jueves, 25 de agosto de 2022

 

Alfonso I


http://www.senderismoenasturias.es/reireyes.htm

Alfonso I. ?, f. s. VII-p. s. VIII – Cangas de Onís (Asturias), 757. Rey de Asturias.

La prematura muerte de Favila (739), con hijos presumiblemente de corta edad, plantea un problema sucesorio en el centro de poder de Cangas de Onís que se resuelve con la promoción al caudillaje del núcleo de resistencia astur de su cuñado Alfonso, primero en la serie de monarcas hispanos de este nombre. Tanto la Crónica de Alfonso III, en sus dos versiones, como la Albeldense, fuentes narrativas fundamentales para el conocimiento de la historia política del reino de Asturias, facilitan abundante información sobre el círculo familiar del nuevo monarca y sus vínculos con Pelayo, a través de su matrimonio con su hija Ermesinda, que aparece como causa justificativa última de su acceso al trono mediante elección popular. Otro documento de excepcional interés para esta época, el famoso Testamentum Adefonsi del año 812, al hacer la genealogía de Fruela, hijo de Ermesinda y Alfonso, silencia el nombre de éste, estableciendo la relación sucesoria de aquél por vía matrilineal que le lleva a su abuelo Pelayo. A Alfonso I lo presentan aquellos textos cronísticos de fines del siglo IX como hijo de Pedro, duque de Cantabria o de los cántabros, ennobleciendo su estirpe goda las dos versiones de la Crónica de Alfonso III con una pretendida ascendencia regia, en un afán de legitimación de orígenes de los monarcas astures que entroncarían así por vínculos de sangre con la extinta realeza visigoda. El texto Rotense de la crónica alfonsina alude a la llegada a Asturias de Alfonso en tiempo de Pelayo, casándose con su hija Ermesinda, según la Albeldense “por iniciativa del propio Pelayo”, con quien habría combatido ya contra los musulmanes. En cualquier caso, la jefatura de Alfonso significaba en términos políticos la formalización de una alianza astur-cántabra desde los primeros tiempos del Asturorum Regnum; y la soldadura de los dos linajes, el pelagiano y el de Pedro, entre cuyos descendientes recaerá exclusivamente —con la única excepción del breve reinado de Silo (774-783)— la corona del reino, afirmándose finalmente, a partir de Ramiro I y no sin frecuentes y conflictivas contestaciones, el principio de sucesión patrilineal que parece vincularse al tronco familiar del antiguo duque de Cantabria a través de los descendientes de su hijo Fruela, hermano de Alfonso I.

Durante los casi veinte años de su caudillaje (739-757), el pequeño núcleo astur con centro en Cangas de Onís no sólo logra preservar su independencia, sino que inicia decididamente su expansión territorial por los extremos occidental y oriental de la región de Primorias, entre el Sella y el Deva, desbordando ampliamente los límites de las Asturias nucleares. Por otra parte, Alfonso I lleva a cabo una serie de victoriosas campañas militares en los vastos territorios que se extendían al sur de la cordillera Cantábrica, procediendo además a la reorganización interna de los espacios norteños o transmontanos encuadrados, con mayor o menor grado de integración, en la órbita política de la Corte de Cangas. Tales campañas, así como sus consecuencias y la actividad de repoblación interior en las tierras del reino, son conocidas por los relatos singularmente expresivos que de ellas hacen las crónicas ovetenses de fines del siglo IX, en especial la de Alfonso III. Tales informaciones, teniendo en cuenta los intereses políticos del Monarca que inspira su redacción —el propio Alfonso III— deben ser acogidas e interpretadas con bastantes reservas, como se ha venido haciendo en los últimos años, abriéndose así un animado debate historiográfico, con posturas extremas difícilmente conciliables, que dista mucho de estar resuelto en la actualidad.

Para la puesta en marcha de sus acciones militares contra los musulmanes Alfonso I contó no sólo con unas fuerzas propias que no debían ser de gran entidad, sino y acaso en mucha mayor medida con las favorables circunstancias que le brindaban, de una parte, las luchas internas de la España musulmana —sublevación de los beréberes contra los árabes y evacuación por aquéllos de sus asentamientos en el cuadrante noroccidental de la Península— y de otra el azote del hambre, con la inevitable secuela del drenaje demográfico, que en los años medios del siglo VIII parece que hizo grandes estragos en los territorios de la Meseta. Las fuentes árabes ofrecen expresivos testimonios de esta situación que iba a brindar una favorable coyuntura al proyecto político expansionista del primer Alfonso. Acompañado en sus expediciones militares de su hermano Fruela, cabeza del linaje de los últimos monarcas astures, recorrió triunfalmente, según el testimonio de la Crónica de Alfonso III, Galicia y el norte de Portugal, las tierras situadas al sur de la cordillera Cantábrica, hasta el Duero, traspasando en sus incursiones este río, y las comarcas de la cuenca alta del Ebro.

La Crónica Albeldense, con su laconismo habitual, refiere la conquista por Alfonso I de las ciudades de León y Astorga, añadiendo que el monarca devastó los Campos Góticos hasta el Duero y “extendió el reino de los cristianos”. Mucho más explícita, la crónica regia en sus dos versiones hace una detallada enumeración de las ciudades y fortalezas “con sus villas y aldeas” que el belicoso Rey asturiano, junto con su hermano Fruela, tomó a los musulmanes a lo largo de una extensa franja territorial que tendría como límites extremos, por el occidente la costa atlántica y por el este las tierras de la cuenca alta del Ebro, al sur del país de los vascos. Entre esas plazas, que se citan nominalmente —veintinueve en la versión Rotense, treinta y uno en el texto “a Sebastián”— se encontraban la mayoría de los más importantes centros urbanos de tradición romano-gotica existente en los vastos espacios sometidos a las devastadoras incursiones del Monarca.

Carente de recursos humanos y materiales, Alfonso I no pudo, ni pretendió, consolidar todas estas espectaculares conquistas. Sin embargo, sus rápidas y brillantes campañas tendrían una importancia grande para el futuro del Reino de Asturias: la defensa de su integridad territorial se reforzaba por la existencia de una amplísima zona despoblada que se extendía entre la cordillera Cantábrica y el Duero, prolongándose incluso más allá de este río. Esos territorios asolados por las campañas del Rey asturiano, particularmente la Tierra de Campos, constituirán en lo sucesivo un “yermo estratégico” que se interpondrá como barrera difícilmente franqueable entre la España islámica y el corazón del reino asturiano. Los habitantes de esas tierras del valle del Duero, sometidas hasta entonces al dominio musulmán, serían transplantados a las tierras transmontanas, repoblándose intensamente los espacios que se extendían entre la cordillera y el mar, desde las costas galaicas hasta la margen izquierda del Nervión, ya en tierras vascongadas o vasconizadas de la actual provincia de Vizcaya: “Por ese tiempo —dice la Crónica de Alfonso III— se pueblan Asturias, Primorias, Liébana, Trasmiera, Sopuerta, Carranza, las Vardulias, que ahora se llaman Castilla, y la parte marítima de Galicia”. Esta franja norteña constituye, al finalizar el reinado de Alfonso I, el marco territorial, considerablemente ampliado en relación con la época precedente, del reino cristiano del que Asturias, su núcleo originario, continuó siendo el centro geográfico y político. Dos comarcas fronterizas y expuestas en el futuro a las continuas razias islámicas, protegían los flancos de aquellos territorios: por occidente Galicia, y al este las tierras de la Bureba, Rioja y Álava, zona esta última de límites imprecisos englobada, al menos parcialmente, dentro del área vascongada.

