Obra completa
Jorge Manrique
Criterio de
esta edición
Para las Coplas por la muerte de su
padre, sigo el texto del Cancionero de Ramón de Llabia [sin
l. de e. y sin a. ¿Zaragoza, 1490?], custodiado en la Biblioteca Nacional de
Madrid (Sg. I, 2108). Para las otras obras, el del Cancionero general
de Hernando del Castillo (Valencia, 1511).
Respeto escrupulosamente las lecciones de
dichos textos, y corrijo tan sólo erratas evidentes. No estando esta edición
destinada a eruditos, modernicé la ortografía. Omito notas de carácter vario,
indicaciones bibliográficas y aquilatamiento de juicios discutibles, todo lo
cual puede ser consultado en mi tercera edición crítica del Cancionero de
Manrique (Madrid,
Clásicos castellanos, 1952).
Jorge Manrique y el despuntar renacentista
1
El maestre de Santiago
Las Coplas de Manrique
poseen los rasgos de una elegía heroica, y como elegía heroica podemos
clasificarla o mejor aún, como oda renacentista. (Anna
Krause, Jorge Manrique and the cult of death in the cuatrocientos,
California, 1937).
Evoquemos, ante todo, al venerado padre
que inspiró la magnífica obra. Don Rodrigo Manrique, conde de Paredes de Nava,
empleó su vida larga y austera en el viril ejercicio de las armas.
Contaba doce años de edad cuando ingresó
en la Orden de caballería de Santiago. En ella permaneció cincuenta y ocho,
hasta morir.
Luchó contra don Juan II, don Álvaro de
Luna y don Enrique IV, defendiendo la parcialidad de los Infantes de Aragón y
la enseña gloriosa de los Reyes Católicos.
Son hechos memorables, entre otros suyos,
la toma de las villas de Huéscar y Jimena, marquesado de Villena y ciudad de
Alcaraz, anexados por él a la Corona, y las villas de Ocaña y Uclés, tomadas
para la Orden de Santiago.
Cincuenta fueron los combates en que, con
suerte diversa, intervino. En veinticuatro batallas venció a moros y
cristianos, mereciendo los motes de Segundo Cid y Vigilantísimo.
Con su espada conquistó rentas y vasallos,
como dicen las Coplas. Y así, entre triunfos y reveses, pasó su
áspera existencia.
Erraría, sin embargo, quien viese tan sólo
en él un férreo banderizo, extraño a la emotividad, a la delicadeza.
Sensible al amor, casó tres veces: primero
con doña Mencía de Figueroa (que fue madre de don Jorge), después con doña
Beatriz de Guzmán y, finalmente, con doña Elvira de Castañeda.
En la Crónica de Enrique IV dice
don Alonso de Palencia, refiriéndose a estas últimas nupcias, que don Rodrigo
las contrajo «ya anciano, pero con vigor y robustez juveniles».
Muerto don Rodrigo, doña Elvira le
sobrevivió más de treinta y cuatro años, y sostuvo pleito -por razones
pecuniarias- con el primogénito del Maestre.
Esta es la madrastra a quien don Jorge
enderezó su Convite burlesco.
Era el Maestre trovador cortesano.
Consérvanse cuatro canciones, dos villancicos y un romance suyos. A la que
sería su segunda mujer, o a la última dedicó la cancioncilla que comienza:
Grandes albricias te pido;
no las niegues, corazón,
q'eres al lugar venido
do lo ganado y perdido
acaban nueva prisión.
Fue don Rodrigo, según lo describe don
Fernán del Pulgar en los Claros varones de Castilla, «omne de
mediana estatura, bien proporcionado en la compostura de los miembros; los
cabellos tenia roxos e la nariz un poco larga».
Murió en la villa de Ocaña, provincia de
Toledo, de una pústula cancerosa que le destruyó el rostro en pocos días.
Tenía setenta años de edad. Era el 11 de
noviembre de 1476.
2
Aurora renacentista
Efímeros son, para Jorge Manrique, los
triunfos, jerarquías, ejércitos, castillos y pendones; deleznables las
cortesanías y deleites, la destreza juvenil, la frescura de la tez.
Toda mundanal grandeza no es sino llama
que muere de un soplo.
El poeta repite, con Próspero de
Aquitania, que si pudiésemos tornar bello el rostro como podemos embellecer el
alma, ¡qué jubilosa laboriosidad pondríamos!
La idea de que la vida es fugaz, debe de
ser tan vieja como la muerte. Pero la Edad Media repite, cual ninguna otra, con
apasionado fervor, la imagen del cuerpo que se corrompe, del señorío que se
abate, de la belleza que se desvanece.
Esta certidumbre de la macabra
descomposición se infiltra en el espíritu medieval como una embriaguez
contagiosa.
Durante los siglos XIV y XV, parece
llenarlo todo. Pero el furor necrófilo, como nota Menéndez Pelayo en su Historia
de la poesía castellana, se desencadenó mucho más en Alemania y en la
Francia nórdica que bajo los cielos claros de las penínsulas italiana y
española.
