los sajones, convocó a los jefes principales de los vencidos, en Verdún, y una
vez que obtuvo de ellos cuanta información le dieron, hizo desaparecer a cuatro
mil quinientos en un solo día. “Consumada
la matanza, el rey, satisfechos sus deseos de venganza, se trasladó a su
residencia invernal de Thionville para celebrar la Navidad de Nuestro Señor
Jesucristo”.(22)
Alcunio se lamenta de que los tribunales y
barones carolingios eran “lobos rapaces”, más que jueces. Los capitanes del
periodo carolingio aparecen caracterizados en las viejas canciones de gesta, en
términos que no difieren de los salvajes que describe Gregorio de Tours.
Viviano, uno de los más distinguidos paladines de Carlomagno, cortó las
narices, orejas, manos y pies a los embajadores enviados a su corte. Es
igualmente notoria la “caballerosidad” de los héroes hacia las mujeres. Cuando
una señora contradecía a un caballero de Carlomagno, este levantaba el puño,
grande y cuadrado, y lo descargaba en plena nariz de la dama.
Es cierto que los escritores de romances
caballerescos de los siglos XII y XIII encarnaron a los héroes y heroínas de
las sagas tradicionales, en los personajes históricos que identificaron con los
tipos de barones y castellanos contemporáneos suyos. Pero este anacronismo no
carecía de fundamento, porque las costumbres e ideas vigentes entre los
caballeros del siglo XII continuaban aún la tradición de los bárbaros guerreros
europeos. “La historia nos dice, admite un fervoroso panegirista de la
caballería feudal, que jamás se cometieron tantos crímenes, ni el honor anduvo
más desintegrado, ni la guerra fue dirigida más brutalmente, que desde el fin
del siglo XII hasta principios del XV, que comprende la fase conocida como la
edad de la caballería”.(23)
“Los
caballeros, dice un trovador del siglo XIII, se distinguen como ladrones de
ganado, y como asaltantes de viajeros y villanos. Cuando Juana, la hija de
Enrique II, iba a Nápoles para contraer matrimonio, tuvo la desgracia de pasar
cerca de los dominios de un noble. Ella y su escolta fueron desvalijados, y los
caballeros del duque, para divertirse, acariciaban a las damiselas”.(24)
En ciertos aspectos, sin embargo, los
caballeros de los siglos XII y XIII diferían fundamentalmente de los héroes de
las sagas primitivas que se
inspiraron en la vida de la sociedad guerrera y bárbara de los siglos
anteriores. Porque mientras estos últimos pertenecían a una sociedad
igualitaria, en la que el valor guerrero era el único canon que daba la medida
de la distinción y del mérito, en el sistema feudal que nació de las conquistas
e invasiones, el rango y el poder se desplazaron hacia la posesión territorial,
que entonces fue la base del gobierno sobre los habitantes. Es así como en los
últimos siglos de la Edad Media, el abismo que separaba a la aristocracia
territorial del resto de la población se hizo insondable y, como consecuencia, la concepción del privilegio y del poder
aristocrático, que había sido extraño a las sociedades bárbaras primitivas
europeas de la primera parte de la E. M., se convirtió en un elemento tan
esencial de la caballería, como antes lo había sido el valor de las batallas.
Un caballero debía ser, no sólo valiente, sino también gentil, esto es, bien
nacido. Esta rivalidad ostentosa en los torneos era fuente de ruina para muchos
caballeros, ninguno de los cuales era muy adinerado, y, como consecuencia,
hipotecaban sus fincas a judíos y lombardos, a los que golpeaban, maltrataban y
escupían en la cara, pero de los que no podían prescindir.(25)
La moral de los caballeros del principio
de la Edad Moderna no era distinta de la moral de los caballeros medievales.
