Alfonso
I
http://www.senderismoenasturias.es/reireyes.htm
Alfonso I. ?, f. s. VII-p. s. VIII – Cangas de Onís
(Asturias), 757. Rey de Asturias.
La prematura muerte de Favila (739), con hijos
presumiblemente de corta edad, plantea un problema sucesorio en el centro de
poder de Cangas de Onís que se resuelve con la promoción al caudillaje del
núcleo de resistencia astur de su cuñado Alfonso, primero en la serie de monarcas
hispanos de este nombre. Tanto la Crónica de Alfonso III, en
sus dos versiones, como la Albeldense, fuentes narrativas
fundamentales para el conocimiento de la historia política del reino de
Asturias, facilitan abundante información sobre el círculo familiar del nuevo
monarca y sus vínculos con Pelayo, a través de su matrimonio con su hija
Ermesinda, que aparece como causa justificativa última de su acceso al trono
mediante elección popular. Otro documento de excepcional interés para esta
época, el famoso Testamentum Adefonsi del año 812, al hacer la
genealogía de Fruela, hijo de Ermesinda y Alfonso, silencia el nombre de éste,
estableciendo la relación sucesoria de aquél por vía matrilineal que le lleva a
su abuelo Pelayo. A Alfonso I lo presentan aquellos textos cronísticos de fines
del siglo IX como hijo de Pedro, duque de Cantabria o de los cántabros,
ennobleciendo su estirpe goda las dos versiones de la Crónica de
Alfonso III con una pretendida ascendencia regia, en un afán de
legitimación de orígenes de los monarcas astures que entroncarían así por
vínculos de sangre con la extinta realeza visigoda. El texto Rotense de la
crónica alfonsina alude a la llegada a Asturias de Alfonso en tiempo de Pelayo,
casándose con su hija Ermesinda, según la Albeldense “por
iniciativa del propio Pelayo”, con quien habría combatido ya contra los
musulmanes. En cualquier caso, la jefatura de Alfonso significaba en términos
políticos la formalización de una alianza astur-cántabra desde los primeros
tiempos del Asturorum Regnum; y la soldadura de los dos
linajes, el pelagiano y el de Pedro, entre cuyos descendientes recaerá
exclusivamente —con la única excepción del breve reinado de Silo (774-783)— la
corona del reino, afirmándose finalmente, a partir de Ramiro I y no sin
frecuentes y conflictivas contestaciones, el principio de sucesión patrilineal
que parece vincularse al tronco familiar del antiguo duque de Cantabria a
través de los descendientes de su hijo Fruela, hermano de Alfonso I.
Durante los casi veinte años de su caudillaje
(739-757), el pequeño núcleo astur con centro en Cangas de Onís no sólo logra
preservar su independencia, sino que inicia decididamente su expansión
territorial por los extremos occidental y oriental de la región de Primorias, entre
el Sella y el Deva, desbordando ampliamente los límites de las Asturias
nucleares. Por otra parte, Alfonso I lleva a cabo una serie de victoriosas
campañas militares en los vastos territorios que se extendían al sur de la
cordillera Cantábrica, procediendo además a la reorganización interna de los
espacios norteños o transmontanos encuadrados, con mayor o menor grado de
integración, en la órbita política de la Corte de Cangas. Tales campañas, así
como sus consecuencias y la actividad de repoblación interior en las tierras
del reino, son conocidas por los relatos singularmente expresivos que de ellas
hacen las crónicas ovetenses de fines del siglo IX, en especial la de Alfonso
III. Tales informaciones, teniendo en cuenta los intereses políticos del
Monarca que inspira su redacción —el propio Alfonso III— deben ser acogidas e
interpretadas con bastantes reservas, como se ha venido haciendo en los últimos
años, abriéndose así un animado debate historiográfico, con posturas extremas
difícilmente conciliables, que dista mucho de estar resuelto en la actualidad.
Para la puesta en marcha de sus acciones militares
contra los musulmanes Alfonso I contó no sólo con unas fuerzas propias que no
debían ser de gran entidad, sino y acaso en mucha mayor medida con las
favorables circunstancias que le brindaban, de una parte, las luchas internas
de la España musulmana —sublevación de los beréberes contra los árabes y
evacuación por aquéllos de sus asentamientos en el cuadrante noroccidental de
la Península— y de otra el azote del hambre, con la inevitable secuela del
drenaje demográfico, que en los años medios del siglo VIII parece que hizo
grandes estragos en los territorios de la Meseta. Las fuentes árabes ofrecen
expresivos testimonios de esta situación que iba a brindar una favorable
coyuntura al proyecto político expansionista del primer Alfonso. Acompañado en
sus expediciones militares de su hermano Fruela, cabeza del linaje de los
últimos monarcas astures, recorrió triunfalmente, según el testimonio de
la Crónica de Alfonso III, Galicia y el norte de Portugal, las
tierras situadas al sur de la cordillera Cantábrica, hasta el Duero,
traspasando en sus incursiones este río, y las comarcas de la cuenca alta del
Ebro.
La Crónica Albeldense, con su
laconismo habitual, refiere la conquista por Alfonso I de las ciudades de León
y Astorga, añadiendo que el monarca devastó los Campos Góticos hasta el Duero y
“extendió el reino de los cristianos”. Mucho más explícita, la crónica regia en
sus dos versiones hace una detallada enumeración de las ciudades y fortalezas
“con sus villas y aldeas” que el belicoso Rey asturiano, junto con su hermano
Fruela, tomó a los musulmanes a lo largo de una extensa franja territorial que
tendría como límites extremos, por el occidente la costa atlántica y por el
este las tierras de la cuenca alta del Ebro, al sur del país de los vascos.
Entre esas plazas, que se citan nominalmente —veintinueve en la versión
Rotense, treinta y uno en el texto “a Sebastián”— se encontraban la mayoría de
los más importantes centros urbanos de tradición romano-gotica existente en los
vastos espacios sometidos a las devastadoras incursiones del Monarca.
Carente de recursos humanos y materiales, Alfonso
I no pudo, ni pretendió, consolidar todas estas espectaculares conquistas. Sin
embargo, sus rápidas y brillantes campañas tendrían una importancia grande para
el futuro del Reino de Asturias: la defensa de su integridad territorial se
reforzaba por la existencia de una amplísima zona despoblada que se extendía
entre la cordillera Cantábrica y el Duero, prolongándose incluso más allá de
este río. Esos territorios asolados por las campañas del Rey asturiano,
particularmente la Tierra de Campos, constituirán en lo sucesivo un “yermo
estratégico” que se interpondrá como barrera difícilmente franqueable entre la
España islámica y el corazón del reino asturiano. Los habitantes de esas
tierras del valle del Duero, sometidas hasta entonces al dominio musulmán,
serían transplantados a las tierras transmontanas, repoblándose intensamente
los espacios que se extendían entre la cordillera y el mar, desde las costas
galaicas hasta la margen izquierda del Nervión, ya en tierras vascongadas o
vasconizadas de la actual provincia de Vizcaya: “Por ese tiempo —dice la Crónica
de Alfonso III— se pueblan Asturias, Primorias, Liébana, Trasmiera,
Sopuerta, Carranza, las Vardulias, que ahora se llaman Castilla, y la parte
marítima de Galicia”. Esta franja norteña constituye, al finalizar el reinado
de Alfonso I, el marco territorial, considerablemente ampliado en relación con
la época precedente, del reino cristiano del que Asturias, su núcleo
originario, continuó siendo el centro geográfico y político. Dos comarcas
fronterizas y expuestas en el futuro a las continuas razias islámicas,
protegían los flancos de aquellos territorios: por occidente Galicia, y al este
las tierras de la Bureba, Rioja y Álava, zona esta última de límites imprecisos
englobada, al menos parcialmente, dentro del área vascongada.
La precedente exposición de las campañas de
Alfonso I y sus consecuencias, deducida de la aceptación de las informaciones
de los ricos textos cronísticos que las relatan y de la interpretación que de
tales textos hizo en su día Claudio Sánchez-Albornoz, resume la que podría
calificarse de tesis tradicional sobre el problema historiográfico de la
despoblación del valle del Duero y consiguiente repoblación interior del reino
de Asturias. Pero, ¿en qué medida esta propuesta interpretativa refleja la
realidad de los hechos? ¿Cuál fue el alcance real de la despoblación del valle
del Duero y del trasplante de población de esas áreas sureñas devastadas por
las correrías alfonsinas que, según la expresiva referencia de la Crónica
de Alfonso III, el Monarca “llevó consigo a la patria”, es decir, a
las tierras insumisas norteñas? La tesis patrocinada por Sánchez-Albornoz,
favorable a la despoblación efectiva y de gran alcance de la Meseta sería
contestada por Ramón Menéndez Pidal, negando la efectividad del despoblamiento
masivo expresamente atribuido por la crónica regia a las campañas del primer
Alfonso y la de una consiguiente repoblación de las tierras comprendidas entre
la cordillera Cantábrica y el mar con los contingentes humanos que el Monarca,
siempre según el texto cronístico, habría llevado consigo a esas tierras norteñas.
