FRAY GERÓNIMO DE MENDIETA:
TIEMPO, VIDA, OBRA Y PENSAMIENTO
La
Nueva España en la era manierista
No carece de misterio que el mismo año que
Lutero nació
en Islebio, villa de Sajonia, nació
Hernando Cortés en Medellín,
villa de España; aquél para turbar el
mundo y meter debajo de la bandera
del demonio a muchos de los fieles
que de padres y abuelos y
muchos tiempos atrás eran católicos,
y éste para traer al gremio de la
iglesia infinita multitud de gentes
que por años sin cuento habían
estado debajo del poder de Satanás
envueltos en vicios y
ciegos con la idolatría. 1
Dos
hechos impactaron sobremanera a las conciencias de Europa en el siglo XVI, como
se puede ver a través de estas palabras de fray Gerónimo de Mendieta: la
ruptura de la unidad de la Iglesia católica iniciada por Lutero y la conquista
de un imperio refinado que, sin embargo, rendía culto a sus dioses con
sacrificios humanos. Sin duda esos hechos fueron noticia importante cuando
sucedieron entre 1517 y 1521, pero nadie imaginó entonces las profundas
consecuencias que ambos tendrían para la vida del viejo y del nuevo mundo, ni
tampoco que podía haber alguna relación entre ambos acontecimientos. En cambio
fray Gerónimo, que escribía a fines de la centuria y que había sido testigo de
los cambios acaecidos durante siete décadas, percibía la trascendencia de los
dos hechos y su interrelación y las explicaba a partir de una visión
providencialista; la cristianización de América era una compensación que Dios
daba a la Iglesia católica por las pérdidas sufridas a causa de la reforma
protestante.
Fray Gerónimo era hijo de una época
afectada por cambios profundos, época a la que algunos autores han denominado
“manierista” y que estuvo marcada por el signo de la ruptura y de la crisis. La
nueva era se inició con el Sacco de Roma, cuando los ejércitos
protestantes de Carlos V invadieron la ciudad pontificia y sometieron el papado
a los dictados del emperador. Con ese hecho se consolidaba el dominio español
sobre toda Italia, cuya conquista, obra sobre todo del capital financiero,
iniciaba un nuevo sistema que dominaría al mundo. Sin pretenderlo, el último
imperio medieval daba nacimiento a la economía moderna la integrar el
desarrollo comercial, manufacturero y bancario de Italia, de Alemania y de los Países
Bajos con la explotación de los metales preciosos que llegarían poco a poco de
América. A partir de entonces, la concentración de capitales en el norte de
Europa contrastará con la paulatina pauperización del sur, la escalada
ascendente de los precios provocará rebeliones y polarización social, y el
sueño medieval de Carlos V, que concebía un imperio universal bajo una cabeza y
una fe, se derrumbará para dar paso a una interminable cadena de guerras
económicas con disfraces religiosos entre los estados europeos.
En la época de Felipe II España
dictaba la política en Europa y como campeona de la ortodoxia católica
intentaba imponer su dominio sobre el Mediterráneo y el Atlántico. En el
primero, las condiciones le fueron propicias: Francia, enfrascada en sus
guerras intestinas entre católicos y protestantes, dejaba de ser un peligro
para la consolidación del dominio español sobre Italia; la lucha contra el
imperio turco, símbolo de la vieja idea mesiánica de cruzada contra el Islam,
terminaba en Lepanto como un triunfo para la cruz. Menos afortunados fueron los
sucesos en el mar del norte, donde las fuerzas protestantes salieron
victoriosas, primero con el abatimiento de la Armada Invencible por Inglaterra
y después con el triunfo de la rebelión de independencia en Holanda. Detrás de
la máscara religiosa se gestaba el nuevo rostro de las relaciones
internacionales; los éxitos militares de los dos estados protestantes parecían
ser la premonición de un futuro donde los aspectos políticos de la guerra quedarían
supeditados a los intereses de la nueva economía capitalista.
Los cambios provocados por el
sistema que nacía afectaron a toda Europa, pero mucho más a aquellos estados
como España que, con una política económica desfasada, entró desde muy pronto
en el torbellino de la bancarrota. Los metales americanos pasaban por su
territorio, y dejando en él sólo inflación, se dirigían a beneficiar a los
países que desarrollaban entonces economías más acordes con los nuevos tiempos.
El enorme aparato burocrático y las continuas guerras absorbían como una
esponja parte de la plata americana, la parte que no se iba hacia Europa como
compensación de una balanza comercial deficitaria que debía cubrir los
intereses bancarios y la compra de artículos de lujo. Las insaciables arcas del
Estado español estaban ávidas de nuevos tributos.
La crítica situación económica de la
península acentuó las distancias sociales. Frente a una casta señorial y
eclesiástica que detentaba la riqueza del país y que gastaba en lujos y en obras
de arte, se encontraba una población miserable que, emigrada del campo
empobrecido, se apiñaba en las ciudades para sobrevivir de las migajas que les
dejaban una aristocracia y una iglesia dispendiadoras. Una rica literatura y un
arte excelso fueron los productos de esa sociedad polarizada y contrastante. De
ella nacieron el escepticismo de la novela picaresca, la visión exaltada de la
poesía y de la prosa mística, el realismo irónico de la novela cervantina, la
manipulación conservadora del teatro de Lope y la evasión idílica de la
literatura pastoril. Fue también ahí donde abrevaron los genios del Greco, de Luis de Morales y de
Juan de Herrera. Para esta España de la segunda mitad del siglo XVI, las
primeras décadas de lo que sería llamado el Siglo de Oro español, Felipe II era
un héroe; él representaba los ideales de una monarquía sólida que basaba toda
su política cultural en los principios surgidos de la Contrarreforma. Con él,
España se convertiría en la fortaleza de la reacción católica frente al protestantismo.
En el año de 1563 concluía el
concilio de Trento después de dieciocho años de azarosas e interrumpidas
sesiones. En la magna asamblea la Iglesia católica definía su postura frente a
los dogmas cuestionados por los protestantes: se reafirmaba la necesidad de las
obras de caridad contra la aseveración de que la fe era la única fuente de
salvación; se prohibía la lectura de la Biblia a los laicos, por el peligro que
encerraba su libre interpretación como quería Lutero, y se propiciaba la edición
de catecismos, que resumían las doctrinas católicas juzgadas como necesarias
para los fieles; se fomentaba el culto a la Virgen María y a los santos, a sus
reliquias, a sus imágenes y a los santuarios de peregrinación, con lo que se
daba un gran impulso a las artes; se insistió en la creencia en el Purgatorio,
en las indulgencias y en la importancia de los sacramentos y del sacerdocio
como rector de una comunidad cristiana jerarquizada.
La creación de nuevas órdenes
religiosas, como los jesuitas y los oratorianos, y la reforma de las antiguas dieron
al movimiento los instrumentos necesarios para su expansión por medio de
colegios, misiones, libros, sermones y dirección espiritual. Los nuevos
aparatos de la curia romana, entre otros la Sagrada Congregación de Ritos y el
Tribunal del Santo Oficio, sirvieron para ejercer mayores controles sobre las
manifestaciones populares del culto e impidieron la expansión de las ideas
heréticas en los países católicos. Después del concilio la autoridad papal
quedó fortalecida en el mundo católico, pero se hizo imposible la
reconciliación con los protestantes.
El siglo XVI no sólo se conmocionó
con la ruptura de la unidad cristiana en Europa; en su conciencia se comenzó a
gestar también un cambio en la actitud del ser humano ante el universo y ante
el conocimiento. El humanismo rescataba los valores de las culturas no
cristianas, sobre todo de la grecolatina y de la egipcia, y cuestionaba la
autoridad eclesiástica con base en los principios de la libertad; el hombre se convertía
en el centro del universo, en un ser que colaboraba con Dios en la creación,
que tenía la posibilidad de transformarse a sí mismo y de cambiar el mundo.
Esta actitud dejaba la puerta abierta a la experimentación, a la investigación
y al cuestionamiento de las verdades heredadas del pasado, con que los viejos
sistemas científicos se fueron desintegrando, el de otros el del geocentrismo.
Con el protestantismo se terminaba el sueño de un mundo unido bajo una sola fe;
con el humanismo se abrían los cauces al conocimiento de otros mundos. Sin
embargo, la sensación de vacío que dejaban tantas rupturas y los cambios
profundos que afectaban a la cultura occidental crearon un ambiente de
incertidumbre, de desilusión y de escepticismo; la era manierista, consciente
de la grandeza, pero también de la miseria del ser humano, no podía creer en la
visión apacible y equilibrada que el Renacimiento tenía del hombre.
España compartía con el resto de
Europa esta conciencia de catástrofe y de confusión que se mezclaba con una
actitud mesiánica y salvadora heredada de la Edad Media. Obligada a regirse en
materia económica y política por los nuevos códigos internacionales, se cerró
en cambio en el ámbito cultural tanto al protestantismo como a las corrientes
más avanzadas del humanismo científico. Esos dos proyectos que Felipe II tuvo
como los ejes de su actuación, el monárquico tributarista y el religioso
contrarreformista, fueron impuestos tanto en España como en su imperio
ultramarino. 2
A causa de su condición colonial, la
Nueva España se vio también afectada por tales contradicciones, acentuadas
además por sus propios cambios y por su propia crisis. Una serie de factores,
que se sucedieron a partir de 1550, transformaban profundamente las estructuras
económicas y sociales impuestas por virreyes, encomenderos y religiosos durante
los primeros treinta años de la Colonia.
El fenómeno que acarreó los cambios
más profundos fue, sin duda, la gran mortandad que se abatió sobre la población
indígena. Las epidemias, sobre todo las de los años 1545, 1576, 1588 y 1595,
hicieron fácil presa sobre las personas mal alimentadas, explotadas por
trabajos excesivos y deprimidas por la marginación y la miseria. La escasez de
mano de obra que esta crisis demográfica trajo consigo, y la creciente
necesidad que de ella tenían la minería, la agricultura, obligaron a la corona
a tomar medidas drásticas.
Desde los primeros años de la
Conquista, la forma más común de premiar los servicios militares de los
españoles fue entregarles pueblos de indios en encomienda; sus habitantes
tenían la obligación de entregar a su señor, sin ningún tipo de remuneración,
una serie de tributos en especie y trabajadores para sus empresas agrícolas,
ganaderas o mineras. Numerosos pueblos, sin embargo, no fueron entregados a
nadie y quedaron sujetos al rey, quien fungía como un encomendero más. A raíz
de las quejas de algunos frailes por los abusos que los encomenderos cometían
en la obtención de esos beneficios, el rey y el Consejo de Indias emitieron,
desde 1542, una serie de reglamentos que tendía a hacer desaparecer dicho
sistema.
En lo que se refiere al cobro de
tributos, la corona tenía interés en recuperar para sí los beneficios de esa
función pública y en acrecentar sus entradas en los pueblos del rey; para ello,
entre, 1550 y 1560, redujo a una sola tasación todas las cargas que los indios
entregaban a los encomenderos, a los caciques locales y a los religiosos, y
encargó a unos funcionarios llamados alcaldes mayores y corregidores su
recolección y distribución. Estos oficiales, creados originalmente para
administrar los pueblos del rey, se convirtieron en intermediarios entre las
comunidades indígenas y los beneficiarios del tributo, pero también se
volvieron los nuevos explotadores de los indios.
