lunes, 22 de agosto de 2022

 

Obra completa

Jorge Manrique



Criterio de esta edición

Para las Coplas por la muerte de su padre, sigo el texto del Cancionero de Ramón de Llabia [sin l. de e. y sin a. ¿Zaragoza, 1490?], custodiado en la Biblioteca Nacional de Madrid (Sg. I, 2108). Para las otras obras, el del Cancionero general de Hernando del Castillo (Valencia, 1511).

Respeto escrupulosamente las lecciones de dichos textos, y corrijo tan sólo erratas evidentes. No estando esta edición destinada a eruditos, modernicé la ortografía. Omito notas de carácter vario, indicaciones bibliográficas y aquilatamiento de juicios discutibles, todo lo cual puede ser consultado en mi tercera edición crítica del Cancionero de Manrique (Madrid, Clásicos castellanos, 1952).

 

Jorge Manrique y el despuntar renacentista

1

El maestre de Santiago

Las Coplas de Manrique poseen los rasgos de una elegía heroica, y como elegía heroica podemos clasificarla o mejor aún, como oda renacentista. (Anna Krause, Jorge Manrique and the cult of death in the cuatrocientos, California, 1937).

Evoquemos, ante todo, al venerado padre que inspiró la magnífica obra. Don Rodrigo Manrique, conde de Paredes de Nava, empleó su vida larga y austera en el viril ejercicio de las armas.

Contaba doce años de edad cuando ingresó en la Orden de caballería de Santiago. En ella permaneció cincuenta y ocho, hasta morir.

Luchó contra don Juan II, don Álvaro de Luna y don Enrique IV, defendiendo la parcialidad de los Infantes de Aragón y la enseña gloriosa de los Reyes Católicos.

Son hechos memorables, entre otros suyos, la toma de las villas de Huéscar y Jimena, marquesado de Villena y ciudad de Alcaraz, anexados por él a la Corona, y las villas de Ocaña y Uclés, tomadas para la Orden de Santiago.

Cincuenta fueron los combates en que, con suerte diversa, intervino. En veinticuatro batallas venció a moros y cristianos, mereciendo los motes de Segundo Cid y Vigilantísimo.

Con su espada conquistó rentas y vasallos, como dicen las Coplas. Y así, entre triunfos y reveses, pasó su áspera existencia.

Erraría, sin embargo, quien viese tan sólo en él un férreo banderizo, extraño a la emotividad, a la delicadeza.

Sensible al amor, casó tres veces: primero con doña Mencía de Figueroa (que fue madre de don Jorge), después con doña Beatriz de Guzmán y, finalmente, con doña Elvira de Castañeda.

En la Crónica de Enrique IV dice don Alonso de Palencia, refiriéndose a estas últimas nupcias, que don Rodrigo las contrajo «ya anciano, pero con vigor y robustez juveniles».

Muerto don Rodrigo, doña Elvira le sobrevivió más de treinta y cuatro años, y sostuvo pleito -por razones pecuniarias- con el primogénito del Maestre.

Esta es la madrastra a quien don Jorge enderezó su Convite burlesco.

Era el Maestre trovador cortesano. Consérvanse cuatro canciones, dos villancicos y un romance suyos. A la que sería su segunda mujer, o a la última dedicó la cancioncilla que comienza:

Grandes albricias te pido;

 

no las niegues, corazón,

 

q'eres al lugar venido

 

do lo ganado y perdido

 

acaban nueva prisión.

 

 

Fue don Rodrigo, según lo describe don Fernán del Pulgar en los Claros varones de Castilla, «omne de mediana estatura, bien proporcionado en la compostura de los miembros; los cabellos tenia roxos e la nariz un poco larga».

Murió en la villa de Ocaña, provincia de Toledo, de una pústula cancerosa que le destruyó el rostro en pocos días.

Tenía setenta años de edad. Era el 11 de noviembre de 1476.

2

Aurora renacentista

Efímeros son, para Jorge Manrique, los triunfos, jerarquías, ejércitos, castillos y pendones; deleznables las cortesanías y deleites, la destreza juvenil, la frescura de la tez.

Toda mundanal grandeza no es sino llama que muere de un soplo.

El poeta repite, con Próspero de Aquitania, que si pudiésemos tornar bello el rostro como podemos embellecer el alma, ¡qué jubilosa laboriosidad pondríamos!

La idea de que la vida es fugaz, debe de ser tan vieja como la muerte. Pero la Edad Media repite, cual ninguna otra, con apasionado fervor, la imagen del cuerpo que se corrompe, del señorío que se abate, de la belleza que se desvanece.

Esta certidumbre de la macabra descomposición se infiltra en el espíritu medieval como una embriaguez contagiosa.

Durante los siglos XIV y XV, parece llenarlo todo. Pero el furor necrófilo, como nota Menéndez Pelayo en su Historia de la poesía castellana, se desencadenó mucho más en Alemania y en la Francia nórdica que bajo los cielos claros de las penínsulas italiana y española.

Predicadores, mimos, pintores, grabadores, clérigos, poetas recuerdan de continuo que el cuerpo escultural oculta vísceras y humores, que la humana arcilla se transforma en gusanos y polvo, que la Igualadora implacable señorea a los hombres. De tal pensamiento, rudamente igualitario, nace la sarcástica Danza de la Muerte, llamada también Danza General y Danza Macabra.

Hay democrática y chocarrera satisfacción en el aserto de tal obra, poderosos y humildes danzarán cuando la Muerte lo mande.

¿Puede suponerse algo más siniestro que hacer bailar a un moribundo?

La exageración pavorosa del luto, característica de la Edad Media, ha ido decreciendo hasta obtener las discretas proporciones que alcanza en nuestros días. Pero en la oda de Jorge Manrique, influida de las soberbias afirmaciones humanas del Renacimiento, se dignifica el tránsito, entra el héroe en la inmortalidad sin renegar de las seculares y pretéritas hazañas.

