El gran error de la República.
Entre el ruido de sables
y
la ineficacia del Gobierno
El pronunciamiento de julio de 1936 y la guerra civil no fueron
inevitables. La República pudo prevenir el golpe de estado y desarticular la
conspiración que había ido tejiéndose durante años. Ángel Viñas desvela cómo
los servicios de defensa interior y exterior detectaron los riesgos y amenazas
de involución, pero también cómo los gobiernos de Azaña y Casares Quiroga desoyeron
el ruido de sables contra la democracia. Ello permitió que permanecieran en el
corazón mismo de los mecanismos de defensa republicanos elementos de la
clandestina Unión Militar Española (UME), partícipes de la confabulación
monárquica. Gracias a documentación procedente de una docena de archivos
españoles, franceses, ingleses, italianos y belgas, este nuevo libro
reconstruye tanto las maquinaciones de los futuros sublevados como, y sobre
todo, el fracaso gubernamental a la hora de decapitar una conjura amparada por
la Italia fascista.
Manuel Azaña, cuando
desempeñaba el cargo de ministro de la Guerra, pronuncia un discurso en la
Academia militar de Toledo, el 7 de octubre de 1931. A su espalda, el general
Queipo de Llano (foto: Efe)
La información de los «conspirados en contra»
Las autoridades republicanas se vieron
atacadas en múltiples frentes, pero en este libro he elegido el operativo con
un enfoque cronológico, porque la evolución pasó por diversas fases y
escenarios, en una cierta sintonía con la obra anterior. He hecho hincapié en
el temprano funcionamiento de los dispositivos de alerta de la República (sin
querer entrar en sus antecedentes). Lo hicieron a través del aparato
diplomático y de inteligencia en el exterior mientras la plana mayor de los
conspiradores (en especial Calvo Sotelo) permaneció en el extranjero, y me he
centrado en los dos países de interés para la evolución ulterior: Francia e
Italia.
Teniendo en cuenta la documentación generada por la
diplomacia española, creo haber demostrado que si bien cumplió su papel
satisfactoriamente, no tuvo la capacidad ni los recursos para abordar otras
dimensiones. Se limitó a las clásicas. Subrayo, sin embargo, que ya en el
primer bienio no pudo quedar oculto a los responsables gubernamentales en
Presidencia, Guerra y Gobernación (Azaña y Casares Quiroga, esencialmente) que
los monárquicos se movían y no para bien. Los servicios de inteligencia
funcionaron, si no como los equivalentes de MI5, MI6 o sus homólogos franceses,
sí lo suficiente para un país como España. Por desgracia, los destellos rojos
que emitieron tales dispositivos ni se procesaron ni despertaron mayor atención
(que yo sepa). Ni entonces ni tampoco en la primavera de 1936. Es interesante
destacar que, dentro de una continuidad institucional básica en la estructura
del Estado, durante los años de paz, los cambios de Gobierno, con sus
intrínsecos problemas de lealtades y deslealtades, ofrecieron oportunidades y
también desventajas. He señalado el papel clave de algunos de los vigilantes de
las continuidades. Lealtades e iniciativas antes de la victoria del Frente
Popular se vieron interrumpidas tras ella con consecuencias del todo punto
negativas.
El dispositivo más
importante potencialmente fue el aparato de inteligencia e información
incrustado en el Ejército y en la Marina. Correspondió al presidente del
Consejo y ministro de la Guerra, Manuel Azaña, el honor de ponerlo a punto en
1932. Se dirigió contra manejos «extremistas» que, al principio, se situaron
en las izquierdas. He pasado un poco por encima de él porque en
realidad estas no fueron nunca el peligro que amenazase la existencia de la
joven República española, afirmación que, sin duda, levantará las iras de
numerosos lectores e incluso de algún estimado colega. Las algaradas
anarquistas fueron reprimidas a sangre y fuego en 1931, 1932 y 1933. La
tan mitificada «revolución de octubre» corrió la misma suerte. Frente a un
Ejército unido y obediente a la voz de mando, no había en España fuerza alguna
que pudiera hacerle frente. A finales de 1935 y principios de 1936 una parte de
dicho Ejército empezó a desgajarse del correlato bajo el cual se había amparado
dos años antes. En la práctica se emancipó del Gobierno. Quienes iban a
sublevarse habían aprendido una lección, sesgada ciertamente, pero lección al
fin. El Gobierno no lo hizo y las variopintas izquierdas tampoco.
Este libro se
centra, pues, en el único peligro que, en realidad, acechó a la
República. El que provino de un sector de las derechas (esencialmente
monárquicos y carlistas, con la CEDA en retaguardia y persiguiendo objetivos
específicos). Bajo el impulso y dirección de los primeros actuó la
Unión Militar Española (UME) en el seno del propio Ejército para ir generando
«anticuerpos» con los que cortar la posibilidad de que el régimen republicano
derivara de nuevo hacia la izquierda y envolviendo sus actividades en el
discurso anticomunista. He efectuado un recorrido, ni corto, pero
tampoco prolijo, por las actividades de tal organización apoyándome en la
evidencia localizada: básicamente su producción clandestina de incitaciones más
o menos disfrazadas a prepararse para efectuar una sublevación (de carácter
terrorista) contra la inventada posibilidad de que la larga mano de Moscú
atenazara y estrangulase a España. La de Moscú y ninguna otra diferente.
Sus actuaciones siguieron los pasos de sus proclamas. Que hoy historiadores
conservadores las disminuyan no quita un ápice a la influencia que sus
propagadores en la época le otorgaron y que, simplemente, fue fundamental. Eso
sí, la han retomado ciertos partidos políticos como si el tiempo no hubiera
transcurrido, apelando a temores dejados por la dictadura en el cuerpo social
español.