La despoblación de la vasta cuenca del Duero quedaría reducida a términos
relativamente modestos y un reducido alcance tendría, consecuentemente, la
repoblación con los efectivos provenientes de las tierras sureñas en las
comarcas septentrionales que la Crónica de Alfonso II dice que
“se pueblan” por el primer Alfonso y que no parece que hubiesen sufrido
quebranto demográfico apreciable. El término poblar tendría,
según Menéndez Pidal, el sentido de “reducir a una nueva organización
político-administrativa una población desorganizada, informe o acaso dispersa a
causa del trastorno traído por la dominación musulmana, por breve y fugaz que
hubiese sido”. Sánchez-Albornoz se reafirmaría en su tesis despoblacionista del
valle del Duero y favorable también a la consiguiente repoblación de las
tierras norteñas del reino, con la aportación de ingentes argumentos
documentales de todo tipo, abriéndose así un debate historiográfico que
continúa vivo y ha suscitado en los últimos años adhesiones más o menos
matizadas a una u otra posición o nuevos desarrollos e interpretaciones de las
mismas.
Acaso el planteamiento de lo que pudo haber sido
la “despoblación del valle del Duero”, cuyo alcance exacto quizá nunca sea
posible establecer, deba hacerse no desde la consideración global de esos
grandes espacios que se extienden al sur de la cordillera cantábrica y de la
franja norteña de Galicia sino tomando en consideración sectores parciales de
los mismos, porque todos los indicios parecen apuntar a una desigual incidencia
de esa pretendida despoblación según las áreas regionales a las que pudo
afectar. Es probable que en relación con el alcance de ese proceso de
vaciamiento demográfico y con las áreas más profundamente afectadas, la Crónica
Albeldense, en principio siempre la más digna de crédito entre las
fuentes narrativas asturianas, dé una visión más próxima a la realidad que la
muy amplificada y radical versión de los hechos que ofrece la Crónica
de Alfonso III, mucho más condicionada por los presupuestos
ideológicos neogoticistas imperantes en el círculo cortesano ovetense de fines
del siglo IX. Así, el sector leonés, del que la Albeldense cita
expresamente las ciudades de León y Astorga como objeto de las expediciones de
conquista de Alfonso I, y los “Campos Góticos, hasta el Duero”, asolados por
este mismo monarca según el mismo texto cronístico, habrían constituido el
espacio más seriamente afectado por la despoblación. Tampoco parece rechazable
la extensión de las campañas de Alfonso I, continuadas después por su hijo y
sucesor Fruela, sobre la región galaica, donde, sin embargo, no es admisible
una despoblación, entendida aquí en el sentido de vaciamiento demográfico, que
no permite suponer el curso de los acontecimientos que tendrán por escenario en
el futuro próximo ese espacio galaico, cuyas estructuras
político-administrativas y eclesiásticas en alguna medida debieron resultar
afectadas desde los primeros tiempos de la conquista islámica. Se hace
igualmente difícil admitir la despoblación radical de las tierras que se
extienden entre el Miño y el Mondego, en las que la historiografía portuguesa
ha defendido tradicionalmente la permanencia de sus habitantes.
En cuanto al sector más oriental de la Meseta
superior, que englobaría los términos de la futura Castilla hasta la cuenca del
Ebro en tierras riojanas y, por el sur, hasta el Duero, también deben
extremarse las cautelas a la hora de medir el alcance de la despoblación
sugerida por el relato de la Crónica de Alfonso III. Los
valles altos que descienden desde la cordillera hacia las tierras llanas de la
futura Castilla no debieron verse afectados por un serio quebranto demográfico
derivado de las campañas alfonsinas, ni seguramente las tierras alavesas que,
según la misma crónica regia, siempre habían estado en poder de sus gentes y
que aparecen soldadas sin solución de continuidad con esas “Vardulias, que
ahora se llaman Castilla” y que constituyen uno de los escenarios de la acción
“pobladora” de Alfonso I, en expresión del mismo texto cronístico.
Finalmente, y por lo que respecta a las tierras
situadas al sur del Duero hasta el Sistema Central y en las que se localizan un
número pequeño de las plazas citadas en la pormenorizada relación de la Crónica
de Alfonso III, el alcance de la despoblación tampoco es fácil de establecer,
pero en ningún caso llegaría a suponer un vaciamiento demográfico de toda la
zona extremadurana. En conclusión, no parece que sea aceptable la tesis de una
radical desertización del valle del Duero, pero sí la de una efectiva
despoblación, de desigual alcance regional, como consecuencia de unos hechos,
las campañas de Alfonso I, que debieron ajustarse más a la moderada referencia
que de ellas da la Crónica Albeldense que a la amplificación,
claramente interesada y propagandística, de los pasajes de la Crónica
de Alfonso III. Debe tenerse en cuenta, por otra parte, que las
incursiones regias actuaban, con efecto acumulativo, sobre unas tierras ya
sometidas a un proceso de drenaje demográfico y desarticulación administrativa
que tales campañas no harían más que acentuar. La despoblación sería
especialmente sensible en el sector central de la meseta superior, pero la
desorganización de los cuadros político-administrativos y eclesiásticos y la
ruina urbana, compatible, desde luego, con una continuidad de grupos de
población que pudieron ser relativamente numerosos en las áreas marginales de
aquel sector central, no parece que puedan negarse y es probable que afectasen,
si no a todas, sí a la mayoría de las ciudades y villas registradas en la
crónica regia como objeto de conquista por Alfonso I. La admisión de la
permanencia de vida urbana organizada en esas localidades resulta incompatible,
por ejemplo, con el llamativo hecho de que no se encuentre en el largo período
de aproximadamente un siglo transcurrido entre las campañas depredatorias de
Alfonso I y el comienzo de las actuaciones repobladoras de Ordoño I, ni un solo
documento procedente de los centros de poder local que la Crónica de
Alfonso III nos presenta como conquistados por aquel monarca o a ellos
referido. Hasta mediados del siglo IX serán en exclusiva las tierras norteñas
las únicas sobre las que proyecten su luz los, por otra parte, escasos diplomas
emitidos por la corte, los centros eclesiásticos o los particulares que pueblan
esos espacios nucleares del Reino de Asturias, desde Galicia hasta las tierras
originarias de Castilla y Álava. Los vastísimos territorios que se extienden al
sur, prolongándose hasta el sistema central, constituyen un dilatado espacio
fronterizo, administrativa y eclesiásticamente desarticulado, escenario durante
largo tiempo de una historia silente, sin documentación propia.
La crónica regia presenta el traslado de la
población de las zonas devastadas por Alfonso I a la “patria”, es decir, a las
comarcas norteñas políticamente controladas desde la Corte de Cangas de Onís,
como efecto de las campañas alfonsinas; y parece también relacionar ese proceso
migratorio, de forma implícita, con la actividad repobladora desplegada por el
Monarca en esas tierras, de Galicia a Vardulia (futura Castilla). El
asentamiento de hispanogodos en la periferia norteña es un proceso que parece
iniciarse en los primeros tiempos de la conquista islámica y que sin duda se
intensificaría en los decenios medios del siglo VIII, a consecuencia de la
situación en que se encontrarían los vastos espacios meseteños después de las
campañas de Alfonso I, prolongándose esas inmigraciones de gentes sureñas por
mucho tiempo, hasta la etapa final del Reino de Asturias. La realidad de tales
movimientos migratorios, cuya dirección sur-norte incluso puede reconstruirse a
través de los diplomas que los documentan y que está acreditada por testimonios
de todo tipo, desde los arqueológicos y diplomáticos hasta los brindados por la
toponimia o la onomástica, es hoy generalmente reconocida, aunque no se pueda
valorar más que aproximadamente su entidad cuantitativa. Pero es lícito
suponer, a la luz de las fuentes disponibles, que esa corriente migratoria se
nutriría fundamentalmente de individuos de las capas sociales superiores
—prelados, monjes, hombres de iglesia en general, representantes de las
aristocracias locales, antiguos propietarios desarraigados de sus bases
territoriales— que no llegarían solos a sus nuevos asentamientos norteños, como
nos consta ciertamente en algunos casos. Sin la existencia de esos trasvases de
población no podrían explicarse fenómenos políticos, episodios sociales y
expresiones culturales que se manifiestan desde la segunda mitad del siglo VIII
en las tierras norteñas, incluso en zonas tradicionalmente tan marginales como
pueden ser los valles de los Picos de Europa: no ya en la Liébana, sino en uno
de los rincones más abruptos de esa zona, San Pedro de Camarmeña, se ha podido
localizar un activo foco de mozarabismo que seguramente no sería ajeno a
aquellos movimientos migratorios.
