De la palabra griega apokalypsis, cuyo significado propio es el de "descubrimiento, revelación",
procede el nombre de un género peculiar de la literatura hebrea que se
desarrolló entre los siglos III y I aC1. Esta denominación, sin
embargo, ha servido también para reconocer a uno de los frutos más logrados que
brindó ese género: el llamado Apocalipsis de Juan, libro que cierra el canon
bíblico y que tantos comentarios e interpretaciones, ya sea en forma de
exégesis independientes o como parte de otros textos, suscitó desde los
primeros siglos del cristianismo2. Este término, empleado muchas
veces como sinónimo de escatología, mesianismo o milenarismo, con los que comparte no escasos puntos de contacto,
ofrece, por otro lado, otras vertientes cargadas de sugerencias, y recogidas,
por ejemplo, en el Diccionario de la Lengua
Española: así, para el adjetivo "apocalíptico",
registra, además de su primera y común acepción de "perteneciente o relativo
al Apocalipsis", otros usos figurados del mismo: "misterioso, oscuro,
enigmático", que se completan con un significado relacionado con este
último: "terrorífico, espantoso", seguido de una acepción que
responde a un uso de esta palabra bastante común y extendido en nuestro tiempo:
"Dícese de lo que amenaza o implica exterminio o devastación". A
pesar del rigor de los académicos para tratar de acotar el marco léxico de este
vocablo, echo en falta entre estas acepciones otro sentido del adjetivo
"apocalíptico", imprescindible, a mi entender, para restringir el
amplio significado que abarca esta última acepción ofrecida por el citado Diccionario. Su uso está refrendado no sólo por los
especialistas en la materia, sino que se encuentra también muy arraigado entre
un público heterogéneo que emplea este adjetivo para aplicarlo a la destrucción
o conflagración que, según una tradición milenaria presente en numerosas
culturas, habrá de producirse en los últimos tiempos3. Así pues, la
Real Academia Española haría bien en tener en cuenta en su próxima edición
del Diccionario del año 2002 -ya transpuesto
felizmente el milenio- este importante matiz de la palabra, muy a menudo unido
a otro aspecto relacionado con el final del mundo y que resultó inseparable de
esta idea catastrofista a lo largo de muchos siglos. Me estoy refiriendo, por
supuesto, a la venida del Anticristo, personaje poderoso cuyo reinado, según
está recogido en las más viejas tradiciones, habrá de extenderse durante tres
años y medio, período previo al inminente fin de los tiempos al que seguirá el
Juicio de Dios. Esta creencia en el Anticristo, asociada con la del ocaso de la
humanidad, se hace explícita al menos desde Ireneo, que fue obispo de Lyón a
fines del siglo II4. Desde entonces -y aún antes, si bien carecemos
de testimonios de mayor antigüedad- esta relación Anticristo / fin del mundo
ocupó el pensamiento de muchos teólogos, predicadores y visionarios y se
extendió desde ellos a todas las capas de la sociedad.
La Edad Media se convirtió en campo fecundo donde
arraigaron con facilidad las manifestaciones derivadas de esta fructífera
asociación. Resultado de ella fueron no sólo las expresiones de miedos
colectivos, sino la creatividad que en torno a este motivo quedó recogida en
numerosos escritos (sermones, tratados, profecías, poemas, obras de teatro,
etc.), así como en pinturas, esculturas, tapices y vidrieras, que constituyen
un excelente muestrario de cómo la sensibilidad manifestada hacia este
personaje de los tiempos últimos buscó refugio en el arte. Durante todo el
período medieval fue constante la presencia de esta idea obsesiva, que originó
momentos de grave preocupación y que, bajo
diversas formas y motivaciones, se extendió por las tierras de Europa5.
Consciente de que el Diccionario de la
Lengua Española no me autoriza el uso del adjetivo
"apocalíptico" con el significado que voy a darle en este estudio, he
creído oportuno formular antes esta simple disquisición terminológica y
delimitar en este breve preámbulo el espacio en el que deseo moverme. Entiendo
así por "preocupaciones apocalípticas" todas aquellas manifestaciones
humanas que guardan relación con el miedo a un exterminio total del mundo al
final de los tiempos, en el que la figura imponente del Anticristo se convierte
en una pieza irremplazable de este entramado. Voy a descartar por lo tanto de
esta exposición otras vertientes afines con lo apocalíptico, cuales son las de
milenarismo y mesianismo, que, si bien se entrecruzan con la primera durante
toda la Edad Media y, muchas veces, son una consecuencia lógica de aquélla,
revisten otros aspectos que no necesariamente implican la vía de la
destrucción. No podré evitar, sin embargo, aludir a estas realidades, ya que
figuras como las del Emperador de los Últimos Días (conocido también como novas dux, Encubierto, vespertilio, rat
penat, etc.) y la del Papa angélico o Nuevo David -todas
ellas relacionadas con el mesianismo y el milenarismo- son inseparables de una
comprensión apocalíptica de la historia.
No
cabe duda, por otra parte, de que lo apocalíptico se convirtió en fuente de
constantes preocupaciones en la Europa medieval, ya que, como manifestación de
una muerte colectiva, llevada a un plano universal que afecta a toda la
creación, suponía -a la luz de una visión religiosa y social- el momento
culminante en el que los pecados cometidos por la humanidad o las buenas obras
realizadas por los justos serían sometidas a juicio. En esencia, creo que el
origen de la dimensión apocalíptica de la historia se encuentra en una lógica
relación entre la propia realidad de la muerte humana, con su dramatismo y su
componente de redención, y una muerte cósmica, tan irreversible, por lo tanto,
como la primera. Esta idea, es decir la de un nacimiento y un ocaso, queda bien
reflejada en el Apocalipsis de Juan bajo la expresión sintética: "Yo soy el alfa y la omega, el principio y el
fin" (Ap.,1.8), que tantas veces halló representación en la
iconografía cristiana, sobre todo en la Península Ibérica. Estas dos letras simbólicas
se encuentran, por ejemplo, formando parte de esas numerosas cruces del arte
prerrománico asturiano, como sucede en la cruz de piedra que está situada en la
fachada principal de San Salvador de Valdediós, iglesia que mandó construir el
rey Alfonso III a fines del siglo IX. Así
mismo, aparecen en las miniaturas que ilustran el comentario al Apocalipsis en
los códices conocidos como Beatos, según puede apreciarse en algunos de ellos,
como en el que perteneció al monasterio de Valcavado, que presenta como
frontispicio esta misma cruz, de cuyos brazos penden las dos letras
apocalípticas6.
Expresiones
artísticas como éstas, dotadas de un importante componente piadoso y con un
marcado carácter de identidad regia, son tan sólo un mínimo reflejo del interés
suscitado por lo apocalíptico en los siglos medievales, capaz de producir una
constante y honda inquietud y hasta de llegar a convertirse para muchos en una
práctica obsesiva. Es difícil, no obstante, medir el alcance e intensidad de
estas preocupaciones apocalípticas, pues, si bien los numerosos testimonios
conservados hablan de su importancia, falta documentar lo indocumentado,
contradicción que resulta de la imposibilidad de acceder a ese espacio íntimo
que ocupan los sentimientos de los pueblos que experimentaron el miedo al fin
del mundo. Pocas veces las crónicas y otras fuentes contemporáneas recogen
información sobre las reacciones que entre las gentes pudiera haber provocado
el conocimiento de la proximidad del fin y la inminente venida del Anticristo7.
Un ejemplo extraído de la Crónica del rey
Juan II de Castilla servirá para demostrarlo. Cuando el 30
de junio de 1411 llegó el dominico fray Vicente Ferrer a Toledo, ya venía
aureolado de una fama de predicador apocalíptico. Un numeroso cortejo de
disciplinantes lo acompañaba en su camino por diferentes tierras, y las
multitudes, mientras estuvo en la ciudad, se dirigieron todos los días a una
explanada situada cerca del río para escuchar su predicación. El 8 de julio de
ese año proclamó en el sermón que lleva por tema el pasaje de Juan Reminiscamini
quia Ego dixi vobis que el Anticristo había cumplido ya
ocho años y que el fin del mundo llegaría muy pronto. La referida crónica del
rey Juan II no recoge ninguna de las reacciones que aquellas palabras del
fraile debieron de provocar en un auditorio fácilmente impresionable por
anuncios apocalípticos, y el cronista se limita tan sólo a referir las numerosas conversiones de moros y judíos que fray
Vicente Ferrer había realizado en otras tierras gracias a sus predicaciones,
así como el ejemplo que con su santa vida dio a muchos legos y religiosos para
que se apartasen de algunos pecados. Al final del breve capítulo que le dedica
la crónica, unas palabras documentan perfectamente el éxito de su predicación:
"E por todos los caminos que iba lo siguian tantas gentes, que era cosa
maravillosa"8. En una relación de esta estancia toledana de
fray Vicente, que se hizo para el entonces regente de Castilla el infante don
Fernando de Antequera, el relator de la misma se expresa también con términos
similares a los del autor de la crónica: "E, señor, cada día pedrica cosas
maravillosas que nunca oyeron ornes. ¡O, señor, quanto deseo que lo viésedes e
oyésedes!"9 Sin embargo, ni la crónica ni esta relación
contemporánea se han acercado directamente a los sentimientos del público
toledano para documentar su reacción ante la certeza -proclamada por un fraile
de tanta reputación y fama que se reconocía a sí mismo como ángel del Señor- de
que el ocaso del mundo era inminente. Se hace necesario deducir también de
estos dos escritos que esas "cosas maravillosas" sean no sólo la
expresión de la admiración del cronista por las numerosas gentes que seguían al
fraile o, en el segundo escrito, la del asombro producido por la materia tan
singular de su predicación, sino la prueba de que esa "maravilla"
venía también provocada por el atrevimiento del fraile al anunciar el
nacimiento real del Anticristo. En todo caso, los sentimientos profundos de
todos aquellos que escucharon al insigne predicador, tal vez llenos de intensas
preocupaciones apocalípticas, quedaron en estos dos testimonios, como en tantos
otros, sin documentar. Y esto no quiere decir, sin embargo, que esos
sentimientos no existieran10.