En 1563 llegaba a Nueva España el
visitador Gerónimo Valderrama con la orden de retasar los tributos indígenas y
aumentar las bajas rentas que pagaban los pueblos sujetos a la corona: las
reformas afectaron tanto a los comuneros como a los señores indígenas, pues
Valderrama les retiró la exención tributaria de que disfrutaban, les quitó las
rentas y los servicios gratuitos que recibían de las comunidades y trató de
repartir sus tierra entre los renteros que se las trabajaban. La visita desató
una enorme polémica y encontró una fuerte oposición por parte de frailes,
quienes, apoyados por el virrey Velasco y por el oidor Zorita, consideraban
injustas estas medidas, sobre todo aquellas que afectaban a los señores
indígenas. Valderrama acusó a los religiosos de ambición, prohibió que
controlaran en dinero de las cajas de comunidad y su jurisdicción en materia
penal, y criticó su injerencia en la elección de autoridades en los pueblos. 3
La visita de Valderrama dejó las
bases para un nuevo sistema de tributación, aunque creó mucho descontento. 4 A partir de sus informes se
implantó, desde 1570, una tasación única: los indios debían pagar un peso y
media fanega de maíz por cabeza de familia al año (que sería distribuido entre
el rey, el encomendero y el religioso) y un real y medio para los gastos de
comunidad.
Al mismo tiempo que se reformaba el
tributo, se limitaba, y con mucho mayor rigor, el aspecto laboral de la
encomienda. La corona necesitaba acabar con el monopolio que tenían los
encomenderos sobre una fuerza de trabajo cada vez más disminuida para favorecer
a los nuevos grupos de colonos y mineros. En 1549 se prohibieron los servicios
personales gratuitos; todo trabajo realizado por los indígenas debía de ser
remunerado. Pero existía un problema; a los naturales, que tenían suficiente manutención con los
productos de sus tierras comunales, no les interesaba el trabajo asalariado
fuera de su comunidad, lo que acarreaba la carencia de mano de obra en las
empresas de los españoles. El estado intervino entonces e instauró el
repartimiento, por el que se obligaba a las comunidades a entregar un
determinado número de indios para la agricultura, las construcciones urbanas y
la minería. Con el fin de evitar abusos, las autoridades nombraron
funcionarios, los jueces repartidores, que determinaban la distribución de la
fuerza de trabajo. Se legisló además sobre el número de trabajadores que podía
repartirse (para las labores agrícolas 4 por ciento de los tributarios de un
pueblo en periodo ordinario y 10 por ciento durante la siembra y la cosecha);
se estipuló que debían recibir cuatro reales a la semana como salario, que el
tiempo del servicio no debía exceder de seis días, y que la distancia entre el
pueblo y el lugar de trabajo no debía ser superior a una jornada de viaje. A
pesar de esta reglamentación, la corrupción burocrática facilitó a menudo los
abusos, como nos lo dejan ver las páginas más sentidas de la Historia de Mendieta. 5
Las reformas promovidas por los
funcionarios y consejeros de Felipe II estaban encaminadas a aumentar los
beneficios de la corona y a ejercer mayores controles sobre aquellos grupos
sociales cuyos privilegios atentaban contra la jurisdicción del rey. Tal
política afectó primeramente a los encomenderos, que perdieron posibilidad de
manejar en forma directa los recursos materiales y humanos de la tierra. A los
descendientes criollos de los conquistadores les pareció que con ello se
cometía una injusticia; sus padres habían ganado esta tierra y ellos, sus
legítimos herederos, no sólo estaban siendo despojados de aquello que les
pertenecía, sino que eran relegados políticamente por los funcionarios que la
corona enviaba desde la península. Cuando Martín Cortés, segundo marqués del
Valle e hijo del conquistador, llegó a México en 1563 después de una larga
estancia en España, los criollos inconformes lo consideraron su líder natural.
En 1564, cuando murió el virrey Luis
de Velasco, los descontentos aprovecharon la situación y planearon desconocer
la autoridad de la corona y nombrar como rey de Nueva España al marqués del
Valle. Sin embargo, el aplazamiento del golpe final por la falta de decisión de
su dirigente provocó el aborto del movimiento, que fue descubierto en 1566 y
cruelmente reprimido. Martín Cortés y su hermano mestizo del mismo nombre
fueron enviados a España y algunos de los cabecillas de la conjuración murieron
ajusticiados. Con este acto quedaba asegurado el predominio de los intereses de
la corona y se sellaba el futuro de los hijos de los conquistadores.
Para las últimas décadas del siglo
XVI la mayor parte de los criollos descendientes de los encomenderos era gente
empobrecida. Esta situación quedó plasmada en los escritos de Baltasar Dorantes de Carranza, de Juan Suárez
de Peralta y de Gonzalo Gómez de Cervantes, en los que se insiste en resaltar
las hazañas de la Conquista y la Hidalguía que de ellas heredaron los
descendientes de esos héroes. En estos textos,
junto con las quejas de que se prefiere a los recién llegados colonos y
no a los hijos de quienes ganaron la tierra, se solicita la encomienda a
perpetuidad con la cual hasta los indios saldrían beneficiados. Este primer
brote de conciencia criolla nació de la desilusión y de la marginación que
estaba viviendo ese grupo. 6
Un efecto similar tuvieron las
reformas de Felipe II sobre la antigua nobleza indígena. Al igual que pasaba
con los encomenderos criollos, esta
situación produjo una literatura apologética entre los descendientes de los
nobles prehispánicos de las que son muestras las obras de Fernando de Alba Ixtlixóchitl
y de Fernando Alvarado Tezozomoc. Sus quejas muestran a una nobleza que, además
de ser despojada de la mano de obra gratuita y de los tributos de sus pueblos,
comenzaba a ser desplazada de sus cargos por una nueva oligarquía formada por macehuales
(gente no noble) y por mestizos. Para la segunda mitad del siglo XVI era un
hecho frecuente (salvo excepciones como las de los señores mixtecos o
tlaxcaltecas) que los gobernadores indígenas ya no provinieran de los antiguos
linajes; para esa época se hizo común
que fueran los virreyes, y no los consejos de ancianos o la herencia, quienes
designaran a las personas que ocuparían tales cargos, recayendo a menudo este
nombramiento en gobernadores “profesionales” nativos de regiones distintas a
aquellas que regían. Un fenómeno similar se dio en los cabildos indígenas,
donde poco a poco se fueron infiltrando en los cargos de alcaldes y regidores
personas enriquecidas con la arriería y con el comercio, actividades surgidas
por la necesidad de abastecer a los florecientes centros urbanos. 7
La pérdida de poder que estaban
sufriendo los miembros de la vieja nobleza afectó directamente a los frailes,
quienes, por medio de ese grupo egresado de los colegios conventuales, habían
ejercido un control casi absoluto sobre las comunidades aborígenes hasta 1560.
La llegada de los nuevos funcionarios virreinales y el desplazamiento de sus
aliados, lo señores indígenas, perjudicó profundamente los intereses de los
religiosos; por ello, la defensa de los privilegios de la vieja nobleza
indígena y la oposición a las reformas propuestas por el visitador Valderrama
fueron parte central del discurso de frailes como Mendieta.
De hecho, lo que impugnaban los tres
grupos por las reformas de Felipe II no era solamente la introducción de
novedades tributarias o legislativas; la amargura que reflejaban las quejas de
frailes, encomenderos y nobles indios era consecuencia del surgimiento de una
nueva sociedad en la cual ellos ya no encontraban cabida. Frente a un mundo
donde predominaba el ámbito rural sobre el urbano y en el que las comunidades
indígenas sostenían el abasto, se comenzaban a formar varias economías
regionales alrededor de ciudades capitales que eran sedes administrativas y
episcopales, además de mercados donde se comercializaban los productos
agrícolas de sus entornos. México, Puebla, Oaxaca, Valladolid, se convirtieron
en grandes consumidores de bienes y servicios, en centros de molinos, de
obrajes textiles y de gremios que organizaban todo tipo de manufacturas y en núcleos
de las más variadas actividades mercantiles.
Mientras tanto, en el norte se
descubrían nuevas vetas argentíferas en Topia, en Indé y en Santa Bárbara; con
ellas y con Zacatecas, Real del Monte y Taxco se consolidaba la actividad
minera, y, con el recién descubierto método de amalgamación con mercurio, se
aumentaba la producción de plata. Al mismo tiempo, la Nueva España entraba al
circuito comercial internacional y exportaba e importaba productos de Europa,
de Sudamérica y de Asia, que, desde 1570, se integró al comercio americano a
través de las islas Filipinas. Con esto aumentó la circulación de artículos de
lujo y el dinero y el crédito se volvieron recursos cada vez más necesarios. 8
Las nuevas condiciones económicas,
aunadas a la política centralizadora de Felipe II, perjudicaron ciertamente a
los grupos surgidos durante la primera etapa colonial, pero en cambio
beneficiaron a otros sectores sociales: la burocracia administrativa, los
comerciantes, los nuevos terratenientes.
Las reformas propuestas por Felipe
II creaban la necesidad de consolidar un núcleo de funcionarios que las pusiera
en práctica. Las personas destinadas a ocupar esos cargos debían velar por los
intereses de la corona; sin embargo, la venta de cargos y los salarios miserables
incidieron para que esto fuera difícil. La atroz bancarrota en la que estaba
sumida España después de sus interminables guerras europeas obligó al rey a
ofrecer en subasta pública los cargos de escribanía, policía, municipio y casas
reales de moneda; con ello se evitaba que virreyes y gobernadores los
utilizaran como premios para sus partidarios, pero en cambio se entregó su
control a los comerciantes que prestaban el dinero para la compra del cargo a
cambio de favores.
Situación similar acontecía con otros
puestos que no eran vendibles, como los de corregidor y alcalde mayor, pero
cuyos bajos salarios obligaban a sus detentadores a aliarse con los mercaderes,
quienes a través de ellos pudieron apropiarse de los recursos de los pueblos. La corrupción y el nepotismo en las oficinas
de gobierno permitieron a algunos de estos funcionarios obtener tierras,
estancias de ganado, molinos y permisos de explotación de minas. El periodo
que va de 1570 a 1630 se caracterizó por un aumento creciente de transgresiones
a la ley, de injusticias en los procesos judiciales, de negocios ilícitos, de
especulación desmedida y de fraudes. 9 Tal
situación afectó tanto a las altas esferas burocráticas como a los estratos más
bajos, entre los que se encontraban las nuevas élites indígenas; éstas
encontraron reacomodo en la sociedad que surgía por medio de cacicazgos,
compadrazgos y mayordomías, y se amoldaron a la corrupción y a la explotación.
El segundo grupo beneficiado por los
cambios fue el de los mercaderes. El monopolio del comercio internacional, de
los créditos mineros y de los obrajes, generó en poco tiempo enormes fortunas,
incrementadas por el contrabando y por el control de la casa de moneda de la
ciudad de México. Con la creación del consulado en 1592, un pequeño sector de
estos comerciantes afianzó sus vínculos con la corona y consolidó su
influencia. No obstante, los capitales que se acumularon con esta actividad no
sobrepasaron el tiempo de una vida; la inversión en tierras y en rentas más
seguras y la compra de títulos honoríficos, como el de caballero de Santiago o
de Calatrava, hicieron de los hijos de los mercaderes hombres con pretensiones
de nobleza, y por lo tanto personas vinculadas al tercer grupo beneficiado por
los cambios: los nuevos terratenientes. 10
Durante la segunda mitad del siglo
XVI comenzó a darse el acaparamiento de propiedades rurales que se aplicaban a
la producción de cereales, de ganado y de caña de azúcar en diversas zonas del
territorio novohispano. Casi ninguno de sus dueños provenía de las familias de
los primeros conquistadores; había entre ellos, en cambio, muchos recién llegados: personas emparentadas
con funcionarios, arribados como parte del séquito de los virreyes; gente
enriquecida con la minería o con el comercio; individuos que por sus vínculos
con el poder acaparaban mercedes de tierras y se apropiaban de los bienes
comunales indígenas. Esta oligarquía terrateniente, que a través de los
cabildos tenía injerencia en el abasto urbano, en las obras públicas y en el
usufructo de los bienes municipales, se comenzó a cohesionar muy pronto gracias
al compadrazgo, al mayorazgo, al clientelismo y a las uniones matrimoniales con
mercaderes y funcionarios. Las fortunas amasadas por esta oligarquía se
gastaron en la obtención de títulos de caballería y en blasones, en lujos y en
refinamientos, contra los cuales Mendieta, Zorita y otros autores lanzaron sus
críticas más severas, pues su costo se había pagado con el sufrimiento de los
indios.