Manrique no vilipendia los atractivos del mundo ni las cualidades humanas. Elogia la discreción, la gracia, la razón, la bravura; evoca la suntuosidad de la corte, las trovas y músicas, a las damas, sus vestidos, sus olores.

La muerte no resulta, en la oda, repulsiva. El Maestre, terminada su vida temporal (que es la primera), perdura en el recuerdo de los suyos con otra vida más larga, de gloria, de honor (que es la segunda). Muere «con voluntad placentera, clara, pura». Entra, pues, en la inmortalidad, para el goce de la «vida tercera», infinita.

El epitafio puesto en la tumba de don Rodrigo Manrique sintetiza el concepto:

Aquí yace muerto el hombre

 

Que vivo queda su nombre.

 

 

3

Actitud interrogativa

El evocar glorias caducas por medio de interrogaciones es procedimiento muy antiguo. Menéndez Pelayo, en su obra citada, y también Huizinga, en El Otoño de la Edad Media, señalan abundantes ejemplos.

Usase en la profecía de Baruc, hacia el año 599 antes de Cristo. Diez centurias más tarde, en el siglo V de nuestra era, reaparece aún en Tiro Próspero.

Pero la moda, la verdadera predilección por esta fórmula, es absolutamente medieval.

¿Qué ha sido de monarcas y vasallos, héroes, amadores y beldades? Ubi sunt? ¡Cómo ha resonado esta pregunta desoladora en la Edad Media!

Mucho antes que en Manrique y sus predecesores castellanos aparecen abundantes modelos en la poesía latinocristiana.

Entre los poemas que proporcionan modelo más antiguo se halla el titulado De contemptu mundi, compuesto cuando mediaba el siglo XII por el monje cluniacense Bernardo de Morlay.

«¿Dónde está -pregunta este último- la gloria de Babilonia?» «¿Dónde el temible Nabucodonosor y la fuerza de Darío...?» «¿Dónde Mario y Fabricio... dónde Rómulo y Remo...?»

En el siglo XIII, Jacopone da Todi, Joculator Domini, también inquiere dónde se hallan el glorioso Salomón, el invencible Sansón, el bello Absalón, el amable Jonatán, el poderoso César.

Abulbeca, poeta árabe del siglo XIII, repite el movimiento interrogativo en la casida en que deplora la pérdida de Córdoba, Sevilla, Valencia y Murcia, conquistada por Fernando III y Jaime I.

En la poesía española del siglo XIV, el canciller Pero López de Ayala utiliza el conocido procedimiento. En la del siglo XV, Ferrand Sánchez de Calavera1, Fray Migir, el Marqués de Santillana, Jorge Manrique.

También había inquirido Petrarca el paradero de riquezas, honores, gemas, cetros, coronas y mitras. Pero el Petrarca sabe que un bel morir tutta la vitta honora.

François Villon, con la melancolía de su Ballade des dames du temps jadir, matiza el tema en Francia; el original y rudo Skelton, en Inglaterra, usa el mismo procedimiento en una poesía sobre Eduardo IV... La enumeración puede ser mucho más extensa. El vanidoso y agresivo lord Byron interroga, de igual modo, en el Don Juan.

4

Espíritu de Jorge Manrique

Jorge Manrique nació, probablemente, en Paredes de Nava, hacia 1440. Se tienen noticias de su vida sólo desde el año 1470 (cuando venció a Juan de Valenzuela en Ajofrín, cerca de Toledo), hasta que murió en un combate sostenido contra el marqués de Villena (don Diego López Pacheco) en 1479, frente al castillo de Garci Muñoz.

Así, pues, entre 1476 -año en que murió el Maestre- y 1479 -fecha del fallecimiento de don Jorge- fueron compuestas las Coplas inmortales, que son una de las postreras si no la última producción del autor.

¿Cuáles eran las ideas, cuáles los sentimientos de Jorge Manrique?

¿Cómo era el ambiente donde se acendró su alma?

Testigo de tres reinados, comprobó en las vidas más altas la vanidad de las grandezas.

El Poeta niño pudo contemplar, desde lejos, la puesta de sol en la fastuosa corte de don Juan II.

Mucho después evocaría, nostálgico, aquellos aparatosos torneos, acordadas músicas, trovas, danzas y galanterías palacianas.

Muerto Juan II, don Jorge vio debatirse durante veinte años a Enrique IV. En el reinado de este último transcurrió casi toda la juventud del poeta.

Las Coplas del Provincial y las Coplas de Mingo Revulgo reflejan el oprobio que mancilló a don Enrique.

En 1465, un puñado de grandes, entre los que se contaban los Manriques, depusieron una imagen del rey. Construido un cadalso en que se alzaba un trono, asentaron allí el regio simulacro y leyéronle las representaciones que tan inútilmente habían dirigido al monarca. Luego le arrancaron la corona el cetro, la espada; y lo derribaron con los pies, mientras clamoreaba la jubilosa multitud.

El infante Alonso, de once años de edad, «su hermano el inocente, que sucesor le ficieron», ascendió allí mismo al solio y los rebeldes lo proclamaron rey.

Alonso de Palencia, en la Crónica de Enrique IV, describe con apasionado rencor a este monarca. El caricaturesco retrato palpita vitalmente.

Don Jorge pudo admirar, al fin, a los Reyes Católicos, que iniciaban su era fecundísima.

Hombre de su tiempo, no canta la naturaleza. Sabido es que para expresar la delectación estética inspirada por el paisaje, hay que aguardar hasta Rousseau.