En todo caso, y siempre por la escasez y laconismo
de las fuentes disponibles para la época, a la hora de medir la importancia
numérica del flujo migratorio de las gentes sureñas a los espacios nucleares
del Reino de Asturias, ampliados en dirección Oeste y Este y en los valles de
la primitiva Castilla por las nuevas incorporaciones territoriales de Alfonso I
y de su hijo y sucesor Fruela I, se impone una cuidadosa cautela, compatible
con la afirmación de la influencia que las minorías de inmigrantes debieron
ejercer en la configuración de una nueva cobertura ideológica de la naciente
monarquía asturiana. Por otra parte, parece razonable interpretar la actividad
“pobladora” que la Crónica de Alfonso III atribuye a Alfonso I
sobre Asturias, Primorias, Liébana, Transmiera, Sopuerta, Carranza, las
Vardulias y la parte marítima de Galicia, no en el sentido de incorporación de
contingentes humanos a unos territorios que no debían haber sufrido una previa
despoblación, si se exceptúa acaso y con reservas el espacio de la más vieja
Castilla, sino en el de articulación de la población indígena, mediante un
proceso de organización y encuadramiento político-administrativo de esa
población y de aquellas regiones que parecen definirse, con rasgos todavía
bastante imprecisos, como las grandes unidades o circunscripciones
territoriales del Reino de Asturias con centro político en la embrionaria corte
de Cangas de Onís. En relación con esa acción “pobladora” de Alfonso acaso deba
ponerse también la labor de construcción y restauración de iglesias que le
atribuye la versión erudita de la Crónica de Alfonso III y que
no es posible verificar con informaciones puntuales fidedignas. Ese mismo texto
cronístico, después de resaltar las virtudes que adornaban al monarca, refiere
que, al cabo de dieciocho años de fecundo reinado, “terminó su vida felizmente
y en paz”, aureolando su muerte con un halo milagroso. Sus restos, junto con
los de su esposa Ermesinda —según una tardía interpolación de la crónica
regia—, recibirían sepultura en el monasterio de Santa María —seguramente la
abadía de Santa María de Covadonga—, que el texto sitúa en el territorio de
Cangas.
Bibl.: R. Menéndez Pidal, “Repoblación y tradición
en la cuenca del Duero”, en M. Alvar et. al., Enciclopedia Lingüística
Hispánica, vol. I, Madrid, Consejo Superior de Investigaciones
Científicas, 1959, págs. XXIX-LVII; Despoblación y repoblación del
valle del Duero, Buenos Aires, Universidad de Buenos Aires,
1966; Orígenes de la nación española. Estudios críticos sobre la
historia del reino de Asturias, vol. II, Oviedo, Instituto de Estudios
Asturianos, 1974; A. Barbero y M. Vigil, La formación del feudalismo en
la Península Ibérica, Barcelona, Crítica, 1974; S. de Moxó y Ortiz de
Villajos, Repoblación y sociedad en la España medieval, Madrid,
Rialp, 1979; J. Gil Fernández, J. L. Moralejo y J. I. Ruiz de la Peña, Crónicas
asturianas, Oviedo, Universidad de Oviedo, 1985; Y. Bonnaz, Chroniques
asturiennes (fin ix siècle), París, Editions du C.N.R.S., 1987; J. A.
García de Cortázar, “Las formas de organización social del espacio del Valle
del Duero en la alta Edad Media: de la espontaneidad al control feudal”,
en Despoblación y colonización del Valle del Duero: siglos viii-xx, IV
Congreso de Estudios Medievales, Ávila, Fundación Sánchez-Albornoz,
1995, págs. 12-44; A. Besga Marroquín, Orígenes hispano-godos del reino
de Asturias, Oviedo, Real Instituto de Estudios Asturianos, 2000; J.
I. Ruiz de la Peña Solar, La monarquía asturiana, Oviedo,
Nobel, 2001.
https://dbe.rah.es/biografias/6352/alfonso-i
Alfonso II
Alfonso II. El Casto. Oviedo, c. 762
– Oviedo, 20.III.842. Rey de Asturias.
Según la versión Rotense
de la Crónica de Alfonso III, el 14 de septiembre del año 791
Alfonso, hijo del rey Fruela I (757-768), nieto de Alfonso I (739-757) y
bisnieto de Pelayo (718-737), accedía al Trono del Reino de Asturias, tras la
renuncia de su antecesor y pariente Bermudo I (788-791). Se imponían así, tras
un largo paréntesis de veintitrés años, unos derechos sucesorios del nuevo
monarca que no habían sido reconocidos siendo todavía niño, al ocurrir el
lamentable episodio del asesinato de su padre Fruela (768), y que en su primera
juventud, contando con el decidido apoyo de su tía Adosinda, tampoco habían
logrado imponerse en la Corte de Pravia al fallecer Silo sin sucesión (783),
viéndose nuevamente desplazado del Trono por su tío Mauregato.
Cuando Alfonso
finalmente “fue ungido en el reino”, como señala la Crónica de Alfonso
III, distaba mucho de ser un joven inexperto. Estaba en posesión de
una larga serie de experiencias, no siempre gratas, en asuntos de gobierno,
intrigas palatinas y exilios forzados. Y aparecía acaso en el inquietante
horizonte de las postrimerías del siglo VIII como el candidato más idóneo para
superar unas dificultades de supervivencia, por las presiones de una nueva
ofensiva islámica sin precedentes en mucho tiempo antes, que nunca, quizá,
hasta entonces habían sido tan amenazadoras para el pequeño reino de gallegos,
astur-cántabros y vascos regidos desde la Corte de Cangas, primero, y después
de Pravia. Si a los aproximadamente treinta años de edad que contaría Alfonso
al acceder al Trono se suman los transcurridos hasta su muerte, ocurrida según
parece el 20 de marzo del 842, nos encontramos ante uno de los monarcas más
longevos de nuestra historia y cuyo tiempo de reinado efectivo (cincuenta y un
años) es también de los más largos. Esta excepcional circunstancia hizo
posible, sin duda, la ejecución de un ambicioso programa político del Monarca
astur —realmente el primero digno de tal consideración que concibieron los
reyes de Asturias— que sólo una muy dilatada permanencia al frente de los
destinos del reino podía asegurar.
La filiación regia de
Alfonso II la establecen claramente las dos versiones de la Crónica de
Alfonso III con muy ligeras diferencias de matiz. Es hijo de Fruela y
de una joven vasca, de nombre Munia, a la que había tomado por esposa después
de sofocar una rebelión de su pueblo. En la famosa donación del 812 a San
Salvador de Oviedo, sin duda una de las fuentes que más luz arroja a la hora de
intentar una aproximación a la singular personalidad del Rey Casto, el Monarca
traza su propia genealogía, coincidente con la que ofrece la Crónica de
Alfonso III, que a través de su padre Fruela y de la madre de éste, Ermesinda,
remonta hasta su bisabuelo Pelayo, de quien se complace en recordar su victoria
sobre los sarracenos y su encumbramiento a la jefatura del pueblo “de los
cristianos y de los ástures”. Por este mismo documento se sabe que Alfonso
nació y fue bautizado en el lugar de Oviedo, donde su padre había fundado una
iglesia en honor al Salvador y los doce apóstoles, y habría levantado
seguramente algunas construcciones civiles que, con las del primer asentamiento
de Máximo y Fromestano en el 761, constituirán el núcleo preurbano de la futura
sede regia alfonsina. No es posible, sin embargo, fijar con exactitud la fecha
del nacimiento del Monarca.
La Crónica de
Alfonso III, que nos ofrece la historia de la rebelión de los vascones
contra Fruela, su sometimiento por éste y su matrimonio con la cautiva Munia
(“una muchachilla” que era parte del botín y en la que engendró a su hijo
Alfonso), no puntualiza la cronología de estos sucesos, que sitúa después de la
brillante victoria del Monarca sobre los sarracenos en el lugar de Pontuvio, en
Galicia, y antes del sometimiento de los pueblos de esta región, rebeldes
también contra su autoridad. Con un corto margen de error podría haber ocurrido
el nacimiento de Alfonso en algún momento de los primeros años del sexto
decenio del siglo VIII.
Muy pronto Alfonso
pasaría por el amargo trance de la muerte violenta de su padre. Ocurría esto en
el 768 y el futuro monarca contaría quizá no más de cinco o seis años de edad.
La sucesión del Rey fratricida recaía en su primo Aurelio, hijo de un hermano
de su padre Alfonso I, llamado igualmente Fruela, e hijos ambos del duque Pedro
de Cantabria.
Poco se sabe con certeza
de la primera etapa en la vida del Rey Casto. Se ignora qué suerte corrió su
madre, la joven vasca Munia, después del lamentable final de su marido, ni
dónde ni cómo transcurrió la infancia de su hijo. Parece, sin embargo, y según
el testimonio de un documento fiable otorgado por Ordoño II, en agosto del 922,
a favor del monasterio de Samos, que el niño Alfonso, después de la violenta
muerte de su padre, habría sido acogido temporalmente por los monjes del
cenobio samoense. En ese primer retiro el futuro monarca habría recibido una
verdadera formación monástica que seguramente pueda explicar muchas de sus
posteriores actuaciones, propias de un verdadero hombre de iglesia, y el que
es, sin duda, el rasgo más llamativo de su compleja y sugestiva personalidad:
la castidad que mantuvo durante toda su vida y que destacan los textos
narrativos como una de las principales virtudes del Rey.
