LAS
CRUZADAS
Paganos,
herejes y niños
El Papa
Inocencio III proclamó cinco cruzadas en
total. De todas, la de mayor éxito fue aquella en la que la participación del
pontífice fue menor. En la primavera de 1212, el arzobispo de Toledo persuadió
a Inocencio de que promulgara “indulgencias cruzadas” para las campañas que
movilizaban a los reinos cristianos de España contra el imperio musulmán de
los almohades, que gobernaba en la mitad
meridional de la Península. La recuperación gradual de los antiguos territorios
cristianos, la Reconquista, se había iniciado hacía unos quinientos años, poco
después de las conquistas de los musulmanes. El propio Urbano II había ampliado
los privilegios de los cruzados, instituidos hacía poco, para que incluyeran aquellas campañas ibéricas, y
durante el siglo XII varios papas llamaron a las cruzadas a actuar en aquellos
territorios. Sin embargo, en general, los españoles y los portugueses
recibieron poca ayuda del resto de Europa, aunque la captura de Lisboa en el
transcurso de la Segunda Cruzada supuso una notable excepción a la regla. En las décadas de 1160 y 1170 se
formaron las órdenes religiosas militares de Avis, Santiago y Alcántara,
tomando como modelo la de los templarios y los hospitalarios, que recibían
dotes de los diversos gobernantes españoles. Pero a pesar de que la Iglesia de
la Vera Cruz, cercana a Segovia, construida por los templarios para que albergaran
fragmento de la cruz de Cristo, era un recordatorio de las conquistas de la
orden en Tierra Santa, lo cierto es que sus esfuerzos siguieron lejos del
conflicto peninsular. Así, cuando Inocencio proclamó la cruzada del rey Alfonso
VIII de Castilla, jefe de la coalición cristiana, la llamada fue seguida por
unos pocos templarios y caballeros franceses, pero el grueso del ejército formó
con contingentes españoles. En julio de 1212 obtuvo una arrolladora victoria en
Las Navas de Tolosa, en la actual provincia de Jaén, que supuso el principio
del fin del poder almohade.
https://ar.pinterest.com/pin/664703226222177524/
De las otras cuatro iniciativas cruzadas de Inocencio
III, éste sólo en un caso fue testigo de su inicio y su conclusión, aunque el resultado, que debía
suponer la ampliación de la autoridad
romana a tierras de la Iglesia ortodoxa oriental, distaba mucho de ser
el que el pontífice había imaginado. Decidido a enmendar esa alteración de sus
planes llevada a cabo por los comandantes de la expedición, que habían partido
de Venecia y lo habían convertido en conquistador de Constantinopla,
Inocencio proclamó en 1213 otra
peregrinación, que en algunos casos se denomina Quinta Cruzada. El Papa
falleció antes de que se iniciara la campaña. Las otras dos empresas en esa
“aventura de la Cruz” que Inocencio inició dividieron el movimiento cruzado en
dos direcciones que, hasta el momento, no hemos explorado: la guerra contra los
no creyentes de otras confesiones, además de la musulmana, y la guerra contra
los “errados”, es decir aquellos que tal vez se consideraran a sí mismos
cristianos pero a quienes Roma tachaba de herejes o pervertidores de la fe. No
obstante todas esas empresas, fuera cual fuere el enemigo declarado o resultado
final, eran cruzadas en el sentido estricto del término, pues se llevaban a
cabo bajo los auspicios del Papa y, sin excepción, contaban con campañas
propagandísticas cada vez más sofisticadas que despertaban la conciencia
pública de la peregrinación militantes en la cusa de Cristo y de su cruz.
Afirmar que
en la Europa de principios del siglo XIII las cruzadas estaban de moda, y que
la fiebre que despertaban cundía por doquier no sería exagerar demasiado. En
Inglaterra, donde el rey Juan había sometido su reino al vasallaje del Papa
Inocencio III, el rey-niño Enrique III, su hijo, podía levantar la cruz contra
los barones rebeldes que intentaban hacer cumplir los términos de la Carta
Magna.
Más o menos
por las mismas fechas en que tuvo lugar el triunfo de los españoles sobre los
almohades, pero en el peldaño más bajo de la pirámide social, un asombroso
movimiento crecía a gran velocidad en el norte de Francia. Esteban, un niño
pastor, apareció en Saint Denis en mayo de 1212 con una carta dirigida al rey.
Según decía, el propio Jesucristo le había encomendado la misión de
entregársela. El rey Felipe lo recibió en audiencia, pero al concluir ésta le
instó a regresar a su casa. Sin embargo,
el joven, que apenas contaba trece años, estaba imbuido de su misión y se
dedicó a predicarla, en un primer momento ante los pillos callejeros. No pasó
mucho tiempo antes de que los niños de familias más prósperas, atraídos por la
elocuencia natural de Esteban, se unieran a sus filas. Su mensaje era sin duda
cautivador. Curas y frailes llevaban
años predicando las expediciones a Tierra Santa pero hasta entonces
todas habían fracasado. Ahora, bajo la
guía directa de Dios, los niños iban a triunfar, allí donde los adultos no lo
habían logrado. No debían preocuparse por el alimento ni el transporte, pues la
providencia divina se encargaría de las provisiones y cuando llegaran a
Marsella abriría un sendero en el mar. Unos voluntarios muy jóvenes se dedicaron
a propagar la noticia por el norte de Francia, y hacia finales de junio decenas
de miles de niños y algunas niñas se congregaron en los campos de Vendôme,
dispuestos a partir.
Esta llamada Cruzada
de los Niños no contaba, claro está, con la autorización papal, pero los
sacerdotes locales la bendijeron de buen grado, y aquella multitud de jóvenes
campesinos, entre los que muy pocos sobrepasaban los quince años, emprendieron
la marcha rumbo al sur, acompañados por algunos religiosos y unos pocos adultos.
Esteban, al que algunos consideraban santo, encabezaba la marcha montado en un
carromato cubierto y acompañado por una escolta de niños nobles. Más o menos
simultáneamente, una comitiva similar avanzaba remontando el curso del Rin,
comandada por otro niño campesino de nombre Nicolás. También él prometía la
intervención divina y la separación de las aguas, aunque en su caso el puerto
de destino era Génova. Tanto la expedición francesa como la alemana sufrieron
muchas bajas durante el duro trayecto, pero en general fueron bien acogidas por
las gentes de las tierras por donde pasaban, y las dos arribaron a los puertos
elegidos. Tras llegar a Marsella y pasar varios días aguardando un milagro,
muchos regresaron a sus casas, desilusionados. Otros aceptaron la oferta de
transporte gratuito que les hacían los comerciantes del puerto. Años después,
empezó a saberse que habían vendido a aquellos niños soldados de Cristo como
esclavos en los mercados de Argelia. Una vez en Génova, los menores alemanes,
que habían perdido una cantidad mucho mayor de compañeros durante la penosa
travesía de los Alpes, se esfumaron o
aceptaron la hospitalidad de la ciudad; algunos se instalaron en ella y se convirtieron en
ciudadanos; otros, sin duda, terminaron como esclavos. Hubo quien siguió a
Nicolás hasta Roma, donde quizá creyese que el Papa obraría el milagro.