El anónimo juglar de Mio Cid apuntaba escuetas observaciones topográficas. Berceo, en la Introducción a los Milagros de Nuestra Señora, había bosquejado un huerto, aunque sólo se trata de una alegoría. Manrique siente la naturaleza menos aún que aquellos viejos versistas. El paisaje no existe para él.

Este poeta es, sin embargo, más que nada, visual: sensible al color y, sobre todo, a la luz. En sus poesías menciona el blanco, el verde y el pardo.  Prefiere, a los vagos fulgores, la claridad intensa.

Ni cielo ni tierra ni mar tienen para él valor pictórico. Cuando describe (lo hace sólo una vez en el Castillo de Amor) es para materializar alegóricamente sus afectos.

Estima que el amor es despiadado y lamentable como la guerra. En sus versos galantes abundan los gemidos y las expresiones marciales.

Pero, a pesar de su reciedumbre, conoce la delicadeza y ama la vida. Porque estando él durmiendo le besó su amiga, dice donosamente:

Quien durmiendo tanto gana,

 

nunca debe despertar.

 

 



Este poeta escribía versos de amor: casi todo su cancionero es erótico.

Este hombre fue ardido guerrillero: la muerte lo sorprendió en una batalla.

Floreció su afecto, muchas veces, en versos cortesanos, artificiosos, frívolos.

Sus alegrías y rencores le sugirieron, alguna vez, bastos versos de burlas.

Este espíritu, consagrado al amor y a la guerra, se magnificó al contacto de la muerte.

En su infancia, Manrique había perdido a su madre. Más tarde, a su primera madrastra. Tendría unos doce años cuando don Juan II hacía descabezar a don Álvaro de Luna en un cadalso de Valladolid. (Fue aquel prepotente Condestable uno de los grandes adversarios de la familia Manrique).

Un lustro más tarde, moría el Marqués de Santillana, tío del Conde de Paredes; luego este último.

5

El momento de las «Coplas»

Jorge Manrique ha formado su hogar. Su esposa, doña Guiomar de Castañeda, es hermana de la segunda madrastra del poeta. Este, próximo a su mujer y a los dos hijos de ambos, Luis y Luisa, escribe la austera meditación, mojada en lágrimas.

Don Jorge conoce las tremendas palabras del Génesis, «Polvo eres y en polvo te convertirás».

El profeta Isaías le ha dicho: «No os acordéis de las cosas pasadas, y no miréis a las antiguas».

Y el rey Salomón, desengañado: «No hay memoria de las primeras cosas, ni habrá tampoco recordación de las que sucederán después, entre aquellos que han de ser en lo postrero».

Sabe, con Boecio, que «las deleznables riquezas no acompañan al difunto» y muchos escritores le han recordado hasta la saciedad que la Fortuna torna, de continuo, su rueda voluble.

Jorge Manrique ha sintonizado los efluvios de la multitud innominada, disuelta en los deshielos de la muerte. Sus Coplas son caudal rumoroso que baja desde cumbres altísimas.

¿Por qué, pasados unos cinco siglos, todavía nos interesa y nos conmueve?

Nos emociona porque dice verdades eternas con palabras sencillas.

¿Qué conceptos expresa?

No afirma, tan sólo comprueba, que -«a nuestro parecer»- fue mejor lo pasado.

Nuestras vidas, fugacidad de instantes, fluyen como ríos, corren hacia la muerte, receptáculo eterno que es insaciable como el mar.

También, después del poeta, lo dijo Fernando de Rojas en La Celestina: «Corren los días como agua del río».

La vida se desvanece como sueño. Paramentos y galas marchítanse como el verdor de las eras, evapóranse como rocío de los prados.

El culto y elegante Marqués de Santillana y aquel otro gran señor belicoso que fue Gómez Manrique, habían versificado conceptos semejantes.

Esta idea de la vanidad de los atractivos temporales, que se venía repitiendo secularmente, ha logrado el doloroso y universal triunfo de convertirse en lugar común. Más para que una expresión se haga lugar común, debe tener méritos extraordinarios.

¿Qué más dice el poeta?

Este mundo no es posada, sino camino. Placeres y dulzuras son corredores (batidores) con que ilusoriamente pretendemos explorar y conquistar la vida. Cuando advertimos el error, es tarde: caemos en la celada de la muerte.

Y la muerte se acerca en silencio. Si llama a nuestra puerta, todo es en vano.

La devastadora implacable sabe igualar a papas, reyes y arzobispos con humildes pastores.

Mete la carne mortal en la fragua donde arde fuego eterno y purificador. O esgrime, iracunda, el arco tenso y «todo lo pasa de claro con su flecha».

Esta imagen de la muerte sagitaria lucía desde mucho antes en la anónima Danza general.

   Pues no hay tan fuerte nin recio gigante

 

que deste mi arco se pueda amparar,

 

conviene que mueras, cuando lo tirar,

 

con esta mi flecha, cruel, traspasante.

 

 

El esquelético personaje solía ser representado con una guadaña en la diestra, o bien con saeta y arco. Iba en un carro tirado por bueyes o a horcajadas sobre un buey o vaca. Otras veces, caballero siniestro, marchaba sobre innumerables cuerpos yacentes, hollándolos con los cascos del corcel.

Después de fecundas consideraciones filosóficas, Jorge Manrique fija su pensamiento en algunos hechos históricos. Pero ni griegos ni romanos -tan remotos- le conmueven. Desdeña también las usuales invocaciones de poetas y oradores famosos. Desconfiando de ocultas ponzoñas, encomiándose sólo al Salvador del Mundo. No desea, tampoco, seguir repitiendo -cual otros- los nombres de personales que fueron cumbres o altiplanos de la gentilidad.

Prefiere aproximarse a sus coetáneos entrar de lleno en la vida tumultuosa que él y sus familiares han vivido.