Después, la reina
consorte Adosinda, hermana de Fruela I y esposa de Silo (774-783), debió
influir decididamente cerca de su marido para allanar a su sobrino Alfonso, ya
adolescente, el camino hacia el trono. Silo, sin hijos, lo asocia a las tareas
de gobierno en la nueva Corte de Pravia y muerto sin descendencia en el 783
parecía llegada la hora del futuro Rey Casto (tendría entonces alrededor de
veinte años) a quien “todos los magnates del palacio, con la reina Adosinda,
colocaron en el trono del reino paterno”, según refiere la Crónica de
Alfonso III. Pero una vez más las intrigas que esmaltan la historia
política del reino de Asturias iban a prolongar el ya largo compás de espera
del hijo de Fruela. Mauregato, hijo de Alfonso I y de una sierva, tío, por
tanto, de Alfonso, desplaza del Trono a éste, que, siempre siguiendo el relato
de la crónica regia, “se dirigió a Álava y se refugió entre los parientes de su
madre”. Muerto Mauregato en el 788 y con toda seguridad alejado todavía Alfonso
de los círculos palatinos de Pravia, es elegido para sucederle en el Trono un
hermano de Aurelio, sobrino, por tanto, de Alfonso I y tío del joven exiliado
en tierras alavesas: el diácono Bermudo. Sin embargo, la ruptura de un largo
período de paz entre cristianos y musulmanes, con una vigorosa ofensiva
dirigida contra el reino asturiano por el piadoso emir Hišām I, precipita la
renuncia al Trono de Bermudo, después de haber sufrido una severa derrota en
Burbia, en tierras bercianas. Parece, según el testimonio interesado de
la Crónica de Alfonso III, que el propio Bermudo intervino en
la reposición en el trono de su sobrino Alfonso que finalmente, el 14 de
septiembre del 791 recibía la unción regia. Debía contar entonces una edad
aproximada de treinta años y una larga experiencia política, fraguada en el
prolongado y agitado período que cubre la primera etapa de su biografía.
Los años iniciales de su
reinado son críticos para el nuevo Monarca astur. Sucesivas campañas musulmanas
se dirigen contra el norte insumiso devastando las comarcas fronterizas
alavesas y llegando en los años 794 y 795 hasta el mismo corazón del territorio
asturiano: Oviedo, que vio arrasadas las construcciones levantadas allí por
Fruela. Fueron éstos momentos de extrema gravedad para Alfonso II y su pequeño
reino, felizmente superados. Los musulmanes no pudieron explotar el éxito de
las campañas de aquellos dos años y en algún caso sus incursiones victoriosas
fueron seguidas de un serio descalabro a manos de los astures, como el sufrido
en Lutos, cerca de Grado, por las tropas de ‘Abd al-Malik, cuando se disponían
a regresar al sur por la vieja calzada romana de La Mesa, después de haber
llegado por primera vez a Oviedo y saqueado la ciudad (794).
La firme resistencia de
Alfonso el Casto y los astures y de sus aliados, entre los que se encontraban
los vascones, preservó la integridad del reino cristiano.
Tras estas dos
expediciones los musulmanes no volvieron a traspasar los puertos de la
cordillera Cantábrica para internarse en territorio asturiano. Se repetirán con
diversa fortuna los ataques hasta el fin del reinado de Alfonso II, dirigidos
fundamentalmente contra las comarcas fronterizas del alto Ebro y más raramente
contra Galicia; pero no volverán a inquietar seriamente la seguridad del reino
de Asturias, que verá definitivamente consolidada su independencia.
En el año 796 muere en
Córdoba Hišām I, sucediéndole su hijo al-akam I. En el verano del mismo año el
nuevo emir envía una expedición de castigo contra el flanco oriental del reino
astur; las tropas musulmanas remontando el Ebro llegan hasta las comarcas que
constituirán el germen de la futura Castilla. Muy pronto, sin embargo, como
había ocurrido ya anteriormente y volverá a suceder en el futuro, las
disensiones internas de al-Ándalus desvían la atención cordobesa de los
objetivos asturianos y al-akam se ve obligado a hacer frente a varias
sublevaciones en sus propios dominios.
Por estos años, últimos
del siglo VIII, Alfonso II anuda estrechas relaciones con el poderoso
Carlomagno, iniciándose así entre el Rey asturiano y el Rey de los francos,
emperador desde el año 800, unos contactos diplomáticos que habían de resultar
sumamente fructíferos para el renacimiento interior del reino astur, cuya
Iglesia obtenía además el pleno respaldo de la autoridad carolingia y el papado
romano en las posiciones mantenidas frente a la herejía adopcionista.
En el 797 Alfonso II
llega en una audaz incursión hasta Lisboa, tomando la ciudad, aunque por poco
tiempo, y notificando el éxito de esta empresa a Carlomagno, quien por esta
época intervenía decididamente en el nordeste de la Península estimulando la resistencia
de los núcleos pirenaicos. Tras los primeros y difíciles años de su reinado, en
los que la defensa frente al peligro exterior islámico polariza los esfuerzos
del Rey Casto, el Monarca puede dedicar su atención a la tarea fundamental de
reorganización interna de su reino. Sin embargo, todavía tendría que pasar el
hijo de Fruela por una dura prueba. En el año 801 u 802 (“en el undécimo año de
su reinado”, anota la Crónica Albeldense) una nueva revuelta
palatina hizo que fuese desposeído temporalmente del trono, siendo repuesto
presumiblemente pronto “en Oviedo, en la cumbre del reino”, señala el mismo
texto cronístico, “por un cierto Teuda y por otros leales”. Durante ese nuevo y
breve alejamiento del solio regio, Alfonso permaneció recluido en un monasterio, Abelania, que
tradicionalmente se ha venido identificando con el actual lugar de Ablaña, pero
que quizá podría sin esfuerzo localizarse en otro punto del reino (¿Beleña?
¿Abamia?). Esta reclusión monástica, forzada o voluntariamente aceptada por el
monarca, podría explicar el llamativo hecho de que, habiendo quizá recibido
órdenes sagradas, renunciase a contraer matrimonio; pero obviamente no
explicaría la prolongada continencia anterior del Rey Casto, cuyas claves
interpretativas acaso habría que buscarlas en una temprana y acendrada piedad y
en su espíritu verdaderamente monacal, forjado quizá en su estancia infantil en
Samos, que nos sitúa ante la figura de un hombre con virtudes religiosas
realmente excepcionales que se expresan fielmente en su labor a favor de la
Iglesia.
Con el acceso de Alfonso
II al Trono, en el 791, la Corte regia se estabiliza definitivamente en Oviedo,
lugar poblado treinta años antes por Máximo y Fromestano y por su propio padre
Fruela, y en el que parece que el Monarca había nacido y recibido el bautismo.
Con razón puede ser considerado el Rey Casto como fundador de la nueva sede
regia ovetense, título que le reconocen expresamente las dos redacciones de
la Crónica de Alfonso III y que le aplicará años después otra
breve pieza historiográfica, la Nómina Leonesa, al referirse a
“Don Alfonso el Mayor y el Casto, que fundó Oviedo”.
Desde principios del
siglo IX la corte ovetense iba a convertirse en centro de irradiación de un
programa de reconstrucción política integral que toma como modelo próximo la
tradición gótica. La embrionaria organización cortesana, ya con claros síntomas
de un incipiente visigotismo político, que se puede percibir años antes en la
Corte de Pravia, bajo Silo y Mauregato, se consolida en el Oviedo de Alfonso II
y se perfecciona después, con Alfonso III (866-910).
Los símbolos de la
realeza asturiana adquieren a lo largo del siglo IX y en la nueva sede regia
ovetense sus perfiles definitivos: las reiteradas referencias al solio
regio, al círculo de fieles próximos al monarca y a
una cierta articulación de los territorios bajo condes representantes de la
autoridad real, la propia voluntad expresamente atribuida por la Crónica
Albeldense a Alfonso II de hacer de Oviedo una nueva Toledo,
reproduciendo allí el orden civil y eclesiástico de la antigua capital del
reino hispano-godo y, en fin, las realizaciones materiales que se suceden desde
el Rey Casto al Rey Magno, siempre con centro en Oviedo o en su entorno próximo
y que todavía hoy se puede admirar en algunos expresivos ejemplos, constituyen
manifestaciones inequívocas de un neogoticismo que se presenta como fundamental
nutriente ideológico de la realeza astur.
El renacimiento
artístico promovido por el Rey Casto se expresará a partir de los primeros años
del siglo IX —hay que suponer que después de su reintegración en el trono,
sofocada la revuelta del 801 u 802— en la construcción de edificios religiosos
y civiles destinados, en la intención del monarca, a dotar a la nueva sede
regia ovetense de la infraestructura material que demandaba su proyecto de
organización de los cuadros político-administrativos y eclesiásticos del reino,
tratando de seguir el modelo de la gótica Toledo. La relación de la continuidad
de la eclosión artística del prerrománico asturiano de la primera mitad del
siglo IX con una tradición hispano-goda no interrumpida por la conquista
islámica, que hunde sus raíces en la tardorromanidad, y su anclaje en modelos
locales parece afirmarse cada vez con mayor convicción entre los estudiosos de
este arte.
