sábado, 21 de septiembre de 2024

 

LAS CRUZADAS

Paganos, herejes y niños

 

         El Papa Inocencio  III proclamó cinco cruzadas en total. De todas, la de mayor éxito fue aquella en la que la participación del pontífice fue menor. En la primavera de 1212, el arzobispo de Toledo persuadió a Inocencio de que promulgara “indulgencias cruzadas” para las campañas que movilizaban a los reinos cristianos de España contra el imperio musulmán de los  almohades, que gobernaba en la mitad meridional de la Península. La recuperación gradual de los antiguos territorios cristianos, la Reconquista, se había iniciado hacía unos quinientos años, poco después de las conquistas de los musulmanes. El propio Urbano II había ampliado los privilegios de los cruzados, instituidos hacía poco, para que  incluyeran aquellas campañas ibéricas, y durante el siglo XII varios papas llamaron a las cruzadas a actuar en aquellos territorios. Sin embargo, en general, los españoles y los portugueses recibieron poca ayuda del resto de Europa, aunque la captura de Lisboa en el transcurso de la Segunda Cruzada supuso una notable excepción  a la regla. En las décadas de 1160 y 1170 se formaron las órdenes religiosas militares de Avis, Santiago y Alcántara, tomando como modelo la de los templarios y los hospitalarios, que recibían dotes de los diversos gobernantes españoles. Pero a pesar de que la Iglesia de la Vera Cruz, cercana a Segovia, construida por los templarios para que albergaran fragmento de la cruz de Cristo, era un recordatorio de las conquistas de la orden en Tierra Santa, lo cierto es que sus esfuerzos siguieron lejos del conflicto peninsular. Así, cuando Inocencio proclamó la cruzada del rey Alfonso VIII de Castilla, jefe de la coalición cristiana, la llamada fue seguida por unos pocos templarios y caballeros franceses, pero el grueso del ejército formó con contingentes españoles. En julio de 1212 obtuvo una arrolladora victoria en Las Navas de Tolosa, en la actual provincia de Jaén, que supuso el principio del fin del poder almohade.

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De las otras cuatro iniciativas cruzadas de Inocencio III, éste sólo en un caso fue testigo de su inicio y su  conclusión, aunque el resultado, que debía suponer la ampliación de la autoridad  romana a tierras de la Iglesia ortodoxa oriental, distaba mucho de ser el que el pontífice había imaginado. Decidido a enmendar esa alteración de sus planes llevada a cabo por los comandantes de la expedición, que habían partido de Venecia y lo habían convertido en conquistador de Constantinopla, Inocencio  proclamó en 1213 otra peregrinación, que en algunos casos se denomina Quinta Cruzada. El Papa falleció antes de que se iniciara la campaña. Las otras dos empresas en esa “aventura de la Cruz” que Inocencio inició dividieron el movimiento cruzado en dos direcciones que, hasta el momento, no hemos explorado: la guerra contra los no creyentes de otras confesiones, además de la musulmana, y la guerra contra los “errados”, es decir aquellos que tal vez se consideraran a sí mismos cristianos pero a quienes Roma tachaba de herejes o pervertidores de la fe. No obstante todas esas empresas, fuera cual fuere el enemigo declarado o resultado final, eran cruzadas en el sentido estricto del término, pues se llevaban a cabo bajo los auspicios del Papa y, sin excepción, contaban con campañas propagandísticas cada vez más sofisticadas que despertaban la conciencia pública de la peregrinación militantes en la cusa de Cristo y de su cruz.

         Afirmar que en la Europa de principios del siglo XIII las cruzadas estaban de moda, y que la fiebre que despertaban cundía por doquier no sería exagerar demasiado. En Inglaterra, donde el rey Juan había sometido su reino al vasallaje del Papa Inocencio III, el rey-niño Enrique III, su hijo, podía levantar la cruz contra los barones rebeldes que intentaban hacer cumplir los términos de la Carta Magna.

         Más o menos por las mismas fechas en que tuvo lugar el triunfo de los españoles sobre los almohades, pero en el peldaño más bajo de la pirámide social, un asombroso movimiento crecía a gran velocidad en el norte de Francia. Esteban, un niño pastor, apareció en Saint Denis en mayo de 1212 con una carta dirigida al rey. Según decía, el propio Jesucristo le había encomendado la misión de entregársela. El rey Felipe lo recibió en audiencia, pero al concluir ésta le instó a regresar a su  casa. Sin embargo, el joven, que apenas contaba trece años, estaba imbuido de su misión y se dedicó a predicarla, en un primer momento ante los pillos callejeros. No pasó mucho tiempo antes de que los niños de familias más prósperas, atraídos por la elocuencia natural de Esteban, se unieran a sus filas. Su mensaje era sin duda cautivador. Curas y frailes llevaban  años predicando las expediciones a Tierra Santa pero hasta entonces todas habían  fracasado. Ahora, bajo la guía directa de Dios, los niños iban a triunfar, allí donde los adultos no lo habían logrado. No debían preocuparse por el alimento ni el transporte, pues la providencia divina se encargaría de las provisiones y cuando llegaran a Marsella abriría un sendero en el mar. Unos voluntarios muy jóvenes se dedicaron a propagar la noticia por el norte de Francia, y hacia finales de junio decenas de miles de niños y algunas niñas se congregaron en los campos de Vendôme, dispuestos a partir.

Esta llamada Cruzada de los Niños no contaba, claro está, con la autorización papal, pero los sacerdotes locales la bendijeron de buen grado, y aquella multitud de jóvenes campesinos, entre los que muy pocos sobrepasaban los quince años, emprendieron la marcha rumbo al sur, acompañados por algunos religiosos y unos pocos adultos. Esteban, al que algunos consideraban santo, encabezaba la marcha montado en un carromato cubierto y acompañado por una escolta de niños nobles. Más o menos simultáneamente, una comitiva similar avanzaba remontando el curso del Rin, comandada por otro niño campesino de nombre Nicolás. También él prometía la intervención divina y la separación de las aguas, aunque en su caso el puerto de destino era Génova. Tanto la expedición francesa como la alemana sufrieron muchas bajas durante el duro trayecto, pero en general fueron bien acogidas por las gentes de las tierras por donde pasaban, y las dos arribaron a los puertos elegidos. Tras llegar a Marsella y pasar varios días aguardando un milagro, muchos regresaron a sus casas, desilusionados. Otros aceptaron la oferta de transporte gratuito que les hacían los comerciantes del puerto. Años después, empezó a saberse que habían vendido a aquellos niños soldados de Cristo como esclavos en los mercados de Argelia. Una vez en Génova, los menores alemanes, que habían perdido una cantidad mucho mayor de compañeros durante la penosa travesía de los Alpes, se esfumaron o  aceptaron la hospitalidad de la ciudad; algunos  se instalaron en ella y se convirtieron en ciudadanos; otros, sin duda, terminaron como esclavos. Hubo quien siguió a Nicolás hasta Roma, donde quizá creyese que el Papa obraría el milagro. Inocencio recibió a los sobrevivientes de aquel glorioso sueño, les dio su bendición personal y les pidió que  regresaran a su país, donde, cuando llegara a adultos, podrían hacerse cruzados.

