Entre mártires y
“amigos de Dios”: la santidad en el mundo islámico (siglos VII-XII)
En el mundo islámico, los santos son
conocidos como “amigos de Dios”, en árabe awliyāʾ Allāh, plural de walī Allāh. Los orígenes de
este tipo de figuras se remontan a los muŷāhidūn, “los que se
esfuerzan” o, en su sentido bélico, “guerreros de la fe”, que se establecieron
en las fronteras con los cristianos en el siglo VIII. Su modo de vida combinaba
prácticas militares y ascéticas que se entendían como un mérito espiritual
asimilable al martirio
Ilustración
del libro de Las
Asambleas, de Hariri (siglo XIII). Biblioteca
Nacional de Francia, ms. Arabe 5847, f. 5v.
La
exégesis coránica sobre la santidad en el islam
En líneas generales, un santo se entiende como una persona que,
como consecuencia de sus virtudes, goza de una estrecha relación y cercanía con
la divinidad, hasta el punto de que, por la “gracia” o favor de esta última,
puede obrar milagros.
En el mundo islámico, el concepto más afín a esta idea es el de walī, que significa
“amigo de Dios”. Se relaciona también con los términos walāya y wilāya: el primero
designaría esa amistad o cercanía con Dios, mientras que wilāya indicaría el poder del walī como protector
o intercesor.
Ese poder se conoce como baraka en
árabe, que se puede equiparar a los conceptos de “bendición”, “don divino” o
“gracia”. Es precisamente esta baraka la que
hace a la persona merecedora de su consideración como santa, pues le capacita
para llevar a cabo acciones prodigiosas o hechos sobrenaturales. En este
sentido, todo fenómeno sobrenatural va en contra de las leyes de la naturaleza,
algo que solamente puede hacer Dios. Por tanto, es él quien realiza esos
milagros o karāmāt (en singular karāma), sirviéndose para
ello de estos awliyāʾ.
En sus orígenes, el término walī se aplicaba
inicialmente a Dios como “amigo” de todos los creyentes, tal y como puede
leerse en algunas aleyas coránicas:
            Dios es amigo (Allāhu waliyyu) de los que creen; la saca de
las tinieblas a la luz […] (C. 2: 257).
A partir de ahí, encontramos otras aleyas donde este término
estaría designando a una serie de individuos que se destacarían sobre el resto
por su relación con Dios:
            ¿No es cierto que
los amigos de Dios (awliyā’ Allāh) no tendrán que temer ni se
entristecerán? (C. 10:62).
En este sentido, se puede inferir la existencia de una determinada
jerarquía entre los creyentes por su proximidad a Dios que, de un modo más
preciso, se concreta en la siguiente aleya:
            Quien obedezca a
Dios y a su Enviado, estarán junto a los que Dios ha favorecido: los profetas,
los veraces, los que murieron dando testimonio (wa
al-šuhadāʾ) y
los justos […] (C. 4:69).
Tal y como se puede observar, se están designando distintos grupos
que, de una manera u otra, cuentan con una gracia algo más especial por parte
de Dios. De entre ellos, el que más nos interesa aquí es el de los “que
murieron dando testimonio” (wa al-šuhadāʾ). Esto no es sino
una referencia explícita al concepto de “mártir”: como es sabido, la etimología
griega del término (mártys) significa “testigo” y, por
extensión, estaría refiriéndose a quienes constituyeron un ejemplo por el
compromiso con su fe en las circunstancias más adversas, tal y como el
cristianismo primitivo concibió estos primeros modelos de santidad. Algo
similar puede decirse de los primeros mártires del mundo islámico, con la sutil
diferencia de que estos estuvieron marcados por su carácter militante:
            Borraré las malas
acciones de quienes emigraron y fueron expulsados de sus hogares, de quienes
padecieron por causa mía, de quienes combatieron y fueron muertos (wa qātalū wa qutilū), y,
a título de recompensa de Dios, los introduciré en jardines por donde corren
arroyos (C. 3:195).