Inocencio recibió a los sobrevivientes de aquel glorioso sueño, les dio su
bendición personal y les pidió que
regresaran a su país, donde, cuando llegara a adultos, podrían hacerse
cruzados.
En 1226, el
emperador Federico II, en su ciudad imperial de Rimini, situada en la costa
adriática italiana, promulgo un edicto imperial, o Bula de Oro, en favor de
Hermann de Salza, maestre de la orden de los cruzados alemanes conocida históricamente
como de los Caballeros Teutónicos, u Orden Teutónica, a quien invistió como
príncipe imperial del país de Kulm, un territorio de límites imprecisos situado
alrededor de Kulm, o Chelmno, cerca del río Vístula, que en la actualidad corresponde al Norte de Polonia. Este caso,
como muchos otros, nos recuerda que el imperio, la más alta instancia secular
de la cristiandad de Occidente, tenía un
alcance verdaderamente internacional en la época. Federico se hallaba inmerso
en los preparativos de una cruzada a Palestina, pero tenía tiempo para
intervenir en unos asuntos que habrían de modelar la historia de los
territorios bálticos en los siglos venideros. En la década de 1220, Chelmno era
una fortaleza aislada del rey de las Marcas Polacas, que colindaban con la federación de las tribus
paganas, a cuyos habitantes se conocía genéricamente como prusianos. La Orden de los caballeros Alemanes del Hospital de
Santa María de Jerusalén era la creación de un cuerpo de caballeros alemanes
que empezó como organización hospitalaria de campaña durante la Tercera Cruzada
y que no tardó en aceptar los votos monásticos, a imitación de los templarios y
los hospitalarios. En 1199, el papa Inocencio III los reconoció de manera
oficial como orden militar de la Iglesia, dedicada a la defensa de los estados
cristianos en Tierra santa, y al poco tiempo ampliaron sus atribuciones pasando
a defender los territorios cristianos amenazados en las fronteras de la Europa
católica. La orden había confirmado su reputación militar tras sus diez años de
lucha, en el bando del rey de Hungría, en contra del pueblo pagano de los cumanos.
Una vez que
aquella organización militar de norme efectividad hubo hecho su trabajo, el monarca la expulsó sin más de sus
dominios. La orden, sin embargo, ya había recibido una invitación del otro
extremo de Europa para someter a los beligerantes prusianos en nombre de un
noble polaco, el duque Conrado de Mazovia. A cambio de asegurar sus dominios de
las incursiones paganas, el duque aceptaba renunciar a sus aspiraciones sobre
los territorios del sur, prometiendo entregarlos a los caballeros. Antes de
comprometer a sus hermanos en la dura campaña que se avecinaba, Hermann quería
contar con una garantía algo más sólida que la palabra de un noble, pues no tenía
ningún motivo para suponer que resultara más fiable que la de un rey.
Los
gobernantes cristianos llevaban tiempo guerreando contra los pueblos paganos de
la Europa central. A principios del siglo XII, los alemanes de Sajonia, a veces
en coalición con daneses y polacos, lanzaron un ataque tras otro contra los
pueblos no cristianos. Poco después de que Urbano II creara el concepto de
cruzada, la misma clase de indulgencia empezó a aplicarse en esas guerras del
norte. En el caso alemán, su objetivo manifiesto era la colonización. En la
década de 1140, el conde Adolfo de Holstein se anexionó el territorio sorbio
del entorno de Lúbeck y convirtió la ciudad en un importante puerto báltico.
Como la actividad misionera de los militares implicaba la obligatoriedad de las
conversaciones, las víctimas paganas se mostraban cada vez más dispuestas a
aceptar el Evangelio para acceder a la categoría de cristianos bautizados y la
protección que ello implicaba. Los cruzados alemanes aceptaban de buen grado
ese compromiso superficial, pues el bautismo simbolizaba la sumisión al
gobierno alemán en todos los aspectos, lo que en la práctica otorgaba a los
conversos el estatus de siervos coloniales. Los desconcertados eslavos apenas
sabían qué podía llegar a ser más desagradable, si las sanciones físicas por
mantenerse ajenos a la comunidad cristiana o las sanciones espirituales
derivadas de ser cristianos imperfectos en el seno de esa misma comunidad. En
la época de la Segunda Cruzada, Bernardo de Claraval, mentor del papa Eugenio,
admitió que los privilegios que se otorgaban a los que tomaban la cruz contra los
musulmanes también debían concederse a las fuerzas polacas y sajonas que
guerreaban contra los sorbios, habitantes de una región del noreste alemán. En
los años venideros, esas “cruzadas septentrionales” –factor importante en el
histórico “giro a la derecha” (Drang nach
Osten), de la lengua, la cultura y la influencia alemanas en unos
territorios de predominio eslavo- iban a estar
encabezadas orla Orden Teutónica.
El más
fiable “caladero” de reclutamiento se encontraba entre los Dienstknechte, los “caballeros de
servicio” (hidalgos sin tierras), a quienes se concedían estipendios en
tanto que sirvientes de la administración imperial. La orden buscaba contar con
una base territorial, preferentemente en Europa oriental, casi desde su
fundación. (1) A
diferencia de las Órdenes de los Templarios y los Hospitalarios, de trayectoria
más antigua, la Teutónica contaba con pocas donaciones de tierras, exceptuando
unas pocas propiedades en Palestina, aunque lo cierto es que, una vez establecida, se convirtió en
un poderoso mecanismo de expansión de la influencia alemana. En épocas más
recientes, los historiadores polacos y lituanos han visto sus proclamados
objetivos religiosos como un camuflaje del expansionismo alemán, mientras que
en la tradición germánica, lógicamente, se ha sentido por ella una admiración
equivalente. Con la aparición del patriotismo pangermánico como respuesta al
militarismo expansionista de la era napoleónica, la nostalgia del heroísmo
alemán de la orden era profunda y, en 1813, la Cruz Negra, emblema de los
caballeros, sirvió de inspiración para crear la Cruz de Hierro, premio a la
gallardía. (2)
Con la
venia imperial a buen recaudo en su bolsillo de cruzado-peregrino, Hermann de
Salza aceptó la invitación del duque Conrado para, en palabras del historiador
alemán Ferdinand Seibt, “misionar la costa báltica con la espada”, pues los
caballeros teutónicos contaban con el
beneplácito de la Iglesia para proceder a lo que, a ojos de un objetivo
espectador contemporáneo –y quizá también a un imparcial observador de su
época-, resultaría seguramente la campaña de conquista de una población vecina.