La moda despótica le dicta, sin embargo, casi en seguida, un catálogo de celebridades compuesto de quince nombres. Esta pesada nómina, que hoy nos resulta de erudición impertinente, obedece a un canon establecido, según indica Curtius (Zeitschrift fur Romanische Philologie, abril, 1932). Manrique quiso vincular la cultura hispánica con la de la Roma  cesárea, como había hecho Alfonso el Sabio en su Crónica general. El Poeta reconoce al Maestre las virtudes atribuidas por tradición a excelentes emperadores romanos.

Nada quedaba de la pomposa corte de don Juan II, del avasallante poderío del condestable don Álvaro, de los Infantes de Aragón, inmortalizados por las Coplas como los infantes carrionenses por el Cantar de Mio Cid. La influencia de los Maestres de Santiago y Calatrava, «hermanos tan prosperados como reyes», se había desvanecido: habían pasado el rey don Enrique, sensual y taciturno: el infante don Alfonso; don Rodrigo, Conde de Paredes.

En este personaje, objeto de la oda, termina el poeta la enumeración. Obedece, pues, a un plan claramente trazado. No advirtiéndolo, algunos comentaristas se han sorprendido de que el Maestre ocupe el último espacio en esta lamentación final. Otros hasta pensaron que nada se hubiese perdido suprimiendo las estrofas correspondientes.

¿Qué se hizo tanta grandeza? ¿Qué fue de la ambición, júbilo y poderío? ¿Qué de tantos odios y luchas?

Se deshizo el hogar de los Manriques, pasaron el amor y el odio, las galanterías y las burlas: las banderas rebeldes cayeron a lo largo de los mástiles como esperanzas frustradas; el tiempo desmoronó torres, allanó muros y hasta borré el rastro de las tumbas en que Maestre y Poeta reposaban. Pero de aquel siglo XV, desvanecido en polvo, surge, como de un vaso telúrico, la llama serena de la elegía inmortal.

Obras amatorias

 

De Don Jorge Manrique quejándose del Dios de amor y como razonan el uno con el otro2

I

    ¡Oh, muy alto Dios de amor

 

por quien mi vida se guía!

 

¿Cómo sufres tú, señor,

 

siendo justo juzgador,

 

en tu ley tal herejía?

 

   ¿Que se pierda el que sirvió,

 

que se olvide lo servido,

 

que viva quien engañó,

 

que muera quien bien amó,

 

que valga el amor fingido?

 

II

    Pues que tales sinrazones

 

consientes pasar así,

 

suplícote que perdones

 

mi lengua, si con pasiones

 

dijere males de ti.

 

   Que no soy yo el que lo digo,

 

sino tú, que me hiciste

 

las obras como enemigo:

 

teniéndote por amigo

 

me trocaste y me vendiste.

 

III

    Si eres Dios de verdad,

 

¿por qué consientes mentiras?

 

Si tienen en ti bondad,

 

¿por qué sufres tal maldad?

 

¿O qué aprovechan tus iras,

 

   tus sañas tan espantosas

 

con que castigas y hieres?

 

Tus fuerzas tan poderosas

 

-pues comportas tales cosas-

 

di, ¿para cuándo las quieres?

 

IV

RESPONDE EL DIOS AMOR

   Amador: Sabe que Ausencia

 

te acusó y te condenó,

 

que si fuera en tu presencia,

 

no se diera la sentencia

 

    injusta como se dio;

 

    ni pienses que me ha placido

 

por haberte condenado,

 

porque bien he conocido

 

que perdí en lo perdido

 

y pierdo en lo que he ganado.

 

V

REPLICA EL AQUEJADO

¡Qué inicio tan bien dado,

 

qué justicia y qué dolor,

 

condenar al apartado,

 

nunca oído ni llamado

 

él ni su procurador!

 

   Así que por disculparte,

 

lo que pones por excusa,

 

lo que dices por salvarte

 

es para más condenarte

 

porque ello mismo te acusa.

 

VI

RESPONDE EL DIOS DE AMOR

    Amansa tu turbación,

 

recoge tu seso un poco,

 

no quieras dar ocasión

 

a tu gran alteración

 

que te pueda tornar loco;

 

que bien puedes apelar,

 

que otro Dios hay sobre mí

 

que te pueda remediar,

 

y a mí también castigar

 

si mala sentencia di.

 

VII

REPLICA EL AQUEJADO

   Ese Dios alto sin cuento,

 

bien sé yo que es el mayor;

 

mas, con mi gran desatiento,

 

le tengo muy descontento

 

por servir a ti, traidor,

 

   que con tu ley halaguera

 

me engañaste, y has traído

 

a dejar la verdadera,

 

y seguirte en la manera

 

que sabes que te he seguido.

 

VIII

   En ti solo tuve fe

 

después que te conocí;

 

pues ¿cómo pareceré

 

ante el Dios a quien erré

 

quejando del que serví?

 

   Que me dirá, con razón,

 

que me valga cuyo so,

 

y que pida el galardón

 

a quien tuve el afición,

 

que él nunca me conoció.

 

IX

   Mas, pues no fue justamente

 

esa tu sentencia dada

 

contra mí, por ser ausente,

 

ahora que estoy presente

 

revócala, pues fue errada,

 

   Y dame plazo y traslado

 

que diga de mi derecho;

 

y si no fuese culpado,

 

tú serás el condenado,

 

yo quedaré satisfecho.

 

X

RESPONDE EL DIOS DE AMOR

    Aunque mucho te agraviaste,

 

no sería Dios constante

 

si mi sentencia mudaste,

 

por eso cumple que pase

 

como va, y vaya delante.

 

   Y pues más no puede ser,

 

mira qué quieres en pago,

 

que cuanto pueda hacer,

 

haré por satisfacer

 

el agravio que te hago.

 

XI

REPLICA EL AQUEJADO

    Ni por tu gran señorío

 

nunca tal conseguiré,

 

ni tienes tal poderío

 

para quitarme lo mío

 

sin razón y sin porqué.