Las fuentes narrativas
asturianas, tanto la Crónica Albeldense como la de Alfonso
III en sus dos versiones, dedican especial atención a la labor
constructiva promovida por el Rey Casto en la corte ovetense, síntoma claro de
la valoración que esa acción merecía en el contexto de la política regia Nada
queda hoy del templo dedicado al Salvador y a los doce apóstoles, levantado por
el monarca sobre las ruinas del que había construido su padre Fruela, arrasado
por los ataques musulmanes de fines del siglo VIII. En la intención del Rey
Casto la iglesia de San Salvador, beneficiaria de la generosa donación del año
812, estaba seguramente destinada a ser asiento de una nueva diócesis —aunque
habrá que esperar hasta la época de Alfonso III para contar con referencias
indubitables a un primer obispo ovetense—, centro espiritual de la sede regia y
gran relicario del Reino de Asturias. Esas reliquias, traídas por los
inmigrantes sureños, harán de San Salvador un temprano centro de atracción de
una corriente peregrinatoria en principio de corto radio pero progresivamente
ampliada y tan antigua, por lo menos, como la que comienza a manifestarse en el
mismo siglo IX y también bajo la acción tutelar de los monarcas asturianos en
Compostela.
Adosados al muro sur de
la actual catedral ovetense, en cuyo solar se levantaría la primitiva basílica
de San Salvador, todavía son visibles los cimientos de la que sería residencia
del Monarca y de su Corte: palacios reales ricamente decorados con pinturas,
quizá de la misma factura de las que aún hoy adornan las paredes interiores de
Santullano, y “con triclinios, hermosas bóvedas y pretorios y toda clase de
bellísimas instalaciones para servicio del Reino”, como se complace en señalar
la Crónica de Alfonso III. Acaso formase parte de las
dependencias palatinas, lo que explicaría la omisión de su mención
individualizada, la Cámara Santa, dividida en dos plantas: la superior dedicada
a san Miguel y en la que se han venido custodiando las reliquias traídas por
los inmigrantes cristianos de al-Ándalus, y la cripta o cuerpo inferior, que se
pondría bajo la advocación de santa Leocadia.
En el año 808 el Rey
Casto había donado al templo de San Salvador la magnífica Cruz de los Ángeles,
y seguramente en fecha próxima a la dotación de este templo, del 812, se
levantaron la iglesia de Santa María, con una capilla destinada a panteón real,
adosada a la pared norte de San Salvador, hoy desaparecida, y la basílica
dedicada a San Tirso, a escasos metros de aquella misma iglesia y que conserva
actualmente su hermosa cabecera original. Todo este conjunto de edificios,
asiento de una embrionaria corte, centro de un reino que bajo el caudillaje de
Alfonso II adquiría ya formas políticas claramente definidas, sería protegido
con una muralla que definirá el recinto de aquella primitiva urbe regia. Fuera
del mismo, al Norte y a unos 400 metros de distancia, se construirá la basílica
de Santullano, muestra espléndida y por fortuna también conservada del primer
ciclo constructivo monumental del arte asturiano. Y ya en el entorno próximo de
la ciudad otras dos construcciones religiosas —Santa María de Bendones y San
Pedro de Nora— completan el elenco de obras de la época alfonsina que todavía
hoy se pueden admirar.
El restablecimiento de
las instituciones políticas, jurídicas y eclesiásticas del desaparecido reino
godo en el nuevo reino asturiano por fuerza tuvo que ser limitado, adaptándose
a las nuevas circunstancias en que se desarrolla la vida de ese pequeño reino y
de su Corte ovetense. Alfonso el Casto contaría con un oficio palatino, a
imitación del visigodo pero de composición más sencilla. También es probable
que convocase algún concilio en Oviedo, réplica igualmente simplificada de los
viejos concilios toledanos. El Liber Iudiciorum volvería a ser
seguramente el derecho legal del nuevo reino, aunque su ámbito de vigencia
fuese quizá bastante restringido y no se disponga de datos fehacientes sobre su
aplicación hasta tiempo después.
En otro orden de cosas,
es probable, aunque no segura, la creación de la nueva diócesis de Oviedo, que
se sumaría a las dos únicas existentes a fines del siglo VIII con toda certeza:
la de Iria y la restaurada de Lugo. Por otra parte, un suceso de singular
trascendencia iba a contribuir poderosamente a reforzar la posición política
del reino astur y el prestigio de su Rey y de su Iglesia, después de la grave
crisis que había supuesto el estallido, ya sofocado, de la querella
adopcionista en el seno de la mozarabía hispana.
En la tercera década del
siglo IX se producía el “descubrimiento” en un apartado rincón de la Galicia
regida por el Rey Casto, cerca de la antigua sede episcopal de Iria, de lo que
se tuvo por el sepulcro del apóstol Santiago. El propio Monarca mandó levantar
allí un primer y modesto templo que dotó generosamente y que posteriormente
remozaría, ampliándolo, Alfonso III el Magno. Santiago se convertía en el
patrono del reino y el lugar donde se suponía que estaban sus restos en polo de
atracción de una corriente peregrinatoria que con el paso del tiempo se
convertirá en un verdadero fenómeno de masas con implicaciones políticas,
sociales, económicas y culturales de extraordinaria importancia. Los orígenes
del culto y las peregrinaciones a Santiago de Compostela y San Salvador de
Oviedo aparecen así estrechamente asociadas a la propia acción promotora de
Alfonso. Tras unas últimas campañas de Abd al-Ramān II contra los flancos
oriental y occidental del reino astur y ya definitivamente asegurada su
integridad territorial y consolidados sus fundamentos ideológicos, fallece
Alfonso II “en buena vejez”, dirá la versión Rotense de la Crónica de
Alfonso III, con una edad seguramente muy próxima a los ochenta años.
“Rey de Galicia y de Asturias”, como lo califican algunos textos carolingios,
todas las comunidades de pueblos de la España insumisa norteña (gallegos,
astures, cántabros y vascones) fueron inteligentemente asociados por este
Monarca en un ambicioso programa integrador orientado a fundir en una
estructura ya propiamente estatal y en un destino político unitario, cuyas
formulaciones iniciales se rastrean en su época, los dispersos y
semiindependientes núcleos regionales de resistencia al dominio islámico en la
primera mitad del siglo IX, desde Galicia a la Vasconia occidental.
Los viejos obituarios
ovetenses fijan la fecha exacta de la muerte del Rey Casto en el 20 de marzo
del 842, y no hay razón para dudar fundadamente de esa noticia. Las crónicas de
fines del siglo IX concluyen la biografía del monarca diciendo que después de
cincuenta y dos años de reinado (un cómputo más exacto daría cincuenta y uno) y
habiendo llevado una vida “llena de gloria, casta, púdica, sobria e inmaculada”
pasó del reino terreno al celestial. En la iglesia de Santa María, adyacente al
templo catedralicio ovetense y fundación del propio Rey, en un túmulo de piedra
cuyo epitafio reproduce parcialmente la Crónica Albeldense, fueron
depositados con brillantes exequias los restos mortales de aquel príncipe
excepcional, “amable a Dios y a los hombres”.
Bibl.: H. Schlunk, “La
iglesia de San Julián de los Prados (Oviedo) y la arquitectura de Alfonso el
Casto”, en Estudios sobre la monarquía asturiana, Oviedo,
Instituto de Estudios Asturianos, 1949, págs. 405-465; J. Uría Ríu, “Las
campañas enviadas por Hisem I contra Asturias y su probable geografía”,
en Estudios sobre la monarquía asturiana, Oviedo, Instituto de
Estudios Asturianos, 1949, págs. 469-515; M. Defourneaux, “Carlomagno y el
reino asturiano”, en Estudios sobre la monarquía asturiana, Oviedo,
Instituto de Estudios Asturianos, 1949, págs. 89-114; A. C. Floriano
Cumbreño, Diplomática española del período astur (718-910), I,
Oviedo, Instituto de Estudios Asturianos, 1949; J. Uría Ríu, “Cuestiones
histórico-arqueológicas relativas a la ciudad de Oviedo en los siglos VIII al
X”, en Symposium sobre cultura asturiana en la alta Edad Media, Oviedo,
Ayuntamiento de Oviedo, 1967, págs. 261-328; C. Sánchez-Albornoz, Orígenes
de la nación española. Estudios críticos sobre la historia del reino de
Asturias, II, Oviedo, Instituto de Estudios Asturianos, 1974; J. Gil
Fernández, J. L. Moralejo y J. I. Ruiz de la Peña, Crónicas
asturianas, Oviedo, Universidad de Oviedo, 1985; Y. Bonnaz, Chroniques
asturiennes (fin IX siècle), Paris, Editions du CNRS, 1987; I. G.
Bango Torviso, “Alfonso II Santullano”, Arte prerrománico y románico de
Villaviciosa, Villaviciosa, Cubera, 1988, págs. 207-237; F. López
Alsina, La ciudad de Santiago de Compostela en la alta Edad
Media, Santiago de Compostela, Ayuntamiento de Santiago, 1988; A. P.
