martes, 28 de octubre de 2025

 

Entre mártires y “amigos de Dios”: la santidad en el mundo islámico (siglos VII-XII)

En el mundo islámico, los santos son conocidos como “amigos de Dios”, en árabe awliyāʾ Allāh, plural de walī Allāh. Los orígenes de este tipo de figuras se remontan a los muŷāhidūn, “los que se esfuerzan” o, en su sentido bélico, “guerreros de la fe”, que se establecieron en las fronteras con los cristianos en el siglo VIII. Su modo de vida combinaba prácticas militares y ascéticas que se entendían como un mérito espiritual asimilable al martirio

Ilustración del libro de Las Asambleas, de Hariri (siglo XIII). Biblioteca Nacional de Francia, ms. Arabe 5847, f. 5v.

 

La exégesis coránica sobre la santidad en el islam

 

En líneas generales, un santo se entiende como una persona que, como consecuencia de sus virtudes, goza de una estrecha relación y cercanía con la divinidad, hasta el punto de que, por la “gracia” o favor de esta última, puede obrar milagros.

 

En el mundo islámico, el concepto más afín a esta idea es el de walī, que significa “amigo de Dios”. Se relaciona también con los términos walāya wilāya: el primero designaría esa amistad o cercanía con Dios, mientras que wilāya indicaría el poder del walī como protector o intercesor.

 

Ese poder se conoce como baraka en árabe, que se puede equiparar a los conceptos de “bendición”, “don divino” o “gracia”. Es precisamente esta baraka la que hace a la persona merecedora de su consideración como santa, pues le capacita para llevar a cabo acciones prodigiosas o hechos sobrenaturales. En este sentido, todo fenómeno sobrenatural va en contra de las leyes de la naturaleza, algo que solamente puede hacer Dios. Por tanto, es él quien realiza esos milagros o karāmāt (en singular karāma), sirviéndose para ello de estos awliyāʾ.

 

En sus orígenes, el término walī se aplicaba inicialmente a Dios como “amigo” de todos los creyentes, tal y como puede leerse en algunas aleyas coránicas:

 

            Dios es amigo (Allāhu waliyyu) de los que creen; la saca de las tinieblas a la luz […] (C. 2: 257).

 

A partir de ahí, encontramos otras aleyas donde este término estaría designando a una serie de individuos que se destacarían sobre el resto por su relación con Dios:

 

            ¿No es cierto que los amigos de Dios (awliyā Allāh) no tendrán que temer ni se entristecerán? (C. 10:62).

 

En este sentido, se puede inferir la existencia de una determinada jerarquía entre los creyentes por su proximidad a Dios que, de un modo más preciso, se concreta en la siguiente aleya:

 

            Quien obedezca a Dios y a su Enviado, estarán junto a los que Dios ha favorecido: los profetas, los veraces, los que murieron dando testimonio (wa al-šuhadāʾ) y los justos […] (C. 4:69).

 

Tal y como se puede observar, se están designando distintos grupos que, de una manera u otra, cuentan con una gracia algo más especial por parte de Dios. De entre ellos, el que más nos interesa aquí es el de los “que murieron dando testimonio” (wa al-šuhadāʾ). Esto no es sino una referencia explícita al concepto de “mártir”: como es sabido, la etimología griega del término (mártys) significa “testigo” y, por extensión, estaría refiriéndose a quienes constituyeron un ejemplo por el compromiso con su fe en las circunstancias más adversas, tal y como el cristianismo primitivo concibió estos primeros modelos de santidad. Algo similar puede decirse de los primeros mártires del mundo islámico, con la sutil diferencia de que estos estuvieron marcados por su carácter militante:

 

            Borraré las malas acciones de quienes emigraron y fueron expulsados de sus hogares, de quienes padecieron por causa mía, de quienes combatieron y fueron muertos (wa qātalū wa qutilū), y, a título de recompensa de Dios, los introduciré en jardines por donde corren arroyos (C. 3:195).

 

Una aleya de este tipo solamente puede entenderse atendiendo al contexto histórico en el que nació la umma o primera comunidad de creyentes. No es que no hubiese un tabú de la sangre, tal y como reflejan las reticencias iniciales de algunos segmentos de la umma a emplear la violencia, sino que el propio contexto histórico de los primeros seguidores del Profeta les obligó a superar tales reservas para sobrevivir. Entonces, esos creyentes que morían dando testimonio por su fe, esos mártires que estaban cumpliendo con los designios divinos, alcanzarían el Paraíso y, por tanto, serían caracterizados como los primeros santos del islam.

 

Es así como comenzó a surgir la doctrina del ŷihād en su sentido bélico: la “guerra santa”. El término ŷihād deriva de la raíz trilítera “Ŷ-H-D”, que significa simplemente “esfuerzo”. Fue su exégesis posterior la que reinterpretó el ŷihād como la misión de extender el islam y materializar la palabra de Dios en el mundo recurriendo, de ser necesario, a medios militares.

 

De esa misma raíz deriva también la palabra muŷāhid (plural muŷāhidūn), que podría traducirse como “el que se esfuerza” o, en su acepción bélica, como “guerrero de la fe”. El otro término empleado en las fuentes para designar a esta figura es el de gāzī, del árabe gazw, que designaría la acción de “ir hacia delante” para combatir contra los enemigos. Hay un matiz y es que el muŷāhid, para llevar a cabo la “guerra santa” en su sentido más puro, debía renunciar a sí mismo sin buscar el beneficio personal, por lo que no podía, al menos teóricamente, saquear en el desarrollo de estas contiendas; por su parte, el término gāzī, en general, no está sometido a este tipo de restricciones legales, de manera que, dependiendo del contexto, puede estar habitualmente desprovisto de estas connotaciones religiosas.

