lunes, 30 de junio de 2025

 

CUENTOS VIEJOS

DE LA

VIEJA ESPAÑA

Cuento es la relación de un suceso. La relación de palabra o por escrito de un suceso falso o de pura invención.

            Está en punto esta aclaración a la definición primera. Porque sin ella, en las épocas primitivas, cuando los hombres no escribían y conservaban sus recuerdos en la tradición oral, cuento hubiera sido cuanto se hablaba. Por algo, contar –fabular- es lo mismo que hablar. Contaban –hablaban- sin faltar a la verdad. Contaban –fabulaban- cuando, fallándoles la memoria, suplían con la imaginación aquellos pasajes olvidados u oscuros de la realidad.

            Como es lógico, preponderando tanto el temperamento individual en la relación de los hechos, ¿tenía algo de particular que éstos se fueran adulterando, deformando, a través de dos o tres generaciones de narradores, cada uno tan hijo, como de su padre y de su madre, de su apasionamiento, de su fácil inventiva, de su expedita facundia? La verdad más verdadera, luego de tamizarse por tres temperamentos sucesivamente, quedaba transformada en una mentira bella con ribetes de verosimilitud. El Cuento triunfaba así de la vida. La verdad del sentimiento religioso pasó a ser una materia épica difusa –mitología- pura invención de la pura inventiva. La verdad de los sucesos cotidianos era recogida por los poetas andariegos y sujetos a palabras ortodoxas de ciertas leyes rítmicas convertidas en decires y recitados en lo que más se patentizaba la ilusión del anhelo que el realismo de lo desdeñado. El hombre, desde su primer yo, ya prefirió aquel fabular, en el que todo era asequible y con mayor emoción por añadidura, al hablar escuetamente de lo escueto: la verdad, que no admite trampantojos ni galimatías.

            Y no se piense que esta deformación temperamental –y verbal- de lo real fue voluntaria en el cuentista. Es improbable que para guardar su necesidad histórica, el hombre imaginase adrede una historia para divertir, sino que los afanes íntimos eran quienes primero invalidaban la voluntariedad del sujeto. Cuando ya inventada la escritura, se conservaron en prosa las verdades dignas de memoranza por la ejemplaridad o por la sugerencia, y la crítica sutil expulsó de la Historia todo lo falso, todo lo sospechoso de imaginativo, todo lo terne de ilusionismo…, el cuento ya fue más cuento que nunca. Y tuvo el orgullo de parecerlo. Sí, era, felizmente, lo fabuloso. Toda la gracia y todas las posibilidades fracasadas en la Vida, negadas a la Vida. Sí, felizmente, la fantasía de los cuentistas no tenía por qué sujetarse ni con leves pespuntes a la realidad. Sus alas ya no llevaban el plomo del escopetazo de lo irremediable.

            Cuando lo contado se escribía, luego de muy contrastado, ya el cuento rebozado en la sensibilidad y en la fantasía personal, no tuvo campo de experimentación “en los histórico”; los cuentistas, con plena conciencia de lo que inventaban, libres de las trabas que les impuso hasta entonces el testimonio de lo real, se dedicaron a dar lecciones de moral, a vincular, con un estilo animado, reglas juiciosas de conducta en la vida. Sí, el cuento primitivo fue místico y heroico; entregaban a los hombres dos glorias que lo histórico no podía exigirles ni prestarles: la de la santidad y la de superación de la personalidad en el esfuerzo bélico. Sin embargo, el cuento primitivamente, cedió sin lucha a lo histórico la expresión literaria. El cuento quedó para ser contado de viva voz. Parecían sospechar los cuentistas que tan pronto como escribieran sus narraciones serían éstas adscritas al dogma religioso o al testimonio histórico. Y esto era tanto como renunciar a la emoción vaporosa, a los resplandores rápidos y sorprendentes, a las recordaciones melancólicas no agriadas nunca. No es errónea la afirmación de muchos críticos cuando aseveran que fue el cuento el último género literario que vino a escribirse. Hubo libros religiosos, poesías, códigos, anales, crónicas, epopeyas y hasta obras filosóficas antes de que aparecieran los libros de cuentos. Tal vez los primeros cuentos escritos fueran aquellas noticias exorbitantes que los críticos eliminaron de las historias reputadas como inconmovibles en su veracidad. Y, sin embargo, no existió pueblo en la antigüedad que no presumiera de sus colecciones de imaginancias. Podían este pueblo o aquel ser refractarios a las filosofías, carecer de poesía épica, desconocer el tono y el tino de la legislación; pero todos presentaban como una supuración y como una superación de sus anhelos íntimos aquellas narraciones encantadoras que iban sembrando entusiasmos. “Lo poco común que era comunicarse los hombres de unas naciones con las otras; las noticias vagas sobre la geografía y lo peligroso de las peregrinaciones por mar y por tierra, dieron origen a multitud de historias que fueron cuentos o novelas. Gigantes enormes y descomedidos, ogros que vivían de carne humana, pigmeos que combatían contra las grullas, arismapes y cíclopes de un solo ojo, faunos, sátiros y centauros; repúblicas y reinos que no se saben dónde están o que se han hundido en el seno de los mares, todo esto fue apareciendo y dando asunto a mil relaciones orales, muchas de las cuales se escribieron después.” (Valera) Y, como es natural, el Amor.

            En Grecia son famosos muchos cuentos que, en verso y en prosa, recitaban aquí y allá rapsodas y aedos. Cuentos milesios, chipriotas, de Efeso y de Síbaris. ¿No son una sucesión de cuentos maravillosos –aventuras religiosas, amorosas y guerreras- la Iliada y la Odisea? Los apólogos esópicos y las fábulas libycas, cuentos son. Y la Cyropedia y las Efesiacas, de Xenofonte, y algunas de las invenciones cómicas –Timón el Misántropo, el Banquete de las Lapitas- de Luciano de Samosata. Y las treinta y seis narraciones de las Aventuras de Amor, de Partineo de Nicea, posible maestro de Virgilio. Y las peripecias del libro de Corón, del que sabemos por Fosio. Egipto presenta los más antiguos cuentos del mundo, coleccionados por Maspero, en 1889, con el título Les contes populaires de l`Egipte ancienne. Los árabes se glorían de sus “Mil y una noches”, muchos de cuentos son de procedencia hindú o siriáca y de una antigüedad mucho más remota de la que les atribuyó Sacy, según intuyó sutilmente Augusto Guillermo Schlegel.

            El cuento –imaginancia, narración, de un suceso, anécdota, chascarrillo, respuesta aguda- es tan viejo como el hombre. Porque es el adorno de la sociabilidad y el exponente de la sapiencia. Pero el cuento literario es de procedencia oriental. Quizá porque en Oriente se percibieron las civilizaciones más complejas, y, en éstas, es el cuento un revulsivo del pesimismo y una añagaza de la decadencia espiritual.

            Al menos, en todo el Occidente europeo, donde apuntaron las sorprendentes nacionalidades durante la Edad Media, son dos colecciones de cuentos orientales los orígenes y el paradigma de la traza imaginativa literaria en su expresión más breve: el cuento apologal. Dichas dos colecciones son: el Pantschatantra y el Hitopadesa o provechosa enseñanza. De ellas derivan, más o menos directamente, cuantos apólogos, narraciones ficticias, donaires, fantasías poéticas fueron el encanto de los occidentales europeos entre los siglos X y XV. Claro está que en cada país fueron transformados algo, enmendados un poco, adulterados bastante.

            No se crea, sin embargo, que el Pantschatantra y el Hitopadesa fueron conocidos por la Europa medieval en sus expresiones más puras. De las dos famosas colecciones derivaron otras tres: el Calila y Dimna, el Sendebar y el Barlaam y Josafat, que fueron las tres expresiones capitales que la novela oriental comunicó a la Edad Media.

            El Calila y Dimna se difundió en tres versiones distintas: la siriáca, de un monje nestoriano llamado Bud, hacía el año 579; la árabe del siglo VII, y la hebraica, ¿siglo VIII?, estudiada con tanto esmero por Joseph Derembourg. De esta tercera versión, el judío converso, Juan de Capua, trasladó al latín éste libro, con el título de Directorium vitae humanae, entre los años 1263 y 1305, ya que está dedicada la traducción al cardenal Mateo Orsini.

            El Sendebar, obra hindú, inició su influencia en la misma época que el anterior. Del Sendebar se conocen las versiones árabe, siriaca y la griega de Miguel Andreópulos –conocida con el nombre de Syntipas-, en el siglo XI, y la hebrea, perteneciente a la primera mitad del siglo XIII, y que lleva por título: Parábolas de Sendebar.

            Del Barlaam y Josafat, la versión más conocida es la griega de Juan, monje del convento de San Sabas, cerca de Jerusalén, a principios del siglo VII. Del Barlaam y Josafat fue muy utilizada durante toda la Edad Media una traducción latina, muy deficiente, atribuida a Jorge de Trebisonda.

             De estas tres colecciones nacieron cuantas occidentales alcanzaron fama imperecedera. O, cuando menos, de ellas se influenciaron de tal forma que es facilísimo encontrar en todos aquellos cuentos o fábulas idénticos a los recogidos en éstas, apenas sin modificaciones. Así en el Conde Lucanor, en los Cuentos de Canterbury, en el Decamerón.

            Por lo que a España se refiere, podemos decir que recibió la influencia novelística oriental no por las versiones más asequibles del Calila y Dimna, el Sendebar y el Barlaam y Josafat, sino por dos obras de singularísimo interés: “la romancada por mandato del infante don Alfonso, fijo del muy noble rey don Fernando, en la era de mil é doszientos é noventa é nueve años”, que recoge, de forma primorosa, el texto primitivo y auténtico de Abdalá ben Almocaffa y el libro latino Disciplina Clericalis, obra del judío converso de Huesca, Pedro Alfonso (Rabí Moséh Sephardi), nacido en 1062, bautizado en 1106 y ahijado de Alfonso I el Batallador. La Disciplina Clericalis recoge las facetas más interesantes del Sendebar. Estos dos libros notabilísimos, removieron el interés hispánico, hacia las obras de pura imaginación, en las que, no obstante, podían ser colocadas ejemplaridades y consecuencias de subidísimo valor moral.