Una aleya de este tipo solamente puede entenderse atendiendo al
contexto histórico en el que nació la umma o primera
comunidad de creyentes. No es que no hubiese un tabú de la sangre, tal y como
reflejan las reticencias iniciales de algunos segmentos de la umma a
emplear la violencia, sino que el propio contexto histórico de los primeros
seguidores del Profeta les obligó a superar tales reservas para sobrevivir.
Entonces, esos creyentes que morían dando testimonio por su fe, esos mártires
que estaban cumpliendo con los designios divinos, alcanzarían el Paraíso y, por
tanto, serían caracterizados como los primeros santos del islam.
Es así como comenzó a surgir la doctrina del ŷihād en su sentido
bélico: la “guerra santa”. El término ŷihād deriva de la raíz trilítera “Ŷ-H-D”, que significa simplemente “esfuerzo”. Fue su exégesis posterior la
que reinterpretó el ŷihād como la misión
de extender el islam y materializar la palabra de Dios en el mundo recurriendo,
de ser necesario, a medios militares. 
De esa misma raíz deriva también la palabra muŷāhid (plural muŷāhidūn), que podría
traducirse como “el que se esfuerza” o, en su acepción bélica, como “guerrero
de la fe”. El otro término empleado en las fuentes para designar a esta figura
es el de gāzī, del árabe gazw,
que designaría la acción de “ir hacia delante” para combatir contra los
enemigos. Hay un matiz y es que el muŷāhid, para llevar a cabo
la “guerra santa” en su sentido más puro, debía renunciar a sí mismo sin buscar
el beneficio personal, por lo que no podía, al menos teóricamente, saquear en
el desarrollo de estas contiendas; por su parte, el término gāzī, en general, no
está sometido a este tipo de restricciones legales, de manera que, dependiendo
del contexto, puede estar habitualmente desprovisto de estas connotaciones
religiosas.
La
génesis de los muŷāhidūn en la frontera árabo-bizantina (siglo VIII)
Tras la muerte de Mahoma, los muʾminūn o “creyentes” se
expandieron por los antiguos territorios bizantinos y persas, aprovechando la
debilidad de ambos imperios tras su enfrentamiento en la batalla de Nínive
(627). A partir de ese momento, el Califato Omeya de Damasco alcanzó su máxima
expansión territorial con la conquista de la Península Ibérica en el 711 y las
últimas e infructuosas tentativas de tomar Constantinopla en el 718. Estas
fronteras se convirtieron en el escenario donde llevar a cabo la guerra santa
por parte de esos guerreros de la fe.
Fronteras del Dar al-Islam entre los siglos
VIII y XI. Wikimedia
Commons.
Ahora
bien, estos muŷāhidūn no
solamente se dedicaban al ejercicio de las armas, sino que lo combinaban con
otra serie de actividades ascéticas, como el ayuno y la oración, tendentes a su
perfeccionamiento espiritual. Esto es precisamente lo que significa el término ribāṭ, de la raíz rabata, que designa
la dedicación constante de uno mismo a la plegaria. Por tanto, ya desde su
origen, el ribāṭ aludía a esa
dualidad de prácticas bélicas y piadosas en la frontera.
Asimismo,
esta palabra también puede traducirse como “nudo”, en relación con los caballos
“amarrados” y preparados para la defensa en el transcurso de aquellas acciones
militares, como se puede inferir de la siguiente aleya:
            ¡Preparad
contra ellos toda la fuerza que podáis, incluyendo los caballos atados (wa min ribāṭi al-jayl) para atemorizar con ello a los enemigos de
Dios y vuestros, y a otros que no conocéis, pero que Dios sí conoce! Cualquier
cosa que gastéis en el camino de Dios, os será recompensada en su totalidad, y
no se os hará injusticia alguna. (C. 8: 60)
Por
extensión, el ribāṭ estaría
aludiendo a los lugares fortificados en las fronteras con los infieles y desde
los cuales aquellos guerreros de la fe lanzaban sus acometidas. Fue esto
precisamente lo que acabó motivando que, en esos espacios, emergiese una
cultura islámica guerrera encarnada por las legendarias figuras de aquellos muŷāhidūn que
obraban milagros para asistir a los ejércitos musulmanes.