 

La génesis de los muŷāhidūn en la frontera árabo-bizantina (siglo VIII)

 

Tras la muerte de Mahoma, los muʾminūn o “creyentes” se expandieron por los antiguos territorios bizantinos y persas, aprovechando la debilidad de ambos imperios tras su enfrentamiento en la batalla de Nínive (627). A partir de ese momento, el Califato Omeya de Damasco alcanzó su máxima expansión territorial con la conquista de la Península Ibérica en el 711 y las últimas e infructuosas tentativas de tomar Constantinopla en el 718. Estas fronteras se convirtieron en el escenario donde llevar a cabo la guerra santa por parte de esos guerreros de la fe.

 

Fronteras del Dar al-Islam entre los siglos VIII y XI. Wikimedia Commons.


Ahora bien, estos muŷāhidūn no solamente se dedicaban al ejercicio de las armas, sino que lo combinaban con otra serie de actividades ascéticas, como el ayuno y la oración, tendentes a su perfeccionamiento espiritual. Esto es precisamente lo que significa el término ribāṭ, de la raíz rabata, que designa la dedicación constante de uno mismo a la plegaria. Por tanto, ya desde su origen, el ribāṭ aludía a esa dualidad de prácticas bélicas y piadosas en la frontera.

 

Asimismo, esta palabra también puede traducirse como “nudo”, en relación con los caballos “amarrados” y preparados para la defensa en el transcurso de aquellas acciones militares, como se puede inferir de la siguiente aleya:

 

            ¡Preparad contra ellos toda la fuerza que podáis, incluyendo los caballos atados (wa min ribāṭi al-jayl) para atemorizar con ello a los enemigos de Dios y vuestros, y a otros que no conocéis, pero que Dios sí conoce! Cualquier cosa que gastéis en el camino de Dios, os será recompensada en su totalidad, y no se os hará injusticia alguna. (C. 8: 60)

 

Por extensión, el ribāṭ estaría aludiendo a los lugares fortificados en las fronteras con los infieles y desde los cuales aquellos guerreros de la fe lanzaban sus acometidas. Fue esto precisamente lo que acabó motivando que, en esos espacios, emergiese una cultura islámica guerrera encarnada por las legendarias figuras de aquellos muŷāhidūn que obraban milagros para asistir a los ejércitos musulmanes.

Esa actividad marcial era meritoria para alcanzar la vida eterna, tal y como se desprende del siguiente pasaje de ‘Abdullāh ibn al-Mubārak (m. 797), un muŷāhid que combatió en la frontera árabo-bizantina durante el periodo del Califato abbasí. Al-Jaṭīb al-Bagdādī (1002-1071), en su Ta’rīj Bagdād, relata como Fuayl, otro “guerrero de la fe”, habría interpelado a Ibn al-Mubārak en sueños:

 

            “¿Qué acciones recomiendas hacer en esta vida?” Ibn al-Mubārak respondió: “Aquellas para las que nací”. Fuayl preguntó: ¿Ŷihād y ribāṭ (al-ribāṭ wa-l-jihad)? ¡Sí! Respondió Ibn al-Mubārak. ¿Y qué te han concedido? […] una mujer del Paraíso me ha hablado, siendo una mujer de las huríes”.

 

De este modo, gracias a la guerra, estos “amigos de Dios” contaban con la baraka o favor divino, por lo que podían “hacer” milagros, tal y como nos narra Farīd al-Dīn ‘Aṭṭar (1145-1221) en su Takirat al-Awliyā:

 

Se cuenta que Ibn al-Mubārak estaba pasando por un lugar donde había un ciego. A este le dijeron: “’Abdullāh ibn al-Mubārak está regresando – pregunta por cualquier cosa que necesites”. El ciego respondió: ¡Detente, oh ‘Abdullāh!” ‘Abdullāh se detuvo. “Suplica a Dios —sea Él alabado— que me restaure la vista.” ‘Abdullāh inclinó su cabeza y oró, e inmediatamente el ciego recuperó la vista.”

 

En este milagro, similar al de la curación del ciego Bartimeo por Jesús (Mc 10,46-52; Mt 20,29-34; Lc 18,35-43), hasta el punto de que podría rayar en la intertextualidad, es interesante constatar cómo el hagiógrafo describió a Ibn al-Mubārak como intercesor por medio de sus oraciones y súplicas, poniendo así de manifiesto que era Dios el que realizaba el milagro por medio del muŷāhid.

 

Las primeras manifestaciones del sufismo (siglos IX-XI)

 

Como se ha indicado, los muŷāhidūn que vivían en esos lugares fortificados de las fronteras combinaban el arte de la guerra con otra serie de ejercicios ascéticos con los que mortificar su cuerpo. Con este “entrenamiento físico”, que no es más que lo que significa “ascesis” en griego (áskēsis), simbolizaban su renuncia a los placeres materiales para liberar sus almas.

 

Este ascetismo se denomina en árabe zuhd, que se puede traducir como “desapego” al mundo en búsqueda de un contacto más íntimo con la divinidad.