Enero de 1936. José Calvo Sotelo, Jorge Vigón, el
Marqués de la Eliseda y José María Lamamié de Clairac en las Cortes (foto: Díaz
Casariego)
El amable lector
habrá observado que en esa producción propagandística no aparecen denuncias
sobre actuaciones gubernamentales o de las izquierdas contra la Santa Madre
Iglesia católica, uno de los puntales de los sublevados en la posterior
«Cruzada». Ni que tampoco se puso demasiado énfasis en la supuesta
«desmembración» de España (aunque no faltó, sobre todo en Cataluña). No se
mencionaron problemas económicos (reforma agraria). Siempre destacó el
comunismo. Esto no se produjo por azar: la supuesta «bolchevización» de la
PATRIA, de la mano de las izquierdas, fue la palanca esencial. Muy en consonancia
con la propaganda de Mussolini. ¿Un injerto falangista? Lo hubo, pero no todos
los sectores del Ejército a los que la propaganda sediciosa se dirigía eran
falangistas. En cualquier caso, espero haber abierto un melón en el que los
cultivadores de los cultural studies, tan en boga hoy en la
historiografía, puedan continuar hurgando en el futuro.
Gracias a colegas
mencionados en este libro, y en particular a Eduardo González Calleja y Rafael
Cruz, entre otros, se conocen, para quien quiera leerlos, los actos de
insubordinación y desprecio hacia las autoridades republicanas de numerosos
jefes y oficiales. Muchos de ellos, aunque no todos, tuvieron respuestas que
aparecieron en las páginas de la Gaceta. Ni fueron suficientes ni
decisivas y el lavado de cerebros continuó. Con pleno conocimiento, todo hay
que decirlo, de las autoridades civiles y militares republicanas concernidas y,
me temo, quizá un tanto asustadas.
Gil Robles, ministro de la Guerra, con Franco, jefe
de estado mayor y otros jefes y oficiales
He coincidido con
la impresión sobre el terreno que desarrolló Díaz Sandino al poner de relieve
en plena guerra civil el papel fundamental de la UME. En sus propias palabras:
Apoyada por las derechas, inició una actuación
solapada que les dio magníficos resultados. Se apoderaron poco a poco de los
principales mandos […] al mismo tiempo que hacían una campaña en conversaciones
y escritos […] llegando incluso a influir en los hombres del Gobierno. A la
vez, empezó a lanzarse por los cuarteles el rumor de que se preparaba un
movimiento comunista en el que se procedería al asesinato de los militares.1
Ni que clavado.
Los dispositivos
creados por Azaña funcionaron. A la SSE aportaron información, si bien solo las
incitaciones escritas de la UME parecen haberse conservado en una parte que
podemos caracterizar, sin miedo a equivocarnos, de no demasiado amplia. Por
fortuna, en una operación liderada por la OIE de la DGS (hasta hoy poco
esclarecida y contextualizada) se infiltró un agente al servicio del Gobierno.
Ocurrió en 1935 y no sabemos cuándo exactamente la SSE se enteró de ella. Desde
luego el responsable ministerial de la época, Portela Valladares, pasó nota al
Ministerio de la Guerra que ocupaba Gil Robles, quien a su vez es imposible
(salvo que fuese idiota y no lo era) que ignorase los manejos de la UME. Como
tampoco los ignoraba Franco.
No preocuparon
desde luego al líder de la CEDA, pero por si acaso no dudó en tergiversar de
manera adecuada en sus no siempre fiables memorias. Una forma elegante de
quitarse el sambenito que llevaba encima tras haber hecho la pelota, vanamente,
a SEJE después de la guerra. La tergiversación la aplicó también el propio
Franco con gran entusiasmo, no en las memorias que por lo que sabemos nunca
escribió (salvo sus «Apuntes»), pero sí en sus malhadados intentos de
autoproyectarse Caudillo absoluto e infalible, como poco menos que la fuente y
el director de la conspiración militar. Franco había montado su carrera militar
sobre, en parte, una superchería, reclamando sin éxito la Laureada, y continuó
su carrera política como el militar que, desde fecha temprana, habría dirigido
el movimiento (terrorista) que desembocó en la «Cruzada».
Nadie ha dicho
mucho de aquella operación de información y control de la DGS, salvo indirectamente
Portela Valladares. De lo que no hay el menor rastro es que los dirigentes
republicanos en el ámbito militar y de la seguridad pudieran llegar a intuir la
conexión entre monárquicos y fascistas italianos. Los únicos que, quizá,
supieron algo fueron Goded y el propio Franco, pero no está demostrado con
documentos. Con todo, el curioso episodio del marqués de Carvajal en el primer
caso y el chusco intento de Franco de querer escaparse de Gran Canaria con
pasaporte italiano pueden dar materia para varios relatos novelados. No
historiográficos. Sin el menor deseo de colgarme una medalla (porque tarde o
temprano algún historiador habría profundizado en los antecedentes y trasfondo
de los contratos del 1. º de julio), creo que su conocimiento habría llevado a
otros autores a la conclusión de que probablemente contribuyeron a dinamizar
los esfuerzos de los conspiradores sin que el Gobierno atisbara el menor
indicio de lo que se le preparaba.
Comida de jefes y oficiales de las guarniciones de
Canarias (entre ellos, Franco) en Tenerife el 1 de julio de 1936 (foto: Nueva
Tribuna)
En un país de
fronteras abiertas, como la España de la época, pero no la de Franco hasta
1959, era imposible impedir viajes ya fuese a diputados (Sainz Rodríguez) o a
ciudadanos italianos establecidos en el país para que circularan entre las dos
penínsulas. Así se formó una cadena difícil de romper. Tampoco está demostrado
que la DGS penetrara en los recovecos internos de un partido político
absolutamente legal como Renovación Española. Y, dado que a los carlistas se
les mantuvo un tanto aparte en Roma de las maniobras alfonsinas previas a la
sublevación, es probable que la activación final del vector italiano también
les cogiera algo de sorpresa.