Desde la llegada de los españoles a
América había sido una preocupación constante de la corona la emisión de leyes
que protegieran a los aborígenes de la desmedida ambición de los
conquistadores. Con el apoyo de los religiosos se llegó a formular incluso la
separación de ambos grupos étnicos en dos “repúblicas” aisladas, una de indios
y otra de españoles, con el fin de mantener a los primeros libres del contacto
y de los malos ejemplos de los segundos. Sin embargo, las condiciones de la colonización hicieron
imposible esa utopía y los abusos y la explotación fueron la tónica que permeó
las relaciones entre las dos “repúblicas”.
Para la segunda mitad del siglo, la diezmada población indígena mostraba
los estigmas de una explotación despiadada y sufría por los abusos de los
propietarios que se beneficiaban con el repartimiento, de los corregidores y
alcaldes mayores, de los gobernadores indios, de los alguaciles y regatones
mestizos y de los capataces negros. Los cronistas de la época nos los pintan
encerrados con engaños en los obrajes textiles, cargados de mercancías como
bestias, trabajando de sol a sol en el campo, en las minas y en la construcción
de las ciudades, denigrados y tachados de perezosos, mentirosos e impostores.
La nueva situación desintegró a muchas comunidades indígenas en el centro del territorio;
sus tierras fueron absorbidas por las haciendas y su población emigró a las
ciudades y a los reales mineros como consecuencia del repartimiento y de la
disolución de los vínculos comunitarios. En muchas zonas, sobre todo en
aquellas de intensa comunicación social, el contacto con los otros fomentó la
hispanización de los indios y su integración a la vida urbana, aunque esto
trajo consigo algunas lacras como el alcoholismo. 11
Estos indios “ladinos”, españolizados, eran sólo uno de los muchos grupos cuyo
estatus era imposible encajonar en las restringidas categorías de las
repúblicas de indios y de españoles: mestizos y mulatos nacidos de una intensa
e incontrolada mezcla de razas, que se acomodaban en los intersticios de una
realidad en formación; criollos divididos entre el amor a la tierra que los vio
nacer, y que les dio la única realidad que conocían, y la ficción de
pertenencia a una familia con raíces lejanas, mitificadas por la distancia;
esclavos negros llegados de África y emigrantes ibéricos expulsados por las
crisis económicas de la península o prófugos de la justicia y atraídos por el
espejismo de las riquezas americanas. Todos estos grupos encontraron en las
ciudades novohispanas la matriz para una convivencia y una integración en la
que tuvieron un papel clave las instancias corporativas, sobre todos los
gremios y las cofradías. 12
Las organizaciones económicas de
artesanos que controlaban calidad, cantidad y precio de los artículos
manufacturados comenzaron a funcionar desde la segunda mitad del XVI y a
integrar en ellas a muchos sectores sociales urbanos; en forma simultánea, y a
veces formando parte de los gremios, proliferaron las cofradías. Estas hermandades de laicos se dedicaban a
organizar fiestas y procesiones religiosas, a socorrer a los hermanos enfermos
e incapacitados y a sus viudas y huérfanos, a subvencionar los gastos
funerarios, del entierro y de las misas de sus miembros difuntos.
Los religiosos hicieron uso de este
medio para consolidar a las comunidades indígenas que se desintegraban y para
aumentar las limosnas que sus conventos, afectados por la crisis demográfica,
estaban perdiendo. Pero fue sobre todo en el ámbito urbano donde estas
corporaciones desarrollaron su mayor actividad; en casi todos los templos funcionaban
varias cofradías, tanto de españoles ricos, como de mestizos y de “morenos”
para pobres artesanos.
La proliferación de cofradías en ese
tiempo fue sólo uno de los muchos cambios que afectaron a las corporaciones
religiosas. El primero de ellos fue el crecimiento de nuevas instituciones que
hicieron posible la recepción de las ideas propugnadas por la Contrarreforma;
el tribunal del Santo Oficio, encargado desde 1571 de prohibir o permitir las
manifestaciones religiosas que convenían a los intereses de una Iglesia que
generaba cada vez mayores controles; la Compañía de Jesús, llegada en 1572,
propulsora de una nueva espiritualidad, más flexible y sincrética, que pudo
adaptarse fácilmente a las realidades locales; la fundación de las provincias
de carmelitas, mercedarios y dieguinos, dedicadas a la predicación en el ámbito
urbano; los conventos de religiosos nacidos de la necesidad de dar cabida al excedente de una población femenina
española cada vez más numerosa; un clero secular culto egresado de los colegios
jesuíticos y de la universidad, y apoyado por los cabildos catedralicios y por
los obispos.
Y
frente a estas nuevas corporaciones eclesiásticas, las viejas órdenes
mendicantes, que luchaban por conservar los privilegios obtenidos de haber sido
las primeras en llegar y que se adaptaban a las condiciones impuestas por el
cambio. Atrás habían quedado las décadas doradas de la misión en Mesoamérica y
de ella sólo restaba un sentimiento de frustración teñido del desencanto de la
cristiandad indígena cargada de idolatrías y desintegrada por la explotación.
Por otro lado, la expansión evangelizadora hacia el norte estaba detenida por
la guerra chichimeca y no comenzaría a mostrar sus posibilidades sino hasta la
última década del siglo; y aunque las islas Filipinas, y con ellas el Asia
toda, daba esperanzas para una misión exitosa, ésta no dejaba de ser, por el
momento, más que un sueño que se cobró su primer mártir con Felipe de Jesús, muerto en Japón en
1592.
Pero los problemas más graves no
estaban en lo externo, en el estancamiento de la misión, sino en interior mismo
de las órdenes. Éstas experimentaron un enorme crecimiento entre 1550 y 1610,
cuando las tres provincias mendicantes que existían originalmente se
multiplicaron hasta llegar a once. El hecho fue consecuencia del aumento de
conventos durante las primeras décadas y de la necesidad de tener una
administración más eficaz sobre el territorio, pero también se debió a la entrada masiva de elementos criollos en los
claustros; la falta de puestos en la sociedad civil orillaba a muchos
segundones a tomar el hábito frailuno con el único fin de sobrevivir. Esto
había provocado la relajación de las costumbres y la necesidad de aumentar las
rentas a veces por medio de la adquisición de extensas propiedades. La entrada
de criollos y el crecimiento de los conventos urbanos no sólo reforzaron los
vínculos de las órdenes con las élites de la sociedad española, sino que
también provocó serios conflictos por el control de las comunidades religiosas.
Muy pronto, los frailes nacidos en México, que por su elevado número
manipulaban la elección de autoridades en los capítulos provinciales,
desplazaron a los religiosos peninsulares de dichos cargos.
Unos de los primeros conflictos
entre religiosos criollos y peninsulares se dieron en la orden franciscana y
para nosotros reviste especial interés, pues Mendieta estuvo muy relacionado
con él. En 1584 llegó a la Nueva España el comisario fray Alonso Ponce con el
encargo de realizar una visita a las provincias de los frailes menores. Desde
que llegó a la ciudad de México el visitador tuvo dificultades con el
provincial criollo del Santo Evangelio, fray Pedro de San Sebastián, a quien
Ponce acusó de haber obtenido el cargo con sobornos. Fray Pedro, apoyado por el
virrey, por la Audiencia y por los sectores criollos de la provincia,
desconocieron al comisario como visitador, lo calumniaron de glotón y de
ambicioso, interceptaron su correspondencia e incluso ejercieron violencia
física contra él al sacarlo a la calle a rastras del convento de San Cosme,
donde se había refugiado; el provincial, envalentonado con la impunidad que le
daba el apoyo de las autoridades, ignoró las excomuniones y suspensiones
dictadas por el visitador y consiguió que la Audiencia lo desterrara por un año
a Guatemala.
En 1587 fray Alonso regresó a México
para intervenir en el capítulo que pondría fin al provincialato de su amigo
fray Pedro; pero, una junta de religiosos determinó suspender la reunión, con
lo que el provincialato del padre Sebastián se prolongó por dos años más. Desde
entonces hasta 1589, en que se fue, Ponce sólo pudo tener injerencia en la
visita de las otras provincias franciscanas, pero no en la del Santo Evangelio.
El conflicto entre el provincial y el comisario mostró que el espíritu original
en que se había fundado en franciscanismo en Nueva España se había perdido y
que una situación de relajación ocupaba su lugar.
Para la época en que Ponce realizaba
su visita, habitaban en la Nueva España, incluida la Capitanía General de
Guatemala, alrededor de cuatrocientos franciscanos, que administraban ciento
sesenta y seis conventos cabecera y más de un millar de templos de visita
distribuidos en cuatro provincias: la del Santo Evangelio de México, la de San
Pedro y San Pablo de Michoacán, la de San José de Yucatán y la del Nombre de
Jesús de Guatemala. En la mayoría de sus conventos, sobre todo en los que
estaban en pueblos de indios, los frailes cumplían funciones parroquiales
(básicamente administración y registro de bautizos y matrimonios) y recibían
por ello limosnas y obvenciones. Desde mediados del siglo XVI los obispos
comenzaron a presionar a la corona para que obligara a los religiosos a
someterse a la autoridad episcopal, pues actuaban como curas en sus parroquias.
Los frailes alegaron que tenían privilegios pontificios para realizar esta
labor sin estar obligados a rendir cuentas más que a sus propios provinciales;
la lucha entre obispos y religiosos estalló irremediablemente. El punto de
conflicto tenía que ver con la jurisdicción sobre los indios, que eran la mayor
parte de la población en Nueva España.
El problema se inició en 1554,
cuando el recién llegado arzobispo dominico Alonso de Montúfar pretendió
revocar la ley que eximia a los indios del pago de diezmos, lo que provocó una
fuerte oposición por parte de los religiosos. El hecho era sólo una premisa
para imponer una Iglesia canónicamente constituida y sujeta al episcopado; con
el aumento de este nuevo tributo se fortalecía el clero secular y con ello se
marginaba a los desobedientes frailes. Con el tema del diezmo, unido a las
exigencias de una autorización episcopal en las causas matrimoniales dirimidas
por los religiosos, se abrió una prolongada serie de hostilidades entre los dos
sectores del clero novohispano.
Entre 1555 y 1585 los obispos
solicitaron al rey la facultad para conocer las causas de remoción de los curas
regulares y de visitar las parroquias administradas por los frailes, e incluso
llegaron a pedir que fueran sustituidos en ellas por clérigos seculares. La
corona concedió ambas peticiones, pero la tenacidad con que los religiosos
defendieron sus derechos para administrar a los indios sin la intervención del
episcopado movió al rey a retractarse y a derogar tales disposiciones. Montúfar
utilizo contra los frailes duros métodos de persuasión y varios de ellos, como
fray Alonso de la Veracruz, fray Maturino Gilberti y fray Arnaldo de Basacio,
tuvieron que someterse a juicios inquisitoriales acusados de proposiciones
heréticas. Sin embargo, por el momento, el triunfo fue para los religiosos,
quienes conservaron sus privilegios.
