EL
DECLIVE DE LA ESTRUCTURA IMPERIAL ESPAÑOLA
(1580-1720)
Introducción
Aunque muchos de
los que se dedican a escribir sobre temas históricos sigan aferrados a la
convicción contraria, este tipo de actividad no será un simple ejercicio
cibernético. Una cuestión histórica es un fenómeno abierto, sin términos
delimitados, un rompecabezas en el que se han perdido muchas piezas. El
conocimiento histórico, en sentido intrínseco e ideal, no se presta a una
división artificial realizada en este caso con un objetivo funcional
determinado. La lucha y fracaso de España en su esfuerzo por mantener una
posición de hegemonía fue el fenómeno internacional más significativo del siglo
XVII.
El imperio filipino y Europa (1580-1610)
Felipe II dio al
sistema español su carácter peculiar y distintivo, y para los historiadores,
tanto como para sus contemporáneos, llego a convertirse en símbolo de sus
rasgos más sobresalientes.
Su vida, como heredero del imperio
singular de Carlos V, coincidió con el ascenso de Castilla a una posición
dominante dentro de él. Felipe nació el año en que los soldados alemanes,
indisciplinados y mal pagados –muchos de los cuales eran herejes convencidos-,
saquearon Roma en nombre del rey de Castilla. Siendo un muchacho vio como los
recursos y tropas de España se convertían en punta de lanza de campañas
desastrosas (como en Argel, el año 1541) o victoriosas (como en Mühlberg, seis
años más tarde). Antes de cumplir los treinta años, en Holanda, estaba al
frente de un ejército, cuya columna vertebral eran ya los tercios castellanos.
Las circunstancias de la abdicación de su padre, a mediados de los años 50,
significaron la inauguración de una nueva entidad política, centrada claramente
en los reinos de España. Era independiente del sacro Imperio Romano, pero
conservaba lazos significativos con el mismo. A pesar del uso frecuente que se
hará del término “la monarquía española” para describirlos colectivamente, sólo
llegó a suplantar a otros utilizados para los dominios de los Habsburgo
españoles en forma lenta y progresiva. Y aunque, bajo la dirección de Castilla,
el conjunto fue más o menos unitario en la acción, no llegó nunca a ser una
comunidad en mayor grado que lo que fuera el imperio de Carlos V.
Cuando en 1556, Felipe accedió a sus
tronos y títulos, la monarquía española estaba ya firmemente comprometida con
una estrategia política paneuropea. Además de su enorme dispersión geográfica,
que exigía la presencia de administradores españoles desde Bruselas a Brindisi,
de tropas y galeras españolas desde Ostende a Otranto, la política de los
últimos años de Carlos V la había implicado en forma inextricable en los
asuntos de los estados florecientes que bordeaban el canal de la Mancha y el
mar del Norte. Uno de los resultados, por ejemplo, fue que Felipe se convirtió
en rey de Inglaterra, Gales e Irlanda, como consecuencia de su matrimonio con
María Tudor, que también llevaba sangre española. Aunque este extraño arreglo
duró poco tiempo, el colapso igualmente súbito e inesperado de Francia que cayó
casi en la anarquía al comienzo de la nueva década, mantuvo el interés de
Madrid por el mundo situado al norte de los Pirineos. De hecho, en muy poco
tiempo, la serie de movimientos de protesta, dispares pero poderosos,, contra
el gobernó centralizado y monárquico, hábilmente orquestados por calvinistas
exaltados, e integrados por el fervor religioso, se extendieron desde el reino
de los Valois hasta los Países Bajos, provincias pertenecientes a Felipe. El
rey estaba firmemente decidido a resistir a toda provocación ilegal a su
prerrogativa, igual que si se tratara de una amenaza militar a su patrimonio.
Éste corría más peligro en el teatro mediterráneo que en Flandes, y en estos
mismos años la intensificación de la lucha contra los otomanos coincidió con
una insurrección encarnizada y sangrienta de los moriscos (rebelión de las
Alpujarras, 1568). Sin embargo, y paradójicamente, fue en el norte y no en el
sur donde las decisiones y acontecimientos de los años 50 dieron lugar a una
situación de compromiso cada vez más intenso que pronto llegó a dar la
impresión de no tener límite. La actitud de Felipe ante los disidentes
flamencos le llevaba inevitablemente a una confrontación religiosa; y de hecho
estaba directamente interesado en combatir al Protestantismo en todas las
partes donde pudiera minar su propia autoridad, amenazar la viabilidad de su
monarquía. Dada la situación geográfica de los Países Bajos en la encrucijada
de Europa, yuxtapuestos físicamente a las grandes potencias y convertidos en
puerta de acceso a la Alemania herética, este programa estaba llamado
irremisiblemente a interesarse cada vez más por estas áreas. Ésta fue la lógica
que, después de veinte años de esfuerzos ininterrumpidos pero inútiles, acabó
provocando la intervención militar manifiesta y en gran escala de los asuntos
de Inglaterra y Francia. La década de 1585-95 fue una “implacable acumulación
de compromisos sin precedentes en la política europea.”
La imagen que nos ha llegado de
Felipe II es la del gobernante todopoderoso de un imperio universal, encerrado,
en su pequeño despacho dentro del palacio de El Escorial. El rey tenía
verdadera afición a la actividad exterior: a cazar y, más tarde, a trabajar en
el jardín, por encima de todo. Él (y, por tanto su monarquía) estaba condenado
por su misma existencia de Rey Católico a una vida de continuas guerras. Su
primera e incuestionable misión era defender con las armas los intereses de
Dios y de su Iglesia, y esto de forma absoluta, sin paliativos. El aspecto
esencial del contrato entre los dirigentes de la casa de Habsburgo y su creador
y benefactor era que defenderían incesantemente su causa, de la misma manera
que Él protegía la suya. Es difícil condenar esta convicción tachándola de
absurda o irracional. La relación orgánica entre sanción espiritual y necesidad
temporal se resumía en dos palabras: reputación
y conservación, frecuentemente utilizadas por los hombres de estado
españoles para describir el eje fundamental de su política. Reputación hacía referencia a la
auto-estima espiritual de la monarquía, así como a su consideración externa
entre las demás cortes de Europa. Ambos aspectos dependían del impulso confesional
que proporcionaba una misión religiosa, el mantenimiento de la Cristiandad
Católica. Conservación se
utilizaba frecuentemente en el contexto de la llamada “teoría del dominó” de la
estrategia territorial, pero estaba estrechamente asociada, también, con el
deber trascendental de la corona de conservar la herencia de la que era el
guardián de Dios.