 

   Porque si bienes me diste,

 

sabes que los merecía;

 

mas el mal que me hiciste

 

sólo fue porque quisiste,

 

pero no por culpa mía.

 

XII

   Que aunque seas poderoso,

 

haslo de ser en lo justo;

 

pero no voluntarioso,

 

criminoso y achacoso,

 

haciendo lo que es injusto.

 

   Si guardares igualdad,

 

todos te obedeceremos;

 

si usares voluntad,

 

no nos pidas lealtad

 

porque no te la daremos.

 

XIII

RESPONDE EL DIOS DE AMOR

    No te puedo ya sufrir

 

porque mucho te me atreves;

 

sabes que habré de reñir

 

y aun podrá ser que herir,

 

pues no guardas lo que debes.

 

   Y pues eres mi vasallo,

 

no te hagas mi señor,

 

que no puedo comportallo;

 

ni presumas porque callo

 

que lo hago por temor.

 

XIV

REPLICA EL AQUEJADO

    No cures de amenazarme

 

ni estar mucho bravacando, (sic)

 

que tú no puedes dañarme

 

en nada más que en matarme,

 

pues esto yo lo demando:

 

   ni pienses que he de callar

 

por esto que babeaste,

 

ni me puedes amansar

 

si no me tornas a dar

 

lo mismo que me quitaste.

 

XV

RESPONDE EL DIOS DE AMOR

    Pues sabes que no lo habrás

 

de mí jamás en tu vida,

 

veamos qué me darás,

 

o qué cobro te harás

 

sin mí para tu herida;

 

   y bien sé que has de venir,

 

las rodillas por el suelo,

 

a suplicarme y pedir

 

que te quiera recibir

 

y poner algún consuelo.

 

XVI

REPLICA EL AQUEJADO

    Quiero moverte un partido,

 

escúchame sin enojos:

 

si me das lo que te pido,

 

de rodillas y aun rendido

 

te serviré, y aun de ojos;

 

   pero sin esto no entiendas

 

que yo me contentaré,

 

ni quiero sino contiendas:

 

porque todo el mundo en prendas

 

que me des, no tomaré.

 

XVII

RESPONDE EL DIOS DE AMOR
Y ACABA

    Por tu buen conocimiento

 

en te dar a quien te diste,

 

por tu firme pensamiento,

 

por las penas y tormento

 

que por amores sufriste,

 

   te torno y te restituyo

 

en lo que tanto deseas,

 

y te doy todo lo tuyo,

 

y por bendición concluyo

 

que jamás en tal te veas.

 



A la fortuna

I

    Fortuna, no me amenaces,

 

ni menos me muestres gesto

 

mucho duro,

 

que tus guerras y tus paces

 

conozco bien, y por esto

 

no me curo;

 

   antes tomo más denuedo,

 

pues tanto almacén de males

 

has gastado,

 

aunque tú me pones miedo

 

diciendo que los mortales

 

has guardado.

 

II

   Y ¿qué más puede pasar

 

dolor mortal ni pasión

 

de ningún arte,

 

que herir y atravesar

 

por medio mi corazón

 

de cada parte?

 

   Pues una cosa diría,

 

y entiendo que la jurase

 

sin mentir:

 

que ningún golpe vendría

 

que por otro no acertase

 

a me herir.

 

III

   ¿Piensas tú que no soy muerto

 

por no ser todas de muerte

 

mis heridas?

 

Pues sabe que puede, cierto,

 

acabar lo menos fuerte

 

muchas vidas;

 

   mas está en mi fe mi vida,

 

y mi fe está en el vivir

 

de quien me pena;

 

así que de mi herida

 

yo nunca puedo morir

 

sino de ajena.

 

IV

   Y pues esto visto tienes,

 

que jamás podrás conmigo

 

por herirme,

 

torna ahora a darme bienes,

 

por que tengas por amigo

 

hombre tan firme;

 

   mas no es tal tu calidad

 

para que hagas mi ruego,

 

ni podrás,

 

que hay muy gran contrariedad

 

porque tú te mudas luego;

 

yo, jamás.

 

V

   Y pues ser buenos amigos

 

por tu mala condición

 

no podemos,

 

tornemos como enemigos

 

a esta nuestra cuestión,

 

y porfiemos;

 

   en la cual, si no me vences,

 

yo quedo por vencedor

 

conocido;

 

pues dígote que comiences

 

y no debo haber temor,

 

pues te convido.

 

VI

   Que ya las armas probé

 

para mejor defenderme

 

y más guardarme,

 

y la fe sola hallé

 

que de ti puede valerme

 

y defensarme;

 

   mas esta sola sabrás

 

que no sólo me es defensa,

 

mas victoria:

 

así que tú llevarás

 

de este debate la ofensa;

 

yo, la gloria

 

VII

   De los daños que me has hecho

 

tanto tiempo guerreando3

 

contra mí,

 

me queda sólo un provecho,

 

porque soy más esforzado

 

contra ti;

 

   y conozco bien tus mañas,

 

y en pensando tú la cosa,

 

ya la entiendo,

 

y veo cómo me engañas;

 

mas mi fe es tan porfiosa.

 

que lo atiendo.

 

VIII

   Y entiendo bien tus maneras

 

y tus halagos traidores,

 

nunca buenos,

 

que nunca son verdaderas

 

y en este caso de amores,

 

mucho menos;

 

   ni tampoco muy agudas

 

ni de gran poder ni fuerza,

 

pues sabemos

 

que te vuelves y te mudas;

 

mas Amor nos manda y fuerza

 

que esperemos.

 

IX

   Que tus engaños no engañan,

 

sino al que amor desigual

 

tiene y prende;

 

que al mudable nunca dañan,

 

porque toma el bien, y el mal

 

no lo atiende.