         En 1226, el emperador Federico II, en su ciudad imperial de Rimini, situada en la costa adriática italiana, promulgo un edicto imperial, o Bula de Oro, en favor de Hermann de Salza, maestre de la orden de los cruzados alemanes conocida históricamente como de los Caballeros Teutónicos, u Orden Teutónica, a quien invistió como príncipe imperial del país de Kulm, un territorio de límites imprecisos situado alrededor de Kulm, o Chelmno, cerca del río Vístula, que en la actualidad  corresponde al Norte de Polonia. Este caso, como muchos otros, nos recuerda que el imperio, la más alta instancia secular de la cristiandad de Occidente, tenía  un alcance verdaderamente internacional en la época. Federico se hallaba inmerso en los preparativos de una cruzada a Palestina, pero tenía tiempo para intervenir en unos asuntos que habrían de modelar la historia de los territorios bálticos en los siglos venideros. En la década de 1220, Chelmno era una fortaleza aislada del rey de las Marcas Polacas, que  colindaban con la federación de las tribus paganas, a cuyos habitantes se conocía genéricamente como prusianos. La Orden de los caballeros Alemanes del Hospital de Santa María de Jerusalén era la creación de un cuerpo de caballeros alemanes que empezó como organización hospitalaria de campaña durante la Tercera Cruzada y que no tardó en aceptar los votos monásticos, a imitación de los templarios y los hospitalarios. En 1199, el papa Inocencio III los reconoció de manera oficial como orden militar de la Iglesia, dedicada a la defensa de los estados cristianos en Tierra santa, y al poco tiempo ampliaron sus atribuciones pasando a defender los territorios cristianos amenazados en las fronteras de la Europa católica. La orden había confirmado su reputación militar tras sus diez años de lucha, en el bando del rey de Hungría, en contra del pueblo pagano de los cumanos.

         Una vez que aquella organización militar de norme efectividad hubo hecho su  trabajo, el monarca la expulsó sin más de sus dominios. La orden, sin embargo, ya había recibido una invitación del otro extremo de Europa para someter a los beligerantes prusianos en nombre de un noble polaco, el duque Conrado de Mazovia. A cambio de asegurar sus dominios de las incursiones paganas, el duque aceptaba renunciar a sus aspiraciones sobre los territorios del sur, prometiendo entregarlos a los caballeros. Antes de comprometer a sus hermanos en la dura campaña que se avecinaba, Hermann quería contar con una garantía algo más sólida que la palabra de un noble, pues no tenía ningún motivo para suponer que resultara más fiable que la de un rey.

         Los gobernantes cristianos llevaban tiempo guerreando contra los pueblos paganos de la Europa central. A principios del siglo XII, los alemanes de Sajonia, a veces en coalición con daneses y polacos, lanzaron un ataque tras otro contra los pueblos no cristianos. Poco después de que Urbano II creara el concepto de cruzada, la misma clase de indulgencia empezó a aplicarse en esas guerras del norte. En el caso alemán, su objetivo manifiesto era la colonización. En la década de 1140, el conde Adolfo de Holstein se anexionó el territorio sorbio del entorno de Lúbeck y convirtió la ciudad en un importante puerto báltico. Como la actividad misionera de los militares implicaba la obligatoriedad de las conversaciones, las víctimas paganas se mostraban cada vez más dispuestas a aceptar el Evangelio para acceder a la categoría de cristianos bautizados y la protección que ello implicaba. Los cruzados alemanes aceptaban de buen grado ese compromiso superficial, pues el bautismo simbolizaba la sumisión al gobierno alemán en todos los aspectos, lo que en la práctica otorgaba a los conversos el estatus de siervos coloniales. Los desconcertados eslavos apenas sabían qué podía llegar a ser más desagradable, si las sanciones físicas por mantenerse ajenos a la comunidad cristiana o las sanciones espirituales derivadas de ser cristianos imperfectos en el seno de esa misma comunidad. En la época de la Segunda Cruzada, Bernardo de Claraval, mentor del papa Eugenio, admitió que los privilegios que se otorgaban a los que tomaban la cruz contra los musulmanes también debían concederse a las fuerzas polacas y sajonas que guerreaban contra los sorbios, habitantes de una región del noreste alemán. En los años venideros, esas “cruzadas septentrionales” –factor importante en el histórico “giro a la derecha” (Drang nach Osten), de la lengua, la cultura y la influencia alemanas en unos territorios de predominio eslavo- iban a estar  encabezadas orla Orden Teutónica.

         El más fiable “caladero” de reclutamiento se encontraba entre los Dienstknechte, los “caballeros de  servicio” (hidalgos sin tierras), a quienes se concedían estipendios en tanto que sirvientes de la administración imperial. La orden buscaba contar con una base territorial, preferentemente en Europa oriental, casi desde su fundación. (1) A diferencia de las Órdenes de los Templarios y los Hospitalarios, de trayectoria más antigua, la Teutónica contaba con pocas donaciones de tierras, exceptuando unas pocas propiedades en Palestina, aunque lo cierto  es que, una vez establecida, se convirtió en un poderoso mecanismo de expansión de la influencia alemana. En épocas más recientes, los historiadores polacos y lituanos han visto sus proclamados objetivos religiosos como un camuflaje del expansionismo alemán, mientras que en la tradición germánica, lógicamente, se ha sentido por ella una admiración equivalente. Con la aparición del patriotismo pangermánico como respuesta al militarismo expansionista de la era napoleónica, la nostalgia del heroísmo alemán de la orden era profunda y, en 1813, la Cruz Negra, emblema de los caballeros, sirvió de inspiración para crear la Cruz de Hierro, premio a la gallardía. (2)