La ley humana interpretaba y
modelaba naturalmente a la divina, como explicaba la teología dominante de la
Contrarreforma. Por ejemplo, Felipe no se consideraba obligado a emprender una
acción contra la herejía, por muy perniciosa que fuera, si ocurría en áreas que
quedaban claramente fuera de los límites de su responsabilidad legal (por
ejemplo, en los reinos bálticos o, lo que puede resultar más llamativo, en la
ciudad de Ginebra). En sus últimos años se vio abatido por una enfermedad cada
vez más dolorosa y la tremenda acumulación de trabajo. Formó un pequeño
gabinete de consejeros profesionales (la Junta
Grande) que, por incapacidad del rey más que porque así se hubiera pensado,
comenzó a tomar decisiones durante la crisis de la enfermedad de Felipe.
Finalmente, el rey designo a esta camarilla como gobierno de su hijo y
heredero. Pero, mientras le fue posible, él tuvo siempre la última palabra. El
estilo de gobierno de Felipe II fue más autocrático que el de todos los demás
miembros de su familia.
Sin embargo, hay que tener mucho
cuidado con el término “absoluto”. Incluso dentro de las fronteras de Castilla
existía una gran diferencia entre la autoridad de jure del rey y su ejercicio de
facto. Su poder tropezaba con grandes limitaciones, tanto de carácter legal
como práctico. No podía reclutar tropas ni recaudar impuestos a su antojo,
mientras que en muchas regiones, menos sometidas su gobierno era tan remoto que
casi resultaba mítico. La presión de la guerra y la terrible crisis
socioeconómica de la década de 1590-1600, había provocado un notable aumento
del número de vagabundos y del bandidismo organizado en el campo, lo que
representaba una amenaza al orden público y al funcionamiento del gobierno. La
Suprema Inquisición, de la que dependía la corona para toda una serie de
servicios administrativos, se había alejado cada vez más de su control. Fuera
de Castilla estos problemas adquirían gravedad todavía mayor, y se veían
complicados por la maraña de tradiciones constitucionales y consuetudinarias,
que limitaban el poder real. Éstas diferían por su naturaleza y alcance en
todas las provincias de la monarquía. Sin embargo, lo mismo que en el caso de
su contrato con una autoridad divina, Felipe respetó todas las recopilaciones
mundanas de derechos y privilegios inmemoriales, siempre en espíritu, y en la
mayoría de los casos hasta en la letra. En 1585, cuando recaudaba recursos para
la Armada Invencible, desistió de explotar la insurrección de Nápoles para
imponer un régimen que le sirviera a tal fin. De la misma manera, en 1591,
cuando una revuelta le ofrecía la ocasión y las necesidades de defensa le
brindaban la razón suprema, se negó a manipular los fueros de Aragón para
conseguir un mayor sometimiento de aquellas tierras ante la autoridad de
Madrid. Por el contrario, , Felipe estaba perdiendo influencia en sus
dependencias de Castilla debido a la enajenación gradual de propiedades y de
jurisdicción reales a cambio de rentas que, en
muchos casos, se gastaban en la conservación de las mismas provincias.
En resumen, Felipe II fue el más constitucionalmente consciente de los
autócratas. Un resultado de estas consideraciones fue que, como no se presionó
demasiado en busca de ayuda en otras zonas, la carga física de las guerras de
la monarquía recayó casi exclusivamente sobre Castilla.
Durante el florecimiento de la
educación superior en Castilla en el siglo XVI, las universidades habían
comenzado a producir sistemáticamente el personal debidamente preparado para
una burocracia imperial en expansión. En su mayor parte, estos hombres poseían
a la vez una excelente capacitación técnica y gran cultura humanista. Los licenciados
de Castilla podían incorporarse al sistema sinodal central formando
parte de un “personal de servicio” permanente; o podían trabajar en el despacho de algún
gran secretario real o ministro que les
daba vivienda, los alimentaba y les conseguía ascensos; o también podían salir
de Madrid a la búsqueda de puestos en la administración o en la justicia reales
de las distintas localidades, o incluso en las Indias. De entre sus filas
elegía el rey a sus secretarios principales, grupo reducido de funcionarios
competentes que tenían en realidad categoría de ministros, y por cuyas manos
pasaban los asuntos importantes de la monarquía, La experiencia de estos
hombres era de carácter limitado. Por otra parte, los consejos reales y sus
subcomités estaban atendidos por personal con experiencia directa y diversa del
mundo; no sólo había nobles con categoría de títulos, que anteriormente habían sido virreyes, embajadores o
jefes del ejército, sino también caballeros que habían sido
oficiales, exploradores, jueces,, sacerdotes e incluso mercaderes y banqueros,
hombres de origen humilde (y muchas veces extranjeros) pero con gran
conocimiento práctico. Muchos de los llamados a servir o a realizar funciones
de asesoramiento en los consejos eran hombres curtidos por la acción, que
habían soportado las inclemencias y peligros de los océanos o habían figurado a
la cabeza de un regimiento de soldados o habían resistido la carga de los Landsknechte
alemanes o de los sipahis turcos. Otros eran duros hombres de negocios con
intereses y contactos en toda Europa e incluso en tierras más lejanas. Fue esta
simbiosis de libros y despachos por una parte y los amplios horizontes del
imperio, por la otra, lo que dio a la administración del sistema español su
inventiva y residencia, lo que le confirió un dinamismo que dista mucho de la
impresión de letargo y rutina que producen muchas veces los manuales.
La monarquía
filipina no era un solo imperium. Ra
una aglomeración sin precedentes, y bastante rudimentaria, de muchos imperios.
Para darse cuenta de ellos hay que tener en cuenta el impresionante progreso de
los conquistadores castellanos. En el siglo que precede a 1580, había entrado
en una u otra forma de asociación de dependencia con Castilla los siguientes
territorios:
El
reino de Aragón dentro de la península y su imperio mediterráneo
(esencialmente
catalán).
Los
reinos independientes árabes que todavía habían conservado su
independencia
en el sur de España.