            Como nota curiosa, puede señalarse que del  Calila y Dimna, libro de enseñanza utilitaria y egoísta, derivan casi todos los cuentos occidentales europeos debidos a las plumas de autores de cierta solvencia moral, como nuestro Infante D. Juan Manuel; del Sendebar, obra picante y maligna, los escritos por autores amorales o inmorales, como Chaucer, el Arcipreste de Hita, Bocaccio, y de Barlaam y Josafat, conjunto de divagaciones de índole más espiritualista que espiritual, los debidos a escritores de honda fibra cristiana, como Gonzalo de Berceo y Jacobo de Vorágine. Y aún algún Flos Sanctorum catalán y castellano. De todas estas colecciones, originales o meras copias, se aprovecharon los más célebres literatos de todos los países y de todos los tiempos. Y quizá más cuanto más famosos. Shakespeare, Lope de Vega, Calderón, entre estos.

            Se debe proclamar que entre todas las naciones Europas occidentales fueron Italia y España las que se dejaron ganar más y mejor por éste género literario del cuento en sus diversas modalidades de chascarrillo, anécdota, imaginación fantástica con atisbos paradigmáticos, agudezas… Y si a Italia le corresponde la gloria de haber logrado para el cuento su empaque poético, nadie podrá arrebatar a España la gloria de aportación a la novelística su glorioso ápice y la superabundancia si no siempre igual de feliz, nunca desmentida de sal y solera.

            Tal acogida recibió el género en España que puede afirmarse que, desde el siglo XIII, apenas si existe escritor de mediana calidad en cuya obra no pueda espigarse una narración amena, por mucha que sea la seriedad de la materia a tratar. En España, a las traducciones de los libros orientales de fábulas y apólogos, sucedió muy pronto la aparición de obras originales vaciadas en el mismo molde. El más antiguo es, quizá, El Libro de los Castigos é documentos que el Rey D. Sancho IV el Bravo, compuso para su hijo D. Fernando en 1292 en el fragor de los cuidados del cerco de Tarifa; libro que, modernamente, D. Pascual Gayangos ha publicado en la Biblioteca de Autores Españoles, tomo referente a los escritores en prosa anteriores al siglo XV. Libro este semejante a un catecismo político moral en el que la gran copia de ejemplos históricos, anecdóticos y sencillamente imaginativos no tienen otra razón de ser que dejar al aire la sustancia de su ejemplaridad aleccionante.

            Otro libro didáctico moral, de remarcada influencia orientalista, más ya con solera propia, es el Llibre del Gentil é los tres Savis, de Raimundo Lulio, quien lo compuso, en árabe. El mismo eliminado doctor compuso el Llibre de les besties (Thierepos o epopeya animal), que es un extenso apólogo fácilmente aislable del Libro Félix, del que es la parte séptima.

            En idénticos modelos están calcadas las obras del Infante D. Juan Manuel: Libro del Caballero et del escudero, Libro de los Estados, Espéculo de los legos, obra de moral ascética, en cuyos 91 capítulos se intercalan, para confirmar la doctrina, anécdotas y parábolas seleccionadas de la Biblia, de la doctrina de los Santos Padres, de las vidas de los santos y de la historia romana; el Libro de los Exemplos o Suma de exemplos por A.B.C., colección de 467 cuentos morales, precedidos de una sentencia latina, realizada por Clemente Sánchez de Vercial; el Libro de los Gatos –traducción de las Narraciones del monje inglés Odón de Cheritón-, fábulas esópicas tratadas con singularidad reformadora; la Disputa del Asno de fray Anselmo de Turmeda en 1418, conjunto de cuentos en los que ya tanto o más que la ejemplaridad se pretende la diversión. Cada una de estas colecciones avanza más y más en el intento de apartarse de las influencias y de alcanzar la originalidad.

            Originalidad, sin embargo, que no encontrará son en las obras de los más afamados escritores, quienes, si utilizan algunas fuentes que les son ajenas, logran asimilárselas con tal primor que se las disputarían por patrimoniales.

            Cuentos se encuentra ya en alguna de las obras de Gonzalo de Berceo, el poeta castellano más antiguo de nombre conocido, que debió nacer en los últimos años del siglo XII. En sus Milagros de Nuestra Señora, colección de 25 casos milagrosos o leyendas devotas relativas a la Virgen, ya se consigue la amenidad con un empaque de narrador indudable. Hasta el punto de que muchos de sus cuentos piadosos en verso han influido en los grandes dramáticos de muchos siglos después. Así, en La devoción de la Cruz, de Calderón; en el Condenado por desconfiado, de Tirso; en Fausto, de Goethe; en el Cristo de la Vega, de Zorrilla. Alfonso X el Sabio, rey de 1252 a 1284, en sus Cántigas, relata leyendas y casos milagrosos referentes a la Virgen. De las 420 cántigas, 360 son de tipo narrativo y muchas de ellas, según ha demostrado de manera concluyente el Marqués de Valmar en su admirable introducción a la edición admirable que de las “Cántigas” realizó la Academia de la Lengua en 1889, han inspirado dramas, leyendas a grandes literatos españoles y extranjeros. Así, Tomás Moore, en El paraíso y la Peri; Longfellow en varias leyendas que pasaban por originales. Y Mira de Amezcua en su comedia Lo que puede el oír misa; Avellaneda en el cuento de Los felices amantes; Lope de Vega en La buena guarda, y Zorrilla en Margarita la Tornera.

            Lo mismo Gonzalo de Berceo que Alfonso X el Sabio, además de utilizar fuentes narrativas que eran conocidas entonces, aportan un brillante acerbo de originalidad netamente castellana. Para aquél, la fuente principal de inspiración pudo ser Gautier de Coincy, prior de Vic-sur-Aisne, y autor de unos Miracles de la Sainte Vierge, de los cuales, 18, han pasado a numerarse entre los 25 sobrios que rima el clérigo secular de San Millán de la Cogolla. Las fuentes de las Cántigas fueron el Speculum historiales, de Vicente de Beauvais, las poesías de Gautier de Coincy y el mismo Gonzalo de Berceo.

            Cuentista y bastante original, y sumamente inspirado y graciosos es Joan Ruiz, Arcipreste de Hita. Entre los elementos líricos de su famoso Libro de buen amor, hay que señalar un conjunto copioso de apólogos, muchos de ellos procedentes de la colección esópica, pero algunos originales o tratados de manera singular.

            Pero quien en verdad merece el calificativo de primer cuentista español es el Infante D. Juan Manuel. Primero por su empaque literario, por su castellanía, por sus afanes de originalidad. El Conde Lucanor, colección de 50 cuentos de tendencia educadora, precede en trece años a la composición del Decamerón, de Boccacio. Obra maestra de la prosa castellana, El Conde Lucanor comprende fábulas esópicas, parábolas, cuentos maravillosos y cuentos alegóricos y satíricos.

            Son famosísimos y numerosos los escritores que han inspirado obras suyas en cuentos del Conde Lucanor. Tirso de Molina en El condenado por desconfiado, no hace sino ampliar el cuento del Salto del Rey Richarte de Inglaterra. El cuento titulado De lo que acaesció a un home que por pobreza et mengua de otra vianda comia atramuces sirve de apólogo de los dos sabios en la Vida es Sueño de Calderón. Lope de Vega aprovechó en su comedia La pobreza estimada, el cuento del  conde de Provenza y el consejo que le dio Saladino respecto del matrimonio de su hija. El cuento del mancebo que casó con una mujer muy fuerte e muy brava, sirvió de argumento a Shakespeare para su The Taming of the shrew (La fierecilla domada). El cuento de Los tres burladores que labraron el paño mágico, sirve de idea fundamental a El Retablo de las Maravillas de Cervantes, y a otro cuento del famoso escritor danés Andersen. El cuento de lo que aconteció a un hombre que viajaba con su hijo y llevaban un asno, lo aprovechó Cobin, en Les coupes ravissantes. La Fontaine en una de sus fábulas y el poeta lusitano Ballesteros en su apólogo As opiniós. El cuento de La golondrina que vio sembrar el lino, inspiró a La Fontaine L´hirondelle et les petits oiseaux. Del cuento de Lo que contesció a un Dean de Sanctiago con D. Illán el gran maestre de Toledo, derivan, entre otras obras, La prueba de las promesas de Alarcón; don Juan de Espina en Milán de Cañizares; Le Doyen de Badajoz del Abate Blanchel. Y hasta la moderna palabra perillán, aplicada a los sutiles tergiversadores de la verdad, deriva del D. Illán.

            A partir del Infante D. Juan Manuel, en efecto, como sí éste hubiera sembrado el gusto para recoger el regusto del género, los escritores españoles ya no interrumpieron la cadena gloriosa de la ficción a medias y de la realidad disfrazada que es el cuento. Insistimos en la afirmación de que sería una auténtica excepción no encontrar en la obra literaria de cualquiera de los innumerables ingenios como ensalzan y realzan y engarzan las letras españolas entre los siglos XIV y XVIII, una narración novelesca. Aún en aquellos cuyas aficiones o inspiraciones se desarrollaron en campos muy alejados del de la novelística. Matemáticos, físicos, teólogos, filósofos, críticos…, todos ellos acuden alguna vez, sin pensarlo quizá, a la anécdota, al ejemplo, a la ficción con decoro literario. Es…. Como una tendencia temperamental a la que hay que rendirse. El espíritu más severo se deja vencer por el prurito de manifestarse fácilmente ingenioso. Muy pocos, casi ninguno, se libran del deseo de recordar en voz alta o pluma en ristre, de pasar el espejo de su curiosidad a lo largo del camino de la vida, lo que es en resumidas cuentas, según opinó Stendhal, contar, novelar.

            El cuento, en España, desde entonces, fue una modalidad social. A vivir del cuento se le ha dado modernamente una interpretación despectiva y perifrástica. Sin embargo, a vivir del ingenio noble, del recuerdo amable, de la ilusión magnífica, llamársele durante varios siglos, ¡gracias a Dios!, en España, vivir del cuento.

            Por si la influencia de El Conde Lucanor no hubiera sido suficiente, llegó a reforzarla el conocimiento y éxito del Decamerón, muy divulgado en España por las ediciones de Venecia de 1471, Mantua en 1472 y las trece más que en los últimos años del siglo XV salieron de las prensas en Italia.