Es
evidente que en la Edad Media, aún más que en nuestro tiempo, todo lo
extraordinario sorprendía de un modo harto llamativo. La credulidad se hallaba
en un estado más puro y primigenio que ahora. Ahí están para corroborarlo las
pueriles reacciones que suscitaba un fenómeno astronómico como un eclipse, las
incontables mirabilia que asombraban a los viajeros y que
ilustran sus libros de viajes, los seres grotescos de los bestiarios, las
mismas descripciones teriomórficas del Anticristo y la obsesión e ingenuidad
que hasta algunos de los más sesudos sabios del momento demostraban al afirmar
el año exacto en el que habría de producirse el temido final del mundo.
Esta curiosidad -incluso preocupación- se observa en
el mismo don Fernando de Antequera, quien, siendo ya rey de Aragón, remitió una
carta a fray Vicente Ferrer el 10 de mayo de 1414 para que le explicara el
significado de una cruz luminosa aparecida en el cielo de una villa de
Guadalajara mientras un fraile franciscano predicaba a la multitud. Al margen
de la respuesta a esta carta, que además de diversas explicaciones a este hecho
sorprendente incluía referencias al fin del mundo y al Anticristo, es
importante reparar en la actitud del rey aragonés ante la aparición del
prodigio, que él no había visto personalmente, sino que le había sido referido
en un informe remitido a su palacio de la Aljafería en Zaragoza11.
Sobran en la Edad Media europea ejemplos de este tipo, en los que puede
apreciarse cómo la afición a las visiones, profecías y pronósticos
apocalípticos alcanzaba hasta los más altos estamentos de la sociedad. Así,
hacia mediados del siglo X, la reina Gerberga, esposa de Luis IV de Ultramar,
pedía al monje Adso de Montier que le diera noticias ciertas de la impiedad y
persecución del Anticristo, movida tal vez por simple curiosidad intelectual o
por el miedo a su aparición inmediata. El rey Pedro I de Castilla requirió en
varias ocasiones a un moro granadino llamado Benahatín para que le aclarara el
significado de una profecía merliniana. El infante Pedro de Aragón, hijo del
rey Jaime II, fue aficionadísimo a los vaticinios y él mismo escribió varios de
ellos como resultado de sus visiones, en una de las cuales pronostica la
destrucción de España y la aparición del Anticristo. Íñigo López de Mendoza,
Marqués de Santillana, también mostró su interés hacia las profecías
calamitosas en su Lamentación de Spaña, en donde, una vez más, como él mismo
escribe, "a la gruesa Spaña terribles e infinitos males se apparejan, onde
los buenos ni los malos non storcerán, ni en los advenimientos dellos será
luenga distançia"12.
No
quiero, sin embargo, que estos ejemplos sirvan de fácil argumento para
justificar la extensión de las preocupaciones apocalípticas en Europa, porque,
aunque puedan encontrarse muchos más testimonios como éstos -a los que habría
que añadir un corpus enorme de otras manifestaciones-, por sí mismos sólo
indican que determinados personajes de los altos estamentos sociales se
sintieron atraídos, como curiosidad o como verdadera creencia, por el mundo de
las profecías. No obstante, habrá que manejar otros datos más fiables para
comprobar la posible extensión de lo apocalíptico en la Edad Media.
Parece
que la jerarquía eclesiástica, aún sin negar la realidad del fin del mundo y la
venida del Anticristo, siempre actuó con prevención frente a aquellos que se
atrevieron a profetizar la inminencia de estos acontecimientos. Un pasaje
evangélico fue manejado constantemente para corroborarlo: "De aquel día y
de aquella hora nadie sabe, ni los ángeles del cielo ni el Hijo, sino sólo el
Padre" (Mt. 24.36). En el siglo V, la autoridad indiscutible de Agustín de
Hipona refrendó en uno de los capítulos de su De civitate
Dei esta prudente opinión13. Como muestra de
una condena oficial puede servir como ejemplo la que un congreso de
eclesiásticos emitió en Tarragona en el año 1316 contra algunas obras de
Arnaldo de Vilanova, el médico catalán que estaba convencido de que la llegada
del hijo de perdición se produciría en el año 1376. La sentencia reputaba como
temerarias y erróneas las ideas de éste sobre la cercanía de la venida del
Anticristo y el fin del mundo y las calificaba como contrarias a la Sagrada
Escritura, a sus doctores e intérpretes14. No fue, sin embargo,
hasta ciento sesenta años más tarde, cuando el decreto Supremae
majestatis praesidio, promulgado en el V Concilio de Letrán
en el año 1516, condenó de un modo tajante cualquier especulación que tratara
de fijar los tiempos apocalípticos15. A pesar de esta postura
oficial de la Iglesia, no faltaron nunca voces entre la misma clerecía que
proclamaron la realidad inmediata de los acontecimientos finales.
Es
difícil conocer el alcance que pudieron tener estas declaraciones, pero uno
quiere imaginarse que, dada la atracción que el mundo medieval sentía hacia lo
extraordinario, debieron de ser casi siempre "muy bien" acogidas. La
inquietud, el temor y también las esperanzas que sembraron fueron motivo
constante de preocupación, pues no sólo era el hecho de la destrucción de todo
lo existente lo que causaba espanto, sino el momento decisivo en el que cada
cual tendría que dar cuenta de sus acciones en este mundo. La misma regla de
San Benito lo enuncia con toda claridad en su capítulo IV, al referirse a los
instrumentos de las buenas obras de los monjes. El precepto número 44 es
"temer el día del Juicio"16, mensaje que, por otra parte,
estaba continuamente a la vista de todos en los numerosos Juicios esculpidos en
los tímpanos de muchas catedrales o en las pinturas y frescos que a veces se
encuentran en sus interiores. Un himno anónimo del siglo X lo expresaba
perfectamente desde su primer verso: "Libera me, domine, de morte aetema
in die illa tremenda". Son muchas las manifestaciones literarias de este
tipo, como queda reflejado también en el poema De extremo
iudicio, cuyo autor, el influyente Bernardo de Claraval, se
hacía eco en el siglo XII de ese mismo miedo que inspiraban las
representaciones iconográficas17.
Ingens metus
Atque fletus
Meam turbat animam:
Pavet sensus
Dum suspensus
Horam pensat
ultimam.
La literatura en lengua romance está
plagada también de expresiones parecidas, ya que estos miedos, bien
canalizados, se mostraban como un excelente medio de disuasión moral. Los
visionarios y predicadores conocían a la perfección la fuerza que en el ánimo
de las gentes ejercía esta presión psicológica, por eso no extraña, por
ejemplo, que el citado Arnaldo de Vilanova reconociera en su Tractatus de
tempore adventus Antichristi que estimular ese terror era necesario
para conseguir una modificación en la vida poco piadosa del género humano18.
Es
indudable que la predicación era el medio más eficaz para extender estos
temores, no sólo porque permitiera inculcarlos a un mayor número de personas,
sino porque el ambiente que a veces se creaba en torno a ella contribuía a
fijar con más hondura la inquietud de las masas ante la cercanía del fin del
mundo. Basta sólo con imaginarse uno de esos escenarios para comprender esta
afirmación: multitudes arremolinándose en torno al predicador, procesiones de
flagelantes, gestos y modulaciones de voz de gran efecto, anécdotas personales,
admoniciones funestas, etc., como sucede en el caso del mismo fray Vicente
Ferrer. Todo esto reforzaba el propósito moral, que era en verdad el fundamento
de muchos predicadores medievales del Anticristo, si bien la consecución de
este objetivo fundamental no implicaba la inexistencia de una verdadera
vocación apocalíptica que, en algunos, llegaba a convertirse en una obsesión
constante de sus vidas. Predicadores como AElfric y Wulfstan, que vivieron entre los siglos X y
XI y que propagaron en sus sermones la inminente llegada del Anticristo, se
mostraron muy preocupados por este hecho. Su intención moralizante es inseparable de su
preocupación apocalíptica19. Lo mismo puede decirse de otros predicadores
del siglo XV como Manfred de Vercelli, que pronosticó el reinado del Anticristo
para los años 1417-1418; de Bernardino de Siena en los primeros años de su
predicación, ya que más tarde transformó decididamente su mensaje, e, incluso,
de Girolamo Savonarola, que utilizó admoniciones apocalípticas con una
intención moral y reformista20.
No
puede negarse que las constantes advertencias a la degradación de la humanidad,
ejemplificadas en la comisión de grandes pecados, son un síntoma inequívoco de
la inminencia del final. Es bastante frecuente que los predicadores y muchos
escritos religiosos de intención moralizante, incluso los que se apartan de la
órbita del Anticristo, se refieran a estos pecados para justificar no sólo los
males del presente, sino las terribles tribulaciones del futuro. Esta idea
antiquísima, que se recoge de un modo bastante reiterativo a lo largo del
Antiguo Testamento, es una referencia básica a la que se recurre para
justificar la proximidad de los últimos tiempos, a la vez que se convierte
también en una salida esperanzadora frente a la injusticia y la opresión
social. Esos pecados son sin duda los responsables del castigo divino, que
hallará su máxima expresión con la venida del Anticristo. Es, por lo tanto,
este tópico un modo de elevar una situación histórica conflictiva a un plano
trascendente, capaz de generar de esta forma miedos colectivos y preocupaciones
apocalípticas. En el siglo XI, por ejemplo, Pedro Diácono, que compuso un poema
sobre los últimos días del mundo, el Rhythmus de
novissimus diebus, relaciona la situación caótica de su
época con el cumplimiento de los mil años después de la Pasión de Cristo,
tiempo en el que, según un pasaje muy conocido del Apocalipsis, Satán, el
príncipe del Averno, será desatado para seducir a los hombres en estos días
finales. Pedro Diácono traza en este poema un verdadero cuadro de desolación en
el que la corrupción humana se ha incrementado hasta límites insostenibles:
falta de fe entre los hermanos, esposos e hijos; mezcla de lo divino con lo
humano; malicia e hipocresía; desorden y depravación; simonía y lujuria de los
eclesiásticos; amor a las riquezas, etc. Todo esto es prueba de que el
"nefandus filius diaboli" se proclamará muy pronto como Dios ante
todos los hombres: "Ego Deus, ego magnus, / Ego Vester Dominus",
según lo expresa en uno de los versos de este poema21.