Esa
actividad marcial era meritoria para alcanzar la vida eterna, tal y como se
desprende del siguiente pasaje de ‘Abdullāh
ibn al-Mubārak (m. 797), un muŷāhid que combatió en la frontera
árabo-bizantina durante el periodo del Califato abbasí. Al-Jaṭīb al-Bagdādī (1002-1071), en su Ta’rīj Bagdād,
relata como Fuḍayl, otro “guerrero de la fe”, habría
interpelado a Ibn al-Mubārak
en sueños:
            “¿Qué
acciones recomiendas hacer en esta vida?” Ibn al-Mubārak
respondió: “Aquellas para las que nací”. Fuḍayl preguntó: ¿Ŷihād y ribāṭ (al-ribāṭ wa-l-jihad)? ¡Sí! Respondió Ibn al-Mubārak. ¿Y qué te han
concedido? […] una mujer del Paraíso me ha
hablado, siendo una mujer de las huríes”.
De
este modo, gracias a la guerra, estos “amigos de Dios” contaban con la baraka o
favor divino, por lo que podían “hacer” milagros, tal y como nos narra Farīd al-Dīn
‘Aṭṭar (1145-1221) en su Taḏkirat al-Awliyā’:
Se cuenta que Ibn al-Mubārak estaba
pasando por un lugar donde había un ciego. A este le dijeron: “’Abdullāh ibn
al-Mubārak está regresando – pregunta
por cualquier cosa que necesites”. El ciego respondió: ¡Detente, oh ‘Abdullāh!” ‘Abdullāh se
detuvo. “Suplica a Dios —sea Él alabado— que me
restaure la vista.” ‘Abdullāh inclinó su cabeza y oró, e
inmediatamente el ciego recuperó la vista.”
En
este milagro, similar al de la curación del ciego Bartimeo por Jesús (Mc
10,46-52; Mt 20,29-34; Lc 18,35-43), hasta el punto de que podría rayar en la
intertextualidad, es interesante constatar cómo el hagiógrafo describió a Ibn
al-Mubārak como
intercesor por medio de sus oraciones y súplicas,
poniendo así de manifiesto que era Dios el que realizaba el milagro por medio
del muŷāhid.
Las
primeras manifestaciones del sufismo (siglos IX-XI)
Como
se ha indicado, los muŷāhidūn que vivían en esos
lugares fortificados de las fronteras combinaban el arte de la guerra con otra
serie de ejercicios ascéticos con los que mortificar su cuerpo. Con este
“entrenamiento físico”, que no es más que lo que significa “ascesis” en griego (áskēsis), simbolizaban su renuncia a los placeres
materiales para liberar sus almas. 
Este
ascetismo se denomina en árabe zuhd, que se puede
traducir como “desapego” al mundo en búsqueda de un contacto más íntimo con la
divinidad.
Dadas
las semejanzas con el modo de vida de los primeros monjes cristianos, quienes
fueron los primeros en someterse a un riguroso régimen disciplinario de ayuno,
oración y extenuantes vigilias para evocar los padecimientos de los primeros
mártires cristianos y alcanzar así el Paraíso, distintos autores sostienen que
se produjo un influjo del ascetismo preexistente, concretamente del
cristianismo siríaco, en las tendencias ascético-místicas de los primeros
musulmanes.
Así
pues, a partir del siglo VIII, se acentúa la distinción entre el ŷihād o guerra contra
los infieles y el ŷihād o el “esfuerzo en
el camino de Dios” contra ellos mismos y sus propias pasiones (nafs).
De este modo, en las siguientes centurias, se fue consolidando la diferencia
entre el ŷihād menor o de la
espada y el ŷihād mayor o la “lucha
contra el yo”. El mismo Ibn al-Mubārak,
tal y como nos narra Abū
Nu‛aym
al-Iṣfahānī (948-1038) en su Hilyat al-awliyā‘, habría afirmado que: “Cuando un hombre
conoce la medida de sus pasiones (nafs), se considera
más despreciable que un perro”. La guerra era así un ejercicio ascético que
debía complementarse con esta otra vía de piedad para garantizar su éxito.
