Rafael Coronel, La violencia y la intolerancia /Fotos de Francisco
Segura / Secretaría de Cultura.
MODELO PARA ARMAR
Modelo para armar: una mirada al
inicio del problema en la política cultural en México
López Velarde no se equivocaría al exaltar la condición de la urbe como
aquel corazón de la Patria ya ennegrecido por la capas de la sangre que
liberales y conservadores habían heredado como ofrenda a la revuelta
revolucionaria. ¿Acaso el comenzar el siglo con las veredas de la Revolución no
era ya una imagen del porvenir?
Un siglo ha servido para ahondar en las ojeras del tiempo convulso y
mortuorio. La memoria como política termina generando prácticas de subversión.
Por ejemplo: los recuerdos de las mexicanas son un territorio lúgubre, un
vacío, una fosa que reclama los minutos de silencio por la derrota de la
libertad, el desasosiego y la búsqueda de las manos maternas que hunden sus
dedos en la tierra yerma. La patria pintada se suspende en la memoria, espera a
ser destrozada, intervenida por otra revuelta.
La historia de la pintura mexicana se sostiene de manera directa por el
contexto que le da origen; este y la memoria siempre se centran como
principios de una escuela pictórica que nació política.
En cada ciclo, las manos que la han construido y destrozado desde el
inicio de la nación independiente vuelve a decir algo del principio de la
catástrofe; artistas cuyos trazos no han hecho sino establecer rutas, paraísos
artificiales para reconocernos o alejarnos o, incluso, buscar resguardo de los
fantasmas que amedrentan a fuerza de saqueos y violencia nuestra
identidad.
No es posible dar cuenta de la densidad simbólica de la historia del
país y su producción pictórica a través de treinta y tres piezas, pero la
historia detrás de cada una de ellas siempre es más compleja y seductora, casi
tanto como lo que registra la mirada. Miradas que han sido testigos de las
historias y secretos de lo ocurrido en el interior de aquel no-lugar que en mi
infancia nos hacia dar una vuelta para no pasar por la casa del presidente en
turno.
Cada pintura es única, forma un relato, integra un fragmento de la
historia política y cultural del país.
Francisco Toledo,
Murciélago / Fotos de Francisco Segura / Secretaría de Cultura.
Paraísos artificiales
Las convulsiones política y económica que iniciaba en 1993, al término
del sexenio de Carlos Salinas de Gortari, pusieron en duda la noción de México
como una Nación pacífica y renovada. Para nadie resulta ajeno que ese año sería
la antesala de las crisis económicas, políticas y sociales que de maneras
diversas —las más siniestras y escandalosas— nos situaron en un estado de
alerta y duelo constante por las siguientes décadas.
Ese año y década resultan igualmente emblemáticos para el campo
artístico mexicano. Luego del boom de la pintura mexicana en el mercado
extranjero en los ochenta —particularmente con lo que se denomina neomexicanismo—,
el curso del arte mexicano se resolvería en dos líneas: por un lado, la
política cultural interna que proponía exponer hacía el extranjero una cara de
lo que se concebía como “la identidad mexicana,” particularmente bajo los
soportes de la pintura creada por los artistas apreciados por la mirada
extranjera, y el gusto de Octavio Paz y de Rafael Tovar y de Teresa.
La otra ruta constituiría la ruptura con las políticas culturales y el
comienzo de una relación íntimamente cercana con la iniciativa privada y los
procesos de independencia tanto en la creación de espacios como en las formas,
prácticas y soportes que serían las bases de lo que hoy identificamos todavía
como arte contemporáneo.
Rodolfo
Morales, Raíces / Fotos de Francisco Segura / Secretaría de Cultura.
Desde el inicio del salinato (1988-1994), la política cultural
estableció diversas pautas sobre la manera en que se regiría el campo artístico
mexicano de acuerdo con la idea de “renovación nacional” sobre la que se
sostuvo el sexenio.
Con la creación de Consejo Nacional para la Cultura y las artes, así
como del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes en 1989, tal renovación
proponía abiertamente que, como lo menciona el crítico e historiador del arte
Daniel Montero, “el Estado aseguraba que la cultura iba a tener una protección,
pero condicionada a las arbitrariedades del mercado” (Montero, 2012:62), es
decir que la política cultural tendría una apertura, estética y económica, de
acuerdo con los fines que la iniciativa privada —nacional y extranjera—
demandara dentro de la producción de bienes simbólicos.
Rodolfo
Morales, Raíces / Fotos de Francisco Segura / Secretaría de Cultura.
Desde el inicio del salinato (1988-1994), la política cultural
estableció diversas pautas sobre la manera en que se regiría el campo artístico
mexicano de acuerdo con la idea de “renovación nacional” sobre la que se
sostuvo el sexenio.