En todo caso, hay
que hacer de la necesidad virtud. Con parte de la información recogida por la
SSE se obtiene una buena representación de la ideología y objetivos que
perseguían los militares potencialmente sediciosos, una República dirigida de
nuevo por la izquierda moderada, con o sin colaboración socialista, se les
presentó como desagradable escenario a aniquilar a toda costa y a todo precio.
He reproducido una muestra significativa de sus escritos. No hay la menor duda
de sus querencias: abolir el régimen republicano, la democracia y la
molesta subordinación del Ejército al poder civil. Azotaron las
conciencias y las voluntades del sector más reaccionario y carpetovetónico de
la oficialidad. También, con las peroratas parlamentarias y la prensa que les
era fiel, insistieron de manera recurrente, consistente y permanente en el
peligro comunista. Incluso les ayudaron, de forma objetiva, las izquierdas, que
no preparaban ninguna revolución. Por debajo quedó siempre la necesidad de
volver a la situación económica y social erosionada por las reformas. A los
orgullosos sublevados, convertidos en terroristas de uniforme, llenos de
hipernacionalismo y de leyendas, les llenaron la cabeza de pájaros para
transmutarlos en soportes de la reacción, que por su lado apoyó un sector nada
despreciable de las incipientes clases medias conservadoras y católicas.
Algunos miembros destacados de la trama civil del
golpe de 1936 aparecen en esta imagen del acto de constitución de la oficina
electoral denominada Tradicionalistas y Renovación Española (TYRE). Sentado en
el centro Antonio Goicoechea, flanqueado por el conde de Rodezno y Víctor
Pradera. A la izquierda de la fotografía, Pedro Sainz Rodríguez (foto:
Wikimedia Commons)
Los gobiernos de
la primavera de 1936 tuvieron abundante información en sus manos y la
posibilidad de exigir más a sus funcionarios, militares y civiles. Es algo que
se ha dicho desde siempre. Lo cierto es que no actuaron de forma contundente
y/o en aplicación de la máxima del «conoce a tu enemigo». Aunque no se quedaron
del todo paralizados, mostraron una renuencia difícil de explicar a la hora de
abordar el GRAN problema que tenían enfrente y con el que Azaña tuvo que lidiar
nada más hacerse cargo de la presidencia del Consejo en febrero de 1936. Es
improbable que no se hubiera enterado del intento de golpe de Estado blando que
prepararon Franco, Gil Robles y otros, entre ellos Cabanellas, en el mismo
momento en que ya se veía la derrota de Portela en el centro y de los partidos
de derechas. Por cierto, que los esfuerzos realizados por tantos historiadores
de esta orientación, antes de la Ley de Memoria Histórica y después, para
disminuir, aminorar, suavizar o simplemente negar el intento de la pareja Gil Robles-Franco
de accionar los mecanismos militares no se compadece demasiado con lo
documentable y que tampoco han documentado demasiado bien.
Ni Azaña, ni
Casares Quiroga dijeron nunca nada de las informaciones que les llegaron.
Sorprendente. Tampoco los ministros de la Gobernación en el primer bienio o en
la primavera de 1936, con Casares Quiroga incluso ocupando las dos carteras. De
los jefes del Estado Mayor Central (Masquelet, Franco) no hay ni que hablar.
Quitando el último, quizá no sea de extrañar, puesto que habrían revelado que
habían sido engañados como colegiales. He mostrado mis sospechas respecto al
comportamiento del último jefe, el general Sánchez-Ocaña, otro ilustre
desconocido que sabemos que se enteró por el propio Portela de la actividad de
un espía dentro de la UME. Durante la guerra se refugió en la embajada de
Bolivia y después de ella no le pasó nada. Añadamos la actuación del teniente
coronel Uguet, experto en intoxicaciones. Quizá si Prieto hubiese sido
presidente del Consejo hubiera cortado la ya muy avanzada conspiración. Casares
fue un fracaso.
Santiago Casares Quiroga pasando
revista a las tropas en San Sebastián en 1933 (foto: portal Fuenterrebollo)
Abriendo
puertas
Es posible que la SSE aflojara su actividad
en la primavera de 1936. O que no se hayan conservado los papeles que recibía
su jefe, un desconocido absoluto en la historiografía. Tampoco hay que olvidar
que la documentación que hemos manejado es solo parte de la que cayó en manos
de los vencedores tras la guerra civil. El resto es verosímil que lo
destruyeran los propios republicanos o las cohortes victoriosas o que haya ido
a parar a algún archivo que no he visitado. Al menos contamos con una lista de
miembros de la UME que puede dar mucho recorrido para investigaciones futuras
por otros autores. La historia que se hace y la historia que se escribe no son
estáticas ni se detienen nunca y, por varios motivos, sigue teniendo validez
aquel famoso chiste de tiempos soviéticos de que no hay cosa que cambie tanto
como el pasado. Es deber de todo historiador genuino abrir puertas, nunca
cerrarlas. En cualquier caso, señalo un futuro sendero a hollar si la
documentación lo permite: ¿qué
significa que el Negociado de Control de Nóminas del Ministerio de la Guerra y
que estaba radicado en la DGS supiera que se detraían de la paga mensual las
cotizaciones a la UME de los militares a ella afiliados? Es
muy posible que cuando se responda a esta pregunta salgan más sapos y culebras
todavía ocultos en los archivos de la época.