La precedente exposición de las campañas de Alfonso I y sus consecuencias, deducida de la aceptación de las informaciones de los ricos textos cronísticos que las relatan y de la interpretación que de tales textos hizo en su día Claudio Sánchez-Albornoz, resume la que podría calificarse de tesis tradicional sobre el problema historiográfico de la despoblación del valle del Duero y consiguiente repoblación interior del reino de Asturias. Pero, ¿en qué medida esta propuesta interpretativa refleja la realidad de los hechos? ¿Cuál fue el alcance real de la despoblación del valle del Duero y del trasplante de población de esas áreas sureñas devastadas por las correrías alfonsinas que, según la expresiva referencia de la Crónica de Alfonso III, el Monarca “llevó consigo a la patria”, es decir, a las tierras insumisas norteñas? La tesis patrocinada por Sánchez-Albornoz, favorable a la despoblación efectiva y de gran alcance de la Meseta sería contestada por Ramón Menéndez Pidal, negando la efectividad del despoblamiento masivo expresamente atribuido por la crónica regia a las campañas del primer Alfonso y la de una consiguiente repoblación de las tierras comprendidas entre la cordillera Cantábrica y el mar con los contingentes humanos que el Monarca, siempre según el texto cronístico, habría llevado consigo a esas tierras norteñas. La despoblación de la vasta cuenca del Duero quedaría reducida a términos relativamente modestos y un reducido alcance tendría, consecuentemente, la repoblación con los efectivos provenientes de las tierras sureñas en las comarcas septentrionales que la Crónica de Alfonso II dice que “se pueblan” por el primer Alfonso y que no parece que hubiesen sufrido quebranto demográfico apreciable. El término poblar tendría, según Menéndez Pidal, el sentido de “reducir a una nueva organización político-administrativa una población desorganizada, informe o acaso dispersa a causa del trastorno traído por la dominación musulmana, por breve y fugaz que hubiese sido”. Sánchez-Albornoz se reafirmaría en su tesis despoblacionista del valle del Duero y favorable también a la consiguiente repoblación de las tierras norteñas del reino, con la aportación de ingentes argumentos documentales de todo tipo, abriéndose así un debate historiográfico que continúa vivo y ha suscitado en los últimos años adhesiones más o menos matizadas a una u otra posición o nuevos desarrollos e interpretaciones de las mismas.

Acaso el planteamiento de lo que pudo haber sido la “despoblación del valle del Duero”, cuyo alcance exacto quizá nunca sea posible establecer, deba hacerse no desde la consideración global de esos grandes espacios que se extienden al sur de la cordillera cantábrica y de la franja norteña de Galicia sino tomando en consideración sectores parciales de los mismos, porque todos los indicios parecen apuntar a una desigual incidencia de esa pretendida despoblación según las áreas regionales a las que pudo afectar. Es probable que en relación con el alcance de ese proceso de vaciamiento demográfico y con las áreas más profundamente afectadas, la Crónica Albeldense, en principio siempre la más digna de crédito entre las fuentes narrativas asturianas, dé una visión más próxima a la realidad que la muy amplificada y radical versión de los hechos que ofrece la Crónica de Alfonso III, mucho más condicionada por los presupuestos ideológicos neogoticistas imperantes en el círculo cortesano ovetense de fines del siglo IX. Así, el sector leonés, del que la Albeldense cita expresamente las ciudades de León y Astorga como objeto de las expediciones de conquista de Alfonso I, y los “Campos Góticos, hasta el Duero”, asolados por este mismo monarca según el mismo texto cronístico, habrían constituido el espacio más seriamente afectado por la despoblación. Tampoco parece rechazable la extensión de las campañas de Alfonso I, continuadas después por su hijo y sucesor Fruela, sobre la región galaica, donde, sin embargo, no es admisible una despoblación, entendida aquí en el sentido de vaciamiento demográfico, que no permite suponer el curso de los acontecimientos que tendrán por escenario en el futuro próximo ese espacio galaico, cuyas estructuras político-administrativas y eclesiásticas en alguna medida debieron resultar afectadas desde los primeros tiempos de la conquista islámica. Se hace igualmente difícil admitir la despoblación radical de las tierras que se extienden entre el Miño y el Mondego, en las que la historiografía portuguesa ha defendido tradicionalmente la permanencia de sus habitantes.

En cuanto al sector más oriental de la Meseta superior, que englobaría los términos de la futura Castilla hasta la cuenca del Ebro en tierras riojanas y, por el sur, hasta el Duero, también deben extremarse las cautelas a la hora de medir el alcance de la despoblación sugerida por el relato de la Crónica de Alfonso III. Los valles altos que descienden desde la cordillera hacia las tierras llanas de la futura Castilla no debieron verse afectados por un serio quebranto demográfico derivado de las campañas alfonsinas, ni seguramente las tierras alavesas que, según la misma crónica regia, siempre habían estado en poder de sus gentes y que aparecen soldadas sin solución de continuidad con esas “Vardulias, que ahora se llaman Castilla” y que constituyen uno de los escenarios de la acción “pobladora” de Alfonso I, en expresión del mismo texto cronístico.

Finalmente, y por lo que respecta a las tierras situadas al sur del Duero hasta el Sistema Central y en las que se localizan un número pequeño de las plazas citadas en la pormenorizada relación de la Crónica de Alfonso III, el alcance de la despoblación tampoco es fácil de establecer, pero en ningún caso llegaría a suponer un vaciamiento demográfico de toda la zona extremadurana. En conclusión, no parece que sea aceptable la tesis de una radical desertización del valle del Duero, pero sí la de una efectiva despoblación, de desigual alcance regional, como consecuencia de unos hechos, las campañas de Alfonso I, que debieron ajustarse más a la moderada referencia que de ellas da la Crónica Albeldense que a la amplificación, claramente interesada y propagandística, de los pasajes de la Crónica de Alfonso III. Debe tenerse en cuenta, por otra parte, que las incursiones regias actuaban, con efecto acumulativo, sobre unas tierras ya sometidas a un proceso de drenaje demográfico y desarticulación administrativa que tales campañas no harían más que acentuar. La despoblación sería especialmente sensible en el sector central de la meseta superior, pero la desorganización de los cuadros político-administrativos y eclesiásticos y la ruina urbana, compatible, desde luego, con una continuidad de grupos de población que pudieron ser relativamente numerosos en las áreas marginales de aquel sector central, no parece que puedan negarse y es probable que afectasen, si no a todas, sí a la mayoría de las ciudades y villas registradas en la crónica regia como objeto de conquista por Alfonso I. La admisión de la permanencia de vida urbana organizada en esas localidades resulta incompatible, por ejemplo, con el llamativo hecho de que no se encuentre en el largo período de aproximadamente un siglo transcurrido entre las campañas depredatorias de Alfonso I y el comienzo de las actuaciones repobladoras de Ordoño I, ni un solo documento procedente de los centros de poder local que la Crónica de Alfonso III nos presenta como conquistados por aquel monarca o a ellos referido. Hasta mediados del siglo IX serán en exclusiva las tierras norteñas las únicas sobre las que proyecten su luz los, por otra parte, escasos diplomas emitidos por la corte, los centros eclesiásticos o los particulares que pueblan esos espacios nucleares del Reino de Asturias, desde Galicia hasta las tierras originarias de Castilla y Álava. Los vastísimos territorios que se extienden al sur, prolongándose hasta el sistema central, constituyen un dilatado espacio fronterizo, administrativa y eclesiásticamente desarticulado, escenario durante largo tiempo de una historia silente, sin documentación propia.

La crónica regia presenta el traslado de la población de las zonas devastadas por Alfonso I a la “patria”, es decir, a las comarcas norteñas políticamente controladas desde la Corte de Cangas de Onís, como efecto de las campañas alfonsinas; y parece también relacionar ese proceso migratorio, de forma implícita, con la actividad repobladora desplegada por el Monarca en esas tierras, de Galicia a Vardulia (futura Castilla). El asentamiento de hispanogodos en la periferia norteña es un proceso que parece iniciarse en los primeros tiempos de la conquista islámica y que sin duda se intensificaría en los decenios medios del siglo VIII, a consecuencia de la situación en que se encontrarían los vastos espacios meseteños después de las campañas de Alfonso I, prolongándose esas inmigraciones de gentes sureñas por mucho tiempo, hasta la etapa final del Reino de Asturias. La realidad de tales movimientos migratorios, cuya dirección sur-norte incluso puede reconstruirse a través de los diplomas que los documentan y que está acreditada por testimonios de todo tipo, desde los arqueológicos y diplomáticos hasta los brindados por la toponimia o la onomástica, es hoy generalmente reconocida, aunque no se pueda valorar más que aproximadamente su entidad cuantitativa. Pero es lícito suponer, a la luz de las fuentes disponibles, que esa corriente migratoria se nutriría fundamentalmente de individuos de las capas sociales superiores —prelados, monjes, hombres de iglesia en general, representantes de las aristocracias locales, antiguos propietarios desarraigados de sus bases territoriales— que no llegarían solos a sus nuevos asentamientos norteños, como nos consta ciertamente en algunos casos. Sin la existencia de esos trasvases de población no podrían explicarse fenómenos políticos, episodios sociales y expresiones culturales que se manifiestan desde la segunda mitad del siglo VIII en las tierras norteñas, incluso en zonas tradicionalmente tan marginales como pueden ser los valles de los Picos de Europa: no ya en la Liébana, sino en uno de los rincones más abruptos de esa zona, San Pedro de Camarmeña, se ha podido localizar un activo foco de mozarabismo que seguramente no sería ajeno a aquellos movimientos migratorios.