Con la creación de Consejo Nacional para la Cultura y las artes, así
como del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes en 1989, tal renovación
proponía abiertamente que, como lo menciona el crítico e historiador del arte
Daniel Montero, “el Estado aseguraba que la cultura iba a tener una protección,
pero condicionada a las arbitrariedades del mercado” (Montero, 2012:62), es
decir que la política cultural tendría una apertura, estética y económica, de
acuerdo con los fines que la iniciativa privada —nacional y extranjera—
demandara dentro de la producción de bienes simbólicos.
Germán Venegas, Nostalgia / Fotos de Francisco Segura / Secretaría de
Cultura.
Una de las críticas más agudas de los artistas conceptuales era que la
pintura no se involucraba con los problemas sociales que se encontraban en las
capas del corazón patrio. Las imágenes y estéticas no respondían sino al gusto
por el exotismo de la raza de bronce, aun travestida y en rosa mexicano.
La cultura popular, la vida de los barrios desvencijados luego del
terremoto de 1985, el levantamiento zapatista, el narcotráfico y la corrupción
formulaban preguntas, cuestionamientos a las razones del Estado que flotaba
bajo los influjos de la renovación, una idea de progreso, todavía moderno, pero
regida bajo la suspensión del paraíso artificial de la globalización.
Memoria instituida
El mal de archivo ha sido uno de los padecimientos comunes del cuerpo
del Estado, resulta ser una patología normal, como la rinitis de quienes
habitamos la urbe. Coleccionar, ocultar, acaso archivar sostienen una necesidad
de tener control mediante el resguardo de las piezas de nuestra de historia.
A veces no es más que pedacería, nunca una colección completa,
jamás un relato que narre lo que ocurrió en las noches de insomnio de los
acuartelados, un archivo que contenga todos los datos: la precisión en la
memoria instituida nunca es visible.
Enrique Canales, Fruta de Saltillo a Monterrey / Fotos de Francisco
Segura / Secretaría de Cultura.
Pero las colecciones siempre son personales, tienen —y deben tener— una
impronta que nos hable del tiempo y la persona que la crearon. Dice José Luis
Barrios que ese “mal de archivo” siempre se sostiene del hurto y el origen.
Buscar el dato, sostener, a costa de todo, la neurosis de presentar la misma
verdad.
—¿Y qué se hurta?
—La verdad colectiva, porque es un relato que se forma a través de todas
las miradas e historias de quienes habitamos el país, así que el instituir una
memoria —instituida, absoluta— sería visto igualmente como un hurto, expone la
neurosis de encontrar un origen —cómodo y rentable— que no deje ver el mar rojo
que todo lo ahoga.
Las verdades siempre resultan ser corales, las colecciones pertenecen a
un persona, física o moral, pero con identidad debidamente establecida.
—¿La nación será una persona moral?
Julio Galán, Sofía vestida de china poblana / Fotos de Francisco Segura
/ Secretaría de Cultura.
En el caso de una colección pictórica, cuyos alcances económicos y
simbólicos rebasan el capital económico y cultural de la gente de a pie —el
grueso de la población— supone visibilizar el poder que se ocupa dentro de la
sociedad.
Una colección tan desigual pero vasta en todas las dimensiones como lo
es “La colección de los Pinos” visibiliza no solo el alcance económico del
Estado, sino la imagen que el Ejecutivo deseaba exponer y el hecho de que de
diversas formas, como en otras tantas páginas de la historia de los últimos dos
siglos, se recurrió a la figura del Tlatoani, como amo y señor de la patria,
como sabemos ya en estado de colapso.
“El documento aparece así como una evasión, al mismo tiempo muestra y
oculta el momento de algo o alguien, es huella de un hecho o acontecimiento que
se sustrae al presente y con ello al sentido y con ello a la narración”
(Barrios, 2008:15).
A través de las manos maestras, el uso del color y la técnica que al
mismo tiempo en algunos casos ocultaron la ironía y la crítica, la colección
ocultaba el saqueo, los bombazos, la crisis política al interior del partido,
las desapariciones y el costo de la apertura del mercado bajo las reglas de las
naciones firmantes.
Alejandro Colunga, El Fantasma / Fotos de Francisco Segura / Secretaría
de Cultura.
El mal del archivo es contagioso, porque nadie sabe —o desea admitir— la
raíz del dolor que nos envuelve y que sin embargo, de manera enfermiza,
buscamos a toda costa lo que dé cuenta de nuestra nostalgia, de aquel tiempo
que no existió —porque jamás todo tiempo pasado fue mejor—, pero la sola idea
de creer que alguien robó lo que creíamos que era una infancia próspera resulta
más seductora que admitir el hecho de que el país siempre ha sido una fosa
común.
—La nación siempre lo es.
El vuelo del murciélago
El complejo Cultural de los Pinos inauguró la exposición De
lo perdido, lo que aparezca, 33 visiones de la pintura en México, misma
donde se dan cita dos propósitos de la política cultural federal actual:
exponer las pinturas que el pasado 13 de diciembre suscitaron la controversia
por la publicación de una carta firmada por Irma Palacios, Sergio Hernández y
Francisco Toledo, para pedirle a la Secretaria de Cultura, Alejandra Frausto,
que indagara el estado de conservación y paradero de la obra que en 1993 se les
encargó a ellos y, al parecer, a treinta pintores más para crear la Colección
de los Pinos.