Bronisch, “Asturien und das Frankenreich zur Zeit Karls des Grossen”, en Historisches
Jahrbuch, 119 (1999), págs. 1-40; A. Besga Marroquín, Orígenes
hispano-godos del reino de Asturias, Oviedo, Real Instituto de
Estudios Asturianos, 2000; M. C. Díaz y Díaz, Asturias en el siglo
VIII. La cultura literaria, Oviedo, Ed. Sueve, 2001; J. I. Ruiz de la
Peña Solar, La monarquía asturiana, Oviedo, ed. Nobel, 2001;
VV. AA., La época de la monarquía asturiana, Oviedo, Real
Instituto de Estudios Asturianos, 2002; A. Besga Marroquín, “La estancia de
Alfonso II en el monasterio de Samos”, en Boletín del Real Instituto de
Estudios Asturianos, 159 (2002), págs. 201-217; Th. Deswarte, De
la destruction à la restauration. L’idéologie du royaume d’Oviedo-Léon (VIII-XI
siècles), Turnhout, Brepols, 2003; J. I. Ruiz de la Peña, Oviedo,
ciudad santuario. Las peregrinaciones a San Salvador en la Edad Media, Oviedo,
Universidad de Oviedo, 2004; J. I. Ruiz de la Peña y M. J. Sanz Fuentes, Testamento
de Alfonso II el Casto. Estudio y contexto histórico, trad. de A.
Hevia Ballina, Oviedo, Madú Ediciones, 2005.
https://dbe.rah.es/biografias/6354/alfonso-ii
Alfonso III
https://es.wikipedia.org/wiki/Archivo:Jimena_y_Alfonso_III..jpg
Alfonso III. El Magno. ¿Oviedo?, c. 848
– Zamora, 20.XII.910. Rey de Asturias y rey de León.
La Crónica de
Alfonso III cierra su historia de los monarcas astures con la escueta
referencia de que “en la era 904 (año 866), muerto Ordoño, su hijo le sucedió
en el trono”. El anónimo autor de la Crónica Albeldense continúa
historiando la vida y hechos del nuevo monarca hasta el año 881, en que
concluye su primera redacción, para prolongarla seguidamente hasta finales del
883. Un anónimo continuador de la crónica regia, cuyo relato incorpora la Historia
Silense a principios del siglo XII, y el cronista Sampiro son las
otras fuentes narrativas que, con algunas piezas de importancia ya secundaria,
completan desde el observatorio de la historiografía cristiana la visión del
largo reinado de más de cuatro décadas del último y gran monarca del Reino de
Asturias. A esas fuentes cronísticas hay que sumar las informaciones que proporciona
la tradición historiográfica árabe y un número ya relativamente abundante de
diplomas de segura fiabilidad, así como los datos de un expresivo repertorio de
vestigios arqueológicos en el que se destacan, al lado del propio ciclo
monumental del arte asturiano en sus últimas manifestaciones, un conjunto de
documentos epigráficos de extraordinario interés.
La Crónica
Albeldense precisa algunas circunstancias que rodean el acceso al
Trono del hijo de Ordoño I y la corta y crítica primera etapa de su caudillaje,
en la que una vez más se hacen presentes los dos tipos de episodios que
acompañan los años iniciales del reinado de varios monarcas astures: la
contestación nobiliaria bajo la forma de “usurpación” —en la conceptuación de
la historia oficial de la monarquía— a la aceptación de la pacífica sucesión en
el Trono, de una parte; y de otra, las insumisiones de base regional contra esa
misma autoridad de los nuevos monarcas, en relación a veces con aquellas
usurpaciones. Siguiendo el relato de la Albeldense, Alfonso
tendría dieciocho años, “estaba en la primera flor de su adolescencia”, cuando
es llamado a suceder a su padre, viéndose desposeído inmediatamente del Trono
“por el apóstata Fruela, conde de Galicia, por medios ilegítimos”, y
refugiándose en Castilla. “Y no mucho tiempo después —continúa el cronista—,
muerto Fruela, tirano e infausto rey, por los leales de nuestro príncipe en
Oviedo, el glorioso muchacho vuelve de Castilla y es dichoso reinando
felizmente en el trono paterno”. El anónimo continuador de la Crónica
de Alfonso III propone para el joven monarca la temprana edad de trece
años al suceder a su padre, que eleva a catorce el cronista Sampiro, aunque
frente a estos testimonios ya algo tardío debe prevalecer, en principio, el que
facilita el autor de la Crónica Albeldense.
El “reinado” del
usurpador Fruela en Oviedo debió ser muy corto. Es probable que el conde
castellano Rodrigo participase activamente en la reposición en el Trono del
joven Alfonso, quien ya el 20 de enero del 867 otorgaba un documento a favor
del obispo de Iria restituyéndole una villa que le había sido arrebatada por el
rebelde Fruela Bermúdez, cuyo nombre parece sugerir algún tipo de vinculación
con el círculo familiar regio. Afianzado ya en el Trono y quizá en aquel mismo
año 867, Alfonso III se ve obligado a reprimir una nueva rebelión de los
vascones que habría de repetirse, no se sabe cuándo pero seguramente poco
tiempo después.
La Crónica
Albeldense nos dice cómo “la fiereza de los vascones la aplastó y
humilló por dos veces con su ejército”. Y en la lista versificada de prelados
que, seguida de la apología del Monarca, se incorpora al cuerpo textual
cronístico, se hace al rey “ilustre entre los astures” y “fuerte contra los
vascones”. Dos etapas bien diferenciadas pueden señalarse en el largo reinado
(866-910) de Alfonso III.
La primera de ellas
comprendería hasta finales del 883, momento en que se remata la redacción de
la Crónica Albeldense, fuente fundamental para el conocimiento
de esa primera parte de la vida y hechos del monarca; se redacta igualmente la
interesante pieza narrativa conocida como Crónica Profética, de
tan expresivas sugerencias en la interpretación de las claves ideológicas del
reino asturiano; y se logra una tregua entre la Corte ovetense y el emirato
cordobés que pone fin a un dilatado período de confrontaciones bélicas entre
los cristianos norteños y los musulmanes.
La segunda etapa se
prolongaría hasta la muerte del monarca en el 910, caracterizándose
fundamentalmente por una continuidad en el proceso de reorganización interior,
desarrollo cultural y ordenación repobladora de los amplios espacios que se han
ido incorporando al reino como consecuencia de la actividad militar de la
primera época. También ahora se produce la plena cristalización del proyecto
político neogoticista, alumbrado en el Oviedo de Alfonso II el Casto (791-842),
como soporte ideológico de un reino que ha experimentado en el curso de los
últimos decenios del siglo IX un extraordinario crecimiento territorial.
En la primera etapa del
despliegue cronológico del reinado de Alfonso III se asiste, simultáneamente, a
la expansión repobladora del reino, iniciada ya en tiempo de Ordoño I (850-866)
y a una intensa actividad militar y política que se manifiesta en la
confrontación directa con el poder central cordobés, a cuyo frente se encuentra
el emir Muhammad (852-886), el más firme y porfiado oponente del Rey Magno, y
en las relaciones con otros poderes locales de la España islámica y con el
núcleo vascón con centro en Pamplona. Será en el espacio galaico, con fuertes
aristocracias locales y siempre proclive a la insumisión frente a la autoridad
central ovetense, donde primero despliegue Alfonso sus dotes de hábil político,
imprimiendo nuevo y eficaz impulso, en los años iniciales de su reinado, al
movimiento repoblador que había comenzado su padre Ordoño y a la profundización
en el avance de las fronteras de ese flanco occidental del reino.
El Monarca canaliza las
fuerzas de los magnates gallegos en la prosecución de la repoblación de su país,
cuya línea meridional se desplaza considerablemente en pocos años. Se pasa el
Miño, llegando el conde Vímara Pérez a Oporto en el 868. El conde Odoario ocupa
Chaves, sobre el Támega, y se emprende la repoblación de las tierras
comprendidas entre el Miño y el Duero. Toda la región será escenario de una
intensa actividad de reordenación del territorio y de encuadramiento
político-administrativo y eclesiástico de su población, compuesta, en
referencia de la Albeldense, de “gallegos” y “cristianos”.
Renacen ciudades como Braga, Orense, Coimbra, Viseu y Lamego. Con razón pudo
escribir el anónimo autor de la crónica que “en este tiempo crece la iglesia y
se amplía el reino”.
Mientras se produce la
progresión repobladora de Alfonso III por el flanco occidental galaico, hasta
el Duero, primero, avanzando seguidamente hasta el Mondego, el espacio
foramontano castellano-leonés será escenario de una serie de expediciones
punitivas de los cordobeses que ponen a prueba la capacidad militar del Rey
Magno. Éste sabrá aprovechar las favorables circunstancias que le brinda una
situación endémica de rebeldías internas en la España islámica, que
condicionarán las acciones ofensivas del emir Muammad contra el Reino de
Asturias, facilitarán contundentes operaciones de respuesta de los cristianos y
permitirán a éstos una firme política de expansión territorial. En tales
circunstancias, Alfonso III encontrará unos oportunos aliados en los cabecillas
rebeldes al emirato cordobés: en la Frontera Superior los Banū Qas, que desde
tiempo atrás mantienen relaciones alternativas de amistad y enfrentamiento con
la monarquía asturiana; en el Oeste Ibn Marwan, apodado el hijo del
gallego; y finalmente, en la serranía andaluza, el indómito
‘Umar b. afūn, el reyezuelo de Bobastro. Todos ellos eran muladíes,
descendientes de familias hispanas islamizadas, y sus rebeldías son un claro
exponente de la disolución interna de una España musulmana minada por las diferencias
religiosas y étnicas de su heterogénea población. A pesar de esas adversas
circunstancias, que le obligaban a una continua dispersión de fuerzas, el emir
llevará la iniciativa en la lucha contra los cristianos norteños y los rebeldes
muladíes. Y secundado, primero, por su hermano al-Munir y, después, por su
hijo y sucesor del mismo nombre, porfiará durante años en quebrantar el poder,
cada vez más firme, del Rey Magno.
