viernes, 5 de mayo de 2023

 

FRAY GERÓNIMO DE MENDIETA:

TIEMPO, VIDA, OBRA Y PENSAMIENTO

 

La Nueva España en la era manierista

 No carece de misterio que el mismo año que Lutero nació

en Islebio, villa de Sajonia, nació Hernando Cortés en Medellín,

villa de España; aquél para turbar el mundo y meter debajo de la bandera

del demonio a muchos de los fieles que de padres y abuelos y

muchos tiempos atrás eran católicos, y éste para traer al gremio de la

iglesia infinita multitud de gentes que por años sin cuento habían

estado debajo del poder de Satanás envueltos en vicios y

ciegos con la idolatría. 1

 

Dos hechos impactaron sobremanera a las conciencias de Europa en el siglo XVI, como se puede ver a través de estas palabras de fray Gerónimo de Mendieta: la ruptura de la unidad de la Iglesia católica iniciada por Lutero y la conquista de un imperio refinado que, sin embargo, rendía culto a sus dioses con sacrificios humanos. Sin duda esos hechos fueron noticia importante cuando sucedieron entre 1517 y 1521, pero nadie imaginó entonces las profundas consecuencias que ambos tendrían para la vida del viejo y del nuevo mundo, ni tampoco que podía haber alguna relación entre ambos acontecimientos. En cambio fray Gerónimo, que escribía a fines de la centuria y que había sido testigo de los cambios acaecidos durante siete décadas, percibía la trascendencia de los dos hechos y su interrelación y las explicaba a partir de una visión providencialista; la cristianización de América era una compensación que Dios daba a la Iglesia católica por las pérdidas sufridas a causa de la reforma protestante.

 

            Fray Gerónimo era hijo de una época afectada por cambios profundos, época a la que algunos autores han denominado “manierista” y que estuvo marcada por el signo de la ruptura y de la crisis. La nueva era se inició con  el Sacco de Roma, cuando los ejércitos protestantes de Carlos V invadieron la ciudad pontificia y sometieron el papado a los dictados del emperador. Con ese hecho se consolidaba el dominio español sobre toda Italia, cuya conquista, obra sobre todo del capital financiero, iniciaba un nuevo sistema que dominaría al mundo. Sin pretenderlo, el último imperio medieval daba nacimiento a la economía moderna la integrar el desarrollo comercial, manufacturero y bancario de Italia, de Alemania y de los Países Bajos con la explotación de los metales preciosos que llegarían poco a poco de América. A partir de entonces, la concentración de capitales en el norte de Europa contrastará con la paulatina pauperización del sur, la escalada ascendente de los precios provocará rebeliones y polarización social, y el sueño medieval de Carlos V, que concebía un imperio universal bajo una cabeza y una fe, se derrumbará para dar paso a una interminable cadena de guerras económicas con disfraces religiosos entre los estados europeos.

 

            En la época de Felipe II España dictaba la política en Europa y como campeona de la ortodoxia católica intentaba imponer su dominio sobre el Mediterráneo y el Atlántico. En el primero, las condiciones le fueron propicias: Francia, enfrascada en sus guerras intestinas entre católicos y protestantes, dejaba de ser un peligro para la consolidación del dominio español sobre Italia; la lucha contra el imperio turco, símbolo de la vieja idea mesiánica de cruzada contra el Islam, terminaba en Lepanto como un triunfo para la cruz. Menos afortunados fueron los sucesos en el mar del norte, donde las fuerzas protestantes salieron victoriosas, primero con el abatimiento de la Armada Invencible por Inglaterra y después con el triunfo de la rebelión de independencia en Holanda. Detrás de la máscara religiosa se gestaba el nuevo rostro de las relaciones internacionales; los éxitos militares de los dos estados protestantes parecían ser la premonición de un futuro donde los aspectos políticos de la guerra quedarían supeditados a los intereses de la nueva economía capitalista.

 

            Los cambios provocados por el sistema que nacía afectaron a toda Europa, pero mucho más a aquellos estados como España que, con una política económica desfasada, entró desde muy pronto en el torbellino de la bancarrota. Los metales americanos pasaban por su territorio, y dejando en él sólo inflación, se dirigían a beneficiar a los países que desarrollaban entonces economías más acordes con los nuevos tiempos. El enorme aparato burocrático y las continuas guerras absorbían como una esponja parte de la plata americana, la parte que no se iba hacia Europa como compensación de una balanza comercial deficitaria que debía cubrir los intereses bancarios y la compra de artículos de lujo. Las insaciables arcas del Estado español estaban ávidas de nuevos tributos.

 

            La crítica situación económica de la península acentuó las distancias sociales. Frente a una casta señorial y eclesiástica que detentaba la riqueza del país y que gastaba en lujos y en obras de arte, se encontraba una población miserable que, emigrada del campo empobrecido, se apiñaba en las ciudades para sobrevivir de las migajas que les dejaban una aristocracia y una iglesia dispendiadoras. Una rica literatura y un arte excelso fueron los productos de esa sociedad polarizada y contrastante. De ella nacieron el escepticismo de la novela picaresca, la visión exaltada de la poesía y de la prosa mística, el realismo irónico de la novela cervantina, la manipulación conservadora del teatro de Lope y la evasión idílica de la literatura pastoril. Fue también ahí donde abrevaron  los genios del Greco, de Luis de Morales y de Juan de Herrera. Para esta España de la segunda mitad del siglo XVI, las primeras décadas de lo que sería llamado el Siglo de Oro español, Felipe II era un héroe; él representaba los ideales de una monarquía sólida que basaba toda su política cultural en los principios surgidos de la Contrarreforma. Con él, España se convertiría en la fortaleza de la reacción católica frente al protestantismo.

 

            En el año de 1563 concluía el concilio de Trento después de dieciocho años de azarosas e interrumpidas sesiones. En la magna asamblea la Iglesia católica definía su postura frente a los dogmas cuestionados por los protestantes: se reafirmaba la necesidad de las obras de caridad contra la aseveración de que la fe era la única fuente de salvación; se prohibía la lectura de la Biblia a los laicos, por el peligro que encerraba su libre interpretación como quería Lutero, y se propiciaba la edición de catecismos, que resumían las doctrinas católicas juzgadas como necesarias para los fieles; se fomentaba el culto a la Virgen María y a los santos, a sus reliquias, a sus imágenes y a los santuarios de peregrinación, con lo que se daba un gran impulso a las artes; se insistió en la creencia en el Purgatorio, en las indulgencias y en la importancia de los sacramentos y del sacerdocio como rector de una comunidad cristiana jerarquizada.

 

            La creación de nuevas órdenes religiosas, como los jesuitas y los oratorianos, y la reforma de las antiguas dieron al movimiento los instrumentos necesarios para su expansión por medio de colegios, misiones, libros, sermones y dirección espiritual. Los nuevos aparatos de la curia romana, entre otros la Sagrada Congregación de Ritos y el Tribunal del Santo Oficio, sirvieron para ejercer mayores controles sobre las manifestaciones populares del culto e impidieron la expansión de las ideas heréticas en los países católicos. Después del concilio la autoridad papal quedó fortalecida en el mundo católico, pero se hizo imposible la reconciliación con  los protestantes.

 

            El siglo XVI no sólo se conmocionó con la ruptura de la unidad cristiana en Europa; en su conciencia se comenzó a gestar también un cambio en la actitud del ser humano ante el universo y ante el conocimiento. El humanismo rescataba los valores de las culturas no cristianas, sobre todo de la grecolatina y de la egipcia, y cuestionaba la autoridad eclesiástica con base en los principios de la libertad; el hombre se convertía en el centro del universo, en un ser que colaboraba con Dios en la creación, que tenía la posibilidad de transformarse a sí mismo y de cambiar el mundo. Esta actitud dejaba la puerta abierta a la experimentación, a la investigación y al cuestionamiento de las verdades heredadas del pasado, con que los viejos sistemas científicos se fueron desintegrando, el de otros el del geocentrismo. Con el protestantismo se terminaba el sueño de un mundo unido bajo una sola fe; con el humanismo se abrían los cauces al conocimiento de otros mundos. Sin embargo, la sensación de vacío que dejaban tantas rupturas y los cambios profundos que afectaban a la cultura occidental crearon un ambiente de incertidumbre, de desilusión y de escepticismo; la era manierista, consciente de la grandeza, pero también de la miseria del ser humano, no podía creer en la visión apacible y equilibrada que el Renacimiento tenía del hombre.

 

            España compartía con el resto de Europa esta conciencia de catástrofe y de confusión que se mezclaba con una actitud mesiánica y salvadora heredada de la Edad Media. Obligada a regirse en materia económica y política por los nuevos códigos internacionales, se cerró en cambio en el ámbito cultural tanto al protestantismo como a las corrientes más avanzadas del humanismo científico. Esos dos proyectos que Felipe II tuvo como los ejes de su actuación, el monárquico tributarista y el religioso contrarreformista, fueron impuestos tanto en España como en su imperio ultramarino. 2

 

            A causa de su condición colonial, la Nueva España se vio también afectada por tales contradicciones, acentuadas además por sus propios cambios y por su propia crisis. Una serie de factores, que se sucedieron a partir de 1550, transformaban profundamente las estructuras económicas y sociales impuestas por virreyes, encomenderos y religiosos durante los primeros treinta años de la Colonia.

 

            El fenómeno que acarreó los cambios más profundos fue, sin duda, la gran mortandad que se abatió sobre la población indígena. Las epidemias, sobre todo las de los años 1545, 1576, 1588 y 1595, hicieron fácil presa sobre las personas mal alimentadas, explotadas por trabajos excesivos y deprimidas por la marginación y la miseria. La escasez de mano de obra que esta crisis demográfica trajo consigo, y la creciente necesidad que de ella tenían la minería, la agricultura, obligaron a la corona a tomar medidas drásticas.

 

            Desde los primeros años de la Conquista, la forma más común de premiar los servicios militares de los españoles fue entregarles pueblos de indios en encomienda; sus habitantes tenían la obligación de entregar a su señor, sin ningún tipo de remuneración, una serie de tributos en especie y trabajadores para sus empresas agrícolas, ganaderas o mineras. Numerosos pueblos, sin embargo, no fueron entregados a nadie y quedaron sujetos al rey, quien fungía como un encomendero más. A raíz de las quejas de algunos frailes por los abusos que los encomenderos cometían en la obtención de esos beneficios, el rey y el Consejo de Indias emitieron, desde 1542, una serie de reglamentos que tendía a hacer desaparecer dicho sistema.

 

            En lo que se refiere al cobro de tributos, la corona tenía interés en recuperar para sí los beneficios de esa función pública y en acrecentar sus entradas en los pueblos del rey; para ello, entre, 1550 y 1560, redujo a una sola tasación todas las cargas que los indios entregaban a los encomenderos, a los caciques locales y a los religiosos, y encargó a unos funcionarios llamados alcaldes mayores y corregidores su recolección y distribución. Estos oficiales, creados originalmente para administrar los pueblos del rey, se convirtieron en intermediarios entre las comunidades indígenas y los beneficiarios del tributo, pero también se volvieron los nuevos explotadores de los indios.

 

            En 1563 llegaba a Nueva España el visitador Gerónimo Valderrama con la orden de retasar los tributos indígenas y aumentar las bajas rentas que pagaban los pueblos sujetos a la corona: las reformas afectaron tanto a los comuneros como a los señores indígenas, pues Valderrama les retiró la exención tributaria de que disfrutaban, les quitó las rentas y los servicios gratuitos que recibían de las comunidades y trató de repartir sus tierra entre los renteros que se las trabajaban. La visita desató una enorme polémica y encontró una fuerte oposición por parte de frailes, quienes, apoyados por el virrey Velasco y por el oidor Zorita, consideraban injustas estas medidas, sobre todo aquellas que afectaban a los señores indígenas. Valderrama acusó a los religiosos de ambición, prohibió que controlaran en dinero de las cajas de comunidad y su jurisdicción en materia penal, y criticó su injerencia en la elección de autoridades en los pueblos. 3

 

            La visita de Valderrama dejó las bases para un nuevo sistema de tributación, aunque creó mucho descontento. 4 A partir de sus informes se implantó, desde 1570, una tasación única: los indios debían pagar un peso y media fanega de maíz por cabeza de familia al año (que sería distribuido entre el rey, el encomendero y el religioso) y un real y medio para los gastos de comunidad.