La
mayor parte de la herencia borgoñona en los países Bajos,
el
Rhin y el este de Francia.
Los
enormes imperios territoriales de los aztecas en Centroamérica y
de
los incas en el subcontinente.
Las
islas Filipinas, situadas en el Pacífico a más de 8.000 km de Nueva España.
Portugal
y su vasto sistema colonial y comercial en África,
Brasil
y las Indias Orientales.
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La monarquía española era, por tanto,
un imperio de imperios, la mayor unión de pueblos, jurisdicción y riqueza que
se había conocido en el mundo. Pero junto con el tremendo poder que procedía de
este proceso se daba una vulnerabilidad acumulativa. El esfuerzo necesario para
mantener un edificio tan gigantesco había sido, probablemente, contraproducente
en cualquier caso; pero, como es natural y comprensible, constituyó un motivo
de resentimiento y miedo para los demás estados soberanos. Era inevitable que
esta realidad política omnipresente estuviera en continuo estado de guerra.
Desde un punto de vista geopolítico, así como confesional, el destino de la
monarquía era irremediable.
Durante la
última década del reinado de Felipe II, su imperio se vio por primera vez
presionado simultáneamente en todas sus fronteras principales. Este poderoso
desafío a su poder e influencia fue un anticipo de la guerra total en que se
vería inmersa la monarquía a lo largo del siglo siguiente. La mayor parte de
los problemas defensivos de Felipe procedían de sus errores iniciales en la
forma de tratar el movimiento de protesta flamenco; ahora, una generación más
tarde, las provincias holandesas
rebeldes, organizadas y poderosas, dirigían los hilos de una red de resistencias
a España, en la que se entrelazaban los intereses de Inglaterra, Francia,
Venecia e incluso el Imperio Otomano. A mediados de la última década del siglo
XVI, los rumores de la calle y los informes exagerados de los espías hablaban
de artículos concretos de una confederación entre estos bloques tan dispares
geográfica y culturalmente. Pero este instrumento de colaboración conjunta era
algo que quedaba realmente fuera del alcance de la diplomacia de la época. Sin
embargo, acuerdos más sencillos y rudimentarios entre los enemigos de Felipe, tenían
fuerza suficiente para inmovilizarle. El sistema español alcanzó su plena
madurez en las campañas para impedir la creación de una república holandesa
independiente y calvinista, y la ocupación del trono de Francia por un
calvinista. El rápido perfeccionamiento de sus métodos de vigilancia política y
dinamismo militar, que implicaban el funcionamiento fluido y compaginado de las
comunicaciones, intercambios y transporte, hizo posible que España luchara en
esta guerra de numerosos frentes. Pudo combatir, pero no vencer. El fracaso de
Felipe respecto a la consecución de sus principales objetivos políticos
mediante la acción militar equivalía realmente a una derrota. En los teatros
marítimos del Mar del Norte y del Atlántico, la derrota, y el deterioro de su
posición, resultó especialmente claro. La presión ejercida sobre los recursos
del ejército de Flandes que le obligaba a realizar campañas en Francia y
Holanda al mismo tiempo resultó demasiado grande, mientras se extinguían
gradualmente las amplias operaciones de guerrillas en el sur y oeste de
Francia, protagonizadas por jefes militares nativos con ayuda española. El año
de su muerte, Felipe se vio obligado a abandonar su intervención en Francia, y
en el Tratado de Vevins aceptó las reivindicaciones de Enrique de Borbón.
Sin embargo, se trataba de una
retirada táctica, y no representaba en absoluto una disminución del esfuerzo
general. Por el contrario, el nuevo rey, Felipe III, se dedicó a la tarea y con
el vigor y entusiasmo de la juventud. Con la intervención directa de Irlanda se
realizó un nuevo y más decidido intento de reducir el peligro inglés, y una
fuerza expedicionaria desembarcó en Kinsale. (“El que quiera conquistar Inglaterra, debe de comenzar por Irlanda”,
dice un dicho popular. Durante estos años se aceleró también considerablemente
el ritmo de la guerra de Flandes, al tiempo que se emprendía una política más
agresiva hacía los turcos. La afición del nuevo rey a hacer un buen papel en
los frentes guerreros. Probablemente, se sentiría defraudado por lo que, en el
mejor de los casos, era un éxito insignificante. La expedición a Irlanda fue un
fracaso; el ejército de Flandes sufrió un duro castigo tras una batalla campal
con los holandeses en Nieuwpoort en 1600; un intento sobre la gran capital
pirata de Argel no llegó ni siquiera a su destino en 1601. Aunque no volvió a
repetirse la humillación de 1596, cuando las defensas españolas se vieron en
grave peligro con ocasión del saqueo de Cádiz por los ingleses, el hecho no
constituía, desde luego, un buen augurio para comenzar el nuevo reino y el
nuevo siglo. A pesar de que las cosas mejoraron después del nombramiento de
Ambrosio Spinola para hacerse cargo de los asuntos de Flandes, su ejército de
élite se vio paralizado por la indisciplina en los años que siguieron a la
carísima toma de Ostende en 1604. Sin embargo, el acuerdo con Inglaterra en
1604 y el armisticio en los Países Bajos en 1607, confirmado por Madrid en 1609
en forma de tregua de doce años, fueron hechos determinados no sólo por la reducción
de las perspectivas de victoria general, sino también por la incidencia de una
derrota concreta. En ambas negociaciones, la fuerza política determinante
procedía de Bruselas. Los archiduques
Alberto e Isabel, primo y hermana respectivamente de Felipe III, a quienes, en
el momento de su matrimonio en 1598, se les había transferido la soberanía de
los Países Bajos, eran partidarios decididos de la paz. Las razones por las que
Madrid se inclinó gradualmente a su forma de pensar fueron muchas y complejas,
ocupando un lugar importante entre ellas las consideraciones económicas. Pero
tan estrechamente relacionados e interdependientes eran los argumentos
utilizados, que es difícil establecer diferencias y discriminaciones entre
ellos. Sin embargo, hay un elemento interesante que merece nuestro comentario:
la influencia de las presiones estrictamente internas sobre las decisiones
tomadas por Felipe III y su ministro más influyente, el duque de Lerma.