En todo caso, y siempre por la escasez y laconismo de las fuentes disponibles para la época, a la hora de medir la importancia numérica del flujo migratorio de las gentes sureñas a los espacios nucleares del Reino de Asturias, ampliados en dirección Oeste y Este y en los valles de la primitiva Castilla por las nuevas incorporaciones territoriales de Alfonso I y de su hijo y sucesor Fruela I, se impone una cuidadosa cautela, compatible con la afirmación de la influencia que las minorías de inmigrantes debieron ejercer en la configuración de una nueva cobertura ideológica de la naciente monarquía asturiana. Por otra parte, parece razonable interpretar la actividad “pobladora” que la Crónica de Alfonso III atribuye a Alfonso I sobre Asturias, Primorias, Liébana, Transmiera, Sopuerta, Carranza, las Vardulias y la parte marítima de Galicia, no en el sentido de incorporación de contingentes humanos a unos territorios que no debían haber sufrido una previa despoblación, si se exceptúa acaso y con reservas el espacio de la más vieja Castilla, sino en el de articulación de la población indígena, mediante un proceso de organización y encuadramiento político-administrativo de esa población y de aquellas regiones que parecen definirse, con rasgos todavía bastante imprecisos, como las grandes unidades o circunscripciones territoriales del Reino de Asturias con centro político en la embrionaria corte de Cangas de Onís. En relación con esa acción “pobladora” de Alfonso acaso deba ponerse también la labor de construcción y restauración de iglesias que le atribuye la versión erudita de la Crónica de Alfonso III y que no es posible verificar con informaciones puntuales fidedignas. Ese mismo texto cronístico, después de resaltar las virtudes que adornaban al monarca, refiere que, al cabo de dieciocho años de fecundo reinado, “terminó su vida felizmente y en paz”, aureolando su muerte con un halo milagroso. Sus restos, junto con los de su esposa Ermesinda —según una tardía interpolación de la crónica regia—, recibirían sepultura en el monasterio de Santa María —seguramente la abadía de Santa María de Covadonga—, que el texto sitúa en el territorio de Cangas.

 

Bibl.: R. Menéndez Pidal, “Repoblación y tradición en la cuenca del Duero”, en M. Alvar et. al., Enciclopedia Lingüística Hispánica, vol. I, Madrid, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, 1959, págs. XXIX-LVII; Despoblación y repoblación del valle del Duero, Buenos Aires, Universidad de Buenos Aires, 1966; Orígenes de la nación española. Estudios críticos sobre la historia del reino de Asturias, vol. II, Oviedo, Instituto de Estudios Asturianos, 1974; A. Barbero y M. Vigil, La formación del feudalismo en la Península Ibérica, Barcelona, Crítica, 1974; S. de Moxó y Ortiz de Villajos, Repoblación y sociedad en la España medieval, Madrid, Rialp, 1979; J. Gil Fernández, J. L. Moralejo y J. I. Ruiz de la Peña, Crónicas asturianas, Oviedo, Universidad de Oviedo, 1985; Y. Bonnaz, Chroniques asturiennes (fin ix siècle), París, Editions du C.N.R.S., 1987; J. A. García de Cortázar, “Las formas de organización social del espacio del Valle del Duero en la alta Edad Media: de la espontaneidad al control feudal”, en Despoblación y colonización del Valle del Duero: siglos viii-xx, IV Congreso de Estudios Medievales, Ávila, Fundación Sánchez-Albornoz, 1995, págs. 12-44; A. Besga Marroquín, Orígenes hispano-godos del reino de Asturias, Oviedo, Real Instituto de Estudios Asturianos, 2000; J. I. Ruiz de la Peña Solar, La monarquía asturiana, Oviedo, Nobel, 2001.

 

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Alfonso II

 

Alfonso II. El Casto. Oviedo, c. 762 – Oviedo, 20.III.842. Rey de Asturias.

Según la versión Rotense de la Crónica de Alfonso III, el 14 de septiembre del año 791 Alfonso, hijo del rey Fruela I (757-768), nieto de Alfonso I (739-757) y bisnieto de Pelayo (718-737), accedía al Trono del Reino de Asturias, tras la renuncia de su antecesor y pariente Bermudo I (788-791). Se imponían así, tras un largo paréntesis de veintitrés años, unos derechos sucesorios del nuevo monarca que no habían sido reconocidos siendo todavía niño, al ocurrir el lamentable episodio del asesinato de su padre Fruela (768), y que en su primera juventud, contando con el decidido apoyo de su tía Adosinda, tampoco habían logrado imponerse en la Corte de Pravia al fallecer Silo sin sucesión (783), viéndose nuevamente desplazado del Trono por su tío Mauregato.

Cuando Alfonso finalmente “fue ungido en el reino”, como señala la Crónica de Alfonso III, distaba mucho de ser un joven inexperto. Estaba en posesión de una larga serie de experiencias, no siempre gratas, en asuntos de gobierno, intrigas palatinas y exilios forzados. Y aparecía acaso en el inquietante horizonte de las postrimerías del siglo VIII como el candidato más idóneo para superar unas dificultades de supervivencia, por las presiones de una nueva ofensiva islámica sin precedentes en mucho tiempo antes, que nunca, quizá, hasta entonces habían sido tan amenazadoras para el pequeño reino de gallegos, astur-cántabros y vascos regidos desde la Corte de Cangas, primero, y después de Pravia. Si a los aproximadamente treinta años de edad que contaría Alfonso al acceder al Trono se suman los transcurridos hasta su muerte, ocurrida según parece el 20 de marzo del 842, nos encontramos ante uno de los monarcas más longevos de nuestra historia y cuyo tiempo de reinado efectivo (cincuenta y un años) es también de los más largos. Esta excepcional circunstancia hizo posible, sin duda, la ejecución de un ambicioso programa político del Monarca astur —realmente el primero digno de tal consideración que concibieron los reyes de Asturias— que sólo una muy dilatada permanencia al frente de los destinos del reino podía asegurar.

La filiación regia de Alfonso II la establecen claramente las dos versiones de la Crónica de Alfonso III con muy ligeras diferencias de matiz. Es hijo de Fruela y de una joven vasca, de nombre Munia, a la que había tomado por esposa después de sofocar una rebelión de su pueblo. En la famosa donación del 812 a San Salvador de Oviedo, sin duda una de las fuentes que más luz arroja a la hora de intentar una aproximación a la singular personalidad del Rey Casto, el Monarca traza su propia genealogía, coincidente con la que ofrece la Crónica de Alfonso III, que a través de su padre Fruela y de la madre de éste, Ermesinda, remonta hasta su bisabuelo Pelayo, de quien se complace en recordar su victoria sobre los sarracenos y su encumbramiento a la jefatura del pueblo “de los cristianos y de los ástures”. Por este mismo documento se sabe que Alfonso nació y fue bautizado en el lugar de Oviedo, donde su padre había fundado una iglesia en honor al Salvador y los doce apóstoles, y habría levantado seguramente algunas construcciones civiles que, con las del primer asentamiento de Máximo y Fromestano en el 761, constituirán el núcleo preurbano de la futura sede regia alfonsina. No es posible, sin embargo, fijar con exactitud la fecha del nacimiento del Monarca.

La Crónica de Alfonso III, que nos ofrece la historia de la rebelión de los vascones contra Fruela, su sometimiento por éste y su matrimonio con la cautiva Munia (“una muchachilla” que era parte del botín y en la que engendró a su hijo Alfonso), no puntualiza la cronología de estos sucesos, que sitúa después de la brillante victoria del Monarca sobre los sarracenos en el lugar de Pontuvio, en Galicia, y antes del sometimiento de los pueblos de esta región, rebeldes también contra su autoridad. Con un corto margen de error podría haber ocurrido el nacimiento de Alfonso en algún momento de los primeros años del sexto decenio del siglo VIII.

Muy pronto Alfonso pasaría por el amargo trance de la muerte violenta de su padre. Ocurría esto en el 768 y el futuro monarca contaría quizá no más de cinco o seis años de edad. La sucesión del Rey fratricida recaía en su primo Aurelio, hijo de un hermano de su padre Alfonso I, llamado igualmente Fruela, e hijos ambos del duque Pedro de Cantabria.