 

            Al mismo tiempo que se reformaba el tributo, se limitaba, y con mucho mayor rigor, el aspecto laboral de la encomienda. La corona necesitaba acabar con el monopolio que tenían los encomenderos sobre una fuerza de trabajo cada vez más disminuida para favorecer a los nuevos grupos de colonos y mineros. En 1549 se prohibieron los servicios personales gratuitos; todo trabajo realizado por los indígenas debía de ser remunerado. Pero existía un problema; a los naturales,  que tenían suficiente manutención con los productos de sus tierras comunales, no les interesaba el trabajo asalariado fuera de su comunidad, lo que acarreaba la carencia de mano de obra en las empresas de los españoles. El estado intervino entonces e instauró el repartimiento, por el que se obligaba a las comunidades a entregar un determinado número de indios para la agricultura, las construcciones urbanas y la minería. Con el fin de evitar abusos, las autoridades nombraron funcionarios, los jueces repartidores, que determinaban la distribución de la fuerza de trabajo. Se legisló además sobre el número de trabajadores que podía repartirse (para las labores agrícolas 4 por ciento de los tributarios de un pueblo en periodo ordinario y 10 por ciento durante la siembra y la cosecha); se estipuló que debían recibir cuatro reales a la semana como salario, que el tiempo del servicio no debía exceder de seis días, y que la distancia entre el pueblo y el lugar de trabajo no debía ser superior a una jornada de viaje. A pesar de esta reglamentación, la corrupción burocrática facilitó a menudo los abusos, como nos lo dejan ver las páginas más sentidas de la Historia de Mendieta. 5

 

                Las reformas promovidas por los funcionarios y consejeros de Felipe II estaban encaminadas a aumentar los beneficios de la corona y a ejercer mayores controles sobre aquellos grupos sociales cuyos privilegios atentaban contra la jurisdicción del rey. Tal política afectó primeramente a los encomenderos, que perdieron posibilidad de manejar en forma directa los recursos materiales y humanos de la tierra. A los descendientes criollos de los conquistadores les pareció que con ello se cometía una injusticia; sus padres habían ganado esta tierra y ellos, sus legítimos herederos, no sólo estaban siendo despojados de aquello que les pertenecía, sino que eran relegados políticamente por los funcionarios que la corona enviaba desde la península. Cuando Martín Cortés, segundo marqués del Valle e hijo del conquistador, llegó a México en 1563 después de una larga estancia en España, los criollos inconformes lo consideraron su líder natural.

           

            En 1564, cuando murió el virrey Luis de Velasco, los descontentos aprovecharon la situación y planearon desconocer la autoridad de la corona y nombrar como rey de Nueva España al marqués del Valle. Sin embargo, el aplazamiento del golpe final por la falta de decisión de su dirigente provocó el aborto del movimiento, que fue descubierto en 1566 y cruelmente reprimido. Martín Cortés y su hermano mestizo del mismo nombre fueron enviados a España y algunos de los cabecillas de la conjuración murieron ajusticiados. Con este acto quedaba asegurado el predominio de los intereses de la corona y se sellaba el futuro de los hijos de los conquistadores.

 

            Para las últimas décadas del siglo XVI la mayor parte de los criollos descendientes de los encomenderos era gente empobrecida. Esta situación quedó plasmada en los escritos de  Baltasar Dorantes de Carranza, de Juan Suárez de Peralta y de Gonzalo Gómez de Cervantes, en los que se insiste en resaltar las hazañas de la Conquista y la Hidalguía que de ellas heredaron los descendientes de esos héroes. En estos textos,  junto con las quejas de que se prefiere a los recién llegados colonos y no a los hijos de quienes ganaron la tierra, se solicita la encomienda a perpetuidad con la cual hasta los indios saldrían beneficiados. Este primer brote de conciencia criolla nació de la desilusión y de la marginación que estaba viviendo ese grupo. 6

 

                Un efecto similar tuvieron las reformas de Felipe II sobre la antigua nobleza indígena. Al igual que pasaba con los encomenderos criollos,  esta situación produjo una literatura apologética entre los descendientes de los nobles prehispánicos de las que son muestras las obras de Fernando de Alba Ixtlixóchitl y de Fernando Alvarado Tezozomoc. Sus quejas muestran a una nobleza que, además de ser despojada de la mano de obra gratuita y de los tributos de sus pueblos, comenzaba a ser desplazada de sus cargos por una nueva oligarquía formada por macehuales (gente no noble) y por mestizos. Para la segunda mitad del siglo XVI era un hecho frecuente (salvo excepciones como las de los señores mixtecos o tlaxcaltecas) que los gobernadores indígenas ya no provinieran de los antiguos linajes;  para esa época se hizo común que fueran los virreyes, y no los consejos de ancianos o la herencia, quienes designaran a las personas que ocuparían tales cargos, recayendo a menudo este nombramiento en gobernadores “profesionales” nativos de regiones distintas a aquellas que regían. Un fenómeno similar se dio en los cabildos indígenas, donde poco a poco se fueron infiltrando en los cargos de alcaldes y regidores personas enriquecidas con la arriería y con el comercio, actividades surgidas por la necesidad de abastecer a los florecientes centros urbanos. 7

 

                La pérdida de poder que estaban sufriendo los miembros de la vieja nobleza afectó directamente a los frailes, quienes, por medio de ese grupo egresado de los colegios conventuales, habían ejercido un control casi absoluto sobre las comunidades aborígenes hasta 1560. La llegada de los nuevos funcionarios virreinales y el desplazamiento de sus aliados, lo señores indígenas, perjudicó profundamente los intereses de los religiosos; por ello, la defensa de los privilegios de la vieja nobleza indígena y la oposición a las reformas propuestas por el visitador Valderrama fueron parte central del discurso de frailes como Mendieta.

 

            De hecho, lo que impugnaban los tres grupos por las reformas de Felipe II no era solamente la introducción de novedades tributarias o legislativas; la amargura que reflejaban las quejas de frailes, encomenderos y nobles indios era consecuencia del surgimiento de una nueva sociedad en la cual ellos ya no encontraban cabida. Frente a un mundo donde predominaba el ámbito rural sobre el urbano y en el que las comunidades indígenas sostenían el abasto, se comenzaban a formar varias economías regionales alrededor de ciudades capitales que eran sedes administrativas y episcopales, además de mercados donde se comercializaban los productos agrícolas de sus entornos. México, Puebla, Oaxaca, Valladolid, se convirtieron en grandes consumidores de bienes y servicios, en centros de molinos, de obrajes textiles y de gremios que organizaban todo tipo de manufacturas y en núcleos de las más variadas actividades mercantiles.

 

            Mientras tanto, en el norte se descubrían nuevas vetas argentíferas en Topia, en Indé y en Santa Bárbara; con ellas y con Zacatecas, Real del Monte y Taxco se consolidaba la actividad minera, y, con el recién descubierto método de amalgamación con mercurio, se aumentaba la producción de plata. Al mismo tiempo, la Nueva España entraba al circuito comercial internacional y exportaba e importaba productos de Europa, de Sudamérica y de Asia, que, desde 1570, se integró al comercio americano a través de las islas Filipinas. Con esto aumentó la circulación de artículos de lujo y el dinero y el crédito se volvieron recursos cada vez más necesarios. 8

 

                Las nuevas condiciones económicas, aunadas a la política centralizadora de Felipe II, perjudicaron ciertamente a los grupos surgidos durante la primera etapa colonial, pero en cambio beneficiaron a otros sectores sociales: la burocracia administrativa, los comerciantes, los nuevos terratenientes.

 

            Las reformas propuestas por Felipe II creaban la necesidad de consolidar un núcleo de funcionarios que las pusiera en práctica. Las personas destinadas a ocupar esos cargos debían velar por los intereses de la corona; sin embargo, la venta de cargos y los salarios miserables incidieron para que esto fuera difícil. La atroz bancarrota en la que estaba sumida España después de sus interminables guerras europeas obligó al rey a ofrecer en subasta pública los cargos de escribanía, policía, municipio y casas reales de moneda; con ello se evitaba que virreyes y gobernadores los utilizaran como premios para sus partidarios, pero en cambio se entregó su control a los comerciantes que prestaban el dinero para la compra del cargo a cambio de favores.

 

            Situación similar acontecía con otros puestos que no eran vendibles, como los de corregidor y alcalde mayor, pero cuyos bajos salarios obligaban a sus detentadores a aliarse con los mercaderes, quienes a través de ellos pudieron apropiarse de los recursos de los pueblos. La corrupción y el nepotismo en las oficinas de gobierno permitieron a algunos de estos funcionarios obtener tierras, estancias de ganado, molinos y permisos de explotación de minas. El periodo que va de 1570 a 1630 se caracterizó por un aumento creciente de transgresiones a la ley, de injusticias en los procesos judiciales, de negocios ilícitos, de especulación desmedida y de fraudes. 9 Tal situación afectó tanto a las altas esferas burocráticas como a los estratos más bajos, entre los que se encontraban las nuevas élites indígenas; éstas encontraron reacomodo en la sociedad que surgía por medio de cacicazgos, compadrazgos y mayordomías, y se amoldaron a la corrupción y a la explotación.

 

            El segundo grupo beneficiado por los cambios fue el de los mercaderes. El monopolio del comercio internacional, de los créditos mineros y de los obrajes, generó en poco tiempo enormes fortunas, incrementadas por el contrabando y por el control de la casa de moneda de la ciudad de México. Con la creación del consulado en 1592, un pequeño sector de estos comerciantes afianzó sus vínculos con la corona y consolidó su influencia. No obstante, los capitales que se acumularon con esta actividad no sobrepasaron el tiempo de una vida; la inversión en tierras y en rentas más seguras y la compra de títulos honoríficos, como el de caballero de Santiago o de Calatrava, hicieron de los hijos de los mercaderes hombres con pretensiones de nobleza, y por lo tanto personas vinculadas al tercer grupo beneficiado por los cambios: los nuevos terratenientes. 10

 

                Durante la segunda mitad del siglo XVI comenzó a darse el acaparamiento de propiedades rurales que se aplicaban a la producción de cereales, de ganado y de caña de azúcar en diversas zonas del territorio novohispano. Casi ninguno de sus dueños provenía de las familias de los primeros conquistadores; había entre ellos, en cambio,  muchos recién llegados: personas emparentadas con funcionarios, arribados como parte del séquito de los virreyes; gente enriquecida con la minería o con el comercio; individuos que por sus vínculos con el poder acaparaban mercedes de tierras y se apropiaban de los bienes comunales indígenas. Esta oligarquía terrateniente, que a través de los cabildos tenía injerencia en el abasto urbano, en las obras públicas y en el usufructo de los bienes municipales, se comenzó a cohesionar muy pronto gracias al compadrazgo, al mayorazgo, al clientelismo y a las uniones matrimoniales con mercaderes y funcionarios. Las fortunas amasadas por esta oligarquía se gastaron en la obtención de títulos de caballería y en blasones, en lujos y en refinamientos, contra los cuales Mendieta, Zorita y otros autores lanzaron sus críticas más severas, pues su costo se había pagado con el sufrimiento de los indios.

 

            Desde la llegada de los españoles a América había sido una preocupación constante de la corona la emisión de leyes que protegieran a los aborígenes de la desmedida ambición de los conquistadores. Con el apoyo de los religiosos se llegó a formular incluso la separación de ambos grupos étnicos en dos “repúblicas” aisladas, una de indios y otra de españoles, con el fin de mantener a los primeros libres del contacto y de los malos ejemplos de los segundos. Sin embargo,  las condiciones de la colonización hicieron imposible esa utopía y los abusos y la explotación fueron la tónica que permeó las relaciones entre las dos “repúblicas”.  Para la segunda mitad del siglo, la diezmada población indígena mostraba los estigmas de una explotación despiadada y sufría por los abusos de los propietarios que se beneficiaban con el repartimiento, de los corregidores y alcaldes mayores, de los gobernadores indios, de los alguaciles y regatones mestizos y de los capataces negros. Los cronistas de la época nos los pintan encerrados con engaños en los obrajes textiles, cargados de mercancías como bestias, trabajando de sol a sol en el campo, en las minas y en la construcción de las ciudades, denigrados y tachados de perezosos, mentirosos e impostores. La nueva situación desintegró a muchas comunidades indígenas en el centro del territorio; sus tierras fueron absorbidas por las haciendas y su población emigró a las ciudades y a los reales mineros como consecuencia del repartimiento y de la disolución de los vínculos comunitarios. En muchas zonas, sobre todo en aquellas de intensa comunicación social, el contacto con los otros fomentó la hispanización de los indios y su integración a la vida urbana, aunque esto trajo consigo algunas lacras como el alcoholismo. 11

 

            Estos indios “ladinos”, españolizados, eran sólo uno de los muchos grupos cuyo estatus era imposible encajonar en las restringidas categorías de las repúblicas de indios y de españoles: mestizos y mulatos nacidos de una intensa e incontrolada mezcla de razas, que se acomodaban en los intersticios de una realidad en formación; criollos divididos entre el amor a la tierra que los vio nacer, y que les dio la única realidad que conocían, y la ficción de pertenencia a una familia con raíces lejanas, mitificadas por la distancia; esclavos negros llegados de África y emigrantes ibéricos expulsados por las crisis económicas de la península o prófugos de la justicia y atraídos por el espejismo de las riquezas americanas. Todos estos grupos encontraron en las ciudades novohispanas la matriz para una convivencia y una integración en la que tuvieron un papel clave las instancias corporativas, sobre todos los gremios y las cofradías. 12

 

                Las organizaciones económicas de artesanos que controlaban calidad, cantidad y precio de los artículos manufacturados comenzaron a funcionar desde la segunda mitad del XVI y a integrar en ellas a muchos sectores sociales urbanos; en forma simultánea, y a veces formando parte de los gremios, proliferaron las cofradías. Estas hermandades de laicos se dedicaban a organizar fiestas y procesiones religiosas, a socorrer a los hermanos enfermos e incapacitados y a sus viudas y huérfanos, a subvencionar los gastos funerarios, del entierro y de las misas de sus miembros difuntos.