En esta generación, se aprecia una
tendencia que, aunque nunca llegó a organizarse ni a manifestarse en campañas
de agitación, podríamos denominar de protesta, especialmente en el
contexto generalmente complaciente de la política castellana. La rápida
escalada de las exigencias tributarias reales sobre el reino en los años que
siguieron a la derrota de la Invencible, provocaron una explosión de críticas
públicas sobre los compromisos defensivos. El desacuerdo se dejó oír en las
Cortes de Castilla de 1591, y fue aumentando como consecuencia del dramático
deterioro de las condiciones de vida durante los años centrales de la década.
El espíritu de la Castilla cerrada y chauvinista, dormido durante la mayor
parte del siglo, se manifiesta en las intervenciones de los procuradores a
Cortes. Castilla debería ocuparse de sus propios asuntos y abandonar sus
desastrosos devaneos en el Norte de Europa. Si hay que recaudar más impuestos,
se lamentaba un delegado, que sean para dedicarlos a la defensa de los pueblos
de Murcia frente a las continuas incursiones de los berberiscos que saquean y
esclavizan a los súbditos del rey.
Los diagnósticos, más estrictamente
económicos, de la escuela arbitrista
solían arremeter también con frecuencia contra el monstruo de la política
imperial. Aun cuando el consejo del rey no se hubiera dejado convencer por los
testimonios de agotamiento y sufrimiento de la población después de treinta
años de guerra ininterrumpida, es evidente que podía ver la fuerza contenida en
la sugerencia de emplear los recursos de Castilla en áreas más próximas a sus
propios intereses.
Política y Recursos
Felipe II y su
hijo eran soberanos de unos 16 millones de súbditos europeos. Esta población,
enormemente dispersa, probablemente no superaba a la del reino de Francia.
Además, el control de Madrid sobre
sus destinos no fue nunca completo, como hemos visto, sobre todo en el aspecto
fundamental de su movilización por la guerra. En la propia Castilla, la corona
no podía enrolar a los hombres a su antojo. Cuando, en la última década del
siglo XVI, se puso en marcha un programa de reclutamiento, se comprobó que
había gran número de personas que estaban protegidas por la ley frente a tal
emergencia, y que muchos otros podían eludir al encargado de realizar el
alistamiento con relativa facilidad e impunemente. En Flandes (un millón y
medio de habitantes) y en la Italia española (cinco millones), el servicio
militar era de carácter voluntario, aunque en estas provincias, en oposición a
Portugal y a la corona de Aragón, pronto comenzarían la levas regulares.
Durante todo el siglo XVI la
tendencia demográfica había sido de ascenso lento, pero en esta década se
invirtió en forma brusca. Este cambio se produjo en otras regiones de Europa
aproximadamente por las mismas fechas, pero en ningún sitio fue tan convulsivo
como en Castilla. Durante la generación precedente, Castilla había adquirido
una dependencia peligrosa de las provisiones de alimentos procedentes de fuera
de la península, alguna de cuyas fuentes (especialmente las tierras de cereal
de Ucrania) estaban muy distantes y ofrecían pocas garantías. En el campo, la
miseria local y las dislocaciones económicas se habían hecho notar mucho antes
de las malas cosechas generales de mitad de los años 90. La situación de guerra
general en la Europa occidental, que dificultaba el suministro y hacia subir
los precios, agravaba los problemas internos derivados del aumento de los
impuestos y de la inflación. Ya en 1599, año en que llegó a España un poderoso
virus de peste bubónica, varios años seguidos de desnutrición habían reducido
la resistencia fisiológica de las masas empobrecidas hasta el límite. Durante
cinco años, la peste hizo estragos, siguiendo un je que iba del norte al sur de
Castilla. El total de muertes como consecuencia de la crisis de subsistencia y
de la enfermedad fue de 600 mil, en una población de menos de seis millones,
que se vio literalmente diezmada. Un escritor dijo: “el poder de los reinos
está en su población. El príncipe más importante no es el que posee más reinos,
sino el que posee más personas”. Había comenzado en la monarquía un periodo de
descenso demográfico que iba a durar hasta la década de 1660-1670.
Al llegar al trono Felipe III, la fuerza
militar total de España había ascendido probablemente hasta 125 mil hombres en
armas –las tres cuartas partes serían castellanos-. A pesar de la crisis
demográfica, esta cifra sólo descendió ligeramente durante los años que
precedieron a la Tregua de Amberes con los holandeses, y representaba una
fuerza formidable. Tanto en cantidad como en calidad era muy superior a las
fuerzas totales de sus enemigos., Sin embargo, los miembros de las fuerzas
armadas españolas estaban distribuidos en tres continentes y media docena de
mares. Sólo en Europa guarnecían las fortalezas presidios de las costas
de África y Toscana; defendían la península; realizaron las expediciones
navales de 1588-1602, y montaban la guardia en el Ducado de Milán, lugar de adiestramiento
del ejército español. Ocupaban varios puntos fuertes a lo largo de las rutas
terrestres que van de Italia a Holanda y, finalmente, realizaron las
principales campañas de esfuerzo militar realizado en Flandes, donde estaba
concentrado un tercio del total.
A diferencia de sus rivales (si
exceptuamos a los holandeses), los servicios armados españoles y todos sus
órganos de apoyo eran permanentes, y no se desmovilizaban durante los meses de
invierno, ni siquiera durante la paz. La dirección estaba en manos de
representantes del gobierno central de Madrid y la supervisión corría por
cuenta de organismos que eran responsables ante ellos. Incluso las remotas
colonias americanas, ahora en continuo peligro, de ser atacadas, dependían
totalmente del Consejo de Indias de Sevilla para la provisión directa de
material y personal militares. Los recursos eran muchas veces insuficientes o
no se podían conseguir sobre el terreno, y las soluciones a los problemas eran
muchas veces de carácter improvisado o confuso. Sin embargo, es fácil exagerar
estos inconvenientes. En algún sentido la monarquía disponía de excelentes
recursos naturales y económicos, y su explotación y distribución no estaba en
manos de aficionados incompetentes. Castilla tenía venas reservas de bestias de
carga y transporte, y, lo mismo que Nápoles poseía abundantes recursos laneros.