            Con la venia imperial a buen recaudo en su bolsillo de cruzado-peregrino, Hermann de Salza aceptó la invitación del duque Conrado para, en palabras del historiador alemán Ferdinand Seibt, “misionar la costa báltica con la espada”, pues los caballeros  teutónicos contaban con el beneplácito de la Iglesia para proceder a lo que, a ojos de un objetivo espectador contemporáneo –y quizá también a un imparcial observador de su época-, resultaría seguramente la campaña de conquista de una población vecina. Si, tal como creían los cristianos, todos los pueblos de la Tierra son creación de Dios y, por tanto, sus hijos, ¿con qué derecho y con qué justificación podían iniciar una guerra de agresión contra ellos? San Ulfilas, que en el siglo IV tradujo la Biblia a la lengua de los godos, había omitido muchos de los pasajes más sanguinarios del Viejo Testamento, por considerarlos incitaciones innecesarias para los bárbaros conversos, bastante dados de por sí a semejantes actividades. Además, los comentaristas cristianos debían interpretar la parábola del Buen Samaritano, en la que Jesús dejaba claro que sus compatriotas judíos debían aceptar como vecinos incluso a sus odiados samaritanos. Así, para los cristianos eludiera un mundo de vecinos, y entre ellos estaban incluidos los paganos y los sarracenos. Pero los argumentos teológicos se modificaban para justificar las excepciones a esa doctrina del amor universal, “según la condición de cada hombre”. No es que todas las conciencias aceptaran de buen grado dichas formulaciones. A mediados del siglo XII, el teólogo y cronista inglés Ralph Niger había puesto en cuestión que los cristianos tuvieran incluso derecho a recuperar Tierra Santa y que el derramamiento de sangre fuese una manera adecuada de expiar los pecados. (3) El papa Inocencio III no habría estado forzosamente de acuerdo con él. En una carta fechada en 1199, cuando sus planes para la Cuarta Cruzada estaban en suspenso, el pontífice consintió expresamente que quienes habían hecho el voto de unirse a la peregrinación lo conmutaran uniéndose a la guerra contra los livonios, otro pueblo pagano a orillas del Báltico. La penetración de Europa occidental en Livonia había adquirido impulso a finales del siglo XII, cuando una serie de mercaderes, sobre todo alemanes, atraídos por la abundancia de materias primas –el grano, las pieles y la cera que producían los livonios y los letones, poblaciones paganas de la zona- penetraron en el valle del río Duina, en cuya desembocadura fundaron en 1201 la ciudad de Riga. Los mercaderes tenían poco interés en la religión de la población autóctona, pero para Hartwig, arzobispo de Bremen, su presencia en la zona abría nuevas posibilidades misioneras. En 1200 había confiado la idea a su sobrino Alberto (que pronto sería obispo de Livonia), que instó al papa a interesarse en el proyecto. Según consta en la crónica de Henricus de Lettis, los guerreros cristianos de la región no tardaron en llevar en  sus propias ropas la señal de la cruz. (4) Para que fuese considerada guerra justa y, por tanto, susceptible de gozar de los mismos privilegios otorgados a los guerreros peregrinos en Tierra Santa, se consideró que las campañas en Livonía constituían acciones defensivas contra las incursiones de los enemigos paganos en territorios cristianos. En 1204, el papa Inocencio III autorizó al obispo Alberto a promover reclutamientos según su propia iniciativa, lo que llevó al establecimiento de expediciones anuales de los cruzados, comandadas por caballeros bien entrenados, y para las que podía ofrecer a sus participantes las mismas indulgencias de las que se beneficiaban los cruzados que luchaban en Tierra Santa. El resultado fue la expansión de la Europa católica romana y del ámbito de influencia alemana, gracias a su superioridad de armamento y de tecnología militar. (5) Como los cruzados, en su mayoría alemanes, regresaban a su tierra una vez concluida la temporada de combates, hacía falta una fuerza que defendiera los territorios conquistados, y por ello el obispo Alberto fundó una nueva  orden religiosa militar, la Hermandad de la Espada.

         Hacia la década de 1230, la mayor parte de lo que en la actualidad conocemos como Estonia y Letonia había sido conquistada (las fuerzas suecas y danesas se mostraban activas en el norte de Estonia), y la hermandad, que recibía cada vez más críticas por sus sangrientas tácticas de colonización, se unió a la Orden Teutónica tras sufrir una severa derrota en el territorio pagano de los lituanos.

         En esa misma década, Gregorio IX incorporó las tierras prusianas de la Orden Teutónica como feudo papal y, con su bendición, ésta amplió sus acciones hasta los dominios rusos de Novgorod y Pskov. Sin embargo, cualquier posible intención de los caballeros teutónicos de proteger sus campañas hacia el este se vio eficazmente frenada en abril de 1242 con su severa derrota a manos del gran príncipe de Novgorod, Alejandro Nevski, en las heladas aguas del lago Peipus. La iglesia ortodoxa rusa acabó canonizando a Alejandro en el siglo XVI, y Stalin lo proclamó héroe nacional en 1942, durante los oscuros días de la invasión alemana a Rusia. Fue objeto de una película clásica de Sergéi Eisenstein, en la que la secuencia de la batalla sobre la helada superficie del lago constituye una de las escenas bélicas más espectaculares de la historia del cine. Lo cierto es que para los caballeros se trató de un importante revés, pero tres años después ya habían recibido  la licencia papal para declarar la guerra permanente a los prusianos, y finalmente acabarían estableciendo un estado propio de la orden en la región.

         El papa Inocencio delegó en gran medida la expansión de la Iglesia católica romana en el norte de Europa en obispos y órdenes militares alemanas. En el sur, su preocupación creciente la constituía una amenaza que no venía suscitada por el paganismo, sino por una nueva herejía que había tomado un gran impulso en el Mediodía francés, y en 1207 ya buscaba el apoyo armado para emprender lo que denominó una “guerra contra los albigenses”. (6) También en este caso, los participantes en la contienda podían esperar la misma “redención de los pecados” de la que se beneficiaban quienes luchaban en Tierra Santa.