Si, tal como creían los cristianos, todos los pueblos de la Tierra son creación
de Dios y, por tanto, sus hijos, ¿con qué derecho y con qué justificación
podían iniciar una guerra de agresión contra ellos? San Ulfilas, que en el
siglo IV tradujo la Biblia a la lengua de los godos, había omitido muchos de
los pasajes más sanguinarios del Viejo Testamento, por considerarlos
incitaciones innecesarias para los bárbaros conversos, bastante dados de por sí
a semejantes actividades. Además, los comentaristas cristianos debían
interpretar la parábola del Buen Samaritano, en la que Jesús dejaba claro que
sus compatriotas judíos debían aceptar como vecinos incluso a sus odiados
samaritanos. Así, para los cristianos eludiera un mundo de vecinos, y entre
ellos estaban incluidos los paganos y los sarracenos. Pero los argumentos teológicos
se modificaban para justificar las excepciones a esa doctrina del amor
universal, “según la condición de cada hombre”. No es que todas las conciencias
aceptaran de buen grado dichas formulaciones. A mediados del siglo XII, el
teólogo y cronista inglés Ralph Niger había puesto en cuestión que los
cristianos tuvieran incluso derecho a recuperar Tierra Santa y que el
derramamiento de sangre fuese una manera adecuada de expiar los pecados.
(3) El papa Inocencio III no habría estado
forzosamente de acuerdo con él. En una carta fechada en 1199, cuando sus planes
para la Cuarta Cruzada estaban en suspenso, el pontífice consintió expresamente
que quienes habían hecho el voto de unirse a la peregrinación lo conmutaran
uniéndose a la guerra contra los livonios, otro pueblo pagano a orillas del
Báltico. La penetración de Europa occidental en Livonia había adquirido impulso
a finales del siglo XII, cuando una serie de mercaderes, sobre todo alemanes,
atraídos por la abundancia de materias primas –el grano, las pieles y la cera
que producían los livonios y los letones, poblaciones paganas de la zona-
penetraron en el valle del río Duina, en cuya desembocadura fundaron en 1201 la
ciudad de Riga. Los mercaderes tenían poco interés en la religión de la
población autóctona, pero para Hartwig, arzobispo de Bremen, su presencia en la
zona abría nuevas posibilidades misioneras. En 1200 había confiado la idea a su
sobrino Alberto (que pronto sería obispo de Livonia), que instó al papa a
interesarse en el proyecto. Según consta en la crónica de Henricus de Lettis,
los guerreros cristianos de la región no tardaron en llevar en sus propias ropas la señal de la cruz. (4)
Para que fuese considerada guerra justa y,
por tanto, susceptible de gozar de los mismos privilegios otorgados a los
guerreros peregrinos en Tierra Santa, se consideró que las campañas en Livonía
constituían acciones defensivas contra las incursiones de los enemigos paganos
en territorios cristianos. En 1204, el papa Inocencio III autorizó al obispo
Alberto a promover reclutamientos según su propia iniciativa, lo que llevó al
establecimiento de expediciones anuales de los cruzados, comandadas por
caballeros bien entrenados, y para las que podía ofrecer a sus participantes
las mismas indulgencias de las que se beneficiaban los cruzados que luchaban en
Tierra Santa. El resultado fue la expansión de la Europa católica romana y del
ámbito de influencia alemana, gracias a su superioridad de armamento y de
tecnología militar. (5) Como
los cruzados, en su mayoría alemanes, regresaban a su tierra una vez concluida
la temporada de combates, hacía falta una fuerza que defendiera los territorios
conquistados, y por ello el obispo Alberto fundó una nueva orden religiosa militar, la Hermandad de la
Espada.
Hacia la
década de 1230, la mayor parte de lo que en la actualidad conocemos como
Estonia y Letonia había sido conquistada (las fuerzas suecas y danesas se
mostraban activas en el norte de Estonia), y la hermandad, que recibía cada vez
más críticas por sus sangrientas tácticas de colonización, se unió a la Orden
Teutónica tras sufrir una severa derrota en el territorio pagano de los
lituanos.
En esa
misma década, Gregorio IX incorporó las tierras prusianas de la Orden Teutónica
como feudo papal y, con su bendición, ésta amplió sus acciones hasta los
dominios rusos de Novgorod y Pskov. Sin embargo, cualquier posible intención de
los caballeros teutónicos de proteger sus campañas hacia el este se vio
eficazmente frenada en abril de 1242 con su severa derrota a manos del gran
príncipe de Novgorod, Alejandro Nevski, en las heladas aguas del lago Peipus.
La iglesia ortodoxa rusa acabó canonizando a Alejandro en el siglo XVI, y
Stalin lo proclamó héroe nacional en 1942, durante los oscuros días de la
invasión alemana a Rusia. Fue objeto de una película clásica de Sergéi
Eisenstein, en la que la secuencia de la batalla sobre la helada superficie del
lago constituye una de las escenas bélicas más espectaculares de la historia
del cine. Lo cierto es que para los caballeros se trató de un importante revés,
pero tres años después ya habían recibido
la licencia papal para declarar la guerra permanente a los prusianos, y
finalmente acabarían estableciendo un estado propio de la orden en la región.
El papa
Inocencio delegó en gran medida la expansión de la Iglesia católica romana en
el norte de Europa en obispos y órdenes militares alemanas. En el sur, su
preocupación creciente la constituía una amenaza que no venía suscitada por el
paganismo, sino por una nueva herejía que había tomado un gran impulso en el
Mediodía francés, y en 1207 ya buscaba el apoyo armado para emprender lo que
denominó una “guerra contra los albigenses”. (6) También en este caso, los participantes en la contienda
podían esperar la misma “redención de los pecados” de la que se beneficiaban
quienes luchaban en Tierra Santa.