Predicadores, mimos, pintores, grabadores,
clérigos, poetas recuerdan de continuo que el cuerpo escultural oculta vísceras
y humores, que la humana arcilla se transforma en gusanos y polvo, que la
Igualadora implacable señorea a los hombres. De tal pensamiento, rudamente
igualitario, nace la sarcástica Danza de la Muerte, llamada
también Danza General y Danza Macabra.
Hay democrática y chocarrera satisfacción
en el aserto de tal obra, poderosos y humildes danzarán cuando
la Muerte lo mande.
¿Puede suponerse algo más siniestro que
hacer bailar a un moribundo?
La exageración pavorosa del luto, característica
de la Edad Media, ha ido decreciendo hasta obtener las discretas proporciones
que alcanza en nuestros días. Pero en la oda de Jorge Manrique, influida de las
soberbias afirmaciones humanas del Renacimiento, se dignifica el tránsito,
entra el héroe en la inmortalidad sin renegar de las seculares y pretéritas
hazañas.
Manrique no vilipendia los atractivos del
mundo ni las cualidades humanas. Elogia la discreción, la gracia, la razón, la
bravura; evoca la suntuosidad de la corte, las trovas y músicas, a las damas,
sus vestidos, sus olores.
La muerte no resulta, en la oda,
repulsiva. El Maestre, terminada su vida temporal (que es la primera),
perdura en el recuerdo de los suyos con otra vida más larga, de gloria, de
honor (que es la segunda). Muere «con voluntad placentera, clara, pura». Entra,
pues, en la inmortalidad, para el goce de la «vida tercera», infinita.
El epitafio puesto en la tumba de don
Rodrigo Manrique sintetiza el concepto:
Aquí yace muerto el hombre
Que vivo queda su nombre.
3
Actitud interrogativa
El evocar glorias caducas por medio de
interrogaciones es procedimiento muy antiguo. Menéndez Pelayo, en su obra
citada, y también Huizinga, en El Otoño de la Edad Media, señalan
abundantes ejemplos.
Usase en la profecía de Baruc, hacia el año
599 antes de Cristo. Diez centurias más tarde, en el siglo V de nuestra era,
reaparece aún en Tiro Próspero.
Pero la moda, la verdadera predilección
por esta fórmula, es absolutamente medieval.
¿Qué ha sido de monarcas y vasallos,
héroes, amadores y beldades? Ubi sunt? ¡Cómo ha resonado esta pregunta
desoladora en la Edad Media!
Mucho antes que en Manrique y sus
predecesores castellanos aparecen abundantes modelos en la poesía
latinocristiana.
Entre los poemas que proporcionan modelo
más antiguo se halla el titulado De contemptu mundi,
compuesto cuando mediaba el siglo XII por el monje cluniacense Bernardo de
Morlay.
«¿Dónde está -pregunta este último- la
gloria de Babilonia?» «¿Dónde el temible Nabucodonosor y la fuerza de
Darío...?» «¿Dónde Mario y Fabricio... dónde Rómulo y Remo...?»
En el siglo XIII, Jacopone da Todi, Joculator
Domini, también inquiere dónde se hallan el glorioso Salomón, el
invencible Sansón, el bello Absalón, el amable Jonatán, el poderoso César.
Abulbeca, poeta árabe del siglo XIII, repite
el movimiento interrogativo en la casida en que deplora la pérdida de Córdoba,
Sevilla, Valencia y Murcia, conquistada por Fernando III y Jaime I.
En la poesía española del siglo XIV, el
canciller Pero López de Ayala utiliza el conocido procedimiento. En la del
siglo XV, Ferrand Sánchez de Calavera1, Fray Migir, el Marqués de Santillana,
Jorge Manrique.
También había inquirido Petrarca el
paradero de riquezas, honores, gemas, cetros, coronas y mitras. Pero el
Petrarca sabe que un bel morir tutta la vitta honora.
François Villon, con la melancolía de
su Ballade des dames du temps jadir, matiza el tema en Francia;
el original y rudo Skelton, en Inglaterra, usa el mismo procedimiento en una
poesía sobre Eduardo IV... La enumeración puede ser mucho más extensa. El
vanidoso y agresivo lord Byron interroga, de igual modo, en el Don
Juan.
4
Espíritu de Jorge Manrique
Jorge Manrique nació, probablemente, en
Paredes de Nava, hacia 1440. Se tienen noticias de su vida sólo desde el año
1470 (cuando venció a Juan de Valenzuela en Ajofrín, cerca de Toledo), hasta
que murió en un combate sostenido contra el marqués de Villena (don Diego López
Pacheco) en 1479, frente al castillo de Garci Muñoz.
Así, pues, entre 1476 -año en que murió el
Maestre- y 1479 -fecha del fallecimiento de don Jorge- fueron compuestas
las Coplas inmortales, que son una de las postreras si no la
última producción del autor.
¿Cuáles eran las ideas, cuáles los
sentimientos de Jorge Manrique?
¿Cómo era el ambiente donde se acendró su
alma?
Testigo de tres reinados, comprobó en las
vidas más altas la vanidad de las grandezas.
El Poeta niño pudo contemplar, desde lejos,
la puesta de sol en la fastuosa corte de don Juan II.
Mucho después evocaría, nostálgico,
aquellos aparatosos torneos, acordadas músicas, trovas, danzas y galanterías
palacianas.