 

Dadas las semejanzas con el modo de vida de los primeros monjes cristianos, quienes fueron los primeros en someterse a un riguroso régimen disciplinario de ayuno, oración y extenuantes vigilias para evocar los padecimientos de los primeros mártires cristianos y alcanzar así el Paraíso, distintos autores sostienen que se produjo un influjo del ascetismo preexistente, concretamente del cristianismo siríaco, en las tendencias ascético-místicas de los primeros musulmanes.

 

Así pues, a partir del siglo VIII, se acentúa la distinción entre el ŷihād o guerra contra los infieles y el ŷihād o el “esfuerzo en el camino de Dios” contra ellos mismos y sus propias pasiones (nafs). De este modo, en las siguientes centurias, se fue consolidando la diferencia entre el ŷihād menor o de la espada y el ŷihād mayor o la “lucha contra el yo”. El mismo Ibn al-Mubārak, tal y como nos narra Abū Nu‛aym al-Ifahānī (948-1038) en su Hilyat al-awliyā‘, habría afirmado que: “Cuando un hombre conoce la medida de sus pasiones (nafs), se considera más despreciable que un perro”. La guerra era así un ejercicio ascético que debía complementarse con esta otra vía de piedad para garantizar su éxito.

 

De este modo, la tradición de santidad de los muŷāhidūn no desapareció, pero, a partir del siglo IX, este tipo de prácticas espirituales propiciaron la consolidación de otro modelo de santidad que conocemos como “sufismo”. El término sufismo deriva del árabe taawwuf, que significa “adoptar o seguir el camino de los sufíes”, es decir, “convertirse en un sufí”.

 

Este concepto proviene, a su vez, del término ṣūf, que significa “lana” en árabe y aludiría a los hábitos o sayones de este material que vestían aquellos ascetas como muestra de su abandono a las comodidades en señal de su entrega a Dios. Podría derivar también del árabe suffa, que designaba la práctica de quienes se sentaban en un banco y oraban intensamente, algo que, atendiendo a las raíces ascéticas cristianas del sufismo, sería también plausible.

 

Un ejemplo paradigmático de estas nociones nos lo ofrece Abū Isḥāq al-Kāzarūnī (m. 1035), un sufí de la región de Fars, en Irán, del que se nos conservan algunas descripciones sobre sus prácticas ascéticas:

 

Al comienzo, ordené a mis discípulos abrazar y amar la pobreza, y mortificar el cuerpo en un esfuerzo espiritual (muŷāhada). Eran tan duros consigo mismos que su comida era la hierba que reunían y comían. Era tal la cantidad de hierba que comían que podía verse el verde de la hierba bajo su piel. No tenían turbantes que enrollar en sus cabezas, sino que tomaban ropas viejas desgarradas de los caminos, como las empleadas para envolver las cubiertas de las ollas, las lavaban y se las ponían sobre sus cabezas.

Debemos señalar aquí la ambivalencia del término muŷāhada, pues, aunque es empleado en este fragmento para designar la lucha interior de los sufíes, también lo podemos encontrar vinculado a acciones bélicas. Sea como fuere, dado este compromiso ascético, no debe extrañar el reconocimiento de Al-Kāzarūnī como amigo de Dios y, por tanto, su capacidad para obrar milagros, como los narrados por Mamūd b. Umān en su Firdaws al-muršidiyya (ca. 1327):  

 

Su grandeza y poder eran tales que, si su mirada se posaba sobre un infiel, éste se convertiría en musulmán directamente; si se posaba sobre un pecador, se arrepentiría de sus pecados; si lo hacía sobre un tirano, éste renunciaría a la tiranía […] Su bendita mirada era un agente supremo de transformación.

Ante estas circunstancias, no debe extrañarnos que la tumba de este “amigo de Dios” en Kāzerūn, provincia de Fars, Irán, se convirtiese en un auténtico centro de peregrinación, por no hablar del éxito de su hermandad, primera orden sufí de la historia: la orden Kāzarūnī de Fars, que llegó a contar con más de 60 jānqāhs o “conventos” sufíes y se caracterizó por su labor caritativa y de exégesis. La importancia de este tipo de hermandades se debía a que contribuyeron a la difusión del islam por medio de la conversión, en este caso, de zoroastrianos y judíos, merced a la acción ejemplar de hombres considerados como modelos de santidad por su proximidad a Dios.

 

La institucionalización del sufismo (siglo XII)

 

El sufismo comenzó a popularizarse a partir del siglo XII, coincidiendo con el contexto histórico de las Cruzadas. Tras la sorpresa inicial que supusieron estas internadas cristianas en los antiguos territorios islámicos de la franja sirio-palestina, los musulmanes comenzaron a organizar una contraofensiva por medio de la ideología del ŷihād, que tuvo en las figuras de Nūr al-Dīn y alāḥ al-Dīn a sus máximos exponentes.

 

Ambos tuvieron experiencias cercanas a la muerte que, tras superarlas, motivaron su mayor compromiso espiritual con el ŷihād mayor. De ahí su promoción de aquel tipo de órdenes o hermandades en Damasco, Egipto y Jerusalén en esta centuria.

 

Dichas instituciones fueron también conocidas como arīqa (plural uruq), cofradías asociadas a una mezquita. Allí residía una comunidad sufí dirigida por un maestro (šayj) que instruía a distintas generaciones de discípulos (murīd) en el camino de la vida ascética.