Poco se sabe con certeza de la primera etapa en la vida del Rey Casto. Se ignora qué suerte corrió su madre, la joven vasca Munia, después del lamentable final de su marido, ni dónde ni cómo transcurrió la infancia de su hijo. Parece, sin embargo, y según el testimonio de un documento fiable otorgado por Ordoño II, en agosto del 922, a favor del monasterio de Samos, que el niño Alfonso, después de la violenta muerte de su padre, habría sido acogido temporalmente por los monjes del cenobio samoense. En ese primer retiro el futuro monarca habría recibido una verdadera formación monástica que seguramente pueda explicar muchas de sus posteriores actuaciones, propias de un verdadero hombre de iglesia, y el que es, sin duda, el rasgo más llamativo de su compleja y sugestiva personalidad: la castidad que mantuvo durante toda su vida y que destacan los textos narrativos como una de las principales virtudes del Rey.

Después, la reina consorte Adosinda, hermana de Fruela I y esposa de Silo (774-783), debió influir decididamente cerca de su marido para allanar a su sobrino Alfonso, ya adolescente, el camino hacia el trono. Silo, sin hijos, lo asocia a las tareas de gobierno en la nueva Corte de Pravia y muerto sin descendencia en el 783 parecía llegada la hora del futuro Rey Casto (tendría entonces alrededor de veinte años) a quien “todos los magnates del palacio, con la reina Adosinda, colocaron en el trono del reino paterno”, según refiere la Crónica de Alfonso III. Pero una vez más las intrigas que esmaltan la historia política del reino de Asturias iban a prolongar el ya largo compás de espera del hijo de Fruela. Mauregato, hijo de Alfonso I y de una sierva, tío, por tanto, de Alfonso, desplaza del Trono a éste, que, siempre siguiendo el relato de la crónica regia, “se dirigió a Álava y se refugió entre los parientes de su madre”. Muerto Mauregato en el 788 y con toda seguridad alejado todavía Alfonso de los círculos palatinos de Pravia, es elegido para sucederle en el Trono un hermano de Aurelio, sobrino, por tanto, de Alfonso I y tío del joven exiliado en tierras alavesas: el diácono Bermudo. Sin embargo, la ruptura de un largo período de paz entre cristianos y musulmanes, con una vigorosa ofensiva dirigida contra el reino asturiano por el piadoso emir Hišām I, precipita la renuncia al Trono de Bermudo, después de haber sufrido una severa derrota en Burbia, en tierras bercianas. Parece, según el testimonio interesado de la Crónica de Alfonso III, que el propio Bermudo intervino en la reposición en el trono de su sobrino Alfonso que finalmente, el 14 de septiembre del 791 recibía la unción regia. Debía contar entonces una edad aproximada de treinta años y una larga experiencia política, fraguada en el prolongado y agitado período que cubre la primera etapa de su biografía.

Los años iniciales de su reinado son críticos para el nuevo Monarca astur. Sucesivas campañas musulmanas se dirigen contra el norte insumiso devastando las comarcas fronterizas alavesas y llegando en los años 794 y 795 hasta el mismo corazón del territorio asturiano: Oviedo, que vio arrasadas las construcciones levantadas allí por Fruela. Fueron éstos momentos de extrema gravedad para Alfonso II y su pequeño reino, felizmente superados. Los musulmanes no pudieron explotar el éxito de las campañas de aquellos dos años y en algún caso sus incursiones victoriosas fueron seguidas de un serio descalabro a manos de los astures, como el sufrido en Lutos, cerca de Grado, por las tropas de ‘Abd al-Malik, cuando se disponían a regresar al sur por la vieja calzada romana de La Mesa, después de haber llegado por primera vez a Oviedo y saqueado la ciudad (794).

La firme resistencia de Alfonso el Casto y los astures y de sus aliados, entre los que se encontraban los vascones, preservó la integridad del reino cristiano.

Tras estas dos expediciones los musulmanes no volvieron a traspasar los puertos de la cordillera Cantábrica para internarse en territorio asturiano. Se repetirán con diversa fortuna los ataques hasta el fin del reinado de Alfonso II, dirigidos fundamentalmente contra las comarcas fronterizas del alto Ebro y más raramente contra Galicia; pero no volverán a inquietar seriamente la seguridad del reino de Asturias, que verá definitivamente consolidada su independencia.

En el año 796 muere en Córdoba Hišām I, sucediéndole su hijo al-akam I. En el verano del mismo año el nuevo emir envía una expedición de castigo contra el flanco oriental del reino astur; las tropas musulmanas remontando el Ebro llegan hasta las comarcas que constituirán el germen de la futura Castilla. Muy pronto, sin embargo, como había ocurrido ya anteriormente y volverá a suceder en el futuro, las disensiones internas de al-Ándalus desvían la atención cordobesa de los objetivos asturianos y al-akam se ve obligado a hacer frente a varias sublevaciones en sus propios dominios.

Por estos años, últimos del siglo VIII, Alfonso II anuda estrechas relaciones con el poderoso Carlomagno, iniciándose así entre el Rey asturiano y el Rey de los francos, emperador desde el año 800, unos contactos diplomáticos que habían de resultar sumamente fructíferos para el renacimiento interior del reino astur, cuya Iglesia obtenía además el pleno respaldo de la autoridad carolingia y el papado romano en las posiciones mantenidas frente a la herejía adopcionista.

En el 797 Alfonso II llega en una audaz incursión hasta Lisboa, tomando la ciudad, aunque por poco tiempo, y notificando el éxito de esta empresa a Carlomagno, quien por esta época intervenía decididamente en el nordeste de la Península estimulando la resistencia de los núcleos pirenaicos. Tras los primeros y difíciles años de su reinado, en los que la defensa frente al peligro exterior islámico polariza los esfuerzos del Rey Casto, el Monarca puede dedicar su atención a la tarea fundamental de reorganización interna de su reino. Sin embargo, todavía tendría que pasar el hijo de Fruela por una dura prueba. En el año 801 u 802 (“en el undécimo año de su reinado”, anota la Crónica Albeldense) una nueva revuelta palatina hizo que fuese desposeído temporalmente del trono, siendo repuesto presumiblemente pronto “en Oviedo, en la cumbre del reino”, señala el mismo texto cronístico, “por un cierto Teuda y por otros leales”. Durante ese nuevo y breve alejamiento del solio regio, Alfonso permaneció recluido en un monasterio, Abelania, que tradicionalmente se ha venido identificando con el actual lugar de Ablaña, pero que quizá podría sin esfuerzo localizarse en otro punto del reino (¿Beleña? ¿Abamia?). Esta reclusión monástica, forzada o voluntariamente aceptada por el monarca, podría explicar el llamativo hecho de que, habiendo quizá recibido órdenes sagradas, renunciase a contraer matrimonio; pero obviamente no explicaría la prolongada continencia anterior del Rey Casto, cuyas claves interpretativas acaso habría que buscarlas en una temprana y acendrada piedad y en su espíritu verdaderamente monacal, forjado quizá en su estancia infantil en Samos, que nos sitúa ante la figura de un hombre con virtudes religiosas realmente excepcionales que se expresan fielmente en su labor a favor de la Iglesia.

Con el acceso de Alfonso II al Trono, en el 791, la Corte regia se estabiliza definitivamente en Oviedo, lugar poblado treinta años antes por Máximo y Fromestano y por su propio padre Fruela, y en el que parece que el Monarca había nacido y recibido el bautismo. Con razón puede ser considerado el Rey Casto como fundador de la nueva sede regia ovetense, título que le reconocen expresamente las dos redacciones de la Crónica de Alfonso III y que le aplicará años después otra breve pieza historiográfica, la Nómina Leonesa, al referirse a “Don Alfonso el Mayor y el Casto, que fundó Oviedo”.

Desde principios del siglo IX la corte ovetense iba a convertirse en centro de irradiación de un programa de reconstrucción política integral que toma como modelo próximo la tradición gótica. La embrionaria organización cortesana, ya con claros síntomas de un incipiente visigotismo político, que se puede percibir años antes en la Corte de Pravia, bajo Silo y Mauregato, se consolida en el Oviedo de Alfonso II y se perfecciona después, con Alfonso III (866-910).

Los símbolos de la realeza asturiana adquieren a lo largo del siglo IX y en la nueva sede regia ovetense sus perfiles definitivos: las reiteradas referencias al solio regio, al círculo de fieles próximos al monarca y a una cierta articulación de los territorios bajo condes representantes de la autoridad real, la propia voluntad expresamente atribuida por la Crónica Albeldense a Alfonso II de hacer de Oviedo una nueva Toledo, reproduciendo allí el orden civil y eclesiástico de la antigua capital del reino hispano-godo y, en fin, las realizaciones materiales que se suceden desde el Rey Casto al Rey Magno, siempre con centro en Oviedo o en su entorno próximo y que todavía hoy se puede admirar en algunos expresivos ejemplos, constituyen manifestaciones inequívocas de un neogoticismo que se presenta como fundamental nutriente ideológico de la realeza astur.