 

            Los religiosos hicieron uso de este medio para consolidar a las comunidades indígenas que se desintegraban y para aumentar las limosnas que sus conventos, afectados por la crisis demográfica, estaban perdiendo. Pero fue sobre todo en el ámbito urbano donde estas corporaciones desarrollaron su mayor actividad; en casi todos los templos funcionaban varias cofradías, tanto de españoles ricos, como de mestizos y de “morenos” para pobres artesanos.

 

            La proliferación de cofradías en ese tiempo fue sólo uno de los muchos cambios que afectaron a las corporaciones religiosas. El primero de ellos fue el crecimiento de nuevas instituciones que hicieron posible la recepción de las ideas propugnadas por la Contrarreforma; el tribunal del Santo Oficio, encargado desde 1571 de prohibir o permitir las manifestaciones religiosas que convenían a los intereses de una Iglesia que generaba cada vez mayores controles; la Compañía de Jesús, llegada en 1572, propulsora de una nueva espiritualidad, más flexible y sincrética, que pudo adaptarse fácilmente a las realidades locales; la fundación de las provincias de carmelitas, mercedarios y dieguinos, dedicadas a la predicación en el ámbito urbano; los conventos de religiosos nacidos de la necesidad de dar  cabida al excedente de una población femenina española cada vez más numerosa; un clero secular culto egresado de los colegios jesuíticos y de la universidad, y apoyado por los cabildos catedralicios y por los obispos.

Y frente a estas nuevas corporaciones eclesiásticas, las viejas órdenes mendicantes, que luchaban por conservar los privilegios obtenidos de haber sido las primeras en llegar y que se adaptaban a las condiciones impuestas por el cambio. Atrás habían quedado las décadas doradas de la misión en Mesoamérica y de ella sólo restaba un sentimiento de frustración teñido del desencanto de la cristiandad indígena cargada de idolatrías y desintegrada por la explotación. Por otro lado, la expansión evangelizadora hacia el norte estaba detenida por la guerra chichimeca y no comenzaría a mostrar sus posibilidades sino hasta la última década del siglo; y aunque las islas Filipinas, y con ellas el Asia toda, daba esperanzas para una misión exitosa, ésta no dejaba de ser, por el momento, más que un sueño que se cobró su primer mártir con Felipe de Jesús, muerto en Japón en 1592.

 

            Pero los problemas más graves no estaban en lo externo, en el estancamiento de la misión, sino en interior mismo de las órdenes. Éstas experimentaron un enorme crecimiento entre 1550 y 1610, cuando las tres provincias mendicantes que existían originalmente se multiplicaron hasta llegar a once. El hecho fue consecuencia del aumento de conventos durante las primeras décadas y de la necesidad de tener una administración más eficaz sobre el territorio, pero también se debió a la  entrada masiva de elementos criollos en los claustros; la falta de puestos en la sociedad civil orillaba a muchos segundones a tomar el hábito frailuno con el único fin de sobrevivir. Esto había provocado la relajación de las costumbres y la necesidad de aumentar las rentas a veces por medio de la adquisición de extensas propiedades. La entrada de criollos y el crecimiento de los conventos urbanos no sólo reforzaron los vínculos de las órdenes con las élites de la sociedad española, sino que también provocó serios conflictos por el control de las comunidades religiosas. Muy pronto, los frailes nacidos en México, que por su elevado número manipulaban la elección de autoridades en los capítulos provinciales, desplazaron a los religiosos peninsulares de dichos cargos.

 

            Unos de los primeros conflictos entre religiosos criollos y peninsulares se dieron en la orden franciscana y para nosotros reviste especial interés, pues Mendieta estuvo muy relacionado con él. En 1584 llegó a la Nueva España el comisario fray Alonso Ponce con el encargo de realizar una visita a las provincias de los frailes menores. Desde que llegó a la ciudad de México el visitador tuvo dificultades con el provincial criollo del Santo Evangelio, fray Pedro de San Sebastián, a quien Ponce acusó de haber obtenido el cargo con sobornos. Fray Pedro, apoyado por el virrey, por la Audiencia y por los sectores criollos de la provincia, desconocieron al comisario como visitador, lo calumniaron de glotón y de ambicioso, interceptaron su correspondencia e incluso ejercieron violencia física contra él al sacarlo a la calle a rastras del convento de San Cosme, donde se había refugiado; el provincial, envalentonado con la impunidad que le daba el apoyo de las autoridades, ignoró las excomuniones y suspensiones dictadas por el visitador y consiguió que la Audiencia lo desterrara por un año a Guatemala.

 

            En 1587 fray Alonso regresó a México para intervenir en el capítulo que pondría fin al provincialato de su amigo fray Pedro; pero, una junta de religiosos determinó suspender la reunión, con lo que el provincialato del padre Sebastián se prolongó por dos años más. Desde entonces hasta 1589, en que se fue, Ponce sólo pudo tener injerencia en la visita de las otras provincias franciscanas, pero no en la del Santo Evangelio. El conflicto entre el provincial y el comisario mostró que el espíritu original en que se había fundado en franciscanismo en Nueva España se había perdido y que una situación de relajación ocupaba su lugar.

 

            Para la época en que Ponce realizaba su visita, habitaban en la Nueva España, incluida la Capitanía General de Guatemala, alrededor de cuatrocientos franciscanos, que administraban ciento sesenta y seis conventos cabecera y más de un millar de templos de visita distribuidos en cuatro provincias: la del Santo Evangelio de México, la de San Pedro y San Pablo de Michoacán, la de San José de Yucatán y la del Nombre de Jesús de Guatemala. En la mayoría de sus conventos, sobre todo en los que estaban en pueblos de indios, los frailes cumplían funciones parroquiales (básicamente administración y registro de bautizos y matrimonios) y recibían por ello limosnas y obvenciones. Desde mediados del siglo XVI los obispos comenzaron a presionar a la corona para que obligara a los religiosos a someterse a la autoridad episcopal, pues actuaban como curas en sus parroquias. Los frailes alegaron que tenían privilegios pontificios para realizar esta labor sin estar obligados a rendir cuentas más que a sus propios provinciales; la lucha entre obispos y religiosos estalló irremediablemente. El punto de conflicto tenía que ver con la jurisdicción sobre los indios, que eran la mayor parte de la población en Nueva España.

 

            El problema se inició en 1554, cuando el recién llegado arzobispo dominico Alonso de Montúfar pretendió revocar la ley que eximia a los indios del pago de diezmos, lo que provocó una fuerte oposición por parte de los religiosos. El hecho era sólo una premisa para imponer una Iglesia canónicamente constituida y sujeta al episcopado; con el aumento de este nuevo tributo se fortalecía el clero secular y con ello se marginaba a los desobedientes frailes. Con el tema del diezmo, unido a las exigencias de una autorización episcopal en las causas matrimoniales dirimidas por los religiosos, se abrió una prolongada serie de hostilidades entre los dos sectores del clero novohispano.

 

            Entre 1555 y 1585 los obispos solicitaron al rey la facultad para conocer las causas de remoción de los curas regulares y de visitar las parroquias administradas por los frailes, e incluso llegaron a pedir que fueran sustituidos en ellas por clérigos seculares. La corona concedió ambas peticiones, pero la tenacidad con que los religiosos defendieron sus derechos para administrar a los indios sin la intervención del episcopado movió al rey a retractarse y a derogar tales disposiciones. Montúfar utilizo contra los frailes duros métodos de persuasión y varios de ellos, como fray Alonso de la Veracruz, fray Maturino Gilberti y fray Arnaldo de Basacio, tuvieron que someterse a juicios inquisitoriales acusados de proposiciones heréticas. Sin embargo, por el momento, el triunfo fue para los religiosos, quienes conservaron sus privilegios.

 

            En las pugnas entre frailes y obispos por el control de las parroquias indígenas se enfrentaban, no sólo dos ámbitos de poder, sino también dos posiciones antagónicas frente a lo que se pretendía de la iglesia novohispana: la propuesta de un mundo cerrado a las influencias externas, el de la cristiandad indígena sometida a los frailes, y la perspectiva de apertura e integración racial que exigían los obispos y los clérigos seculares con base en las normas del concilio de Trento.

 

            En 1585 el arzobispo Pedro Moya de Contreras, clérigo secular que había sido virrey interino e inquisidor mayor del Tribunal del Santo Oficio, reunió el tercer concilio provincial mexicano; en él, junto con las disposiciones tridentinas sobre el culto a las imágenes y la veneración  a los santos, se propusieron una serie de reformas relacionadas con la formación de seminarios, con el incremento del nivel moral y cultural del clero, con la exclusión de los indios a las órdenes sagradas, con la vigilancia de la religiosidad popular, con la persecución de las idolatrías y, sobre todo, con la organización de la vida parroquial. El tercer concilio provincial cristalizó los anhelos de una nueva iglesia centrada en las ciudades y en el cuidado pastoral de las poblaciones urbanas, de una institución que ejercía mayores controles sobre la religiosidad y que daba a los obispos la preeminencia sobre todo los ámbitos eclesiásticos. 14

 

                Tales hechos marcaron el principio de una nueva etapa en la historia eclesiástica novohispana. A lo largo de cuarenta años los frailes habían fundado innumerables pueblos, los cristianizaron y les trasmitieron  muchos elementos de la cultura occidental; basados en algunas de las estructuras prehispánicas, habían conservado a los señores indígenas en el poder y a través de ellos ejercían el control de las comunidades tanto en lo espiritual como en lo temporal; este dominio sobre los i9ndios y la defensa que a favor de ellos hacían contra los abusos de los españoles provocaron enfrentamientos con los encomenderos.. A partir de la década de 1550 las autoridades coloniales y los obispos se unieron a los encomenderos para reducir el poder y los privilegios de los religiosos. Muchos frailes que vivieron en la segunda mitad del siglo XVI aún compartían algunos de los ideales de los primeros misioneros, pero aquel optimismo con el que los religiosos veían al mundo indígena había quedado atrás. El hecho de que Mesoamérica ya no fuera una tierra de misión, la gran mortandad que asolaba a las comunidades indígenas, la sobrevivencia de los ritos paganos, incluso entre la nobleza educada en los conventos, y las pugnas con el episcopado, dieron a las órdenes de la segunda mitad del siglo XVI otra actitud, una actitud de añoranza por el pasado y de desconfianza por el futuro, una actitud teñida de cierto escepticismo. Aunque por razones distintas, esta misma era la tónica de la vida en la vieja Europa durante la era del “manierismo”. Ese tiempo, en el que vivió, actuó y escribió Gerónimo de Mendieta, está reflejado en su obra como en un espejo.