Cuando el
papa Eugenio III había visitado Francia en 1147 para predicar la Segunda Cruzada, había constatado con
horror la gran cantidad de comunidades heréticas que proliferaban en el sur del
país, especialmente en Provenza y Aquitania. Asignó a San Bernardo la misión de
ocuparse de ellas. En esa época, la brecha cultural entre el norte de Francia,
el pays de la langue d´oïl, y de lo
que hoy denominamos el Mediodía, el pays
de la langue d´oc, era profunda, e iba bastante más allá de las distintas
pronunciaciones de la palabra “sí” (oïl
[oui] y oc) que daban nombre a
sus variantes lingüísticas. La lengua en que se expresaba la cultura provenzal
poseía estrechas afinidades con los dialectos romances del norte de Italia; su
rico y delicado mundo aristocrático era esclavo del culto al amor cortés y de la poesía de los trovadores, con sus chansons d´amour. Las mujeres
desempeñaban un papel dominante en la vida social, sobre todo en las
convenciones que marcaban la vida de ambos sexos, en tanto que representantes
de los papeles de esposo o caballero y esposa o amada. Los nobles de la región,
entre quienes destacaban los duques de Aquitania y los condes de Tolosa, sólo
rendían la mínima pleitesía a la autoridad real de París, y veían con envidia
los vastos territorios eclesiásticos en poder de los obispos, sus rivales en el
control del poder. Se decía que los miembros del clero temían salir a la calle, y que si lo
hacían se peinaban hacia atrás a fin de ocultar la tonsura, mientras que los
nobles ocupaban cargos eclesiásticos para poder alimentar a
sus familias. La estructura de la
Iglesia era débil, la admiración por las herejías estaba muy extendida y en
algunas regiones la desviación cátara parecía estar reemplazando la jerarquía
eclesiástica. Visto desde París y Roma, la sensación era que una élite
religiosa estaba imponiéndose desde las altas instancias del poder aristocrático
regional para asegurar su influencia social. (7) Era casi como si el Mediodía pretendiera añadir una
religión propia a sus demás elementos de separatismo cultural.
Aunque se
trataba del emisario pontificio, la presencia de Bernardo suscitó reacciones
diversas. En ciertas poblaciones constató el poder de los herejes (en Verfeil
incluso se negaron a escucharle), y una actitud comprensiva hacia la herejía
por parte de la nobleza local, aunque parecía tratarse menos de un asunto de
conversión religiosa que de envidia ante la jerarquía eclesiástica. En Albi,
por ejemplo, Bernardo obtuvo un notable triunfo, lo que a la vista de los
acontecimientos posteriores no dejaba de resultar algo paradójico. A los pocos
años de la misión de Bernardo, un nuevo estallido hereje en el sur de Francia
disparó todas las alarmas de Roma. Las generaciones futuras lo
relacionarían concretamente con la misma
ciudad de Albi. En cierto sentido, las
estadísticas pueden llevar a interpretaciones erróneas. Se ha estimado
que, en el momento álgido del
movimiento, el número total de perfecti,
la elite espiritual entre los creyentes, apenas excedía la cifra de cuatro mil. Cuando en julio de 1209 casi la
totalidad de la población de Béziers –unas quince mil personas- fue aniquilada
en un salvaje acto de limpieza étnica, seguramente no había más de setecientos
cátaros activos entre ellos. Pero el Mediodía constituía una sociedad en la que
los lazos de fidelidad y lealtad se hacían extensibles a familiares, amigos y
conocidos. Se trataba de un mundo en el que el compromiso activo correspondía a unos pocos, pero en el
que la mayoría aceptaba la religión herética como parte de su bagaje cultural.
Un mundo en el que los jefes de la sociedad local, la nobleza menor y los
hidalgos no sólo toleraban, sino que ofrecían su protección a los Santos de la
Fe. Un mundo, en definitiva, que parecía amenazar la propia existencia de la
religión convencional que representaba la Iglesia católica romana. Así, cuando
fracasó el intento de lograr la conversión mediante la acción de las misiones,
la curia papal comprendió que la única manera de acabar con la amenaza era
contraatacar con el recurso a la fuerza.
La
aparición y el rápido desarrollo de la herejía en el sur de Francia y el norte
de Italia eran, en cierta medida.
Consecuencia del creciente contacto con él con el cristianismo oriental, que se
había transmitido gracias a las peregrinaciones del siglo XI y al contacto con
estados cruzados constituidos en el XII. En su origen, derivaba de las
enseñanzas de un místico y maestro del siglo III, seguramente nacido en Persia,
que se refería así mismo como “Mani, apóstol de Jesucristo”. El maniqueísmo rechazaba las enseñanzas
del Antiguo Testamento y partes del Nuevo, y en esencial defendía una visión
dualista del universo según la cual el mundo físico que percibimos es una
creación del Espíritu del Mal, en eterno conflicto con el Principio del Bien.
Aceptar esa identificación entre el mundo físico y el reino de Satán
llevaba a la idea de que el creyente
puro o perfecto debía liberarse de las convenciones terrenales, y de que los
sacramentos de la Iglesia, como la sagrada comunión y el bautismo, debían
rechazarse por depender de atributos físicos, como eran el vino y el agua. Ya
en junio de 1119 el papa Calixto II convocó un concilio en Tolosa para condenar
a ciertos herejes de la región que defendían esos planteamientos y rechazaban
el sacerdocio y la jerarquía eclesiástica, y de paso su autoridad exclusiva
para administrar los sacramentos. Más adelante, en la misma región, surgió una
secta que incluso rechazaba la veneración de la cruz, por haber sido ésta el
instrumento del sufrimiento de Cristo. Esas clases de ideas recuerdan a la de
la secta de los bogomilos, originaria de Bulgaria, que gozó de gran
predicamento en Constantinopla y que contó con adeptos en diversas partes de
Europa. En el siglo XII, el término “maniqueo”
se empleaba indiscriminadamente y se
abusaba de él para demonizar a los oponentes políticos o a quienes se acusaba
de desviarse de la ortodoxia establecida y aceptada.
Las
autoridades francesas creían que las doctrinas disidentes se introducían en las
clases más bajas a través de tejedores que se desplazaban de un sitio a otro,
mientras que en los estamentos más prósperos de la sociedad los transmisores
eran los mercaderes de telas, que traían los tejidos más lujosos de Oriente. Lo
cierto es que éstos debían de ser recibidos con los brazos abiertos en las
grandes casas, pues las mentes despiertas de las damas más distinguidas se
mostraban tan ávidas de ideas exóticas como de novedosas modas. Ellas se
encontraban, sin duda, entre las más fervientes defensoras de la herejía. (8)
Los mercaderes locales que se dedicaban a la
venta de telas también mantenían estrechas relaciones comerciales con el norte
de Italia y Constantinopla, de manera que los aposentos privados de las damas, otro refinamiento más
frecuente en el sur, podían convertirse en lugar de discusión de ideas
peligrosas con las que tanto las mujeres como los hombres llegaban a alcanzar
el rango más elevado de los perfecti
entre los cátaros (palabra que proviene
del término griego que significa “puro”).
La condesa de Foix llegó incluso a dejar a su marido, con el consentimiento
de éste, para entregarse al cumplimiento de los estrictos votos de los “perfectos”.