         Cuando el papa Eugenio III había visitado Francia en 1147 para predicar  la Segunda Cruzada, había constatado con horror la gran cantidad de comunidades heréticas que proliferaban en el sur del país, especialmente en Provenza y Aquitania. Asignó a San Bernardo la misión de ocuparse de ellas. En esa época, la brecha cultural entre el norte de Francia, el pays de la langue d´oïl, y de lo que hoy denominamos el Mediodía, el pays de la langue d´oc, era profunda, e iba bastante más allá de las distintas pronunciaciones de la palabra “sí” (oïl [oui] y oc) que daban nombre a sus variantes lingüísticas. La lengua en que se expresaba la cultura provenzal poseía estrechas afinidades con los dialectos romances del norte de Italia; su rico y delicado mundo aristocrático era esclavo del culto al amor cortés y  de la poesía de los trovadores, con sus chansons d´amour. Las mujeres desempeñaban un papel dominante en la vida social, sobre todo en las convenciones que marcaban la vida de ambos sexos, en tanto que representantes de los papeles de esposo o caballero y esposa o amada. Los nobles de la región, entre quienes destacaban los duques de Aquitania y los condes de Tolosa, sólo rendían la mínima pleitesía a la autoridad real de París, y veían con envidia los vastos territorios eclesiásticos en poder de los obispos, sus rivales en el control del poder. Se decía que los miembros del  clero temían salir a la calle, y que si lo hacían se peinaban hacia atrás a fin de ocultar la tonsura, mientras que los nobles ocupaban cargos eclesiásticos para poder alimentar  a  sus  familias. La estructura de la Iglesia era débil, la admiración por las herejías estaba muy extendida y en algunas regiones la desviación cátara parecía estar reemplazando la jerarquía eclesiástica. Visto desde París y Roma, la sensación era que una élite religiosa estaba imponiéndose desde las altas instancias del poder aristocrático regional para asegurar su influencia social. (7) Era casi como si el Mediodía pretendiera añadir una religión propia a sus demás elementos de separatismo cultural.

         Aunque se trataba del emisario pontificio, la presencia de Bernardo suscitó reacciones diversas. En ciertas poblaciones constató el poder de los herejes (en Verfeil incluso se negaron a escucharle), y una actitud comprensiva hacia la herejía por parte de la nobleza local, aunque parecía tratarse menos de un asunto de conversión religiosa que de envidia ante la jerarquía eclesiástica. En Albi, por ejemplo, Bernardo obtuvo un notable triunfo, lo que a la vista de los acontecimientos posteriores no dejaba de resultar algo paradójico. A los pocos años de la misión de Bernardo, un nuevo estallido hereje en el sur de Francia disparó todas las alarmas de Roma. Las generaciones futuras lo relacionarían  concretamente con la misma ciudad de Albi. En cierto sentido, las  estadísticas pueden llevar a interpretaciones erróneas. Se ha estimado que,  en el momento álgido del movimiento, el número total de perfecti, la elite espiritual entre los creyentes, apenas excedía la cifra de  cuatro mil. Cuando en julio de 1209 casi la totalidad de la población de Béziers –unas quince mil personas- fue aniquilada en un salvaje acto de limpieza étnica, seguramente no había más de setecientos cátaros activos entre ellos. Pero el Mediodía constituía una sociedad en la que los lazos de fidelidad y lealtad se hacían extensibles a familiares, amigos y conocidos. Se trataba de un mundo en el que el compromiso  activo correspondía a unos pocos, pero en el que la mayoría aceptaba la religión herética como parte de su bagaje cultural. Un mundo en el que los jefes de la sociedad local, la nobleza menor y los hidalgos no sólo toleraban, sino que ofrecían su protección a los Santos de la Fe. Un mundo, en definitiva, que parecía amenazar la propia existencia de la religión convencional que representaba la Iglesia católica romana. Así, cuando fracasó el intento de lograr la conversión mediante la acción de las misiones, la curia papal comprendió que la única manera de acabar con la amenaza era contraatacar con el recurso a la fuerza.

         La aparición y el rápido desarrollo de la herejía en el sur de Francia y el norte de Italia eran,  en cierta medida. Consecuencia del creciente contacto con él con el cristianismo oriental, que se había transmitido gracias a las peregrinaciones del siglo XI y al contacto con estados cruzados constituidos en el XII. En su origen, derivaba de las enseñanzas de un místico y maestro del siglo III, seguramente nacido en Persia, que se refería así mismo como “Mani, apóstol de Jesucristo”. El maniqueísmo rechazaba las enseñanzas del Antiguo Testamento y partes del Nuevo, y en esencial defendía una visión dualista del universo según la cual el mundo físico que percibimos es una creación del Espíritu del Mal, en eterno conflicto con el Principio del Bien. Aceptar esa identificación entre el mundo físico y el reino de Satán llevaba  a la idea de que el creyente puro o perfecto debía liberarse de las convenciones terrenales, y de que los sacramentos de la Iglesia, como la sagrada comunión y el bautismo, debían rechazarse por depender de atributos físicos, como eran el vino y el agua. Ya en junio de 1119 el papa Calixto II convocó un concilio en Tolosa para condenar a ciertos herejes de la región que defendían esos planteamientos y rechazaban el sacerdocio y la jerarquía eclesiástica, y de paso su autoridad exclusiva para administrar los sacramentos. Más adelante, en la misma región, surgió una secta que incluso rechazaba la veneración de la cruz, por haber sido ésta el instrumento del sufrimiento de Cristo. Esas clases de ideas recuerdan a la de la secta de los bogomilos, originaria de Bulgaria, que gozó de gran predicamento en Constantinopla y que contó con adeptos en diversas partes de Europa. En el siglo XII, el término “maniqueo” se empleaba indiscriminadamente y  se abusaba de él para demonizar a los oponentes políticos o a quienes se acusaba de desviarse de la ortodoxia establecida y aceptada.

         Las autoridades francesas creían que las doctrinas disidentes se introducían en las clases más bajas a través de tejedores que se desplazaban de un sitio a otro, mientras que en los estamentos más prósperos de la sociedad los transmisores eran los mercaderes de telas, que traían los tejidos más lujosos de Oriente. Lo cierto es que éstos debían de ser recibidos con los brazos abiertos en las grandes casas, pues las mentes despiertas de las damas más distinguidas se mostraban tan ávidas de ideas exóticas como de novedosas modas. Ellas se encontraban, sin duda, entre las más fervientes defensoras de la herejía. (8) Los mercaderes locales que se dedicaban a la venta de telas también mantenían estrechas relaciones comerciales con el norte de Italia y Constantinopla, de manera que los aposentos  privados de las damas, otro refinamiento más frecuente en el sur, podían convertirse en lugar de discusión de ideas peligrosas con las que tanto las mujeres como los hombres llegaban a alcanzar el rango más elevado de los perfecti entre los cátaros (palabra  que proviene del término griego que significa “puro”). La condesa de Foix llegó incluso a dejar a su marido, con el consentimiento de éste, para entregarse al cumplimiento de los estrictos votos de los “perfectos”. La comunidad  se dividía entre miembros ordinarios, los cedentes, es decir, simples creyentes, y una pequeña elite de perfectos, que eran admitidos en el grupo tras una ceremonia  especial conocida como consolamentum. Éstos dedicaban  su vida a la oración y la contemplación, y hacían votos de castidad y pobreza apostólica, de manera que constituían una especie de sacerdocio que ponía en evidencia al clero ordinario, notorio por su frecuente laxitud en cuestiones morales. Cuando en 1206 y 1209 el papa Inocencio III permitió la creación de sendas órdenes de predicadores viajeros fundadas por San Francisco de Asís y santo Domingo, esperaba combatir la atracción que esa clase de vivencia religiosa podía ejercer en un clero que sí practicaba la sencillez de la vida de Cristo y sus discípulos, y lograr que las enseñanzas de la Iglesia llegaran al corazón mismo de la tierra de los herejes meridionales. Es significativo que ambas órdenes contaran con secciones femeninas, aunque Roma no iba a rebajarse tanto como los herejes, que sí admitían que la mujer formase parte del bajo clero, por más que ni los cátaros parecen haber contado con obispos o diáconos de sexo femenino. (9)