 

 

La vida y la obra de fray Gerónimo de Mendieta

 

LLamábanle el Cicerón de la provincia, por el grave

estilo de su razonar: y por esto las más veces que se

escribía a España, al rey, al consejo y a la orden, en

cuerpo de comunidad, a él se le encomendaban las

cartas; y lo mismo era por acá a los virreyes y otros

personajes graves, porque había puesto Dios en su

decir mucha eficacia. 15

 

            Fray Gerónimo de Mendieta, hombre representativo de su tiempo, fue también una de las personalidades que más activamente participó en la vida novohispana de la segunda mitad del siglo XVI. Su probidad moral, los cargos que ocupó en la orden franciscana y su abierta defensa de los derechos indígenas lo hicieron un hombre conocido, admirado y quizás también temido y odiado por aquellos contra los que dirigió sus acerbas críticas. Gracias a sus actividades y a su fama tenemos numerosas noticias de su vida, algunas recogidas en sus propias obras, pero la mayoría proveniente de sus hermanos de orden, sobre todo de fray Juan Bautista y de fray Juan de Torquemada. 16

 

            Gerónimo, el último de cuarenta hermanos engendrados por su padre a lo largo de tres matrimonios, nació en 1525 en la zona vascongada española, provincia de Vitoria. Muy posiblemente a los quince años tomó el hábito franciscano en la ciudad de Bilbao, en cuyo convento estudió artes y teología, y en donde se ordenó sacerdote. En 1553 se alistó en la expedición misionera que estaba reuniendo por entonces fray Francisco de Toral, custodio de la provincia mexicana del Santo Evangelio, quien se encontraba en la península para gestionar el paso de religiosos a México. A los pocos meses, en enero de 1554, Gerónimo se embarca junto con otros treinta y tres frailes rumbo a la Nueva España. 17

 

                Durante los primeros tres años de estancia en la que sería desde entonces su patria adoptiva, realizó tres actividades que marcarían las pautas de su acción en el futuro: completó sus estudios teológicos con fray Miguel de Gornales en Xochimilco mientras aprendía la lengua náhuatl; inició su labor misional en Tlaxcala bajo las órdenes de  fray Toribio de Motolinia, y escribió a Carlos V sobre la situación de los indios. Estudio, misión y labor epistolar en defensa de los naturales, éstas fueron las líneas de su actuación a lo largo de cuarenta y siete años que vivió en la Nueva España.

 

            Entre 1556 y 1562 el convento de Toluca fue la residencia habitual del religioso; desde él dirigió la congregación del pueblo de Calimaya, hecho que lo enfrentó al oidor Orozco, quien tenía una opinión contraria a la política de reunir a los indios dispersos en comunidades mayores; poco después Calimaya fue el escenario de fuertes pugnas entre el clero secular y los franciscanos, quienes levantaron en armas a los indios contra el cura y derribaron la iglesia. 18

 

                Para 1562 Mendieta llevaba ocho años en la Nueva España y su experiencia misional le había mostrado las condiciones inhumanas en las que vivían los indios y los conflictos que enfrentaban a los frailes con los encomenderos, clérigos seculares y autoridades civiles. Esa experiencia, y la pugna con Orozco, lo llevaron a redactar una carta dirigida al entonces comisario general de los franciscanos, fray Francisco de Bustamante; en ella recomendaba el fortalecimiento de la autoridad de los frailes sobre los indios y la disminución de las funciones de la Audiencia. Por una orden regia, toda la correspondencia dirigida a la corona debía encauzarse a través de este tribunal, instancia de la que Mendieta desconfiaba, por lo que el fraile decidió utilizar al comisario para hacer llegar sus quejas al rey.

 

            Después de 1562 fray Gerónimo fue maestro en el noviciado del convento grande de México, actuó como secretario de dos provinciales, fray Diego de Olarte y fray Miguel Navarro, y fue guardián del convento de Tlaxcala (1567-1570). Su rectitud y buen juicio le dieron una gran presencia en los capítulos provinciales del Santo Evangelio, en los que fue encargado de hacer la distribución de los oficios antes de ser presentados a votación. 19

 

                Durante esos ocho años, Mendieta realizó una intensa actividad epistolar e informativa dirigida al rey, al Consejo de Indias y a las autoridades civiles de la Nueva España. Dos hechos motivaron esta situación: la visita de Valderrama en 1563 y la muerte en 1564 del virrey Luis de Velasco, gran protector de los frailes, que marcó el final de lo que Mendieta consideraba como la época dorada de la misión franciscana en la Nueva España. De este periodo cabe destacar una carta fechada el 8 de octubre de 1565, en la que el fraile señalaba a Felipe II veinticuatro puntos sobre lo que debía ser, en conciencia, el buen gobierno de la Nueva España. A esta etapa de su vida pertenecen también un Memorial en nombre del provincial del Santo Evangelio (Xochimilco, 25 de febrero de 1569) y una serie de relaciones donde se da noticia de los conventos y frailes de la provincia, de la organización de los capítulos, de los métodos de administrar los sacramentos y de los breves que los papas habían concedido a los mendicantes en esta materia. Tal actividad informativa respondía, tanto a las pugnas que los frailes tenían con los obispos alrededor del matrimonio entre los indígenas, como a la solicitud de Juan de Ovando, visitador del Consejo de Indias desde 1567, para que se enviara toda la información geográfica, política y social posible, con miras a reordenar la legislación destinada a América. 20

 

                En 1570 terminaba su provincialato fray Miguel Navarro y era enviado a Florencia para asistir al capítulo general de la orden. Fray Gerónimo, su amigo y secretario, fue elegido para acompañarle; tres razones movieron al religioso para aceptar tal encargo: su salud quebrantada, una actitud de desaliento hacia la insoluble situación social novohispana, y a la noticia de que una hermana suya estaba gravemente enferma. Navarro y Mendieta llevaban consigo una carta, redactada por el segundo y firmada por las autoridades franciscanas de la Nueva España, sobre el buen gobierno con que Felipe II debía regir los asuntos de Indias, y una epístola de los señores indígenas en que pedían se les desagraviara de los muchos abusos cometidos en su contra. Asimismo, los dos frailes llevaban documentos escritos por Sahagún: un Sumario de su obra sobre el mundo prehispánico para Juan de Ovando y un Breve compendio de los ritos idolátricos para el Papa Pío V. Fray Gerónimo había impulsado a fray Bernardino a continuar su labor de investigación sobre costumbres y religión de los pueblos nahuas, comenzada durante el provincialato de Toral (1557-1560) y detenida algún tiempo; para ambos era muy importante conseguir el apoyo de las autoridades europeas para divulgar esos trabajos, tan necesarios en la consolidación de la labor cristianizadora y en la erradicación de las idolatrías. 21

 

                Recién llegados a Madrid, Navarro y Mendieta tuvieron una entrevista con Juan de Ovando; con él trataron los temas que habían ocupado a los frailes desde hacía cincuenta años: las relaciones entre obispos y religiosos, la explotación de los indios, la reforma del gobierno civil. Especial interés recibieron el cobro de diezmos a los indígenas y los abusos que contra ellos cometían los nuevos inmigrantes españoles. De esa entrevista los franciscanos sólo obtuvieron que el Consejo autorizara la creación de un comisario general de Indias con residencia en Sevilla para administrar con más eficacia las actividades de la orden franciscana en América.

 

            De pronto, sin que sepamos la razón, Mendieta se separó de su compañero y se marchó al convento franciscano de su natal Vitoria. Muy posiblemente la excusa para no asistir al capítulo general fue la recaída en la enfermedad, causada por el agotamiento del viaje; pero de hecho parecen pesar en esta decisión otras razones de carácter más psicológico. El fraile había tomado la decisión de no regresar más a Indias, donde todos sus esfuerzos por reformar las injusticias y las irregularidades parecían inútiles, y permanecer en Cantabria en la            quietud y paz de una vida casi monacal.

 

            Pero tales intenciones no correspondían a los deseos de sus superiores; su experiencia y sus conocimientos sobre los asuntos indianos no podían ser sepultados entre los muros de un convento peninsular. Así, en obediencia a los mandatos del general de los franciscanos, Cristóbal de Cheffontaines, fray Gerónimo regresó a la Nueva España en 1573. Junto con la orden de reintegrarse a la provincia del santo Evangelio, se enco0mendaba al religioso la elaboración de una historia de la labor de los hijos de San Francisco en la Nueva España desde su llegada en 1523 hasta ese momento.

 

            Por esas fechas, fray Miguel Navarro reunía religiosos para las misiones novohispanas en las provincias sureñas de la península y encargó a fray Gerónimo que realizara una actividad similar en las norteñas. Cuando ambos amigos se embarcaron hacia el nuevo continente lo hicieron con otros ochenta compañeros, que reforzarían la orden franciscana en la América septentrional.

 

            A pesar de que el mandato del general estaba dirigido a la realización de una labor específica como cronista, la gran necesidad que la provincia del Santo Evangelio tenía de personal calificado obligó a fray Gerónimo a aceptar varios cargos y a dedicarse a numerosas labores, entre otras, la solución de problemas internos de su orden.

 

            En esta última etapa de su vida ocupó las guardianías de Xochimilco /1575-1578 y 1596-1599), de Tepeaca /1589-1591) y de Tlaxcala (1591-1593), y en dos ocasiones fue definidor de su provincia. Al parecer pocas veces predicaba en castellano y cuando lo hacía en náhuatl utilizaba un intérprete, pues era “algo tardo de lengua”, según menciona Torquemada. 22 No obstante, debió dedicarse a las innumerables actividades que formaban la labor de un cargo como el de guardián.

 

            Mientras tanto, recopilaba materiales para su Historia y redactaba algunos textos y cartas. En 1581 presentó al capítulo provincial un Proyecto de estatutos u ordenaciones provinciales para las casas o eremitorios de recolección; dos años después en 1584, Mendieta, junto con los padres Pedro de Oroz y Francisco Suárez, terminaba la redacción de una Descripción de la relación de la provincia del Santo Evangelio; a raíz de una solicitud de información del general Francisco de Gonzaga, que preparaba una crónica general de la orden franciscana, fray Gerónimo utilizó en ella parte de los materiales que había recopilado desde 1573. 23 Junto a sus actividades de escritor, sus biógrafos nos lo muestran también como un hábil pintor; decoró algunas sacristías con los misterios del rosario y la portería del convento de Xochimilco con escenas de la evangelización; además, en sus ratos libres, rotulaba los libros de las bibliotecas conventuales. 24

 

                El fraile debió encontrar más placenteras estas labores intelectuales y artísticas que los problemas en los que se vio envuelto por razón de sus cargos. Poco debió gustarle, por ejemplo, estar inmiscuido en la conflictiva visita del comisario fray Alonso Ponce en 1585, quién lo solicitó como su acompañante e intérprete. En todo ese enojoso asunto Mendieta intentó mantenerse al margen y sus cartas y pareceres sobre el tema denotan una gran prudencia. 25

 

                Además de su actuación como consejero en los problemas internos de su provincia, fray Gerónimo era consultado a menudo en los asuntos de gobierno. Así, en la última década de su vida, es notable su participación en la evangelización de los chichimecas, una vez concluida la guerra que se hacía contra ellos desde hacía cuarenta años. Por encargo del virrey Luis de Velasco. El Joven, organizó la expedición de tlaxcaltecas que fueron enviados a fundar poblados entre los nómadas para reforzar las misiones de la Gran Chichimeca.

 

            Con tantas actividades, poco tiempo le quedaba al fraile para ocuparse del encargo de escribir una historia de la conquista espiritual de México. Por fin, entre 1595 y 1596, retirado en el eremitorio de Huexotla, pudo ordenar los materiales recopilados durante más de veinte años e iniciar la redacción de su magna obra. El 9 de mayo de 1604, cuando casi había concluido su texto, murió en el convento de san Francisco de México.

 

            A su muerte, este trabajador incansable y hombre de dotes excepcionales dejaba tras de sí una obra inmensa. Junto con la Historia eclesiástica se ha calculado que salieron de su pluma unos setenta y siete documentos. Por la facilidad que tenía para escribir, por la claridad y concisión de sus estilo, por lo ordenado de su pensamiento, por sus conocimientos de la realidad indígena y novohispana, y por su combatividad, Mendieta fue encargado por su provincia para redactar numerosos memoriales y cartas; por ello, además de los que firma él directamente, se le pueden atribuir otros muchos. 26

 

Su pensamiento

 

…pues escribo historia verdadera y no forjada de mi

cabeza, no profana sino eclesiástica, ni de capitanes

del mundo sino celestiales y divinos, que sujetaron

con grandísima violencia al mundo, demonio y carne

y a los príncipes de las tinieblas y potestades infernales. 27

 

            Hasta el siglo XVIII, la historia era considerada como “maestra de la vida” y su finalidad práctica consistía en narrar hechos que sirvieran como modelo de comportamiento moral; este carácter pragmático hacía necesaria una continua referencia al presente. La obra de Mendieta, leída a partir de esta concepción, se nos presenta como un texto político-teológico cuya finalidad era defender a los indios de los abusos de los españoles y demostrar que los frailes, contra lo que expresaban, eran los únicos capaces de lograr la sobrevivencia y el bienestar de la Nueva España.