La comunidad se dividía entre miembros
ordinarios, los cedentes, es decir,
simples creyentes, y una pequeña elite de perfectos, que eran admitidos en el
grupo tras una ceremonia especial
conocida como consolamentum. Éstos
dedicaban su vida a la oración y la
contemplación, y hacían votos de castidad y pobreza apostólica, de manera que
constituían una especie de sacerdocio que ponía en evidencia al clero
ordinario, notorio por su frecuente laxitud en cuestiones morales. Cuando en
1206 y 1209 el papa Inocencio III permitió la creación de sendas órdenes de
predicadores viajeros fundadas por San Francisco de Asís y santo Domingo,
esperaba combatir la atracción que esa clase de vivencia religiosa podía
ejercer en un clero que sí practicaba la sencillez de la vida de Cristo y sus
discípulos, y lograr que las enseñanzas de la Iglesia llegaran al corazón mismo
de la tierra de los herejes meridionales. Es significativo que ambas órdenes
contaran con secciones femeninas, aunque Roma no iba a rebajarse tanto como los
herejes, que sí admitían que la mujer formase parte del bajo clero, por más que
ni los cátaros parecen haber contado con obispos o diáconos de sexo femenino. (9)
Seguramente
sea cierto que la mayoría de la gente considerara la creencia religiosa como
elemento imprescindible de una vida de bien, pero existía una consideración de
diversidad de creencias privadas, como
se ponía de manifiesto en los juicios contra los herejes. Que fueran muchas las
personas dispuestas a soportar penas extremas por no renegar de su herejía –los
quemaban vivos- demuestra la firmeza con que defendían sus creencias privadas.
De la misma manera, el hecho de que el clero autorizara aquellos bárbaros
espectáculos da fe del miedo que la jerarquía eclesiástica le tenía a la
disidencia. Y es que el único pecado imperdonable del hereje era el rechazo de
la autoridad de la Iglesia en cuestiones de creencia. En el transcurso del
siglo XII surgieron diversas herejías en varias partes de Europa, pero donde la
amenaza a la autoridad de la Iglesia llegó a ser especialmente grave fue en sur
de Francia. A la gente le ofendía la descarada corrupción de muchos ministros
de Dios y el lujo en que vivían. El Mediodía contaba con su propio repertorio
de escándalos, desde un párroco que se negaba a abandonar la mesa de juego ni
siquiera para celebrar misa, hasta un abad que había arruinado su abadía al
vender todas sus propiedades para hacer frente a sus deudas personales. En
comparación, las vidas austeras y puritanas de los clérigos herejes resultaban
admirables, y hacia la década de 1190 muchos miembros de peso de la propia
jerarquía eclesiástica procedían de familias herejes eran íntimos amigos del
gran valedor laico de éstos, Raimundo VI, conde de Tolosa.
Paradójicamente, la herejía contaba con sus
propias doctrinas ortodoxas y su propia jerarquía, que se consideraba descendiente
directa de los Apóstoles. Los cátaros fundamentalistas aseguraban que la suya
era la verdadera Iglesia y que Roma era una impostora. Negaban que San Pedro
hubiera estado nunca en la Ciudad Eterna y que los huesos que los papas
veneraban fuesen de él, pues según ellos los habían puesto ahí trescientos años
después de su muerte. En 1167, cerca de Tolosa, los obispos heréticos
convocaron un gran concilio, presidido por Nicetas de Constantinopla,
autoproclamado jefe de la Iglesia dualista en la capital bizantina. Nicetas
tomó medidas para sacar a las comunidades provenzales de ciertos errores y se dedicó
a nombrar nuevos obispos. Entre éstos se encontraba el nuevo obispo de Albi,
que llegó a tener gran predicamento entre los perfectos y los creyentes. Desde
París hasta Roma, las comunidades cátaras del sur de Francia no tardarían en
ser conocidas como Iglesia albigense. En 1198, cuando Inocencio III subió al
trono pontificio, parecía que Roma corría el serio peligro de quedarse sin la
sumisión de importantes territorios del Mediodía francés por culpa de una nueva
religión popular apoyada por la nobleza.
Al principio el Papa recurrió a sus
misioneros en un intento de devolver a los herejes al seno de la Iglesia. Dada
la corrupción y la indiferencia del clero del Languedoc, Inocencio envió a los
austeros monjes de la orden cisterciense, entre quienes destacaba Pedro de
Castelnau. En las misivas que a través de ellos hizo llegar a los nobles
locales, les instaba a abandonar su
apoyo a los herejes y prestarlo a los reformadores. Entre las autoridades
laicas contactadas, Pedro de Aragón, rey del estado vecino al otro lado de los
Pirineos, gozaba de una notable influencia y se mostró de acuerdo con la
necesidad de una reforma, aunque el clero local no se mostró, ciertamente, tan entusiasta. Ellos, y los nobles que los
mantenían, volvieron tras un breve periodo de continencia a sus antiguas
costumbres. Así, hacia 1205 los intentos de Roma por restablecer la autoridad
papal en el Languedoc mediante la persuasión parecían haber fracasado. Sin
embargo, Inocencio era optimista. El conde Raimundo de Tolosa se mostraba dispuesto
a someterse a Roma, de la misma manera que el rey Kilin de Croacia, hereje
dualista, había regresado al seno de la Iglesia católica. Además, en última
instancia, pensaría el Papa, siempre se podía recurrir a la fuerza. Después de
todo, sólo hacía un año que en la Cuarta Cruzada se había impuesto a un
patriarca católico en la Constantinopla ortodoxa y la Iglesia cismática de
Oriente había vuelto a quedar bajo el dominio papal.
La reconversión de los albigenses mediante la
persuasión pareció cobrar un nuevo impulso cuando a los cistercienses se unió
el monje español Domingo de Guzmán, quien hizo hincapié en la adopción de un
régimen de absoluta pobreza, tan estricta como la del clero herético, como
única posibilidad de éxito de su misión.