El renacimiento artístico promovido por el Rey Casto se expresará a partir de los primeros años del siglo IX —hay que suponer que después de su reintegración en el trono, sofocada la revuelta del 801 u 802— en la construcción de edificios religiosos y civiles destinados, en la intención del monarca, a dotar a la nueva sede regia ovetense de la infraestructura material que demandaba su proyecto de organización de los cuadros político-administrativos y eclesiásticos del reino, tratando de seguir el modelo de la gótica Toledo. La relación de la continuidad de la eclosión artística del prerrománico asturiano de la primera mitad del siglo IX con una tradición hispano-goda no interrumpida por la conquista islámica, que hunde sus raíces en la tardorromanidad, y su anclaje en modelos locales parece afirmarse cada vez con mayor convicción entre los estudiosos de este arte.

Las fuentes narrativas asturianas, tanto la Crónica Albeldense como la de Alfonso III en sus dos versiones, dedican especial atención a la labor constructiva promovida por el Rey Casto en la corte ovetense, síntoma claro de la valoración que esa acción merecía en el contexto de la política regia Nada queda hoy del templo dedicado al Salvador y a los doce apóstoles, levantado por el monarca sobre las ruinas del que había construido su padre Fruela, arrasado por los ataques musulmanes de fines del siglo VIII. En la intención del Rey Casto la iglesia de San Salvador, beneficiaria de la generosa donación del año 812, estaba seguramente destinada a ser asiento de una nueva diócesis —aunque habrá que esperar hasta la época de Alfonso III para contar con referencias indubitables a un primer obispo ovetense—, centro espiritual de la sede regia y gran relicario del Reino de Asturias. Esas reliquias, traídas por los inmigrantes sureños, harán de San Salvador un temprano centro de atracción de una corriente peregrinatoria en principio de corto radio pero progresivamente ampliada y tan antigua, por lo menos, como la que comienza a manifestarse en el mismo siglo IX y también bajo la acción tutelar de los monarcas asturianos en Compostela.

Adosados al muro sur de la actual catedral ovetense, en cuyo solar se levantaría la primitiva basílica de San Salvador, todavía son visibles los cimientos de la que sería residencia del Monarca y de su Corte: palacios reales ricamente decorados con pinturas, quizá de la misma factura de las que aún hoy adornan las paredes interiores de Santullano, y “con triclinios, hermosas bóvedas y pretorios y toda clase de bellísimas instalaciones para servicio del Reino”, como se complace en señalar la Crónica de Alfonso III. Acaso formase parte de las dependencias palatinas, lo que explicaría la omisión de su mención individualizada, la Cámara Santa, dividida en dos plantas: la superior dedicada a san Miguel y en la que se han venido custodiando las reliquias traídas por los inmigrantes cristianos de al-Ándalus, y la cripta o cuerpo inferior, que se pondría bajo la advocación de santa Leocadia.

En el año 808 el Rey Casto había donado al templo de San Salvador la magnífica Cruz de los Ángeles, y seguramente en fecha próxima a la dotación de este templo, del 812, se levantaron la iglesia de Santa María, con una capilla destinada a panteón real, adosada a la pared norte de San Salvador, hoy desaparecida, y la basílica dedicada a San Tirso, a escasos metros de aquella misma iglesia y que conserva actualmente su hermosa cabecera original. Todo este conjunto de edificios, asiento de una embrionaria corte, centro de un reino que bajo el caudillaje de Alfonso II adquiría ya formas políticas claramente definidas, sería protegido con una muralla que definirá el recinto de aquella primitiva urbe regia. Fuera del mismo, al Norte y a unos 400 metros de distancia, se construirá la basílica de Santullano, muestra espléndida y por fortuna también conservada del primer ciclo constructivo monumental del arte asturiano. Y ya en el entorno próximo de la ciudad otras dos construcciones religiosas —Santa María de Bendones y San Pedro de Nora— completan el elenco de obras de la época alfonsina que todavía hoy se pueden admirar.

El restablecimiento de las instituciones políticas, jurídicas y eclesiásticas del desaparecido reino godo en el nuevo reino asturiano por fuerza tuvo que ser limitado, adaptándose a las nuevas circunstancias en que se desarrolla la vida de ese pequeño reino y de su Corte ovetense. Alfonso el Casto contaría con un oficio palatino, a imitación del visigodo pero de composición más sencilla. También es probable que convocase algún concilio en Oviedo, réplica igualmente simplificada de los viejos concilios toledanos. El Liber Iudiciorum volvería a ser seguramente el derecho legal del nuevo reino, aunque su ámbito de vigencia fuese quizá bastante restringido y no se disponga de datos fehacientes sobre su aplicación hasta tiempo después.

En otro orden de cosas, es probable, aunque no segura, la creación de la nueva diócesis de Oviedo, que se sumaría a las dos únicas existentes a fines del siglo VIII con toda certeza: la de Iria y la restaurada de Lugo. Por otra parte, un suceso de singular trascendencia iba a contribuir poderosamente a reforzar la posición política del reino astur y el prestigio de su Rey y de su Iglesia, después de la grave crisis que había supuesto el estallido, ya sofocado, de la querella adopcionista en el seno de la mozarabía hispana.

En la tercera década del siglo IX se producía el “descubrimiento” en un apartado rincón de la Galicia regida por el Rey Casto, cerca de la antigua sede episcopal de Iria, de lo que se tuvo por el sepulcro del apóstol Santiago. El propio Monarca mandó levantar allí un primer y modesto templo que dotó generosamente y que posteriormente remozaría, ampliándolo, Alfonso III el Magno. Santiago se convertía en el patrono del reino y el lugar donde se suponía que estaban sus restos en polo de atracción de una corriente peregrinatoria que con el paso del tiempo se convertirá en un verdadero fenómeno de masas con implicaciones políticas, sociales, económicas y culturales de extraordinaria importancia. Los orígenes del culto y las peregrinaciones a Santiago de Compostela y San Salvador de Oviedo aparecen así estrechamente asociadas a la propia acción promotora de Alfonso. Tras unas últimas campañas de Abd al-Ramān II contra los flancos oriental y occidental del reino astur y ya definitivamente asegurada su integridad territorial y consolidados sus fundamentos ideológicos, fallece Alfonso II “en buena vejez”, dirá la versión Rotense de la Crónica de Alfonso III, con una edad seguramente muy próxima a los ochenta años. “Rey de Galicia y de Asturias”, como lo califican algunos textos carolingios, todas las comunidades de pueblos de la España insumisa norteña (gallegos, astures, cántabros y vascones) fueron inteligentemente asociados por este Monarca en un ambicioso programa integrador orientado a fundir en una estructura ya propiamente estatal y en un destino político unitario, cuyas formulaciones iniciales se rastrean en su época, los dispersos y semiindependientes núcleos regionales de resistencia al dominio islámico en la primera mitad del siglo IX, desde Galicia a la Vasconia occidental.

Los viejos obituarios ovetenses fijan la fecha exacta de la muerte del Rey Casto en el 20 de marzo del 842, y no hay razón para dudar fundadamente de esa noticia. Las crónicas de fines del siglo IX concluyen la biografía del monarca diciendo que después de cincuenta y dos años de reinado (un cómputo más exacto daría cincuenta y uno) y habiendo llevado una vida “llena de gloria, casta, púdica, sobria e inmaculada” pasó del reino terreno al celestial. En la iglesia de Santa María, adyacente al templo catedralicio ovetense y fundación del propio Rey, en un túmulo de piedra cuyo epitafio reproduce parcialmente la Crónica Albeldense, fueron depositados con brillantes exequias los restos mortales de aquel príncipe excepcional, “amable a Dios y a los hombres”.