Milán era un centro de producción textil, por lo que podía atender, por
ejemplo, a las necesidades de trajes para militares o velas para los barcos. El
norte de España era el centro de los depósitos de hierro más intensamente
explotados de Europa, y podía enorgullecerse de su floreciente industria de
construcción naval. Otras regiones de la Península contaban con recursos
necesarios para la guerra, como cobre, azufre y salitre. En resumen, aunque
algunas áreas fundamentales estaban experimentando ya ciertas insuficiencias,
había abundancia de materiales estratégicos para la guerra. Las dificultades
más graves se presentaron en la fase de la manufacturación de las industrias de
armamento, y en los años finales del siglo XVI se hicieron grandes esfuerzos
para solucionarlas. La industria española estaba organizada en pequeña escala y
era demasiado subdesarrollada para conseguir los niveles de producción masiva y
estandarización necesarios para las necesidades defensivas de la corona. Dentro
de España sólo había cinco fábricas de material de guerra de dimensiones
considerables, y lo normal era que al menos dos de ellas estuvieran fuera de
servicio. Una nueva planta instalada en Vizcaya en 1596 sólo funcionó a medio
rendimiento durante el resto de la guerra. Estas deficiencias eran más
significativas si se tiene en cuenta la decadencia de Milán como centro
importante de producción de armas, especialmente después de 1609. De hecho, las
manufacturas bélicas de las Provincias Unidas y de Inglaterra superaban
claramente a las españolas por su calidad de diseño y producción, tanto en las
pequeñas armas como en la artillería.
En consecuencia,
la corona debía adquirir de fuentes extranjeras gran cantidad de productos
acabados y muchas materias primas de importancia. Estas transacciones
aumentaron en intensidad y extensión hasta llegar a afectar a las mayorías de
las regiones de Europa occidental, por lo que las necesidades de la máquina de
guerra española crearon un tráfico permanente de inversiones, especulación,
intercambio y transporte. Esto representaba una demanda continua de bienes y
servicios en el contexto económico general de Europa, con repercusiones
importantes en el funcionamiento global de dicha economía. Todos los
capitalistas de importancia, cualquiera que fuera su postura confesional o
nacional, luchaban por conseguir su parte en las oportunidades presentadas por
el imperialismo de Madrid. A pesar de las regulaciones del Estado y de las
continuas prohibiciones e intervenciones dentro del mundo hispánico, las
empresas extranjeras se habían introducido en la misma estructura del sistema
español, dentro y fuera de la monarquía había poderosos intereses personales
que obtenían beneficios de sus necesidades defensivas y de su política.
De hecho, los reinos de Felipe II y
Felipe III significaron una contracción gradual de la intervención directa del
Estado, una especie de delegación pragmática de interés a la empresa privada. Este
proceso, descrito como sustitución de la administración
(monopolio real de producción y supervisión) por el asiento (provisión mediante contrato privado), es claramente
apreciable en algunos aspectos, aunque podemos preguntarnos hasta qué punto
llegó a establecerse la primera o incluso si el gobierno de los Habsburgo trató
de conseguirla. Los materiales de trabajo debían improvisarse y adaptarse a las
circunstancias, aun cuando ello significara ignorar o violar las regulaciones.
Aun así, los éxitos no eran frecuentes y, en cambio, lo eran los fracasos en
algunas áreas. En un mismo mes de 1600, por ejemplo, el Consejo de Estado de
Madrid recibió dos quejas desesperadas de dos de sus jefes en relación con la
falta de suministros. Había un gran contraste entre las dos,, pues una procedía
del archiduque Alberto, gobernador de Flandes y comandante en jefe del ejército
principal, y la otra de don Juan de Velázquez, al frente de una pequeña
guarnición fronteriza de Vizcaya, cerca de Francia. En ambos casos, las tropas
estaban sin paga, mal alimentadas y vestidas, y había terribles deficiencias de
armas y pólvora. Había riesgo de motín, y el solicitante no podía ser
considerado responsable, ni abandonar su responsabilidad en manos del rey en
caso de emergencia militar. Estas deficiencia y debilidades se daban en grado
mucho mayor entre los rivales de España; pero mientras que España no consiguió
perfeccionar sus métodos –las cosas estaban exactamente igual en 1600 que en
1560 o en 1640-, otros países consiguieron realizar progresos esporádicos. De
distintas maneras y con ritmos diferentes, las Provincias Unidas, Francia e
incluso Inglaterra se fueron orientando hacia una especie de autarquía mercantilista en la que era
fundamental la experiencia de la guerra y que aumentó el papel y potencia del
gobierno. Pero, parece fuera de toda duda que, durante el curso del largo siglo
XVIII, los enemigos de España fueron aumentando su capacidad de aprovecharse de
sus debilidades.
Hay documentos cada vez más
convincentes que señalan que las industrias manufactureras domésticas –minería,
artículos de lujo, y el área más importante de la construcción naviera-
sobrevivieron a la crisis financiera de los años en torno al cambio de siglo.
Castilla no se puso súbitamente por delante del resto de Europa en cuanto a
métodos de producción, innovación técnica o formas económicas; no se dio
ninguna aceleración brusca de la ciencia y la tecnología, como en la Inglaterra
del siglo XVIII. Las ineluctables deficiencias geofísicas de la península, que
tan rígidamente limitaban su desarrollo agrícola, no eran más patentes en 1600
que en 1500. Las actitudes sociales y
factores culturales no eran más o menos enemigos dl desarrollo económico eficaz
en 1570 que en 1620 o en 1650. El reconocer, que la actuación de España como
gran potencia habría sido más brillante si hubiera tenido una visión económica
más sana no es atribuir sus fracasos a causas económicas, pues con argumentos
negativos no se puede llegar a una conclusión positiva.