            Cuentista y admirable el arcipreste de Tavera Alfonso Martínez de Toledo, quién, cáustico y festivo, intentando sentar plaza de moralizador, no logró sino inmortalizar una serie de relatos novelescos picarescos, sazonados en una buena prosa con sales y pimienta de la mejor calidad. El Corbacho del arcipreste de Talavera guarda los gérmenes de La Celestina y del Lazarillo de Tormes. Alfonso Martínez conoció el Decamerón, y le conoció a fondo, y le admiró. En el Corbacho, la influencia boccaciana está en los temas y en lo garrido del estilo en el análisis, en ese parecer escandalizado de aquello mismo que cuenta con regocijo. En El Corbacho aparece esa feliz aplicación a lo anecdótico de los refranes y proverbios del más exquisito sabor castizo. Y no es poco el mérito del arcipreste conseguir la amenidad tratando de las artes cosméticas y suntuarias, tan amadas por las mujeres; de los vicios y tachas y malos métodos de vivir de las mujeres y hombres, vistos desde un punto indiscutiblemente de la moral ortodoxa.

            Después del éxito del Corbacho, recorre en triunfo España una serie de colecciones de cuentos italianos, bien en lengua original, bien traducidos con diversa fortuna. Además del Decamerón de Zuca de Doni; las Horas de recreación, de Luis Guicciardini; las Historias trágicas de Mateo Bandello; los Hecatommithi, de Giraldi Cinthio; las Piacevoli Notti, de Juan Francisco de Caravaggio, conocido por Straporla.

            Fray Antonio de Guevara (¿1482-1545?), obispo de Mondoñedo. “Con toda su retórica, no siempre de buena calidad, tenía excelentes condiciones de narrador y hubiera brillado en la novela corta, a juzgar por las anécdotas que suele intercalar en sus libros y, especialmente, en sus Epístolas familiares”. (M.P.) En efecto, muy ágilmente están escritos en esta obra varios ejemplos de filósofos antiguos y modernos, y las historias de Lamia, Ladia y Flora, algunos de los cuales le sirvieron a Timoneda de inspiración jocunda. Un mérito mayor tiene Guevara, tanto en su parte temática como en su estilo. Haber sido muy leído, muy imitado y muy copiado por franceses e ingleses, entre los cuales fue inmensa su popularidad. En el libro de Historias prodigiosas y maravillosas de diversos sucesos acaecidos en el mundo, que compilaron en Francia Boaystuau, Belleforest y Claudio Tesserant, y que los tradujo y editó en castellano en 1586 el impresor, vecino de Sevilla, Andrea Pescioni, se sigue y se traduce literalmente a Guevara en la Historia del león de Andrócles, en la de las tres enamoradas antiquísimas: Laima, Laida y Flora, y en el razonamiento del Villano del Danubio. Las dos primeras, contenidas en las Epístolas de Inglaterra, la imitación que de su estilo y sus temas hizo el autor inglés John Lily en su novela Euphues, the anatomy of wit, de 1580, dio origen al estilo inglés de moda en la época.

            Mucho también debe el libro Historias prodigiosas, al magnífico caballero y cronista Cesáreo Pero Mexia, de amplia cultura y grandes aficiones a las letras, muy dado y muy ducho en mezclar los motivos históricos con los fantásticos y legendarios. Pero Mexia, en su Silva de varia lección, publicada en Sevilla en 1540, con éxito asombroso, se muestra espíritu de una diversidad amable y muy sugestiva. No era un investigador original, pero tenía una manera amenísima para exponer las curiosidades y fingir los pasatiempos en cortas narraciones. Como dato curioso consignamos que la influencia de su obra no fue directa en España, sino por medio de las “Historias prodigiosas” de los franceses Pedro Boaystuau, Francisco Belleforest y Claudio Tesserant, quienes como ya he indicado, no tuvieron empacho para podar en su ingenio, en el de Guevara y en el de otros autores españoles e italianos. El libro de Mexia de plan mucho más bato y también más razonable que el de la obra francesa, interesa especialmente a los novelistas, tanto como por las cortas narraciones, a veces verdaderas leyendas, por ser un sugestivo y palpitante repertorio de ejemplos, de vicios y virtudes, y españolizado certeramente de autores clásicos, como Plutarco, Valerio Máximo, Plinio, Aulio Gelio. Con sus errores con sus deleznables argumentos, la “Silva” de Mexia, tan entretenida, exponente de la cultura media de la época, tuvo un éxito asombroso de lectura. En muy pocos años se hicieron de ella cerca de treinta ediciones, no sólo en España, sino en Francia, Bélgica, Inglaterra e Italia. En Francia traducida por Gruget, se cuentan hasta dieciséis ediciones de Les divers leçons de Messie. En Inglaterra, las once novelas contenidas en The life and death of Willian Longbeard, de Lodge, son un calco de otras tantas contenidas en su “Silva”.

Uno de los primeros cuentistas españoles es, Antonio de Torquemada, escritor que se afamó entre 1553 y 1570, secretario del conde de Benavente, Son Antonio Alfonso de Pimentel, y conocido por sus Coloquios satíricos con un Coloquio pastoril y gracioso al cabo dellos, impresos en Mondoñedo por Agustín de Paz en 1553. Los Coloquios, en total son siete. En el primero se trata de los daños corporales del juego “persuadiendo a los que lo tienen por vicio que se aparten dél, con razones muy suficientes y provechosas para ello”; en el segundo se trata de los médicos y boticarios; en el tercero, de las ventajas de la resignación en la pobreza y del perjuicio que se sigue no pocas veces a la abundancia de bienes terrenales; en el cuarto, de los desórdenes en el comer y en el beber; en el quinto, de los desafueros que se cometen por los afanes de lujo en el vestir; en el sexto, de la honra y de la infamia, de las salutaciones y de los títulos antiguos, y del valor y del merecimiento de las personas. En el séptimo Coloquio pastoral, de los amores de varios pastores. Todos los Coloquios llevan abundantes ejemplos, que vienen a ser verdaderos cuentos pletóricos de encanto y de gracia.

            La Philosophia Vulgar de 1568 del humanista sevillano Juan de Mal Lara son cien proverbios castellanos, glosados con erudición, agudeza y sabiduría práctica, a imitación de los Adagios, de Erasmo.

            La glosa valiéndose de apólogos, facecias, cuentecillos, chascarros, dichos agudos y todo linaje de narraciones brevísimas, tan abundantemente que, seleccionadas estas glosas, formarían un conjunto de una importancia similar al Porta-cuentos de Timoneda. De todos estos cuentos, son unos de tradición esópica; otros están tomados de la tradición oral, y no faltan los de invención propia, que, por cierto, no son los peores ni los que tienen menos gracejo.

            En valencia, y en 1569, escribió e imprimió el librero valenciano Juan de Timoneda una edición completa de su Sobremesa y alivio de caminantes. Obra que quizá, mucho más restringida, estaba publicada desde 1563.

            Timoneda ni tiene el estilo gallardo, ni la intención moral elevada, ni la cultura grande de Mal Lara. Pero como éste, Timoneda sigue el procedimiento de explicar las frases y sentidos proverbiales por medio de charrascos, anécdotas, dichos ingeniosos y facecias. El Sobremesa consta de dos partes: la primera, con noventa y tres cuentos, y con setenta y dos en la segunda, muy pocos de ellos son originales. Unos proceden del Decamerón, como el de la mala fortuna del caballero Rugero. Otros, de los Coloquios, de Torquemada. Varios de los cuentistas italianos Bandello y Girolano Morlini. Cincuenta y tantos pertenecen al dominio de la paremiología. Algunos de Guevara; entre ellos, la consabida historieta de Lamia, Laida y Flora.

            Timoneda narra muy bien. Con personalidad bizarra. Carece, sin embargo, de esa finura de matices de los cuentistas italianos y de los mismos modelos españoles. Es autor de un libro rarísimo, llamado El Buen aviso y portacuentos de 1564, que contiene ciento setenta y cinco cuentos del mismo género que los del Sobremesa, pero con la diferencia de llevar aquéllos sendas moralejas en cinco o seis versos. Tampoco estos cuentos son originales, sino que derivan de las mismas fuentes apuntadas, y aun muchos son variantes de otros contenidos en la primera edición del Sobremesa. Todos ellos son, eso sí, como el mismo Timoneda declara “apacibles y graciosos cuentos, dichos muy facetos y exemplos acutísimos para saberlos contar en esta buena vida”. Como cuentos pueden considerarse las historias contenidas en El Patrañuelo ¿1566?, la obra más importante y conocida de Juan Timoneda. La historia que son veintidós, llevan el nombre de patrañas, de las cuales únicamente una puede ser original. Y digo puede, porque si sean encontrado las fuentes de las otra veintiuna, fácil pudiera ser que se hallase la de esa única el día menos pensado. De Herodoto y Justino, de la Gesta Romanorum, de Apolonio de Tiro, de Boccacio y demás novellieri italianos –de los más licenciosos, como Masuccio Salernitano y Paladino degli Trienti-, de las Mil y una noches, del Ariosto, tomó los argumentos Timoneda sin el menor reparo. Los adaptó.

            Dos colecciones de cuentos, hoy desconocidos, conviene, sin embargo, citar aquí, a renglón seguido de los de Timoneda, por ser sus autores escritores muy notables. Se trata de los dos libros de cuentos varios, citados por Tamayo de Vargas y recogida la cita por Nicolás Antonio, debidos a las plumas de dos ingenios toledanos: Alonso de Villegas, autor de la prosa picaresca de la Comedia Selvagia y de la pía narración hagiográfica Flor Sanctorum, y Sebastián de Orozco, ingenio picante, narrador fácil, el Teatro Universal de proverbios, glosados en verso.

            Melchor de Santa Cruz, natural de la villa de Dueñas y vecino de la ciudad de Toledo, hombre de agudo entendimiento y de escasos estudios, publicó en el año de 1574 su Floresta española de apotegmas y sentencias, una de las colecciones más importantes de anécdotas y cuentos del siglo XVI, y libro muy curioso como texto de lengua que ha dado material suficiente y jugoso a todo género de obras literarias. Los cuentos pasaron a la conversación y al teatro. Y aún hoy se reiteran en las hojas volanderas de los periódicos y calendarios, sin que nadie se cuide de indagar su procedencia. Todas las obras de Melchor de Santa Cruz pertenecen a la literatura vulgar y paremiológica. En el prólogo de sus Cien Tratados confiesa sencillamente: “Mi principal intento fue solamente escribir para los que no saben leer más de romance, como yo, y no para los doctos.” En esta obra acumula Santa Cruz máximas, proverbios, sentencias, dichos agudos, apotegmas en tercetos o ternario de versos octosílabos. Pero la obra maestra de nuestro autor es la Floresta española, cuya primera edición es de 1574, en Toledo. ¿Cuál es la base de ésta obra? Indudablemente el cuaderno de Cuentos de Garibay que posee la Academia de la Historia y que publicó Paz y Meliá en el tomo II de sus Sales españolas

            La mayoría de los cuentos de Garibay, copiados casi literalmente pasaron a formar el armazón de la Floresta Española. Y el mismo gran polígrafo montañés opina que, pese a la negativa de Santa Cruz de no conocer otra lengua que la propia, debió entender la italiana y aprovecharse para su colección de las colecciones de Fazecie, motti buffonerie et burle del Piovano Arlotto, de Gonella y del Barlacchia, así como de las Hore di recreazione de Ludovico Guicciardini, y de las Facezie et motti arguti di alcuni eccellentissimi ingegni de Ludovico Domenichi.