 

            A lo largo de toda la obra del cronista franciscano (en la Historia, en los memoriales en las cartas) una de sus mayores preocupaciones era mostrar la crítica situación en que vivían los indios. En ella se nos pinta el desolador panorama de pueblos casi vacíos; de comunidades azotadas por las epidemias y por los abusos de los encomenderos y de los colonos; de caminos asolados de salteadores y vagabundos españoles, mestizos y negros que robaban a los indígenas sus bastimentos y mercadería; de tribunales donde escribanos, intérpretes y abogados lucraban con la necesidad de quienes iban ahí en busca de justicia. La única ley que imperaba en la Nueva España era la de la codicia; ésa era, según Mendieta, la causa de todos los males que sufría esta tierra.

 

            El cronista franciscano, lo mismo que fray Bartolomé de las Casas y otros muchos frailes, consideraba que la salvación de las almas, único objetivo válido que justificaba la presencia española en las Indias, estaba íntimamente relacionada con la protección de los cuerpos. La explotación desmedida iba en perjuicio de la verdadera evangelización, pues hacía pensar a los indios que les había convertido en cristianos sólo para abusar de ellos, para quitarles sus tierras y para reducirlos a la esclavitud. En buena medida, el regreso a sus idolatrías era explicable ante el trato tan cruel que recibían de aquellos que se llamaban cristianos. 28 Sin embargo, contra quienes temían una rebelión indígena, Mendieta argumentaba que había más peligro de una sublevación de los españoles, como la de Martín Cortés, que de los indios.

 

            Las páginas de la Historia dedicadas al repartimiento y a la excesiva tributación ocasionada por la visita de Valderrama constituyen unos de los más exaltados textos en defensa de los indios. 29 Para Mendieta se cometía una injusticia al forzarlos a trabajar en las haciendas y en las minas de los españoles, pues los indios eran los propietarios naturales de esta tierra y habían aceptado voluntaria y pacíficamente el cristianismo. Era injusto, además, porque los naturales iban en gran disminución (Mendieta está escribiendo estas páginas en medio de la epidemia de 1569) mientras que los españoles y los negros aumentaban. Con los abusos del repartimiento se estaba acelerando la mortandad, pues los indios eran tratados como esclavos. Pero a la larga, las epidemias era más un castigo para los españoles, que se quedaban sin mano de obra, que para los indios, quienes serían premiados en el cielo por su paciencia y humildad.

 

            Un tema al que Mendieta dedica especial atención es de la pérdida de privilegios que sufría la nobleza indígena de su tiempo. Quitarle los tributos y servicios que le daban sus comunidades era reducirla a la situación miserable de los campesinos; repartir sus tierras entre los renteros, como proponía Valderrama, era privarla de su patrimonio. 30 Esta política afectaba no sólo a los señores indígenas; los religiosos se veían también muy perjudicados, pues los nobles eran el principal apoyo que tenían en las comunidades.

 

            Los culpables de tan desastroso estado eran los colonos y autoridades españolas. Los primeros, porque llegaban en busca de riqueza fácil y no tenían ningún escrúpulo moral en conseguirla; las segundas, porque sólo atendían a sus propios intereses sin preocuparse del bienestar de los vasallos del rey, a quienes debían proteger y cuidar. En la Nueva España reinaba “la justicia de los compadres”, pues los alcaldes mayores y los colonos estaban aliados para explotar a los indios. 31 Son principalmente objeto de sus diatribas los oidores y los obispos, de quienes tienen una opinión muy adversa; los primeros por su continua intromisión en la jurisdicción virreinal; los segundos por sus pretensiones de imponer el diezmo a los indios y por su política contraria al clero regular.

 

            Las otras autoridades contra quienes arremete el cronista son los consejeros de Felipe II; de ellos se expresa así:” ¡Oh falsos servidores e inicuos aduladores, que engañáis a los reyes so color de servirles con infernales trazas de aumentarles las rentas, y buscáis solos vuestros intereses y mejorías, destruyéndoles sus vasallos y reinos¡ Destruya Dios vuestras trazas y consejos…” 32 En el fondo de estos ataques estaba el descontento con la política mercantilista de Felipe II, que no era compatible con el espíritu cristiano que predicaban los religiosos.

 

            Mendieta en ningún momento pone en duda la legitimidad del poder y todo su discurso parte del reconocimiento a la autoridad monárquica y centralizada; incluso en más de una ocasión alaba las sabias y justas leyes emitidas por Isabel de Castilla, Carlos V y Felipe II a favor de los indios y de los religiosos. 33 Sin embargo, en varios momentos, se nota una crítica velada hacía algunas disposiciones regias del segundo de los Austrias. Mendieta consideraba que el monarca debía sujetarse a los dictados de la ley natural y de la ley divina, y buscar el bien común y la justicia para todos sus vasallos; Felipe II estaba olvidando estas obligaciones y Mendieta temía que cayera un castigo divino sobre España y sobre los españoles. 34

 

                Una situación tan caótica como la que vivía la Nueva España sólo podía tener soluciones drásticas. 35 La primera, robustecer a las autoridades protectoras de los naturales (principalmente a los frailes, a los caciques de la nobleza indígena, al virrey) y limitar las funciones de la Audiencia y de los obispos. Sobre estos últimos Mendieta proponía que fueran escogidos entre aquellos eclesiásticos que poseyeran experiencia misional, es decir, entre los evangelizadores, y de no poderse hacer así, que se eligiera a dos obispos, uno para españoles y otro para indios, y éste de la orden religiosa que estuviera evangelizando la zona.

 

            La segunda solución, teñida de paternalismo, proponía una comunidad indígena aislada de los españoles que debía mantenerse incontaminada para poder cumplir con su misión de Iglesia primitiva. Los indios eran presa de la blasfemia, de la embriaguez y de la avaricia, y su devoción se había enfriado por causa de los malos ejemplos de los que se llamaban cristianos. Para prevenir el contagio era necesario controlar la emigración, evitar la hispanización y prohibir el aprendizaje de la lengua castellana y la convivencia con los blancos, y sobre todo con los mestizos y los negros. A esta separación en dos repúblicas, avalada por el Estado y la Iglesia, debía corresponder una renovada política de congregación que agrupara a los indios dispersos alrededor de los grandes pueblos para tener una mejor administración religiosa y un mayor control sobre las idolatrías.

 

            Estas soluciones, teñidas de idealismo y de fatalismo, nos remiten a la primera etapa de la evangelización, época dorada que Mendieta nos pinta con elogiosos colores.

 

            A lo largo de los primeros cuarenta años del siglo XVI la Iglesia novohispana era un espejo del cristianismo primitivo apostólico. Los frailes misioneros, hombres con una sólida preparación teológica y alta estima de sus votos de pobreza, castidad y obediencia, se nos presentan como santos entregados a duras disciplinas y a una caridad ilimitada: aprenden lenguas indígenas, realizan a pie largas jornadas misionales a través del territorio novohispano, enseñan la doctrina y predican, administran los sacramentos en las cabeceras y en las visitas, persiguen las idolatrías, crean poblados y organizan su vida civil, dirigen la construcción y ornamentación de iglesias y conventos, atienden las necesidades materiales de sus fieles. San Francisco parece haber reencarnado en cada uno de estos hombres excepcionales llenos de virtudes, algunos de los cuales llegaron incluso a ofrendar su vida como víctimas entregadas al martirio por la expansión de su fe.

 

            Junto a los frailes tienen un papel destacado en la historia los niños indígenas que éstos educaron en sus conventos y que fueron colaboradores irremplazables en la labor misional. A todo lo largo de la crónica aparecen como intérpretes, enseñando la lengua a los frailes, ayudándolos como catequistas y acompañándolos en su tarea de derribar ídolos; los niños mártires de Tlaxcala, víctimas de los idólatras, ocupan un lugar importante y remiten de nuevo a los tiempos apostólicos.

 

            Aunque en esa época dorada no faltaron los conflictos, como los que tuvieron los franciscanos con los oidores de la Primera Audiencia, y con los encomenderos (de quienes los frailes fueron víctimas por su defensa de los indios), en general siempre reinó la armonía; las relaciones de los religiosos con virreyes y obispos estuvieron marcadas por el entendimiento y por la colaboración.

 

            En ese mundo idealizado, la perfección abarcaba incluso a los indios cristianizados, quienes también participaban del modelo apostólico. La notable perfección espiritual y moral de los naturales de la Nueva España; junto con gran ingenio y habilidad para todos los oficios, los indios de Mendieta son mansos, pacíficos y libres de toda codicia, obedientes, pacientes y muy dispuestos y aparejados para salvar sus almas. Algunos de ellos, como los beatos de Chocamán, varios jóvenes “donados” de los conventos y numerosas mujeres se habían distinguido por su piedad, su virtud y su dadivosidad para con los fgrailes.36 La sociedad indígena se parecía a la de aquellas ciudades míticas de la isla Anthilia, paraíso cristiano en el que los hombres se ocupaban en hacer procesiones y alabar a Dios con cánticos espirituales. 37 Dios mismo había escogido a estos indígenas, a pasear de ser un pueblo desechado y considerado como la escoria de la humanidad, para mostrar su grandeza y para anteponerlos a los europeos luteranos. 38

 

            Sin embargo, a pesar de esta perfección, los indios tenían por Mendieta un único defecto: eran como niños y por su “flaca capacidad y talento” podían ser inclinados a la mentira y al vicio, por lo que debían estar siempre bajo la vigilancia y cuidado de los frailes; y aunque había algunos muy aventajados en el camino espiritual, no se les debían dar las órdenes sagradas, pues eran más aptos para obedecer que para mandar. 39 La posición de Mendieta respecto al indio, paternalista como la de casi todos los religiosos de su tiempo, consideraba que sin los frailes estos “miserables” nada podrían hacer. Un claro ejemplo de lo que pasaba cuando los indios vivían en libertad eran los nómadas chichimecas de las regiones norteñas, a quienes Mendieta consideraba monstruos de la naturaleza, más cercanos a las bestias que a los hombres, asesinos de religiosos y de seglares, y a los que había sido muy difícil convertir. 40.

 

                La descripción de esta edad dorada y de las obras que los frailes realizaron durante ella era para Mendieta la premisa para todas las soluciones de cambio que podían proponerse. Detrás de esta visión de una Iglesia indiana casi perfecta estaba la necesidad de reformar una situación de explotación y abuso que era insostenible. Al hacer patente la labor misional de los religiosos se cuestionaba la nueva política que pretendía desplazarlos; al mostrar las ventajas que había tenido la separación entre indios y españoles se hacía evidente el perjuicio moral y físico que trajo consigo la convivencia; al exaltar las virtudes de los franciscanos ilustres de los primeros tiempos de la conquista espiritual se confrontaban los vicios y relajación que comenzaban a filtrase entre las nuevas generaciones de frailes.

 

            Desde hace cuarenta años, a raíz de la aparición de la polémica obra de John Phelan, El reino milenario de los franciscanos en Nueva España, 41 se ha dicho que la visión de Mendieta sobre esta edad dorada tiene relación con la idea apocalíptica de una catástrofe final inminente y de la futura instauración de un reino de paz, igualdad y justicia. La tesis, apoyada recientemente por Georges Baudot, pretende que la propuesta franciscana de crear un Estado indígena no hispanizado y autónomo de los españoles proviene de las tesis de Joaquín de Fiore y se puede equiparar al reino milenario que algunos de sus seguidores anunciaban. Esto, según Baudot, fue la causa de los fuertes enfrentamientos entre frailes y encomenderos, así como de la rebelión franciscana contra la Primera Audiencia y de la propuesta de una Iglesia sin diezmos y sin obispos, comparable a la Iglesia de los monjes de joaquinismo.