Desde la última guerra, se ha
propuesto la tesis de que la formulación y ejecución de las políticas
defensivas dependían estrictamente de la situación económica de la corona. Para
examinar esta cuestión es preciso describir la maquinaria fiscal del sistema
español y la situación de su erario, especialmente en relación con un ejemplo
concreto adecuado, la importante
transición de la política defensiva en los primeros a los del siglo XVII. Durante
los años de 1590-1600, los ingresos de corona representaban una cifra de unos
diez millones de ducados al año. Esto equivalía al triple de los niveles
existentes a comienzos del reinado de Felipe II, como consecuencia del
incremento vertiginoso de las importaciones de plata y de un notable aumento de
los impuestos (castellanos). En el quinquenio 1596-1600, llegó a las arcas
reales más plata procedente de las minas del Nuevo Mundo que en ningún otro
momento de su historia. Sin embargo, los costes de la guerra subían con una
velocidad todavía mayor. Sólo la Armada Invencible, por ejemplo, había supuesto
unos gastos equivalentes a los ingresos brutos de todo un año. Para hacer
frente a estos gastos hubo que inventar un gravoso impuesto sobre las ventas y,
no mucho después, recurrir a la manipulación monetaria, mediante la emisión de
moneda de cobre, o vellón, pero esto
sólo sirvió para complicar los problemas estrictamente presupuestarios de la
corona. De los ingresos brutos mencionados anteriormente, había que hacer una
gran cantidad de deducciones. La más onerosa de todas era atender a la deuda
consolidada, es decir, el pago anual de los dividendos de los bonos del estado
(juros) en que invertían miles de
castellanos. En la década en cuestión, estos pagos suponían un total de cuatro
a cinco millones de ducados, y para 1607 habían llegado a los ocho millones; en
otras palabras, esta obligación reducía de un solo golpe las rentas de la
corona a la mitad. Felipe tenía muchos más gastos periódicos que no eran de
carácter defensivo –cientos, quizá miles, de pensiones y gratificaciones a
funcionarios, soldados veteranos, o sus familiares, sacerdotes, artistas,
arquitectos. E incluso con eso no se cubre lo que podríamos considerar como
gastos de la corte, que superaban ciertamente, los 500 mil ducados anuales en
tiempos de Felipe II y aumentaron sustancialmente después de su muerte.
Sin embargo, nunca se intentó llevar
una contabilidad o hacer unos presupuestos, pues no se podían calcular con
precisión ni los ingresos ni los gastos. En el primer caso, ni los impuestos ni
los préstamos a corto plazo de los
banqueros (asientos de dinero)
realizaron nunca las sumas acordadas. De la mayoría de los ingresos tributarios
de Castilla habría que deducir los costos de recaudación y beneficios obtenidos
por los recaudadores de impuestos, mientras que la recepción de las sumas de
los asientos se veía disminuida por los costes de muchos servicios prestados
por los que participaban en su transferencia al ejército (adehalas). En cuanto a los gastos, baste con señalar que era
imposible prever los costes bélicos de un año determinado. Era el sistema d
asientos de dinero el que cubría todos esos pecados, unía las finanzas reales,
y hacía posible el funcionamiento del sistema español. Al mismo tiempo, el reembolso
de los altos intereses y del capital a los banqueros era al mismo tiempo el
mayor gasto del rey y su primer compromiso. El año de la subida de Felipe II al
trono, sus gastos ordinarios y extraordinarios de defensa no eran inferiores a
los diez millones de ducados, lo que equivalía al total de sus ingresos. Con
ellos resultaba evidente que la monarquía española era una institución basada
en el crédito, o más bien con una base elemental y poco segura, la economía
deficitaria.
El rey se veía obligado
continuamente a incumplir los pagos de naturaleza “doméstica” o no militar,
aunque esto no producía siempre el resultado deseado de permitirle pagar y
abastecer a sus ejércitos, especialmente en este periodo. Estas estratagemas
podrían tranquilizar a los banqueros en relación con la sinceridad y solvencia
del gobierno, pero su relación con él dependía de las llegadas anuales de
plata, sin duda el valor más negociable por sus préstamos. Una disminución
brusca de los ingresos de la plata podía impedir hacer los pagos acordados; una
emergencia militar imprevista podría obligar al gobierno a pagar sus costes
directamente, interrumpiendo así los pagos, y representando así una desviación
arbitraria de la seguridad; la demanda de préstamos por la corona podría superar
lo que sus banqueros estaban dispuestos a adelantar. En 1607 Felipe III se vio
obligado a utilizar el decreto y medio real, o lo que es lo
mismo bancarrota. El decreto consistía en cancelar el interés mucho más bajo;
esto, en términos técnicos, equivale a la conversión de la deuda flotante en
deuda consolidada. Después se negociaron nuevos contratos de préstamo el
medio, proceso complicado y lento, pero al final los banqueros acababan
cediendo. Durante más de un siglo los financieros europeos –alemanes,
italianos, portugueses e incluso holandeses-, no pudieron resistir a los
atractivos de la plata americana y de los intereses astronómicos de los
asientos. La plata, de la que España tenía prácticamente el monopolio, era con
mucha diferencia el artículo más negociable de toda la economía europea.
En 1601-1605 se produjo un descenso
importante de la plata, hecho que se ha considerado como un ejemplo clásico de
la emergencia económica determinada de decisiones políticas. El “lapsus” de la
plata contribuyó a la promulgación de un decreto en 1607, a que se aceptara de
mala gana el armisticio y la tregua de los Países Bajos. Los que abogaban por
la paz no eran los encargados del Tesoro en Madrid, sino los soldados en
activo. De hecho, mientras Alberto y Spínola gritaban “atrás”, era precisamente
el Consejo de Hacienda el que gritaba “adelante”. Además, no hubo entre los
banqueros ningún motín ni cosa semejante que se pudiera comparar con el del
ejército de Flandes; y ya en 1609, cuando se llegó al acuerdo de confirmar el
armisticio, la situación de la plata se había enderezado y las rentas del
comercio atlántico se habían recuperado sustancialmente.
Durante la primera década del siglo,
los mensajeros y agentes españoles tenían informado a Madrid sobre la impaciencia
creciente de Enrique IV, el incremento de la actividad diplomática y
preparativos militares de Francia. Dada la debilidad española en tantos puntos
de las diversas fronteras con el reino de los Borbones, un acuerdo con las
Provincias Unidas podría servir de freno a la beligerancia francesa. Todo
posible desafío procedente de este punto debería considerarse como de la mayor
gravedad, tanto más cuanto que coincidía con un grave peligro en el
Mediterráneo representado por los berberiscos del norte de África. En la cumbre
de su poder precisamente en esta época, su enorme flota de más de 100 unidades
superaba en número a toda la dotación naval española. Por eso, los argelinos
podían emprender incursiones inesperadas y devastadoras en muchas zonas del sur
y oeste de España, y llegaban de vez en cuando a Portugal y Sicilia. No
contentos con dificultar el comercio y las comunicaciones españolas en el
Mediterráneo, estaban comenzando a aventurarse por el Atlántico, con resultados
nefastos. El grado de aprehensión subió por la convicción de que Francia y
Argel estaban en connivencia con las comunidades moriscas de la península,
numerosas y bien organizadas en las zonas estratégicas de Valencia y Aragón.