José Alonso Mallol (1894-1967), director general de
Seguridad en 1936 (foto: alicantepedia)
Hay otra incógnita
fundamental para la que, desgraciadamente, seguimos sin respuesta: la
documentación relacionada con la OPERACIÓN MANRIQUE procedió de la DGS. Es
obvio que toda esta, y los documentos relacionados con la UME y la SSE, cayeron
en manos de los vencedores. Pero el investigador debe plantearse la cuestión de
que lo más verosímil es que estuvieran también en los propios ministerios de la
Guerra y de Gobernación antes de la sublevación. Esto induce a pensar que
serían conocidos no solo en la primavera de 1936, sino también antes. No cabe
descartar que Franco y Gil Robles, a diferencia de Azaña y Casares Quiroga,
hubiesen tenido una mejor idea de los resultados que arrojaban los dispositivos
de protección de la República.
También habría
sido posible que los obtenidos por la SSE en la primavera de 1936 los hubieran
conocido los derechistas incrustados en la operación. El sabotaje de las
labores de Alonso Mallol, Buzón, Casares o Moles pudo no ser el resultado
solamente que todo el mundo imputa a Martín Báguenas, un sinvergüenza de tomo y
lomo, sino también de muchos otros. Se trata de vías que no hemos considerado
por falta de documentación. Debemos mencionarlas para reforzar las más
importantes conclusiones operativas que podrían aducirse al explicar los
fracasos a la hora de neutralizar a los más conspicuos conspiradores. En el
mismo sentido debemos subrayar la significación de la postergación absoluta del
director general de Seguridad, Santiago Hodson. Lo que escribió Azaña es,
mientras no se demuestre lo contrario, totalmente inexacto. Nada hace pensar
que el capitán Santiago no fuese leal a la República, pero con dicha
postergación, políticamente comprensible, el Ministerio de Gobernación perdió
una baza importante que, por lo que sabemos, jamás se intentó aprovechar de
alguna otra manera. Durante la guerra se refugió en la embajada de México y se
exilió a este país.
El comisario Santiago Martín Báguena (1883-1936),
infiltrado de los sublevados en la DGS, con sus hijos en Ahora, 3 de diciembre
de 1935
Su sucesor, Alonso
Mallol, sin duda heredó ficheros y conocimientos, pero a pesar de su buena
voluntad, y por razones no documentadas, ni Azaña, ni Casares ni Moles tampoco
le hicieron demasiado caso. Esta responsabilidad no hay forma de quitársela. De
haber cortado la conspiración militar es posible que la República hubiera
tomado una orientación derechista, incluso bordeando el fascismo, pero España
se hubiera ahorrado la guerra civil. Desgraciadamente, no es posible prever los
contornos del futuro ni tampoco identificar las bifurcaciones históricas, como
la de las elecciones de 1936, en las cuales un país puede tomar una senda en
lugar de otra.
He cargado las tintas
contra Casares Quiroga. Que no hiciese el menor caso a los rumores que le
llegaran de La Coruña es incomprensible. Que Pérez Carballo no le hubiera
manifestado su incomunicación con el general Salcedo me parece algo más que
extraño. ¿O le engañó la SSE? Misterio. Como también lo es que se pasara por el
arco de triunfo las admoniciones de Vega Manteca. ¿En qué estaba pensando el
señor presidente del Consejo y, encima, ministro de la Guerra? He pasado
revista a algunas de las explicaciones que se han aducido en la literatura. En
general, no me convencen. El resultado es que no se paró ni la insurrección en
Galicia ni, para colmo, en Andalucía, dos territorios de importancia algo más
que estratégica y en los cuales el éxito, fácil, de la conspiración determinó
la suerte de la guerra. ¿Tenía Casares Quiroga miedo del alto mando?, pero
Yagüe no lo era y lo dejó escapar sin apenas un rapapolvo.
¿Pecó de un exceso
de confianza?
Ernesto Vega Manteca (1894-1939), gobernador de
Granada en 1936 (foto: Unión Republicana)
Por eso he
rescatado el informe del gobernador de Granada. Lo publicó Martínez Barrio en
sus memorias, pero ha quedado apartado en el trastero de los papeles olvidados.
En mi opinión es congruente con los vectores que se pusieron en marcha un mes
después en la explosión de julio: entre ellos, la energía y el compromiso de
los mandos intermedios en el golpe, el beneplácito de su general, el aviso a
los compañeros «traidores» de que se les trataría como a los conejos. Y,
enfrente, las fuerzas leales: una Guardia Civil relativamente esquiva, unos
Asaltos en principio dispuestos, pero insuficientes para contener una
sublevación en toda regla, y la policía municipal para hacer frente a toda una
guarnición fuertemente armada. No podría haberse ilustrado mejor lo que
ocurriría en muchos otros lugares de España donde triunfó el golpe. Fiar
el destino de la República a un conglomerado de fuerzas heteróclitas para hacer
frente al Ejército, provisto de armas pesadas y sometido a una disciplina de
guerra, fue un error existencial.
Sobre las razones
de Azaña para no actuar con la necesaria contundencia a lo largo de la
primavera de 1936, ni que tampoco ordenara que se hiciese, se ha discurseado
mucho. No fue por una sola razón. Fue más bien una combinación de concausas.
Desde luego este libro muestra que puede descartarse la que sigue siendo
aducida de manera prominente por muchos historiadores: la esperanza de que el
golpe sería, más o menos, una repetición mutatis mutandis del
intento de 1932. El volumen, extensión y naturaleza de las informaciones de que
el Gobierno disponía y los recursos orgánicos a sus órdenes la invalidan.