            La Miscelánea, del caballero extremeño don Luís Zapata, publicada en 1593, “es mies abundantísima y que todavía no ha sido recogida enteramente en las trojes, a pesar de la frecuencia con que la han citado los eruditos, desde que Pellicer comenzó a utilizarla en sus notas al Quijote, y, sobre todo, después que la sacó íntegramente del olvido don Pascual Gayangos.” (Menéndez y Pelayo). Cada capítulo de la Miscelánea tiene su historieta o anécdota correspondiente. A veces, más de una. Y no producto de la imaginación, sino fundadas en hechos reales presenciados por el autor.

            La Miscelánea como el Sobremesa o los Cuentos de Garibay, no está escrita sujetándose a plan alguno; parece que fue el conjunto de unos apuntes para una obra extensa que iba a titularse Varia Historia. En la Miscelánea se narran supersticiones, milagros, burlas, motes, duelos y actos  caballerescos, costumbres y rasgos de astucia y agudeza… en una forma llana y desaliñada. Silva curiosa es una colección tan divertida como poco original, ya que en ella se dan como de Íñiguez retazos literarios de Cristóbal de Castillejo, Diego de Mendoza, Juan Aragonés, Francisco de Figueroa, Juan de Timoneda… De unos años antes son los doce cuentos de Juan Aragonés, de mucho carácter nacional y graciosos.

            En Las seiscientas apotegmas de Juan Rufo, impresas en Toledo en 1596, para desarrollar máximas morales, a modo de las de Plutarco y Erasmo, se recurre a la anécdota, al breve cuento, al dicho agudo, mitad sal y mitad azúcar, gracia y donaire.

            Condiciones de prosista y cuentista muy superiores a las de Timoneda tuvo Sebastián Mey, de una docta familia de tipógrafos y humanistas autor de un amenísimo Fabulario en 1613. El propio Mey, en el prólogo de su obra, dice: “Tiene muchas fábulas y cuentos nuevos que no están en los otros (libros), y los que hay viejos están aquí por diferente estilo.” Exacto. Aún las fábulas esópicas que selecciona las remoza con un estilo muy original y con una imaginación prodigiosa. Muy difíciles son de señalar los nexos que unen a Mey con la novelística de la Edad Media. Esopo y Ariano le influencian claramente. Pero quiénes más? Del Calila y Dimna copia dos únicos cuentos: El amigo desleal y El mentiroso burlado. Sin embargo, no los copia de ninguna de las versiones castellanas, ni del Directorium vitae humanae, de Juan de Capua, sino, quizá, de alguna de sus imitaciones castellanas. Del Infante D. Juan Manuel no imita si no una sola narración: la del molinero, su hijo y el asno. Parafrasea en su cuento La prueba de bien querer la facecia 116 de Poggio: De viro quae suae uxoris mortuum se ostendit. Y aún es estas contadas ocasiones Mey no se desprende de su personalidad inconfundible, procura dar a las narraciones color local, introduce nombres españoles de personas y lugares, huye siempre de los abstracto y de lo impersonal. El Fabulario es una obra de extraordinaria rareza y no una colección de fábulas literalmente traducidas de Fedro, como, erróneamente, ha escrito Phibusque.

            Gaspar Lucas Hidalgo, vecino de la villa de Madrid, publicó en el año de 1605 los Diálogos de apacible entretenimiento, que contiene unas Carnestolendas en Castilla, conjunto de cuentos muy populares durante todo el siglo XVII, el lenguaje crudo y las sales gordas hasta el punto que, al aprobar éste libro, Tomás Gracián Dantisco tuvo que decir: “Enmendado cómo va el original, no tiene cosa que ofenda; antes, por su buen estilo, curiosidades y donayres permitidos para pasatiempo y recreación, se podrá dar al autor el privilegio y licencia que suplica.”. Y de él escribió Menéndez y Pelayo: “Su libro es de los más sucios y groseros que existen en castellano; pero lo es con gracia, con verdadera gracia, que recuerda el Buscón, de Quevedo, siquiera sea en los peores capítulos, más bien que la sistemática y desaliñada procacidad del Quijote, de Avellaneda.” Entre 1605 y 1618, se hicieron nueve ediciones de esta singular obra, especie de miscelánea y floresta cómica, en la que predominan extraordinariamente los cuentos, Gaspar Lucas Hidalgo atribuye la mayoría de las gracias a un famoso decidor, Colmenares, tabernero muy rico de Burgos, quien pensaba que el frío terrible de las noches burgalesas se combatía con lo que mejor a fuerza de vino añejo y de acre mostaza. Y si las fuentes en que bebió Lucas Hidalgo son fáciles de señalar, lo son igualmente quienes le imitaron con mayor traza, pero con menos llaneza y más rebuscada. Así  gracia. Así Castillo Solórzano en su Tiempo de regocijo de 1627. Antolinez de Pidrabuena en sus Carnestolendas en Zaragoza en 1661, y Chirino Bermúdez en sus Carnestolendas en Cádiz en 1639.

*

            Hemos mencionado las más importantes colecciones de cuentos castellanos conocidos entre los siglos XIII y XVII. Y conste que no nos olvidamos de otros, como los de Luis de Pinedo, Liber faceciarium et similitudinum; las glosas del sermón de Aljubarrota atribuidas a D. Diego Hurtado de Mendoza, en manuscritos de la centuria decimosexta;  el cuaderno de los Cuentos de Garibay, que posee la Academia de la Historia; las Clavellinas de recreación, de Ambrosio de Salazar; las Noches de invierno, de Antonio de Eslava… Pero todas estas colecciones enumeradas un tanto rápidamente son de mucho menos interés. Casi ni son de cuentos, sino de dicharachos y frases lapidarias. La de Antonio de Eslava tiene una honra especial: en el capítulo IV de la Primera noche los mismos eruditos ingleses, han creído ver el germen del drama fantástico de Shakespeare The Tempest, representando hacía 1613, cuatro años más tarde de publicada la obra del escritor español.

            Más… los cuentos, los famosos cuentos españoles, los viejos cuentos de la vieja España, no son únicamente los contenidos en las precedentes colecciones. Los más famosos cuentos, los cuentos más ingeniosos y de traza singularísima, por la trama y por el estilo, hay que buscarlos en las obras de los grandes ingenios. ¿Qué es el Lazarillo de Tormes sino una sucesión de cuentos, sin otra defensa de su género novelesco que la reiteración en ellos del mismo protagonista? En el Guzmán de Alfarache puede espigarse, a docenas, los cuentos y los chascarros de la mejor calidad. Cuento, y delicioso, es la Historia de Abindarráez y Jarifa que Jorge de Montemayor intercala en su Diana. Y los cuentos se dan casi la mano en  El Escudero Marcos de Obregón, de Espinel, y en Los Cigarrales de Toledo, de Tirso, y en El viaje entretenido, de Rojas Villandrando, y en las obras festivas y picarescas debidas a la pluma de aquel  portentoso narrador que se llamó D. Francisco de Quevedo. Sin tanta abundancia, pueden pescarse lindísimos cuentos en los mares novelescos de Cervantes y Lope de Vega. Y hasta en los hermosos pero sombríos lagos de Gracián.

            Lo difícil, en abundancia tal, es el escoger. Lo difícil es el presentar en una antología, especímenes de todas las formas en que fue cultivado el cuento en España: desde la sencilla anécdota hasta la narración, que por su amplitud, se confunde con la novela breve. Lo importante es dar entrada al mayor número posible de autores para, así, dar a conocer en mayor número posible de estilos. Lo importante es no dejar fuera de esta antología ninguno de aquellos cuentos que han recibido consagración general, ya dentro de la literatura española, ya dentro de la tradición novelística erudita, ya en el folklore universal.

            Como esta antología se dedica al gran público de todo el mundo, nos hemos permitido trasladar al castellano de hoy muchos de los cuentos de los siglos XIII, XIV y XV, que en su ortografía genuina dificultarían la lectura del lector no avezado; pero respetando su sintaxis sencilla y solemne a la vez.

Federico Carlos Sainz de Robles.

Cuentos Viejos de la Vieja España (del siglo XIII al siglo XVIII), Estudio preliminar, retratos literarios, selección y notas de Federico Carlos Sainz de Robles, Subdirector de la Biblioteca y Museo de Madrid, Madrid, M. Aguilar, Editor, 1943.

CUENTOS VIEJOS

DE LA

VIEJA ESPAÑA

 

ALFONSO X EL SABIO

El Monarca desdichado-gran poeta, gran historiador, gran jurista-, combatido por todos, incluidos sus hijos, y no apreciado sino por una ciudad hispana: Sevilla, en la que se refugió, y por la tarde arrastró su desaliento infinito.

                Hijo de Fernando III y de su primera mujer doña Beatriz de Suabia, nació Alfonso el Sabio en Toledo, el día de San Clemente, el 23 de noviembre del año 1221, en el Palacio Real, que debió de estar emplazado en el solar que ocupan hoy el monasterio de las Comendadoras de Santiago y el Hospital de Santa Cruz, del cardenal Mendoza. Su nodriza fue Urraca Pérez y sus ayos  don Garci Fernández y la ricahembra doña Mayor Arias, segunda mujer de éste. Su crianza se desarrolló en los pueblos de Villaldemiro y Celada del Camino, situados, próximos entre sí, en la vega del Arlanzón, y protegidos entrambos por la fortaleza de Muño.

            Alfonso el Sabio fue un hijo dócil, un padre débil, un rey discreto y un espíritu solicitado por todas las sugestiones de la sabiduría y solícito en todas las manifestaciones de la cultura.

            De todas sus obras es la más personal y, por ende, la más íntima, la titulada Las Cantigas, colección de 430 composiciones escritas en gallego, dedicadas a relatar los milagros de Nuestra Señora.