Muerto Juan II, don Jorge vio debatirse
durante veinte años a Enrique IV. En el reinado de este último transcurrió casi
toda la juventud del poeta.
Las Coplas del Provincial y
las Coplas de Mingo Revulgo reflejan el oprobio que
mancilló a don Enrique.
En 1465, un puñado de grandes, entre los
que se contaban los Manriques, depusieron una imagen del rey. Construido un
cadalso en que se alzaba un trono, asentaron allí el regio simulacro y
leyéronle las representaciones que tan inútilmente habían dirigido al monarca.
Luego le arrancaron la corona el cetro, la espada; y lo derribaron con los
pies, mientras clamoreaba la jubilosa multitud.
El infante Alonso, de once años de edad,
«su hermano el inocente, que sucesor le ficieron», ascendió allí mismo al solio
y los rebeldes lo proclamaron rey.
Alonso de Palencia, en la Crónica
de Enrique IV, describe con apasionado rencor a este monarca. El
caricaturesco retrato palpita vitalmente.
Don Jorge pudo admirar, al fin, a los
Reyes Católicos, que iniciaban su era fecundísima.
Hombre de su tiempo, no canta la
naturaleza. Sabido es que para expresar la delectación estética inspirada por
el paisaje, hay que aguardar hasta Rousseau.
El anónimo juglar de Mio Cid apuntaba
escuetas observaciones topográficas. Berceo, en la Introducción a los
Milagros de Nuestra Señora, había bosquejado un huerto, aunque sólo se
trata de una alegoría. Manrique siente la naturaleza menos aún que aquellos
viejos versistas. El paisaje no existe para él.
Este poeta es, sin embargo, más que nada,
visual: sensible al color y, sobre todo, a la luz. En sus poesías menciona el
blanco, el verde y el pardo. Prefiere, a los vagos fulgores, la claridad
intensa.
Ni cielo ni tierra ni mar tienen para él
valor pictórico. Cuando describe (lo hace sólo una vez en el Castillo
de Amor) es para materializar alegóricamente sus afectos.
Estima que el amor es despiadado y
lamentable como la guerra. En sus versos galantes abundan los gemidos y las
expresiones marciales.
Pero, a pesar de su reciedumbre, conoce la
delicadeza y ama la vida. Porque estando él durmiendo le besó su amiga, dice
donosamente:
Quien durmiendo tanto gana,
nunca debe despertar.
Este poeta escribía versos de amor: casi
todo su cancionero es erótico.
Este hombre fue ardido guerrillero: la
muerte lo sorprendió en una batalla.
Floreció su afecto, muchas veces, en
versos cortesanos, artificiosos, frívolos.
Sus alegrías y rencores le sugirieron,
alguna vez, bastos versos de burlas.
Este espíritu, consagrado al amor y a la
guerra, se magnificó al contacto de la muerte.
En su infancia, Manrique había perdido a
su madre. Más tarde, a su primera madrastra. Tendría unos doce años cuando don
Juan II hacía descabezar a don Álvaro de Luna en un cadalso de Valladolid. (Fue
aquel prepotente Condestable uno de los grandes adversarios de la familia
Manrique).
Un lustro más tarde, moría el Marqués de
Santillana, tío del Conde de Paredes; luego este último.
5
El momento de las «Coplas»
Jorge Manrique ha formado su hogar. Su
esposa, doña Guiomar de Castañeda, es hermana de la segunda madrastra del
poeta. Este, próximo a su mujer y a los dos hijos de ambos, Luis y Luisa,
escribe la austera meditación, mojada en lágrimas.
Don Jorge conoce las tremendas palabras
del Génesis, «Polvo eres y en polvo te convertirás».
El profeta Isaías le ha dicho: «No os
acordéis de las cosas pasadas, y no miréis a las antiguas».
Y el rey Salomón, desengañado: «No hay
memoria de las primeras cosas, ni habrá tampoco recordación de las que
sucederán después, entre aquellos que han de ser en lo postrero».
Sabe, con Boecio, que «las deleznables
riquezas no acompañan al difunto» y muchos escritores le han recordado hasta la
saciedad que la Fortuna torna, de continuo, su rueda voluble.
Jorge Manrique ha sintonizado los efluvios
de la multitud innominada, disuelta en los deshielos de la muerte. Sus Coplas son
caudal rumoroso que baja desde cumbres altísimas.
¿Por qué, pasados unos cinco siglos,
todavía nos interesa y nos conmueve?
Nos emociona porque dice verdades eternas
con palabras sencillas.
¿Qué conceptos expresa?
No afirma, tan sólo comprueba, que -«a
nuestro parecer»- fue mejor lo pasado.
Nuestras vidas, fugacidad de instantes,
fluyen como ríos, corren hacia la muerte, receptáculo eterno que es insaciable
como el mar.
También, después del poeta, lo dijo
Fernando de Rojas en La Celestina: «Corren los días como agua del
río».
La vida se desvanece como sueño.
Paramentos y galas marchítanse como el verdor de las eras, evapóranse como
rocío de los prados.
El culto y elegante Marqués de Santillana
y aquel otro gran señor belicoso que fue Gómez Manrique, habían versificado
conceptos semejantes.