 

   Estos me vengan de ti:

 

pero no es para alegrarme

 

tal venganza,

 

que pues tú heriste a mí,

 

yo tenía que vengarme

 

por mi lanza.

 

X

   Mas venganza que no puede

 

-sin la firmeza quebrar-

 

ser tomada,

 

más contento soy que quede

 

mi herida sin vengar

 

que no vengada;

 

   mas, con todo, he gran placer

 

porque tornan tus bonanzas

 

y no esperan,

 

ni duran en su querer

 

a que vuelvan tus mudanzas

 

y que mueran.

 

XI

CABO

   Desde aquí te desafío

 

a fuego, sangre y a hierro,

 

en esta guerra;

 

pues en tus bienes no fío,

 

no quiero esperar más yerro

 

de quien yerra:

 

   que quien tantas veces miente,

 

aunque ya diga verdad,

 

no es de creer;

 

pues airado ni placiente,

 

tu gesto mi voluntad

 

no quiere ver.

 



Porque estando él durmiendo le besó su amiga

I

   Vos cometisteis traición,

 

pues me heristeis, durmiendo,

 

de una herida que entiendo

 

que será mayor pasión

 

   el deseo de otra tal

 

herida como me disteis,

 

que no la llaga mi mal

 

ni daño que me hicisteis.

 

II

   Perdono la muerte mía;

 

mas con tales condiciones,

 

que de tales traiciones,

 

cometáis mil cada día;

 

   pero todas contra mí,

 

porque, de aquesta manera,

 

no me place que otro muera

 

pues que yo lo merecí.

 

III

CABO

   Más placer es que pesar

 

herida que otro mal sana

 

quien durmiendo tanto gana,

 

nunca debe despertar.

 

Diciendo qué cosa es amor

I

   Es amor fuerza tan fuerte

 

que fuerza toda razón;

 

una fuerza de tal suerte,

 

que todo seso convierte

 

en su fuerza y afición;

 

   una porfía forzosa

 

que no se puede vencer,

 

cuya fuerza porfiosa

 

hacemos más poderosa

 

queriéndonos defender.

 

II

   Es placer en que hay dolores.

 

dolor en que hay alegría,

 

un pesar en que hay dulzores,

 

un esfuerzo en que hay temores,

 

temor en que hay osadía;

 

   un placer en que hay enojos,

 

una gloria en que hay pasión,

 

una fe en que hay antojos,

 

fuerza que hacen los ojos

 

al seso y al corazón.

 

III

   Es una cautividad

 

sin parecer las prisiones,

 

un robo de libertad,

 

un forzar de voluntad

 

donde no valen razones;

 

   una sospecha celosa

 

causada por el querer,

 

una rabia deseosa

 

que no sabe qué es la cosa

 

que desea tanto ver.

 

IV

   Es un modo de locura

 

con las mudanzas que hace

 

una vez pone tristura,

 

otra vez causa holgura

 

como lo quiere y le place;

 

   un deseo que al ausente

 

trabaja pena y fatiga;

 

un recelo que al presente

 

hace callar lo que siente,

 

temiendo pena que diga.

 

V

FIN

   Todas estas propiedades

 

tiene el verdadero amor;

 

el falso, mil falsedades,

 

mil mentiras, mil maldades,

 

como fingido traidor;

 

   el toque para tocar

 

cuál amor es bien forjado,

 

es sufrir el desarmar,

 

que no puede comportar

 

el falso sobredorado.

 



De la profesión que hizo en la Orden del Amor

I

   Porque el tiempo es ya pasado

 

y el año todo cumplido,

 

después acá que hube entrado

 

en Orden de enamorado

 

y el hábito recibido,

 

   porque en esta religión

 

entiendo siempre durar,

 

quiero hacer profesión

 

jurando de corazón

 

de nunca la quebrantar.

 

II

   Prometo de mantener

 

continuamente pobreza

 

de alegría y de placer;

 

pero no de bien querer

 

ni de males ni tristeza,

 

   que la regla no lo manda

 

ni la razón no lo quiere,

 

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

 

que quien en tal Orden anda,

 

se alegre mientras viviere.

III

   Prometo más: obediencia

 

que nunca será quebrada

 

en presencia ni en ausencia,

 

por la muy gran bienquerencia

 

que con vos tengo cobrada;

 

   y cualquier ordenamiento

 

que regla de amor mandare,

 

aunque traiga gran tormento,

 

me place y soy muy contento

 

de guardar mientras durare.

 

IV

   En lugar de castidad,

 

prometo de ser constante;

 

prometo de voluntad

 

de guardar toda verdad

 

que ha de guardar el amante;

 

   prometo de ser sujeto

 

al Amor y a su servicio;

 

prometo de ser secreto.

 

y esto todo que prometo,

 

guardarlo será mi oficio.

 

V

   Fin será de mi vivir

 

esta regla por mí dicha,

 

y entiéndola así sufrir,

 

que espero en ella morir

 

si no lo estorba desdicha;

 

   mas no lo podrá estorbar

 

porque no tendrá poder,

 

porque poder ni mandar

 

no puede tanto sobrar

 

que iguale con mi querer.

 

VI

   Si en esta regla estuviere

 

con justa y buena intención,

 

y en ella permaneciere,

 

quiero saber, si muriere,

 

qué será mi galardón;

 

   aunque a vos sola lo dejo,

 

que fuisteis causa que entrase

 

en orden que así me alejo

 

de placer, y no me quejo

 

porque de ello no os pesase.

 

VII

FIN

   Si mi servir de sus penas

 

algún galardón espera,

 

venga ahora por estrenas

 

-pues mis cuitas son ya llenas-

 

antes que del todo muera;

 

   y vos recibid por ellas

 

-buena o mala- esta historia,

 

porque viendo mis querellas,

 

pues que sois la causa de ellas,

 

me dedes alguna gloria.