De
este modo, la tradición de santidad de los muŷāhidūn no desapareció,
pero, a partir del siglo IX, este tipo de prácticas espirituales propiciaron la
consolidación de otro modelo de santidad que conocemos como “sufismo”. El
término sufismo deriva del árabe taṣawwuf, que significa
“adoptar o seguir el camino de los sufíes”, es decir, “convertirse en un sufí”.
Este
concepto proviene, a su vez, del término ṣūf, que significa “lana” en árabe y aludiría a
los hábitos o sayones de este material que vestían aquellos ascetas como
muestra de su abandono a las comodidades en señal de su entrega a Dios. Podría
derivar también del árabe suffa, que designaba
la práctica de quienes se sentaban en un banco y oraban intensamente, algo que,
atendiendo a las raíces ascéticas cristianas del sufismo, sería también
plausible.
Un ejemplo
paradigmático de estas nociones nos lo ofrece Abū Isḥāq al-Kāzarūnī (m. 1035), un sufí de la región de Fars, en
Irán, del que se nos conservan algunas descripciones sobre sus prácticas
ascéticas:
Al comienzo,
ordené a mis discípulos abrazar y amar la pobreza, y mortificar el cuerpo en un
esfuerzo espiritual (muŷāhada). Eran tan duros consigo mismos que su
comida era la hierba que reunían y comían. Era tal la cantidad de hierba que
comían que podía verse el verde de la hierba bajo su piel. No tenían turbantes
que enrollar en sus cabezas, sino que tomaban ropas viejas desgarradas de los
caminos, como las empleadas para envolver las cubiertas de las ollas, las
lavaban y se las ponían sobre sus cabezas.
Debemos señalar
aquí la ambivalencia del término muŷāhada, pues, aunque es empleado en este fragmento para
designar la lucha interior de los sufíes, también lo podemos encontrar
vinculado a acciones bélicas. Sea como fuere, dado este compromiso ascético, no
debe extrañar el reconocimiento de Al-Kāzarūnī como “amigo de Dios” y, por tanto, su capacidad
para obrar milagros, como los narrados por Maḥmūd b. ‘Uṯmān en su Firdaws al-muršidiyya (ca. 1327):  
Su grandeza y
poder eran tales que, si su mirada se posaba sobre un infiel, éste se
convertiría en musulmán directamente; si se posaba sobre un pecador, se
arrepentiría de sus pecados; si lo hacía sobre un tirano, éste renunciaría a la
tiranía […] Su bendita mirada era un agente supremo de transformación.
Ante estas
circunstancias, no debe extrañarnos que la tumba de este “amigo de Dios” en Kāzerūn, provincia de Fars, Irán, se convirtiese en un auténtico centro de peregrinación,
por no hablar del éxito de su hermandad, primera orden sufí de la historia: la
orden Kāzarūnī de Fars, que llegó a contar con más de 60 jānqāhs o “conventos” sufíes y se
caracterizó por su labor caritativa y de exégesis. La importancia de este tipo
de hermandades se debía a que contribuyeron a la difusión del islam por medio
de la conversión, en este caso, de zoroastrianos y judíos, merced a la acción
ejemplar de hombres considerados como modelos de santidad por su proximidad a
Dios.
La
institucionalización del sufismo (siglo XII)
El sufismo comenzó a
popularizarse a partir del siglo XII, coincidiendo con el contexto histórico de
las Cruzadas. Tras la sorpresa inicial que supusieron estas internadas
cristianas en los antiguos territorios islámicos de la franja sirio-palestina,
los musulmanes comenzaron a organizar una contraofensiva por medio de la
ideología del ŷihād, que tuvo en las
figuras de Nūr al-Dīn y Ṣalāḥ al-Dīn a sus máximos exponentes. 