Hoy, lo mismo que ayer, una situación
continuada de crisis produce alarma y preocupación, sólo que en la Edad Media a
ese estado de decadencia originado por las guerras, sequías, epidemias, hambres
y corrupción social se le daba una interpretación religiosa propia de una
sociedad teocéntrica. Estas catástrofes y desórdenes, generadores de angustia,
eran la consecuencia de la ira divina que castigaba así los graves pecados
cometidos por los hombres. Dar un paso adelante y ofrecer de este panorama
social una visión apocalíptica era una forma bastante frecuente que adoptaban
los visionarios y profetas medievales. Un testimonio, extraído ahora de un
texto castellano del siglo XV, servirá de muestra para observar esta común
asociación. Se trata de un fragmento del Libro de los
grandes hechos, escrito por el enigmático fraile minorità Juan Unay:
Onde, sennores
hermanos e amigos, sabed que en el tienpo que
fuere engendrado el falso traidor del Antechristus se levantarán muy muchos
tormentos por todo el mundo, en tal manera que non sabrán las gentes qué
consejo tomar. Et esto averna a todos los del mundo por
los muy grandes pecados en que se enbolverán22.
No
caben muchas objeciones a que los hombres que vivieron en la Edad Media se
mostraron preocupados por el fin del mundo y el advenimiento del Anticristo y
que las diversas y numerosas manifestaciones que han llegado hasta nosotros se
convierten en sólidas pruebas que demuestran la importancia que adquirió esta
faceta del pensamiento en aquellos siglos. Sin embargo, las preocupaciones
apocalípticas no pueden ser reducidas a un mismo fundamento, ya que, al menos,
con sus variaciones y puntos de contacto, éstas pueden englobarse en tres
grupos generales:
1º.- Las que se corresponden con una
concepción tradicional, de base bíblica, que considera el fin del mundo y la
venida del Anticristo como incuestionables, aunque no especule sobre estos
supuestos. Las preocupaciones originadas a partir de estos planteamientos
carecen de un alcance inmediato, por lo que la intensidad de los miedos que
pudieron provocar debe estimarse bastante baja.
2º.- Aquellas que, partiendo de los motivos del grupo
anterior, se centraron en el cumplimiento de las profecías en un tiempo
histórico concreto y cercano, en general coincidente con un marco cronológico
contemporáneo. Especulaciones, fantasías desbordadas y cálculos diversos se dan
en este grupo, en el que las preocupaciones se intensifican y desembocan en
obsesiones y miedos ante la inminencia del final.
3º.- Por último, aquellas que llevan aparejado un
elemento mesiánico y milenarista, como respuesta a la opresión e injusticia del tiempo presente. Estas
preocupaciones incluyen un componente muy desarrollado de crítica social contra
los poderes civiles y eclesiásticos, y participan, como las del segundo grupo,
de especulaciones y formas imaginativas de profunda sugestión.
No
hay que olvidar que, aunque las diferencias entre estos grupos aparezcan aquí
bien marcadas para facilitar un deslinde entre los mismos, las interferencias
que se producen son constantes, sobre todo entre los dos últimos. Es cierto que
hay que tomar como punto de partida de estas especulaciones los motivos
contenidos en el grupo primero, a través de cuya evolución y desarrollo se irán
forjando las ideas que se abrirán camino en los dos grupos restantes. Así, la
concepción tradicional del Anticristo y del fin del mundo, originada a partir
de una interpretación de determinados pasajes bíblicos ya desde los primeros
siglos del cristianismo23, actuará de sólido cimiento para
introducir desde ella interpretaciones mesiánicas y milenaristas, en las que,
como he dicho antes, no falta una acerba crítica contra el clero y el laicado.
Incluso, estos grupos pueden entrar en contacto con otros ciclos proféticos,
como sucede, por ejemplo, con la inclusión de vaticinios y formas de carácter
merliniano dentro de especulaciones marcadamente apocalípticas. Es el caso de
algunas profecías sobre el Anticristo en las que se adaptan los tópicos
simbolismos zoomórficos propios de esa última tradición. La llamada profecía de
los cedros del Líbano, comentada por el infante fray Pedro de Aragón, o la
exégesis de Arnaldo de Vilanova al Vae mundo in centum annis son tipos ilustrativos a este respecto24.
La
creación del entramado apocalíptico, sobre el que se asientan las creencias y
las preocupaciones en torno al fin del mundo y la venida del Anticristo, ha de
buscarse, como he anotado más arriba, en los primeros siglos del cristianismo.
No es el momento de adentrarse ahora en la exposición de esos orígenes,
analizados ya en numerosos libros sobre esta materia25, sino de
mostrar qué motivos y elementos subyacían en esa tradición y cómo éstos fueron
utilizados para engendrar un conjunto sorprendente de manifestaciones
artísticas y profecías a lo largo de toda la Edad Media, vivo ejemplo del
interés suscitado por lo apocalíptico durante este período. Esta espectacular
producción nos permite intuir además, aunque sea de un modo indirecto, el
alcance que pudo tener la difusión de estas ideas en un medio humano bien
dispuesto a recibirlas, capaz de interiorizarlas y de convertirlas en un factor
decisivo de su propia existencia. La posibilidad de la inminencia del fin del
mundo y la llegada de ese personaje maligno que es el Anticristo no era sólo un
motivo artístico que podía plasmarse en una pintura, en un tapiz, en una vidriera, en un poema o
en una obra de teatro, sino que estos hechos se llenaban a su vez de vida y de
sentimientos que afloraban con hondura, ya que si esta realidad acaba por
imponerse los hombres habrían de enfrentarse a terribles tribulaciones,
prodigios sorprendentes, conmociones estelares y, como colofón, a un espantoso
Juicio de Dios en el que las almas tal vez podrían ser condenadas eternamente.
Sin embargo, frente a esta desolación, también se abría un espacio a la
esperanza, que en muchos visionarios dio lugar al desarrollo de viejas
concepciones milenaristas y mesiánicas en las que, frente a la injusticia
social y la corrupción moral de la época, se auguraba un tiempo de paz
universal, una nueva vida o edad dorada de bondad y unidad de todos los hombres
en una sola fe y, a menudo, llena de deleites terrenos o espirituales.
Aunque
lo apocalíptico no precise para su operatividad de la conjunción de factores
externos que lo justifiquen, puesto que el fin del mundo y el futuro Juicio son
doctrinas que responden a un dogma religioso, es innegable que las
circunstancias históricas favorecieron y activaron su importancia, viéndose
además como causas efectivas que anunciaban o provocaban su inminencia. Es muy
difícil encontrar un autor medieval que no se refiera a ellas, porque las
mismas fuentes bíblicas que sirvieron para formar todo este conjunto de
creencias están plagadas de alusiones que circunscriben los momentos finales
dentro de un espacio histórico caracterizado por la conflictividad social y la
aparición previa, como signos anunciadores, de fenómenos extraordinarios. Así,
en el libro de Daniel, texto fundamental para la tradición apocalíptica,
el trasfondo de la dominación de Antioco IV Epífanes sobre el pueblo hebreo
aparece como una etapa calamitosa que precederá al triunfo del pueblo elegido.
Cuando este libro se convierta ya desde los primeros siglos cristianos en un
modelo para la tradición del Anticristo, ese período de sufrimiento se
transpondrá a un marco contemporáneo, susceptible además de adaptarse a
cualquier época tumultuosa. Lo mismo cabe decir de otros escritos básicos para
esta tradición, como son la segunda epístola de Pablo a los tesalonicenses, las
cartas de Juan, el apocalipsis sinóptico de los Evangelios y el libro del
Apocalipsis que cierra la Biblia. En todos ellos, los factores externos poseen
un valor esencial que justifica la llegada de los tiempos terribles.
Los autores de profecías en la Edad Media, herederos
de este sustrato bíblico, sienten además por propia experiencia que los males
de su época bien pudieran ser ahora esas tribulaciones que secularmente han recogido los textos. No es necesario, sin
embargo, que recurran a ellos para justificar los tiempos apocalípticos
presentes, pues la misma opresión que los atenaza y los síntomas de decadencia
moral que descubren en su sociedad les hacen creer que están viviendo ya los
preámbulos del Anticristo. Es suficiente con leer a un autor poco sospechoso de
deslices proféticos como es el prestigioso Pierre d'Ailly, uno de los máximos impulsores
del Concilio de Constanza con el que se puso término al cisma eclesiástico que
se había iniciado en el año 1378. Este cardenal, en su Tractatus de concordantia astronomicae veritatis et narrationis
historicae, terminado en el 1414, recoge la opinión -que hace
suya- de Metodio, según la cual el cumplimiento de "ocho preámbulos"
marcaría la llegada del Anticristo. Estos preámbulos no son otra cosa que la
sucesión de una serie de hechos históricos, de conquistas y confrontaciones bélicas, aunque también
-como se lee en el cuarto de estos preámbulos- de "disensión" con la
que "disminuirá el espíritu de los perfectos y muchos abjurarán de la fe
verdadera"26. Como puede apreciarse, el cardenal Pierre d'Ailly
está supeditando, como tantos otros, la venida del Anticristo y el fin del
mundo a un conjunto de circunstancias que tienen que ver con factores
políticos, sociales y religiosos, verdaderos signos de que los seres humanos se
encuentran a las puertas del Juicio.
No
quiero ser enojoso con la mención de otros testimonios parecidos, pero sí me
parece necesario insistir en este hecho: una situación conflictiva, en la que
la sociedad sentía el peso de las guerras, la opresión, la degradación humana y
la corrupción moral, producía en consecuencia un incremento de las
preocupaciones apocalípticas. Al fin y al cabo, esto no deja de ser sino un
escape natural a una tensión acumulada y vivida cada vez con mayor intensidad.