            De Las Cantigas son conocidos diversos códices. El más antiguo es el de Toledo (Biblioteca del Cabildo). Los dos de El Escorial son los más importantes. Uno de ellos, el denominado Códice Príncipe, está escrito con nitidez y maravillosa gallardía, tiene una viñeta –miniatura- cada diez cantigas, y la música de todas ellas en notación rabínica; frente al prólogo poético, a guisa de portada, campea una prodigiosa miniatura que representa al Rey Don Alfonso rodeado de juglares, juglaresas y amanuenses. Algunos de aquellos afinan sus violas. Uno de éstos, pluma en ristre, parece propicio a escribir las modificaciones que dicte el Monarca en la música o en la letra. El otro Códice de El Escorial –incompleto-, contiene 212 espléndidas láminas, divididas en seis recuadros, alusivas a las leyendas y logradas en oro y colores. Las 212 láminas comprenden  1.257 miniaturas, las cuales constituyen un inestimable monumento iconográfico de la indumentaria, del moblaje, de la arquitectura, de las armas, de las artes decorativas y de los usos de la Edad Media.

            El cuarto Códice es el de Florencia, y fue descubierto en 1877 por Menéndez y Pelayo. Los bibliotecarios oficiales le creían un cancionero portugués.

            Nada más encantador que la poesía de Las Cantigas ni tan subyugador como los argumentos. Delatan el alma delicada y profundamente lírica de Alfonso X.

II.

            De las 430 cantigas -420, según Hurtado y Palencia- 40 son meramente líricas; las restantes, narrativas, con escasísimas excepciones, en las que la leyenda es sustituída por peticiones o acciones de gracias a la Virgen.

            Las principales fuentes de Las Cantigas son: las colecciones latinas mariales de Vicente de Beauvois, Gualterius y Juan Gobio; las colecciones locales de  Herman de Laon y Hugo Farsitus; el libro de los milagros de Santa María de Rocamador y de los milagros de la Virgen de Chantres, las leyendas hispanas de los santuarios de Villasirga, Tudia, Tudela, Salas, Terena, Oña, Montserrat…; los troveros Gautier de Coincy y Berceo, y las leyendas propagadas por el vulgo.

            No siendo empresa sencilla traducir en verso la actual poesía de Alfoso X, hemos preferido narrar en prosa, con cierta libertad de traducción, alguno de sus cuentos, que son los argumentos de las piadosas estrofas.

Cuento del Heroico Pontífice

            El Papa León tenía fama de virtuosísimo. Fama justa. Todos sus bienes los repartía entre los pobres. Sus palabras consoladoras jamás faltaban a los afligidos. Sus luminosos consejos salvaron de las tinieblas a muchos espíritus. Precisamente por ello tuvo el demonio grandes deseos de tentarle con tentación muy poderosa, confiando en ganar para su desesperación eterna aquella alma grande. Y para llevar a la práctica sus propósitos se valió de la hermosura incomparable de una noble y deshonesta dama que vivía en Roma. Por demoníacas  instigaciones, esta mujer empezó a visitar con mucha frecuencia al santo pontífice; le servían de pretexto el entregarle limosnas para los pobres, regalos para el templo. Sinceramente el Papa León llegó a tener predilección por aquella dama, que se mostraba tan generosa y cuya hermosura era un regalo para los ojos.

            Una vez, estando los dos a solas, cuando la infame mujer creyó haber llegado el momento oportuno, aprovechándose de entregar al pontífice unos obsequios, le besó la mano con un beso largo y de fuego. Se quedó extrañamente turbado León. Huyo la mujer con una sonrisa maliciosa. Pero la Santísima Virgen, de quien el Papa era sumamente devoto, se apiadó del emocionado hombre y le hizo reaccionar dignamente. Inflexible para consigo, mandó llamar a un verdugo y le mandó que de un solo golpe de hacha le cercenara la mano que había recibido el impúdico beso.

            Desapareció la cortada mano. Y algún tiempo después, el Papa León, al despertar de un sueño, en el que la Virgen se le manifestó más hermosa y piadosa que nunca, notó con estupor que la mano cortada de su brazo estaba de nuevo unida a él; pero una raya ensangrentada alrededor de la muñeca patentizaba el sitio por donde el hacha clavo su bárbaro filo.

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SENDEBAR

(Siglo XIII)

Su origen es indio. Por dos caminos distintos llegó a conocimiento de España. Uno, occidental: el Syntipas, desdoblado, a su vez, en dos: la Historia de los diez visires y la Historia de los siete sabios de Roma. Otro, el oriental, en versiones sucesivas, pehldi, persa, siríaca, árabe y castellana.

            Hacia 1253, el hermano de Alfonso X, D. Fadrique, lo mandó traducir del árabe con el título: Libro de los engaños et los asayamientos de las mujeres.

            En su primitiva forma hispanoarábiga se compone de 26 cuentos, de forma grave y doctrinal, livianos en el fondo, enlazados por una ficción similar a las de Las mil y una noches.

Pueden consultarse:

Menéndez y Pelayo, Orígenes de la novela. I.

Sendebar, Edición Bonilla San Martín, en Bibliotheca Hispánica, XIV.

Chauvin, V., Bibliographie des ouvrages árabes, fasc. VIII.

Cuento del papagayo chismoso y de la pícara mujer

            Vivía en una ciudad un hombre que estaba muy celoso de su mujer. Y compró un papagayo, lo metió en una jaula y le puso en la mejor estancia de la casa, mandándole que observase a su mujer mientras él estaba ausente y que le contase todo sin encubrirle la cosa más insignificante. Un día, apenas el marido se fue a sus quehaceres, entró el amigo de la mujer; y el papagayo vio cuanto hicieron los amantes. Cuando regresó el marido, se llevó al papagayo y le pidió que le contase qué había hecho su mujer mientras él estuvo ausente. Y el papagayo le contó ce por be cuanto había sorprendido entre los amantes. Y el hombre bueno se encolerizó contra su mujer y la echó del hogar. Creyó ésta que el lance se había sabido por la criada, y la llamó y la dijo:

            -Tú dijiste a mi esposo todo cuanto yo hice.

            Y la criada juró que ella era incapaz de tal cosa, y la puso en conocimiento de la cotillería del papagayo. Entonces la mujer cogió al avechucho, casi lo enterró, empezóle a echar agua como si no cesara de llover, con un espejo fingió luces que parecían relámpagos, y moviendo una muela, logró que el papagayo pensara que eran truenos. Y así se estuvo la mujer durante toda la noche, hasta que amaneció. Y a la mañana llegó el marido y preguntó al papagayo lo que había visto aquella noche. Y el papagayo dijo:

            -No pude ver nada con la gran lluvia y los truenos y los relámpagos.

            Y entonces dijo el hombre:

            -¿La verdad qué me dijiste de mi mujer es como ésta que acabas de decirme? ¡Pues eres un bellaco, embustero, y voy a mandarte matar!

            Y envió por su mujer y la pidió perdón, y volvieron a vivir juntos.

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CALILA Y DIMNA

(Versión castellana, 1261)

El apólogo es la forma más antigua que se conoce del cuento. El apólogo puede definirse como una ficción o un sucedido del que pretende sacarse una enseñanza moral.

            El Calila y Dimna es una de las más extensas y originales colecciones de apólogos orientales. Y téngase en cuenta que fue el Oriente el inspirador del apólogo. El Pantchatantra es la más vieja colección de apólogos que se conoce, y su primer cuento, es aquel en que dos lobos hermanos –Calila y Dimna- se aventuran en la corte del león, es el que da título a la colección a la que ahora nos referimos.

            Las fábulas de Calila y Dimna las recogió Barzuyeh, famoso médico del famoso Cosroes I, Rey de Persia entre los años 531 y 570. Su primera versión al árabe, la realizó Abdalá Benalmocafa en el año 750. De esta versión derivan las dos más importantes y admirables de que hoy se tiene noticia: la castellana, mandada realizar hacía 1261 por D. Alfonso el Sabio, siendo Infante, y la hebrea. De la hebrea hizo su traducción latina el judío converso Juan de Capua, dándola el título de Directorium vitae humanae. De la traducción latina de éste derivan todas las versiones occidentales, a excepción de la castellana.

            Por cierto que en la fecha de esta traducción, la única que fue a buscar las fuentes arábigas, debe de haber algún error. En uno de sus códices de El Escorial consta que fue “romançado por mandato del Infante D. Alfonso, fijo del muy noble Rey D. Fernando, en la era de mil é dozientos é noventa é nueve años…” Pero en este año D. Alfonso ya no era Infante, sino Rey. Por tanto, cabe suponer que el error está en que al copista se le fue una decena de más, y la fecha sea 1251.

            Calila y Dimna es un cuento de cuentos. Como el Conde Lucanor, o como los Cuentos de Canterbury, de Chaucer.

            Su influencia en la literatura occidental fue extraordinaria. Muchos dee sus apólogos pasan a las obras del Infante D. Juan Manuel, de Raimundo Lulio, de Chaucer, de Boccacio, de Lafontaine y a colecciones como el Exemplario contra engaños y peligros del mundo, el Libro de los exemplos, el Libro de los gatos

            Los cuentos están puestos en boca de animales. En la narración de cada uno de los principales, se intercalan otros absolutamente independientes. El interés y la importancia, es tal que ha sido traducido a más de cuarenta lenguas; y en todas ellas su influencia puede señalarse de un modo decisivo.

Pueden consultarse:

En la Biblioteca de El Escorial se conservan dos manuscritos:  A = h. III. 9 y B = x. III. 4, a la vista de los cuales se han hecho las dos ediciones modernas más importantes: la del académico español Alemany en 1915, y la del erudito americano Abeen en 1906.

Alemany, J., Edición de Calila y Dimna, Madrid, 1915.

Gayangos, Pascual: Tomo LI de la Biblioteca de Autores spañoles, 1860.

Hervieux, L., Les fabulistes latins depuis le siècle d´Auguste, París, 1899.

Solalinde, Antonio G., Edición de Calila y Dimna, Madrid, 1917.

Cuento de la Liebre y del León

Dijo Dimna: Dicen que un león estaba en una tierra muy fértil, en la que abundaban las bestias salvajes y el agua y los pastos. Y las bestias que estaban en esta tierra estaban muy asustadas por el miedo que tenían al león. Y se reunieron todas las bestias y tomaron la resolución de ir adonde moraba el león y decirle:

-Tú no puedes devorarnos conforme quieras, a menos de pasar fatigas en la caza. Nosotros venimos a proponerte un medio de que tú comas sin esfuerzo, y, a cambio de ello, nos dejes a las demás bestias en paz.

Dijo el león:

-¿Y cuál es ese medio?