En las pugnas entre frailes y
obispos por el control de las parroquias indígenas se enfrentaban, no sólo dos
ámbitos de poder, sino también dos posiciones antagónicas frente a lo que se
pretendía de la iglesia novohispana: la propuesta de un mundo cerrado a las
influencias externas, el de la cristiandad indígena sometida a los frailes, y
la perspectiva de apertura e integración racial que exigían los obispos y los
clérigos seculares con base en las normas del concilio de Trento.
En 1585 el arzobispo Pedro Moya de
Contreras, clérigo secular que había sido virrey interino e inquisidor mayor
del Tribunal del Santo Oficio, reunió el tercer concilio provincial mexicano;
en él, junto con las disposiciones tridentinas sobre el culto a las imágenes y
la veneración a los santos, se
propusieron una serie de reformas relacionadas con la formación de seminarios,
con el incremento del nivel moral y cultural del clero, con la exclusión de los
indios a las órdenes sagradas, con la vigilancia de la religiosidad popular,
con la persecución de las idolatrías y, sobre todo, con la organización de la
vida parroquial. El tercer concilio provincial cristalizó los anhelos de una
nueva iglesia centrada en las ciudades y en el cuidado pastoral de las
poblaciones urbanas, de una institución que ejercía mayores controles sobre la
religiosidad y que daba a los obispos la preeminencia sobre todo los ámbitos
eclesiásticos. 14
Tales hechos marcaron el principio
de una nueva etapa en la historia eclesiástica novohispana. A lo largo de
cuarenta años los frailes habían fundado innumerables pueblos, los
cristianizaron y les trasmitieron muchos
elementos de la cultura occidental; basados en algunas de las estructuras
prehispánicas, habían conservado a los señores indígenas en el poder y a través
de ellos ejercían el control de las comunidades tanto en lo espiritual como en lo
temporal; este dominio sobre los i9ndios y la defensa que a favor de ellos hacían
contra los abusos de los españoles provocaron enfrentamientos con los
encomenderos.. A partir de la década de 1550 las autoridades coloniales y los
obispos se unieron a los encomenderos para reducir el poder y los privilegios
de los religiosos. Muchos frailes que vivieron en la segunda mitad del siglo
XVI aún compartían algunos de los ideales de los primeros misioneros, pero
aquel optimismo con el que los religiosos veían al mundo indígena había quedado
atrás. El hecho de que Mesoamérica ya no fuera una tierra de misión, la gran
mortandad que asolaba a las comunidades indígenas, la sobrevivencia de los
ritos paganos, incluso entre la nobleza educada en los conventos, y las pugnas
con el episcopado, dieron a las órdenes de la segunda mitad del siglo XVI otra
actitud, una actitud de añoranza por el pasado y de desconfianza por el futuro,
una actitud teñida de cierto escepticismo. Aunque por razones distintas, esta
misma era la tónica de la vida en la vieja Europa durante la era del
“manierismo”. Ese tiempo, en el que vivió, actuó y escribió Gerónimo de
Mendieta, está reflejado en su obra como en un espejo.
La
vida y la obra de fray Gerónimo de Mendieta
LLamábanle el Cicerón de la provincia, por el grave
estilo de su razonar: y por esto las más veces que se
escribía a España, al rey, al consejo y a la orden, en
cuerpo de comunidad, a él se le encomendaban las
cartas; y lo mismo era por acá a los virreyes y otros
personajes graves, porque había puesto Dios en su
decir mucha eficacia. 15
Fray Gerónimo de Mendieta, hombre representativo de su
tiempo, fue también una de las personalidades que más activamente participó en
la vida novohispana de la segunda mitad del siglo XVI. Su probidad moral, los
cargos que ocupó en la orden franciscana y su abierta defensa de los derechos
indígenas lo hicieron un hombre conocido, admirado y quizás también temido y
odiado por aquellos contra los que dirigió sus acerbas críticas. Gracias a sus
actividades y a su fama tenemos numerosas noticias de su vida, algunas
recogidas en sus propias obras, pero la mayoría proveniente de sus hermanos de
orden, sobre todo de fray Juan Bautista y de fray Juan de Torquemada. 16
Gerónimo, el último de cuarenta
hermanos engendrados por su padre a lo largo de tres matrimonios, nació en 1525
en la zona vascongada española, provincia de Vitoria. Muy posiblemente a los
quince años tomó el hábito franciscano en la ciudad de Bilbao, en cuyo convento
estudió artes y teología, y en donde se ordenó sacerdote. En 1553 se alistó en
la expedición misionera que estaba reuniendo por entonces fray Francisco de
Toral, custodio de la provincia mexicana del Santo Evangelio, quien se
encontraba en la península para gestionar el paso de religiosos a México. A los
pocos meses, en enero de 1554, Gerónimo se embarca junto con otros treinta y
tres frailes rumbo a la Nueva España. 17
Durante los primeros tres años de estancia en la que
sería desde entonces su patria adoptiva, realizó tres actividades que marcarían
las pautas de su acción en el futuro: completó sus estudios teológicos con fray
Miguel de Gornales en Xochimilco mientras aprendía la lengua náhuatl; inició su
labor misional en Tlaxcala bajo las órdenes de
fray Toribio de Motolinia, y escribió a Carlos V sobre la situación de
los indios. Estudio, misión y labor epistolar en defensa de los naturales,
éstas fueron las líneas de su actuación a lo largo de cuarenta y siete años que
vivió en la Nueva España.
Entre 1556 y 1562 el convento de
Toluca fue la residencia habitual del religioso; desde él dirigió la
congregación del pueblo de Calimaya, hecho que lo enfrentó al oidor Orozco,
quien tenía una opinión contraria a la política de reunir a los indios
dispersos en comunidades mayores; poco después Calimaya fue el escenario de
fuertes pugnas entre el clero secular y los franciscanos, quienes levantaron en
armas a los indios contra el cura y derribaron la iglesia. 18
Para 1562 Mendieta llevaba ocho años
en la Nueva España y su experiencia misional le había mostrado las condiciones
inhumanas en las que vivían los indios y los conflictos que enfrentaban a los
frailes con los encomenderos, clérigos seculares y autoridades civiles. Esa
experiencia, y la pugna con Orozco, lo llevaron a redactar una carta dirigida
al entonces comisario general de los franciscanos, fray Francisco de
Bustamante; en ella recomendaba el fortalecimiento de la autoridad de los
frailes sobre los indios y la disminución de las funciones de la Audiencia. Por
una orden regia, toda la correspondencia dirigida a la corona debía encauzarse
a través de este tribunal, instancia de la que Mendieta desconfiaba, por lo que
el fraile decidió utilizar al comisario para hacer llegar sus quejas al rey.
Después de 1562 fray Gerónimo fue
maestro en el noviciado del convento grande de México, actuó como secretario de
dos provinciales, fray Diego de Olarte y fray Miguel Navarro, y fue guardián
del convento de Tlaxcala (1567-1570). Su rectitud y buen juicio le dieron una
gran presencia en los capítulos provinciales del Santo Evangelio, en los que
fue encargado de hacer la distribución de los oficios antes de ser presentados
a votación. 19
Durante esos ocho años, Mendieta
realizó una intensa actividad epistolar e informativa dirigida al rey, al
Consejo de Indias y a las autoridades civiles de la Nueva España. Dos hechos motivaron
esta situación: la visita de Valderrama en 1563 y la muerte en 1564 del virrey
Luis de Velasco, gran protector de los frailes, que marcó el final de lo que
Mendieta consideraba como la época dorada de la misión franciscana en la Nueva
España. De este periodo cabe destacar una carta fechada el 8 de octubre de
1565, en la que el fraile señalaba a Felipe II veinticuatro puntos sobre lo que
debía ser, en conciencia, el buen gobierno de la Nueva España. A esta etapa de
su vida pertenecen también un Memorial en
nombre del provincial del Santo Evangelio (Xochimilco, 25 de febrero de 1569) y
una serie de relaciones donde se da noticia de los conventos y frailes de la
provincia, de la organización de los capítulos, de los métodos de administrar
los sacramentos y de los breves que los papas habían concedido a los
mendicantes en esta materia. Tal actividad informativa respondía, tanto a las
pugnas que los frailes tenían con los obispos alrededor del matrimonio entre
los indígenas, como a la solicitud de Juan de Ovando, visitador del Consejo de
Indias desde 1567, para que se enviara toda la información geográfica, política
y social posible, con miras a reordenar la legislación destinada a América. 20
En 1570 terminaba su provincialato
fray Miguel Navarro y era enviado a Florencia para asistir al capítulo general
de la orden. Fray Gerónimo, su amigo y secretario, fue elegido para
acompañarle; tres razones movieron al religioso para aceptar tal encargo: su
salud quebrantada, una actitud de desaliento hacia la insoluble situación
social novohispana, y a la noticia de que una hermana suya estaba gravemente
enferma. Navarro y Mendieta llevaban consigo una carta, redactada por el
segundo y firmada por las autoridades franciscanas de la Nueva España, sobre el
buen gobierno con que Felipe II debía regir los asuntos de Indias, y una
epístola de los señores indígenas en que pedían se les desagraviara de los
muchos abusos cometidos en su contra. Asimismo, los dos frailes llevaban
documentos escritos por Sahagún: un Sumario
de su obra sobre el mundo prehispánico para Juan de Ovando y un Breve compendio de los ritos idolátricos
para el Papa Pío V. Fray Gerónimo había impulsado a fray Bernardino a continuar
su labor de investigación sobre costumbres y religión de los pueblos nahuas,
comenzada durante el provincialato de Toral (1557-1560) y detenida algún
tiempo; para ambos era muy importante conseguir el apoyo de las autoridades
europeas para divulgar esos trabajos, tan necesarios en la consolidación de la
labor cristianizadora y en la erradicación de las idolatrías. 21
Recién llegados a Madrid, Navarro y
Mendieta tuvieron una entrevista con Juan de Ovando; con él trataron los temas
que habían ocupado a los frailes desde hacía cincuenta años: las relaciones
entre obispos y religiosos, la explotación de los indios, la reforma del
gobierno civil. Especial interés recibieron el cobro de diezmos a los indígenas
y los abusos que contra ellos cometían los nuevos inmigrantes españoles. De esa
entrevista los franciscanos sólo obtuvieron que el Consejo autorizara la
creación de un comisario general de Indias con residencia en Sevilla para
administrar con más eficacia las actividades de la orden franciscana en América.
De pronto, sin que sepamos la razón,
Mendieta se separó de su compañero y se marchó al convento franciscano de su
natal Vitoria. Muy posiblemente la excusa para no asistir al capítulo general
fue la recaída en la enfermedad, causada por el agotamiento del viaje; pero de
hecho parecen pesar en esta decisión otras razones de carácter más psicológico.
El fraile había tomado la decisión de no regresar más a Indias, donde todos sus
esfuerzos por reformar las injusticias y las irregularidades parecían inútiles,
y permanecer en Cantabria en la quietud
y paz de una vida casi monacal.