En ello se ven las raíces de la Orden Dominica de los Predicadores Pobres, pero
a pesar de los debates públicos celebrados ante árbitros laicos no se logró
reducir la hostilidad popular contra la
jerarquía eclesiástica. El conde de Tolosa volvió a sus posiciones anteriores
de franca animadversión. En enero de 1208, Pedro de Castelnau, que ya actuaba
en calidad de emisario oficial del papa, se reunió con el conde para
intentar llegar a
alguna solución de compromiso. El encuentro, sin embargo, concluyen
agria confrontación donde se preparaba para abandonar Provenza y volver a Roma,
Castelnau fue asesinado. Mucha gente creyó que el crimen se había cometido con
la connivencia del conde. Al parecer fue el hecho desencadenante que llevó al
Papa Inocencio a declarar la guerra contra los albigenses y proclamar así la
autoridad de Roma. Al carecer de ejército propio, el pontífice necesitaba ayuda
militar, y estaba en disposición de ofrecer incentivos al respecto. Roma se reservaba
el derecho de desposeer a los hombres que protegieran a herejes y de entregar
sus tierras a terceros. El rey Felipe Augusto de Francia se mostró educado,
pero declinó encabezar la guerra contra un noble cuya herejía no había sido demostrada y que, en
cualquier caso, no había jurado vasallaje al papa sino a él. De hecho, la
iniciativa pontificia interfería en la soberanía real. Con todo, algunos nobles
del norte, como los condes de Bolis y de Champaña, se sintieron atraídos por la
promesa de obtener las mismas indulgencias espirituales de las que gozaban los
soldados que luchaban contra el Infiel en Oriente. Existía, claro está, el
atractivo añadido del saqueo, así como la apropiación de las ricas tierras de los
vecinos meridionales con el beneplácito de Roma. Encontraron al comandante que
necesitaban en la figura de Simón de Monfort, un pequeño noble de la île de
France, y conde consorte de Leicester, en Inglaterra. El rey Felipe, empero, se
mostraba reacio a autorizar una expedición de gran envergadura. El asesinato de
Castelnau, enviado del Santo Padre en misión conciliadora, trastocó los ánimos
en el norte. El otoño de 1208, una horda variopinta compuesta por simples
creyentes y cínicos aventureros emprendió
rumbo al sur bajo los estandartes de la cruzada, pero con el desorden y la
conquista como objetivos. Aquél fue el principio de más de veinte años de
guerra, puntuada por juicios a herejes, muertes en la hoguera y orgías de
destrucción indiscriminada. Esa época
fue testigo de la abolición de la poderosa y sofisticada cultura de la
vieja Provenza de los trovadores, de la institucionalización del horror de la
Inquisición medieval, de las cámaras de tortura y las hogueras para purgar las filas de los creyentes
desobedientes a la Santa Madre Iglesia.
La Iglesia católica había adquirido un
compromiso fatal, pues dependía de la despiadada soldadesca del norte para
imponer su voluntad, convencida como estaba que a los herejes había que
salvarlos a pesar de ellos mismos, por los medios que fuera. Además, en Francia
se había puesto en manos de unos hombres empeñados, con calculada frialdad, en
la destrucción de cualquier oposición en el sur. Cambiante e imprevisible,
Raimundo de Tolosa buscaba en ocasiones
aproximarse a Roma y en otras se alineaba con los herejes. Casi todos los
nobles de segundo rango eran herejes declarados, y muchas ciudades, como
Béziers, Carcasona y Laurac estaban unidas en la causa albigense, que también
contaba con fortalezas tan inexpugnables como la de Minerve, junto a Narbona
(conocida en la actualidad por dar nombre a la denominación de origen vinícola
de MInervois). En la primera fase de la guerra, mientras el conde Raimundo se
sometía una humillante penitencia, Simón de Monfort, con la bendición del abad
de Citeaux se apoderó de sus tierras y de sus títulos. En julio de 1209, la
población de Béziers fue pasada por la espada, y los mercenarios de Monfort
saquearon Carcasona. Un año más tarde, el castillo de Minerve capituló tras
negociar que la vida de los defensores sería respetada, cosa que no concurrió, pues
fueron masacrados a instancias de Simón de Monfort.
Es posible que el santo Padre se sintiera
incómodo con las acciones de sus sanguinarios aliados, aunque lo cierto es que
la propia Iglesia, en sus tratos con el Infiel musulmán, alegaba que no hacía
falta mostrarse magnánimo con quienes rechazaban la “verdadera fe”. Muchos
hombres de Iglesia argumentaban que, si no era así, los herejes que conocían y posteriormente
traicionaban el Evangelio eran mucho peores que los que no lo conocían. En
1211, el concilio de Montpellier, dominado por fundamentalistas de la iglesia,
consignó el sur herético a los brutales y depredadores barones del norte. Quizá
fuese porque se trataba de herejes, lo cierto es que los señores del sur se
negaron a ofrecer la otra mejilla, y volvieron a la lucha. Una vez más,
Raimundo de Tolosa la encabezaba, y en esta ocasión, incluso Pedro rey de
Aragón y buen católico, se unió a sus filas, horrorizado al enterarse de la
destrucción perpetrada por los del norte. Perdió la vida en la batalla de Muret, en 1213, donde los
soldados de Monfort lograron dividir a sus enemigos. A pesar de suponer un
desastre desde el punto de vista militar, Muret dio un respiro a las fuerzas
del sur. El papa Inocencio se mostró dispuesto a estudiar las ofertas de la
nobleza. En el gran concilio de la
Iglesia de Occidente, que convocó en san Juan de Letrán en 1215, acordó
reconciliarse con sus miembros dirigentes, quienes le rogaron que les
permitiera proseguir con la lucha contra
los herejes.
Lógicamente, a Monfort le indignaba ver que
eran otros quienes se repartían el botín de su victoria, pero en julio de 1218
murió durante el asedio a Tolosa, y la
guerra contra los albigenses pareció tocar a su
fin. En realidad, aunque los nueve años de asesinato y destrucción
habían doblegado la cultura meridional, la herejía seguía gozando de muy buena
salud entre los supervivientes. Pero Roma seguía empeñada en prevalecer. El nuevo
Papa, Honorio III, daba su apoyo al nuevo rey de Francia, Luis VIII. Al mando
de un ejército de barones del norte, obligó a capitular al joven conde de
Tolosa, Raimundo VII. Éste se comprometió personalmente a perseguir a los
cátaros herejes y pagó una importante indemnización y un tributo durante cinco
años, mientras sus aliados, entre ellos el vizconde de Bréziers, también
aceptaban rendirse. Sin embargo, la Inquisición, establecida en 1233, provocó
un sentimiento de ira generalizado, y la nobleza sometida no tardó en regresar
a sus anteriores preferencias, que le llevaron a ofrecer su protección a los
predicadores herejes. Aquélla era una época y una región en la que un amigo de
la familia, fuera o no hereje, contaba
con apoyo y asistencia, y la “familia”
del Mediodía constituía una extensa red de relaciones que abarcaba no
sólo a parientes más o menos lejanos, sino a amigos y personas dependientes de algunos de sus miembros. A lo
largo de aquellos años los herejes habían contado, como último recurso, con su
bastión de Monstségur, enclavado en lo alto de una montaña. La presión de la
Iglesia y de sus aliados apenas remitía. En 1234, la ciudad de Miossac fue
escenario de una quema masiva de cátaros; cinco años después, el conde Raimundo
VII fracasó en su intento de rebelión contra Luis IX, el rey francés que a la
sazón contaba con veinticinco años. En esa ocasión, el conde sabía que si
quería librarse de la presión de París debía llegar hasta las afiladas cumbres
de Montségur, reducir sus fortificaciones y exterminar de una vez por todas a
sus defensores. Pero incluso en aquel caso se mostraba reacio a dar el primer
paso sin una provocación previa, y ésta llegó en 1242, cuando unos inquisidores
cayeron en una emboscada y fueron asesinados. Raimundo no tenía conocimiento de
la emboscada, pero inevitablemente se convirtió en el principal sospechoso.