 

Uno de los “amigos de Dios” que mejor ilustran esta realidad fue ‘Abdullāh al-Yūnīnī (m. 1221), también conocido como el León de Siria por su rigor en la práctica del ŷihād mayor durante sus estancias en las montañas del Líbano. Allí, según cuenta Sib ibn al-Ŷawzī (1185-1256) en su Mir’at al-zamān fī tawārīj al-ayān, se sometía a intensas prácticas de mortificación del cuerpo en su “esfuerzo espiritual” (riyāḍa wa-muŷāhada):

 

            No guardaba nada [para comer] y no tocaba con la mano ni un dinar ni un dirham. Era un renunciante recto y escrupulosamente piadoso, y durante toda su vida sólo vistió un manto de lino y un gorro de piel de oveja que valía medio dirham. En verano sólo se ponía una camisa, y en invierno se cubría con una piel. […] Cogía hojas del almendro bajo el que dormía, se las frotaba y se las tragaba.

Parece ser que, durante el invierno, acudía a los manantiales de Fasiriya, cerca de Damasco, para realizar sus abluciones espirituales. Fue allí donde se construyó una pequeña mezquita en la que se refugiaba y donde los habitantes de Damasco iban a visitarlo.

 

Ese “camino” espiritual por medio de las enseñanzas y la vida ejemplar del maestro es lo que propiamente se conoce como arīqa. Ahora bien, ¿cuál era el objetivo de esa arīqa o “camino” espiritual? Existe otra hipótesis sobre el origen etimológico del término “sufismo” y es el de su derivación de la palabra griega sophía, es decir, “sabiduría”. Esa sabiduría descansaría en el fin último del sufismo, que es la “mística”, también del griego mystikós o “cerrado” y, por extensión, lo “arcano” o “misterioso”, en relación con la experiencia que posibilita el grado máximo de unión del alma con Dios durante la existencia terrena. En este sentido, la ascesis o zuhd junto con la guía del maestro sufí posibilitarían despojarse de todo aquello que resulta superfluo para la unión con la divinidad, mientras que esa unión propiamente dicha sería ya el estado místico.

 

Con todo, la mística en sí misma no se puede enseñar, sino que se trata de una experiencia individual con la divinidad, es decir, el éxtasis: algo completamente inefable. No obstante, en al-Andalus, tenemos una descripción antológica de esta experiencia extática por parte del filósofo Ibn ufayl a mediados del siglo XII en su Risālat ayy ibn Yaqẓān. Primera novela árabe y filosófica de la historia, fue traducida en el siglo XVII como El filósofo autodidacta, ya que narra la búsqueda personal y solitaria de la Verdad por parte de su protagonista, ayy ibn Yaqẓān. El autor describe con las siguientes palabras la experiencia mística de ayy:

 

            No dejó de buscar la inconsciencia de su yo y la pureza en la intuición de la Verdad hasta conseguirlo: […] Todo se desvaneció, se disipó, […] y sólo quedó el Uno, la Verdad, el Ser eterno […] se sumió en aquel estado y vio intuitivamente lo que “ningún ojo ha visto, lo que ninguna oreja ha oído, lo que jamás se ha presentado al corazón de un mortal”.

La descripción de esta experiencia mística pone de manifiesto que al-Andalus no fue ajeno a los fenómenos de los “amigos de Dios” que hemos visto hasta ahora. De hecho, desde su conquista, fue considerado como un ribāṭ, un lugar destinado a la realización de la guerra santa contra los infieles, pero también para el ejercicio de estas actividades ascéticas que venimos comentando. Así lo evidencia el hadiz transmitido por el cordobés Abū Abd Allāh Muammad b. Waḍḍāḥ (814/815-900):

 

            Dijo el Profeta: ‘Dios plegó ante mí la Tierra y pude contemplar lo que mi gente poseería; vi que la isla de al-Andalus sería lo último que dominarían y pregunté a Gabriel, ‘¿Qué es esa isla? Me contestó: ‘Muammad, esa es la isla de al-Andalus que conquistará tu gente a tu muerte; el que viva allí vivirá en continuo y feliz ribāṭ y el que muera morirá mártir’.

 

De ahí la difusión de ideas concernientes a la realización de la guerra santa en al-Andalus por parte de estos “guerreros de la fe”. Este fenómeno se mantuvo en los siglos siguientes, consolidándose el carácter intercesor de estos sufíes, como Abū ʿAbd Allāh Muammad al-Arkušī, un amigo de Dios de mediados del siglo XII proveniente de Arcos de la Frontera que, durante el asedio de la ciudad por los cristianos, ascendió a las murallas y, desde allí, fue interpelado por el pueblo, de acuerdo con el relato que nos transmite Ṭāhir al-adafī en su al-Sirr al-maṣūn fī mā ukrima bihi al-mujliṣūn en esa misma centuria:

 

            ¡Oh Abū ʿAbd Allāh! ¿No ves la desazón de los musulmanes ante el triunfo de nuestros enemigos? ¡Ruega a Dios que interceda por nosotros! Entonces, ʿAbd Allāh murmuró unas palabras para sí mismo, que no reveló, y subió a las torres de la fortaleza. Comenzó entonces a ondear su capa al enemigo, gritándole: ¡Marchaos y dispersaos! Y por Dios que no he visto nunca una hueste como aquella dispersarse de tal modo y esparcirse tan rápido.

Por otro lado, el fenómeno de la santidad en el islam sigue teniendo en la actualidad algunas de sus principales manifestaciones en la religiosidad popular del Magreb. Una de ellas es la del santonismo, que, a diferencia de los sabios teólogos islámicos que hemos visto hasta ahora, se caracteriza por líderes de comunidades rurales que se han distinguido por su labor de servicio. De ahí que se les atribuyese una bendición especial o baraka. En otros casos, se trata simple y literalmente de “locos” que, de acuerdo con las creencias del pueblo, habrían sido poseídos por algún genio (ŷinn) y, por tanto, se considera que gozarían de ese don divino. En ambos casos, al morir, sus tumbas se convierten en auténticos lugares de peregrinación para aquellos que buscan, con su proximidad, el favor divino. 