Francisco I de Francia, que ha pasado a la historia consagrado como rey galante
y caballero, no vacila en dejar en rehenes a sus hijos, para recobrar la
libertad que perdiera en la batalla de Pavía, e incluso falta a la palabra
empeñada, sin importarle la suerte que corriesen los pequeños. Enrique VIII,
que escribió un libro contra Lutero, cambia de religión porque el Papa se niega
a sancionar su divorcio de catalina de Aragón, y enviuda varias veces en
colaboración con el verdugo.(26)
Y ¿Qué decir de la supuesta hidalguía
caballeresca de Carlos V el emperador,
que fue capaz de provocar un levantamiento de todas las clases sociales
de su reino, porque desconociendo la lengua de sus súbditos, pretendió eliminar a éstos del gobierno del país que encomendó a
extranjeros, y que al parecer sólo pensaba contar con los nativos para
obligarles a proporcionarle más dinero con el cual costear sus fastuosas
aventuras?
Podrían multiplicarse miles de citas, pero
los tres citados el último lugar son primus
inter pares en la historia de la caballería, como representantes de las
tres más poderosas naciones que hayan conocido las sociedades clasistas, y
porque de los soberanos tienen su título los caballeros de sus respectivos
reinos, y la moral de éstos es reflejo de la moral de su rey y señor.
Reflejos paródicos del amor
caballeresco en la época de cervantes
En
la época de Cervantes, había llegado a su fin el proceso que condujo desde las
concepciones predominantes en las sociedades primitivas, sobre las relaciones
sexuales, hasta la consolidación del matrimonio monogámico establecido por la
Iglesia.
Todo parece indicar que en las mujeres la
pasión amorosa corre por los cauces de la rígida castidad fuera del matrimonio,
y familiar de nuestros días. Como residuos de la tradición que se remonta a las
sociedades primitivas, y que conserva su vigencia a todo lo largo de la Edad
Media, se percibe en la época de Cervantes un punto de vista ecléctico, entre
la absorción de la voluntad de las hijas por sus respectivos padres para elegir
consorte y la libre decisión de ellas, que es la base del compromiso
matrimonial en las sociedades modernas.
Cervantes en boca de Don Quijote dice: “Si todos los que bien se quieren se hubiesen
de casar quitárase la elección y jurisdicción a los padres de casar a sus hijas
con quien y cuando deben; y si la voluntad de las hijas quedase escoger los
maridos tal habría que escogiese al criado de su padre, y tal al que vió pasar
por la calle, a su parecer bizarro y entonado, aunque fuese un desbaratado
espadachín; que el amor y al afición con facilidad ciegan los ojos del
entendimiento, tan necesarios para escoger estado, y el del matrimonio está muy
a peligro de errarse, y es menester gran tiento y particular favor el cielo
para aceptarlo”.(27)
En los siglos XVI y XVII el tipo de
familia monógama basada en la castidad extra-matrimonial, quedaba, sin embargo,
una zona de la sociedad en la que la pasión amorosa extramatrimonial se fundía
con una tendencia a la libertad de las relaciones sexuales, que recuerda los
viejos patrones paganos combatidos por la Iglesia. Es cierto que para
determinados sectores sociales, estas
últimas tendencias representaban un terreno marginal y vedado.