            Seguramente sea cierto que la mayoría de la gente considerara la creencia religiosa como elemento imprescindible de una vida de bien, pero existía una consideración de diversidad  de creencias privadas, como se ponía de manifiesto en los juicios contra los herejes. Que fueran muchas las personas dispuestas a soportar penas extremas por no renegar de su herejía –los quemaban vivos- demuestra la firmeza con que defendían sus creencias privadas. De la misma manera, el hecho de que el clero autorizara aquellos bárbaros espectáculos da fe del miedo que la jerarquía eclesiástica le tenía a la disidencia. Y es que el único pecado imperdonable del hereje era el rechazo de la autoridad de la Iglesia en cuestiones de creencia. En el transcurso del siglo XII surgieron diversas herejías en varias partes de Europa, pero donde la amenaza a la autoridad de la Iglesia llegó a ser especialmente grave fue en sur de Francia. A la gente le ofendía la descarada corrupción de muchos ministros de Dios y el lujo en que vivían. El Mediodía contaba con su propio repertorio de escándalos, desde un párroco que se negaba a abandonar la mesa de juego ni siquiera para celebrar misa, hasta un abad que había arruinado su abadía al vender todas sus propiedades para hacer frente a sus deudas personales. En comparación, las vidas austeras y puritanas de los clérigos herejes resultaban admirables, y hacia la década de 1190 muchos miembros de peso de la propia jerarquía eclesiástica procedían de familias herejes eran íntimos amigos del gran valedor laico de éstos, Raimundo VI, conde de Tolosa.

Paradójicamente, la herejía contaba con sus propias doctrinas ortodoxas y su propia jerarquía, que se consideraba descendiente directa de los Apóstoles. Los cátaros fundamentalistas aseguraban que la suya era la verdadera Iglesia y que Roma era una impostora. Negaban que San Pedro hubiera estado nunca en la Ciudad Eterna y que los huesos que los papas veneraban fuesen de él, pues según ellos los habían puesto ahí trescientos años después de su muerte. En 1167, cerca de Tolosa, los obispos heréticos convocaron un gran concilio, presidido por Nicetas de Constantinopla, autoproclamado jefe de la Iglesia dualista en la capital bizantina. Nicetas tomó medidas para sacar a las comunidades provenzales de ciertos errores y se dedicó a nombrar nuevos obispos. Entre éstos se encontraba el nuevo obispo de Albi, que llegó a tener gran predicamento entre los perfectos y los creyentes. Desde París hasta Roma, las comunidades cátaras del sur de Francia no tardarían en ser conocidas como Iglesia albigense. En 1198, cuando Inocencio III subió al trono pontificio, parecía que Roma corría el serio peligro de quedarse sin la sumisión de importantes territorios del Mediodía francés por culpa de una nueva religión popular apoyada por la nobleza.

Al principio el Papa recurrió a sus misioneros en un intento de devolver a los herejes al seno de la Iglesia. Dada la corrupción y la indiferencia del clero del Languedoc, Inocencio envió a los austeros monjes de la orden cisterciense, entre quienes destacaba Pedro de Castelnau. En las misivas que a través de ellos hizo llegar a los nobles locales, les instaba  a abandonar su apoyo a los herejes y prestarlo a los reformadores. Entre las autoridades laicas contactadas, Pedro de Aragón, rey del estado vecino al otro lado de los Pirineos, gozaba de una notable influencia y se mostró de acuerdo con la necesidad de una reforma, aunque el clero local no se mostró, ciertamente,  tan entusiasta. Ellos, y los nobles que los mantenían, volvieron tras un breve periodo de continencia a sus antiguas costumbres. Así, hacia 1205 los intentos de Roma por restablecer la autoridad papal en el Languedoc mediante la persuasión parecían haber fracasado. Sin embargo, Inocencio era optimista. El conde Raimundo de Tolosa se mostraba dispuesto a someterse a Roma, de la misma manera que el rey Kilin de Croacia, hereje dualista, había regresado al seno de la Iglesia católica. Además, en última instancia, pensaría el Papa, siempre se podía recurrir a la fuerza. Después de todo, sólo hacía un año que en la Cuarta Cruzada se había impuesto a un patriarca católico en la Constantinopla ortodoxa y la Iglesia cismática de Oriente había vuelto a quedar bajo el dominio papal.