Reprimida una
sublevación del muladí de Mérida lbn Marwn, dirige un ataque infructuoso
contra León y el Bierzo. En expediciones de replica, los cristianos llegan
hasta la fortaleza de Deza y la plaza de Atienza, penetrando así profundamente
en territorio bajo teórico control islámico y devastando Coimbra. Otra
incursión musulmana contra Galicia fracasa igualmente y en contrapartida el
conde Hermenegildo Gutiérrez ocupa de modo efectivo Coimbra (878), avanzando
así la frontera cristiana por occidente hasta el Mondego. En ese mismo año, el
emir se decide a lanzar una ofensiva definitiva contra el reino asturiano. Para
distraer la atención de Alfonso divide sus efectivos en dos ejércitos mandados
por su hijo al-Munir y su general ben Ganim. El primero de ellos, integrado
por tropas cordobesas, se dirige contra León y Astorga, puntos clave de la
resistencia cristiana, mientras que ben Ganim, al frente de los contingentes
fronterizos de Toledo, Guadalajara y Salamanca, llegaba a orillas del Órbigo.
El Rey Magno, antes de que se unieran los dos ejércitos y sin dividir sus
propios efectivos, elude el ataque de al-Munir y marcha contra las tropas
fronterizas, derrotándolas ampliamente en el campo de Polvoraria o Polvorosa,
en la confluencia de los ríos Órbigo y Esla. Al-Munir, impresionado por las
proporciones del triunfo cristiano, opta por la retirada. Pero Alfonso,
volviendo contra él, le vence en Valdemora. Sucedía esto en el año 878.
La desastrosa campaña de
los musulmanes y la aparición de nuevos focos de rebeldía en el sur
—insurrección de ‘Umar ben afūn—, así como la constante actitud
levantisca de los Banū Qas en la región del Ebro, obligan a Muammad a
concertar una tregua de tres años de duración con el Rey Magno. El cordobés no
respetó la tregua y al año siguiente de haberla concertado (879) envía una
expedición por mar contra Galicia, que resultó un fracaso al ser deshecha la
flota por una tempestad.
Mientras la agitación
interna conmueve al-Ándalus, Alfonso III toma decididamente la iniciativa en la
porfiada lucha entre Asturias y Córdoba, emprendiendo una singular expedición:
atraviesa la Lusitania, pasa el Guadiana y lleva en triunfo sus armas hasta el
monte Oxifer, en el corazón de Sierra Morena, regresando a
Oviedo sin encontrar resistencia. En los años siguientes, firme en su propósito
de quebrantar el poder del reino astur por su flanco más vulnerable —el oriental—,
Muammad emprende nuevas campañas contra Álava y Castilla. Al-Munir dirige los
ejércitos musulmanes que se internarán una y otra vez en territorio cristiano,
remontando el curso alto del Ebro, sin llegar a obtener resultados positivos.
En la primera de estas campañas el hijo de Muammad, después de atacar y
reducir en la región del Ebro a los levantiscos Banū Qas, aliados de Alfonso
(verano del 882), penetra profundamente en tierras riojanas. Las plazas de esta
zona, de reciente ocupación, no pueden detener el avance musulmán. Al-Munir
rebasa Cellórigo, Pancorbo, Burgos, poblada poco antes por el conde Diego
Rodríguez, Castrojeriz, llegando a las orillas del Órbigo. Pero intimidado,
quizá, por el recuerdo de los últimos reveses sufridos a manos de Alfonso,
rehúye finalmente el encuentro abierto con el Rey cristiano. Al año siguiente
(883) repite el príncipe cordobés su expedición aún con menor fortuna.
Siguiendo el mismo itinerario, se interna por La Rioja, pero esta vez no logra
vencer la resistencia de las plazas de Cellórigo y Pancorbo, a cuyo frente
estaban los condes Vela y Diego, respectivamente. Resiste también Castrojeriz y
nuevamente al-Munir, repitiendo la suerte del año anterior, decide emprender
la retirada sin llegar a trabar combate con Alfonso, que esperaba su acometida
apoyado en las recias fortificaciones de León.
Tras estos sucesivos
fracasos, una vez más los cordobeses inician negociaciones de paz con el Rey
asturiano. Alfonso aceptó la tregua y el presbítero toledano Dulcidio discute
en la capital de al-Ándalus, donde había sido enviado con tal fin, las
condiciones de esa paz concluida a principios del 884 y respetada por ambas partes.
A partir de este momento cesan las hostilidades entre Córdoba y Oviedo, sin que
vuelvan a repetirse hasta el final del reinado de Alfonso III acciones
militares de envergadura entre musulmanes y cristianos. Los triunfos militares
del Rey Magno y las conmociones internas del al-Ándalus en esta época darán
ocasión para que comience a difundirse entre los cristianos la creencia en la
inminente restauración de la unidad peninsular bajo la autoridad del rey
Alfonso.
La llamada Crónica
Profética, que se terminaba de redactar en el 883, predecía que en
breve, dentro de aquel mismo año, el glorioso príncipe ovetense reinaría sobre
toda España, actualizando una vieja profecía bíblica en el sentido de que los
musulmanes serían expulsados de la Península en ese tiempo. La seudoprofecía no
se cumplió, evidentemente, pero su difusión puede contribuir a explicar el
estado de ánimo existente entre los cristianos o, al menos, en los círculos más
próximos a la Corte de Oviedo, por el favorable curso de la pugna con los cordobeses.
En el límite oriental del Reino de Asturias y en la cuenca del Ebro la política
de Alfonso III estará determinada por las relaciones entre la Corte de Oviedo y
el reino pamplonés y la presencia del fuerte poder local de la familia Banū
Qas.
Con el Rey Magno se
inicia una política de estrecha colaboración entre Oviedo y Pamplona que
refrendará el matrimonio de Alfonso con la princesa navarra Jimena, seguramente
en el 869, y que fortalecerá la posición del rey asturiano frente a los siempre
levantiscos vascones y a los tornadizos Banū Qas en el débil flanco de la
cuenca del Ebro.
Descendientes de Muza,
“el tercer rey de España” en palabras de la Crónica Albeldense, esta
familia de muladíes mantenían una política de amistad con la corte ovetense,
desde tiempos de Ordoño I que, sin embargo, estaba sujeta a los propios
vaivenes de las relaciones con el poder cordobés y del siempre inestable
equilibrio de fuerzas en esa cuenca del Ebro donde confluían los intereses de
navarros y asturianos con los de los Omeya y la propia familia Banū Qas. La
ruptura por uno de sus miembros, Muammad ben. Lope, de la alianza con la Corte
ovetense y la tregua que en el 884 pone fin a la lucha entre el emir Muammad y
el Rey Magno, permite a éste, en alianza con los navarros, enfrentarse con
ventaja a Ibn Lope, nieto de Muza, para asegurar el control del espacio
riojano, muy vulnerable a las incursiones de castigo de los cordobeses.
Con la muerte del muladí
se inicia el rápido declive de la influencia de los Banū Qas en la
Frontera Superior, mientras que a principios del siglo X se encuentra ya al
frente del Reino de Pamplona Sancho I Garcés, quizá vinculado, aunque no es
seguro, por lazos de parentesco con la reina Jimena al Rey Magno y en todo caso
aliado de Alfonso III e incorporado pronto y decididamente a la empresa de la
Reconquista.
Por otra parte, la paz
concertada en el 884 entre Córdoba y Oviedo permite a Alfonso III continuar la
labor de reorganización y repoblación de los extensos territorios incorporados
en estos años al Reino de Asturias. Tras la definitiva reintegración del valle
del Duero la vida vuelve a renacer en los vastos espacios meseteños, hasta
ahora seguramente poco poblados y, en todo caso, con una población carente de
un encuadramiento político-administrativo y eclesiástico.
Se ponen en cultivo los
campos, se crean o restauran sedes episcopales, se levantan monasterios y
fortalezas y se repueblan viejas ciudades abandonadas. La repoblación se hace
con gentes venidas del norte de la Península y con los mozárabes que,
procedentes de la España musulmana, se acogen a los nuevos y viejos territorios
del Reino de Asturias. En el marco de esa política de expansión repobladora,
Alfonso III puebla en el 893 con mozárabes toledanos la ciudad de Zamora. En
los años siguientes se desarrollan las repoblaciones de Simancas, Dueñas y
Toro, esta última encomendadas a García, primogénito del Rey. En la zona de
expansión castellana se consolidan las de Burgos y Castrojeriz. En el curso de
pocos años las fronteras meridionales del Reino de Asturias han experimentado
un avance realmente espectacular. El río Mondego será, por occidente, el límite
con la España musulmana. La línea fronteriza continúa siguiendo el curso del
Duero hasta el Arlanza, haciéndose ya menos precisa más al este, en tierras
riojanas. Coimbra, Zamora y Toro asumirán ahora el papel de plazas avanzadas
que hasta comienzos del reinado de Alfonso había correspondido a Tuy, Astorga y
León. Dos años después de la muerte del Rey Magno (912) se completaba el
control efectivo por los cristianos de las tierras comprendidas entre el
Arlanza y el Duero con la repoblación condal castellana de las plazas de Roa,
Osma y San Esteban de Gormaz.