 

            Elsa Frost ha negado atinadamente esta supuesta filiación milenarista de los franciscanos novohispanos con argumentos bastante acertados. El milenarismo medieval casi siempre estuvo relacionado con tendencias anarquistas y fue considerado heterodoxo, cosa que nunca presentaron los franciscanos novohispanos. Tampoco apareció entre ellos la necesidad de señalar una fecha precisa para el fin de los tiempos, como a menudo lo hacían los milenaristas, y que también estaba prohibido por la ortodoxia. Por otro lado, es un poco difícil pensar que los frailes quisieran instaurar el reino milenario, que era un reino de igualdad, cuando vemos su afán por mantener las jerarquías de la sociedad indígena en los pueblos que organizaron y su propio dominio sobre ellos. En todo caso, concluye Elsa Frost, todos los textos que los partidarios del milenarismo novohispano aducen pueden entrar perfectamente en el ámbito de la escatología cristiana ortodoxa de corte agustiniano, dentro de la cual “intentaron explicar el surgimiento inesperado y sorpresivo de un nuevo mundo”. 42

 

                La obra de Mendieta, por tanto, se nos presenta más como un lamento por la Edad dorada perdida que como una propuesta de una sociedad utópica. Él mismo se compara con Jeremías que llora sobre esa Jerusalén destruida que es la Iglesia indiana. 43 En todo caso, la utopía que él propone es la que ya pasó, la que estaba inmersa en el ideario de San Francisco de Asís, aquella que predicaba un cristianismo interior, libre de ceremonias excesivas, aquella empapada en la evidencia de la pobreza absoluta y en el regreso al ideal evangélico primitivo, por medio de la imitación de Cristo, sus apóstoles y sus santos. Mendieta cree en una reforma, pero con base en los principios dados por el fundador de su orden y ratificados por los primeros misioneros de la Nueva España. En este sentido, nuestro cronista es más un historiador que un profeta; su pensamiento, a diferencia de los milenaristas, está puesto en el pasado y no en el futuro. Para este franciscano, desencantado del mundo, el porvenir parece bastante negro y, en todo caso, incierto.

 

            Por tanto, para entender la visión que se refleja en la Historia eclesiástica indiana no hace falta buscarle las bases en los heterodoxos movimientos milenaristas, cuando ésta es perfectamente explicable a partir de la perspectiva del pensamiento providencialista ortodoxo. En este ámbito teológico, el hombre, el mundo y la historia tienen un solo sentido dentro del plan trazado por la Providencia divina. Dios creó al hombre perfecto y éste, haciendo mal uso de su libre albedrío, cometió el primer pecado y perdió el paraíso y la felicidad, al igual que los desobedientes ángeles malos lo habían hecho antes que él.  Pero el mismo Dios concedió la salvación al enviar a su hijo en carne mortal para que muriera sacrificado y limpiara con su sangre el pecado, librando al hombre de la condenación eterna. A partir de la muerte y resurrección de Cristo, el acontecer histórico no tiene otra finalidad que la de expandir la salvación a todos los hombres del planeta. La labor había sido encomendada a la Iglesia católica, única depositaria de la verdad revelada por Dios a los hombres. La historia humana es así la lucha entre los seguidores de Cristo, los hijos de la luz, contra los hijos de las tinieblas.

 

            Esta visión providencialista y demonológica explica no sólo la posición de Mendieta ante la evangelización, sino también su actitud ante el mundo prehispánico y ante la conquista militar. De los indios mesoamericanos Mendieta sólo rescata algunas cualidades, como sus prácticas de gobierno y su sistema educativo; aunque en alguna parte de su Historia parece inclinarse por la hipótesis de una predicación cristiana anterior y por el origen judío de los indios, la religión indígena, con sus sacrificios humanos, le parece a Mendieta demoniaca. 44 En el plan divino, el Estado messica debía ser destruido por la fuerza y Cortés fue destinado por la Providencia para llevarlo a cabo. No es casual que el año en que nació el conquistador 1485, eran sacrificados en Tenochtitlan ochenta mil víctimas en la dedicación del templo de Huitzilopochtli. “El clamor de tantas almas y sangre humana derramada en injuria de su creador sería bastante para que Dios dijese: vi la aflicción de este miserable pueblo; y también para enviar en su nombre quien tanto mal remediase, como a otro Moisés a Egipto. 45

 

            Así, aunque Mendieta consideraba que la llegada de los españoles trajo consigo muchos males, no podía dejar de elogiar a Hernán Cortés, pues por su medio el pueblo indígena consiguió su salvación. Este carácter de elegido se reforzaba con la idea de la compensación que gracias a él la Iglesia había tenido por la pérdida de fieles ocasionada por Lutero, quien providencialmente había nacido el mismo año que el capitán extremeño. La conquista militar era así rescatable, pues con ella se había conseguido la conquista espiritual. Por eso todos los errores y pecados cometidos por Cortés le serían perdonados, ya que había sido la puerta para que un sinnúmero  de personas entrara al paraíso. 46

 

            Para el cronista franciscano, por tanto, lo más notable de Cortés fue el haber estado consciente de ese papel de salvador de almas. Por ello en la Historia se insiste en el celo del conquistador por la conversión de los indios y el apoyo que dio a los religiosos para que realizaran su labor; para Mendieta, el gesto de Cortés cuando se arrodilló ante los frailes recién llegados y les besó las manos fue un acto inspirado por el Espíritu Santo; con él se le daba sentido a toda la conquista militar y se ponían las bases para iniciar la evangelización. 47 La historia de Cortés quedaba así supeditada a la de fray Martín, pues lo que pretendía el cronista no era dar una visión de los hechos de armas, sino mostrar el papel central que tuvieron los franciscanos en la conquista de estos reinos, premisa necesaria en su defensa a los ataques que se estaban dando contra ellos en su tiempo. 48

 

            Las armas de Cortés habían hecho posible la fundación de una Iglesia cuya perfección la asemejaba mucho a la de los tiempos apostólicos; un hecho violento había traído traído consigo beneficio para los indios. Sin embargo, entre los brillantes colores con los que Mendieta nos pinta a la primitiva Iglesia indiana, no dejan de asomarse algunos claroscuros. Uno, el más insignificante de todos, fue la escasez de hechos prodigiosos, tan comunes durante la era apostólica. Para Mendieta tal ausencia era explicable, pues esas muestras del favor divino no habían sido necesarias; los indios recibieron la fe con mucha facilidad y fue suficiente con el buen ejemplo de los frailes, y a la larga el mayor milagro fue haber logrado la conversión de tantas almas al cristianismo sin necesidad de milagros. 49 Esta actitud del cronista respondía a la espiritualidad franciscana de la primera mitad del siglo XVI, empapada de un ideal renovador que veía con recelo esa religiosidad cargada de prodigios, de reliquias y de imágenes propias del cristianismo popular medieval. Lo curioso es que Mendieta ya no pertenece a esa etapa que llamaremos erasmizante, sino a la siguiente a la que nació de la Contrarreforma como una reacción a la iconoclastia y a las críticas protestantes. De ahí que, al mismo tiempo que menciona esta ausencia de milagros, hable a menudo de los hechos prodigiosos que acontecieron a los frailes y a algunos indios devotos. Las reliquias y los cuerpos muertos de los misioneros, las cruces, el cordón de san Francisco y algunas imágenes realizaban curaciones y hasta resucitaron a algún niño muerto. Las revelaciones, apariciones y visiones celestiales  y la presencia demoniaca se utiliza a menudo como explicación de sucesos inusuales.. Hasta la misma llegada de los españoles fue anunciada a los paganos mexicas con hechos prodigiosos y con augurios. Lo milagroso parece algo incontenible y se filtra a todo lo largo del texto.

Esta misma posición ambivalente, producto de la situación histórica que vivía el cronista, se puede observar en el tratamiento de tres problemas surgidos con la evangelización y acaecidos durante la supuestamente idílica y perfecta edad dorada. También sobre el tema de la labor misionera de los frailes menores, tratan sobre el conflicto que tuvieron las comunidades indígenas de Cuautichan, San Juan Teotihuacán y Tehuacán con los dominicos, los agustinos y el clero secular, respectivamente. Los franciscanos, primeros misioneros de esos pueblos, habían tenido que delegar su administración en otros sacerdotes y ante ese hecho los indios respondieron con gran  violencia: abandonaron sus poblados, borraron las imágenes de los santos de la nueva orden, se negaron a dar alimento a los ministros recién llegados, encerraron a los franciscanos en sus conventos o les obstaculizaron la salida con mujeres embarazadas. 50

 

            Las anécdotas narradas por Mendieta tenían como finalidad mostrar la gran devoción de los indios hacia los franciscanos; el éxito obtenido por ellos al conseguir el regreso de sus primeros misioneros encierra una moraleja edificante que sirve para exaltar la labor de los hijos de san Francisco. Sin embargo, en la narración quedan muy mal parados los religiosos de las otras órdenes, aunque no se mencionen los nombres de las personas ni de las instituciones; tales frailes aparecen como hombres muy poco caritativos; amenazan a sus fieles con llevarlos a la horca, los encierran y los azotan; incluso parece justificada la oposición de los indios contra unos sacerdotes que les ocasionan trabajos excesivos con la manutención de sus caballos, con el trabajo en sus haciendas y con las construcción de sus conventos. Entonces ¿la supuesta armonía que hubo entre misioneros en indios en toda la Nueva España quedaba reducida sólo al ámbito franciscano?

 

            Ciertamente no,; Mendieta menciona a lo largo las virtudes y trabajos de los celosos y apostólicos dominicos, agustinos y clérigos seculares, que llenaron con sus ejemplo edificante la primera mitad del siglo XVI. Los casos de los pueblos mencionados acontecieron después de 1550, es decir, en el tiempo en que ya se comenzaban a vislumbrar las fracturas en el mundo ideal de la primera evangelización. Esa misma situación explicaría también el tratamiento que hace Mendieta sobre el experimento de la “Insulana”. Este intento de fundar una comunidad de cenobitas en Nueva Galicia, con la cual se regresaría al ideal de pobreza y austeridad del franciscanismo primitivo, aparece en la Historia como un velado conflicto al interior de la orden. El deseo reformador de los insulanos nació de la desilusión de una cristiandad indiana que no cumplía las expectativas de perfección que los frailes habían tenido de ella, llena de debilidades y flaquezas y diezmada por epidemias, pero también de un cierto debilitamiento del ideario original entre los frailes. 51

 

            El fracaso de los insulanos, debido a las urgentes necesidades de misioneros activos y no de ermitaños contemplativos, era una prueba que las condiciones impuestas por la evangelización hacían muy difícil conservar una espiritualidad surgida en otro medio y con otros fines. 52 Mendieta, quien comulgaba con esas ideas, pues propuso la creación de eremitorios donde se pudiese vivir con pureza y autenticidad el ideal franciscano, ponía a los insulanos como ejemplo para aquellos frailes que en su tiempo también estaba relajando las sanas costumbres del franciscanismo original. 53 ¿Acaso no se vivían ya por ese entonces las rivalidades entre religiosos criollos y peninsulares que asolarían a las órdenes mendicantes en la centuria siguiente?

 

            No es por tanto casual que Mendieta opine que los criollos, como los mestizos, son gente viciosa relajada y poco constante, y que apoye las limitaciones para que los primeros entren en las órdenes mendicantes y la prohibición de que los segundos ingresen al sacerdocio. Para el cronista éstas eran medidas necesarias para evitar que los intereses temporales de los parientes de los frailes criollos afectaran las actividades de la provincia e impedir que se introdujeran en ella la relajación de las costumbres y la corrupción. La vivencia cercana que tuvo con la visita del comisario Ponce debió de influir en esa opinión.

 

            Mendieta, hombre manierista, escéptico y frustrado por la situación que se vivía en su época, no podía creer, más que como ideal, en una edad dorada sin ningún tipo de conflictos ni problemas. Era un pensador cuyo ideario había nacido, más que de sus lecturas, de sus experiencias y de sus contactos con indios en el campo misional y de sus enfrentamientos con los colonos y con las autoridades virreinales como prelado de su orden. El conocimiento que tenía de los seres humanos y las vivencias de un mundo en descomposición lo habían convertido en un hombre realista, alejado tanto de los idealismos futuristas de un milenarismo imposible como de los sueños de un pasado que nunca había sido perfecto. Sin embargo, en ese pasado, que era lo único que el hombre podía conocer, estaban los modelos y las enseñanzas que servirían para reformar las costumbres y los abusos de una época caótica.

 

            Leída desde esta perspectiva, la Historia eclesiástica indiana se convierte no solamente en fuente de datos sobre la época de la primera evangelización, sino también en un documento sobre la mentalidad, los valores de una sociedad en crisis.

 

 

La Historia eclesiástica indiana

 

Satisfechos los prelados supremos de sus muchas partes,

le mandaron por santa obediencia escribiese las cosas

dignas de memoria que sucedieron en la conquista de

aquellas naciones; y aunque con humildad

(que la tuvo profundísima) se excusó lo que pudo,

forzado de tan rigurosos mandatos lo hubo de hacer,

y acabó esta historia y la vida juntamente. 54

 

 

            Desde la Baja Edad Media, las provincias mendicantes hicieron uso de la crónica para guardar la memoria de los hechos que sus miembros realizaron por la salvación de las almas y para exaltar y promover el prestigio de sus instituciones, por lo que uno de los cargos más honoríficos en cada provincia era el de cronista. A la necesidad de dejar constancia de estos hechos “locales”, se aunó durante el Renacimiento el afán de realizar obras compendiosas que dieran una visión global de la labor de las órdenes como entidades en expansión en todo el orbe. Fue muy posiblemente esta  necesidad, y el hecho de que existiera una laguna informativa en lo relativo a las misiones franciscanas en el nuevo mundo, lo que llevó al general de la orden, Cristóbal de Cheffontaines, a ordenar a Mendieta la elaboración de una historia de la evangelización novohispana.