 

Bibl.: H. Schlunk, “La iglesia de San Julián de los Prados (Oviedo) y la arquitectura de Alfonso el Casto”, en Estudios sobre la monarquía asturiana, Oviedo, Instituto de Estudios Asturianos, 1949, págs. 405-465; J. Uría Ríu, “Las campañas enviadas por Hisem I contra Asturias y su probable geografía”, en Estudios sobre la monarquía asturiana, Oviedo, Instituto de Estudios Asturianos, 1949, págs. 469-515; M. Defourneaux, “Carlomagno y el reino asturiano”, en Estudios sobre la monarquía asturiana, Oviedo, Instituto de Estudios Asturianos, 1949, págs. 89-114; A. C. Floriano Cumbreño, Diplomática española del período astur (718-910), I, Oviedo, Instituto de Estudios Asturianos, 1949; J. Uría Ríu, “Cuestiones histórico-arqueológicas relativas a la ciudad de Oviedo en los siglos VIII al X”, en Symposium sobre cultura asturiana en la alta Edad Media, Oviedo, Ayuntamiento de Oviedo, 1967, págs. 261-328; C. Sánchez-Albornoz, Orígenes de la nación española. Estudios críticos sobre la historia del reino de Asturias, II, Oviedo, Instituto de Estudios Asturianos, 1974; J. Gil Fernández, J. L. Moralejo y J. I. Ruiz de la Peña, Crónicas asturianas, Oviedo, Universidad de Oviedo, 1985; Y. Bonnaz, Chroniques asturiennes (fin IX siècle), Paris, Editions du CNRS, 1987; I. G. Bango Torviso, “Alfonso II Santullano”, Arte prerrománico y románico de Villaviciosa, Villaviciosa, Cubera, 1988, págs. 207-237; F. López Alsina, La ciudad de Santiago de Compostela en la alta Edad Media, Santiago de Compostela, Ayuntamiento de Santiago, 1988; A. P. Bronisch, “Asturien und das Frankenreich zur Zeit Karls des Grossen”, en Historisches Jahrbuch, 119 (1999), págs. 1-40; A. Besga Marroquín, Orígenes hispano-godos del reino de Asturias, Oviedo, Real Instituto de Estudios Asturianos, 2000; M. C. Díaz y Díaz, Asturias en el siglo VIII. La cultura literaria, Oviedo, Ed. Sueve, 2001; J. I. Ruiz de la Peña Solar, La monarquía asturiana, Oviedo, ed. Nobel, 2001; VV. AA., La época de la monarquía asturiana, Oviedo, Real Instituto de Estudios Asturianos, 2002; A. Besga Marroquín, “La estancia de Alfonso II en el monasterio de Samos”, en Boletín del Real Instituto de Estudios Asturianos, 159 (2002), págs. 201-217; Th. Deswarte, De la destruction à la restauration. L’idéologie du royaume d’Oviedo-Léon (VIII-XI siècles), Turnhout, Brepols, 2003; J. I. Ruiz de la Peña, Oviedo, ciudad santuario. Las peregrinaciones a San Salvador en la Edad Media, Oviedo, Universidad de Oviedo, 2004; J. I. Ruiz de la Peña y M. J. Sanz Fuentes, Testamento de Alfonso II el Casto. Estudio y contexto histórico, trad. de A. Hevia Ballina, Oviedo, Madú Ediciones, 2005.

 

https://dbe.rah.es/biografias/6354/alfonso-ii

 

Alfonso III

 


https://es.wikipedia.org/wiki/Archivo:Jimena_y_Alfonso_III..jpg

Alfonso III. El Magno. ¿Oviedo?, c. 848 – Zamora, 20.XII.910. Rey de Asturias y rey de León.

La Crónica de Alfonso III cierra su historia de los monarcas astures con la escueta referencia de que “en la era 904 (año 866), muerto Ordoño, su hijo le sucedió en el trono”. El anónimo autor de la Crónica Albeldense continúa historiando la vida y hechos del nuevo monarca hasta el año 881, en que concluye su primera redacción, para prolongarla seguidamente hasta finales del 883. Un anónimo continuador de la crónica regia, cuyo relato incorpora la Historia Silense a principios del siglo XII, y el cronista Sampiro son las otras fuentes narrativas que, con algunas piezas de importancia ya secundaria, completan desde el observatorio de la historiografía cristiana la visión del largo reinado de más de cuatro décadas del último y gran monarca del Reino de Asturias. A esas fuentes cronísticas hay que sumar las informaciones que proporciona la tradición historiográfica árabe y un número ya relativamente abundante de diplomas de segura fiabilidad, así como los datos de un expresivo repertorio de vestigios arqueológicos en el que se destacan, al lado del propio ciclo monumental del arte asturiano en sus últimas manifestaciones, un conjunto de documentos epigráficos de extraordinario interés.

La Crónica Albeldense precisa algunas circunstancias que rodean el acceso al Trono del hijo de Ordoño I y la corta y crítica primera etapa de su caudillaje, en la que una vez más se hacen presentes los dos tipos de episodios que acompañan los años iniciales del reinado de varios monarcas astures: la contestación nobiliaria bajo la forma de “usurpación” —en la conceptuación de la historia oficial de la monarquía— a la aceptación de la pacífica sucesión en el Trono, de una parte; y de otra, las insumisiones de base regional contra esa misma autoridad de los nuevos monarcas, en relación a veces con aquellas usurpaciones. Siguiendo el relato de la Albeldense, Alfonso tendría dieciocho años, “estaba en la primera flor de su adolescencia”, cuando es llamado a suceder a su padre, viéndose desposeído inmediatamente del Trono “por el apóstata Fruela, conde de Galicia, por medios ilegítimos”, y refugiándose en Castilla. “Y no mucho tiempo después —continúa el cronista—, muerto Fruela, tirano e infausto rey, por los leales de nuestro príncipe en Oviedo, el glorioso muchacho vuelve de Castilla y es dichoso reinando felizmente en el trono paterno”. El anónimo continuador de la Crónica de Alfonso III propone para el joven monarca la temprana edad de trece años al suceder a su padre, que eleva a catorce el cronista Sampiro, aunque frente a estos testimonios ya algo tardío debe prevalecer, en principio, el que facilita el autor de la Crónica Albeldense.

El “reinado” del usurpador Fruela en Oviedo debió ser muy corto. Es probable que el conde castellano Rodrigo participase activamente en la reposición en el Trono del joven Alfonso, quien ya el 20 de enero del 867 otorgaba un documento a favor del obispo de Iria restituyéndole una villa que le había sido arrebatada por el rebelde Fruela Bermúdez, cuyo nombre parece sugerir algún tipo de vinculación con el círculo familiar regio. Afianzado ya en el Trono y quizá en aquel mismo año 867, Alfonso III se ve obligado a reprimir una nueva rebelión de los vascones que habría de repetirse, no se sabe cuándo pero seguramente poco tiempo después.

La Crónica Albeldense nos dice cómo “la fiereza de los vascones la aplastó y humilló por dos veces con su ejército”. Y en la lista versificada de prelados que, seguida de la apología del Monarca, se incorpora al cuerpo textual cronístico, se hace al rey “ilustre entre los astures” y “fuerte contra los vascones”. Dos etapas bien diferenciadas pueden señalarse en el largo reinado (866-910) de Alfonso III.

La primera de ellas comprendería hasta finales del 883, momento en que se remata la redacción de la Crónica Albeldense, fuente fundamental para el conocimiento de esa primera parte de la vida y hechos del monarca; se redacta igualmente la interesante pieza narrativa conocida como Crónica Profética, de tan expresivas sugerencias en la interpretación de las claves ideológicas del reino asturiano; y se logra una tregua entre la Corte ovetense y el emirato cordobés que pone fin a un dilatado período de confrontaciones bélicas entre los cristianos norteños y los musulmanes.

La segunda etapa se prolongaría hasta la muerte del monarca en el 910, caracterizándose fundamentalmente por una continuidad en el proceso de reorganización interior, desarrollo cultural y ordenación repobladora de los amplios espacios que se han ido incorporando al reino como consecuencia de la actividad militar de la primera época. También ahora se produce la plena cristalización del proyecto político neogoticista, alumbrado en el Oviedo de Alfonso II el Casto (791-842), como soporte ideológico de un reino que ha experimentado en el curso de los últimos decenios del siglo IX un extraordinario crecimiento territorial.

En la primera etapa del despliegue cronológico del reinado de Alfonso III se asiste, simultáneamente, a la expansión repobladora del reino, iniciada ya en tiempo de Ordoño I (850-866) y a una intensa actividad militar y política que se manifiesta en la confrontación directa con el poder central cordobés, a cuyo frente se encuentra el emir Muhammad (852-886), el más firme y porfiado oponente del Rey Magno, y en las relaciones con otros poderes locales de la España islámica y con el núcleo vascón con centro en Pamplona. Será en el espacio galaico, con fuertes aristocracias locales y siempre proclive a la insumisión frente a la autoridad central ovetense, donde primero despliegue Alfonso sus dotes de hábil político, imprimiendo nuevo y eficaz impulso, en los años iniciales de su reinado, al movimiento repoblador que había comenzado su padre Ordoño y a la profundización en el avance de las fronteras de ese flanco occidental del reino.