Era entonces cuando parecía llegado el momento culminante tan esperado por los
profetas, visionarios y predicadores para realizar su proclama de la aparición
inminente del hijo de perdición. Basten unos cuantos ejemplos: para fray
Vicente Ferrer, como anuncia en uno de sus sermones, son los pecados cometidos
por los hombres la causa de que Dios permita la llegada del Anticristo. Estos
pecados son las desviaciones morales y los problemas religiosos de su tiempo,
entre los que el cisma aparece como una de las siete traiciones que se cometen
contra Dios:
Mas
ya es partido por medio, porque tenemos dos papas. ¡Dios quiera que non sean
partidos por tres o por quatro lugares! Ca ya non tan solamente es partido por
una parte, mas es ya todo partido. E agora van unos reyes contra otros,
hermanos contra hermanos, padres contra fijos e fijos contra padres, ca todo es
partido el Fijo her[e]dero del reyno de Dios27.
En
una profecía anónima catalana fechada en el año 1449, según la cual el
Anticristo había nacido dos años antes, vuelven a ser las circunstancias externas las que propician este nacimiento. El autor
percibe un incremento de la maldad y se lamenta de los grandes escándalos de su
tiempo:
Cessara iusticia; sera manteguda malvada gent e iniqua; començaran deslealtats; uns serán contra los
altres molta discordia
per totes les viles;
cascu volra
superbieiar; sera turbado d'ayre tant d´ivern com d'estiu, no seguint cos de natura; lo pare no fiara del
fill, ni lo fill del pare, ni germa de germa, perque lo nostre mestre salvador Jhesus
[diu]: "Prop es
la fi del mon, com
aquestes angusties
serán28
Esta
tópica recurrencia para justificar la venida del Anticristo y la cercanía del
fin del mundo está presente en casi todos los autores que elaboran profecías o
realizan comentarios de signo apocalíptico. Lo podemos comprobar así en muchos
escritos anónimos y en los de los grandes visionarios medievales: en la Sibila
Tiburtina y en el Pseudo Metodio, dos textos proféticos muy influyentes
en la difusión de la leyenda del Último Emperador a la que más adelante me
referiré, las circunstancias históricas oprimentes enmarcan todos los
acontecimientos que presagian el final. Joaquín de Fiore presenta también su
compleja doctrina de las tres edades o estados dentro del entramado social de
su época, a la que él censura con severidad al mismo tiempo que la hace responsable
de la aparición inmediata del Anticristo que, según cree, ya ha nacido. El
franciscano Jean de Roquetaillade, más conocido como Rupescissa, ofrece en sus
escritos, como hace, por ejemplo, en su Vade mecum in
tribulatione, todo un conjunto de catástrofes
(terremotos, hambres, epidemias, guerras, etc.) que precederán el reinado del
Anticristo. En una de las cuatro versiones hispánicas conservadas de este
tratado, el responsable de la misma adapta la cronología a su propia época y
retrasa en un siglo las tribulaciones vaticinadas por Rupescissa, que él sitúa
entre los años 1460 y 1465. Con estas palabras, que recojo de la versión que se
encuentra en la Biblioteca de la Real Academia de la Historia, expresa el
adaptador alguno de los hechos y males que acaecerán en este tiempo:
Otrosí,
en este espacio d'estos V annos, el pueblo menudo farán ten grande justicia con
espada, e tan cruel, que destruirán todos los fálços e malos sin piedad, e tiranos, e
crueles e traidores, que será grande espanto. E serán abaxados muchos
príncipes, e nobles e poderosos de las sus dignidades, así del ecelesiástico
como del seglar, e les serán abaxadas sus grandes sobervias, e quitadas sus
prosperidades e rriquezas, e serán atanto perseguidos e corridos, que no podría
ser pensado ni escrito [...] E serán fanbres generales muy grandes, e
pestilencia e destruimiento grande de gentes, e grandes decendimientos de la
cabeça, de que se
engendrará una enfermedad que laman esquinencia, e otras muchas enfermedades de
postemas desvariadas, de las quales enfermedades morirán muy grande parte de la
generación mala e desconocida de Dios29.
Debo
precisar, no obstante, que para Rupescissa todas estas calamidades sólo
presagian el nacimiento del Anticristo, ya que, como convencido milenarista,
cree que tras la muerte de éste habrá un milenio de paz que llegará hasta el
2370, año del fin del mundo. Milenarista como Rupescissa es también Juan Unay,
quien en su ya citado Libro de los grandes hechos traza un negro panorama de su época,
razón suficiente para justificar la venida del hijo de perdición30.
Hasta un cauto y tradicional expositor de la vita del Anticristo como es Martín
Martínez de Ampies se referirá en los últimos años del siglo XV a esos
"tiempos turbados" como una señal de su aparición31.
Ante tantos funestos pronósticos de los autores
medievales, cuyo cumplimiento ellos tienden a situar -según he tratado de
demostrar- en su propia época, hay sobradas razones para pensar entonces que
las preocupaciones apocalípticas se intensificarían en relación directa con un
clima social opresor y ante circunstancias adversas reiteradas y de cierta magnitud.
Por desgracia, no existen muchas pruebas de grandes demostraciones colectivas
motivadas por un temor generalizado ante la inminencia del fin del mundo, y
sólo los numerosos materiales que han llegado hasta nosotros pueden servir de
testimonio de lo que, en determinados momentos, pudo haberse convertido en una
obsesión muy extendida. Por otro lado, lo cierto es que a lo largo de la Edad
Media se dieron en muchos momentos las circunstancias favorables para que
surgieran manifestaciones de masas en las que las motivaciones sociales y
económicas se entremezclaron con elementos apocalípticos, mesiánicos o
milenaristas. En los años previos a la proclamación de la primera Cruzada, por
ejemplo -según escribe Steven Runciman-, habían sobrevenido inundaciones,
pestes, sequías y hambres que los habían hecho especialmente conflictivos;
incluso, una lluvia de meteoritos en abril de 1095 había sido considerada como
el presagio de un tumultuoso movimiento de pueblos que, algunos, como
Gisleberto, obispo de Lisieux, interpretaron como una futura marcha hacia los
Santos Lugares. Poco más de un año después, al margen de la Cruzada oficial,
masas imponentes de campesinos, dirigidos por el fascinante Pedro el Ermitaño,
recorrieron las tierras de Europa camino de Jerusalén, imbuidos no sólo por la
esperanza de una mejora en sus vidas, sino por el aliento apocalíptico y
mesiánico que les inspiraba la llegada a esa ciudad terrestre y, a la vez,
celestial32. Otros muchos movimientos de multitudes estuvieron
marcados en la Edad Media por este signo, como ha puesto de relieve Norman Cohn
en su clásico y excelente libro, traducido al castellano con el título de En pos del
milenio33.
No deseo insistir ya más en esta idea, aunque no me
resisto a transmitir un último testimonio sobre esa simbiosis tan fecunda entre
un paisaje social conflictivo y la venida incuestionable del Anticristo y que,
por su espontaneidad y el contexto en el que aparece, me resulta muy
ilustrativa de esta creencia. Es una nota del traductor de un sermón latino
atribuido a Vicente Ferrer y que concluye su trabajo con estas palabras:
Rogad a Dios por la su Igleia, que la quiera en la
su verdadera fe e creençia sostener e
confirmar e del poderío del diablo e de los sus ministros defender e librar. Ca
creed firmemente, segúnd las señales que oy son en el
mundo, nos ssomos aquellos que dize el Apóstol en
los días de los quales todas estas cosas han de acaesçer e la fyn del mundo ha de ser. Por ende, proveedvos e guarnesçedvos de las armas convenibles para
tan grand batalla, ca açércase el día del
Señor. E assí lo creed34.
No
hay duda de que la sociedad medieval se sintió preocupada por el Anticristo y
por todo lo que su venida podría suponer para la vida presente y futura. Quiero
ahora, en esta segunda parte de este trabajo, profundizar en los elementos de
la tradición apocalíptica que permitieron conformar este cuerpo de doctrinas y
creencias, capaces de infundir temores y esperanzas y de probar al mismo tiempo
hasta dónde podía extenderse el vuelo de la razón y de la imaginación de los
hombres de este período. ¿Sobre qué motivos se sustentó en definitiva -podemos
preguntarnos- esta preocupación tan extendida hacia el fin del mundo durante la
Edad Media?
La
concepción cristiana tradicional, que arranca de los siglos primeros, ofrece ya
en autores como Ireneo de Lyón e Hipólito de Roma una forma muy acabada del
mensaje apocalíptico y de los rasgos caracterológicos y actos del Anticristo35. Estos se irán desarrollando en los
siglos posteriores a través de la exégesis de los escritos bíblicos
fundamentales de esta tradición y de los textos proféticos que irán surgiendo
cada vez en mayor número. Nombres como los de Tertuliano, Commodiano, Cirilo,
Jerónimo, Agustín de Hipona, Gregorio Magno y Beato de Liébana, entre otros,
figuran entre aquellos que en los nueve primeros siglos contribuyeron a
difundir y consolidar la figura del Anticristo como enemigo capital de los últimos
tiempos.
Hay, sin embargo, un monje medieval con quien todo estudioso de la
apocalíptica se ha topado forzosamente en algún momento por lo que su
aportación supuso para la historia y conocimiento del Anticristo. Me refiero,
como es obvio, a un autor que ya he citado más arriba y que no es otro que
Adso, que fue abad de Montier-en-Der durante más de veinte años. Su carta a la
reina Gerberga se propaló extensamente, a veces bajo atribuciones diversas, de
lo que da buena cuenta el número tan poco habitual -por su exceso- de
manuscritos que han llegado hasta nuestros días: las 171 copias que se
conservan de esta carta son una muestra excelente del interés que suscitó
esta vita o biografía del Anticristo a lo largo
de toda la Edad Media. Y no era para menos, pues este escrito contiene casi
todos los datos que un hombre medieval desearía saber sobre el hijo de
perdición. Me permito recordarlos: el Anticristo, procedente de la tribu judía
de Dan, será engendrado por un padre y una madre, no por una virgen, aunque el
diablo penetre en el útero de aquélla en el instante mismo de la concepción.