La reconversión de los albigenses mediante la persuasión pareció cobrar un nuevo impulso cuando a los cistercienses se unió el monje español Domingo de Guzmán, quien hizo hincapié en la adopción de un régimen de absoluta pobreza, tan estricta como la del clero herético, como única posibilidad de éxito de su  misión. En ello se ven las raíces de la Orden Dominica de los Predicadores Pobres, pero a pesar de los debates públicos celebrados ante árbitros laicos no se logró reducir la hostilidad popular contra  la jerarquía eclesiástica. El conde de Tolosa volvió a sus posiciones anteriores de franca animadversión. En enero de 1208, Pedro de Castelnau, que ya actuaba en calidad de emisario oficial del papa, se reunió con el conde para intentar  llegar  a  alguna solución de compromiso. El encuentro, sin embargo, concluyen agria confrontación donde se preparaba para abandonar Provenza y volver a Roma, Castelnau fue asesinado. Mucha gente creyó que el crimen se había cometido con la connivencia del conde. Al parecer fue el hecho desencadenante que llevó al Papa Inocencio a declarar la guerra contra los albigenses y proclamar así la autoridad de Roma. Al carecer de ejército propio, el pontífice necesitaba ayuda militar, y estaba en disposición de ofrecer incentivos al respecto. Roma se reservaba el derecho de desposeer a los hombres que protegieran a herejes y de entregar sus tierras a terceros. El rey Felipe Augusto de Francia se mostró educado, pero declinó encabezar la guerra contra un noble cuya  herejía no había sido demostrada y que, en cualquier caso, no había jurado vasallaje al papa sino a él. De hecho, la iniciativa pontificia interfería en la soberanía real. Con todo, algunos nobles del norte, como los condes de Bolis y de Champaña, se sintieron atraídos por la promesa de obtener las mismas indulgencias espirituales de las que gozaban los soldados que luchaban contra el Infiel en Oriente. Existía, claro está, el atractivo añadido del saqueo, así como la apropiación de las ricas tierras de los vecinos meridionales con el beneplácito de Roma. Encontraron al comandante que necesitaban en la figura de Simón de Monfort, un pequeño noble de la île de France, y conde consorte de Leicester, en Inglaterra. El rey Felipe, empero, se mostraba reacio a autorizar una expedición de gran envergadura. El asesinato de Castelnau, enviado del Santo Padre en misión conciliadora, trastocó los ánimos en el norte. El otoño de 1208, una horda variopinta compuesta por simples creyentes y cínicos aventureros  emprendió rumbo al sur bajo los estandartes de la cruzada, pero con el desorden y la conquista como objetivos. Aquél fue el principio de más de veinte años de guerra, puntuada por juicios a herejes, muertes en la hoguera y orgías de destrucción indiscriminada. Esa época  fue testigo de la abolición de la poderosa y sofisticada cultura de la vieja Provenza de los trovadores, de la institucionalización del horror de la Inquisición medieval, de las cámaras de tortura y las hogueras para  purgar las filas de los creyentes desobedientes a la Santa Madre Iglesia.

La Iglesia católica había adquirido un compromiso fatal, pues dependía de la despiadada soldadesca del norte para imponer su voluntad, convencida como estaba que a los herejes había que salvarlos a pesar de ellos mismos, por los medios que fuera. Además, en Francia se había puesto en manos de unos hombres empeñados, con calculada frialdad, en la destrucción de cualquier oposición en el sur. Cambiante e imprevisible, Raimundo de Tolosa buscaba  en ocasiones aproximarse a Roma y en otras se alineaba con los herejes. Casi todos los nobles de segundo rango eran herejes declarados, y muchas ciudades, como Béziers, Carcasona y Laurac estaban unidas en la causa albigense, que también contaba con fortalezas tan inexpugnables como la de Minerve, junto a Narbona (conocida en la actualidad por dar nombre a la denominación de origen vinícola de MInervois). En la primera fase de la guerra, mientras el conde Raimundo se sometía una humillante penitencia, Simón de Monfort, con la bendición del abad de Citeaux se apoderó de sus tierras y de sus títulos. En julio de 1209, la población de Béziers fue pasada por la espada, y los mercenarios de Monfort saquearon Carcasona. Un año más tarde, el castillo de Minerve capituló tras negociar que la vida de los defensores sería respetada, cosa que no concurrió, pues fueron masacrados a instancias de Simón de Monfort.

Es posible que el santo Padre se sintiera incómodo con las acciones de sus sanguinarios aliados, aunque lo cierto es que la propia Iglesia, en sus tratos con el Infiel musulmán, alegaba que no hacía falta mostrarse magnánimo con quienes rechazaban la “verdadera fe”. Muchos hombres de Iglesia argumentaban que, si no era así, los herejes que conocían y posteriormente traicionaban el Evangelio eran mucho peores que los que no lo conocían. En 1211, el concilio de Montpellier, dominado por fundamentalistas de la iglesia, consignó el sur herético a los brutales y depredadores barones del norte. Quizá fuese porque se trataba de herejes, lo cierto es que los señores del sur se negaron a ofrecer la otra mejilla, y volvieron a la lucha. Una vez más, Raimundo de Tolosa la encabezaba, y en esta ocasión, incluso Pedro rey de Aragón y buen católico, se unió a sus filas, horrorizado al enterarse de la destrucción perpetrada por los del norte. Perdió la vida  en la batalla de Muret, en 1213, donde los soldados de Monfort lograron dividir a sus enemigos. A pesar de suponer un desastre desde el punto de vista militar, Muret dio un respiro a las fuerzas del sur. El papa Inocencio se mostró dispuesto a estudiar las ofertas de la nobleza. En  el gran concilio de la Iglesia de Occidente, que convocó en san Juan de Letrán en 1215, acordó reconciliarse con sus miembros dirigentes, quienes le rogaron que les permitiera proseguir  con la lucha contra los herejes.