Esta idea de la vanidad de los atractivos
temporales, que se venía repitiendo secularmente, ha logrado el doloroso y
universal triunfo de convertirse en lugar común. Más para que una expresión se
haga lugar común, debe tener méritos extraordinarios.
¿Qué más dice el poeta?
Este mundo no es posada, sino camino.
Placeres y dulzuras son corredores (batidores) con que ilusoriamente
pretendemos explorar y conquistar la vida. Cuando advertimos el error, es
tarde: caemos en la celada de la muerte.
Y la muerte se acerca en silencio. Si
llama a nuestra puerta, todo es en vano.
La devastadora implacable sabe igualar a
papas, reyes y arzobispos con humildes pastores.
Mete la carne mortal en la fragua donde
arde fuego eterno y purificador. O esgrime, iracunda, el arco tenso y «todo lo
pasa de claro con su flecha».
Esta imagen de la muerte sagitaria lucía
desde mucho antes en la anónima Danza general.
Pues no hay tan fuerte nin recio gigante
que deste mi arco se pueda amparar,
conviene que mueras, cuando lo tirar,
con esta mi flecha, cruel, traspasante.
El esquelético personaje solía ser
representado con una guadaña en la diestra, o bien con saeta y arco. Iba en un
carro tirado por bueyes o a horcajadas sobre un buey o vaca. Otras veces,
caballero siniestro, marchaba sobre innumerables cuerpos yacentes, hollándolos
con los cascos del corcel.
Después de fecundas consideraciones
filosóficas, Jorge Manrique fija su pensamiento en algunos hechos históricos.
Pero ni griegos ni romanos -tan remotos- le conmueven. Desdeña también las
usuales invocaciones de poetas y oradores famosos. Desconfiando de ocultas
ponzoñas, encomiándose sólo al Salvador del Mundo. No desea, tampoco, seguir
repitiendo -cual otros- los nombres de personales que fueron cumbres o altiplanos
de la gentilidad.
Prefiere aproximarse a sus coetáneos
entrar de lleno en la vida tumultuosa que él y sus familiares han vivido.
La moda despótica le dicta, sin embargo,
casi en seguida, un catálogo de celebridades compuesto de quince nombres. Esta
pesada nómina, que hoy nos resulta de erudición impertinente, obedece a un
canon establecido, según indica Curtius (Zeitschrift fur Romanische
Philologie, abril, 1932). Manrique quiso vincular la cultura hispánica con
la de la Roma cesárea, como había hecho Alfonso el Sabio
en su Crónica general. El Poeta reconoce al Maestre las virtudes
atribuidas por tradición a excelentes emperadores romanos.
Nada quedaba de la pomposa corte de don
Juan II, del avasallante poderío del condestable don Álvaro, de los Infantes de
Aragón, inmortalizados por las Coplas como los infantes
carrionenses por el Cantar de Mio Cid. La influencia de los
Maestres de Santiago y Calatrava, «hermanos tan prosperados como reyes», se
había desvanecido: habían pasado el rey don Enrique, sensual y taciturno: el
infante don Alfonso; don Rodrigo, Conde de Paredes.
En este personaje, objeto de la oda,
termina el poeta la enumeración. Obedece, pues, a un plan claramente trazado.
No advirtiéndolo, algunos comentaristas se han sorprendido de que el Maestre
ocupe el último espacio en esta lamentación final. Otros hasta pensaron que
nada se hubiese perdido suprimiendo las estrofas correspondientes.
¿Qué se hizo tanta grandeza? ¿Qué fue de
la ambición, júbilo y poderío? ¿Qué de tantos odios y luchas?
Se deshizo el hogar de los Manriques,
pasaron el amor y el odio, las galanterías y las burlas: las banderas rebeldes
cayeron a lo largo de los mástiles como esperanzas frustradas; el tiempo
desmoronó torres, allanó muros y hasta borré el rastro de las tumbas en que
Maestre y Poeta reposaban. Pero de aquel siglo XV, desvanecido en polvo, surge,
como de un vaso telúrico, la llama serena de la elegía inmortal.
Obras amatorias
De Don Jorge Manrique quejándose del Dios de amor y como razonan
el uno con el otro2
I
por quien mi vida se guía!
¿Cómo sufres tú, señor,
siendo justo juzgador,
en tu ley tal herejía?
¿Que se pierda el que sirvió,
que se olvide lo servido,
que viva quien engañó,
que muera quien bien amó,
que valga el amor fingido?
II
consientes pasar así,
suplícote que perdones
mi lengua, si con pasiones
dijere males de ti.
Que no soy yo el que lo digo,
sino tú, que me hiciste
las obras como enemigo:
teniéndote por amigo
me trocaste y me vendiste.
III
¿por qué consientes mentiras?
Si tienen en ti bondad,
¿por qué sufres tal maldad?
¿O qué aprovechan tus iras,
tus sañas tan espantosas
con que castigas y hieres?
Tus fuerzas tan poderosas
-pues comportas tales cosas-
di, ¿para cuándo las quieres?
IV
Amador: Sabe que Ausencia
te acusó y te condenó,
que si fuera en tu presencia,
no se diera la sentencia
injusta como se dio;
ni pienses que me ha placido
por haberte condenado,
porque bien he conocido
que perdí en lo perdido
y pierdo en lo que he ganado.