Dijeron las bestias:

-Haremos contigo un trato. Te daremos cada día un animalillo para que te lo comas tranquilamente. Tú, a cambio, nos prometerás dejarnos en paz día y noche.

     Al león le gustó el trato y lo aceptó. Y aconteció una vez que una liebre, a la que llevaban inerme para que se la merendase el león, dijo a las otras bestias:

-Si me quisierais escuchar, os diría algo que redundaría en provecho vuestro, que os libraría del miedo al león y que me libaría a mí de la muerte.

Y la contestaron:

-¿Y qué quieres que hagamos?

Y Dijo la liebre:

-Mandad a quien me lleve que vaya muy despacio, de manera que no llegue a presencia del león hasta que ya esté muy pasada su hora de comer.

     Y así lo hicieron. Y cuando llegaron cerca de donde estaba el rey de la selva, se adelantó sola la liebre y llegóse hasta el león, que estaba terriblemente enojado. Y cuando vio la liebre rugió el encolerizado león:

-¿De dónde vienes y dónde están las bestias, y por qué no han cumplido el pleito que aprobaron conmigo?

Y le dijo la liebre:

-¡Oh, señor! No nos recriminéis… Yo era la encargada de traeros otra liebre para que os sirviera de almuerzo. Pero en el camino me he topado con otro león, el cual al saber que la tal liebre os era traída, me la arrebató, diciéndome que mucho más digno era él de la liebre que vos. Yo le repliqué que hacía muy mal, porque la vianda sabrosa era para vos, que sois el rey de la selva, y que mi consejo era que desistiese si no quería arriesgarse a despertar vuestra cólera. Más él no me hizo caso y, además, os insultó, cuanto quiso y dijo que le importaba muy poco luchar con vos, a pesar de ser vos el rey.

     Oído lo cual, el león, iracundo, dijo a la liebre:

-Ven conmigo, y llévame hasta ese león que dices.

     Y la liebre lo llevó hasta un pozo muy hondo, de muy clara agua, y le dijo:

-Este es el lugar de que os hablé. Aupadme, y os mostraré a vuestro enemigo.

     Y cuando el león la aupó, contempló en el fondo del pozo su imagen y la de la liebre, y creyó que era el otro león con la presa que le estaba destinada a él. Y, rabioso, se lanzó al pozo para luchar con su inexistente enemigo, y se ahogó. Y, regresó la liebre adonde le esperaban las demás bestias, y contándolas lo sucedido las libró de su constante miedo para siempre.

 

Cuento de la mujer del viejo

            Dicen que un mercader muy rico, pero muy viejo, estaba casado con una mujer muy joven y hermosa, a la que él mucho amaba. Una noche entró un ladrón en el palacio del comerciante, estando éste dormido y su mujer despierta. La mujer tuvo un miedo horroroso del ladrón, y huyó hasta refugiarse en el lecho de su esposo, al que despertó, abrazándosele con gran fuerza. El viejo quedó sorprendido, y se dijo: “¿Por cuál feliz motivo tengo a mi esposa en mi cama y entre mis brazos?” Y entonces vio al ladrón y se dio cuenta por qué su mujer le había buscado. Y dijo al ladrón:

            -Toma cuanto te puedas llevar, y tómalo tranquilamente, porque te debo la dicha infinita de que mi mujer me haya abrazado…

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GONZALO DE BERCEO

(Fines del siglo XII-1274?)

El mismo nos dice su nombre, el lugar en que nació y dónde transcurrió su infancia, en la copla 489 de la Vida de San Millán:

            Gonzalvo fue so nomne que fizo est tratado, en Sant Millan de suso fue de niñez criado, natural de Berceo, ond Sant Millan fue nado.”

            Debió nacer a fines de la centuria doce. En 1220 era diácono. En 1237, presbítero. En un testamento con data de 1264 aún aparece como testigo. Extraordinariamente viejo debía ser cuando escribió la Vida de Santa Oria.

            Quiero en mi vegez, maguer so ya cansado de esta sancta virgen romanzar su dictado.”

            Se sabe que fue clérigo, pero no sí pasó su vida en el monasterio de San Millán, o si tan sólo perteneció al clero de Berceo. El amor que profesó a San Millán, el hecho de que sus manuscritos se conservasen en dicho monasterio, los numerosos documentos en que el poeta intervino, demuestran muy a las claras que, al menos, estuvo en íntima relación con los monjes, que en la buena biblioteca conventual, frente al sereno paisaje, que es ya la primera sonrisa de la austera Castilla, rodeado de infolios y de mamotretos, compuso las más ingenuas y encantadoras de sus poesías.

            Es sumamente fácil imaginarnos al poeta que aportó a nuestra literatura el verso pausado, sujeto a medida, lleno de erudita perfección. Debió ser magro y de regular estatura, calvo y de ojos claros, largo de manos y de quebrada color, tímido y risueño,  muy dado a coloquiar con los santos locales y apegado a la tierra castellana, le placían la flora espontánea, de aroma fuerte y de tonos suavísimos, los paisajes diáfanos, como de cristal, que dan a Castilla las horas crepusculares, los silencios sonoros de la liturgia coral y de la naturaleza expectante, las soledades recónditas en las que cada cual no se encuentra sino así mismo, a su eco, a su sombra, a su huella.

            Es fácil imaginarnos al poeta en la celda desnuda, en la paz del sendero, apoyado en un álamo para escuchar al ave que canta en la copa, descansando cabe un manantial de aguas furtivas friísimas, sentado bajo la arcada de un patio y bajo la transparencia irreal de la luna. Sus poesías nos sugieren todas estas imágenes.

            De su poesía podríamos decir que es una poesía de retablo primitivo. Por su colorido suave. Por su formas ingenuas. Por sus temas exclusivamente religiosos. Por sus detalles encantadores. Por la gracia patinada que la recubre.

II.

            Gonzalo de Berceo escribió tres vidas de santos: la de Santo Domingo de Silos, la de San Millán de la Cogoya y la de Santa Oria; tres poemas dedicados a la Virgen: Loores de Nuestra Señora, Miraclos de Nuestra Señora y Duelo de la Virgen el día de la pasión de su hijo; y tres poemas religiosos de asunto vario: El martirio de San Lorenzo, El Sacrificio de la misa y Los signos que aparecerán antes del Juicio.

Pueden consultarse:

Solalinde, A. G., Introducción a Berceo, en “La lectura”, 1922.

Menéndez y Pelayo, Antología de poetas castellanos, II.

Boubé, La poésie mariale: Gonzalo Berceo, en “Etudes des Péres de la Compagnie de Jesus”, 1904.

Becker, Richard, Gonzalo de Berceo´s milagros und ihre Grundlagen,  Strassburg, 1910.

El sacristán impúdico

Amigos míos: Os voy a contar un milagro para demostraros la influencia que la Santísima Virgen tiene con su divino Hijo. En un lugar que no viene al caso decir había una abadía de monjes benedictinos, en la cual era sacristán un monje que diariamente entonaba sus mejores y mayores fervores a la Santísima Señora. Ni una vez pasaba por delante de una imagen de tan dulce protectora sin inclinarse lleno de ternura y de adoración. Precisamente por esta devoción el abad le otorgó que fuera él quien se ocupara del culto y del arreglo de la capilla.

            Pero el enemigo malo, emisario de Belcebú, eternamente enemigo de las personas buenas, tanto tentó y con tales argucias al monje, que por fin logró inducirle a que pecase con una mujer. Todas las noches, cuando ya estaban reposando todos los frailes y el prior descuidado, por la misma iglesia se escapaba el desdichado monje, quien, aun dirigiéndose a pecar, ni una sola vez dejó, al entrar y salir, de detenerse ante el altar de su amada Señora para rezarla un Avemaría.

            Corría un río caudaloso por delante de la abadía, el cual río había de atravesar el monje; empresa que demuestra la locura que le consumía. Una noche, cerca del amanecer, al regresar al convento, el desdichado se ahogó. Cuando llegó la hora de maitines, faltó el sacristán que tocase la campana, lo que motivó que todos los monjes, asustados, se pusieran a buscarle. Cada uno iba de acá para allá, por todas partes, llamándole con grandes voces. Al fin lo hallaron muerto, frío ya, en una de las orillas, donde las aguas le habían arrastrado.. Mientras el cuerpo permanecía en el río, os contaré el pleito en que se vio comprometida su alma. Acudieron en buen número los demonios para apoderarse de ella y llevársela al infierno. Mientras los diablos jugaban con ella, arrojándosela como si fuera una pelota, acudieron unos ángeles a reclamarla; pero desdichadamente no encontraron en ella mérito alguno que les sirviera de pretexto para arrebatarla a los entusiasmados demonios. Y se volvieron al cielo muy tristes. Más entonces fue la Santísima Virgen la que se preocupó de aquella alma muerta en pecado mortal. Fue ella la que prohibió a los demonios que arrastrasen a aquella alma, diciéndoles:

-Con esta alma no podéis hacer nada malo; mientras estuvo en su cuerpo no dejó nunca de acordarse de mí y ahora no he de dejarla yo desamparada.

Pero un diablo muy sagaz replicó:

-Madre eres de un Juez recto, a quien no agrada la fuerza ni de ella se sirvió nunca. Escrito está que el hombre sea juzgado allí donde se muere y en el estado de gracia o de desgracia en que se hallare en aquel instante…

-Hablas –dijo la Gloriosa- nada más que tonterías; no discuto contigo porque no eres sino una bestia inmunda. Has de saber que cuando ese monje salió de su abadía me pidió licencia, y por eso yo debo permitir que haga una penitencia que le purifique.

     Terció el Rey de los Cielos, y, por complacer a su Madre, mandó al lama del monje que volviera a su cuerpo y que desde entonces empezase su arrepentimiento.

 

     Estaba el convento triste y desamparado

por este mal ejemplo que les era enviado;

y resucitó el fraile, ya estando amortajado,

y espantárose todos viéndole en buen estado.

     Hablóles en buen hombre; díjolos: “Compañeros:

muerto estuve, estoy vivo, de ello estad muy certeros

 

¡Gloria a Santa María, que salva a sus obreros;

ella  me arrebató a los malos guerreros.”

     Contóles minucioso toda su felonía,

qué dijeron los diablos y qué Santa María,

cómo le libro ella de la fuerza sombría.

Si por ella no fuera, en lo negro estaría.

     Rindieron a Dios gracias de buena voluntad,

y a la Reina Santísima, madre de la piedad,

que hizo tal milagro por su benignidad,

por quién está más firme toda la cristiandad,

     Confesóse el bue monje; luego hizo penitencia;

mejoró  poco a poco y alcanzó continencia.