 

            Así, en 1571, comenzó a gestarse la idea de un libro cuya factura duró casi tres décadas. A lo largo de este periodo de ardua investigación muchos otros trabajos fueron brotando como ramificaciones de ese tronco principal; de ella salieron extractos y transcripciones para los memoriales y las relaciones que la necesidad y las circunstancias iban solicitando. Sin embargo,  no fue sino hasta la década de los noventa cuando se realizó la redacción de la mayor parte del texto en su versión definitiva. Concluido el trabajo en 1597, Mendieta se sentía sin fuerzas

 

Antonio Rubial García

EL AUTOR

 

         El padre fray Gerónimo de Mendieta nació en la ciudad de Vitoria, capital de la provincia de Álava, en España. Su padre fue casado tres veces, y de estos matrimonios tuvo cuarenta hijos, siendo nuestro autor el último de todos. Cuéntase que por cosa extraña trajo pintada esta larga descendencia de su padre, puestos con separación los hijos que de cada mujer tuvo, y dejó copias de esa pintura en varios conventos de su orden.

 

            No se sabe a punto fijo en que año nació el P. Mendieta, pero puede conjeturarse con bastante fundamento, que fue poco después de haber venido para esta tierra los primeros apostólicos varones de su misma orden, cuyas huellas había de seguir más adelante, logrando conocer y tratar a alguno de ellos. 55 Lo que consta es que en edad temprana tomó el hábito de S. Francisco en el convento de Bilbao. Ordenado ya de misa, determinó pasar a la Nueva España, y aunque no faltó quien tratara de disuadirle de su propósito, verificó al fin su viaje en 1554. Gastó cuatro meses en la navegación, y llegó a fines de junio. Aquí fue destinado al convento de Xochimilco, donde estudió el curso de artes y teología, teniendo por maestro al angélico varón Fr. Miguel de Gornales, y salió uno de sus más aprovechados discípulos. Deseoso de ayudar a la instrucción de los indios, aprendió luego la lengua mexicana; y según sus biógrafos, la adquirió “más por milagro, que por industria humana”, porque pidiendo a Dios con oración continua la inteligencia de ella para poderse dar a entender a los indios, le sucedió en el convento de Tlaxcala, donde era morador, sentirse haberle sido concedido de Dios este soberano y especialísimo don; porque aunque la aprendía con mucho cuidado, le parecía que mucha de ella, que jamás había sabido, leído ni oído, se le venía a la memoria per quodam reminisci (como él decía), por un particular recuerdo, como de cosa que había sabido, otra vez y volvía a la memoria por particular acto de recordación. 56 Supo perfectamente dicha lengua, y la enseñó al célebre P. Fr. Juan Bautista, siendo cosa muy notable que con adolecer el P. Mendieta de un defecto natural, cual ser tardo de lengua al hablar en castellano,  y estar por eso impedido de predicar a los españoles, cuando subía al púlpito para hablar a los indios se expresaba en la lengua de ellos con tal claridad y elegancia que ponía admiración.

 

            Es de lamentar la falta de noticias suficientes para escribir la vida de nuestro autor. Poco más de lo dicho es lo que sabemos de él, antes de su viaje a España. Nos dice él mismo, que tuvo por guardián, conoció y trató a Fr. Toribio de Motolinia, el último de los doce, cuyo fallecimiento ocurrió en 1569; más no puedo determinar en qué época ni en qué convento fue el P. Mendieta súbdito de aquel célebre apóstol. Sólo halló que en 1562 moraba en Toluca, y en 1567 andaba en compañía del provincial Fr. Miguel Navarro, con quien fue a Tlalmanalco a ver el cuerpo de Fr. Martín de Valencia, el cual ya no encontraron en el sepulcro. No tengo fundamento bastante para asegurar que antes de su viaje desempeñara oficio de importancia en la provincia, aunque se conoce que disfrutaba de gran crédito en ella, como lo prueban los elogios que en 1571 le tributara el general de la orden, y el encargo que le daba de escribir la historia de la provincia. 57

 

                No sabemos si el P. Mendieta pasó a Europa por su voluntad o por mandato de sus superiores, si bien Torquemada dice que fue llevado por su celo del bien y aprovechamiento de los indios; lo cierto es que en 1570 58 emprendió el viaje con el P. Fr. Miguel Navarro, cuando concluido su provincialato fue por custodio al capítulo general de la orden. Llegado a España fijó su residencia en Castrourdiales, sin pensamiento de volver a México de suerte que incurrió en lo mismo que más tarde censuró en otros. Puede verse en varios lugares de su Historia lo que dice de algunos religiosos que después de haber venido a esta tierra la desamparaban para volverse a España.. Fue necesario que el general de la orden le mandase por santa obediencia  que volviese a su provincia de México, para que así lo verificara en 1573, trayendo consigo algunos religiosos; bien que la orden del general sólo le prevenía que escogiese un compañero que voluntariamente quisiera venir con él. No queda noticia de lo que hizo el P. Mendieta en los dos o tres años que pasó en España.

 

            Vuelto a México, donde fue muy bien recibido, tanto por lo que todos le estimaban, como por el socorro de religiosos que traía, le vemos ya desempeñar cargos de la orden. En 1575 y 1576 era guardián en Xochimilco, durante la gran peste que afligió a los indios; hacia 1580 estaba en Tlalmanalco, no sé si como prelado, y en 1588 residía en Santa Ana, cerca de Tlaxcala: en esta última ciudad era guardián hacia 1591, y lo fue también en Tepeaca y Huexotzingo, aunque no he podido averiguar en qué años. Llegaron a nombrarle guardián del convento de México, pero renunció al cargo; obtuvo por dos veces el de definidor, y me admira que no llegase a provincial.

 

            Pero el considerable trabajo que hubo de gastar en su obra, y el desempeño de los oficios que se le confiaban, no era lo único en que ocupaba su tiempo. Si bien el P. Mendieta no era apropósito para predicar en lengua castellana, como antes hemos dicho, todos estaban contentos en reconocer su mérito como escritor. Le llamaban el Cicerón de la provincia, y se le encomendaba la redacción de todos los documentos que se extendían en nombre de ella, así como la de las cartas que se habían de dirigir a personas constituidas en dignidad. Le pedían muchas veces su parecer virreyes y consejeros, por ser conocido y generalmente apreciado su buen juicio, y aun le confiaban negocios de gobierno. Él mismo nos refiere que era guardián en Tlaxcala cuando salieron de allí cuatrocientas familias para ir a poblar entre los chichimecos, y no fue él quien menos trabajó en el negocio. Se ocupó asimismo con todo empeño en la empresa de reunir en poblaciones a los indios que vivían desparramados en los campos; empresa que tomó muy a pecho, por creer indispensable en ejecución para facilitar la doctrina y civilización de los indígenas.

 

            Entre las distinciones que recibió de sus hermanos en religión hubo una, quizá la más notable de todas y que da mayor idea de la estimación en que era tenido. Sabida es la importancia que entonces se daba a las elecciones de oficios que los religiosos hacían en sus capítulos; cosa muy natural cuando las órdenes desempeñaban un papel tan importante en la organización religiosa y aun política del país. Cierto que en los primeros tiempos de su establecimiento entre nosotros aún se conservaba vivo el verdadero espíritu religioso, restaurado en ellas por la reforma que con tanto celo y energía había llevado a cabo el insigne cardenal Jiménez, apoyado por la reina Da. Isabel La Católica, y que no veían en los capítulos aquellas ambiciones y aun discordias que más adelante hubo que lamentar en ellos; más no por eso es menos honroso para nuestro Fr. Gerónimo que la provincia entera, representada por sus más distinguidos moradores, le creyese capaz de verificar por sí solo una buena elección de todos los oficios. Torquemada es quien nos refiere este caso con las siguientes palabras: “Sucedió, que en cierto capítulo que se celebró en esta provincia del Santo Evangelio, en aquel siglo dorado, cuando se sustentaban lo de esta sagrada religión, como de los primeros siglos del mundo, con castañas y manzanas, como refiere Virgilio, y otras legumbres, para sólo pasar lo forzoso de la vida, que los padres congregados, que los padres congregados en él le encomendaron los oficios de la Tabla, así de guardianes como de intérpretes, y le dijeron que comprometían en él, por la satisfacción que de su buen juicio tenían, y que mientras la estaba haciendo y distribuyendo, ellos lo estarían encomendando a Dios en las horas ordinarias de coro y misa, y con otras oraciones. Y encargándose Fr. Gerónimo de la dicha Tabla y distribución de oficios, la hizo como mejor supo y Dios se lo dio a entender, porque entonces nadie pedía, ni a nadie por peticiones y ruegos se le daba. Acabada la dicha Tabla, hizo juntar al definitorio, y en él la leyó; y como la iban leyendo, la iban aprobando los padres de él, y el prelado superior confirmando.

 

            A pesar de esta muestra de confianza, y de que aquella manifestaba bien, como dice Torquemada, el poco caso que entonces se hacía de los oficios, el P. Mendieta previó sin duda que ese desprendimiento no sería de larga duración, pues escribió al general de la orden, Fr. Francisco Gonzaga, una carta proponiéndole la fundación de una cofradía cuyos individuos se obligaran a no pretender nunca oficio en la orden ni fuera de ella, y a no tener presente, al hacer las elecciones, más que el mérito del sujeto, sin atender a su nacionalidad o residencia. Trae Torquemada la carta del P. Mendieta y la protesta que proponía hicieron los cofrades; más los buenos deseos del autor no llegaron a tener efecto. Como el P. Gonzaga gobernó la orden desde 1579 hasta 1587, entre estas dos fechas hay que colocar la de aquella carta.

 

            Aunque en sus escritos descubre un carácter fogoso y enérgico, era sin embargo, muy sufrido, silencioso y reportado, haciendo que su compañía fuese agradable a todos. Amaba a los indios y los defendía en cuantas ocasiones se presentaban. Era muy devoto de la Virgen, y para extender su devoción hacia pintar en tablas los misterios del rosario, como también los principales misterios de la fe y algunas historias de ambos Testamentos, a fin de que todo se grabase más fácilmente en la memoria de los naturales. De estos cuadros dejó varios en los conventos donde moró. Aborrecía la ociosidad, diciendo con razón que era la puerta por donde entraban todos los vicios; y por huir de ella, se ocupaba en rotular los libros del convento, cuando le sobraba tiempo después de cumplir sus obligaciones. Uno de sus biógrafos 59 nos cuenta que siendo nuestro P. Mendieta guardián en Tlaxcala, y estando allí el V. Fr. Sebastián de Aparicio, oyó éste una música celestial, y buscando dónde se hallaría, encontró que era en la celda del guardián.

 

            En santas y útiles ocupaciones llegó nuestro autor al término de su larga carrera. Había pedido a Dios que su última enfermedad fuese penosa, y tal que le sirviese de expiación a sus culpas; su petición fue escuchada, porque sufrió largo tiempo de una diarrea o disentería 60 sin que se agotase nuca su paciencia, hasta que llegó la última hora del día 9 de mayo de 1604. Tenía aproximadamente ochenta años. Fue sepultado en el convento de México, y sus cenizas como la de tantos otros insignes varones, han sido dispersadas por el huaracan revolucionario que arrasó el venerable edificio donde reposaban.

 

            Entre las innumerables cartas que escribió el P. Mendieta al rey, al consejo de Indias, a los virreyes, a los prelados de la orden, y a individuos particulares, siendo muchas de ellas en favor de los indios, sólo dos han llegado hasta ahora a mi noticia. Una es la que dirigió al General Gonzaga: tráela Torquemada. La otra es la que publiqué en el tomo II de la Colección de Documentos para la Historia de México, donde puede verla el lector. Tiene la fecha de 1562: va dirigida al padre comisario general Fr. Francisco de Bustamante, y es tan extensa como importante. Su contenido puede resumirse en lo que dije acerca de ella en la introducción de aquel volumen: “Es una vigorosa apología de los frailes, una defensa de la autoridad del virrey, una terrible acusación contra la audiencia, y de paso contra los empleados del gobierno en general, y hasta contra todos los españoles que no eran frailes. El estilo es vehemente, y con frecuencia cáustico.”