 

Morabo de Sidi Mesana, Cazaza, Alcudia de Berbería.
Fuente: Instituto de Historia y Cultura Militar, f. 13794. Extraído de Dahiri (2024): 63


Todos estos ejemplos ponen de manifiesto la gran difusión y culto que alcanzaron los “amigos de Dios” en el mundo islámico y su continuidad hasta nuestros días. Un fenómeno que, como hemos podido comprobar, tiene sus orígenes en los muŷāhidūn o “guerreros de la fe” por los méritos espirituales que suponía su martirio al hacer ŷihād, ya fuese como un esfuerzo espiritual o en su dimensión bélica.


BIBLIOGRAFÍA

Albarrán, J. (2019): “Reflexiones en torno al supuesto desarraigo de la noción de guerra santa en al-Andalus: un estudio a través de diccionarios biográficos (ss. X-XI)” en Melo, D. y Manzano, M. A. (eds.): Al-Andalus y el Magreb: Miradas Trasatlánticas, Oviedo, TREA, pp. 23-39.

Albarrán, J., Daza, E. (2019): “Hacia la construcción de una geografía del ribāṭ en al-Andalus: práctica y materialidad”Cuadernos de Arquitectura y Fortificación, 6, pp. 57-106.

Dahiri, M. (2024): “Santo, santidad y santonismo sufíes”, ‘Ilu. Revista de Ciencias de las Religiones, 29, pp. 53-65.

D’Alton, J. N. (2018): The Concept of Jihād in Pre-Islamic Syrian Christian and Early Sufi Muslim Writings. Tesis doctoral, Facultad de Artes, Universidad de Monash.

Jackson, R. (2017): “Hayy ibn Yaqzan: A Philosophical Novel by Ibn Tufayl”, Alfinge, 29, pp. 83-101.

Knysh, A. (2017): Sufism: A new history of Islamic mysticism. Princeton University Press.

Mayeur-Jaouen, C. (2024): Le culte des saints musulmans. Des débuts de l’islam à nos jours. París: Éditions Gallimard.

Neale, H. S. (2022): Sufi Warrior Saints. Stories of Sufi Jihad from Muslim Hagiography, Londres: Bloomsbury.

Sahner, C. C. (2017): “The monasticism of my community is jihad: A debate on asceticism, sex, and warfare in early Islam”, Arabica, 64(2), pp. 149-183.

 

https://www.alandalusylahistoria.com/?p=5476

 






 

«Como ebrios sin estar ebrios». La conquista de Sevilla en su 775 aniversario

Para vencedores y para vencidos, la conquista o la pérdida de Sevilla fue un acontecimiento mayor y trascendental no solo para la vida de quienes lo vivieron, sino para el destino de las comunidades que se enfrentaron. No deja de ser significativo, a este respecto, que el asedio y anexión de la ciudad sea uno de los hechos militares tratados con más profusión tanto en la historiografía castellana como en la árabe de la época, así como en otros textos literarios que, en conjunto, nos ofrecen un relato bastante detallado –al menos en comparación con los que disponemos para otros acontecimientos similares- y, además, concordantes en muchos aspectos. En el 775 aniversario de la conquista castellana de Sevilla, y frente a las visiones fuertemente ideologizadas de este acontecimiento que abundan en estas fechas, Francisco García Fitz nos trae una rigurosa y equilibrada reflexión sobre este hecho.

Epitafio multilingüe de Fernando III (sección árabe y hebreo). Imagen sacada de Nickson, T. (2015). «Remembering Fernando: Multilingualism in Medieval Iberia», en A. Eastmond (Ed.), Viewing Inscriptions in the Late Antique and Medieval World (pp. 170-186). Cambridge: Cambridge University Press.

Al poco tiempo de que muriese en Sevilla el rey Fernando III de Castilla y de León, su hijo, Alfonso X, le erigía en la catedral un epitafio, escrito en castellano, en latín, en árabe y en hebreo, en el que dejaba constancia para la posteridad no solo de las muchas virtudes que habían adornado a aquel monarca, sino también de sus logros políticos y militares: de él se dice que fue el que “conquistó España” y «el que quebrantó y destruyó a todos sus enemigos». Significativamente, entre todos los éxitos de los que pudo haber hecho alarde, Alfonso X solo citó explícitamente a uno de ellos, la conquista de la ciudad de Sevilla, expresión esta última que en la versión latina se sustituye por la más ideológica y triunfalista que recuerda que la arrebató de manos paganas y la restituyó al culto cristiano.  

 

Sesenta años después de aquella conquista, en 1309, uno de los habitantes de Gibraltar que se vio obligado a abandonar la ciudad tras su capitulación ante las tropas de Fernando IV de Castilla, al que la crónica de este monarca describe como un “moro… viejo”, se lamentaba de su suerte ante el monarca castellano y le explicaba el largo recorrido de su infortunio: Fernando III lo había expulsado de Sevilla en 1248; Alfonso X, de Jerez en 1264; Sancho IV, de Tarifa en 1292; y ahora, con Fernando IV, tenía que abandonar al-Andalus y emigrar al norte de África para buscar un lugar donde morir en paz. 