Al extraordinario
crecimiento territorial que experimenta el Reino de Asturias en la época de
Alfonso III corresponde el desenvolvimiento de una actividad cultural y
artística y el despliegue de una fecunda labor de reorganización
político-administrativa interior, en la que ocupa un lugar central la
formulación expresa de toda una primera teoría doctrinal sobre el sentido
finalista de esa gestión regia. Se asiste así, en torno al novecientos, a la
plena cristalización del ideario neogoticista que, por lo menos desde un siglo
antes, venía siendo el soporte ideológico del programa político de la monarquía
asturiana. Oviedo, la capital del reino, será, como en los días de Alfonso II,
el escenario principal y centro irradiador del renacimiento cultural y de la
ejecución del programa restauracionista que, llevando a sus últimas
consecuencias el neogoticismo cultural y político del Rey Casto y como en el
caso de éste, responde también ahora a una personal y directa inspiración del
Rey Magno, cuyas cualidades de buen gobernante y prendas intelectuales destacan
sus biógrafos contemporáneos. Un rey que si “sobresale ilustre por su saber,
por su expresión y ademán y porte lleno de placidez” y restaura “todos los
templos del Señor”, en palabras de la Albeldense, aparece
también aureolado de genio militar, fuerte e implacable contra los enemigos de
dentro y fuera del reino y “protector de los ciudadanos”. “El glorioso don
Alfonso”, último de los monarcas asturianos y primero de entre ellos que se
autocalificará en sus diplomas de rey, invocando además la titularidad de la
autoridad regia sobre Hispania.
En esa etapa de
culminación del renacimiento cultural nucleado en torno a la corte ovetense y
con irradiaciones a otros espacios del reino, viejos y nuevos, especialmente
Galicia y las tierras leonesas, se hacen más patentes y con mayor peso que en
la época anterior las influencias mozárabes, notablemente intensificadas desde
mediados del siglo IX por las crecientes inmigraciones de cristianos de
al-Andalus. Lamentablemente, de las obras monumentales con las que Alfonso III
embelleció su Corte sólo nos queda el testimonio de las fuentes epigráficas y
diplomáticas, debiendo seguramente adscribirse a este ciclo constructivo una
obra pública —la Foncalada— de extraordinario interés. En el entorno de la
capital se conservan las iglesias de Santo Adriano de Tuñón y San Salvador de
Valdediós, fundaciones regias del 891 y 893, respectivamente. Del desarrollo
que las artes industriales debieron alcanzar en la Corte alfonsina son ejemplos
capitales, todavía hoy, la preciosa cruz de la Victoria, que el rey donaría al
templo catedralicio ovetense en el 908, y la caja relicario conocida con el
nombre de “Arca de las Ágatas”, del 910.
El renacimiento
literario, directamente impulsado por el monarca, hombre de letras —“de ciencia
esclarecida”, dice de él la Albeldense— que lograría reunir en su
Corte una espléndida biblioteca se manifiesta sobre todo en el despliegue de
una intensa actividad historiográfica orientada a la redacción de la historia
oficial del reino. Dos textos narrativos —la Crónica Albeldense y
la Crónica de Alfonso III, ésta en dos versiones con ligeras
variantes formales y de contenido— a los que hay que sumar otra breve pieza de
gran interés para la historia de la España islámica, bautizada por M. Gómez
Moreno, su primer editor y estudioso, con el nombre de Crónica
Profética, constituyen la expresión de esa actividad historiográfica.
Tal actividad se explica, de una parte, por la riqueza e importancia de los
materiales escritos acumulados en la propia biblioteca de Alfonso III; y desde
otra perspectiva, por la exigencia de aportar una cobertura ideológica a una
formación política —el Reino de Asturias— que alcanzaba precisamente en estos
momentos su plena madurez institucional y cultural. En la pluma de los autores
de esos textos España es percibida como un espacio unitario que subyace a su
real fragmentación en una diversidad de poderes coexistentes en el territorio
peninsular. Recuperar la perdida unidad de ese territorio constituye el
objetivo de la acción política y militar de la monarquía personificada entonces
por el Rey Magno, en tanto que depositaria del legitimismo visigodo.
En el marco de las
referencias ideológicas al neogoticismo político y en función de las nuevas
condiciones de hecho creadas por la expansión del reino de Asturias, la
vocación particularista que Castilla comienza a manifestar, la consolidación de
un nuevo centro de poder en la España cristiana —Navarra— y el repliegue de la
tutela franca en los espacios pirenaicos, deben situarse las claves
explicativas de un fenómeno de formalización del poder regio que se expresa en
algunos diplomas de la etapa final del reinado de Alfonso III y de sus
sucesores. En ese contexto deben interpretarse no sólo la preocupación
legitimista y progótica del Rey Magno, sino el empleo por el último monarca
ovetense de una nueva intitulación presente en un pasaje fiable de una carta
parcialmente interpolada que en el año 906 dirige al clero y pueblo de Tours a
fin de adquirir una corona imperial del tesoro de su iglesia, y que encabeza
autocalificándose de Hispaniae rex.
El 20 de diciembre del
año 910 y tras unos postreros episodios cuya historicidad no es segura
—destronamiento del Monarca por sus hijos y una última expedición triunfal a
tierra musulmana— fallece Alfonso III en la ciudad de Zamora, por él repoblada.
Sus restos serían trasladados
posteriormente a Oviedo para recibir sepultura en el lugar donde descansaban
los de sus antecesores: el panteón real de la iglesia de Santa María, adyacente
al templo catedralicio ovetense.
Bibl.: L. Barrau-Dihigo,
“Recherches sur l’histoire politique du royaume asturien (718-910)”, en Revue
Hispanique, LII (1921), págs. 1-360 (trad. española Historia
política del reino asturiano, Gijón, Ed. Silverio Cañada, 1989); A. C.
Floriano Cumbreño, Diplomática española del período astur
(718-910), I, Oviedo, Instituto de Estudios Asturianos, 1949; R.
Menéndez Pidal, “Repoblación y tradición en la cuenca del Duero”, en Enciclopedia
Lingüística Hispánica, I, Madrid, Consejo Superior de Investigaciones
Científicas, 1959, págs. XXIX-LVII; J. Uría Ríu, “Cuestiones
histórico-arqueológicas relativas a la ciudad de Oviedo en los siglos VIII al
X”, en Symposium sobre cultura asturiana en la alta Edad Media, Oviedo,
Ayuntamiento de Oviedo, 1967, págs. 261-328; C. Sánchez-Albornoz, Despoblación
y repoblación del valle del Duero, Buenos Aires, Universidad de Buenos
Aires, 1966; G. Martínez Díez, “Las instituciones del reino astur a través de
los diplomas (718-910)”, en Anuario de Historia del Derecho
Español, 35 (1965), págs. 59-167; A. Barbero y M. Vigil, La
formación del feudalismo en la Península Ibérica, Barcelona, Crítica,
1974; C. Sánchez- Albornoz, Orígenes de la nación española. Estudios
críticos sobre la historia del reino de Asturias, III, Oviedo,
Instituto de Estudios Asturianos, 1975; J. Gil Fernández, J. L. Moralejo y J.
I. Ruiz de la Peña, Crónicas asturianas, Oviedo, Universidad
de Oviedo, 1985; Y. Bonnaz, Chroniques asturiennes (fin IX
siècle), Paris, Editions du CNRS, 1987; M. Carriedo Tejedo,
“Nacimiento, matrimonio y muerte de Alfonso III el Magno”, en Asturiensia
Medievalia, 7 (1993-1994), págs. 129-145; F. Diego santos, Inscripciones
medievales de Asturias, Oviedo, Servicio de Publicaciones del
Principado de Asturias, 1994; VV. AA., La época de Alfonso III y San
Salvador de Valdediós, Oviedo, Universidad de Oviedo, 1994; C. García
de Castro, Arqueología cristiana de la alta Edad Media en
Asturias, Oviedo, Real Instituto de Estudios Asturianos, 1995; VV.
AA., Repoblación y colonización del Valle del Duero, IV
Congreso de Estudios Medievales, Ávila, Fundación Sánchez-Albornoz, 1995; A. J.
Martín Duque, “El Reino de Pamplona”, en Historia de España Menéndez
Pidal, VII-2, Madrid, Espasa Calpe S.A. (1999), págs. 39-266; A. Besga
Marroquín, Orígenes hispano-godos del reino de Asturias, Oviedo,
Real Instituto de Estudios Asturianos, 2000; J. I. Ruiz de la Peña Solar, La
monarquía asturiana, Oviedo, Ed. Nobel, 2001; VV. AA., La
época de la monarquía asturiana, Oviedo, Real Instituto de Estudios
Asturianos, 2002; Th. Deswarte, De la destruction à la restauration.
L’idéologie du royaume d’Oviedo-Léon (VIII-XI siècles), Turnhout,
Brepols, 2003.
https://dbe.rah.es/biografias/6360/alfonso-iii
No hay comentarios:
Publicar un comentario