Desfile del 14 de abril de 1936 en A Coruña. De
derecha a izquierda, el gobernador Francisco Pérez Carballo, su esposa Juana
Capdevielle San Martín, el general Enrique Salcedo Molinuevo y el alcalde
Alfredo Suárez Ferrín. Todos serían ejecutados tras el golpe (foto: nomes e
voces)
Azaña desaprovechó
la ocasión de asentar su autoridad desde el primer momento. Relevar de sus
cargos a Goded y Franco no fue suficiente. Hubiera debido ponerlos en
disponibilidad. También a Cabanellas. Sospecho que Masquelet, aunque leal, no
dio la talla. Tampoco, me temo, el sucesor de Franco, Sánchez-Ocaña, y no me
cansaré de repetir que sus papeles e incluso su hoja de servicios han
desaparecido. Dicho general, junto con Casares, Moles y, no en último término,
Galarza, constituye la cuarta de las grandes incógnitas que encierra este
libro. ¿Quién hubiese podido prever en 1936 que, dos años después de terminada
la guerra civil, Galarza iba a estar en el centro de una operación cuya
importancia fue tal que su nombramiento como ministro de la Gobernación
despertaría la alegría en la cumbre del Gobierno británico, cuyo líder máximo
empujaba una operación para sobornar a los supuestamente fieles paladines de
Franco?
En mi modesta
opinión, ninguno de los rectores de la política de seguridad
republicana sale bien de esta historia. No lo hace Casares Quiroga, a pesar
de los esfuerzos hechos para redimirlo; no sale bien Moles, evaporado; tampoco
sale bien el presidente de la República. Anticipo que esto provocará
posiblemente une levée de boucliers entre colegas y lectores.
He tratado, sin embargo, de ser ecuánime. No he regateado el aprecio con que
consideraron a Azaña dos de los mejores embajadores que sirvieron a sus países
de origen con lealtad e inteligencia: sir George Grahame y
Jean Herbette (sin tener en cuenta la evolución posterior de este último). He
enfatizado una y otra vez las circunstancias extenuantes que pudieran
esgrimirse en favor de Azaña, ante todo la imposibilidad de conocer o de
detectar la conexión fascista, pero nada de ello impide que haya que establecer
la tesis de que, al menos, algo más y mejor podría haber hecho para desbaratar
la conspiración.
General Carlos Masquelet Lacaci (1871-1948),
ministro de la Guerra en 1936 (foto: S.B.H.A.C.)
Que en junio
Barcia dijera a Herbette que el Gobierno pensaba en trasladar a Mola y no
hiciera nada es una muestra de miopía y de falta de previsión que España pagó
muy caro. También la propia República. En todo caso, la responsabilidad por la
guerra civil no cae sobre ninguno de ellos. Fue única y exclusivamente un
proyecto puesto en circulación por un sector, el más doctrinario y el más
obtuso, de las derechas. También sé que esto va en contra del sedicente
«revisionismo» (una expresión muy desafortunada, ya que toda historia genuina es,
por definición revisionista) que pretende basarse en «pruebas» objetivas y
analizarlas con espíritu puramente científico. Invito a que traten de
descalificar las que se han aportado en los cinco libros que he escrito o
coescrito sobre la conspiración por parte de Franco y de otros. Hasta ahora
nadie lo ha hecho con, digamos, la EPRE adecuada. Sí se ha hecho con meros
dicterios. Cada uno a lo que sabe.
Finalmente, con el
último capítulo de esta obra creo haber redemostrado ad nauseam que
el apoyo a la conspiración por parte italiana fue fundamental. Mussolini
declaró la guerra a la República el 1. º de julio de 1936. Ya lo había
argumentado en una investigación anterior. En esta identifico las coordenadas
en que tal declaración in pectore se produjo y exploro algunas
inequívocas pruebas adicionales que así lo demuestran. Lo hago basándome en el
episodio conocido, pero insuficientemente apreciado, de la llegada de los
primeros aviones italianos a Marruecos. Los interrogatorios de las autoridades
francesas a los aviadores fascistas que cayeron en su poder ratifican la tesis
sin la menor sombra de duda.
Santiago Casares Quiroga con el ministro de Estado,
Augusto Barcia Trelles, en Madrid, 1936 (foto: Wikimedia Commons)
¿Y qué pasa con
los camelos divulgados por Arrarás y Bolín, amén de otros seguidores, sin
excluir a un conocido general de división en el Ejército del Aire o un profesor
norteamericano que no suelo mencionar? Pues que sus fantasías van adonde deben
ir: al proverbial basurero historiográfico.
En definitiva, se
cumple algo que siempre he señalado en relación con la versión de los
vencedores: en casi todos los puntos fundamentales no fue más que un ejercicio
continuado de Projektion. En este caso, el griterío ansioso,
permanente, abracadabrante, ante la supuesta garra moscovita que no menos
supuestamente iba a acogotar a la España eterna e inmortal y convertirla en un
peligro para la civilización europea, cristiana y occidental, se torna en la
demostración documental e implacable que quienes quisieron acabar con la
República fueron los conspiradores monárquicos, civiles y militares, con el
apoyo garantizado de la primera potencia fascista. Y eso que no pudieron,
aunque lo intentaron, garantizarse el de la segunda, mucho más potente y
peligrosa. No solo para la democracia republicana, sino también para la
europea.