Nacerá en Babilonia y será educado en Corozaín y Betsaida, bajo la tutela de
magos, encantadores y adivinos. Reedificará el templo de Salomón y se hará
circuncidar, a la vez que empezará a fingirse hijo de Dios omnipotente. Poseerá
dotes taumatúrgicas que le permitirán realizar muchos milagros, como conseguir
que los árboles florezcan y crezcan de repente o que los muertos resuciten.
Perseguirá a los cristianos, y sus discípulos predicarán por todo el mundo.
Será entonces el tiempo de una gran tribulación que se extenderá durante tres
años y medio. Matará a Elias y Enoch, que predicarán contra él, pero éstos
resucitarán a los tres días. Finalmente, el propio Cristo lo destruirá con un
soplo de su boca, si bien Adso admite la posibilidad de que sea el arcángel San
Miguel quien lo haga en el monte de los Olivos. Después de su muerte, aún
quedarán cuarenta días para el día del Juicio, dispuestos por Dios para la
penitencia y la conversión de todos aquellos que fueron seducidos por él.
Éstas son, en síntesis, su biografía y sus
acciones, que constituyen el núcleo de creencias fundamentales sobre el
personaje que se propagaron por Europa durante la Edad Media. Forman lo que
podríamos considerar concepción tradicional apocalíptica, en la que, conforme
al magisterio de Agustín de Hipona, no se precisa el tiempo en el que estos
hechos habrán de verificarse. No ha sido Adso de Montier el creador de la
misma, pues él recoge todas estas ideas de fuentes bíblicas muy concretas,
reelaboradas a su vez por la patrística. Este modelo biográfico del Anticristo
pervivirá a través de los siglos y sobre él se insertarán numerosas
variaciones, muchas de ellas ya en funcionamiento antes de que Adso lo
redactara, en tanto que otras se irían añadiendo con posterioridad.
No
fue, como puede suponerse, esta concepción "maderada" del fin del
mundo y de la venida del Anticristo la que suscitó los grandes temores y
preocupaciones de la sociedad medieval, sino aquellas otras que tomando a ésta
como punto de partida se adentraron por terrenos movedizos y peligrosos en los
que los factores sociales y políticos desempeñaron una función tan importante o
más que los puramente apocalípticos. Combinados, dieron como resultado un
conjunto de textos proféticos de enorme difusión. A esta modalidad pertenecen
los grupos segundo y tercero a los que me he referido más arriba.
Desde
muy pronto, se convirtió en motivo de curiosidad y preocupación saber qué se
ocultaba detrás del número 666. Ireneo de Lyón en el siglo II ya alude al
significado de esta misteriosa cifra que en el Apocalipsis de Juan se asigna a
la bestia surgida de la tierra. En virtud de una correspondencia entre números
y letras, lo que se conoce con el nombre de gematría, se la identificó con Nerón
César, aunque con el paso de los siglos se buscaran otras posibles interpretaciones que dieran la clave del que se creyó que
habría de ser el nombre del Anticristo. Estos intentos se aprecian sobre todo
en los numerosos exegetas del Apocalipsis, ya que otros escritos, cuando
recogen este número, suelen emplearlo como símbolo del Anticristo, pero sin
aludir a su esotérico significado. A lo largo de la Edad Media se repiten,
junto con otros nuevos, los nombres que ya manejara Ireneo de Lyón, es decir,
"Evantas", "Latinos" y "Teitan"36. En
el siglo IV Victorino de Pettau añade el de Diclux, y Ambrosio Autperto, en el
VIII, recogerá además los de "Antemus", "Amume" y
"Gensericus", que son los que también incluye Beato de Liébana en su
famosísimo comentario. En el siglo XV, aún se tratará de identificar el nombre
futuro del Anticristo, como hace, atribuyéndole erróneamente la denominación a
Arnaldo de Vilanova, el autor de la profecía anónima de 1449, que se limita a
señalar que se llamará "Ludovicus" 37.
La
imaginación medieval no dejó nunca de moverse por otros caminos en relación con
los acontecimientos, detalles y símbolos que la tradición había ido acumulando
con respecto al temido fin del mundo. La iconografía y la literatura ofrecen
muestras magníficas de ellos, aunque será el tratamiento de la imagen del
Anticristo el que revista una viva singularidad. Las descripciones de su físico
aparecen al menos desde el siglo III en los textos y no cabe ninguna duda de
que las figuraciones monstruosas con las que se le representa, como se hizo con
el diablo, contribuyeron a destacar la vertiente terrorífica de su aparición.
Esto no quiere decir que siempre su fisonomía sea la de un ser grotesco, pues
con frecuencia fue retratado bajo formas humanas de la más variada condición:
un rey, un guerrero o simplemente un hombre de aparente santidad. Es lógico
pensar, sin embargo, que hayan sido las representaciones deformes del
Anticristo las que causaron un mayor impacto entre los receptores de estos
mensajes escritos e iconográficos. Basten como ejemplo las ilustraciones de los
Beatos, en donde el Anticristo, además de ser representado a veces con aspecto
humano, aparece bajo la figura de la bestia del Apocalipsis, con su cuerpo de
pantera, sus siete cabezas y diez cuernos y sus pies de oso y boca de león.
Descripciones literarias como las de Hildegarda de Bingen en el siglo XII o la
de Juan Unay en el XV permiten corroborar la vigencia de esta clase de
prosopografía monstruosa a lo largo de los siglos38. Rebasado ya
el siglo XV, entre los años 1499 y 1502, terminó Luca Signorelli los frescos
que decoran la capilla de San Brizio en Orvieto. En uno de ellos pintó diversas
escenas que resumen los aspectos más significativos de la vida del Anticristo,
quien, subido sobre un pedestal, es representado con dos imágenes que
simbolizan su doble personalidad. Las figuras que lo encarnan recogen de manera
espléndida las tradiciones iconográficas del Anticristo: en un primer plano,
aparece un hombre que recuerda la imagen de Cristo y que tiene a su espalda a
otro hombre desnudo, calvo y con dos cuernos. Un pliegue en las ropas del
primero, que oculta su antebrazo, es el medio de fusión de las dos figuras, ya
que permite que se confundan los brazos izquierdos de ambas, que parecen fusionarse
así en uno solo. Resulta, de este modo, una simbiosis perfecta de lo divino con
lo demoníaco, de lo humano y lo monstruoso. Esta grandiosa representación de
Signorelli no debe verse sólo como un mero motivo artístico, sino que detrás de
ella late toda una enseñanza religiosa y apocalíptica que pone en evidencia el
interés que a principios del siglo XVI seguía provocando la venida del
Anticristo y el fin del mundo, tal como puso de relieve André Chastel en un
artículo publicado hace ya bastantes años en el que incluso defendió el influjo
que los acontecimientos que se habían desarrollado en Florencia en tomo a
Savonarola habían ejercido sobre la imaginación del pintor39.
La
iconografía del Anticristo debió de contribuir bastante a la extensión de las
preocupaciones apocalípticas en la Europa medieval, pero la proclamación de la
inminencia del fin tuvo que tener una repercusión todavía mayor. En este
sentido, el anuncio de años concretos en los que habría de producirse la temida
llegada del Anticristo se convirtió en uno de los aspectos que más
caracterizaron la labor profética de aquellos siglos. Muchos fueron en verdad
los que se atrevieron a vaticinar el año en el que todo culminaría: así lo
hicieron no sólo los visionarios de turno, sino incluso aquellos de los que,
como miembros de la clerecía, cabría esperar una mayor cautela acorde con las
prescripciones eclesiásticas sobre esta materia. Ya he señalado más arriba el
caso de fray Vicente Ferrer, para quien el Anticristo había nacido en el
año 1403, lo que suponía que, de acuerdo con la
tradición apocalíptica, el fin del mundo habría de producirse hacia el
año 143740. Pero, antes que él, hubo otros muchos
que proclamaron lo mismo. Y otros, después. La repercusión de esta clase de
declaraciones tuvo que ser enorme y las tensiones debieron de acumularse y
confundirse con los sentimientos y la misma razón. Cuenta Elipando de
Toledo en una carta que dirigió a los obispos de Hispania el terror que
experimentó el pueblo de la Liébana cuando Beato les anunció el fin del mundo,
que, según él, iba a llegar la misma noche en la que celebraban la vigilia de Pascua, unos años antes del ochocientos41.
A lo largo de la Edad Media continuaron sucediéndose anuncios terroríficos como
el de Beato, los cuales constituyen una de las vertientes más espectaculares de
la actividad de los profetas apocalípticos. Son numerosísimas las predicciones
en este sentido, que eran renovadas una y otra vez, pues el nefando Anticristo
y el ocaso del mundo no llegaban nunca. Resulta pintoresca la noticia que
transmite la no menos curiosa Carta del rey de Armenia, quien declara con total desenvoltura y
sin margen de duda que el 25 de enero del año de la Encarnación de Jesucristo
de 1465 ha nacido "un niño mucho obscuro et tenebroso", capaz de andar y hablar perfectamente y de
proclamarse "fijo de Dios". Esta carta, que reúne todas las trazas de
ser un escrito volandero, debió de circular de mano en mano por tierras de
Castilla y, aunque es imposible saber qué reacciones pudo provocar su lectura,
es factible conjeturar que, además de la hilaridad de los más cuerdos, también
debió de alterar la razón de los más simples. Las palabras de ese ficticio rey
de Armenia -su último soberano murió en París en el año 1393- se avienen bien
con esta última posibilidad:
Et
que rogamos a todos los que esta nuestra carta leerán e veerán que la embien
por las provinçias porque
aquellos que la verán o la leerán et oyrán lloren sus pecados et fagan
penitencia dedos et fagan paz entre sí42.