Ambos tuvieron
experiencias cercanas a la muerte que, tras superarlas, motivaron su mayor
compromiso espiritual con el ŷihād mayor. De ahí su promoción de aquel tipo de órdenes o hermandades
en Damasco, Egipto y Jerusalén en esta centuria.
Dichas instituciones
fueron también conocidas como ṭarīqa (plural ṭuruq), cofradías
asociadas a una mezquita. Allí residía una comunidad sufí dirigida por un
maestro (šayj)
que instruía a distintas generaciones de discípulos (murīd) en el camino de la
vida ascética.
Uno de los “amigos de Dios” que mejor
ilustran esta realidad fue ‘Abdullāh al-Yūnīnī (m. 1221), también
conocido como “el
León
de Siria”
por su rigor en la práctica
del ŷihād mayor durante sus estancias en las
montañas del Líbano. Allí, según cuenta Sibṭ ibn al-Ŷawzī
(1185-1256) en su Mir’at
al-zamān
fī
tawārīj al-a’yān,
se sometía a intensas prácticas de mortificación del cuerpo en su “esfuerzo
espiritual” (riyāḍa wa-muŷāhada):
            No
guardaba nada [para comer] y no tocaba con la mano ni un dinar ni un dirham.
Era un renunciante recto y escrupulosamente piadoso, y durante toda su vida
sólo vistió un manto de lino y un gorro de piel de oveja que valía medio
dirham. En verano sólo se ponía una camisa, y en invierno se cubría con una
piel. […] Cogía hojas del almendro bajo el que dormía, se las frotaba y se las
tragaba.
Parece ser que, durante el invierno,
acudía a los manantiales de Fasiriya, cerca de Damasco, para realizar sus
abluciones espirituales. Fue allí donde se construyó una pequeña mezquita en la
que se refugiaba y donde los habitantes de Damasco iban a visitarlo.
Ese “camino” espiritual por medio de
las enseñanzas y la vida ejemplar del maestro es lo que propiamente se conoce
como ṭarīqa.
Ahora bien, ¿cuál era el objetivo de esa ṭarīqa o “camino” espiritual? Existe otra
hipótesis sobre el origen etimológico del término “sufismo” y es el de su
derivación de la palabra griega sophía, es decir, “sabiduría”. Esa
sabiduría descansaría en el fin último del sufismo, que es la “mística”,
también del griego mystikós o “cerrado” y, por extensión, lo
“arcano” o “misterioso”, en relación con la experiencia que posibilita el grado
máximo de unión del alma con Dios durante la existencia terrena. En este
sentido, la ascesis o zuhd junto con la guía del maestro sufí
posibilitarían despojarse de todo aquello que resulta superfluo para la unión
con la divinidad, mientras que esa unión propiamente dicha sería ya el estado
místico.
Con todo, la mística en sí misma no se
puede enseñar, sino que se trata de una experiencia individual con la
divinidad, es decir, el éxtasis: algo completamente inefable. No obstante, en
al-Andalus, tenemos una descripción antológica de esta experiencia extática por
parte del filósofo Ibn Ṭufayl
a mediados del siglo XII en su Risālat Ḥayy ibn Yaqẓān.
Primera novela árabe y filosófica de la historia, fue traducida en el siglo
XVII como El filósofo autodidacta, ya que narra la búsqueda
personal y solitaria de la Verdad por parte de su protagonista, Ḥayy ibn Yaqẓān.
El autor describe con las siguientes palabras la experiencia mística de Ḥayy:
            No
dejó de buscar la inconsciencia de su yo y la pureza en la intuición de la
Verdad hasta conseguirlo: […] Todo se desvaneció, se disipó, […] y sólo quedó
el Uno, la Verdad, el Ser eterno […] se sumió en aquel estado y vio
intuitivamente lo que “ningún ojo ha visto, lo que ninguna oreja ha oído, lo
que jamás se ha presentado al corazón de un mortal”.