 



Castillo de amor

I

   Hame tan bien defendido,

 

señora, vuestra memoria

 

de mudanza,

 

que jamás, nunca, ha podido

 

alcanzar de mi victoria

 

olvidanza:

 

   porque estáis apoderada

 

vos de toda mi firmeza

 

en tal son,

 

que no puede ser tomada

 

a fuerza mi fortaleza

 

ni a traición.

 

II

   La fortaleza nombrada

 

está en los altos alcores

 

de una cuesta,

 

sobre una peña tajada,

 

maciza toda de amores,

 

muy bien puesta:

 

   y tiene dos baluartes

 

hacia el cabo que ha sentido

 

el olvidar,

 

y cerca a las otras partes,

 

un río mucho crecido,

 

que es membrar.

 

III

   El muro tiene de amor,

 

las almenas de lealtad,

 

la barrera

 

cual nunca tuvo amador,

 

ni menos la voluntad

 

de tal manera;

 

   la puerta de un tal deseo,

 

que aunque esté del todo entrada

 

y encendida,

 

si presupongo que os veo,

 

luego la tengo cobrada

 

y socorrida.

 

IV

   Las cavas están cavadas

 

en medio de un corazón

 

muy leal,

 

y después todas chapadas

 

de servicios y afición

 

muy desigual;

 

   de una fe firme la puente

 

levadiza, con cadena

 

de razón,

 

razón que nunca consiente

 

pasar hermosura ajena

 

ni afición.

 

V

   Las ventanas son muy bellas,

 

y son de la condición

 

que dirá aquí:

 

que no pueda mirar de ellas

 

sin ver a vos en visión

 

delante mí;

 

   mas no visión que me espante,

 

pero póneme tal miedo,

 

que no oso

 

deciros nada delante,

 

pensando ser tal denuedo

 

peligroso.

 

VI

   Mi pensamiento -que está

 

en una torre muy alta,

 

que es verdad-

 

sed cierta que no hará,

 

señora, ninguna falta

 

ni fealdad;

 

   que ninguna hermosura

 

ni buen gesto,

 

no puede tener en nada

 

pensando en vuestra figura

 

que siempre tiene pensada

 

para esto.

 

VII

   Otra torre, que es ventura,

 

está del todo caída

 

a todas partes,

 

porque vuestra hermosura

 

la ha muy recio combatida

 

con mil artes,

 

   con jamás no querer bien,

 

antes matar y herir

 

y desamar

 

un tal servidor, a quien

 

siempre debiera guarir

 

y defensar.

 

VIII

   Tiene muchas provisiones

 

que son cuidados y males

 

y dolores,

 

angustias, fuertes pasiones,

 

y penas muy desiguales

 

y temores,

 

   que no pueden fallecer

 

aunque estuviese cercado

 

dos mil años,

 

ni menos entrar placer

 

a do hay tanto cuidado

 

y tantos daños.

 

IX

   En la torre de homenaje

 

está puesto toda hora

 

un estandarte,

 

que muestra por vasallaje

 

el nombre de su señora

 

a cada parte;

 

   que comienza como más

 

el nombre y como valer

 

el apellido,

 

a la cual nunca jamás

 

yo podré desconocer

 

aunque perdido.

 

X

FIN

   A tal postura os salgo

 

con muy firme juramento

 

y fuerte jura,

 

como vasallo hidalgo

 

que por pesar ni tormento

 

ni tristura,

 

   a otro no lo entregar

 

aunque la muerte esperase

 

por vivir,

 

ni aunque lo venga a cercar

 

el Dios de amor, y llegase

 

a lo pedir.

 



 

Escala de amor

I

   Estando triste, seguro,

 

mi voluntad reposaba,

 

cuando escalaron el muro

 

do mi libertad estaba.

 

   A escala vista subieron

 

vuestra beldad y mesura,

 

y tan de recio hirieron,

 

que vencieron mi cordura.

 

II

   Luego todos mis sentidos

 

huyeron a lo más fuerte,

 

mas iban ya mal heridos

 

con sendas llagas de muerte;

 

    y mi libertad quedó

 

en vuestro poder cautiva;

 

mas gran placer hube yo

 

desque supe que era viva.

 

III

   Mis ojos fueron traidores,

 

ellos fueron consintientes,

 

ellos fueron causadores

 

que entrasen aquestas gentes

 

   que el atalaya tenían,

 

y nunca dijeron nada

 

de la batalla que vían,

 

ni hicieron ahumada.

 

IV

   Desde que hubieron entrado,

 

aquestos escaladores

 

abrieron el mi costado

 

y entraron vuestros amores;

 

   y mi firmeza tomaron,

 

y mi corazón prendieron,

 

y mis sentidos robaron,

 

y a mí sólo no quisieron.

 

V

FIN

   ¡Que gran aleve hicieron

 

mis ojos y qué traición;

 

por una vista que os vieron,

 

venderos mi corazón!

 

VI

   Pues traición tan conocida

 

ya les placía hacer,

 

vendieron mi triste vida

 

y hubiera de ello placer;

 

   mas al mal que cometieron

 

no tienen escusación:

 

¡Por una vista que os vieron,

 

venderos mi corazón!

 



 

Con el gran mal que me sobra...

I

   Con el gran mal que me sobra

 

y el gran bien que me fallece,

 

en comenzando algún obra.

 

la tristeza que me cobra

 

todas mis ganas empece;

 

   y en queriendo ya callar,

 

se levantan mil suspiros

 

y gemidos a la par,

 

que no me dejan estar

 

ni me muestran qué deciros.