 

Joaquín García Icazbalceta

 

 

 

NOTAS

  1. Fray Gerónimo de Mendieta, Historia eclesiástica indiana, Noticias del autor y de la Obra Joaquín García Icazbalceta, Estudio Preliminar Antonio Rubial García, México, CNCA. 2002, pág. 15-50 y 53-60.
  2. Jorge Alberto Manrique, Manierismo en México, México, 1993, pp. 23 y ss. María Alba Pastor,  Crisis y recomposición. La sociedad novohispana entre 1570 y 1630, México, 1996, pp. 8 y ss.
  3. Luis González Cárdenas, “Fray Gerónimo de Mendieta, pensador, político e historiador”, en Revista de Historia de América, México, dic. 1949, vol. XXVIII, pp. 342 y ss. Justina Sarabia, Don Luis de Velasco, virrey de Nueva España (1550-1564), Sevilla, 1978, pp. 333 y ss.
  4. Varias cartas de Mendieta en nombre de los franciscanos contra Valderrama en Joaquín García Icazbalceta ed., Códice Mendieta, en Nueva Colección de Documentos para la Historia de México, México, 1886, vol. 1, pp. 18 y ss.
  5. Mendieta, Historia…, lib. IV, caps. 37 y 38.
  6. Aurora Díez-Canedo, Los desventurados barrocos, México, 1990, pp.9 y ss.
  7. Charles Gibson, Los aztecas bajo el dominio español, México, 1977, pp. 174 y ss.
  8. Pastor, op. cit., p. 120.
  9. Stafford Poole, Pedro Moya de Contreras, Catholic Reform and Royal Power in New Spain (1571-1591), Berkeley, 1987, pp. 94 y 114.
  10. José de la Peña, Oligarquía y propiedad en Nueva España (1550-1624), México, 1983, pp. 181 y ss.
  11. Alonso de Zorita, Los señores de la Nueva España, México, 1993, pp. 103 y ss.
  12. Pastor, op. cit., pp. 95 y ss.
  13.  Antonio de Ciudad Real, Tratado curioso y docto de las grandezas de Nueva España, introducción y apéndices, Josefina García y Víctor Castillo, México, 1976, vol. 1, pp. X y ss.
  14. Pilar Gonzalbo, “Del tercero al cuarto concilio provincial mexicano (1585-1771), en Historia Mexicana, jul.-sep. 1985, vol. XXXV, núm. 1, pp. 7 y ss.
  15. Juan de Torquemada, Los veintiún libros rituales y Monarquía indiana, 7 vols, 3ª ed. De Miguel León Portilla, México, 1975-1983, lib. XX, cap. 73; vol. 6, pp. 367 y ss.
  16. Juan Bautista, “Prólogo” al Sermonario en lengua mexicana, en Joaquín García Icazbalceta, Bibliografía mexicana del siglo XVI, 2ª ed.  De Agustín Millares Carlo, México, Fondo de Cultura Económica, 1954. Torquemada, op. cit., lib. XX, cap. 73; vol. 6, pp. 367 y ss.
  17. Las primeras biografías modernas del fraile las escribió Joaquín García Icazbalceta, principal recopilador y editor de sus obras. Un antece4dente a la primera edición de la Historia eclesiástica indiana (1870); la otra está en la introducción a las Cartas de religiosos de Nueva España (1886). En este siglo merecen mencionarse la de Francisco de Solano, en el estudio preliminar para la edición de Historia eclesiástica (Madrid, 1973) y la que hizo José Luis Martínez en su artículo “Gerónimo de Mendieta”, en Estudios de cultura náhuatl, México, 1980, vol. IV. Pp. 131-194.
  18. Luis González Cárdenas, “Fray Gerónimo de Mendieta, pensador, político e historiador”, en Revista de Historia de América, México, dic. 1949, vol. XXVIII, p. 338. Robert Ricard, La conquista espiritual de México, México, 1949, p. 440.
  19. Torquemada, op. cit., lib. XX, cap. 73; vol. 6, p. 368.
  20. Solano y Pérez Lila, Francisco de, Estudio preliminar a Gerónimo de Mendieta, Historia eclesiástica indiana, 2 vols., Madrid, Atlas, 1973 (Biblioteca de Autores Españoles)
  21. Ibid., vol. I, pp. XXI y s.
  22. Torquemada, op. cit., lib. XX, cap. 73; vol. 6, p. 367
  23. Además de Francisco Gonzaga (DE origine seraphicae religionis franciscanae, Roma, 1587), utilizaron este texto Juan Bautista Moles (Memorial de la provincia de San Gabriel,, Madrid, 1592), Antonio Daza (Cuarta parte de la crónica general de N.P.S. Francisco y su apostólica orden, Valladolid, 1611) y Gil González Dávila (Teatro eclesiástico, Madrid, 1649). Solano, op. cit.,  vol. I, p. LV.
  24. Torquemada, op. cit., lib. XX, cap. 73; vol. 6, p. 367.
  25. Ciudad Real, op. cit., vol. 1, pp. 74, 82, 92-94 y 105.
  26. La mayor parte de sus cincuenta y cinco cartas y memoriales fueron publicados por Joaquín García Icazbalceta en la Nueva Colección de Documentos para la Historia de México (en dos volúmenes), bajo el nombre de Códice Mendieta. El original se encuentra en el Códice Harl, 3750, en la colección de manuscritos en lengua española del British Museum.
  27. Mendieta, Hostoria…, lib. III, cap. XI.
  28. Ibid., Lib. I, cap. XI.
  29. Mendieta tuvo que matizar la posición radical que muestra en la Historia cuando escribió en nombre de la provincia junto a otros religiosos; por ejemplo en lo tocante al repartimiento, aceptó el sistema, aunque con la salvedad de que se prohibiera en las minas; por otro lado, en materia de diezmos, accedió a que éstos fueran pagados sobre los productos de Castilla (trigo, seda, ganado) conque los indios traficaban. González Cárdenas, op., cit., pp. 344 y 347.
  30. Patricia Nettel, La utopía franciscana en Nueva España (1554-1604). El apostolado de fray Gerónimo de Mendieta, México, 1989, p. 50
  31. Mendieta, Historia…, lib. IV, cap. 35.
  32. Ibid, lib. IV, cap. 31.
  33. Ibid., lib. IV, caps. 29 y 30.
  34. Ibidc., lib. I, cap. 5.
  35. González Cárdenas, op. cit., p. 340.
  36. Mendieta, Historia…, Lib. IV, caps. 16, 17, 22 y 23.
  37. Ibid., lib. IV, cap. 23.
  38. Ibid., lib. IV, cap. 39.
  39. Ibid., lib. IV, cap. 23.
  40. Ibid., lib. V, 2ª. Parte, prólogo.
  41. John Phelan, El reino milenario de los franciscanos en la Nueva España, México, 1972, pp. 31 yss. Georges Baudot, Utopía e Historia en México, Madrid, 1983, pp. 55 y ss.
  42. Elsa C. Frost, “´¿Milenarismo mitigado o imaginado?, en Congreso de Historia Mexicanista, Oaxtepec, octu. 1988; “A new millenarian: Georges Baudot”, en The Americas, Washington, abril 1980, vol. 36, núm. 4, pp. 515.526.
  43. Mendieta, Historia…, lib. IV, cap. 46.
  44. Ibid., lib. IV, cap. 41.
  45. Ibid., lib. III, cap. 1.
  46. Ibid.
  47. Ibid., lib. III, cap. 3.
  48. Phelan, op. cit., pp. 55 y ss.
  49. Mendieta, Historia…, lib. V, 1ª parte, prólogo.
  50. Ibid., lib. III, caps. 57-60.
  51. Ibid., lib. V, cap. 43, vol. IV, p. 120.
  52. Antonio Rubial, La hermana pobreza, México, 1996, pp. 115 y ss.
  53. Proyectos de estatutos u ordenaciones provinciales para las casas o eremitorios de recolección, García Icazbalceta, Códice Mendieta, vol. 1, pp. 234-243.
  54. Juan de Domayquía, “Prólogo al devoto lector”, en Mendieta, Historia….
  55. Su pariente, el P. Domayquía , nos dice que “murió viejísimo, muy cerca de noventa años de edad, y sesenta de morardor de las Indias”. A esta cuenta, debió de nacer el P. Mendieta poco después de 1514; pero así como el P. Domayquía se equivocó en diez años al decir que moró en las Indias sesenta, no habiendo sino cincuenta, es probable que cometiera igual error en la edad. Suponiéndolo así, resulta que nació después de 1524, y no creo que estemos lejos de la verdad fijándonos en 1528. Tanto Torquemada como Betancurt expresan que el P. Mendieta vino mancebo a la Nueva España, calificación que cuadra bastante bien a una persona de veintiséis años. Corresponden igualmente bien a esta edad las circunstancias de haber venido ordenado ya de misa y de haber continuado aquí sus estudios; al paso que si damos crédito a los datos del P. Domayquía, tendríamos que el P. Mendieta estaba muy cerca de los cuarenta años cuando pasó a esta tierra, y tal edad no era la de un mancebo, ni propia para ponerse a oír un curso de artes.
  56. Torquemada, Monarquía indiana, lib. XX, cap. 73. Véase también lib. XV, cap. 46. Fr. Juan Bautista, Sermonario mexicano (México 1606), en el prólogo.
  57. Véase la Obediencia del general de la orden para el autor. Aquí pongo la traducción castellana. Hela aquí: “Fray Cristóbal de Capitefortium, Ministro General y siervo de la Orden de los Menores, al venerable y muy amado Padre Predicador y Confesor Fray Gerónimo de Mendieta, de la provincia de Cantabria, salud:

“Habiendo entendido que al venir de la Nueva España a nuestro Capítulo general, en compañía del R.P. Custodio de la Provincia del Santo Evangelio, os detuvisteis por enfermedad en el camino, y que los útiles y fieles trabajos, con que os habéis distinguido, son todavía necesarios en la Nueva España, os mando por el temor de la presente, bajo santa obediencia, y en virtud del Espíritu Santo que tomando de cualquiera de las provincias de España un compañero a vuestro gusto, perol que vaya de su voluntad y no forzado, volváis a la dicha provincia del Santo Evangelio en la primera ocasión que juzguéis cómoda y oportuna, para que de allí en adelante moréis en el convento de la misma provincia que más os agrade. Y queden especialmente entendidos los RR.PP. Comisarios de Indias, que han de trataros como a Padre meritísimo de la república cristiana. Y porque en los años pasados han obrado los santos religiosos de nuestra orden, en la conversión de los gentiles, muchas cosas dignas de memoria, os mandamos también en la presente, que de todo cuanto podáis saber acerca de ello hagáis una historia en lengua española, y nos la enviéis en primera ocasión, para lo cual os concedemos el tiempo y lugar necesarios. Y bajo de inobediencia contumaz, inhibimos a todos nuestros inferiores para que en nada de esto os puedan contrariar ni poner impedimento alguno.. Salud en Cristo. Dado en Roma, en el convento de Araceli, a 26 de junio, del año del Señor de 1571.” El padre Fr. Cristóbal de Capitefortium, 55º general de la orden de San Francisco, fue electo el día de Pentecostés del mismo año de 1571, y por consiguiente uno de sus primeros actos fue esta Obediencia enviada al P. Mendieta /Fr. Antonio Daza, Quarta parte de la Chrónica General de N.P.S. Francisco y sus apostólica orden, Valladolid 1611, lin. III, cap. 66.

  1. Betancurt dice que en 1569, y lo mismo Torquemada en la vida de nuestro Mendieta, pero en el cao. 3 del lib. XVII había dicho que en 1570. Esa fecha señala el mismo Mendieta. Todo puede conciliarse, suponiendo que partió en 69, y por causa de su enfermedad no llegó a España sino hasta el 70.
  2. “Fue guardián de Tlaxcala, donde el V.P. Fr. Sebastián de Aparicio acreditó su virtud, porque oyendo cantar a los ángeles, fue buscando dónde, y viendo que era en la celda del V.P. Fr. Gerónimo, preguntó a los religiosos, cuya era la celda, y diciéndole que del guardián dijo; A quien los zagalejos cantan, buena alma tiene” (Betancurt, Monologio franciscano p. 46).
  3. “Fue la enfermedad de un desbarato del estómago que rompió en sangre, la cual le duró mucho tiempo, y le obligó a irse a la enfermería, donde estuvo muchos meses, padeciendo de ella mucho” Torquemada, lib. XX, cap. 73.

 

EVANGELIZACIÓN DE AMÉRICA; contribución 

 

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