El esquema de la sociedad española que
Ludwig Pfandl presenta en su documentado estudio sobre la introducción al Siglo
de Oro, dice:
“La
mujer, es esclava o reina en aquel ambiente social; o vive en la servidumbre y
sumisión, o impera por la sensualidad y la avaricia. En el primer caso se
encuentra la mujer que vive en el seguro acogimiento de la familia (pero
solamente en determinados ambientes sociales), o la monja que se retira a la
soledad conventual y se somete a la aspereza de sus reglas y disciplina; en el
segundo caso está la mujer emancipada en cierto sentido, la mujer de mundo y de
relaciones sociales, que sabe eludir los severos cánones de la moral
tradicional estrecha, o la hetaira libre y desenfrenada, que no conoce
miramientos sociales”. “La mujer
española de la nobleza y de la burguesía de los siglos XVI y XVII es más mujer
de su hogar y de su familia que todas las demás mujeres contemporáneas del
resto de Europa. Su educación se limitaba a aprender a leer y escribir, las
cuatro reglas aritméticas elementales, instrucción religiosa en la familia y en
la Iglesia, trabajos caseros y otras habilidades femeninas. Su ejemplar de
conducta y modelo de perfección es la Perfecta casada, de fray Luis de
León”.(28)
El polo opuesto de este ejemplar femenino,
sigue diciendo el mismo autor, era “el
tipo palpitante y realista de la mujer de mundo, que se movía en los círculos
de la nobleza y la burguesía de las grandes ciudades, sobre todo de Madrid; la
mujer alegre y desenvuelta de moral acomodaticia y laxa, aunque esclava de
ciertas normas e inquebrantables cánones de un código regulador de costumbres,
con sus puntos de pudor, de celos, y su
concepto de honor vidrioso y sutil; la mujer representativa de aquella
sociedad, hecha para vivir a la luz pública, que participaba de todas las
diversiones y regocijos, y sabía desplegar una agudeza e ingeniosidad
incomparables en el discreteo feliz y en la conversación animada y picante; que
se dedicaba a los ejercicios y juegos del amor, legítimos o reprobables; y que
de tapada se permitía todo linaje de peripecias, inocentes y peligrosas, pero
siempre en función del amor; la mujer que, disfrazada de hombre, seguía los
pasos del amante infiel, que practicaba el parto clandestino, que abandonaba al
hijo y cometía otros actos; la mujer que figuraba y animaba con mil matices y
variaciones las comedias de capa y espada; la que, en resumen, logró
puesto de honor en las novelas de costumbres y fue siempre víctima y blanco
seguro de sátiras y epigramas”.(29)
La ambiciosa princesa Ana de Éboli y la
hermosa cómica María Calderona tuvieron no poca intervención en los manejos y
enredos políticos en tiempos de Felipe II y Felipe IV: los hijos
extramatrimoniales de los monarcas de entonces fueron, como los atestiguaron
los dos Juanes de Austria, más fuertes, más sanos, mejor constituidos y
dotados, que la mayor parte de los hijos que sus respectivos padres engendraron
con sus respectivas esposas.(30)
Por la bastarda modalidad del amor y de la
galantería, se introdujo en la corte la costumbre de que los caballeros, lo
mismo que casados que solteros, pudieran escoger una de entre las damas de
palacio, y, como señora preferida de sus rendimientos amorosos, hacerla objeto
de su veneración platónica, galantearla públicamente, y llevar sus colores en
las festividades, bailes, duelos y procesiones: es lo que entonces se llamaba galantear en Palacio. Según el ritual
palaciego, podían permanecer cubiertos incluso delante del soberano; con lo
cual quería darse a entender, de una manera simbólica, que estaban totalmente
embebidos en la adoración de su dama y que no eran responsables de las faltas
cometidas contra la cortesía y la etiqueta. Según el sentido literal de la ley,
esta costumbre se encaminaba sólo a facilitar la elección de esposa a los hijos
de las familias distinguidas, costumbre que más tarde fue usurpada por los
caballeros casados; pero lo cierto es que ella representa un índice del nivel
moral de la sociedad española de los siglos XVI y XVII.(31)
De este linaje de mujeres fue formándose
aquella clase femenina de la cual procede, a su vez, el tipo de mujer libre, de
la hetaira, con su doble significación en la vida del libertinaje: unas veces
era la manceba que vivía a costa de un hombre solo y recibía de él regalo y
contentamiento; se llamaba la cortesana
si descendía de estado distinguido y si sólo se entregaba a la veneración de
ricos y nobles; otras veces era la buscona,
que salía a la caza de hombres, y prefería las grandes ciudades con
universidades o puertos para su actuación; o la mujer de la misma profesión,
pero domiciliada, cuyo retrato, entre otros muchos, hizo Lope de vega en El Anzuelo de Fenisa. A veces era la
ramera corre calles, de la calaña de la Pícara
Justina, a veces la mujer vulgar que convivía con rufianes y vagabundos que
la maltrataban como la Cariharta de Rinconete
y Cortadillo, o la muchacha alegre de los burdeles y mancebías.