V
¡Qué inicio tan bien dado,
qué justicia y qué dolor,
condenar al apartado,
nunca oído ni llamado
él ni su procurador!
Así que por disculparte,
lo que pones por excusa,
lo que dices por salvarte
es para más condenarte
porque ello mismo te acusa.
VI
Amansa tu turbación,
recoge tu seso un poco,
no quieras dar ocasión
a tu gran alteración
que te pueda tornar loco;
que bien puedes apelar,
que otro Dios hay sobre mí
que te pueda remediar,
y a mí también castigar
si mala sentencia di.
VII
Ese Dios alto sin cuento,
bien sé yo que es el mayor;
mas, con mi gran desatiento,
le tengo muy descontento
por servir a ti, traidor,
que con tu ley halaguera
me engañaste, y has traído
a dejar la verdadera,
y seguirte en la manera
que sabes que te he seguido.
VIII
después que te conocí;
pues ¿cómo pareceré
ante el Dios a quien erré
quejando del que serví?
Que me dirá, con razón,
que me valga cuyo so,
y que pida el galardón
a quien tuve el afición,
que él nunca me conoció.
IX
esa tu sentencia dada
contra mí, por ser ausente,
ahora que estoy presente
revócala, pues fue errada,
Y dame plazo y traslado
que diga de mi derecho;
y si no fuese culpado,
tú serás el condenado,
yo quedaré satisfecho.
X
Aunque mucho te agraviaste,
no sería Dios constante
si mi sentencia mudaste,
por eso cumple que pase
como va, y vaya delante.
Y pues más no puede ser,
mira qué quieres en pago,
que cuanto pueda hacer,
haré por satisfacer
el agravio que te hago.
XI
Ni por tu gran señorío
nunca tal conseguiré,
ni tienes tal poderío
para quitarme lo mío
sin razón y sin porqué.
Porque si bienes me diste,
sabes que los merecía;
mas el mal que me hiciste
sólo fue porque quisiste,
pero no por culpa mía.
XII
haslo de ser en lo justo;
pero no voluntarioso,
criminoso y achacoso,
haciendo lo que es injusto.
Si guardares igualdad,
todos te obedeceremos;
si usares voluntad,
no nos pidas lealtad
porque no te la daremos.
XIII
No te puedo ya sufrir
porque mucho te me atreves;
sabes que habré de reñir
y aun podrá ser que herir,
pues no guardas lo que debes.
Y pues eres mi vasallo,
no te hagas mi señor,
que no puedo comportallo;
ni presumas porque callo
que lo hago por temor.
XIV
No cures de amenazarme
ni estar mucho bravacando, (sic)
que tú no puedes dañarme
en nada más que en matarme,
pues esto yo lo demando:
ni pienses que he de callar
por esto que babeaste,
ni me puedes amansar
si no me tornas a dar
lo mismo que me quitaste.
XV
Pues sabes que no lo habrás
de mí jamás en tu vida,
veamos qué me darás,
o qué cobro te harás
sin mí para tu herida;
y bien sé que has de venir,
las rodillas por el suelo,
a suplicarme y pedir
que te quiera recibir
y poner algún consuelo.
XVI
Quiero moverte un partido,
escúchame sin enojos:
si me das lo que te pido,
de rodillas y aun rendido
te serviré, y aun de ojos;
pero sin esto no entiendas
que yo me contentaré,
ni quiero sino contiendas:
porque todo el mundo en prendas
que me des, no tomaré.
XVII
RESPONDE EL DIOS DE
AMOR
Y ACABA
Por tu buen conocimiento
en te dar a quien te diste,
por tu firme pensamiento,
por las penas y tormento
que por amores sufriste,
te torno y te restituyo
en lo que tanto deseas,
y te doy todo lo tuyo,
y por bendición concluyo
que jamás en tal te veas.
A la fortuna
I
Fortuna, no me amenaces,
ni menos me muestres gesto
mucho duro,
que tus guerras y tus paces
conozco bien, y por esto
no me curo;
antes tomo más denuedo,
pues tanto almacén de males
has gastado,
aunque tú me pones miedo
diciendo que los mortales
has guardado.
II
Y ¿qué más puede pasar
dolor mortal ni pasión
de ningún arte,
que herir y atravesar
por medio mi corazón
de cada parte?
Pues una cosa diría,
y entiendo que la jurase
sin mentir:
que ningún golpe vendría
que por otro no acertase
a me herir.
III
¿Piensas tú que no soy muerto
por no ser todas de muerte
mis heridas?
Pues sabe que puede, cierto,
acabar lo menos fuerte
muchas vidas;
mas está en mi fe mi vida,
y mi fe está en el vivir
de quien me pena;
así que de mi herida
yo nunca puedo morir
sino de ajena.
IV
Y pues esto visto tienes,
que jamás podrás conmigo
por herirme,
torna ahora a darme bienes,
por que tengas por amigo
hombre tan firme;
mas no es tal tu calidad
para que hagas mi ruego,
ni podrás,
que hay muy gran contrariedad
porque tú te mudas luego;
yo, jamás.