Para aplacar la sed de venganza del gobierno de París, todavía encabezado por Blanca,
la madre de Luis IX, que actuaba en calidad de reina regente, envió a un gran
número de herejes a las hogueras de la Inquisición. Nobles de ambos sexos, como
Esclarmonda de Perella, cuya familia era dueña de Montségur, murieron
aterrorizados en compañía de gentes más humildes, que se habían congregado para
resistir la ira de Roma. Por más terrible que fuera el tratamiento que los
cristianos europeos dispensaban a sus enemigos musulmanes, no es probable que
fuese peor que el que infringían a otros europeos acusados de desviarse de la
ortodoxia establecida. El sitio de Montséhur, unos de los episodios épicos más
terroríficos de la historia medieval, culminó en marzo de 1244, y con el tiempo
ha adquirido categoría de leyenda. Es cierto que cuatro perfecti, cabezas
visibles de los herejes, escaparon saltando las murallas y se llevaron consigo
los libros sagrados y los tesoros secretos de la secta cátara en dirección a
los Pirineos. Al día siguiente, la fortaleza cayó. Doscientos de sus
defensores, que hacía apenas unos días habían recibido el consolamentum, el rito último de su secta, fueron quemados en la hoguera
sin juicio previo. Los demás fueron puestos en libertad tras meses de duro
encarcelamiento y el pago de importantes multas. Aun así, siguieron existiendo
comunidades secretas de cátaros. Algunas llegaron hasta lugares tan alejados como Bosnia, donde un
obispo dualista les dio cobijo. Luis IX persiguió a aquellos herejes con el
fervor de un santo (sería canonizado a los treinta años de su muerte) la
Inquisición, por su parte, tampoco se relajó en su crueldad. En contra de la
idea romántica, la persecución suele resultar eficaz, y al respecto sorprende
constatar la cantidad de gente que prefiere que no la quemen viva. La Iglesia
cátara del sur de Francia demostró más resistencia que otras organizaciones,
pero también sus miembros, tras soportar
una cruzada de treinta años en su contra y décadas de brutal
persecución, acabaron flaqueando y sucumbiendo. Parece ser que, hacia 1330, los
últimos perfecti habían desaparecido ya de las tierras de Provenza. Y, con gran
brutalidad, los nobles que los habían apoyado y financiado habían sido reemplazos
y expulsados por otros, u obligados a volver a la ortodoxia. Sólo entonces se
consideró que la herejía del dualismo había sido definitivamente erradicada de la Iglesia católica, pero para entonces la cultura distintiva de la antigua
Provenza ya había entrado en el cauce de la uniformidad. En palabras de sir
Richard Southern, el más importante
medievalista inglés, las autoridades eclesiásticas de la Europa medieval
“fueron las responsables de algunos terribles actos de violencia y crueldad, entre los que la cruzada contra os
albigenses ocupa una terrorífica posición de honor”. (10)
Durante
la primera mitad de 1244, en la diócesis de Tolosa se promulgó una
moratoria de excomuniones de cinco años, porque la gran cantidad de sentencias
dictadas en ese sentido había restado valor a la medida. (11)
Con una estructura eclesiástica organizada,
un sistema de creencias rival y un atractivo manifiesto para gentes que iban desde los nobles hasta el pueblo llano,
pasando por el campesinado, el catarismo se había convertido en una seria
amenaza para la Iglesia, y no debería sorprendernos la dedicación y el empeño
con que ésta procuró su extinción. Sin
embargo, existió una oposición mucho más humilde que también provocó la
represión temerosa de las autoridades. En efecto en 1251, la denominada Cruzada de los Pastores (pastoureaux)
convulsionó a Francia. Los cronistas, desde los Países Bajos hasta Italia,
desde Alemania hasta Inglaterra, se refirieron a ella, y su memoria perduró
hasta bien entrado el siglo XIV. Los comentaristas modernos han visto en ella
las bases de la protesta social, por vincular el impulso religioso de liberar
Jerusalén con el imperativo social de liberar a los siervos y a las clases
inferiores empobrecidas. En la obra del cronista en caballerías Jean Froissart
se deja oír el eco precoz de esa idea. En efecto, el notario de la Guerra de
los Cien Años compara los soldados de a pie de la Revuelta de los Campesinos
ingleses, de la que fue horrorizado espectador con “los pastores de tiempos
pasados”. (12)
Es posible que la herejía surgiese en la
Picardía, pues Amiens, la ciudad de la
Francia septentrional, es el primer centro de importancia en que existe constancia
del movimiento, aunque el instigador parece haber sido un tal Maese Jacobo de
Hungría. Es probable que en otro tiempo hubiese sido monje, y en cualquier caso
se trataba de un hombre culto que hablaba francés, alemán y latín. Proclamó su
misión durante la Pascua de 1251 ante los pastores de ganado, hombres de gran
humildad y simplicidad que según él, ayudados por la gracia divina, lograrían
la liberación de Tierra Santa. Maese Jacobo afirmaba cumplir un encargo de la
Virgen María, escrito en un pergamino o cartulum
et mandatum, que solía blandir mientras predicaba. Para el cronista inglés, se trataba de un redomado impostor, y
lo cierto es que carecía de autorización papal. Dada la naturaleza del trabajo
que desempeñaba, el público al que iba dirigido el mensaje de Jacobo se
encontraba entre el de mayor movilidad y el de un personaje algo misterioso, un
pastor llamado Rogelio, debían partir en ayuda del rey de Francia y su
desafortunada misión de ultramar. Para
cuando llegaron a París, habían logrado armarse con hachas y cuchillos, las
armas del campesinado, pero también con espadas. Eran decenas de miles, y
marchaban bajo cientos de banderas. Todo indica que el gobierno de la regencia
que, en ausencia del rey, encabezaba su madre, la reina Blanca, los recibió
favorablemente, y que ésta entregó a Maese Jacobo ricos presentes, “pues creía,
como los demás que él y sus seguidores
eran la buena gente del Señor”. (13) Pero
las cosas se complicaron cuando el jefe de aquellos cruzados se vistió con la
pompa de un obispo, mitra incluida, en la iglesia de san Eustaquio, mientras
sus seguidores, si hacemos caso de la crónica de un monje, procedían a la
sanguinaria matanza de los clérigos de la ciudad.