 

II

   No que mi decir se esconda,

 

mas no hallo que aproveche,

 

que puesto que me responda

 

vuestra vela o vuestra ronda,

 

responderá que yo peche;

 

   dirá luego: -¿Quién te puso

 

en contienda ni cuestión?

 

Yo, aunque bien no me escuso

 

ni rehúso ser confuso,

 

contaré la ocasión.

 

III

   Y diré que me llamaron

 

por los primeros mensajes,

 

cien mil que os alabaron

 

y alabando no negaron

 

recibidos mil ultrajes;

 

   mas es tal vuestra beldad,

 

vuestras gracias y valer,

 

que Razón y Voluntad

 

os dieron su libertad

 

sin poderse defender.

 

IV

   Emprendí, pues, noramala

 

ya de veros por mi mal,

 

y en subiendo por la escala,

 

no sé cuál pie me resbala,

 

no curé de la señal;

 

   y en llegando a la presencia

 

de bienes tan remontados,

 

mis Deseos y Cuidados

 

todos se vieron lanzados

 

delante vuestra excelencia.

 

V

   Allí fue la gran cuestión

 

entre Querer y Temor;

 

cada cual con su razón

 

esforzando la pasión

 

y alterando la color;

 

   y aunque estaba apercibido

 

y artero de escarmentado,

 

cuando hubieron concluido,

 

el temeroso partido

 

se rindió al esforzado.

 

VI

   Y como tardé en me dar

 

esperando toda afrenta,

 

después no pude sacar

 

partido para quedar

 

con alguna fuerza exenta;

 

   antes me di tan entero

 

a vos sola de quien soy,

 

que merced de otra no espero,

 

sino de vos, por quien muero,

 

y aunque muera, más me doy.

 

VII

   Y en hallándome cautivo

 

y alegre de tal prisión,

 

ni me fue el placer esquivo

 

ni el pensar me dio motivo

 

de sentir mi perdición;

 

   antes fui acrecentando

 

las fuerzas de mis prisiones

 

y mis pasos acortando,

 

sintiendo, yendo, mirando

 

vuestras obras y razones.

 

VIII

   Y aunque todos mis sentidos

 

de sus fines no gozaron,

 

los ojos embebecidos

 

fueron tan bien acogidos,

 

que del todo me alegraron;

 

   mas mi dicha -no hadada

 

a consentirme tal gozo-

 

se volvió tan presto airada,

 

que mi bien fue todo nada

 

y mi gozo fue en el pozo.

 

IX

   Robome una niebla oscura

 

esta gloria de mis ojos,

 

la cual, por mi desventura,

 

fue ocasión de mi tristura,

 

y aun la fin de mis enojos;

 

   cual quedé, pues, yo quedando,

 

ya no hay mano que lo escriba,

 

que si yo lo voy pintando,

 

mis ojos lo van borrando

 

con gotas de sangre viva.

 

X

   La crudeza de mis males

 

más se calla en la decir,

 

pues mis dichos no son tales

 

que igualen las desiguales

 

congojas de mi vivir;

 

   mas después de atormentado

 

con cien mil agrios martirios,

 

diré cual amortajado

 

queda muerto y no enterrado,

 

a oscuras, sin luz ni cirios.

 

XI

   Cual aquel cuerpo sagrado

 

de San Vicente bendito,

 

después de martirizado,

 

a las fieras fue lanzado

 

por cruel mando maldito;

 

   mas otro mando mayor

 

de Dios, por quien padeció,

 

le envió por defensor

 

un lobo muy sin temor

 

y un cuervo que lo ayudó.

 

XII

FIN

   Así aguardan mi persona,

 

por milagro, desque he muerto,

 

un león con su corona

 

y un cuervo que no abandona

 

mi ser hasta ser despierto.

 

   Venga, pues, vuestra venida

 

en fin de toda mi cuenta;

 

venga ya y verá mi vida

 

que se fue con vuestra ida,

 

mas debe quedar contenta.

 


En una llaga mortal...

I

   En una llaga mortal,

 

desigual,

 

que está en el siniestro lado,

 

conoceréis luego cuál

 

es el leal

 

servidor y enamorado;

 

   por cuanto vos la hicisteis

 

a mí después de vencido

 

en la vencida

 

que vos, señora, vencisteis

 

cuando yo quedé perdido

 

y vos querida.

 

II

   Aquesta triste pelea

 

que os desea

 

mi lengua ya declarar,

 

es menester que la vea

 

y la crea

 

vuestra merced sin dudar;

 

   porque mi querer es fe,

 

y quien algo en él dudase,

 

dudaría

 

en duda que cierto sé

 

que jamás no se salvase

 

de herejía.

 

III

   Porque gran miedo he tomado

 

y cuidado

 

de vuestro poco creer,

 

por esta causa he tardado

 

de os hacer antes saber

 

   la causa de aqueste hecho:

 

cómo han sido mis pasiones

 

padecidas;

 

para ser, pues, satisfecho,

 

conviene ser mis razones

 

bien creídas.

 

IV

   Señora, porque sería

 

muy baldía

 

toda mi dicha razón,

 

si la duda no porfía

 

con su guía,

 

que se llama Discreción;

 

   como en ello ya no dude,

 

pues es verdad y muy cierto

 

lo que escribo,

 

antes que tanto me ayude,

 

que pues por duda soy muerto,

 

sea vivo.

 

V

CABO

   Pues es esta una experiencia

 

que tiene ya conocida

 

esta suerte,

 

por no dar una creencia,

 

no es razón quitar la vida

 

y dar muerte.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

https://www.cervantesvirtual.com/obra-visor/obra-completa--0/html/ff6c9480-82b1-11df-acc7-002185ce6064_3.html#I_1_

 



No hay comentarios:

Publicar un comentario

  Las Cosmogonías Mesoamericanas y la Creación del Espacio, el Tiempo y la Memoria     Estoy convencido de qu hay un siste...