V
Y pues ser buenos amigos
por tu mala condición
no podemos,
tornemos como enemigos
a esta nuestra cuestión,
y porfiemos;
en la cual, si no me vences,
yo quedo por vencedor
conocido;
pues dígote que comiences
y no debo haber temor,
pues te convido.
VI
Que ya las armas probé
para mejor defenderme
y más guardarme,
y la fe sola hallé
que de ti puede valerme
y defensarme;
mas esta sola sabrás
que no sólo me es defensa,
mas victoria:
así que tú llevarás
de este debate la ofensa;
yo, la gloria
VII
De los daños que me has hecho
tanto tiempo guerreando3
contra mí,
me queda sólo un provecho,
porque soy más esforzado
contra ti;
y conozco bien tus mañas,
y en pensando tú la cosa,
ya la entiendo,
y veo cómo me engañas;
mas mi fe es tan porfiosa.
que lo atiendo.
VIII
Y entiendo bien tus maneras
y tus halagos traidores,
nunca buenos,
que nunca son verdaderas
y en este caso de amores,
mucho menos;
ni tampoco muy agudas
ni de gran poder ni fuerza,
pues sabemos
que te vuelves y te mudas;
mas Amor nos manda y fuerza
que esperemos.
IX
Que tus engaños no engañan,
sino al que amor desigual
tiene y prende;
que al mudable nunca dañan,
porque toma el bien, y el mal
no lo atiende.
Estos me vengan de ti:
pero no es para alegrarme
tal venganza,
que pues tú heriste a mí,
yo tenía que vengarme
por mi lanza.
X
Mas venganza que no puede
-sin la firmeza quebrar-
ser tomada,
más contento soy que quede
mi herida sin vengar
que no vengada;
mas, con todo, he gran placer
porque tornan tus bonanzas
y no esperan,
ni duran en su querer
a que vuelvan tus mudanzas
y que mueran.
XI
CABO
Desde aquí te desafío
a fuego, sangre y a hierro,
en esta guerra;
pues en tus bienes no fío,
no quiero esperar más yerro
de quien yerra:
que quien tantas veces miente,
aunque ya diga verdad,
no es de creer;
pues airado ni placiente,
tu gesto mi voluntad
no quiere ver.
Porque estando él durmiendo le besó su amiga
I
Vos cometisteis traición,
pues me heristeis, durmiendo,
de una herida que entiendo
que será mayor pasión
el deseo de otra tal
herida como me disteis,
que no la llaga mi mal
ni daño que me hicisteis.
II
Perdono la muerte mía;
mas con tales condiciones,
que de tales traiciones,
cometáis mil cada día;
pero todas contra mí,
porque, de aquesta manera,
no me place que otro muera
pues que yo lo merecí.
III
CABO
Más placer es que pesar
herida que otro mal sana
quien durmiendo tanto gana,
nunca debe despertar.
Diciendo qué cosa es amor
I
Es amor fuerza tan fuerte
que fuerza toda razón;
una fuerza de tal suerte,
que todo seso convierte
en su fuerza y afición;
una porfía forzosa
que no se puede vencer,
cuya fuerza porfiosa
hacemos más poderosa
queriéndonos defender.
II
Es placer en que hay dolores.
dolor en que hay alegría,
un pesar en que hay dulzores,
un esfuerzo en que hay temores,
temor en que hay osadía;
un placer en que hay enojos,
una gloria en que hay pasión,
una fe en que hay antojos,
fuerza que hacen los ojos
al seso y al corazón.
III
Es una cautividad
sin parecer las prisiones,
un robo de libertad,
un forzar de voluntad
donde no valen razones;
una sospecha celosa
causada por el querer,
una rabia deseosa
que no sabe qué es la cosa
que desea tanto ver.
IV
Es un modo de locura
con las mudanzas que hace
una vez pone tristura,
otra vez causa holgura
como lo quiere y le place;
un deseo que al ausente
trabaja pena y fatiga;
un recelo que al presente
hace callar lo que siente,
temiendo pena que diga.
V
FIN
Todas estas propiedades
tiene el verdadero amor;
el falso, mil falsedades,
mil mentiras, mil maldades,
como fingido traidor;
el toque para tocar
cuál amor es bien forjado,
es sufrir el desarmar,
que no puede comportar
el falso sobredorado.
De la profesión que hizo en la Orden del Amor
I
Porque el tiempo es ya pasado
y el año todo cumplido,
después acá que hube entrado
en Orden de enamorado
y el hábito recibido,
porque en esta religión
entiendo siempre durar,
quiero hacer profesión
jurando de corazón
de nunca la quebrantar.
II
Prometo de mantener
continuamente pobreza
de alegría y de placer;
pero no de bien querer
ni de males ni tristeza,
que la regla no lo manda
ni la razón no lo quiere,
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
que quien en tal Orden anda,
se alegre mientras viviere.
III
Prometo más: obediencia
que nunca será quebrada
en presencia ni en ausencia,
por la muy gran bienquerencia
que con vos tengo cobrada;
y cualquier ordenamiento
que regla de amor mandare,
aunque traiga gran tormento,
me place y soy muy contento
de guardar mientras durare.