José Antonio Primo de Rivera acompañado, entre
otros, por Juan Antonio Ansaldo, Julio Ruiz de Alda, Raimundo Fernández Cuesta
y Manuel Mateos, a la salida del mitin de Falange Española en el Cine Europa,
el 12 de Febrero de 1936
Nadie mejor que
los plumillas al servicio del Ministerio de (Des)Información y Turismo para
presentar en tonos brillantes el camelo en aquella época fundamental:
El Movimiento
Nacional, desde su primera hora, desde su minuto inicial, había respondido en
principio a una originalidad de conducta inatacable. El Levantamiento español,
que abrazaba de igual forma al Ejército, la Falange, los sectores tradicionalistas
y monárquicos, no contó con nadie extraño a ella, a España, para organizar la
Cruzada […] Unos meses más tarde y España se hubiera convertido en filial
moscovita. Solo la injerencia francesa y la del comunismo internacional
convirtió la batalla España en centro de más graves conflictos.2
Los tiempos han
cambiado. Las formas también. Lo mismo que los argumentos, hoy algo más
sofisticados. Se acentúa el caballerismo. El miedo. Pero las esencias
permanecen. Hay que mantener el relato porque de lo contrario ¿cómo defender lo
difícilmente defendible, la marcha querida hacia la guerra? Se inflan los
disturbios, los asesinatos, las muertes, la violencia. Son las últimas astillas
a que agarrarse. En ello, ¿quiénes han desbancado a Rafael Cruz o a Eduardo
González Calleja?
Gil Robles, de pie, durante el
debate del 16 de junio de 1936 en el Congreso de los Diputados. Tras él,
sentado en su escaño, Calvo Sotelo (foto: Tiempo de Historia, VII, 80-81)
La no identificación del
enemigo: un ejemplo foráneo
Incurrir en un fallo grave de no
identificación suele tener consecuencias calamitosas. Ahora bien, como no soy
de esos autores proclives a la flagelación del pasado español quisiera terminar
estas conclusiones con un episodio que, en lo que sé, hasta ahora no se ha
conocido. No se refiere a España. Es una historia de espías y de las
insuficiencias de un primer ministro, también malorientado.
Pocos lectores tendrán, espero, la menor duda
de que mientras el Reino Unido puso en práctica una política de neutralidad
negativa hacia la República española durante la guerra civil, su principal
preocupación fue evitar un conflicto europeo. Es lo que llevó a Neville
Chamberlain a intentar despegar vanamente a Mussolini de Hitler, a acentuar la
política de apaciguamiento de los dictadores fascistas y a mantener distancias
con respecto a la Unión Soviética. Incluso, en algunos momentos, a presionar a
los gobiernos franceses. Al tiempo, los servicios de inteligencia y los órganos
pensantes del funcionariado civil y militar británico fueron determinando, con
creciente confianza, que el futuro enemigo sería el Tercer Reich. Todo esto es
sabido y ha generado una abundantísima literatura.
Sir Vernon Kell (1873-1942)
Siempre hay
sorpresas. El 23 de mayo de 2013, el proceso de desclasificación documental en
los Archivos Nacionales británicos afectó, por fin, a un expediente con un
título prometedor: Political Memoranda on European Strategic Issues.
Cubre un lapso de tiempo limitado: del 27 de enero de 1939 a 21 de octubre de
1941. Se trata de un período que en principio podía interesarme cuando abordé
el esclarecimiento de lo que denominé OPERACIÓN SOBORNOS (el pago de cuantiosas
propinillas a generales muy próximos a Franco y a su propio hermano para que
influyeran sobre él y no entrara en guerra al lado del Eje). Por desgracia no
encontré nada a tal respecto, pero sí unos cuantos papeles que reflejaban,
aunque mal, otra historia.
El 19 de febrero
de 1938, sir Vernon Kell, jefe del servicio de contraespionaje
interior o MI5, envió un informe a Chamberlain, estampillado de máximo secreto.
El secretario privado del primer ministro, James Cleverly, se lo remitió a su
vez al recién nombrado subsecretario permanente del Foreign Office, sir Alexander
Cadogan (número dos del ministerio y cabeza del cuerpo diplomático), con orden
explícita de que solo debían leerlo él y el ministro. Cadogan lo recibió en la
misma fecha, que, lo que son las cosas, coincidió con un momento de crisis
ministerial, ya que al día siguiente dimitió el ministro de Exteriores,
Anthony Eden. De la cartera se hizo cargo Lord Halifax.3 Hay
que imaginar que Cadogan se lo pasaría a este, pero tal vez no. En el margen
izquierdo del informe consignó a mano:
Proviene de una fuente de cuya autenticidad no
albergo la menor duda. He dado mi palabra de honor de no revelarla. Lo único
que puedo decir es que la acepto con absoluta seguridad. Me veo obligado a
ordenar que se ponga el máximo cuidado en la utilización de este informe.
Sir Alexander Cadogan (1884-1968)(foto: Wikimedia
Commons)
El expediente no
contiene más documentación hasta enero de 1939. En ese momento, una anotación
marginal dice simplemente «Visto.28.1». Otra, fechada al día siguiente,
consigna: «Informe solo visto por el ministro y sir A. C. y
devuelto al PM. 29/1».4 Es decir, si Halifax lo vio en febrero
de 1938, transcurrieron doce meses sin que, al parecer, se tomara ninguna
medida (salvo, evidentemente, que lo que se hubiera hecho no se incluyera en el
expediente). Tampoco imagino, pero no lo descarto, que Halifax no lo hubiese
visto hasta enero de 1939. No me he topado en mi vida con un documento
desclasificado que hubiera seguido un procedimiento tal.
¿Qué contenía,
pues, «la papela»? Ante todo, la mención de que su fuente era una muy segura en
Berlín y que, por razones de confidencialidad, no podía identificarse por
escrito. Dado que el transmisor fue el jefe del contraespionaje y no el del
espionaje (MI6 dependía, además, formalmente del titular del Foreign Office),
hemos de suponer que procedería o bien directamente de Berlín o indirectamente
de alguien muy importante en Londres, alemán o no. En realidad, no hay muchas
alternativas.