El Monarca canaliza las fuerzas de los magnates gallegos en la prosecución de la repoblación de su país, cuya línea meridional se desplaza considerablemente en pocos años. Se pasa el Miño, llegando el conde Vímara Pérez a Oporto en el 868. El conde Odoario ocupa Chaves, sobre el Támega, y se emprende la repoblación de las tierras comprendidas entre el Miño y el Duero. Toda la región será escenario de una intensa actividad de reordenación del territorio y de encuadramiento político-administrativo y eclesiástico de su población, compuesta, en referencia de la Albeldense, de “gallegos” y “cristianos”. Renacen ciudades como Braga, Orense, Coimbra, Viseu y Lamego. Con razón pudo escribir el anónimo autor de la crónica que “en este tiempo crece la iglesia y se amplía el reino”.

Mientras se produce la progresión repobladora de Alfonso III por el flanco occidental galaico, hasta el Duero, primero, avanzando seguidamente hasta el Mondego, el espacio foramontano castellano-leonés será escenario de una serie de expediciones punitivas de los cordobeses que ponen a prueba la capacidad militar del Rey Magno. Éste sabrá aprovechar las favorables circunstancias que le brinda una situación endémica de rebeldías internas en la España islámica, que condicionarán las acciones ofensivas del emir Muammad contra el Reino de Asturias, facilitarán contundentes operaciones de respuesta de los cristianos y permitirán a éstos una firme política de expansión territorial. En tales circunstancias, Alfonso III encontrará unos oportunos aliados en los cabecillas rebeldes al emirato cordobés: en la Frontera Superior los Banū Qas, que desde tiempo atrás mantienen relaciones alternativas de amistad y enfrentamiento con la monarquía asturiana; en el Oeste Ibn Marwan, apodado el hijo del gallego; y finalmente, en la serranía andaluza, el indómito ‘Umar b. afūn, el reyezuelo de Bobastro. Todos ellos eran muladíes, descendientes de familias hispanas islamizadas, y sus rebeldías son un claro exponente de la disolución interna de una España musulmana minada por las diferencias religiosas y étnicas de su heterogénea población. A pesar de esas adversas circunstancias, que le obligaban a una continua dispersión de fuerzas, el emir llevará la iniciativa en la lucha contra los cristianos norteños y los rebeldes muladíes. Y secundado, primero, por su hermano al-Munir y, después, por su hijo y sucesor del mismo nombre, porfiará durante años en quebrantar el poder, cada vez más firme, del Rey Magno.

Reprimida una sublevación del muladí de Mérida lbn Marwn, dirige un ataque infructuoso contra León y el Bierzo. En expediciones de replica, los cristianos llegan hasta la fortaleza de Deza y la plaza de Atienza, penetrando así profundamente en territorio bajo teórico control islámico y devastando Coimbra. Otra incursión musulmana contra Galicia fracasa igualmente y en contrapartida el conde Hermenegildo Gutiérrez ocupa de modo efectivo Coimbra (878), avanzando así la frontera cristiana por occidente hasta el Mondego. En ese mismo año, el emir se decide a lanzar una ofensiva definitiva contra el reino asturiano. Para distraer la atención de Alfonso divide sus efectivos en dos ejércitos mandados por su hijo al-Munir y su general ben Ganim. El primero de ellos, integrado por tropas cordobesas, se dirige contra León y Astorga, puntos clave de la resistencia cristiana, mientras que ben Ganim, al frente de los contingentes fronterizos de Toledo, Guadalajara y Salamanca, llegaba a orillas del Órbigo. El Rey Magno, antes de que se unieran los dos ejércitos y sin dividir sus propios efectivos, elude el ataque de al-Munir y marcha contra las tropas fronterizas, derrotándolas ampliamente en el campo de Polvoraria o Polvorosa, en la confluencia de los ríos Órbigo y Esla. Al-Munir, impresionado por las proporciones del triunfo cristiano, opta por la retirada. Pero Alfonso, volviendo contra él, le vence en Valdemora. Sucedía esto en el año 878.

La desastrosa campaña de los musulmanes y la aparición de nuevos focos de rebeldía en el sur —insurrección de ‘Umar ben afūn—, así como la constante actitud levantisca de los Banū Qas en la región del Ebro, obligan a Muammad a concertar una tregua de tres años de duración con el Rey Magno. El cordobés no respetó la tregua y al año siguiente de haberla concertado (879) envía una expedición por mar contra Galicia, que resultó un fracaso al ser deshecha la flota por una tempestad.

Mientras la agitación interna conmueve al-Ándalus, Alfonso III toma decididamente la iniciativa en la porfiada lucha entre Asturias y Córdoba, emprendiendo una singular expedición: atraviesa la Lusitania, pasa el Guadiana y lleva en triunfo sus armas hasta el monte Oxifer, en el corazón de Sierra Morena, regresando a Oviedo sin encontrar resistencia. En los años siguientes, firme en su propósito de quebrantar el poder del reino astur por su flanco más vulnerable —el oriental—, Muammad emprende nuevas campañas contra Álava y Castilla. Al-Munir dirige los ejércitos musulmanes que se internarán una y otra vez en territorio cristiano, remontando el curso alto del Ebro, sin llegar a obtener resultados positivos. En la primera de estas campañas el hijo de Muammad, después de atacar y reducir en la región del Ebro a los levantiscos Banū Qas, aliados de Alfonso (verano del 882), penetra profundamente en tierras riojanas. Las plazas de esta zona, de reciente ocupación, no pueden detener el avance musulmán. Al-Munir rebasa Cellórigo, Pancorbo, Burgos, poblada poco antes por el conde Diego Rodríguez, Castrojeriz, llegando a las orillas del Órbigo. Pero intimidado, quizá, por el recuerdo de los últimos reveses sufridos a manos de Alfonso, rehúye finalmente el encuentro abierto con el Rey cristiano. Al año siguiente (883) repite el príncipe cordobés su expedición aún con menor fortuna. Siguiendo el mismo itinerario, se interna por La Rioja, pero esta vez no logra vencer la resistencia de las plazas de Cellórigo y Pancorbo, a cuyo frente estaban los condes Vela y Diego, respectivamente. Resiste también Castrojeriz y nuevamente al-Munir, repitiendo la suerte del año anterior, decide emprender la retirada sin llegar a trabar combate con Alfonso, que esperaba su acometida apoyado en las recias fortificaciones de León.

Tras estos sucesivos fracasos, una vez más los cordobeses inician negociaciones de paz con el Rey asturiano. Alfonso aceptó la tregua y el presbítero toledano Dulcidio discute en la capital de al-Ándalus, donde había sido enviado con tal fin, las condiciones de esa paz concluida a principios del 884 y respetada por ambas partes. A partir de este momento cesan las hostilidades entre Córdoba y Oviedo, sin que vuelvan a repetirse hasta el final del reinado de Alfonso III acciones militares de envergadura entre musulmanes y cristianos. Los triunfos militares del Rey Magno y las conmociones internas del al-Ándalus en esta época darán ocasión para que comience a difundirse entre los cristianos la creencia en la inminente restauración de la unidad peninsular bajo la autoridad del rey Alfonso.

La llamada Crónica Profética, que se terminaba de redactar en el 883, predecía que en breve, dentro de aquel mismo año, el glorioso príncipe ovetense reinaría sobre toda España, actualizando una vieja profecía bíblica en el sentido de que los musulmanes serían expulsados de la Península en ese tiempo. La seudoprofecía no se cumplió, evidentemente, pero su difusión puede contribuir a explicar el estado de ánimo existente entre los cristianos o, al menos, en los círculos más próximos a la Corte de Oviedo, por el favorable curso de la pugna con los cordobeses. En el límite oriental del Reino de Asturias y en la cuenca del Ebro la política de Alfonso III estará determinada por las relaciones entre la Corte de Oviedo y el reino pamplonés y la presencia del fuerte poder local de la familia Banū Qas.

Con el Rey Magno se inicia una política de estrecha colaboración entre Oviedo y Pamplona que refrendará el matrimonio de Alfonso con la princesa navarra Jimena, seguramente en el 869, y que fortalecerá la posición del rey asturiano frente a los siempre levantiscos vascones y a los tornadizos Banū Qas en el débil flanco de la cuenca del Ebro.