IV
En lugar de castidad,
prometo de ser constante;
prometo de voluntad
de guardar toda verdad
que ha de guardar el amante;
prometo de ser sujeto
al Amor y a su servicio;
prometo de ser secreto.
y esto todo que prometo,
guardarlo será mi oficio.
V
Fin será de mi vivir
esta regla por mí dicha,
y entiéndola así sufrir,
que espero en ella morir
si no lo estorba desdicha;
mas no lo podrá estorbar
porque no tendrá poder,
porque poder ni mandar
no puede tanto sobrar
que iguale con mi querer.
VI
Si en esta regla estuviere
con justa y buena intención,
y en ella permaneciere,
quiero saber, si muriere,
qué será mi galardón;
aunque a vos sola lo dejo,
que fuisteis causa que entrase
en orden que así me alejo
de placer, y no me quejo
porque de ello no os pesase.
VII
FIN
Si mi servir de sus penas
algún galardón espera,
venga ahora por estrenas
-pues mis cuitas son ya llenas-
antes que del todo muera;
y vos recibid por ellas
-buena o mala- esta historia,
porque viendo mis querellas,
pues que sois la causa de ellas,
me dedes alguna gloria.
Castillo de amor
I
Hame tan bien defendido,
señora, vuestra memoria
de mudanza,
que jamás, nunca, ha podido
alcanzar de mi victoria
olvidanza:
porque estáis apoderada
vos de toda mi firmeza
en tal son,
que no puede ser tomada
a fuerza mi fortaleza
ni a traición.
II
La fortaleza nombrada
está en los altos alcores
de una cuesta,
sobre una peña tajada,
maciza toda de amores,
muy bien puesta:
y tiene dos baluartes
hacia el cabo que ha sentido
el olvidar,
y cerca a las otras partes,
un río mucho crecido,
que es membrar.
III
El muro tiene de amor,
las almenas de lealtad,
la barrera
cual nunca tuvo amador,
ni menos la voluntad
de tal manera;
la puerta de un tal deseo,
que aunque esté del todo entrada
y encendida,
si presupongo que os veo,
luego la tengo cobrada
y socorrida.
IV
Las cavas están cavadas
en medio de un corazón
muy leal,
y después todas chapadas
de servicios y afición
muy desigual;
de una fe firme la puente
levadiza, con cadena
de razón,
razón que nunca consiente
pasar hermosura ajena
ni afición.
V
Las ventanas son muy bellas,
y son de la condición
que dirá aquí:
que no pueda mirar de ellas
sin ver a vos en visión
delante mí;
mas no visión que me espante,
pero póneme tal miedo,
que no oso
deciros nada delante,
pensando ser tal denuedo
peligroso.
VI
Mi pensamiento -que está
en una torre muy alta,
que es verdad-
sed cierta que no hará,
señora, ninguna falta
ni fealdad;
que ninguna hermosura
ni buen gesto,
no puede tener en nada
pensando en vuestra figura
que siempre tiene pensada
para esto.
VII
Otra torre, que es ventura,
está del todo caída
a todas partes,
porque vuestra hermosura
la ha muy recio combatida
con mil artes,
con jamás no querer bien,
antes matar y herir
y desamar
un tal servidor, a quien
siempre debiera guarir
y defensar.
VIII
Tiene muchas provisiones
que son cuidados y males
y dolores,
angustias, fuertes pasiones,
y penas muy desiguales
y temores,
que no pueden fallecer
aunque estuviese cercado
dos mil años,
ni menos entrar placer
a do hay tanto cuidado
y tantos daños.
IX
En la torre de homenaje
está puesto toda hora
un estandarte,
que muestra por vasallaje
el nombre de su señora
a cada parte;
que comienza como más
el nombre y como valer
el apellido,
a la cual nunca jamás
yo podré desconocer
aunque perdido.
X
FIN
A tal postura os salgo
con muy firme juramento
y fuerte jura,
como vasallo hidalgo
que por pesar ni tormento
ni tristura,
a otro no lo entregar
aunque la muerte esperase
por vivir,
ni aunque lo venga a cercar
el Dios de amor, y llegase
a lo pedir.
Escala de amor
I
Estando triste, seguro,
mi voluntad reposaba,
cuando escalaron el muro
do mi libertad estaba.
A escala vista subieron
vuestra beldad y mesura,
y tan de recio hirieron,
que vencieron mi cordura.
II
Luego todos mis sentidos
huyeron a lo más fuerte,
mas iban ya mal heridos
con sendas llagas de muerte;
y mi libertad quedó
en vuestro poder cautiva;
mas gran placer hube yo
desque supe que era viva.
III
Mis ojos fueron traidores,
ellos fueron consintientes,
ellos fueron causadores
que entrasen aquestas gentes
que el atalaya tenían,
y nunca dijeron nada
de la batalla que vían,
ni hicieron ahumada.
IV
Desde que hubieron entrado,
aquestos escaladores
abrieron el mi costado
y entraron vuestros amores;
y mi firmeza tomaron,
y mi corazón prendieron,
y mis sentidos robaron,
y a mí sólo no quisieron.
V
FIN
¡Que gran aleve hicieron
mis ojos y qué traición;
por una vista que os vieron,
venderos mi corazón!