El segundo propósito tiene que ver con la apertura de la Casa Miguel
Alemán, un nuevo espacio de exposiciones donde se busca que se den cita todas las
miradas mexicanas.
Humberto Urban, Arboleda / Fotos de Francisco Segura / Secretaría de
Cultura.
La historia del ir y venir de cada una de las treinta y tres obras por
encargo a lo largo de casi tres décadas conforma una narración incompleta.
Tantas especulaciones, notas que desdicen incluso las memorias de sus creadores
y, al final, siempre la palinodia —la memoria instituida siempre lo es—, como
la humedad que penetra en la memoria de todos, como la voz de Guillermo
Fernández todavía lo advierte, “Flota en la memoria la sombreada humedad que
penetra las cosas sin olvidar un solo espacio virgen, contagiándolas de un peso
desconocido” (Fernández, 2010:29).
El origen del encargo fue una decisión tomada por Salinas de Gortari,
bajo la asesoría del entonces presidente de Conaculta, Rafael Tovar y de
Teresa, para crear una colección creada explícitamente para las dimensiones y
fines de la antigua casa presidencial.
En algunos casos se les dio instrucciones precisas a los artistas, no
solo respecto a técnicas, medidas y materiales, sino también se les pidió que
exaltaran la identidad nacional y, desde luego, que no resultaran incómodas
para el señor presidente.
La anécdota más divertida de la colección es la que se refiere a la
pieza de Francisco Toledo, pues el entonces
presidente nunca advirtió la semejanza que existía entre él y el mamífero
sombrío que vigila cautivo el espacio de diversos secretos.
José Chávez, Morado otoño en Guanajuato / Fotos de Francisco Segura /
Secretaría de Cultura.
Sofía vestida de china poblana, cuya autoría es del propio Julio Galán
(1959-2006), formó parte de la exposición Los sueños de una nación: un
año después 2011, curada por José Luis Barrios y expuesta en el MUNAL.
En la historia de la curaduría contemporánea ha sido la muestra con
mayor sentido crítico, mismo que formuló preguntas y la necesidad de establecer
un diálogo entre la historia, las memorias, del campo artístico mexicano y la
sociedad de cara al sexenio que será recordado por el grueso de la población
como el periodo de guerra y catástrofe que nos obligó a vivir en un estado de
muerte y dolor constantes.
El pintor, quien fue parte fundamental del neomexicanismo —una de las
propuestas más cotizadas en el extranjero— visibilizaba el elemento
ineluctable, aquello de lo que Barrios advirtió al incluirla en “Soñar en rosa
mexicano”, que los valores de ese nacionalismo pueden tener diversas lecturas
de sentido, por ejemplo, el deseo de transformar y voltear las reglas del
Estado bajo sus propios ojos.
José Luis Cuevas, Sin título, Fotos de Francisco Segura / Secretaría de
Cultura.
Una muestra y su discurso pueden contarse por sí mismas, las magníficas
obras de Soriano, Susana Sierra, Cauduro, Miguel Castro Leñero, Vicente Rojo,
Rafael Coronel, Beatriz Ezban y todas las que conforman la exposición son una
muestra de la riqueza pictórica nacional despreciada por la mirada
no-objetualista o conceptual que imperó en el discurso contemporáneo.
Pero existe un punto de fuga en el discurso curatorial. Resulta un
acierto comenzar la exposición con Suave
patria, de Manuel Felguérez —invocar el espíritu revolucionario de
López Velarde y Felguérez siempre lo es—, pero queda incierta la motivación: si
bien las obras y su origen tienen un relato que desata una verdad, nos toca a
la sociedad contestar a través de los documentos las preguntas que como
murciélagos en la noche oscura nos acechan todavía en los vientos del cambio.
Existe una distinción frente al archivo que solo el peso de la historia
hermana, pues terminan en el destino de un trabajo arqueológico —a veces
personal, a veces colectivo— que indague sobre el origen del presente, sobre
las maneras en que podemos imaginar el porvenir. El terror al olvido es
su fuerza generadora, sin advertir el moho que se oculta detrás del marco, las
esporas que harán colonias y se comerán el deseado patrimonio.
El destino de las obras es hacernos mirar lo que no pudimos ver en el
instante de su creación. Cada una cuestiona de manera directa el presente, al
tiempo que la suave patria nos muestra los fuegos de artificio, las etílicas
ensoñaciones de la democracia y las noches oscuras donde las almas todavía
esperan el alba.
Bibliografía
Daniel Montero, El cubo de Rubik, arte mexicano en los años 90,
México, Editorial RM, 2012.
https://www.tierraadentro.cultura.gob.mx/33-modelo-para-armar/
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