En cada ciudad había meretrices, y lo
mismo sucedía con las universidades. La abolición y clausura de los burdeles
públicos, decretada por Felipe IV en el año de 1623 “por los muchos escándalos
y desórdenes que había en ellos y que había creído remediar con su fundación”,
según rezaba el edicto regio, no fue de duración ni eficacia. Y por algún
pasaje escabroso de La tía fingida y
la alusión que aparece en el primer capítulo de El Buscón, donde se dice que hubo
fama de que redificaban doncellas, puede deducirse que fue tan general en
España como en los demás países de Europa, la práctica nefanda de la restitutio virginatis.(32)
Este cuadro de la sociedad española de los
siglos XVI y XVII, en el que contrastaba la proverbial austeridad oficial
inspirada por el rigor de la Contrarreforma, con el libertinaje tolerado, tanto
en determinados sectores de las capas dominantes cuanto en los bajos fondos, se
explica como reflejo de la decadencia política y económica que se acentuó,
precisamente, a lo largo de los siglos XVI y XVII.(33)
La tesis que explica tales manifestaciones
de la vida licenciosa que se advierte en España, en los siglos XVI y XVII, como
reflejo de la decadencia política y económica del país, tiene sus raíces en la
falta de familiaridad de quienes se enfrentan a este tipo de problemas, con las
cuestiones antropológicas cuyo estudio ha puesto en claro ya, aunque sus tesis
sigan siendo del dominio exclusivo de los especialistas, los patrones que rigen
las relaciones sexuales en las sociedades primitivas, basados en principios
cardinalmente distintos de los que rigen en nuestra propia época.
Esta misma limitación que caracteriza aún
la difusión de los conocimientos antropológicos, determina que hasta hoy siga
siendo un enigma el fondo social del que se alimentan las literaturas romances,
de marcado carácter realista, de la última parte de la Edad Media; ellas se
nutren, de la esencia que le comunican los patrones de vida de las sociedades
primitivas, por los que se regían, en gran parte aún, los sectores
predominantes en la época feudal en el viejo continente. Los cantares de gesta
que exaltan el concepto del honor, cifrado en el heroísmo militar, peculiar de
las sociedades tribales de todas latitudes, y la extensa zona que ocupa en la
literatura medioeval europea la pasión amorosa que, desconoce la castidad, son
un eco fiel del vigor con que en los pueblos tribales que invadieron el
territorio europeo a la caída del Imperio Romano, se conservaban vivas aquellas
esencias en los albores de la Edad Media. Consecuentemente, las formas de la
pasión amorosa, que en la España decadente de los siglos XVI y XVII debían
considerarse marginales respecto de los patrones establecidos de acuerdo con el
dogma católico, representan, sin embargo,
el último eco de los patrones que tres siglos antes inspiraron las obras
de Gonzalo de Berceo y del Arcipreste de Hita, y que posteriormente produjeron La Celestina, los romances y los libros
de caballería, en cada una de cuyas manifestaciones literarias lo primitivo
pagano y lo cristiano de nuevo cuño conviven pacíficamente sin oposición
perceptible.
NOTAS
1 Menéndez
y Pelayo, Marcelino, “Orígenes de la
novela”, Tomo I, Madrid, 1905, p. CXXVI.
2 Ibid., Origenes, I, pp. 187-280.
3 Ibid., M. y Pelayo, Orígenes, p. 280.
4 Ibid.,
Orígenes, p. 296.
5 Briffault, Robert, The Mothers, New York, The MacMillan Co., 1927, vol. III, p. 502 y
sig.