La descripción de esta experiencia
mística pone de manifiesto que al-Andalus no fue ajeno a los fenómenos de los
“amigos de Dios” que hemos visto hasta ahora. De hecho, desde su conquista, fue
considerado como un ribāṭ, un lugar destinado a la realización de la guerra
santa contra los infieles, pero también para el ejercicio de estas actividades
ascéticas que venimos comentando. Así lo evidencia el hadiz transmitido por el
cordobés Abū
‘Abd
Allāh Muḥammad b. Waḍḍāḥ (814/815-900):
            Dijo
el Profeta: ‘Dios plegó ante mí la Tierra y pude contemplar lo que mi gente
poseería; vi que la isla de al-Andalus sería lo último que dominarían y
pregunté a Gabriel, ‘¿Qué es esa isla? Me contestó: ‘Muḥammad, esa es la isla de al-Andalus que
conquistará tu
gente a tu muerte; el que viva allí vivirá en continuo y feliz ribāṭ y el que muera morirá mártir’.
De ahí la difusión de ideas
concernientes a la realización de la guerra santa en al-Andalus por parte de
estos “guerreros de la fe”. Este fenómeno se mantuvo en los siglos siguientes,
consolidándose el carácter intercesor de estos sufíes, como Abū ʿAbd
Allāh Muḥammad al-Arkušī,
un “amigo
de Dios”
de mediados del siglo XII proveniente de Arcos de la Frontera que, durante el
asedio de la ciudad por los cristianos, ascendió a las murallas y, desde allí, fue
interpelado por el pueblo, de acuerdo con el relato que nos transmite Ṭāhir al-Ṣadafī en su al-Sirr al-maṣūn fī mā ukrima bihi al-mujliṣūn en esa misma centuria:
            ¡Oh
Abū ʿAbd
Allāh! ¿No ves la desazón de
los musulmanes ante el triunfo de nuestros enemigos? ¡Ruega a Dios que
interceda por nosotros! Entonces, ʿAbd
Allāh murmuró unas palabras para sí
mismo, que no reveló, y
subió a
las torres de la fortaleza. Comenzó entonces a ondear su capa al enemigo,
gritándole:
¡Marchaos
y dispersaos! Y por Dios que no he visto nunca una hueste como aquella
dispersarse de tal modo y esparcirse tan rápido.
Por otro lado, el fenómeno de la
santidad en el islam sigue teniendo en la actualidad algunas de sus principales
manifestaciones en la religiosidad popular del Magreb. Una de ellas es la del
santonismo, que, a diferencia de los sabios teólogos islámicos que hemos visto
hasta ahora, se caracteriza por líderes de comunidades rurales que se han
distinguido por su labor de servicio. De ahí que se les atribuyese una
bendición especial o baraka. En otros casos, se trata simple y
literalmente de “locos” que, de acuerdo con las creencias del pueblo, habrían
sido poseídos por algún genio (ŷinn)
y, por tanto, se considera que gozarían de ese don divino. En ambos casos, al
morir, sus tumbas se convierten en auténticos lugares de peregrinación para
aquellos que buscan, con su proximidad, el favor divino. 
Morabo de Sidi
Mesana, Cazaza, Alcudia de Berbería.
Fuente: Instituto de Historia y Cultura Militar, f. 13794. Extraído de Dahiri
(2024): 63
Todos
estos ejemplos ponen de manifiesto la gran difusión y culto que alcanzaron los
“amigos de Dios” en el mundo islámico y su continuidad hasta nuestros días. Un
fenómeno que, como hemos podido comprobar, tiene sus orígenes en los muŷāhidūn o
“guerreros de la fe” por los méritos espirituales que suponía su martirio al
hacer ŷihād, ya fuese como un esfuerzo espiritual o en
su dimensión bélica.
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X-XI)” en Melo, D. y Manzano, M. A. (eds.): Al-Andalus y el Magreb: Miradas Trasatlánticas,
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París: Éditions Gallimard.
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(2022): Sufi
Warrior Saints. Stories of Sufi Jihad from Muslim Hagiography,
Londres: Bloomsbury.
Sahner, C. C.
(2017): “The monasticism of my community is jihad: A debate on asceticism, sex,
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https://www.alandalusylahistoria.com/?p=5476



 






 
 