Cuando se tenía en cuenta la relación política que había existido
frecuentemente entre Francia, los estados berberiscos y el Imperio Otomano, la
situación de la monarquía parecía totalmente precaria.
En mi opinión, sólo cálculos de esta
naturaleza podrían haber justificado las concesiones hechas a las Provincias
Unidas en la Tregua de Amberes. Entre ellas figuraba, por ejemplo, el abandono
de los súbditos católicos del rey, aislados y sin protección en las regiones
septentrionales de la República, compromiso de principio que disgustó
profundamente al propio Felipe III. Generalmente se considera que existió
cierta conexión entre la tregua y el decreto de expulsión de los moriscos de
España, que se firmó el mismo día de 1609. Es probable que no se haya captado
la auténtica naturaleza de esta conexión, pues es difícil aceptar qu la
expulsión fuera sin más un intento de compensación por la frustración de España
en las guerras contra los herejes del norte. Madrid, necesitaba, sin duda
ninguna, un armisticio en otros frentes para poder movilizar recursos
suficientes, y para llevar a cabo la gigantesca operación, que duró cinco años,
sin demasiados problemas. Pero quizá hubiera más cosas implicadas; se puede pensar
que los hechos de 1604-1609, incluyendo la paz con Inglaterra y los acuerdos
con los holandeses, formaban parte de un replanteamiento más profundo de las
tácticas defensivas, mediante el cual la monarquía volvía de nuevo a su destino
histórico en el Mediterráneo. Podrían presentarse buenos argumentos económicos
en favor de esta evolución. Las provincias italianas, al igual que las del Este
de España, se verían más inclinadas a colaborar en el esfuerzo, proporcionando
así cierto alivio a la agobiada Castilla y al tesoro real. La herencia de la
cruzada contra el Islam seguía todavía muy viva en Castilla; y quizá el Papa
escucharía con mayor simpatía las nuevas propuestas sobre la imposición de
impuestos a la Iglesia Española, al tratarse de una causa que le era más
querida que las otras emprendidas por Madrid en los años precedentes. Serviría
también para ofrecer a todo el cuerpo militar un campo de actividad más
prometedor que los impopulares, fríos, pesados y estériles campos de Flandes.
Estas campañas tendrían lugar en lo que, por así decirlo, constituía su propio
medio, y presentaban perspectivas de botín legítimo, así como de gloria y de
salvación eterna.
La
corona tenía que elegir entre varias alternativas, y la cuestión de la
disponibilidad d recursos económicos ocupaba un lugar en el mosaico de
argumentos en el que se basaba la decisión. También es natural que los que
servían su política en cientos de puestos diferentes tenían que recibir una
remuneración. Los hombres de la época tenían conciencia muy clara de que el
dinero constituía “el nervio de la guerra”, pero la insinuación de que era
quien decidía cuestiones vinculadas con las creencias, el deber y el honor
había parecido blasfema e incluso ininteligible. En relación con el dinero,
Dios proporcionaría los medios para el triunfo de su causa. Si, por otra parte,
nuestro Señor, se negaba a prestar su ayuda, no había suma de dinero que
pudiera llevar a la victoria. De hecho, para Felipe el Piadoso, como para
muchos de sus consejeros, la coincidencia de una abundancia sin precedentes con
un fracaso también inaudito en la década de 1590-1600 puede de haber servido de
aviso de que la monarquía estaba siguiendo una orientación equivocada.
Política y Prejuicio
El poder de
España en la Europa de su tiempo era tal que sólo se le podía hacer frente
recurriendo a la magia y a la nigromancia.
Christopher Marlowe, espía inglés
–incluso doble agente-, estaba bien informado de los acontecimientos políticos,
sugiere que Felipe II y Parma eran influencias funestas; si profundizamos un
poco más, su actitud parece más equívoca, y refleja una cierta admiración.
La hegemonía de España en Europa
produjo en todas partes sentimientos mucho menos ambiguos que los de Marlowe.
Estaban fundados en un miedo que era real y urgente, prescindiendo de lo que
nuestra visión retrospectiva nos diga sobre si tenían o no justificación. Se
extendieron y fortalecieron a través de la literatura impresa y de la
predicación protestante. Los rumores locales y la exageración le prestaban colorido
y vitalidad. La longevidad de la supremacía española tuvo repercusiones en la
lenta formulación de la conciencia nacional, catalizador que hizo de las
primitivas lealtades regionales la materia prima del nacionalismo europeo. Las
actitudes antiespañolas suelen denominarse muchas veces, en forma colectiva y
por comodidad, con el nombre de Leyenda Negra, término que refleja
el sentimiento de agravio de la inteligencia moderna española. Es algo tan
arraigado en el patrimonio intelectual e ideológico de la civilización europea
que todavía es posible ver sus consecuencias en la actualidad, entre
historiadores y el público en general.
La Leyenda Negra se puede
estudiar en la literatura existente de la Europa de comienzos de la Edad
Moderna, y no sólo en la que tenía fines claramente propagandísticos. El odio y
la suspicacia que refleja en una reacción perfectamente comprensible ante la
conducta y pretensiones de los españoles. Muchos de sus soldados, burócratas y
emisarios de la monarquía estaban imbuidos de una fe en su propia rectitud que
les hacía adoptar con toda naturalidad actitudes de superioridad y arrogancia.
A pesar de su obediencia a los ideales de la República Cristiana, nunca dudaron
de sus propios méritos para dirigirla y orientarla. Además, estaban comenzando
a cultivar el uso de España y español, para distinguir
la raza que había conquistado imperios, humillado al turco, y puesto fin a las
armas de la herejía, de sus ayudantes inferiores del imperio europeo –las naciones, como las denominaban con un
término que quería ser despectivo. En 1595, con ocasión de la declaración
oficial de guerra por parte de Inglaterra, Francis Bacon emitió su opinión
sobre “la ambición y opresión de España”:
El
vicario de Cristo ha pasado a ser el capellán del rey de España… Los estados
de Italia son como grandes señoríos. Francia ha quedado totalmente
trastornada… Portugal usurpado… los Países Bajos consumidos por la guerra…
como en estos días ocurre con Aragón… Los pobres indios pasan de la libertad
a la esclavitud.