Pero tales intenciones no correspondían
a los deseos de sus superiores; su experiencia y sus conocimientos sobre los
asuntos indianos no podían ser sepultados entre los muros de un convento
peninsular. Así, en obediencia a los mandatos del general de los franciscanos,
Cristóbal de Cheffontaines, fray Gerónimo regresó a la Nueva España en 1573.
Junto con la orden de reintegrarse a la provincia del santo Evangelio, se
enco0mendaba al religioso la elaboración de una historia de la labor de los
hijos de San Francisco en la Nueva España desde su llegada en 1523 hasta ese
momento.
Por esas fechas, fray Miguel Navarro
reunía religiosos para las misiones novohispanas en las provincias sureñas de
la península y encargó a fray Gerónimo que realizara una actividad similar en
las norteñas. Cuando ambos amigos se embarcaron hacia el nuevo continente lo
hicieron con otros ochenta compañeros, que reforzarían la orden franciscana en
la América septentrional.
A pesar de que el mandato del
general estaba dirigido a la realización de una labor específica como cronista,
la gran necesidad que la provincia del Santo Evangelio tenía de personal
calificado obligó a fray Gerónimo a aceptar varios cargos y a dedicarse a
numerosas labores, entre otras, la solución de problemas internos de su orden.
En esta última etapa de su vida
ocupó las guardianías de Xochimilco /1575-1578 y 1596-1599), de Tepeaca
/1589-1591) y de Tlaxcala (1591-1593), y en dos ocasiones fue definidor de su
provincia. Al parecer pocas veces predicaba en castellano y cuando lo hacía en
náhuatl utilizaba un intérprete, pues era “algo tardo de lengua”, según
menciona Torquemada. 22
No obstante, debió
dedicarse a las innumerables actividades que formaban la labor de un cargo como
el de guardián.
Mientras tanto, recopilaba
materiales para su Historia y
redactaba algunos textos y cartas. En 1581 presentó al capítulo provincial un Proyecto de estatutos u ordenaciones
provinciales para las casas o eremitorios de recolección; dos años después
en 1584, Mendieta, junto con los padres Pedro de Oroz y Francisco Suárez,
terminaba la redacción de una Descripción
de la relación de la provincia del Santo Evangelio; a raíz de una solicitud
de información del general Francisco de Gonzaga, que preparaba una crónica
general de la orden franciscana, fray Gerónimo utilizó en ella parte de los
materiales que había recopilado desde 1573. 23 Junto
a sus actividades de escritor, sus biógrafos nos lo muestran también como un
hábil pintor; decoró algunas sacristías con los misterios del rosario y la
portería del convento de Xochimilco con escenas de la evangelización; además,
en sus ratos libres, rotulaba los libros de las bibliotecas conventuales. 24
El fraile debió encontrar más
placenteras estas labores intelectuales y artísticas que los problemas en los
que se vio envuelto por razón de sus cargos. Poco debió gustarle, por ejemplo,
estar inmiscuido en la conflictiva visita del comisario fray Alonso Ponce en
1585, quién lo solicitó como su acompañante e intérprete. En todo ese enojoso asunto
Mendieta intentó mantenerse al margen y sus cartas y pareceres sobre el tema
denotan una gran prudencia. 25
Además de su actuación como
consejero en los problemas internos de su provincia, fray Gerónimo era
consultado a menudo en los asuntos de gobierno. Así, en la última década de su
vida, es notable su participación en la evangelización de los chichimecas, una
vez concluida la guerra que se hacía contra ellos desde hacía cuarenta años.
Por encargo del virrey Luis de Velasco. El Joven, organizó la expedición de
tlaxcaltecas que fueron enviados a fundar poblados entre los nómadas para
reforzar las misiones de la Gran Chichimeca.
Con tantas actividades, poco tiempo
le quedaba al fraile para ocuparse del encargo de escribir una historia de la
conquista espiritual de México. Por fin, entre 1595 y 1596, retirado en el
eremitorio de Huexotla, pudo ordenar los materiales recopilados durante más de
veinte años e iniciar la redacción de su magna obra. El 9 de mayo de 1604,
cuando casi había concluido su texto, murió en el convento de san Francisco de México.
A su muerte, este trabajador
incansable y hombre de dotes excepcionales dejaba tras de sí una obra inmensa.
Junto con la Historia eclesiástica se
ha calculado que salieron de su pluma unos setenta y siete documentos. Por la
facilidad que tenía para escribir, por la claridad y concisión de sus estilo,
por lo ordenado de su pensamiento, por sus conocimientos de la realidad indígena
y novohispana, y por su combatividad, Mendieta fue encargado por su provincia
para redactar numerosos memoriales y cartas; por ello, además de los que firma
él directamente, se le pueden atribuir otros muchos. 26
Su
pensamiento
…pues escribo historia verdadera y
no forjada de mi
cabeza, no profana sino eclesiástica,
ni de capitanes
del mundo sino celestiales y
divinos, que sujetaron
con grandísima violencia al mundo,
demonio y carne
y a los príncipes de las tinieblas y
potestades infernales. 27
Hasta el siglo XVIII, la historia
era considerada como “maestra de la vida” y su finalidad práctica consistía en
narrar hechos que sirvieran como modelo de comportamiento moral; este carácter
pragmático hacía necesaria una continua referencia al presente. La obra de
Mendieta, leída a partir de esta concepción, se nos presenta como un texto
político-teológico cuya finalidad era defender a los indios de los abusos de
los españoles y demostrar que los frailes, contra lo que expresaban, eran los únicos
capaces de lograr la sobrevivencia y el bienestar de la Nueva España.
A lo largo de toda la obra del
cronista franciscano (en la Historia,
en los memoriales en las cartas) una de sus mayores preocupaciones era mostrar
la crítica situación en que vivían los indios. En ella se nos pinta el
desolador panorama de pueblos casi vacíos; de comunidades azotadas por las
epidemias y por los abusos de los encomenderos y de los colonos; de caminos
asolados de salteadores y vagabundos españoles, mestizos y negros que robaban a
los indígenas sus bastimentos y mercadería; de tribunales donde escribanos, intérpretes
y abogados lucraban con la necesidad de quienes iban ahí en busca de justicia.
La única ley que imperaba en la Nueva España era la de la codicia; ésa era,
según Mendieta, la causa de todos los males que sufría esta tierra.
El cronista franciscano, lo mismo
que fray Bartolomé de las Casas y otros muchos frailes, consideraba que la
salvación de las almas, único objetivo válido que justificaba la presencia
española en las Indias, estaba íntimamente relacionada con la protección de los
cuerpos. La explotación desmedida iba en perjuicio de la verdadera evangelización,
pues hacía pensar a los indios que les había convertido en cristianos sólo para
abusar de ellos, para quitarles sus tierras y para reducirlos a la esclavitud. En
buena medida, el regreso a sus idolatrías era explicable ante el trato tan
cruel que recibían de aquellos que se llamaban cristianos. 28 Sin embargo, contra quienes temían
una rebelión indígena, Mendieta argumentaba que había más peligro de una
sublevación de los españoles, como la de Martín Cortés, que de los indios.
Las páginas de la Historia dedicadas al repartimiento y a
la excesiva tributación ocasionada por la visita de Valderrama constituyen unos
de los más exaltados textos en defensa de los indios. 29 Para Mendieta se cometía una
injusticia al forzarlos a trabajar en las haciendas y en las minas de los
españoles, pues los indios eran los propietarios naturales de esta tierra y habían
aceptado voluntaria y pacíficamente el cristianismo. Era injusto, además,
porque los naturales iban en gran disminución (Mendieta está escribiendo estas
páginas en medio de la epidemia de 1569) mientras que los españoles y los
negros aumentaban. Con los abusos del repartimiento se estaba acelerando la
mortandad, pues los indios eran tratados como esclavos. Pero a la larga, las
epidemias era más un castigo para los españoles, que se quedaban sin mano de
obra, que para los indios, quienes serían premiados en el cielo por su
paciencia y humildad.
Un tema al que Mendieta dedica
especial atención es de la pérdida de privilegios que sufría la nobleza
indígena de su tiempo. Quitarle los tributos y servicios que le daban sus
comunidades era reducirla a la situación miserable de los campesinos; repartir
sus tierras entre los renteros, como proponía Valderrama, era privarla de su
patrimonio. 30
Esta política afectaba
no sólo a los señores indígenas; los religiosos se veían también muy
perjudicados, pues los nobles eran el principal apoyo que tenían en las
comunidades.
Los culpables de tan desastroso estado
eran los colonos y autoridades españolas. Los primeros, porque llegaban en
busca de riqueza fácil y no tenían ningún escrúpulo moral en conseguirla; las
segundas, porque sólo atendían a sus propios intereses sin preocuparse del
bienestar de los vasallos del rey, a quienes debían proteger y cuidar. En la
Nueva España reinaba “la justicia de los compadres”, pues los alcaldes mayores
y los colonos estaban aliados para explotar a los indios. 31 Son principalmente objeto de sus
diatribas los oidores y los obispos, de quienes tienen una opinión muy adversa;
los primeros por su continua intromisión en la jurisdicción virreinal; los
segundos por sus pretensiones de imponer el diezmo a los indios y por su política
contraria al clero regular.
Las otras autoridades contra quienes
arremete el cronista son los consejeros de Felipe II; de ellos se expresa así:”
¡Oh falsos servidores e inicuos aduladores, que engañáis a los reyes so color
de servirles con infernales trazas de aumentarles las rentas, y buscáis solos vuestros
intereses y mejorías, destruyéndoles sus vasallos y reinos¡ Destruya Dios
vuestras trazas y consejos…” 32 En
el fondo de estos ataques estaba el descontento con la política mercantilista
de Felipe II, que no era compatible con el espíritu cristiano que predicaban
los religiosos.
Mendieta en ningún momento pone en
duda la legitimidad del poder y todo su discurso parte del reconocimiento a la
autoridad monárquica y centralizada; incluso en más de una ocasión alaba las
sabias y justas leyes emitidas por Isabel de Castilla, Carlos V y Felipe II a
favor de los indios y de los religiosos. 33 Sin
embargo, en varios momentos, se nota una crítica velada hacía algunas
disposiciones regias del segundo de los Austrias. Mendieta consideraba que el
monarca debía sujetarse a los dictados de la ley natural y de la ley divina, y
buscar el bien común y la justicia para todos sus vasallos; Felipe II estaba
olvidando estas obligaciones y Mendieta temía que cayera un castigo divino
sobre España y sobre los españoles. 34
Una situación tan caótica como la
que vivía la Nueva España sólo podía tener soluciones drásticas. 35 La primera, robustecer a las
autoridades protectoras de los naturales (principalmente a los frailes, a los
caciques de la nobleza indígena, al virrey) y limitar las funciones de la
Audiencia y de los obispos. Sobre estos últimos Mendieta proponía que fueran
escogidos entre aquellos eclesiásticos que poseyeran experiencia misional, es
decir, entre los evangelizadores, y de no poderse hacer así, que se eligiera a
dos obispos, uno para españoles y otro para indios, y éste de la orden
religiosa que estuviera evangelizando la zona.
La segunda solución, teñida de
paternalismo, proponía una comunidad indígena aislada de los españoles que debía
mantenerse incontaminada para poder cumplir con su misión de Iglesia primitiva.
Los indios eran presa de la blasfemia, de la embriaguez y de la avaricia, y su
devoción se había enfriado por causa de los malos ejemplos de los que se
llamaban cristianos. Para prevenir el contagio era necesario controlar la
emigración, evitar la hispanización y prohibir el aprendizaje de la lengua
castellana y la convivencia con los blancos, y sobre todo con los mestizos y
los negros. A esta separación en dos repúblicas, avalada por el Estado y la
Iglesia, debía corresponder una renovada política de congregación que agrupara
a los indios dispersos alrededor de los grandes pueblos para tener una mejor
administración religiosa y un mayor control sobre las idolatrías.