Sirvió a la Virgen santa mientras tuvo potencia;

murió cuando Dios quiso, con tranquila conciencia.

Y en paz descansa ahora con divina clemencia.

 

 

EL LIBRO DE LOS GATOS

(Siglo XIII)

El libro de los gatos o El libro de los cuentos es una traducción hecha por un desconocido de las Fabulae o Narrationes, del fraile inglés Odón de Cheritón, muerto en el año de 1247. Data la versión de entre los años 1400 y 1420. Su estilo es limpio, claro y prolijo. Sus pretensiones son didáctico-morales. Comprende 69 cuentos. En la Biblioteca Nacional de Madrid se conserva un manuscrito de esta obra de fines del siglo XV.

Pueden consultarse:

Northup, G.T., Edición de El Libro de los gatos, Chicago, 1908.

Ejemplo del ave de San Martín

Una ave que llaman en España el ave de Sant Martín, e es ansi pequeña como un ruiseñor, e aquesta ave ha las piernas muy fermosas, a manera de junco. Acaesció ansí que un día cerca la fiesta de Sant Martín, cuando el sol está caliente, que esta ave se echó al sol cerca un árbol el alzó las piernas, e dijo:

            -Si el cielo cayese sobre mis pernas, bien lo podría yo tener.

            E ella que hobo dicha esta palabra, cayó una foja del árbol cabe ella. Espantóse mucho a deshora, e comenzó de volar diciendo:

            -Sant Martín, ¿cómo non acorres a tu ave?

            Tales son muchos en este mundo que cuidan ser muy recios e al tiempo del menester son fallados por flacos como cuenta de los fijos de Efrem que, armados de los arcos, en la batalla volvieron las espaldas e fuyeron. Puede hombre esto abominar a algunos caballeros: cuando tienen la cabeza bien guarnida e de buen vino dicen que pelearían con tres franceses o que vencerían los más fuertes de la Tierra, e después viene el espanto: “¡Sant Martín, acorre a tu avecilla!”.

            Otrosí, algunos que abominan de otros que son flacos corazones que si ellos se viesen en tal, quizá que lo serán ellos más. Otrosí eso mesmo acaesce a otras personas que abominan de los pecados agenos e por ventura que han ellos fechos otros tales o peores que aqu´llos. E aunque non los hayan fechos, non paran mientes que si Dios non los guardase que caerían ellos en otros tales pecados o peores; más si ellos parasen mientes la palabra que dice Nuestro Señor Jesucristo en el Evangelio, que veen la paja en el ojo ageno e non la viga lagar que está en el suyo, más non la ponen por obra así como lo mandó Jesucristo cuando dijo: “Si quisierdes abominar de otro, sacad la viga lagar que tenedes en vuestro ojo, e después abominad de la paja que tiene el otro en el suyo.”

Ejemplo del lobo con los monjes

El lobo una vegada quiso ser monje e rogó a un convento de monjes que lo quisiesen y rescebir; e los monjes ficiéronlo ansí, e ficieron al lobo la corona e diéronle cogulla e todas las otras cosas que pertenescen al monje, e pusiéronle a leer “Pater noster”. El, en lugar de decir “Pater noster”, siempre decía “Cordero o carnero”. E deciánle que parase mientes al Crucifijo e al cuerpo de Dios; él siempre cataba al cordero o al carnero.

            Bien ansí aesce a muchos monjes, que en lugar de aprender la regla de la Orden, de las cosas que pertenescen a Dios, siempre responden e llaman “carnero”, que se entiende por las buenas viandas, e por el vino, e por otros vicios deste mundo. Esto mismo se entiende en este ejemplo por algunos viejos, que son envejecidos en mal e en locura, e en malas costumbres; onde por mucho que otro los castiue, nunca quieren dejar sus viejas costumbres. Onde el hombre viejo antes lo podrás quebrantar que non doblar. Faz al asno buena silla e buen freno cuanto bien podieres, e nunca podrás de él facer buen caballo en cuanto vivas.

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EL LIBRO DE LOS EJEMPLOS

(Siglo XV)

El mismo códice de la Biblioteca Nacional que contiene el llamado Libro de los Gatos, contiene igualmente El libro de los ejemplos, compilación hecha, a principios del siglo XV, por Clemente Sánchez de Vercial.

            Mucho tiempo pasó El libro de los ejemplos, por obra anónima. Fue el gran hispanista Morel-Fatio quien descubrió y publicó un códice más completo que el conservado en nuestra Biblioteca nacional, sacando del anonimato a su compilador, Clemente Sánchez de Vercial (1370? A 1426), arcediano de Valderas y autor, igualmente, de un Sacramental muy divulgado durante la décimaquinta centuria. La obra comprende 467 cuentos, cada uno de los cuales va precedido de una sentencia latina “traducida en dos líneas rimadas que quieren ser versos”.

            Los cuentos tienen carácter de apólogos. No son traducciones de ninguna de las muchas Alphabeta xemplorum muy divulgadas durante el siglo XIII, sino que derivan, según confiesa su propio compilador, de la Disciplina Clericalis, de la Vitae Patrum y de la Gesta Romanorum… El estilo de estos cuentos es sencillo y puro. Su conjunto es de enorme interés para la literatura comparada. Su carácter es doctrinal.

            395 cuentos comprenden el códice de Madrid. 72 más el de París, hallado por Morel-fatio

Pueden consultarse:

Gayangos, P. Edición de El libro de los ejemplos, Biblioteca de Autores Españoles, LI.

Morel-Fatio, A., Edición de El libro de los ejemplos en Romania, 1878.

Capítulo 1.

 En que cuenta quién fue su padre El deseo que tenía, curioso lector, de contarte mi vida me daba tanta priesa para engolfarte en ella sin prevenir algunas cosas que, como primer principio, es bien dejarlas entendidas —porque siendo esenciales a este discurso también te serán de no pequeño gusto—, que me olvidaba de cerrar un portillo por donde me pudiera entrar acusando cualquier terminista de mal latín, redarguyéndome de pecado, porque no procedí de la difinición a lo difinido, y antes de contarla no dejé dicho quiénes y cuáles fueron mis padres y confuso nacimiento; que en su tanto, si dellos hubiera de escribirse, fuera sin duda más agradable y bien recibida que esta mía. Tomaré por mayor lo más importante, dejando lo que no me es lícito, para que otro haga la baza.

Y aunque a ninguno conviene tener la propiedad de la hiena, que se sustenta desenterrando cuerpos muertos, yo aseguro, según hoy hay en el mundo censores, que no les falten coronistas. Y no es de maravillar que aun esta pequeña sombra querrás della inferir que les corto de tijera y temerariamente me darás mil atributos, que será el menor dellos tonto o necio, porque, no guardando mis faltas, mejor descubriré las ajenas. Alabo tu razón por buena; pero quiérote advertir que, aunque me tendrás por malo, no lo quisiera parecer —que es peor serlo y honrarse dello—, y que, contraviniendo a un tan santo precepto como el cuarto, del honor y reverencia que les debo, quisiera cubrir mis flaquezas con las de mis mayores; pues nace de viles y bajos pensamientos tratar de honrarse con afrentas ajenas, según de ordinario se acostumbra: lo cual condeno por necedad solemne de siete capas como fiesta doble. Y no lo puede ser mayor, pues descubro mi punto, no salvando mi yerro el de mi vecino o deudo, y siempre vemos vituperado el maldiciente. Mas a mí no me sucede así, porque, adornando la historia, siéndome necesario, todos dirán: «bien haya el que a los suyos parece», llevándome estas bendiciones de camino. Demás que fue su vida tan sabida y todo a todos tan manifiesto, que pretenderlo negar sería locura y a resto abierto dar nueva materia de murmuración. Antes entiendo que les hago — si así decirse puede notoria cortesía en expresar el puro y verdadero texto conque desmentiré las glosas que sobre él se han hecho. Pues cada vez que alguno algo dello cuenta, lo multiplica con los ceros de su antojo, una vez más y nunca menos, como acude la vena y se le pone en capricho; que hay hombre [que], si se le ofrece propósito para cuadrar su cuento, deshará las pirámidas de Egipto, haciendo de la pulga gigante, de la presunción evidencia, de lo oído visto y ciencia de la opinión, sólo por florear su elocuencia y acreditar su discreción.

Así acontece ordinario y se vio en un caballero extranjero que en Madrid conocí, el cual, como fuese aficionado a caballos españoles, deseando llevar a su tierra el fiel retrato, tanto para su gusto como para enseñarlo a sus amigos, por ser de nación muy remota, y no siéndole permitido ni posible llevarlos vivos, teniendo en su casa los dos más hermosos de talle que se hallaban en la corte, pidió a dos famosos pintores que cada uno le retratase el suyo, prometiendo, demás de la paga, cierto premio al que más en su arte se extremase. El uno pintó un overo con tanta perfección, que sólo faltó darle lo imposible, que fue el alma; porque en lo más, engañado a la vista, por no hacer del natural diferencia, cegara de improviso cualquiera descuidado entendimiento. Con esto solo acabó su cuadro, dando en todo lo dél restante claros y oscuros, en las partes y, según que convenía.

El otro pintó un rucio rodado, color de cielo, y, aunque su obra muy buena, no llegó con gran parte a la que os he referido; pero estremóse en una cosa de que él era muy diestro: y fue que, pintado el caballo, a otras partes en las que halló blancos, por lo alto dibujó admirables lejos, nubes, arreboles, edificios arruinados y varios encasamentos, por lo bajo del suelo cercano muchas arboledas, yerbas floridas, prados y riscos; y en una parte del cuadro, colgando de un tronco los jaeces, y, al pie dél estaba una silla jineta. Tan costosamente obrado y bien acabado, cuanto se puede encarecer.

Cuando vio el caballero sus cuadros, aficionado —y con razón al primero, fue el primero a que puso precio y, sin reparar en el que por él pidieron, dando en premio una rica sortija al ingenioso pintor, lo dejó pagado y con la ventaja de su pintura. Tanto se desvaneció el otro con la suya y con la liberalidad franca de la paga, que pidió por ella un excesivo precio. El caballero, absorto de haberle pedido tanto y que apenas pudiera pagarle, dijo: «Vos hermano, ¿por qué no consideráis lo que me costó aqueste otro lienzo, a quien el vuestro no se aventaja?» «En lo que es el caballo —respondió el pintor— Vuesa Merced tiene razón; pero árbol y ruinas hay en el mío, que valen tanto como el principal de esotro.»