La reina exigió su excomunión, pero el grupo ya había abandonado
París y se dirigía hacia el sur, rumbo a Orleans, donde en un primer momento la
ciudadanía les dio la bienvenida. Ellos, sin embargo, continuaron con sus
ataques al clero, y en esta ocasión añadieron a sus ultrajes actos de violencia
contra los emblemas de la fe, profanando la hostia en los altares, las imágenes
de los santos e incluso las de su supuesta patrona, la Virgen, a las que
cortaban la nariz y sacaban los ojos. Al llegar
a Bourges, donde a pesar de las
cartas enviadas por el obispo los ciudadanos les abrieron las puertas, se encontraron
con que los religiosos ya habían huido. La turba, no obstante, dirigió su
atención a la comunidad judía. Pero al
perecer el pueblo ya había tenido bastante. La “cruzada” había degenerado hacía
tiempo y no era más que una muchedumbre de vándalos mal organizados, en tanto
que la próspera comunidad hebrea de Bourges no era tan sólo un activo en el
entramado comercial de la ciudad, sino que contaba con la protección especial
del rey. Algunos ciudadanos influyentes ordenaron el cierre de las puertas “para
vengar la afrenta al rey causada por cualquier ataque a los judíos”. Los
sucesos de Bourges son confusos; Maese Jacobo fue asesinado, tal vez por sus
seguidores, tal a instancias de las autoridades, y los burgueses persiguieron y
dispersaron a los “cruzados”. En Burdeos, donde habían llegado un grupo
escindido, Simón de Montfort, lugarteniente en la zona del rey de Inglaterra,
exigió saber bajo que autoridad avanzaban. Al ser informado de que no rendían vasallaje
al Papa, sino sólo a Dios y a “Santa
María, su madre, que es más grande”, amenazó
con decapitarlos si no se dispersaban. Según Matthew Paris, se
disolvieron como arenas movedizas. Uno de sus comandantes logró escapar y llegó
a Shoreham, en el ducado de Kent, importante puerto que comerciaba con la
Gascuña inglesa, y desde allí intentó organizar otra cruzada con la
participación de pastores locales. Cuando se conoció su relación con Maese Jacobo, fue capturado y
tuvo una agonía espantosa, pues murió
descuartizado. Finalmente, algunos de sus futuros cruzados recibieron la
cruz de manos de “hombres buenos” y partieron para unirse a las fuerzas del monarca francés.
Aunque es cierto que atrajo a desalmados que
lastraban la fuerza del movimiento, fueron miles los que se alistaron de buena
fe en la Cruzada de los Pastores. Todos reconocían la atracción de la historia
de la Natividad que se contaba en los Evangelios, pues ¿acaso no era cierto que
el señor tras su nacimiento, se había aparecido a unos pastores a través de un
ángel? Pues entonces ellos irían al lugar de la Natividad y vencerían a sus
enemigos”. No hay duda de que todo
empezó como una llamada sincera a los creyentes más humildes. Rogelio,
lugarteniente de Jacobo, había aceitado sin problema a mujeres, y hasta a niños
y niñas que querían convertirse en cruzados. Además parecía que el propio Dios
había dado la espalda al orgulloso estamento de los caballeros de Francia, por
lo que había llegado el momento de que los humildes y los dóciles de la tierra vencieran en Su
causa. Empero, claro está, muchos vieron en aquel episodio el engaño con el que
el demonio tentaba a los creyentes más pobres de espíritu, y bastante se
acordaron del cruel engaño que sufrieron los niños en la cruzada que lleva su
nombre. Sea como fuere, lo cierto es que, seguramente desde el principio, el
aquel movimiento existió un fuerte componente de anticlericalismo. Y a medida
que la cruzada iba avanzando, sus comandantes, muchas veces acompañados de
hombres armados, se dedicaba a predicar escandalosamente contra el clero y a relatar “cosas vergonzosas e
impronunciables” sobre la corte otomana. Para consternación de los religiosos,
el público atendía aquellas diatribas con evidentes muestras de aprobación. En
ellas se condenaba a los monjes e incluso a las órdenes religiosas de reciente
creación, pues habían sido ellos quienes
habían predicado la cruzada del rey Luis, que había fracasado de manera
humillante. Muchos, en vez de culpar al rey, consideraban responsable al clero,
mientras que otro lo acusaban de haber condenado las prédicas de Maese Jacobo a
los pobres y los humildes; incluso había quien consideraba la derrota
militar de los cristianos como prueba de
la injusticia intrínseca de la causa. Un comentarista recordaba que, en una
ocasión “la multitud congregada empezó a
silbar a unos dominicos y franciscanos que recogían armas en nombre de
Cristo y, en presencia de ellos, llamaron a otro pobre que pasaba por allí y le dieron unas monedas [denarii], diciéndole: “Tómalas en nombre de Mahoma, que es más
poderoso que Cristo”. Hubo clérigos que defendieron desde el primer momento que
los pastores habían formado parte de un plan de los musulmanes para
derrocar a las autoridades establecidas
en Francia y así dejar al campeón de la cristiandad expuesto a la subversión y
la derrota. Tales especulaciones y rumores sugieren que, en ciertos ámbitos, a
mediados del siglo XIII, la creencia en el movimiento cruzado había alcanzado
una consideración bajísima. Y ni siquiera el hecho de que el emperador Federico
II recuperara la ciudad de Jerusalén sirvió de gran cosa para revivir el
entusiasmo por las cruzadas oficiales.
----------------------------------------------------
NOTAS
Hindley, Geoffrey, Las Cruzadas,
Paganos, herejes y niños, Barcelona, Ediciones B, S.A., 2005, pp. 249-274.
1, Basado en Housley, Norman, The Later Crusades: From Lyons to Alcazar 1274-1580, Oxford, 1992,
pp. 324-325.
2.-Seibt, Ferdinand, Glanz und Ekend des Mittelaters (Berlín, 1987), p. 321.
3- Brundage, James A., The Crusade, Holy War and Canon Law, Aldershot, 1991, X, p. 120.
4.- Ibíd-.
XIV, p. 3.
5.- Ibíd.,
XIV, p. 5.
6. - Riley-Smith, Jonathan, What were the Crusades? Basingstoke, 1995, p. 14.
7. - Barber, Malcolm, Crusaders and Heretics 12th-14th Centuries,, Aldershot,
1995, XI, p. 14.
8.- Basado en Runciman, Steven, The Medieval Manichee, Cambridge, 1947,
p. 131.3.
9. - Barber, op.
cit., III, p. 51.
10. - Southern, Richard, Western Society and the Church in the Middle Ahges, Harmondsworth,
1970, p. 19.
11.- Ibíd.,
p. 122.
12.-Barber, op.
cit., IX, p. 1.
13.- Ibíd., IX, p. 3.
----------------------------------------------------------------------------
No hay comentarios:
Publicar un comentario