Estas soluciones, teñidas de
idealismo y de fatalismo, nos remiten a la primera etapa de la evangelización,
época dorada que Mendieta nos pinta con elogiosos colores.
A lo largo de los primeros cuarenta
años del siglo XVI la Iglesia novohispana era un espejo del cristianismo primitivo
apostólico. Los frailes misioneros, hombres con una sólida preparación
teológica y alta estima de sus votos de pobreza, castidad y obediencia, se nos
presentan como santos entregados a duras disciplinas y a una caridad ilimitada:
aprenden lenguas indígenas, realizan a pie largas jornadas misionales a través
del territorio novohispano, enseñan la doctrina y predican, administran los
sacramentos en las cabeceras y en las visitas, persiguen las idolatrías, crean
poblados y organizan su vida civil, dirigen la construcción y ornamentación de
iglesias y conventos, atienden las necesidades materiales de sus fieles. San
Francisco parece haber reencarnado en cada uno de estos hombres excepcionales
llenos de virtudes, algunos de los cuales llegaron incluso a ofrendar su vida
como víctimas entregadas al martirio por la expansión de su fe.
Junto a los frailes tienen un papel
destacado en la historia los niños indígenas que éstos educaron en sus
conventos y que fueron colaboradores irremplazables en la labor misional. A
todo lo largo de la crónica aparecen como intérpretes, enseñando la lengua a
los frailes, ayudándolos como catequistas y acompañándolos en su tarea de
derribar ídolos; los niños mártires de Tlaxcala, víctimas de los idólatras,
ocupan un lugar importante y remiten de nuevo a los tiempos apostólicos.
Aunque en esa época dorada no
faltaron los conflictos, como los que tuvieron los franciscanos con los oidores
de la Primera Audiencia, y con los encomenderos (de quienes los frailes fueron
víctimas por su defensa de los indios), en general siempre reinó la armonía;
las relaciones de los religiosos con virreyes y obispos estuvieron marcadas por
el entendimiento y por la colaboración.
En ese mundo idealizado, la
perfección abarcaba incluso a los indios cristianizados, quienes también
participaban del modelo apostólico. La notable perfección espiritual y moral de
los naturales de la Nueva España; junto con gran ingenio y habilidad para todos
los oficios, los indios de Mendieta son mansos, pacíficos y libres de toda
codicia, obedientes, pacientes y muy dispuestos y aparejados para salvar sus
almas. Algunos de ellos, como los beatos de Chocamán, varios jóvenes “donados”
de los conventos y numerosas mujeres se habían distinguido por su piedad, su
virtud y su dadivosidad para con los fgrailes.36 La sociedad indígena se parecía a la de aquellas
ciudades míticas de la isla Anthilia, paraíso cristiano en el que los hombres
se ocupaban en hacer procesiones y alabar a Dios con cánticos espirituales. 37 Dios mismo había escogido a estos
indígenas, a pasear de ser un pueblo desechado y considerado como la escoria de
la humanidad, para mostrar su grandeza y para anteponerlos a los europeos
luteranos. 38
Sin embargo, a pesar de esta
perfección, los indios tenían por Mendieta un único defecto: eran como niños y
por su “flaca capacidad y talento” podían ser inclinados a la mentira y al
vicio, por lo que debían estar siempre bajo la vigilancia y cuidado de los frailes;
y aunque había algunos muy aventajados en el camino espiritual, no se les debían
dar las órdenes sagradas, pues eran más aptos para obedecer que para mandar. 39 La posición de Mendieta respecto al
indio, paternalista como la de casi todos los religiosos de su tiempo,
consideraba que sin los frailes estos “miserables” nada podrían hacer. Un claro
ejemplo de lo que pasaba cuando los indios vivían en libertad eran los nómadas
chichimecas de las regiones norteñas, a quienes Mendieta consideraba monstruos
de la naturaleza, más cercanos a las bestias que a los hombres, asesinos de
religiosos y de seglares, y a los que había sido muy difícil convertir. 40.
La descripción de esta edad dorada y
de las obras que los frailes realizaron durante ella era para Mendieta la
premisa para todas las soluciones de cambio que podían proponerse. Detrás de
esta visión de una Iglesia indiana casi perfecta estaba la necesidad de
reformar una situación de explotación y abuso que era insostenible. Al hacer
patente la labor misional de los religiosos se cuestionaba la nueva política
que pretendía desplazarlos; al mostrar las ventajas que había tenido la
separación entre indios y españoles se hacía evidente el perjuicio moral y
físico que trajo consigo la convivencia; al exaltar las virtudes de los
franciscanos ilustres de los primeros tiempos de la conquista espiritual se
confrontaban los vicios y relajación que comenzaban a filtrase entre las nuevas
generaciones de frailes.
Desde hace cuarenta años, a raíz de
la aparición de la polémica obra de John Phelan, El reino milenario de los franciscanos en Nueva España, 41 se ha dicho que la visión de
Mendieta sobre esta edad dorada tiene relación con la idea apocalíptica de una
catástrofe final inminente y de la futura instauración de un reino de paz,
igualdad y justicia. La tesis, apoyada recientemente por Georges Baudot,
pretende que la propuesta franciscana de crear un Estado indígena no
hispanizado y autónomo de los españoles proviene de las tesis de Joaquín de
Fiore y se puede equiparar al reino milenario que algunos de sus seguidores
anunciaban. Esto, según Baudot, fue la causa de los fuertes enfrentamientos
entre frailes y encomenderos, así como de la rebelión franciscana contra la
Primera Audiencia y de la propuesta de una Iglesia sin diezmos y sin obispos,
comparable a la Iglesia de los monjes de joaquinismo.
Elsa Frost ha negado atinadamente
esta supuesta filiación milenarista de los franciscanos novohispanos con
argumentos bastante acertados. El milenarismo medieval casi siempre estuvo
relacionado con tendencias anarquistas y fue considerado heterodoxo, cosa que
nunca presentaron los franciscanos novohispanos. Tampoco apareció entre ellos
la necesidad de señalar una fecha precisa para el fin de los tiempos, como a
menudo lo hacían los milenaristas, y que también estaba prohibido por la ortodoxia.
Por otro lado, es un poco difícil pensar que los frailes quisieran instaurar el
reino milenario, que era un reino de igualdad, cuando vemos su afán por
mantener las jerarquías de la sociedad indígena en los pueblos que organizaron
y su propio dominio sobre ellos. En todo caso, concluye Elsa Frost, todos los
textos que los partidarios del milenarismo novohispano aducen pueden entrar
perfectamente en el ámbito de la escatología cristiana ortodoxa de corte
agustiniano, dentro de la cual “intentaron explicar el surgimiento inesperado y
sorpresivo de un nuevo mundo”. 42
La obra de Mendieta, por tanto, se
nos presenta más como un lamento por la Edad dorada perdida que como una
propuesta de una sociedad utópica. Él mismo se compara con Jeremías que llora
sobre esa Jerusalén destruida que es la Iglesia indiana. 43 En todo caso, la utopía que él
propone es la que ya pasó, la que estaba inmersa en el ideario de San Francisco
de Asís, aquella que predicaba un cristianismo interior, libre de ceremonias
excesivas, aquella empapada en la evidencia de la pobreza absoluta y en el
regreso al ideal evangélico primitivo, por medio de la imitación de Cristo, sus
apóstoles y sus santos. Mendieta cree en una reforma, pero con base en los
principios dados por el fundador de su orden y ratificados por los primeros
misioneros de la Nueva España. En este sentido, nuestro cronista es más un
historiador que un profeta; su pensamiento, a diferencia de los milenaristas,
está puesto en el pasado y no en el futuro. Para este franciscano, desencantado
del mundo, el porvenir parece bastante negro y, en todo caso, incierto.
Por tanto, para entender la visión
que se refleja en la Historia
eclesiástica indiana no hace falta buscarle las bases en los heterodoxos
movimientos milenaristas, cuando ésta es perfectamente explicable a partir de
la perspectiva del pensamiento providencialista ortodoxo. En este ámbito teológico,
el hombre, el mundo y la historia tienen un solo sentido dentro del plan
trazado por la Providencia divina. Dios creó al hombre perfecto y éste,
haciendo mal uso de su libre albedrío, cometió el primer pecado y perdió el
paraíso y la felicidad, al igual que los desobedientes ángeles malos lo habían
hecho antes que él. Pero el mismo Dios
concedió la salvación al enviar a su hijo en carne mortal para que muriera
sacrificado y limpiara con su sangre el pecado, librando al hombre de la
condenación eterna. A partir de la muerte y resurrección de Cristo, el
acontecer histórico no tiene otra finalidad que la de expandir la salvación a
todos los hombres del planeta. La labor había sido encomendada a la Iglesia
católica, única depositaria de la verdad revelada por Dios a los hombres. La
historia humana es así la lucha entre los seguidores de Cristo, los hijos de la
luz, contra los hijos de las tinieblas.
Esta visión providencialista y
demonológica explica no sólo la posición de Mendieta ante la evangelización,
sino también su actitud ante el mundo prehispánico y ante la conquista militar.
De los indios mesoamericanos Mendieta sólo rescata algunas cualidades, como sus
prácticas de gobierno y su sistema educativo; aunque en alguna parte de su
Historia parece inclinarse por la hipótesis de una predicación cristiana
anterior y por el origen judío de los indios, la religión indígena, con sus
sacrificios humanos, le parece a Mendieta demoniaca. 44 En el plan divino, el Estado messica
debía ser destruido por la fuerza y Cortés fue destinado por la Providencia
para llevarlo a cabo. No es casual que el año en que nació el conquistador 1485,
eran sacrificados en Tenochtitlan ochenta mil víctimas en la dedicación del
templo de Huitzilopochtli. “El clamor de tantas almas y sangre humana derramada
en injuria de su creador sería bastante para que Dios dijese: vi la aflicción
de este miserable pueblo; y también para enviar en su nombre quien tanto mal
remediase, como a otro Moisés a Egipto. 45
Así, aunque Mendieta consideraba que
la llegada de los españoles trajo consigo muchos males, no podía dejar de
elogiar a Hernán Cortés, pues por su medio el pueblo indígena consiguió su
salvación. Este carácter de elegido se reforzaba con la idea de la compensación
que gracias a él la Iglesia había tenido por la pérdida de fieles ocasionada
por Lutero, quien providencialmente había nacido el mismo año que el capitán
extremeño. La conquista militar era así rescatable, pues con ella se había
conseguido la conquista espiritual. Por eso todos los errores y pecados cometidos
por Cortés le serían perdonados, ya que había sido la puerta para que un sinnúmero de personas entrara al paraíso. 46
Para el cronista franciscano, por
tanto, lo más notable de Cortés fue el haber estado consciente de ese papel de
salvador de almas. Por ello en la Historia
se insiste en el celo del conquistador por la conversión de los indios y el
apoyo que dio a los religiosos para que realizaran su labor; para Mendieta, el
gesto de Cortés cuando se arrodilló ante los frailes recién llegados y les besó
las manos fue un acto inspirado por el Espíritu Santo; con él se le daba
sentido a toda la conquista militar y se ponían las bases para iniciar la
evangelización. 47
La historia de Cortés
quedaba así supeditada a la de fray Martín, pues lo que pretendía el cronista
no era dar una visión de los hechos de armas, sino mostrar el papel central que
tuvieron los franciscanos en la conquista de estos reinos, premisa necesaria en
su defensa a los ataques que se estaban dando contra ellos en su tiempo. 48
Las armas de Cortés habían hecho
posible la fundación de una Iglesia cuya perfección la asemejaba mucho a la de
los tiempos apostólicos; un hecho violento había traído traído consigo
beneficio para los indios. Sin embargo, entre los brillantes colores con los
que Mendieta nos pinta a la primitiva Iglesia indiana, no dejan de asomarse
algunos claroscuros. Uno, el más insignificante de todos, fue la escasez de
hechos prodigiosos, tan comunes durante la era apostólica. Para Mendieta tal
ausencia era explicable, pues esas muestras del favor divino no habían sido
necesarias; los indios recibieron la fe con mucha facilidad y fue suficiente
con el buen ejemplo de los frailes, y a la larga el mayor milagro fue haber
logrado la conversión de tantas almas al cristianismo sin necesidad de
milagros. 49
Esta actitud del
cronista respondía a la espiritualidad franciscana de la primera mitad del
siglo XVI, empapada de un ideal renovador que veía con recelo esa religiosidad
cargada de prodigios, de reliquias y de imágenes propias del cristianismo
popular medieval. Lo curioso es que Mendieta ya no pertenece a esa etapa que
llamaremos erasmizante, sino a la siguiente a la que nació de la Contrarreforma
como una reacción a la iconoclastia y a las críticas protestantes. De ahí que,
al mismo tiempo que menciona esta ausencia de milagros, hable a menudo de los
hechos prodigiosos que acontecieron a los frailes y a algunos indios devotos. Las
reliquias y los cuerpos muertos de los misioneros, las cruces, el cordón de san
Francisco y algunas imágenes realizaban curaciones y hasta resucitaron a algún
niño muerto. Las revelaciones, apariciones y visiones celestiales y la presencia demoniaca se utiliza a menudo
como explicación de sucesos inusuales.. Hasta la misma llegada de los españoles
fue anunciada a los paganos mexicas con hechos prodigiosos y con augurios. Lo
milagroso parece algo incontenible y se filtra a todo lo largo del texto.