Descendientes de Muza, “el tercer rey de España” en palabras de la Crónica Albeldense, esta familia de muladíes mantenían una política de amistad con la corte ovetense, desde tiempos de Ordoño I que, sin embargo, estaba sujeta a los propios vaivenes de las relaciones con el poder cordobés y del siempre inestable equilibrio de fuerzas en esa cuenca del Ebro donde confluían los intereses de navarros y asturianos con los de los Omeya y la propia familia Banū Qas. La ruptura por uno de sus miembros, Muammad ben. Lope, de la alianza con la Corte ovetense y la tregua que en el 884 pone fin a la lucha entre el emir Muammad y el Rey Magno, permite a éste, en alianza con los navarros, enfrentarse con ventaja a Ibn Lope, nieto de Muza, para asegurar el control del espacio riojano, muy vulnerable a las incursiones de castigo de los cordobeses.

Con la muerte del muladí se inicia el rápido declive de la influencia de los Banū Qas en la Frontera Superior, mientras que a principios del siglo X se encuentra ya al frente del Reino de Pamplona Sancho I Garcés, quizá vinculado, aunque no es seguro, por lazos de parentesco con la reina Jimena al Rey Magno y en todo caso aliado de Alfonso III e incorporado pronto y decididamente a la empresa de la Reconquista.

Por otra parte, la paz concertada en el 884 entre Córdoba y Oviedo permite a Alfonso III continuar la labor de reorganización y repoblación de los extensos territorios incorporados en estos años al Reino de Asturias. Tras la definitiva reintegración del valle del Duero la vida vuelve a renacer en los vastos espacios meseteños, hasta ahora seguramente poco poblados y, en todo caso, con una población carente de un encuadramiento político-administrativo y eclesiástico.

Se ponen en cultivo los campos, se crean o restauran sedes episcopales, se levantan monasterios y fortalezas y se repueblan viejas ciudades abandonadas. La repoblación se hace con gentes venidas del norte de la Península y con los mozárabes que, procedentes de la España musulmana, se acogen a los nuevos y viejos territorios del Reino de Asturias. En el marco de esa política de expansión repobladora, Alfonso III puebla en el 893 con mozárabes toledanos la ciudad de Zamora. En los años siguientes se desarrollan las repoblaciones de Simancas, Dueñas y Toro, esta última encomendadas a García, primogénito del Rey. En la zona de expansión castellana se consolidan las de Burgos y Castrojeriz. En el curso de pocos años las fronteras meridionales del Reino de Asturias han experimentado un avance realmente espectacular. El río Mondego será, por occidente, el límite con la España musulmana. La línea fronteriza continúa siguiendo el curso del Duero hasta el Arlanza, haciéndose ya menos precisa más al este, en tierras riojanas. Coimbra, Zamora y Toro asumirán ahora el papel de plazas avanzadas que hasta comienzos del reinado de Alfonso había correspondido a Tuy, Astorga y León. Dos años después de la muerte del Rey Magno (912) se completaba el control efectivo por los cristianos de las tierras comprendidas entre el Arlanza y el Duero con la repoblación condal castellana de las plazas de Roa, Osma y San Esteban de Gormaz.

Al extraordinario crecimiento territorial que experimenta el Reino de Asturias en la época de Alfonso III corresponde el desenvolvimiento de una actividad cultural y artística y el despliegue de una fecunda labor de reorganización político-administrativa interior, en la que ocupa un lugar central la formulación expresa de toda una primera teoría doctrinal sobre el sentido finalista de esa gestión regia. Se asiste así, en torno al novecientos, a la plena cristalización del ideario neogoticista que, por lo menos desde un siglo antes, venía siendo el soporte ideológico del programa político de la monarquía asturiana. Oviedo, la capital del reino, será, como en los días de Alfonso II, el escenario principal y centro irradiador del renacimiento cultural y de la ejecución del programa restauracionista que, llevando a sus últimas consecuencias el neogoticismo cultural y político del Rey Casto y como en el caso de éste, responde también ahora a una personal y directa inspiración del Rey Magno, cuyas cualidades de buen gobernante y prendas intelectuales destacan sus biógrafos contemporáneos. Un rey que si “sobresale ilustre por su saber, por su expresión y ademán y porte lleno de placidez” y restaura “todos los templos del Señor”, en palabras de la Albeldense, aparece también aureolado de genio militar, fuerte e implacable contra los enemigos de dentro y fuera del reino y “protector de los ciudadanos”. “El glorioso don Alfonso”, último de los monarcas asturianos y primero de entre ellos que se autocalificará en sus diplomas de rey, invocando además la titularidad de la autoridad regia sobre Hispania.

En esa etapa de culminación del renacimiento cultural nucleado en torno a la corte ovetense y con irradiaciones a otros espacios del reino, viejos y nuevos, especialmente Galicia y las tierras leonesas, se hacen más patentes y con mayor peso que en la época anterior las influencias mozárabes, notablemente intensificadas desde mediados del siglo IX por las crecientes inmigraciones de cristianos de al-Andalus. Lamentablemente, de las obras monumentales con las que Alfonso III embelleció su Corte sólo nos queda el testimonio de las fuentes epigráficas y diplomáticas, debiendo seguramente adscribirse a este ciclo constructivo una obra pública —la Foncalada— de extraordinario interés. En el entorno de la capital se conservan las iglesias de Santo Adriano de Tuñón y San Salvador de Valdediós, fundaciones regias del 891 y 893, respectivamente. Del desarrollo que las artes industriales debieron alcanzar en la Corte alfonsina son ejemplos capitales, todavía hoy, la preciosa cruz de la Victoria, que el rey donaría al templo catedralicio ovetense en el 908, y la caja relicario conocida con el nombre de “Arca de las Ágatas”, del 910.

El renacimiento literario, directamente impulsado por el monarca, hombre de letras —“de ciencia esclarecida”, dice de él la Albeldense— que lograría reunir en su Corte una espléndida biblioteca se manifiesta sobre todo en el despliegue de una intensa actividad historiográfica orientada a la redacción de la historia oficial del reino. Dos textos narrativos —la Crónica Albeldense y la Crónica de Alfonso III, ésta en dos versiones con ligeras variantes formales y de contenido— a los que hay que sumar otra breve pieza de gran interés para la historia de la España islámica, bautizada por M. Gómez Moreno, su primer editor y estudioso, con el nombre de Crónica Profética, constituyen la expresión de esa actividad historiográfica. Tal actividad se explica, de una parte, por la riqueza e importancia de los materiales escritos acumulados en la propia biblioteca de Alfonso III; y desde otra perspectiva, por la exigencia de aportar una cobertura ideológica a una formación política —el Reino de Asturias— que alcanzaba precisamente en estos momentos su plena madurez institucional y cultural. En la pluma de los autores de esos textos España es percibida como un espacio unitario que subyace a su real fragmentación en una diversidad de poderes coexistentes en el territorio peninsular. Recuperar la perdida unidad de ese territorio constituye el objetivo de la acción política y militar de la monarquía personificada entonces por el Rey Magno, en tanto que depositaria del legitimismo visigodo.

En el marco de las referencias ideológicas al neogoticismo político y en función de las nuevas condiciones de hecho creadas por la expansión del reino de Asturias, la vocación particularista que Castilla comienza a manifestar, la consolidación de un nuevo centro de poder en la España cristiana —Navarra— y el repliegue de la tutela franca en los espacios pirenaicos, deben situarse las claves explicativas de un fenómeno de formalización del poder regio que se expresa en algunos diplomas de la etapa final del reinado de Alfonso III y de sus sucesores. En ese contexto deben interpretarse no sólo la preocupación legitimista y progótica del Rey Magno, sino el empleo por el último monarca ovetense de una nueva intitulación presente en un pasaje fiable de una carta parcialmente interpolada que en el año 906 dirige al clero y pueblo de Tours a fin de adquirir una corona imperial del tesoro de su iglesia, y que encabeza autocalificándose de Hispaniae rex.

El 20 de diciembre del año 910 y tras unos postreros episodios cuya historicidad no es segura —destronamiento del Monarca por sus hijos y una última expedición triunfal a tierra musulmana— fallece Alfonso III en la ciudad de Zamora, por él repoblada.

Sus restos serían trasladados posteriormente a Oviedo para recibir sepultura en el lugar donde descansaban los de sus antecesores: el panteón real de la iglesia de Santa María, adyacente al templo catedralicio ovetense.

 

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https://dbe.rah.es/biografias/6360/alfonso-iii

 




 

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