Varios de los personajes citados se incorporarían
al gabinete de guerra británico en 1940. De izquierda a derecha, sentados: Lord Halifax, Sir John Simon, el
primer ministro Chamberlain, Sir Hoare, Lord Chatfield; standing; de pie: Sir
Anderson, Lord Hankey, Hore-Belisha, Winston Churchill, Sir Wood, State Anthony
Eden, Sir Bridges (foto: Ullstein Bild via Getty Images)
El informe, que no
reproduciré aquí, era una lista detallada de los pasos que Hitler se proponía
realizar a lo largo de 1938. Los anticipó con precisión matemática. La anexión
de Austria en marzo, el acoso a Checoslovaquia en el verano, la incorporación de
los Sudetes después. Es más, en relación con la guerra civil española se
afirmaba que Mussolini iba a enviar más hombres (a pesar de los acuerdos
anglo-italianos) y que Alemania remitiría grandes cantidades de material. Todo
ello se cumplió rigurosamente. La fuente, muy crítica con el Gobierno de
Londres, afirmó que el Reino Unido había permitido que los triunfos que tenía
en su mano se le cayeran de ella, uno tras otro. Si a pesar de todo llegaba a
adoptar una actitud firme probablemente Hitler se lo pensaría dos veces. El
ejército nazi no estaba todavía en condiciones de hacer frente a una guerra
larga. En referencia a la fuente se afirmó: «Cuando abordó estos temas,
nuestro amigo dio muestras de desesperación y dijo “los ingleses piensan que
son prudentes y fuertes. Se equivocan: son estúpidos y débiles”». Por
último, se señalaba que el hasta entonces embajador nazi en Londres, Joachim
von Ribbentrop, había regresado a Alemania con la idea de que no era posible
hacerse amigos de Gran Bretaña (algo totalmente cierto y demostrado) y que la
única forma de tratar con los ingleses era forzarles por otros medios a entrar
en razón. La fuente señaló: «Inglaterra no entiende a gente como Ribbentrop
y comete el error de aplicar sus ideas en materia de reflexión y diplomacia a
la hora de tratar con ellos». En opinión del informante, la situación
evolucionaba de una forma tal que la guerra era inevitable. Así fue, en 1939.
Ni que decir tiene
que el primer ministro y probablemente su secretario privado conocieron el nombre
de la fuente al remitir a Cadogan el informe. Este último, a lo que parece
cumpliendo instrucciones, lo devolvió a finales de enero de 1939 al secretario
de Chamberlain, pero se sintió obligado a añadir una nota al expediente y se
quedó con una copia del informe. Esta y la nota han estado clasificadas la
friolera de setenta y cinco años, una de las cotas más elevadas previstas en la
legislación británica. Fue en esa nota donde, negro sobre blanco, se reveló la
fuente que un año antes había dado la información a los británicos. Se trataba
ni más ni menos que del propio ministro de Finanzas del Tercer Reich, el conde
Schwerin von Krosigk. Este caballero formó parte de los gobiernos desde la
época de Von Papen en 1932 hasta el hundimiento del Tercer Reich. Una fuente
más elevada es difícil de hallar.
Mussolini, Hitler, el traductor Paul-Otto Schmidt y
Chamberlain en Munich. Septiembre de 1938 (foto: Bundesarchiv, Bild
146-1970-052-24 / CC-BY-SA 3.0)
No es propósito de
este libro abordar las formas y maneras en que desde Londres se aplicó la
política de apaciguamiento de los dictadores nazi-fascistas. Fue un fracaso que
tuvo como víctima no colateral sino directa a la República española. Lo que
quiero señalar es que, aun habiendo identificado al enemigo, en temas de guerra
y paz no es fácil tomar una decisión que pueda torcer el curso de los
acontecimientos si se dejan a la dinámica que impulsan sus promotores. Es
cierto que el Reino Unido empezó a rearmarse, una gran decisión que tuvo
efectos estratégicos con posterioridad. Lo hizo Chamberlain en 1938-1939. Pues
bien, esto fue algo relativamente similar a lo que había llevado a cabo el dúo
Azaña- Casares dos o tres años antes con sus preparativos para evitar la
sublevación, pero sin llegar a atajarla. Estratégicamente, se equivocaron.
Contra una parte del Ejército sublevado no servían como oponentes ni la Guardia
Civil ni la de Asalto. Tácticamente, y malorientados, también se equivocaron de
adversario.
Desde el punto de
vista de la importancia de la información suministrada por los servicios de
inteligencia también puede establecerse un cierto paralelismo. Obtener una idea
precisa por anticipado, que además fue haciéndose realidad tangible a medida
que se desarrollaban los proyectos del Führer, no sirvió de mucho. Chocaba con
preconcepciones, preocupaciones o intereses supuestamente superiores. Se
descartó. En el caso, muchísimo más modesto, español también ocurrió algo
similar. Una comparación quizá exagerada, pensará algún lector. No sin razón.
Pero no es lo mismo escribir sobre historia, a la salva distancia de muchos
años, que hacerla o —más frecuentemente— padecerla.
Adolf Hitler en el Castillo de Praga, 1939. (foto: Bundesarchiv, Bild 183-2004-1202-505 /
CC-BY-SA 3.0)
Termina esta
investigación con una pregunta similar. ¿Cuándo la guerra civil se hizo
inevitable? ¿Cuándo lo fue el segundo conflicto europeo? Hay razones para
pensar que es oportuna la doble pregunta, porque ambos procesos acabaron interrelacionándose.
Justificarlo requeriría, por lo menos, otro capítulo de este ya largo volumen.