Lógicamente, a Monfort le indignaba ver que eran otros quienes se repartían el botín de su victoria, pero en julio de 1218 murió durante el  asedio a Tolosa, y la guerra contra los albigenses pareció tocar a su  fin. En realidad, aunque los nueve años de asesinato y destrucción habían doblegado la cultura meridional, la herejía seguía gozando de muy buena salud entre los supervivientes. Pero Roma seguía empeñada en prevalecer. El nuevo Papa, Honorio III, daba su apoyo al nuevo rey de Francia, Luis VIII. Al mando de un ejército de barones del norte, obligó a capitular al joven conde de Tolosa, Raimundo VII. Éste se comprometió personalmente a perseguir a los cátaros herejes y pagó una importante indemnización y un tributo durante cinco años, mientras sus aliados, entre ellos el vizconde de Bréziers, también aceptaban rendirse. Sin embargo, la Inquisición, establecida en 1233, provocó un sentimiento de ira generalizado, y la nobleza sometida no tardó en regresar a sus anteriores preferencias, que le llevaron a ofrecer su protección a los predicadores herejes. Aquélla era una época y una región en la que un amigo de la familia, fuera  o no hereje, contaba con apoyo y asistencia, y la “familia”  del Mediodía constituía una extensa red de relaciones que abarcaba no sólo a parientes más o menos lejanos, sino a amigos y personas  dependientes de algunos de sus miembros. A lo largo de aquellos años los herejes habían contado, como último recurso, con su bastión de Monstségur, enclavado en lo alto de una montaña. La presión de la Iglesia y de sus aliados apenas remitía. En 1234, la ciudad de Miossac fue escenario de una quema masiva de cátaros; cinco años después, el conde Raimundo VII fracasó en su intento de rebelión contra Luis IX, el rey francés que a la sazón contaba con veinticinco años. En esa ocasión, el conde sabía que si quería librarse de la presión de París debía llegar hasta las afiladas cumbres de Montségur, reducir sus fortificaciones y exterminar de una vez por todas a sus defensores. Pero incluso en aquel caso se mostraba reacio a dar el primer paso sin una provocación previa, y ésta llegó en 1242, cuando unos inquisidores cayeron en una emboscada y fueron asesinados. Raimundo no tenía conocimiento de la emboscada, pero inevitablemente se convirtió en el principal sospechoso. Para aplacar la sed de venganza del gobierno de París, todavía encabezado por Blanca, la madre de Luis IX, que actuaba en calidad de reina regente, envió a un gran número de herejes a las hogueras de la Inquisición. Nobles de ambos sexos, como Esclarmonda de Perella, cuya familia era dueña de Montségur, murieron aterrorizados en compañía de gentes más humildes, que se habían congregado para resistir la ira de Roma. Por más terrible que fuera el tratamiento que los cristianos europeos dispensaban a sus enemigos musulmanes, no es probable que fuese peor que el que infringían a otros europeos acusados de desviarse de la ortodoxia establecida. El sitio de Montséhur, unos de los episodios épicos más terroríficos de la historia medieval, culminó en marzo de 1244, y con el tiempo ha adquirido categoría de leyenda. Es cierto que cuatro perfecti, cabezas visibles de los herejes, escaparon saltando las murallas y se llevaron consigo los libros sagrados y los tesoros secretos de la secta cátara en dirección a los Pirineos. Al día siguiente, la fortaleza cayó. Doscientos de sus defensores, que hacía apenas unos días habían recibido el consolamentum, el rito último de su secta, fueron quemados en la hoguera sin juicio previo. Los demás fueron puestos en libertad tras meses de duro encarcelamiento y el pago de importantes multas. Aun así, siguieron existiendo comunidades secretas de cátaros. Algunas llegaron hasta  lugares tan alejados como Bosnia, donde un obispo dualista les dio cobijo. Luis IX persiguió a aquellos herejes con el fervor de un santo (sería canonizado a los treinta años de su muerte) la Inquisición, por su parte, tampoco se relajó en su crueldad. En contra de la idea romántica, la persecución suele resultar eficaz, y al respecto sorprende constatar la cantidad de gente que prefiere que no la quemen viva. La Iglesia cátara del sur de Francia demostró más resistencia que otras organizaciones, pero también sus miembros, tras soportar  una cruzada de treinta años en su contra y décadas de brutal persecución, acabaron flaqueando y sucumbiendo. Parece ser que, hacia 1330, los últimos perfecti habían desaparecido ya de las tierras de Provenza. Y, con gran brutalidad, los nobles que los habían apoyado y financiado habían sido reemplazos y expulsados por otros, u obligados a volver a la ortodoxia. Sólo entonces se consideró que la herejía del dualismo había sido definitivamente  erradicada de la Iglesia católica, pero para  entonces la cultura distintiva de la antigua Provenza ya había entrado en el cauce de la uniformidad. En palabras de sir Richard Southern, el más importante  medievalista inglés, las autoridades eclesiásticas de la Europa medieval “fueron las responsables de algunos terribles actos de violencia y  crueldad, entre los que la cruzada contra os albigenses ocupa una terrorífica posición de honor”. (10) Durante  la primera mitad de 1244, en la diócesis de Tolosa se promulgó una moratoria de excomuniones de cinco años, porque la gran cantidad de sentencias dictadas en ese sentido había restado valor a la medida. (11)

Con una estructura eclesiástica organizada, un sistema de creencias rival y un atractivo manifiesto para gentes que  iban desde los nobles hasta el pueblo llano, pasando por el campesinado, el catarismo se había convertido en una seria amenaza para la Iglesia, y no debería sorprendernos la dedicación y el empeño con que ésta procuró su extinción. Sin  embargo, existió una oposición mucho más humilde que también provocó la represión temerosa de las autoridades. En efecto en 1251, la denominada Cruzada de los Pastores (pastoureaux) convulsionó a Francia. Los cronistas, desde los Países Bajos hasta Italia, desde Alemania hasta Inglaterra, se refirieron a ella, y su memoria perduró hasta bien entrado el siglo XIV. Los comentaristas modernos han visto en ella las bases de la protesta social, por vincular el impulso religioso de liberar Jerusalén con el imperativo social de liberar a los siervos y a las clases inferiores empobrecidas. En la obra del cronista en caballerías Jean Froissart se deja oír el eco precoz de esa idea. En efecto, el notario de la Guerra de los Cien Años compara los soldados de a pie de la Revuelta de los Campesinos ingleses, de la que fue horrorizado espectador con “los pastores de tiempos pasados”. (12)

Es posible que la herejía surgiese en la Picardía, pues Amiens, la ciudad  de la Francia septentrional, es el primer centro de importancia en que existe constancia del movimiento, aunque el instigador parece haber sido un tal Maese Jacobo de Hungría. Es probable que en otro tiempo hubiese sido monje, y en cualquier caso se trataba de un hombre culto que hablaba francés, alemán y latín. Proclamó su misión durante la Pascua de 1251 ante los pastores de ganado, hombres de gran humildad y simplicidad que según él, ayudados por la gracia divina, lograrían la liberación de Tierra Santa. Maese Jacobo afirmaba cumplir un encargo de la Virgen María, escrito en un pergamino o cartulum et mandatum, que solía blandir mientras predicaba. Para el cronista  inglés, se trataba de un redomado impostor, y lo cierto es que carecía de autorización papal. Dada la naturaleza del trabajo que desempeñaba, el público al que iba dirigido el mensaje de Jacobo se encontraba entre el de mayor movilidad y el de un personaje algo misterioso, un pastor llamado Rogelio, debían partir en ayuda del rey de Francia y su desafortunada  misión de ultramar. Para cuando llegaron a París, habían logrado armarse con hachas y cuchillos, las armas del campesinado, pero también con espadas. Eran decenas de miles, y marchaban bajo cientos de banderas. Todo indica que el gobierno de la regencia que, en ausencia del rey, encabezaba su madre, la reina Blanca, los recibió favorablemente, y que ésta entregó a Maese Jacobo ricos presentes, “pues creía, como los  demás que él y sus seguidores eran la buena gente del Señor”. (13) Pero las cosas se complicaron cuando el jefe de aquellos cruzados se vistió con la pompa de un obispo, mitra incluida, en la iglesia de san Eustaquio, mientras sus seguidores, si hacemos caso de la crónica de un monje, procedían a la sanguinaria matanza de los clérigos de la ciudad.