 

Estas son las dos caras del acontecimiento del que ahora conmemoramos su septingentésimo septuagésimo quinto aniversario. Para vencedores y para vencidos, la conquista o la pérdida de Sevilla fue un acontecimiento mayor y trascendental no solo para la vida de quienes lo vivieron, sino para el destino de las comunidades que se enfrentaron. No deja de ser significativo, a este respecto, que el asedio y anexión de la ciudad sea uno de los hechos militares tratados con más profusión tanto en la historiografía castellana como en la árabe de la época, así como en otros textos literarios que, en conjunto, nos ofrecen un relato bastante detallado –al menos en comparación con los que disponemos para otros acontecimientos similares- y, además, concordantes en muchos aspectos (García Sanjuán, 2017). 

Más allá de las percepciones particulares de Alfonso X, del moro viejo de Gibraltar o de cualquiera de los cronistas que se refirieron a ella, objetivamente la conquista de Sevilla fue un hecho digno de ser historiado. Después de todo, tal como se recoge en el citado epitafio, Sevilla era en los momentos de su conquista la “cabeza de toda España”, una consideración que también ratifican los cronistas musulmanes cuando informan de que no solo era la ciudad más grande de al-Andalus, sino que además era su capital, la sede del poder islámico en la Península. 

Mezquita aljama almohade de Sevilla – Vista aérea desde el sur. Fotografía de Antonio Almagro Gorbea, Real Academia de Bellas Artes de San Fernando.

 

Acorde con su amplia extensión urbana y con su nivel poblacional, con la contundencia de su propio circuito amurallado, con la existencia de una amplia red de castillos y de guarniciones en su entorno inmediato, con la variedad y abundancia de recursos agrarios y humanos de las comarcas vecinas, y con sus potenciales conexiones terrestres y fluviales con posibles aliados, la conquista de Sevilla representó el mayor reto militar al que habían tenido que enfrentarse los monarcas castellano-leoneses –y nos atreveríamos a extender esta consideración a los portugueses y aragoneses- en su larga trayectoria de enfrentamientos en las fronteras andalusíes. 

De hecho, se trata de la más extensa y compleja operación militar llevada a cabo hasta entonces en el marco de la agria y violenta disputa territorial sostenida entre los reinos del norte peninsular y los diversos poderes musulmanes que se sucedieron desde la desaparición del califato de Córdoba. Es verdad que los hitos del progresivo retroceso territorial de al-Andalus y la consiguiente expansión de sus vecinos vinieron jalonados por los asedios y conquistas de las grandes ciudades andalusíes –Toledo, Zaragoza, Lisboa, Lérida, Cuenca, Valencia, Mallorca, Córdoba, Jaén, Cáceres, Badajoz…-, pero en ninguno de ellos encontramos las magnitudes bélicas que se dieron cita en torno a Sevilla. 

 

No son pocos los aspectos ponen de manifiesto esta excepcionalidad, pero sin duda uno de los más llamativos sea la propia duración del cerco de la ciudad: las fuentes más fiables, tanto castellanas como árabes, coinciden en señalar que las operaciones de asedio se extendieron a lo largo de dieciséis meses, esto es, entre julio de 1247 y noviembre de 1248. No obstante, ha de tenerse en cuenta que ya durante el año 1246 hubo un primer acercamiento fruto del cual los castellanos se hicieron con el control de Alcalá de Guadaíra, una fortaleza situada a apenas quince kilómetros de las murallas hispalenses, desde donde la guarnición allí instalada estuvo algareando el entorno de la ciudad durante meses antes de que los castellanos levantaran su primer campamento frente a los muros de la ciudad. Baste recordar, a título comparativo, que algunos precedentes inmediatos, como los asedios de Valencia, Córdoba o Jaén, duraron entre cinco y nueve meses. 

 

El tiempo empleado en la operación está en relación directa con la complejidad de bloquear físicamente una ciudad como Sevilla. Salvo alguna excepción notable, como el asalto sobre Lisboa 1147, la anexión de las grandes urbes amuralladas andalusíes solía ser consecuencia del bloqueo al que eran sometidas durante las operaciones de asedio: básicamente se trataba de impedir de manera efectiva la entrada de víveres o de socorro militar desde el exterior, abocando a los asediados a consumir los recursos almacenados y, llegado el momento en que la escasez resultara insoportable, a negociar una capitulación.  

 

En el caso de Sevilla, el cerco duró tanto como las operaciones de impermeabilización física de la ciudad, un proceso que se demostró difícil y complejo, no solo por su propia superficie (287 hectáreas), por la extensión de las murallas (siete kilómetros de longitud) y el número de puertas que debían controlarse (doce), sino también por la amplia comunicación de la ciudad con un entorno agrario muy rico del que podía abastecerse con facilidad, e incluso con el norte de África a través del Guadalquivir, desde donde además de víveres podían llegar refuerzos militares. 

Recreación de la muralla almohade de Sevilla con la Torre del Oro. Diario de Sevilla.