Este
efecto moral que se intenta producir sobre las almas, como se desprende de
estas palabras que acabo de transcribir, es una razón suficiente por sí misma
para justificar el afán constante que movió a los visionarios medievales cuando
de manera obsesiva se aferraron a un año concreto para asegurar el cumplimiento
de hechos decisivos para la humanidad. Pero éste no fue el único motivo, pues
ellos mismos llegaron a estar convencidos de la realidad de sus propios
cálculos, según lo demuestran algunas actitudes recalcitrantes que se advierten
a lo largo de los numerosos escritos y testimonios que han llegado hasta
nosotros. Una vez más, el caso de fray Vicente Ferrer es suficientemente
demostrativo de esta afirmación. Cuando en julio de 1412 escribió a Benedicto XIII una carta en la que le exponía el conjunto de sus
creencias apocalípticas, no eludía la espinosa cuestión de la cercanía del
Anticristo y le confesaba sin rubor una idea que estaba bien arraigada en su
pensamiento: los nueve años que en ese momento contaba el hijo de perdición y,
por lo tanto, la llegada inminente del fin del mundo43. Casi sobra
el comentario, pero no me sustraigo a formularme una pregunta casi retórica:
¿Acaso, si esta creencia hubiera sido tan sólo para él un pretexto moralizante,
no se lo habría advertido al papa? Así lo habría hecho, sin duda, pero Vicente
Ferrer en ninguna parte de la carta se lo expresa, sino que, muy al contrario,
abunda en argumentos con los que trata de demostrar esta idea esencial de su
pensamiento apocalíptico.
La
misma certeza en relación con la verdad de sus propias profecías se mantiene en
innúmeros autores medievales de todas las épocas. En un escrito anónimo de
principios del siglo XV, inédito hasta hace pocos años, se expresa la
posibilidad real de conocer el tiempo del Anticristo gracias a una serie de
indicaciones contenidas en la Biblia, al análisis del estado contemporáneo de
la sociedad y a diferentes textos proféticos anteriores, como la "glosa
del santo Ceril", a la que el autor se refiere en varias ocasiones. De
todo ello extrae una conclusión que admite como definitiva: el mundo no
continuará mucho más allá del 1420, que es el año aproximado en el que escribe
este tratado profético44. Declaraciones tanto o más contundentes que
ésta se encuentran en otros visionarios del medievo: Joaquín de Fiore le
comunicó a Ricardo Corazón de León en 1190 que el Anticristo ya había nacido,
Juan de Rupescissa situó la muerte de este nefando personaje en 1370, Amaldo de
Vilanova estimó que el fin se produciría en 1378 y Telesforo de Cosenza señaló
la aparición del Antichristus ultimiis en 1433. En fin, que en todo momento
hubo motivos y no faltaron pronósticos para que las preocupaciones
apocalípticas se mantuvieran vivas y en un constante estado de renovación45.
Sin
embargo, no todo fueron vaticinios desalentadores, pues esperanzas milenaristas
y mesiánicas tiñeron muchos de los escritos que auguraron un fin inminente del
mundo. El fondo último de estas expectativas suele ser el mismo, ya que se
relaciona con el retorno o la recuperación de una edad dorada ya desvanecida a
causa, en general, de una transgresión de un orden divino. El origen de esta
leyenda es necesario remitirlo a un sustrato mítico universal en el que se
fundamentaron las culturas de muchos pueblos para explicar sus remotos orígenes46.
En el cristianismo, influido por el pensamiento judío, aparecen muestras de
estas manifestaciones ya en los primeros siglos, como sucede en el caso de
Papías, que pronosticó la llegada de un tiempo futuro en el que los hombres
gozarían de una existencia paradisíaca47. No obstante, la conjunción
de apocalipsis con milenarismo que recogen los escritos proféticos medievales
se relaciona sobre todo con el capítulo XX del último libro de la Biblia, en
donde un ángel, tras la batalla de Harmagedón, encadena al diablo durante mil
años. Este período fue interpretado a veces en sentido literal y así se estimó
que, tras la destrucción del Anticristo, no vendría casi de inmediato el Juicio
de Dios, sino un tiempo mesiánico en el que los
elegidos gozarían de los deleites espirituales a ellos reservados o, en otros
casos, de un milenario de abundancia y disfrute material. A este tiempo se
refiere, por ejemplo, Juan de Rupescissa, quien cree que, tras la muerte del
Anticristo, habrá mil años que precederán al fin del mundo y que se extenderán,
como ya expuse más arriba, hasta el año 2370. Joaquín de Fiore, en cambio, más de un
siglo antes, lo hizo coincidir con la tercera edad representada por el Espíritu
Santo, de breve duración, después de la que comenzaría la actuación de un
Anticristo postrero. También Telesforo de Cosenza se refirió en su Líber de ultimis
tribulationibus a este tiempo mesiánico, y lo mismo
hizo el enigmático Juan Unay, fraile menor del Sancti Spiritus, quien, hablando
de esta edad dorada, escribe en el Libro de los grandes hechos:
Et,
d'este tienpo en adelante, non avrán las gentes pleitos unos con otros, ca
todos bivirán justamente; así defensores como labradores todos bivirán de sus
trabajos, et Satanás será encadenado, et los judíos
serán torrnados verdaderos christianos, e serán bateados et lavados con agua de
salud, segund dixo el profeta48
Este
mesianismo tuvo en la Edad Media otra vertiente política y religiosa,
relacionada con la intervención de un Último Emperador y un Papa angélico en
los tiempos finales. La creencia en el primero se desarrolló a partir de dos escritos
proféticos de enorme difusión, la Tiburtina y el Pseudo-Metodio, en donde este personaje escatológico
asume una función providencial que concita las esperanzas depositadas sobre él
en un período de crisis, caracterizado por injusticias, opresiones, guerras,
hambres, enfermedades, etc49. Este monarca universal,
denominado vespertilio o Encubierto -a veces también Nuevo
David- en algunos textos, se presenta como un gran emperador que se hace con el
dominio de todo el orbe y que conquista el umbilicus mundi, es decir, la ciudad santa de Jerusalem Después de su actuación aparecerá el
Anticristo, que, una vez muerto, tras un breve reinado, dará lugar al milenio o
período mesiánico, si bien, en otros casos, lo que sigue a esta muerte es el
fin del mundo y el Juicio universal.
Fueron
muchos los reyes medievales que en determinados momentos de la historia gozaron
de esta dimensión sobrenatural, surgida no sólo de las esperanzas puestas sobre
su gobierno futuro, sino de la propaganda oficial que ellos mismos utilizaron
en beneficio propio. Figuras como las de Federico II Hohenstaufen, Carlos VIII
de Francia, Jaime II de Aragón, Enrique II de Castilla y Fernando el Católico son una muestra excelente de monarcas en los que confluyó un mesianismo político
y religioso que no excluía, en algunas de las profecías que se les aplicaron,
la vertiente apocalíptica.
Sin
duda, Europa vivió preocupada durante la Edad Media por la venida del hijo de
perdición y por el acaecer tal vez muy cercano del fin del mundo. La tradición,
a lo largo de los siglos, se enriqueció enormemente y creó un conjunto de
manifestaciones que puso a prueba la desbordante imaginación de sus creadores:
teólogos, exégetas, predicadores, profetas, adivinos y artistas se afanaron por
acercar las viejas imágenes bíblicas con la intención de advertir y recordar a
sus coetáneos y a las generaciones venideras que los horrendos pecados de la
humanidad eran el signo evidente de que ya todo había alcanzado su término.
Hubo, no obstante, quienes todo esto se lo tomaron a broma y, hartos ya de
tanta terrorífica predicción, quisieron también impresionar a las gentes con el
mismo lenguaje críptico que usaban los más conspicuos visionarios. Eso sí,
dándole la vuelta y revistiendo sus palabras de parodia y humor a raudales. Es
lo que hizo, por ejemplo, el autor de la Profecía de
Evangelista50, compuesta quizá a finales del siglo
XV, en la que un ermitaño llamado Pedro Grillo le refiere al autor, mientras se
dirigía en peregrinación a Calatrava la Vieja, un mensaje apocalíptico que
había recibido de labios de San Hilario, quien, durante la medianoche, le había
dicho: "Despierta Pero Gryllo, syervo mío, e oyrás la grand marauilla de
una sentençia dada en el çielo de un grand juyzio e persecuçión que ha de ser en las gentes de todo el
universo"51. La profecía en sí -permítaseme la ironía-
presentaba también motivos suficientes para acrecentar las preocupaciones y los
miedos de toda Europa, al menos, no dejaba de recordar lo que otros auguraban
muy en serio:
El primero día de
enero que verná será primero
día del año, que todo el mundo no lo estorvará sy con tiempo no se rremedia
[...] Luego hará un torromoto tan espantable que los muertos no osarán
rresugitar de miedo [...] Las mugeres serán todas hembras; los mudos se mirarán
unos a otros callando, que no avrá sordo que los oyga. El huego se tornará
caliente, que llegando las estopas se enqenderán. La tierra se escalentará
tanto del grand sol que los ahorcados no osarán llegar los pies al suelo. Las
piedras se tornarán todas duras como cantos. Los caminos estarán tendidos por
el suelo. Los rríos correrán hazia ayuso. La mar se tornará toda agua, de
manera que echando en ella una piedra, e avn dos, no pararán fasta el suelo.
Las montañas serán más altas que los llanos, de guisa que más se cansarán çient hombres por una montaña arriba
que no vno caualgando por el llano52.
En
fin -y con esto concluyo-, ya me voy temiendo que Pero Gryllo acierte también
aquí con su profecía, y que su montaña empiece a convertirse -si es que ya no
lo ha conseguido- en la conferencia que esta tarde les he hecho ascender a
todos ustedes.
NOTAS
1. Me refiero a la denominada
"literatura apocalíptica", constituida por una numerosa serie de
textos que quedaron al margen del canon bíblico. Entre ellos figuran escritos
tan importantes de este género como son el Libro de Enoch,
Esdras IV, Apocalipsis de Baruc, Apocalipsis de Elias y los Oráculos sibilinos. Para una
aproximación al conocimiento de esta literatura puede consultarse el útil libro
de José Alonso Díaz, Literatura apocalíptica, Madrid, Edicabi P.P.C., 1971. Algunos
de estos textos han sido editados de forma independiente, aunque también se han
hecho algunas ediciones de conjunto como la de R.H. Charles, The Apocryfa and
Pseudepigrapha of the Oíd Testament, 2 vols., Oxford, 1913, reed. 1963. En
España, bajo la dirección de Alejandro Diez Macho, se ha editado en varios
volúmenes la colección Apócrifos del Antiguo
Testamento, Madrid, Cristiandad, 1982-1987, que recoge muchos de
estos escritos apocalípticos.