Esta
misma posición ambivalente, producto de la situación histórica que vivía el
cronista, se puede observar en el tratamiento de tres problemas surgidos con la
evangelización y acaecidos durante la supuestamente idílica y perfecta edad
dorada. También sobre el tema de la labor misionera de los frailes menores,
tratan sobre el conflicto que tuvieron las comunidades indígenas de Cuautichan,
San Juan Teotihuacán y Tehuacán con los dominicos, los agustinos y el clero
secular, respectivamente. Los franciscanos, primeros misioneros de esos pueblos,
habían tenido que delegar su administración en otros sacerdotes y ante ese
hecho los indios respondieron con gran
violencia: abandonaron sus poblados, borraron las imágenes de los santos
de la nueva orden, se negaron a dar alimento a los ministros recién llegados,
encerraron a los franciscanos en sus conventos o les obstaculizaron la salida
con mujeres embarazadas. 50
Las anécdotas narradas por Mendieta
tenían como finalidad mostrar la gran devoción de los indios hacia los
franciscanos; el éxito obtenido por ellos al conseguir el regreso de sus
primeros misioneros encierra una moraleja edificante que sirve para exaltar la
labor de los hijos de san Francisco. Sin embargo, en la narración quedan muy
mal parados los religiosos de las otras órdenes, aunque no se mencionen los
nombres de las personas ni de las instituciones; tales frailes aparecen como
hombres muy poco caritativos; amenazan a sus fieles con llevarlos a la horca,
los encierran y los azotan; incluso parece justificada la oposición de los
indios contra unos sacerdotes que les ocasionan trabajos excesivos con la
manutención de sus caballos, con el trabajo en sus haciendas y con las
construcción de sus conventos. Entonces ¿la supuesta armonía que hubo entre
misioneros en indios en toda la Nueva España quedaba reducida sólo al ámbito
franciscano?
Ciertamente no,; Mendieta menciona a
lo largo las virtudes y trabajos de los celosos y apostólicos dominicos,
agustinos y clérigos seculares, que llenaron con sus ejemplo edificante la
primera mitad del siglo XVI. Los casos de los pueblos mencionados acontecieron
después de 1550, es decir, en el tiempo en que ya se comenzaban a vislumbrar
las fracturas en el mundo ideal de la primera evangelización. Esa misma
situación explicaría también el tratamiento que hace Mendieta sobre el
experimento de la “Insulana”. Este
intento de fundar una comunidad de cenobitas en Nueva Galicia, con la cual se
regresaría al ideal de pobreza y austeridad del franciscanismo primitivo,
aparece en la Historia como un velado
conflicto al interior de la orden. El deseo reformador de los insulanos nació
de la desilusión de una cristiandad indiana que no cumplía las expectativas de
perfección que los frailes habían tenido de ella, llena de debilidades y
flaquezas y diezmada por epidemias, pero también de un cierto debilitamiento
del ideario original entre los frailes. 51
El fracaso de los insulanos, debido
a las urgentes necesidades de misioneros activos y no de ermitaños
contemplativos, era una prueba que las condiciones impuestas por la
evangelización hacían muy difícil conservar una espiritualidad surgida en otro
medio y con otros fines. 52
Mendieta, quien
comulgaba con esas ideas, pues propuso la creación de eremitorios donde se
pudiese vivir con pureza y autenticidad el ideal franciscano, ponía a los
insulanos como ejemplo para aquellos frailes que en su tiempo también estaba
relajando las sanas costumbres del franciscanismo original. 53 ¿Acaso no se vivían ya por ese
entonces las rivalidades entre religiosos criollos y peninsulares que asolarían
a las órdenes mendicantes en la centuria siguiente?
No es por tanto casual que Mendieta
opine que los criollos, como los mestizos, son gente viciosa relajada y poco
constante, y que apoye las limitaciones para que los primeros entren en las órdenes
mendicantes y la prohibición de que los segundos ingresen al sacerdocio. Para
el cronista éstas eran medidas necesarias para evitar que los intereses temporales
de los parientes de los frailes criollos afectaran las actividades de la
provincia e impedir que se introdujeran en ella la relajación de las costumbres
y la corrupción. La vivencia cercana que tuvo con la visita del comisario Ponce
debió de influir en esa opinión.
Mendieta, hombre manierista, escéptico
y frustrado por la situación que se vivía en su época, no podía creer, más que
como ideal, en una edad dorada sin ningún tipo de conflictos ni problemas. Era
un pensador cuyo ideario había nacido, más que de sus lecturas, de sus
experiencias y de sus contactos con indios en el campo misional y de sus
enfrentamientos con los colonos y con las autoridades virreinales como prelado
de su orden. El conocimiento que tenía de los seres humanos y las vivencias de
un mundo en descomposición lo habían convertido en un hombre realista, alejado
tanto de los idealismos futuristas de un milenarismo imposible como de los
sueños de un pasado que nunca había sido perfecto. Sin embargo, en ese pasado,
que era lo único que el hombre podía conocer, estaban los modelos y las
enseñanzas que servirían para reformar las costumbres y los abusos de una época
caótica.
Leída desde esta perspectiva, la Historia eclesiástica indiana se
convierte no solamente en fuente de datos sobre la época de la primera
evangelización, sino también en un documento sobre la mentalidad, los valores
de una sociedad en crisis.
La Historia eclesiástica indiana
Satisfechos los
prelados supremos de sus muchas partes,
le mandaron por santa
obediencia escribiese las cosas
dignas de memoria que
sucedieron en la conquista de
aquellas naciones; y
aunque con humildad
(que la tuvo
profundísima) se excusó lo que pudo,
forzado de tan
rigurosos mandatos lo hubo de hacer,
y acabó esta historia
y la vida juntamente. 54
Desde la Baja Edad Media, las provincias mendicantes
hicieron uso de la crónica para guardar la memoria de los hechos que sus
miembros realizaron por la salvación de las almas y para exaltar y promover el
prestigio de sus instituciones, por lo que uno de los cargos más honoríficos en
cada provincia era el de cronista. A la necesidad de dejar constancia de estos
hechos “locales”, se aunó durante el Renacimiento el afán de realizar obras
compendiosas que dieran una visión global de la labor de las órdenes como
entidades en expansión en todo el orbe. Fue muy posiblemente esta necesidad, y el hecho de que existiera una
laguna informativa en lo relativo a las misiones franciscanas en el nuevo
mundo, lo que llevó al general de la orden, Cristóbal de Cheffontaines, a
ordenar a Mendieta la elaboración de una historia de la evangelización
novohispana.
Así, en 1571, comenzó a gestarse la
idea de un libro cuya factura duró casi tres décadas. A lo largo de este
periodo de ardua investigación muchos otros trabajos fueron brotando como
ramificaciones de ese tronco principal; de ella salieron extractos y
transcripciones para los memoriales y las relaciones que la necesidad y las
circunstancias iban solicitando. Sin embargo,
no fue sino hasta la década de los noventa cuando se realizó la
redacción de la mayor parte del texto en su versión definitiva. Concluido el
trabajo en 1597, Mendieta se sentía sin fuerzas
Antonio Rubial García
EL
AUTOR
El padre fray Gerónimo de Mendieta nació en la ciudad
de Vitoria, capital de la provincia de Álava, en España. Su padre fue casado
tres veces, y de estos matrimonios tuvo cuarenta hijos, siendo nuestro autor el
último de todos. Cuéntase que por cosa extraña trajo pintada esta larga descendencia de su padre, puestos con separación
los hijos que de cada mujer tuvo, y dejó copias de esa pintura en varios
conventos de su orden.
No se sabe a punto fijo en que año
nació el P. Mendieta, pero puede conjeturarse con bastante fundamento, que fue
poco después de haber venido para esta tierra los primeros apostólicos varones
de su misma orden, cuyas huellas había de seguir más adelante, logrando conocer
y tratar a alguno de ellos. 55 Lo
que consta es que en edad temprana tomó el hábito de S. Francisco en el
convento de Bilbao. Ordenado ya de misa, determinó pasar a la Nueva España, y
aunque no faltó quien tratara de disuadirle de su propósito, verificó al fin su
viaje en 1554. Gastó cuatro meses en la navegación, y llegó a fines de junio. Aquí
fue destinado al convento de Xochimilco, donde estudió el curso de artes y
teología, teniendo por maestro al angélico
varón Fr. Miguel de Gornales, y salió uno de sus más aprovechados
discípulos. Deseoso de ayudar a la instrucción de los indios, aprendió luego la
lengua mexicana; y según sus biógrafos, la adquirió “más por milagro, que por
industria humana”, porque pidiendo a Dios con oración continua la inteligencia
de ella para poderse dar a entender a los indios, le sucedió en el convento de
Tlaxcala, donde era morador, sentirse haberle sido concedido de Dios este
soberano y especialísimo don; porque aunque la aprendía con mucho cuidado, le
parecía que mucha de ella, que jamás había sabido, leído ni oído, se le venía a
la memoria per quodam reminisci (como
él decía), por un particular recuerdo, como de cosa que había sabido, otra vez
y volvía a la memoria por particular acto de recordación. 56 Supo perfectamente dicha lengua, y
la enseñó al célebre P. Fr. Juan Bautista, siendo cosa muy notable que con
adolecer el P. Mendieta de un defecto natural, cual ser tardo de lengua al
hablar en castellano, y estar por eso
impedido de predicar a los españoles, cuando subía al púlpito para hablar a los
indios se expresaba en la lengua de ellos con tal claridad y elegancia que ponía
admiración.