 

Así las cosas, se entiende que la campaña de conquista dirigida por Fernando III no fuera otra cosa que una gran maniobra de envolvimiento que fue aislando progresivamente a la urbe: tras la citada cabalgada de 1246, el control de la fortaleza de Alcalá de Guadaíra se convirtió en un primer obstáculo para las relaciones de la ciudad con la Campiña por el Este; la aproximación del ejército de Fernando III a la ciudad, que comenzó en la primavera de 1247, se realizó desde el Norte y siguiendo el curso del Guadalquivir, un movimiento que duró cuatro meses y que supuso la neutralización de Carmona y de otras localidades de la Sierra Norte –mediante una tregua condicionada al pago de un tributo que conllevaba el compromiso de sometimiento en caso de que cayese Sevilla- y la conquista, a veces a viva fuerza, de núcleos ribereños como Lora, Cantillana, Guillena o Alcalá del Río; fue tras la anexión de esta última cuando se tuvo noticia de la llegada al río de la flota que previamente se había reclutado en los puertos cantábricos y que no tardaría en derrotar a una flota de socorro enviada desde Tánger, lo que suponía el taponamiento de la vía fluvial y bloqueo de la ciudad desde el Sur, reforzado desde tierra la colocación de un primer campamento a la vista de la ciudad -en Tablada-.  

 

Estos primeros meses de operaciones se saldaban, pues, con el bloqueo de la ciudad por el Este, por el Norte y por el Sur. Todos los esfuerzos se dirigieron entonces, entre el otoño de 1247 y los primeros meses de 1248, a controlar la única comarca con la que la ciudad mantenía la comunicación abierta –el Aljarafe- a través de Triana y del puente de barcas sobre el Guadalquivir. Con la llegada de nuevos contingentes a partir de la primavera de 1248, los castellanos consiguieron adelantar el campamento inicial hasta las inmediaciones de la muralla y levantar otros seis frente a las principales puertas. Con todo, la persistencia de la comunicación entre la ciudad y Triana, y de Triana con el Aljarafe, hacía imposible su aislamiento físico completo, algo que solo se consiguió cuando en mayo de 1248 las naves castellanas alcanzaron a romper el puente y, posteriormente, a impermeabilizar la comunicación entre una orilla y otra del Guadalquivir.  

No deja de ser significativo que las negociaciones de rendición de la ciudad se iniciaran de forma casi inmediata a la consumación del bloqueo. Ciertamente, durante el asedio la violencia entre cercadores y cercados fue una constante, tanto por tierra como en el río, y el ejército de Fernando III intentó en varias ocasiones asaltar las murallas empleando diversas técnicas y máquinas de expugnación, pero al final fue el bloqueo de la ciudad y su aislamiento físico y político los que determinaron el resultado de la operación militar: la inutilidad de prolongar una resistencia que no haría sino multiplicar los sufrimientos de un población ya devastada por el hambre y la falta de esperanza de recibir algún socorro externo fueron las claves militares de aquel acontecimiento histórico.  

 

A propósito de esto último, ha de tenerse en cuenta que, desde la desaparición del poder almohade en la Península, la trayectoria de la política interna sevillana y sus relaciones con otros poderes musulmanes que hubieran podido auxiliarle había sido conflictiva y errática: aunque en 1234 Ibn al-Ahmar – Muhammad I – había llegado a hacerse con el control de la ciudad, esta circunstancia apenas duró un año y finalmente fue expulsado. A partir de entonces los dirigentes de la ciudad ensayaron varias formas de gobierno –obediencia a Ibn Hud de Murcia, nuevo reconocimiento de la autoridad almohade, sometimiento a la autoridad de los Banu Hafs de Túnez y ruptura posterior de las relaciones con ellos, acuerdo tributario con Castilla, que tampoco sería duradero, recomposición de las relaciones con los tunecinos…- que no hicieron sino desestabilizar su situación interna y dejarla muy aislada política y militarmente.  

 

Castillo de Alcalá de Guadaira. Wikimedia Commons.

 

No obstante, la culminación de una operación de esta envergadura exigió una concentración de recursos económicos, logísticos y humanos sin precedentes en la historia de las relaciones bélicas peninsulares.

 

Lamentablemente, no contamos información sobre la estructura militar con la que los dirigentes sevillanos intentaron hacer frente a la agresión castellana, pero al menos es posible realizar algún cálculo aproximado sobre los efectivos que Fernando III pudo poner en liza: una estimación a la baja y extremadamente prudente permite afirmar que el contingente asediante alcanzó los quince mil hombres entre fuerzas terrestres y navales. Entre las primeras, cabe destacar a los miembros de la guardia real (entre 150 y 200 guerreros entre caballeros y ballesteros); a las aportaciones realizadas por los ricos hombres (no menos de una quincena de grandes milicias señoriales, que representarían unos 2000 caballeros y entre 6000 y 8000 peones); a las milicias que acompañaron a obispos y arzobispos (con seguridad estuvieron presentes las huestes de cinco grandes prelados, aunque otros ocho fueron heredados posteriormente en el repartimiento de tierras, lo que permite sospechar que alguno de ellos también tomaran parte en las operaciones, si bien es imposible realizar estimación alguna sobre las fuerzas que aportaron); a los efectivos de las órdenes militares (entre 150 y 200 caballeros pesadamente armados y otros 500 efectivos entre peones y jinetes ligeramente armados); y a las aportaciones de la veintena de ciudades, como mínimo, que concurrieron con sus respectivas milicias, unas fuerzas cuyo número dependía del volumen de población de cada una de ellas y que, en consecuencia, eran muy variables, siendo imposible igualmente hacer una estimación de las mismas. A ello habría que sumar el personal necesario para mover y combatir en las quince naves dirigidas Ramón Bonifaz, una cifra que no bajaría de 1000 hombres entre marineros, ballesteros y otros hombres de armas (García Fitz, 2000: 122-128). 