2. Ireneo de Lyón ya utiliza el
Apocalipsis de Juan en su obra Adversus haereses para interpretar, por ejemplo, el
número 666 de la bestia del mar. Entre los primeros autores que abordaron un
comentario extenso de este libro se encuentran Orígenes (s. III), Victorino de
Pettau (s.III) y Ticonio (s.IV), a los que siguieron otros muchos como
Primasio, Ecumenio y Apringio de Beja, todos ellos del siglo VI y anteriores al
famoso comentario de Beato de Liébana en el siglo VIII.
3. Para el origen y desarrollo de esta
idea, véase Luis Bonilla, Mitos y creencias sobre el fin del
mundo, Madrid, Escelicer, 1976.
4. En el libro V de su obra Adversus haereses recoge un importante apartado dedicado
a los tiempos finales y a las características del Anticristo. Puede consultarse
éste en la edición crítica de las versiones griega y latina del texto, con
traducción al francés actual, realizada por Adelin Rousseau, Louis Douttreleau y Charles Mercier, Contre les hérésies, Paris, Les Editions du Cerf, 1969.
5. Varios libros, además de numerosos
artículos en revistas especializadas, se han consagrado al estudio de las
tradiciones apocalípticas en la Edad Media, su origen y evolución, durante los
últimos veinte años. Entre ellos figuran los de Horst Dieter Rauh, Das Bild des Antichrist im Mittelalter: Von
Tyconius zum Deutschen Symbolismus, Aschendorff Münster, 1979; Richard Kenneth Emmerson, Antichrist in the Middle Ages. A Study of Medieval
Apocalypticism, Art, and Literature, Manchester, University Press, 1981; Bernard McGinn, Visions of the End: Apocalyptic
Traditions in the Middle Ages, Nueva York, Columbia University Press, 1979, y del mismo autor Antichrist. Two Thousand Years of the Human Fascination with Evil, San Francisco, Harper, 1994 (trad, española, El
Anticristo, Barcelona, Paidós, 1997) y José Guadalajara Medina, Las profecías del Anticristo en la Edad Media, Madrid, Gredos, 1996.
6. Nueve de los Beatos conservados llevan
como frontispicio la denominada "cruz de Oviedo", en la que se
incorpora la famosa inscripción: Hoc signo tuetur pius I in hoc signo
vincitur inimicus. Véase la reproducción que de ésta se
incluye en el libro Los Beatos, Madrid, Biblioteca Nacional, 1986,
pág. 25. Muchos de estos códices, como el que fue compuesto para los reyes
Femando I y Sancha de Castilla, tienen además miniaturas que representan, ahora
sin la cruz, estas dos mismas letras, en folio exento. Ib., pág.97.
7. Uno de estos casos, fuera ya del
espacio medieval, lo registra la Historia de los Reyes Católicos don Fernando y doña Isabel, escrita por Andrés Bernáldez, quien se
detiene a referir las reacciones que provocó un terremoto acaecido el 5 de
abril del año 1504 entre las gentes del pueblo sevillano de Carmona. Este
testimonio es un ejemplo curioso del significado que podía llegar a darse a un
simple fenómeno geológico, además de una muestra de la sensibilidad colectiva
ante el posible final de los tiempos: "andavan los hombres e las mujeres
por la villa abrazándose unos con otros enjozados, sin sentido, perdida la
color, como gente de otra vida que con el espanto pensaban que era la fin del
mundo". Ed. por Cayetano Rosell, en Crónicas de los
Reyes de Castilla, vol. III, Madrid, Atlas, B.A.E., 1953.
pág.721. Es ya clásico sobre este aspecto el libro de Jean Delumeau, traducido
al español con el título de El miedo en Occidente, Madrid, Taurus, 1989, en cuyo capítulo
6 se hace un estudio de los miedos escatológicos.
8. Crónica de Juan
II, ed. Cayetano Rosell, ob. cit., vol. II, pág. 340.
9. Véase esta relación en Pedro M.
Cátedra, Sermón, sociedad y literatura en la Edad Media. San
Vicente Ferrer en Castilla (1411-1412), Salamanca, Junta de Castilla y León,
1994, págs. 665-672.
10. Compruébese, muchos siglos antes del
caso referido en la nota 7, la información que transmite Sigeberto de Gembloux
en su crónica al contar cómo en el año 763 "se vieron a estrellas caer de
repente del cielo, y hasta tal punto se aterrorizaron todos, que pensaron que
era inminente el fin del mundo", lo que supone un buen ejemplo, entre los
pocos, sobre la hondura de las preocupaciones apocalípticas entre la
colectividad. Citado por Juan Gil, "Los terrores del año 800", Actas del
Simposio para el estudio de los códices del "Comentario al
Apocalipsis" de Beato de Liébaña (Madrid 22-25 de noviembre de
1976), vol. I, Madrid, Joyas bibliográficas, 1978-1980,
págs. 217-247 (cita en pág. 238).
11. Pueden consultarse estas dos cartas en
Adolfo Robles Sierra, "Correspondencia de San Vicente Ferrer", Escritos del
Vedat, XVII, 1987, págs.206-208.
12. Para la carta de Adso consúltese la
edición y el estudio de D. Verhelst, De ortu et
tempore Antichristi, en Corpus Christianorum, continuatio mediaevalis, vol. XLV, Turnholti, Brepols, 1976.
Para Pedro I y Benahatín véase Pero López de Ayala, Crónicas, ed. José-Luis Martín, Barcelona,
Planeta, 1991 (año 18, cap. XXII y año 20, cap. III de la Crónica del rey
don Pedro). La profecía referida de fray Pedro de Aragón (la
exposición del Cedras alta Libani...) ha sido editada por José M.a Pou
y Martí, Visionarios, beguinos y fraticelos catalanes (siglos
XII-XIV), Vich, Editorial Seráfica, 1930, págs.
370-372, que dedica todo el capítulo X al infante fray Pedro de Aragón (hay una
reedición de esta obra, con estudio preliminar, a cargo de Ana Mary Arcelus
Ulibarrena, Madrid, Colegio Cardenal Cisneros, 1991). La Lamentación de
Spaña ha sido editada en Obras
completas, ed. Ángel Gómez Moreno y Maximiliam P.A.M. Kerkhof,
Barcelona, Planeta, 1988, págs. 410-413.
13. De civitate
Dei, libro XVIII, cap. Lili.
14. Véase Pou y Martí, ob. cit., pág.44.
15. Repárese en lo que escribió un
ilustrado como Jerónimo Feijoo a este respecto: "Prevaleció en algunos
tiempos un prurito notable de anunciar o ya existente en el mundo o próximo a
venir el Anticristo [...] Propagóse tanto este desorden,
que el Sumo Pontífice León X le halló digno de remediarse en un Concilio
general, el último Lateranense, donde en su Bula Supernae maiestatis eficacísimamente intima a todos los
predicadores, que por ningún caso anuncien al pueblo la venida del Anticristo o
el tiempo fijo del Juicio final", en Teatro crítico
universal, t. IV, Madrid, Atlas B.A.E., 1961, págs.422-423.
16. Regla del gran
patriarca San Benito, Burgos, Abadía de Santo Domingo de
Silos, 1993, 91' ed.,
cap. IV.
17. Véanse estos poemas en Henry Spitzmuller, Poésie latine chrétienne du Moyen Age, III-XV siècles, Desclée de Brouwer, Bibliothèque européenne, 1971, págs. 1274 y 562 respectivamente
para los dos fragmentos citados.
18. "Ideo vox terroris est talibus necessaria", Tractatus de
tempore adventus Antichristi, ed. Josep Perarnau i Espelt, "El
text primitiu del De mysterio cymbalorum
ecciesiae", Arxiu de textos catalans antics, 1988-1989, págs. 7-287 (cita en pág.
138). Una de las manifestaciones literarias más sorprendentes que debió de
contribuir a la difusión de estos miedos está constituida por el listado de
quince señales terroríficas que, atribuidas a San Jerónimo, habrían de preceder
el día del juicio final. Se han conservado numerosísimas versiones latinas y
romances de este repertorio de signos, entre ellas la que en cuaderna vía
redactó el clérigo riojano Gonzalo de Berceo. W. Heist clasificó hasta 120 de estas
versiones: véase su libro The Fifteen Signs Befare Doomsday, East Lansing, Michigan State Press.,
1952.
19. Para estos dos predicadores véase Richard
Kenneth Emmerson, oh. cit., pàgs. 150-155; también Milton McCormick Gatch,
"Eschatology in the Anonymous Old English Homilies", Traditio, 21, 1965, pàgs. 117-165, y del mismo
autor, Preaching and Theology in Anglo-Saxon England: /Elfric
and Wulfstan, Toronto, University of Toronto Press, 1977.
20. Para los dos primeros véase el artículo de Etienne Delarruelle, "L'Antechrist chez
Vincent Ferrier, S. Bernardin de Sienne et autour de Jeanne d'Are",
en La Pieté populaire au Moyen Age, Turín, 1975, pàgs. 329-354, asi corno
Roberto Rusconi, L'attesa della fine. Crisi della società, profezia ed
Apocalisse in Italia al tempo del grande scisma d'Occidente (1378-1417), Roma, 1979, pàgs. 236-257 y
"Apocalittica ed escatologia nella predicazione di Bernardino da
Siena", Studi Medievali, 3ª serie, 22, 1981, pàgs. 85-128. Para
Savonarola véase Donald Weinstein, Savonarola and Florence: Prophecy and Patriotism in the
Renaissance, Princeton, Princeton University Press, 1970.
21. Véase Spitzmuller, oh. cit., pàgs.446-453.
22.
Para una edición de este libro, según el ms. 8586 B.N.M., fols. 1r.-29r., véase José Guadalajara, ob. cit., págs. 405-425 (cita en pág. 419).
23. Entre ellos, el libro de Daniel, la
segunda carta de Pablo a los tesalonicenses, las cartas de Juan, los pasajes de
los apocalipsis sinópticos (Mt. 24, Me. 13 y Le. 21) y el Apocalipsis de Juan.