Es de lamentar la falta de noticias
suficientes para escribir la vida de nuestro autor. Poco más de lo dicho es lo
que sabemos de él, antes de su viaje a España. Nos dice él mismo, que tuvo por
guardián, conoció y trató a Fr. Toribio de Motolinia, el último de los doce,
cuyo fallecimiento ocurrió en 1569; más no puedo determinar en qué época ni en
qué convento fue el P. Mendieta súbdito de aquel célebre apóstol. Sólo halló
que en 1562 moraba en Toluca, y en 1567 andaba en compañía del provincial Fr.
Miguel Navarro, con quien fue a Tlalmanalco a ver el cuerpo de Fr. Martín de
Valencia, el cual ya no encontraron en el sepulcro. No tengo fundamento
bastante para asegurar que antes de su viaje desempeñara oficio de importancia
en la provincia, aunque se conoce que disfrutaba de gran crédito en ella, como
lo prueban los elogios que en 1571 le tributara el general de la orden, y el
encargo que le daba de escribir la historia de la provincia. 57
No sabemos si el P. Mendieta pasó a
Europa por su voluntad o por mandato de sus superiores, si bien Torquemada dice
que fue llevado por su celo del bien y aprovechamiento de los indios; lo cierto
es que en 1570 58
emprendió el viaje con
el P. Fr. Miguel Navarro, cuando concluido su provincialato fue por custodio al
capítulo general de la orden. Llegado a España fijó su residencia en
Castrourdiales, sin pensamiento de volver a México de suerte que incurrió en lo
mismo que más tarde censuró en otros. Puede verse en varios lugares de su Historia lo que dice de algunos
religiosos que después de haber venido a esta tierra la desamparaban para
volverse a España.. Fue necesario que el general de la orden le mandase por santa obediencia que volviese a su provincia de México, para
que así lo verificara en 1573, trayendo consigo algunos religiosos; bien que la
orden del general sólo le prevenía que escogiese un compañero que
voluntariamente quisiera venir con él. No queda noticia de lo que hizo el P.
Mendieta en los dos o tres años que pasó en España.
Vuelto a México, donde fue muy bien
recibido, tanto por lo que todos le estimaban, como por el socorro de
religiosos que traía, le vemos ya desempeñar cargos de la orden. En 1575 y 1576
era guardián en Xochimilco, durante la gran peste que afligió a los indios;
hacia 1580 estaba en Tlalmanalco, no sé si como prelado, y en 1588 residía en
Santa Ana, cerca de Tlaxcala: en esta última ciudad era guardián hacia 1591, y
lo fue también en Tepeaca y Huexotzingo, aunque no he podido averiguar en qué
años. Llegaron a nombrarle guardián del convento de México, pero renunció al
cargo; obtuvo por dos veces el de definidor, y me admira que no llegase a
provincial.
Pero el considerable trabajo que
hubo de gastar en su obra, y el desempeño de los oficios que se le confiaban,
no era lo único en que ocupaba su tiempo. Si bien el P. Mendieta no era apropósito
para predicar en lengua castellana, como antes hemos dicho, todos estaban
contentos en reconocer su mérito como escritor. Le llamaban el Cicerón de la
provincia, y se le encomendaba la redacción de todos los documentos que se
extendían en nombre de ella, así como la de las cartas que se habían de dirigir
a personas constituidas en dignidad. Le pedían muchas veces su parecer virreyes
y consejeros, por ser conocido y generalmente apreciado su buen juicio, y aun
le confiaban negocios de gobierno. Él mismo nos refiere que era guardián en
Tlaxcala cuando salieron de allí cuatrocientas familias para ir a poblar entre
los chichimecos, y no fue él quien menos
trabajó en el negocio. Se ocupó asimismo con todo empeño en la empresa de
reunir en poblaciones a los indios que vivían desparramados en los campos;
empresa que tomó muy a pecho, por creer indispensable en ejecución para
facilitar la doctrina y civilización de los indígenas.
Entre las distinciones que recibió
de sus hermanos en religión hubo una, quizá la más notable de todas y que da
mayor idea de la estimación en que era tenido. Sabida es la importancia que
entonces se daba a las elecciones de oficios que los religiosos hacían en sus capítulos; cosa muy natural cuando las órdenes
desempeñaban un papel tan importante en la organización religiosa y aun
política del país. Cierto que en los primeros tiempos de su establecimiento
entre nosotros aún se conservaba vivo el verdadero espíritu religioso,
restaurado en ellas por la reforma que con tanto celo y energía había llevado a
cabo el insigne cardenal Jiménez, apoyado por la reina Da. Isabel La Católica,
y que no veían en los capítulos
aquellas ambiciones y aun discordias que más adelante hubo que lamentar en
ellos; más no por eso es menos honroso para nuestro Fr. Gerónimo que la
provincia entera, representada por sus más distinguidos moradores, le creyese
capaz de verificar por sí solo una buena elección de todos los oficios.
Torquemada es quien nos refiere este caso con las siguientes palabras: “Sucedió,
que en cierto capítulo que se celebró en esta provincia del Santo Evangelio, en
aquel siglo dorado, cuando se sustentaban lo de esta sagrada religión, como de
los primeros siglos del mundo, con castañas y manzanas, como refiere Virgilio,
y otras legumbres, para sólo pasar lo forzoso de la vida, que los padres
congregados, que los padres congregados en él le encomendaron los oficios de la
Tabla, así de guardianes como de intérpretes, y le dijeron que comprometían en
él, por la satisfacción que de su buen juicio tenían, y que mientras la estaba
haciendo y distribuyendo, ellos lo estarían encomendando a Dios en las horas
ordinarias de coro y misa, y con otras oraciones. Y encargándose Fr. Gerónimo
de la dicha Tabla y distribución de oficios, la hizo como mejor supo y Dios se
lo dio a entender, porque entonces nadie pedía, ni a nadie por peticiones y
ruegos se le daba. Acabada la dicha Tabla, hizo juntar al definitorio, y en él
la leyó; y como la iban leyendo, la iban aprobando los padres de él, y el
prelado superior confirmando.
A pesar de esta muestra de
confianza, y de que aquella manifestaba bien, como dice Torquemada, el poco
caso que entonces se hacía de los oficios, el P. Mendieta previó sin duda que
ese desprendimiento no sería de larga duración, pues escribió al general de la
orden, Fr. Francisco Gonzaga, una carta proponiéndole la fundación de una
cofradía cuyos individuos se obligaran a no pretender nunca oficio en la orden
ni fuera de ella, y a no tener presente, al hacer las elecciones, más que el
mérito del sujeto, sin atender a su nacionalidad o residencia. Trae Torquemada
la carta del P. Mendieta y la protesta que proponía hicieron los cofrades; más
los buenos deseos del autor no llegaron a tener efecto. Como el P. Gonzaga
gobernó la orden desde 1579 hasta 1587, entre estas dos fechas hay que colocar
la de aquella carta.
Aunque en sus escritos descubre un
carácter fogoso y enérgico, era sin embargo, muy sufrido, silencioso y
reportado, haciendo que su compañía fuese agradable a todos. Amaba a los indios
y los defendía en cuantas ocasiones se presentaban. Era muy devoto de la
Virgen, y para extender su devoción hacia pintar en tablas los misterios del
rosario, como también los principales misterios de la fe y algunas historias de
ambos Testamentos, a fin de que todo se grabase más fácilmente en la memoria de
los naturales. De estos cuadros dejó varios en los conventos donde moró.
Aborrecía la ociosidad, diciendo con razón que era la puerta por donde entraban
todos los vicios; y por huir de ella, se ocupaba en rotular los libros del
convento, cuando le sobraba tiempo después de cumplir sus obligaciones. Uno de
sus biógrafos 59
nos cuenta que siendo
nuestro P. Mendieta guardián en Tlaxcala, y estando allí el V. Fr. Sebastián de
Aparicio, oyó éste una música celestial, y buscando dónde se hallaría, encontró
que era en la celda del guardián.
En santas y útiles ocupaciones llegó
nuestro autor al término de su larga carrera. Había pedido a Dios que su última
enfermedad fuese penosa, y tal que le sirviese de expiación a sus culpas; su
petición fue escuchada, porque sufrió largo tiempo de una diarrea o disentería 60 sin que se agotase nuca su paciencia,
hasta que llegó la última hora del día 9 de mayo de 1604. Tenía aproximadamente
ochenta años. Fue sepultado en el convento de México, y sus cenizas como la de
tantos otros insignes varones, han sido dispersadas por el huaracan
revolucionario que arrasó el venerable edificio donde reposaban.
Entre las innumerables cartas que
escribió el P. Mendieta al rey, al consejo de Indias, a los virreyes, a los
prelados de la orden, y a individuos particulares, siendo muchas de ellas en
favor de los indios, sólo dos han llegado hasta ahora a mi noticia. Una es la
que dirigió al General Gonzaga: tráela Torquemada. La otra es la que publiqué
en el tomo II de la Colección de
Documentos para la Historia de México, donde puede verla el lector. Tiene
la fecha de 1562: va dirigida al padre comisario general Fr. Francisco de
Bustamante, y es tan extensa como importante. Su contenido puede resumirse en
lo que dije acerca de ella en la introducción de aquel volumen: “Es una
vigorosa apología de los frailes, una defensa de la autoridad del virrey, una
terrible acusación contra la audiencia, y de paso contra los empleados del
gobierno en general, y hasta contra todos los españoles que no eran frailes. El
estilo es vehemente, y con frecuencia cáustico.”
Joaquín García Icazbalceta
NOTAS
“Habiendo
entendido que al venir de la Nueva España a nuestro Capítulo general, en
compañía del R.P. Custodio de la Provincia del Santo Evangelio, os
detuvisteis por enfermedad en el camino, y que los útiles y fieles trabajos,
con que os habéis distinguido, son todavía necesarios en la Nueva España, os
mando por el temor de la presente, bajo santa obediencia, y en virtud del Espíritu
Santo que tomando de cualquiera de las provincias de España un compañero a
vuestro gusto, perol que vaya de su voluntad y no forzado, volváis a la dicha
provincia del Santo Evangelio en la primera ocasión que juzguéis cómoda y
oportuna, para que de allí en adelante moréis en el convento de la misma
provincia que más os agrade. Y queden especialmente entendidos los RR.PP.
Comisarios de Indias, que han de trataros como a Padre meritísimo de la
república cristiana. Y porque en los años pasados han obrado los santos
religiosos de nuestra orden, en la conversión de los gentiles, muchas cosas
dignas de memoria, os mandamos también en la presente, que de todo cuanto
podáis saber acerca de ello hagáis una historia en lengua española, y nos la
enviéis en primera ocasión, para lo cual os concedemos el tiempo y lugar
necesarios. Y bajo de inobediencia contumaz, inhibimos a todos nuestros
inferiores para que en nada de esto os puedan contrariar ni poner impedimento
alguno.. Salud en Cristo. Dado en Roma, en el convento de Araceli, a 26 de
junio, del año del Señor de 1571.” El padre Fr. Cristóbal de Capitefortium,
55º general de la orden de San Francisco, fue electo el día de Pentecostés
del mismo año de 1571, y por consiguiente uno de sus primeros actos fue esta Obediencia enviada al P. Mendieta /Fr.
Antonio Daza, Quarta parte de la
Chrónica General de N.P.S. Francisco y sus apostólica orden, Valladolid
1611, lin. III, cap. 66.
|
EVANGELIZACIÓN DE AMÉRICA; contribución
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