El caballero replicó: «No me convenía ni era necesario llevar a mi tierra tanta baluma de árboles y carga de edificios, que allá tenemos muchos y muy buenos. Demás que no les tengo la afición que a los caballos, y lo que de otro modo que por pintura no puedo gozar, eso huelgo de llevar.»

Volvió el pintor a decir: «En lienzo tan grande pareciera muy mal un solo caballo; y es importante y aun forzoso para la vista y ornato componer la pintura de otras cosas diferentes que la califiquen y den lustre, de tal manera que, pareciendo así mejor, es muy justo llevar con el caballo sus guarniciones y silla, especialmente estando con tal perfección obrado, que, si de oro me diesen otras tales, no las tomaré por las pintadas.»

El caballero, que ya tenía lo importante a su deseo, pareciéndole lo demás impertinente, aunque en su tanto muy bueno, y no hallándose tan sobrado que lo pudiera pagar, con discreción le dijo: «Yo os pedí un caballo solo, y tal como por bueno os lo pagaré, si me lo queréis vender; los jaeces, quedaos con ellos o dadlos a otros, que no los he menester.» El pintor quedó corrido y sin paga por su obra añadida y haberse alargado a la elección de su albedrío, creyendo que por más composición le fuera más bien premiado.

Común y general costumbre ha sido y es de los hombres, cuando les pedís reciten o refieran lo que oyeron o vieron, o que os digan la verdad y, sustancia de una cosa, enmascararla y afeitarla, que se desconoce, como el rostro de la fea. Cada uno le da sus matices y sentidos, ya para exagerar, incitar, aniquilar o divertir, según su pasión le dita. Así la estira con los dientes para que alcance; la lima y pule para que entalle, levantando de punto lo que se les antoja, graduando, como conde palatino, al necio de sabio, al feo de hermoso y al cobarde de valiente. Quilatan con su estimación las cosas, no pensando cumplen con pintar el caballo si lo dejan en cerro y desenjaezado, ni dicen la cosa si no la comentan como más viene a cuento a cada uno.

Tal sucedió a mi padre que, respeto de la verdad, ya no se dice cosa que lo sea. De tres han hecho trece y los trece, trecientos; porque a todos les parece añadir algo más y, destos algos han hecho un mucho que no tiene fondo ni se le halla suelo, reforzándose unas a otras añadiduras, y lo que en singular cada una no prestaba, juntas muchas hacen daño. Son lenguas engañosas y falsas que, como saetas agudas y brasas encendidas, les han querido herir las honras y abrasar las famas, de que a ellos y a mí resultan cada día notables afrentas.

Podrásme bien creer que, si valiera elegir de adonde nos pareciera, que de la masa de Adam procurara escoger la mejor parte, aunque anduviéramos al puñete por ello. Mas no vale a eso, sino a tomar cada uno lo que le cupiere, pues el que lo repartió pudo y supo bien lo que hizo. Él sea loado, que, aunque tuve jarretes y manchas, cayeron en sangre noble de todas partes. La sangre se hereda y el vicio se apega; quien fuere cual debe, será como tal premiado y no purgará las culpas de sus padres.

Cuanto a lo primero, el mío y sus deudos fueron levantiscos. Vinieron a residir a Génova, donde fueron agregados a la nobleza; y aunque de allí no naturales, aquí los habré de nombrar como tales. Era su trato el ordinario de aquella tierra, y lo es ya por nuestros pecados en la nuestra: cambios y recambios por todo el mundo. Hasta en esto lo persiguieron, infamándolo de logrero.

Muchas veces lo oyó a sus oídos y, con su buena condición, pasaba por ello. No tenían razón, que los cambios han sido y son permitidos. No quiero yo loar, ni Dios lo quiera, que defienda ser lícito lo que algunos dicen, prestar dinero por dinero, sobre prendas de oro o plata, por tiempo limitado o que se queden rematadas, ni otros tratillos paliados, ni los que llaman cambio seco, ni que corra el dinero de feria en feria, donde jamás tuvieron hombre ni trato, que llevan la voz de Jacob y las manos de Esaú, y a tiro de escopeta descubren el engaño. Que las tales, aunque se las achacaron, yo no las vi ni dellas daré señas.

Mas, lo que absolutamente se entiende cambio es obra indiferente, de que se puede usar bien y mal; y, como tal, aunque injustamente, no me maravillo que, no debiéndola tener por mala, se repruebe; mas la evidentemente buena, sin sombra de cosa que no lo sea, que se murmure y vitupere, eso es lo que me asombra.

Decir, si viese a un religioso entrar a la media noche por una ventana en parte sospechosa, la espada en la mano y el broquel en el cinto, que va a dar los sacramentos, es locura, que ni quiere Dios ni su Iglesia permite que yo sea tonto y de lo tal, evidentemente malo, sienta bien. Que un hombre rece, frecuente virtuosos ejercicios, oiga misa, confiese y comulgue a menudo y por ello le llamen hipócrita, no lo puedo sufrir ni hay maldad semejante a ésta.

Tenía mi padre un largo rosario entero de quince dieces, en que se enseñó a rezar— en lengua castellana hablo—, las cuentas gruesas más que avellanas. Éste se lo dio mi madre, que lo heredó de la suya. Nunca se le caía de las manos. Cada mañana oía su misa, sentadas ambas rodillas en el suelo, juntas las manos, levantadas del pecho arriba, el sombrero encima dellas. Arguyéronle maldicientes que estaba de aquella manera rezando para no oír, y el sombrero alto para no ver. juzguen deste juicio los que se hallan desapasionados y digan si haya sido perverso y temerario, de gente desalmada, sin conciencia.

También es verdad que esta murmuración tuvo causa: y fue su principio que, habiéndose alzado en Sevilla un su compañero y llevándole gran suma de dineros, venía en su seguimiento, tanto a remediar lo que pudiera del daño, como a componer otras cosas.

La nave fue saqueada y él, con los más que en ella venían, cautivo y llevado en Argel, donde, medroso y desesperado— el temor de no saber cómo o con qué volver en libertad, desesperado de cobrar la deuda por bien de paz—, como quien no dice nada, renegó. Allá se casó con una mora hermosa y principal, con buena hacienda. Que en materia de interés —por lo general, de quien siempre voy tratando, sin perjuicio de mucho número de nobles caballeros y gente grave y principales, que en todas partes hay de todo—, diré de paso lo que en algunos deudos de mi padre conocí el tiempo que los traté. Eran amigos de solicitar casas ajenas, olvidándose de las proprias; que se les tratase verdad y de no decirla; que se les pagase lo que se les debía y no pagar lo que debían; ganar y gastar largo, diese donde diese, que ya estaba rematada la prenda y —como dicen— a Roma por todo. Sucedió pues, que, asegurado el compañero de no haber quien le pidiese, acordó tomar medios con los acreedores presentes, poniendo condiciones y plazos, con que pudo quedar de allí en adelante rico y satisfechas las deudas.

Cuando esto supo mi padre, nacióle nuevo deseo de venirse con secreto y diligencia; y para engañar a la mora, le dijo se quería ocupar en ciertos tratos de mercancías. Vendió la hacienda y, puesta en cequíes —moneda de oro fino berberisca—, con las más joyas que pudo, dejándola sola y pobre, se vino huyendo. Y sin que algún amigo ni enemigo lo supiera, reduciéndose a la fe de Jesucristo, arrepentido y lloroso, delató de sí mismo, pidiendo misericordiosa penitencia; la cual siéndole dada, después de cumplida pasó adelante a cobrar su deuda. Ésta fue la causa por que jamás le creyeron obra que hiciese buena. Si otra les piden, dirán lo que muchas veces con impertinencia y sin propósito me dijeron: que quien una vez ha sido malo, siempre se presume serlo en aquel género de maldad. La proposición es verdadera; pero no hay alguna sin excepción. ¿Qué sabe nadie de la manera que toca Dios a cada uno y si, conforme dice una Auténtica, tenía ya reintegradas las costumbres?

Veis aquí, sin más acá ni más allá, los linderos de mi padre.

Porque decir que se alzó dos o tres veces con haciendas ajenas, también se le alzaron a él, no es maravilla. Los hombres no son de acero ni están obligados a tener como los clavos, que aun a ellos les falta la fuerza y suelen soltar y aflojar. Estratagemas son de mercaderes, que donde quiera se pratican, en España especialmente, donde lo han hecho granjería ordinaria. No hay de qué nos asombremos; allá se entienden, allá se lo hayan; a sus confesores dan larga cuenta dello. Solo es Dios el juez de aquestas cosas, mire quien los absuelve lo que hace. Muchos veo que lo traen por uso y a ninguno ahorcado por ello. Si fuera delito, mala cosa o hurto, claro está que se castigara, pues por menos de seis reales vemos azotar y echar cien pobretos a las galeras.

Por no ser contra mi padre, quisiera callar lo que siento; aunque si he de seguir al Filósofo, mi amigo es Platón y mucho más la verdad, conformándome con ella. Perdone todo viviente, que canonizo este caso por muy gran bellaquería, digna de muy ejemplar castigo.

Alguno del arte mercante me dirá: «Mirad por qué consistorio de pontífice y cardenales va determinado. ¿Quién mete al idiota, galeote, pícaro, en establecer leyes ni calificar los tratos que no entiende?» Ya veo que yerro en decir lo que no ha de aprovechar, que de buena gana sufriera tus oprobios, en tal que se castigara y tuviera remedio esta honrosa manera de robar, aunque mi padre estrenara la horca. Corra como corre, que la reformación de semejantes cosas importantes y otras que lo son más, va de capa caída y a mí no me toca: es dar voces al lobo, tener el sol y predicar en desierto.

Vuelvo a lo que más le achacaron: que estuvo preso por lo que tú dices o a ti te dijeron; que por ser hombre rico y —como dicen el padre alcalde y compadre el escribano, se libró; que hartos indicios hubo para ser castigado. Hermano mío, los indicios no son capaces de castigo por sí solos. Así te pienso concluir que todas han sido consejas de horneras, mentiras y falsos testimonios levantados; porque confesándote una parte, no negarás de la mía ser justo defenderte la otra. Digo que tener compadres escribanos es conforme al dinero con que cada uno pleitea; que en robar a ojos vistas tienen algunos el alma del gitano y harán de la justicia el juego de pasa pasa, poniéndola en el lugar que se les antojare, sin que las partes lo puedan impedir ni los letrados lo sepan defender ni el juez juzgar.

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