La reina exigió su  excomunión, pero el grupo ya había abandonado París y se dirigía hacia el sur, rumbo a Orleans, donde en un primer momento la ciudadanía les dio la bienvenida. Ellos, sin embargo, continuaron con sus ataques al clero, y en esta ocasión añadieron a sus ultrajes actos de violencia contra los emblemas de la fe, profanando la hostia en los altares, las imágenes de los santos e incluso las de su supuesta patrona, la Virgen, a las que cortaban la nariz y sacaban los ojos. Al llegar  a  Bourges, donde a pesar de las cartas enviadas por el obispo los ciudadanos les abrieron las puertas, se encontraron con que los religiosos ya habían huido. La turba, no obstante, dirigió su atención a la comunidad  judía. Pero al perecer el pueblo ya había tenido bastante. La “cruzada” había degenerado hacía tiempo y no era más que una muchedumbre de vándalos mal organizados, en tanto que la próspera comunidad hebrea de Bourges no era tan sólo un activo en el entramado comercial de la ciudad, sino que contaba con la protección especial del rey. Algunos ciudadanos influyentes ordenaron el cierre de las puertas “para vengar la afrenta al rey causada por cualquier ataque a los judíos”. Los sucesos de Bourges son confusos; Maese Jacobo fue asesinado, tal vez por sus seguidores, tal a instancias de las autoridades, y los burgueses persiguieron y dispersaron a los “cruzados”. En Burdeos, donde habían llegado un grupo escindido, Simón de Montfort, lugarteniente en la zona del rey de Inglaterra, exigió saber bajo que autoridad avanzaban. Al ser informado de que no rendían vasallaje al Papa, sino sólo a  Dios y a “Santa María, su madre, que es más grande”, amenazó  con decapitarlos si no se dispersaban. Según Matthew Paris, se disolvieron como arenas movedizas. Uno de sus comandantes logró escapar y llegó a Shoreham, en el ducado de Kent, importante puerto que comerciaba con la Gascuña inglesa, y desde allí intentó organizar otra cruzada con la participación de pastores locales. Cuando se conoció  su relación con Maese Jacobo, fue capturado y tuvo una agonía espantosa, pues murió  descuartizado. Finalmente, algunos de sus futuros cruzados recibieron la cruz de manos de “hombres buenos” y partieron para  unirse a las fuerzas del monarca francés.

Aunque es cierto que atrajo a desalmados que lastraban la fuerza del movimiento, fueron miles los que se alistaron de buena fe en la Cruzada de los Pastores. Todos reconocían la atracción de la historia de la Natividad que se contaba en los Evangelios, pues ¿acaso no era cierto que el señor tras su nacimiento, se había aparecido a unos pastores a través de un ángel? Pues entonces ellos irían al lugar de la Natividad y vencerían a sus enemigos”. No hay  duda de que todo empezó como una llamada sincera a los creyentes más humildes. Rogelio, lugarteniente de Jacobo, había aceitado sin problema a mujeres, y hasta a niños y niñas que querían convertirse en cruzados. Además parecía que el propio Dios había dado la espalda al orgulloso estamento de los caballeros de Francia, por lo que había llegado el momento de que los humildes y  los dóciles de la tierra vencieran en Su causa. Empero, claro está, muchos vieron en aquel episodio el engaño con el que el demonio tentaba a los creyentes más pobres de espíritu, y bastante se acordaron del cruel engaño que sufrieron los niños en la cruzada que lleva su nombre. Sea como fuere, lo cierto es que, seguramente desde el principio, el aquel movimiento existió un fuerte componente de anticlericalismo. Y a medida que la cruzada iba avanzando, sus comandantes, muchas veces acompañados de hombres armados, se dedicaba a predicar escandalosamente contra el clero y  a relatar “cosas vergonzosas e impronunciables” sobre la corte otomana. Para consternación de los religiosos, el público atendía aquellas diatribas con evidentes muestras de aprobación. En ellas se condenaba a los monjes e incluso a las órdenes religiosas de reciente creación, pues habían sido  ellos quienes habían predicado la cruzada del rey Luis, que había fracasado de manera humillante. Muchos, en vez de culpar al rey, consideraban responsable al clero, mientras que otro lo acusaban de haber condenado las prédicas de Maese Jacobo a los pobres y los humildes; incluso había quien consideraba la derrota militar  de los cristianos como prueba de la injusticia intrínseca de la causa. Un comentarista recordaba que, en una ocasión “la multitud congregada empezó a  silbar a unos dominicos y franciscanos que recogían armas en nombre de Cristo y, en presencia de ellos, llamaron a otro pobre que pasaba por allí y le  dieron unas monedas [denarii], diciéndole: “Tómalas en nombre de Mahoma, que es más poderoso que Cristo”. Hubo clérigos que defendieron desde el primer momento que los pastores habían formado parte de un plan de los musulmanes para derrocar  a las autoridades establecidas en Francia y así dejar al campeón de la cristiandad expuesto a la subversión y la derrota. Tales especulaciones y rumores sugieren que, en ciertos ámbitos, a mediados del siglo XIII, la creencia en el movimiento cruzado había alcanzado una consideración bajísima. Y ni siquiera el hecho de que el emperador Federico II recuperara la ciudad de Jerusalén sirvió de gran cosa para revivir el entusiasmo por las cruzadas oficiales.

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NOTAS

Hindley, Geoffrey, Las Cruzadas, Paganos, herejes y niños, Barcelona, Ediciones B, S.A., 2005, pp. 249-274.

 

1, Basado en Housley, Norman, The Later Crusades: From Lyons to Alcazar 1274-1580, Oxford, 1992, pp. 324-325.

2.-Seibt, Ferdinand, Glanz und Ekend des Mittelaters (Berlín, 1987), p. 321.

3- Brundage, James A., The Crusade, Holy War and Canon Law, Aldershot, 1991, X, p. 120.

4.- Ibíd-. XIV, p. 3.

5.- Ibíd., XIV, p. 5.

6. - Riley-Smith, Jonathan, What were the Crusades? Basingstoke, 1995, p. 14.

7. - Barber, Malcolm, Crusaders and Heretics 12th-14th Centuries,, Aldershot, 1995, XI, p. 14.

8.- Basado en Runciman, Steven, The Medieval Manichee, Cambridge, 1947, p. 131.3.

9. - Barber, op. cit., III, p. 51.

10. - Southern, Richard, Western Society and the Church in the Middle Ahges, Harmondsworth, 1970, p. 19.

11.- Ibíd., p. 122.

12.-Barber, op. cit., IX, p. 1.

13.- Ibíd., IX, p. 3.


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