Tampoco es posible intuir si Dolores Ibárruri, Enrique Líster, Federico Escofet
y, en particular, los miembros del POUM y de la CNT/FAI, con quienes empecé el
presente trabajo de la mano de Jaime Camino, hubieran estado de acuerdo con mis
conclusiones. Pero es un hecho que, en general, a las viejas memorias las
sustituye, por fin, la contemplación más o menos serena de la historia escrita
descifrada por quienes entonces todavía no habían nacido.
Una referencia
última. En 1934, las Cortes españolas discutieron el proyecto de ley de
amnistía a los condenados por la Sanjurjada (Gaceta del 25 de
abril). Cuando su aprobación ya no ofrecía lugar a dudas, uno de los agentes
franceses que trabajaban para la embajada republicana en París escribió lo
siguiente el 7 de marzo:
L’avenir nous apprendra si le magnifique geste de
pardon et de concorde fait par la République Espagnole sera récompensé comme
elle le mérite. Pour ma part, je reste hélas fort pessimiste ayant recueilli
depuis que je m’occupe de cette question tant de
bruits inquiétants et divers pour l’avenir.5
Algo similar dice
Antonio Cordón que pensó también por entonces. El desconocido agente galo
anticipó mejor el futuro que la derecha republicana. Era entonces brevísimo
ministro de Justicia Salvador de Madariaga, exembajador en París. No extrañará
que se inventase a un personaje como «representante» de la DGS y que lo pusiera
como chupa de dómine. Madariaga engañó a sus lectores. A finales del mismo mes
de marzo, en el comienzo de lo que habría de ser un asalto en toda regla a la
República, el eminente conspirador monárquico Antonio Goicoechea, acompañado
por el general Barrera y una representación carlista, se entrevistó con el Duce
y puso en marcha el mecanismo que habría de llevar al apoyo fascista al golpe,
incluida su materialización terrorista. Todo por su patria.
Porque no fue para
salvar a España. El golpe se preparó con razones y motivos espurios, que se
olvidan o, en el mejor de los casos, se disminuyen y cambian. Se sedujo a una
buena parte del Ejército. Se presentó una realidad en parte inventada a los
sectores de la población más derechistas y menos afectos a una democracia
débil, pero democracia al fin. El Gobierno no supo parar el golpe. Con la
intervención nazi-fascista declarada y la retracción de las democracias (los
británicos ensimismados en sus propios prejuicios), la guerra la perdió la
República casi desde el primer momento. Las circunstancias exteriores, en lo
sustancial, es decir, en su estructura, no cambiaron lo suficiente.
Cavalcanti, Franco y Mola,en Burgos
(foto: AGE)
En contra de lo subrayado por algunos de sus
abnegados defensores, Mola, el destructor, se subordinó con rapidez a Franco.
Conoció muy pronto el desencadenamiento del apoyo italiano. Envió agentes a
Berlín basándose en antiguos contactos de medio pelo. Incluso algunos
inventaron artificialmente una oposición con Franco que no existió. El 3 de
agosto de 1936, Mola telegrafió al nuevo jefe del Ejército de África y le pidió
que se pusiera en contacto con Agramonte, todavía embajador en la capital del
Tercer Reich. El diplomático debía comunicar a las personalidades políticas del
lugar que él, Mola, estaba absolutamente identificado con el afortunado
receptor de la ayuda italiana y alemana y que lo estaba «en el orden militar y en el proyecto
de reconstrucción nacional». A buen entendedor… Ni Maíz ni
Iribarren lo dieron a conocer. Los republicanos, en cambio, sí se enteraron al
interceptar el radio. Otra leyenda que se entierra merced a la por algunos
denigrada EPRE.
Cada palo debe aguantar su vela; los
defensores de los conspiradores de la época también. Para ser algo más literato
terminaré con una conocida cita de Eugene O’Neill:
The past is the
present, isn’it?
It’s the future, too
We all try to lie out of
that but life won’t let us. 6
Este podría ser uno de los lemas implícitos
en la futura Ley de Memoria Democrática que se anunció en un programa del
Gobierno de España en 2020.
Notas
1.
Díaz Sandino, De la Conspiración a la Revolución, 1929-1937,
Ediciones Libertarias, Madrid, 1990, p. 91. Sobre los orígenes fue muy confuso
e incluso los situó en los miembros del clero.
2.
«Grandi», Togliatti y los suyos en España, Temas Españoles, nº
118, Madrid, 1954, p. 16
3.
Para el momento, de un intenso dramatismo,
Bouverie, Appeasing Hitler. Chamberlain
and the Road to World War, Londres 2019, pp. 162-170.
4.
TNA: FO1093/156. No se menciona en el libro
anterior, que es el último que he leído sobre el apaciguamiento británico en el
momento de escribir estas líneas. Una obra relativamente antigua, pero que
contiene un gran volumen de información sobre lo que el Estado británico fue
sabiendo de la Alemania nazi es la de Wark, pero deja de lado los servicios de
espionaje exterior e interior.
5.
«El
futuro nos dirá si el magnífico gesto de perdón y concordia de que ha dado
muestra la República española tendrá la recompensa que se merece. En lo que a
mí respecta, por desgracia sigo siendo bastante pesimista tras haber recogido
tantos y tan diversos rumores inquietantes de cara a ese futuro.»
Mejor análisis que el del engolatrado embajador en sus displicentes memorias.
6.
«¿Acaso
el pasado no es el presente? ¡Pero si también es el futuro! Todos nos engañamos
al querer escaparnos de ello, pero la vida no nos deja.»
Portada: Azaña y Casares Quiroga con Franco y otros
militares en A Coruña, 1932 (foto: archivo ABC)
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