 

A algunos cronistas musulmanes, como a Ibn Jaldún, no se les pasó por alto la ayuda militar que el sultán nazarí Muhammad I le prestó a Fernando III durante el asedio de Sevilla: hasta en tres ocasiones cita esta circunstancia (García Sanjuán, 2017:18-19). Por su parte, la Crónica de España de Alfonso X ratifica y ofrece algún detalle adicional sobre esta colaboración: habrían sido 500 los caballeros los aportados por Muhammad I, si bien esta fuente únicamente alude a ellos -por cierto, encabezados por el propio sultán- en el contexto de la entrega de Alcalá de Guadaira en 1246, cuyos habitantes se someterían al nazarí y este, a su vez, la cedería a Fernando III. Tal aportación respondía al compromiso contemplado en el llamado “pacto de Jaén” de 1246, en virtud del cual Ibn al-Ahmar – Muhammad I – se declaraba vasallo del monarca castellano-leonés, asumiendo las obligaciones propias de este tipo de relación, incluyendo el auxilio militar al señor cuando este lo requiriese. 

Alhamar, rey de Granada, rinde vasallaje al rey de Castilla, Fernando III el Santo, óleo sobre lienzo. Pedro González Bolívar, Museo del Prado.

 

La presencia del contingente granadino junto a las tropas del rey de Castilla-León frente a Sevilla también ha llamado la atención de González Ferrín (Historia general de al-Andalus, Córdoba, Almuzara, 2009, 3ª ed. p. 494), cuya valoración cuantitativa resulta, cuanto menos, llamativa: según el citado autor, la aportación musulmana a la conquista de Sevilla habría representado el 62% del total de fuerzas del ejército asediante.

 

Desconocemos qué fuentes y qué estimaciones permiten realizar tal valoración, que supondría que el contingente castellano apenas superaría los 300 guerreros. Cualitativamente, tal apreciación parece sugerir que fueron los andalusíes y no los castellanos quienes protagonizaron la conquista de Sevilla. A la vista de todo lo comentado en párrafos anteriores, la inconsistencia de esta valoración parece evidente. 

 

En cualquier caso, lo cierto es que un contingente global de 3000 o 4000 caballeros (incluyendo a los 500 granadinos) y de 8000 0 10000 peones representaba una fuerza excepcional, comparable solo, en el ámbito peninsular, a la reunida por los cruzados en el campo de Las Navas de Tolosa treinta y cinco atrás. Solo que esta última campaña solo duró un mes, mientras que, como ya indicamos, la de Sevilla se prolongó durante dieciséis meses.  

 

No es posible realizar ni siquiera una aproximación al esfuerzo financiero, logístico y administrativo que representó para el reino de Castilla y León llevar adelante una empresa de esta envergadura, pero sin duda fue excepcional, en consonancia con todo lo ya indicado.

 

La entrega y entrada de los castellanos en la ciudad representaba el fin del largo proceso de conquista iniciado por Fernando III en 1224. En el plazo de un cuarto de siglo el valle del Guadalquivir había pasado de manos almohades y andalusíes a manos castellanas. Los cambios subsecuentes fueron radicales e irreversibles, y ello tanto en el plano demográfico como en el institucional, tanto en la estructura de la propiedad y en las formas de explotación de la tierra, como en la cultura en sus más variados aspectos.  

 

Posiciones de asedio en el cerco de Sevilla. Desperta Ferro ediciones.

 

Para Sevilla, los días que transcurrieron entre el 23 de noviembre de 1248, cuando se firmó la capitulación, y el 13 de enero de 1249, cuando se consumó la evacuación de los sevillanos, representan el momento seminal de una realidad nueva y, como todo parto, la felicidad de unos se mezcló con el llanto de otros.  

 

Dice Ibn ‘Idhari, citando un pasaje coránico con tintes apocalípticos (Corán 22: 2) que, a consecuencia del hambre, las gentes en la ciudad “andaban como ebrios sin estar ebrios”. Aturdidos, desorientados, despojados de sus patrimonios y de su patria. Así recordaría el moro viejo de Gibraltar aquel primer destierro de su vida, que no sería el último. Cabe imaginar que también ebrios, pero triunfo, entrarían los castellanos en su nueva posesión, aquella de la que Alfonso X esculpiría que había sido arrebatada de manos de los paganos.  

 

No deja de producir desasosiego, además de amargura e impotencia, comprobar que en los 775 años que han pasado desde la conquista de Sevilla estas escenas no hayan dejado de repetirse y que, todavía en estos días de los que somos contemporáneos, volvamos a ver a centenares de miles de personas “como ebrios sin estar ebrios”.


BIBLIOGRAFÍA:

·         García Fitz, Francisco (2000): “El cerco de Sevilla: reflexiones sobre la guerra de asedio en la Edad Media”. Sevilla, 1248. Congreso Internacional conmemorativo del 750 aniversario de la conquista de Sevilla por Fernando III, Rey de Castilla y León. Fundación Areces. Madrid, pp. 115-154. 

·         García Sanjuán, Alejandro (2017): “La conquista de Sevilla por Fernando III (646 h/1248). Nuevas propuestas a través de la relectura de las fuentes árabes”.Hispania,77(255), pp. 11–41https://doi.org/10.3989/hispania.2017.001 

·         González, Julio (1980): Reinado y Diplomas de Fernando III. Vol. I: Estudio. Monte de Piedad y Caja de Ahorros de Córdoba. Córdoba. 

·         González Jiménez, Manuel (2011) Fernando III el Santo. Fundación José Manuel Lara. Sevilla.  

 

 

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