6 Ibid., Briffault. Pp. 399, 403.
7 Huizinga,
Johan, El otoño de la Edad Media,
Madrid, 1945, p. 38.
8 Pfandl,
Ludwig, Introducción al estudio del Siglo
de Oro –Los comendadores de Córdoba, de Lope de Vega, Barcelona, 1942, p.
138.
9 Olmeda,
Mauro, El ingenio de Cervantes y la
locura de Don Qijote, México, Editorial Atlante, 1958, pp. 54-55.
10 Idem.
11 Briffault,
op. Cit., p. 411.
12 Idem. 416. La institución de la barraganía no es sino una supervivencia de la libertad sexual predominante en las sociedades primitivas. Durante la Edad Media tuvo en España gran difusión la barraganía o comunidad de vida entre un hombre y una mujer solteros; la institución era reconocida por el derecho como digna de protección. No es un matrimonio, sino una forma inferior de unión admitida jurídicamente como capaz de producir efectos tantos entre los que la formaban como respecto a los hijos nacidos de dicha unión. La barraganía ha sido considerada como una modalidad de la Friedelche germánica –unión inferior al matrimonio- y también como uno de los pocos casos de influencia árabe en el derecho privado español de la Edad Media. La Iglesia se opuso a la institución de la barraganía como contraria a la moral familiar cristiana, y en el siglo XIII el Concilio de Valladolid adoptó enérgicas medidas contra ella, y especialmente contra la de los clérigos, que habían alcanzado una deplorable extensión. Se tomaron otras medidas a petición de las Cortes por varios reyes, y la repetición de estas medidas muestra su escasa eficacia. La institución, perduró hasta finales de la Edad Media y todavía aparecen cartas de compañía, que legalizaban uniones de barraganía, a finales del siglo XIV. ) Art. “Barraganía” en Diccionario de Historia de España.
13 Idem. P. 417.
14 Olmeda,
Mauro, op. Cit, p. 56-57.
15 Briffault, op.
Cit., p. 420.
16 Idem, p. 422.
17 Idem, p. 424.
18 Idem, p. 427 y sig.
19 Olmeda,
Mauro, op. cit., p. 60-61.
20 Briffault, op.
cit., p. 465.
21 Ibid, p.
501.
22 Idem, pp.
383-384.
23 Idem, p.
387.
24 Idem, p.
389.
25 Idem, pp.
391-393.
26 Idem, pp. 395-397.
27 Villa,
Justa de la, “Santa Hermandad” y “Enrique VIII”, en Diccionario de Historia de España, Madrid, 1952.
28 Cervantes
Saavedra, Miguel de, Don Qijote de la
Mancha, México, Santillana Ediciones, 2004,
cap. XX, pp. 697-714.
29 Pfandl, op.
cit., 125.
30 Idem, pp. 127-128.
31 Olmeda,
Mauro, op. cit., p. 76.
32 Pfandl, op.
cit., p. 171.
33 Ibid, p. 172.
BIBLIOGRAFÍA
Briffault, Robert, The Mothers, New York, The MacMillan
Co., 1927, vol. III.
Cervantes
Saavedra, Miguel de, Don Qijote de la
Mancha, México, Santillana Ediciones, 2004,
cap. XX.
Huizinga,
Johan, El otoño de la Edad Media,
Madrid, 1945.
Mauro,
Olmeda, El ingenio Olmeda de Cervantes y la locura de Don Qijote, México,
Editorial Atlante, 1958.
Menéndez
y Pelayo, Marcelino, “Orígenes de la
novela”, Tomo I, Madrid, 1905.
Pfandl,
Ludwig, Introducción al estudio del Siglo
de Oro –Los comendadores de Córdoba, de Lope de Vega, Barcelona, 1942.
Villa,
Justa de la, “Santa Hermandad” y “Enrique VIII”, en Diccionario de Historia de España, Madrid, 1952.
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