VI
Pues traición tan conocida
ya les placía hacer,
vendieron mi triste vida
y hubiera de ello placer;
mas al mal que cometieron
no tienen escusación:
¡Por una vista que os vieron,
venderos mi corazón!
Con el gran mal que me sobra...
I
Con el gran mal que me sobra
y el gran bien que me fallece,
en comenzando algún obra.
la tristeza que me cobra
todas mis ganas empece;
y en queriendo ya callar,
se levantan mil suspiros
y gemidos a la par,
que no me dejan estar
ni me muestran qué deciros.
II
No que mi decir se esconda,
mas no hallo que aproveche,
que puesto que me responda
vuestra vela o vuestra ronda,
responderá que yo peche;
dirá luego: -¿Quién te puso
en contienda ni cuestión?
Yo, aunque bien no me escuso
ni rehúso ser confuso,
contaré la ocasión.
III
Y diré que me llamaron
por los primeros mensajes,
cien mil que os alabaron
y alabando no negaron
recibidos mil ultrajes;
mas es tal vuestra beldad,
vuestras gracias y valer,
que Razón y Voluntad
os dieron su libertad
sin poderse defender.
IV
Emprendí, pues, noramala
ya de veros por mi mal,
y en subiendo por la escala,
no sé cuál pie me resbala,
no curé de la señal;
y en llegando a la presencia
de bienes tan remontados,
mis Deseos y Cuidados
todos se vieron lanzados
delante vuestra excelencia.
V
Allí fue la gran cuestión
entre Querer y Temor;
cada cual con su razón
esforzando la pasión
y alterando la color;
y aunque estaba apercibido
y artero de escarmentado,
cuando hubieron concluido,
el temeroso partido
se rindió al esforzado.
VI
Y como tardé en me dar
esperando toda afrenta,
después no pude sacar
partido para quedar
con alguna fuerza exenta;
antes me di tan entero
a vos sola de quien soy,
que merced de otra no espero,
sino de vos, por quien muero,
y aunque muera, más me doy.
VII
Y en hallándome cautivo
y alegre de tal prisión,
ni me fue el placer esquivo
ni el pensar me dio motivo
de sentir mi perdición;
antes fui acrecentando
las fuerzas de mis prisiones
y mis pasos acortando,
sintiendo, yendo, mirando
vuestras obras y razones.
VIII
Y aunque todos mis sentidos
de sus fines no gozaron,
los ojos embebecidos
fueron tan bien acogidos,
que del todo me alegraron;
mas mi dicha -no hadada
a consentirme tal gozo-
se volvió tan presto airada,
que mi bien fue todo nada
y mi gozo fue en el pozo.
IX
Robome una niebla oscura
esta gloria de mis ojos,
la cual, por mi desventura,
fue ocasión de mi tristura,
y aun la fin de mis enojos;
cual quedé, pues, yo quedando,
ya no hay mano que lo escriba,
que si yo lo voy pintando,
mis ojos lo van borrando
con gotas de sangre viva.
X
La crudeza de mis males
más se calla en la decir,
pues mis dichos no son tales
que igualen las desiguales
congojas de mi vivir;
mas después de atormentado
con cien mil agrios martirios,
diré cual amortajado
queda muerto y no enterrado,
a oscuras, sin luz ni cirios.
XI
Cual aquel cuerpo sagrado
de San Vicente bendito,
después de martirizado,
a las fieras fue lanzado
por cruel mando maldito;
mas otro mando mayor
de Dios, por quien padeció,
le envió por defensor
un lobo muy sin temor
y un cuervo que lo ayudó.
XII
FIN
Así aguardan mi persona,
por milagro, desque he muerto,
un león con su corona
y un cuervo que no abandona
mi ser hasta ser despierto.
Venga, pues, vuestra venida
en fin de toda mi cuenta;
venga ya y verá mi vida
que se fue con vuestra ida,
mas debe quedar contenta.
En
una llaga mortal...
I
En una llaga mortal,
desigual,
que está en el siniestro lado,
conoceréis luego cuál
es el leal
servidor y enamorado;
por cuanto vos la hicisteis
a mí después de vencido
en la vencida
que vos, señora, vencisteis
cuando yo quedé perdido
y vos querida.
II
Aquesta triste pelea
que os desea
mi lengua ya declarar,
es menester que la vea
y la crea
vuestra merced sin dudar;
porque mi querer es fe,
y quien algo en él dudase,
dudaría
en duda que cierto sé
que jamás no se salvase
de herejía.
III
Porque gran miedo he tomado
y cuidado
de vuestro poco creer,
por esta causa he tardado
de os hacer antes saber
la causa de aqueste hecho:
cómo han sido mis pasiones
padecidas;
para ser, pues, satisfecho,
conviene ser mis razones
bien creídas.
IV
Señora, porque sería
muy baldía
toda mi dicha razón,
si la duda no porfía
con su guía,
que se llama Discreción;
como en ello ya no dude,
pues es verdad y muy cierto
lo que escribo,
antes que tanto me ayude,
que pues por duda soy muerto,
sea vivo.
V
CABO
Pues es esta una experiencia
que tiene ya conocida
esta suerte,
por no dar una creencia,
no es razón quitar la vida
y dar muerte.
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