24. Para fray Pedro de Aragón véase nota
12. El Vae mundo de Vilanova lo editó Pou y Martí, ob. cit., págs. 54-55, aunque más reciente es la edición, dentro del
tratado De mysterio cymbalorum ecciesiae en el que originalmente la incluyó su
autor, de Josep Perarnau, ob. cit., págs. 102-103. Un comentario de esta
profecía, bajo las claves que dio Juan de Rupescissa, se halla en Alain Milhou, Colón y su
mentalidad mesiánica en el ambiente franciscanista español, Valladolid, Cuadernos Colombinos,
1983, págs. 376-380. El mismo Juan de Rupescissa incluyó con frecuencia en sus
profecías figuras zoomórficas que simbolizan reyes, príncipes y gobernantes,
imágenes tópicas en los vaticinios de Merlin, como sucede en su Comentario a
Cirilo. Véase el libro de Jeanne Bignami-Odier, Études sur Jean de Roque taillade, París, Librairie philosophique J. Urin, 1952, págs. 72-75.
25. Véase nota 5.
26. Este tratado de Pierre d'Ailly puede consultarse en Ymago mundi y otros opúsculos, Madrid, Alianza Editorial, 1992, págs.
227-298 (texto citado en pág. 296).
27. Sermón segundo
del Antechristo, ed. Pedro M. Cátedra, ob. cit., pág. 557.
28. Esta profecía se encuentra en el ms.
336, fols. 116v-153v, conservado en la Biblioteca Inguimbertine de Carpentras.
Ofrezco aquí mi propia edición de este fragmento, puntuado según criterios
actuales. Ha sido editada, con estudio introductorio, por Martin Aurell,
"La fin du monde, l'enfer et le roi: une prophétie catalane du XVe siécle, Revue
Mabillon, 5, vol. 66, 1994, págs. 143-177
29.
Este versión del tratado de Rupescissa se conserva en el ms. 9-11-1-2.176 de la B.R.A.H., fols. lr-13v. Véase la edición
de José Guadalajara, ob. cit., págs. 427-441. El fragmento transcrito
está en la pág. 430. Por otra parte, para Tiburtina y
Pseudo-Metodio pueden verse las ediciones de E.
Sackur, Sibyllinische Texte und Forschungen: Pseudo-methodius. Adso und die tihurtinische
Sibylle, Halle, 1898, págs. 59-96 y 177-187 respectivamente.
De la Tiburtina existe una traducción al italiano en
Mario Erbetta, Gli apocrifi del Nuovo Testamento, Lettere e
apocalissi, voi. Ili, Casale Monferrato, Marietti, 1983, págs. 530-535. La bibliografía sobre Joaquín de Fiore es extensísima por lo que me limitaré tan sólo a mencionar un par de estudios en donde el interesado podrá encontrar más
referencias: Marjorie E. Reeves, The Influence of Prophecy in the Later Middle Ages, Oxford, Clarendon Press, 1969 y Bernard McGinn, The Calabrian
Ahbot: Joachim of Fiore in the History of
Western Thought, Nueva York, Macmillan, 1985. En el libro ya citado de este
último autor (véase nota 5) se dedica un breve apartado a Joaquín de Fiore,
págs. 153-160. Para Rupescissa consúltese el libro, ya clásico, de Jeanne Bignami-Odier (véase nota 24).
30. "Et por estos males e por otros
muy muchos que usarán los que biven en el mundo, avrá a venir el muy açercano Antechristus a castigar los malos e los
buenos por el pecado de los malos". José Guadalajara, ed. cit., pág. 416.
31. "como nosotros dezimos agora que,
según los tiempos turbados, havremos al Anticristo luego en el mundo",
fol. bVII. El Libro de Anticristo de Martín Martínez de Ampies fue
editado en Zaragoza en el año 1496 por Pablo Hurus. Al año siguiente, Fadrique
de Basilea lo publicó en Burgos, edición de la que quedan dos ejemplares, uno
en París y otro en Madrid. De éste hizo Ramón Alba su edición facsímil. Del
Anticristo, Madrid, Editora Nacional, 1982.
32. "Muchos de los oyentes de Pedro
creían que les estaba prometiendo llevarles, sacándolos de las actuales
miserias, a la tierra en que corrían la leche y la miel, según las Escrituras.
El viaje sería duro; había que vencer a las legiones del Anticristo. Pero la
meta era la dorada Jerusalén". Steven Runciman, Historia de las
Cruzadas, vol. I, Madrid, Alianza Editorial, 1987, 3- reimp., pág. 119
33. Norman Cohn, En pos del
milenio, Madrid, Alianza Editorial, 1985, 3ª ed.
34. En Pedro M. Cátedra, ed. cit., pág. 660. La redonda es mía.
35. Para Ireneo véase nota 4. El libro De Antichristo de Hipólito de Roma puede consultarse en la edición de C.N. Bonwetsch, Hippolytus Werke, vol. I, Leipzig, J. C. Hinrich, 1897. Hay una edición francesa de
Gérard Garitte, Traités d"Hippolyte sur David et Goliath, sur le Cantique des
cantiques et sur l´Antéchrist, Corpus scriptorum christianorum orientalium.
Scriptores iberici, vol. 264, t. 16, Lovaina, 1965.
36. Adversus
haereses, ed. cit., pág. 383.
37. Victorini episcopi Petavionensis, Opera, Iohannes Haussleiter, Viena-Leipzig,
1916, Corpus scriptorum ecclesiasticorum latinorum, vol. 49, pág. 124. Ambrosio Autperto, Expositionis in Apocalypsim, en
Corpus Christianorum, continuano mediaevalis, vols. XXVII y XXVII A, Turnholti,
Brepols, 1975. Para Beato véase la edición de sus obras a cargo de Joaquín González Echegaray
en Las obras completas de Beato de Liébana, Madrid, B.A.C, 1995. Para el nombre de
"Ludovicus" véase el ms. 336 de Carpentras, fol. 132v (también la
edición de Martin Aureli, ob. cit., pág. 165).
38. Hildegarda de Bingen, Scivias sive
visionum ac revelationum, en Patrología latina, vol. 197, lib.
III, visio, XI, col. 709. Juan Unay, Libro de los
grandes hechos, ed. cit., págs.408-409.
39. André Chastel, "L'Apocalypse en
1500. La fresque de l'Antéchrist a la chapelle Saint-Brice
d'Orvieto", Bibliotheque d'Humanisme et
Renaissance, XIV, 1952 (Melanges A. Renaudet), págs. 124-140.
Para una reproducción y comentario de estos frescos puede verse Antonio
Paolucci, Luca Signorelli, Florencia, Scala, 1992, págs. 44-65.
40. Véase José Guadalajara, "La edad
del Anticristo y el año del fin del mundo, según fray Vicente Ferrer", en Pensamiento
Medieval Hispano, Homenaje a Horacio Santiago-Otero,
Madrid, C.S.I.C., 1998, págs. 321-342.
41. Epistula
episcoporum Hispaniae, en Juan Gil, Corpus Scriptorum
Muzarabicorurn Latinorum, Madrid, C.S.I.C., 1973, pág. 92.
42. María Teresa Herrera, "Dos cartas
apocalípticas en un manuscrito de la Universidad de Salamanca", en Salamanca y su
proyección en el mundo (Estudios Históricos en honor de don
Florencio Marcos), Salamanca, 1992, págs. 637-643.
43. Véase esta carta en Francisco Vidal
y Micó, Vida del
valenciano apóstol de Europa San Vicente Ferrer, con reflexiones sobre su
doctrina, Valencia, 1857, págs. 579-587. Hago un análisis del contenido de esta
carta en mi libro Las profecías del Anticristo..., págs. 242-247.
44. Se trata del Libro del
conocimiento del fin del mundo, editado por José Guadalajara, Las profecías del
Anticristo..., págs. 443-463.
45. En la denominada Carta de
Toledo se augura la aparición del Anticristo en el año
1184, que en posteriores versiones de esta carta se irá modificando
paulatinamente para adaptarlo a las nuevas circunstancias del momento. Véase M. Gaster, "The Letter of
Toledo", Folk-Lore, 13, 1902, págs. 115-134. Este tipo de especulaciones
no cesó al concluir la Edad Media, como puede comprobarse en el luterano
Michael Stifel, que pronosticó el fin del mundo para el 19 de octubre de 1533 a
las ocho de la mañana (citado por Mc Ginn, El
Anticristo, pág. 230). En nuestros días, muchos grupos
religiosos o sectarios han hecho también esta clase de predicciones.
46. En este sentido, resulta
imprescindible la lectura del libro de Mircea Eliade, El mito del
eterno retorno, Madrid, Alianza Editorial, 1989, 6ª- reimp. Véase también Jean Delumeau, Mille ans de
bonheur. Une histoire du Paradis, París, Fayard, 1995.
47. Véase Norman Cohn, ob. cit., págs. 25-26.
48. Libro de los
grandes hechos, ed. cit., pág. 424. En el siglo XII, Honorio
Augustodunense, Gerhoh de Reichersberg e Hildegarda de Bingen creían también en un período milenario
o reformista después de la muerte del Anticristo (Véase McGinn, El
Anticristo, págs. 134-135, 140-142 y 146-150.
49 En la Tiburtina, en sus versiones en latín, la figura
del Último Emperador asume una función escatològica y mesiánica, ya que, tras un tiempo de
tribulación, se abre una edad dorada que culminará con la aparición del
Anticristo. Lo mismo puede decirse del Pseudo
Metodio, en donde el Emperador también pone fin a un período
de opresión e inaugura un tiempo de paz, que concluirá cuando
deposite su corona en el Gòlgota. Para una edición de estos dos textos
véase la nota 29. Un resumen de ambos puede consultarse en Norman Cohn, ob. cit., págs. 29-31
50.
Ángel Gómez Moreno, "Profecía de Evangelista: al rescate de un autor
medieval", Pluteus, 3, 1885, págs. 111-129.
51. Ib.,pág.117.
52. Ib.,págs. 117-118
http://www.vallenajerilla.com/berceo/guadalajara/preocupacionsapocalipticaseuropamedieval.htm
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