G. Ungerer,
ed., A Spaniard in Elizabethan England.
The Correspondence of Antonio Pérez, 2 vols., Londres, 1974-6, I, 48.
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Esta especie de
folletos de información turística que con tanto colorido iluminó Bacon
reproduce el punto de vista según el cual la tiranía española era universal y,
además, al mismo tiempo que avisaba de sus súbditos constituía una amenaza para
los que no lo eran. La realidad lógicamente, no tenía límites tan precisos,
como podríamos descubrir examinando los pasajes calumniosos del escritor
inglés.
Lejos de ser el Papa un satélite
inerte, el titular en el momento del rapapolvos de Bacon, era Clemente VIII, un
político perteneciente a lo que podríamos llamar tradición de pontífices
antiespañoles. Clemente era un francófilo declarado, especialmente después de
la conversión de Enrique de Borbón al catolicismo, que él consideraba como un
logro personal. En el mismo año de la famosa misa de Enrique IV, por ejemplo,
llegaron de Roma las siguientes noticias:
Se
han solucionado las disputas que durante tanto tiempo han existido entre las
potencias cristianas sobre el tema de la prioridad en el mar. Sólo el Papa y
el Rey de España pueden hacer navegar sus galeras con las banderas izadas. Si
se encuentran deben saludarse mutuamente. Todas las demás naciones deben
concederles prioridad.
V. von
Klarwill, ed., The Fugger Newsletters,
Londres, 1926, II, 258.
|
Italia fue el
lugar de origen de la “Leyenda Negra”, pues fue allí donde antes se experimentó
el terrible impacto de los tercios,
durante los primeros años del siglo XVI, la pretensión española de que su
presencia en Italia formaba parte de los designios de Dios constituía un
insulto sacrílego. La propaganda procedente de las cortes de Venecia y Saboya,
especialmente, afirmaba que el gobierno de Castilla en sus dependencias
italianas era ilegal e impuesto únicamente por las fuerza de las armas. Otros,
reconocían los beneficios del patrocinio español: un periodo sin precedentes de
paz y seguridad, mínima interferencia con las instituciones propias y la
administración interna, y una sorprendente ausencia de explotación fiscal. Para
muchos italianos –hombres de negocios, soldados, artistas, hombres de leyes,
ingenieros, eclesiásticos- el sistema español ofrecía una ocasión incomparable
de conseguir recompensas y promoción. Este contraste se manifiesta en las
actitudes d dos escritores cuya influencia en cuestiones de moralidad y
política habían dominado el Renacimiento tardío, los florentinos coetáneos
Guicciardini y Maquiavelo. Para el primero, Fernando de Aragón, arquitecto del
dominio español en Italia, era un charlatán impío que conseguía sus propios
intereses disfrazándolos de motivos religiosos; para el segundo, estas mismas
tendencias eran índice de la grandeza de Fernando, que le convertían en un
héroe de la raison d´état sólo
superado por Cesar Borgia, y creador de una política que sería honroso y
conveniente aceptar. Ninguno de estos dos comentaristas era súbdito de la
monarquía, pero sus propios príncipes, los duques de Medici, de la Toscana,
siguieron generalmente el consejo de Maquiavelo. En esto, actuaban en forma
parecida docenas de señores de menor categoría del norte de Italia, señores de
los “pequeños enclaves feudales”, cuya prudencia se veía robustecida con las
pensiones regulares venidas desde Madrid. El desembolso de condotte anuales a pequeños príncipes como el señor de Urbino
(5.000 escudos), el duque de Módena (12.000), y el príncipe de Mirandola
(7.500), costaba al tesoro español más de 100 mil ducados, pero ayudaba a
garantizar la estabilidad política de un área crucial para la base estratégica
de la hegemonía en Europa en su conjunto. Incluso tal y como estaban las cosas
en el ducado de Milán, rodeado por tres lados de fuerzas enemigas y que no
cesaban de intrigar, constituía el eje de una estructura que era difícil de
mantener.
El reino de Nápoles, al sur de la
península, llamado el Regno, a diferencia de Milán o de la muy leal isla de
Sicilia constituía un centro de descontento antiespañol. Con dificultades
crónicas de gobierno, dominado por el desorden
y el crimen organizado, endeudado sin posibilidad de recuperación, el
Regno contenía una activa “resistencia subterránea”. En fechas muy recientes,
en 1585, los ciudadanos de Nápoles se habían sublevado en una insurrección
espectacular, aunque de corta duración, suprimida brutalmente por las
autoridades españolas. En generaciones posteriores, se mantuvo vivo el espíritu
de oposición popular, animado y dirigido por el ejemplo de los progresos de la
rebelión en los Países bajos. Por pequeño y adormecido que estuviera este
movimiento, se veía respaldado por algunos miembros de la intelligentsia napolitana, que formulaban ideas, delante mismo de
la Inquisición utilizando una serie de códigos complicados.
A pesar de la ortodoxia reciente de
la monarquía de los Borbones, muchos grupos sociales y áreas regionales de
fanatismo católico siguieron buscando la orientación y la autoridad en la corte
de Madrid, más que en la de París. Ravaillac, el asesino de Enrique IV, igual
que su predecesor que terminó con el último rey Valois en 1589, era
representante de los llamados “buenos católicos” que se oponían al absolutismo
centralizador de la corona y a las medidas pro-protestantes que lo convertían
en una tiranía. Por paradógico que pueda resultar, entre tales hombres,
escépticos ante la conversión de Enrique y entre los que se contaban algunos de
los nobles y clérigos más eminentes del reino, España aparecía como la campeona
de la libertad y de la verdadera religión. Incluso en 1610, cuando Ravaillac
estaba esperando su ocasión, las iglesias de parís reproducían en los púlpitos
las condenas por los planes de Enrique de declarar la guerra a España. Había también
un sinfín de intereses personales y locales que también se oponían a la
extensión de la autoridad real que buscaba el programa del rey francés. Incluso
la posición de los “hugonotes”, por una increíble ironía, resultaba en
principio anómala, ya que cuanto más floreciera el absolutismo como
consecuencia de la realización de una política antiespañola, menos sólida
parecía la base de su autonomía, entronizada en el Edicto de Nantes. Los
acontecimientos de 1610, retrasaron durante muchos años el desarrollo de este
proceso lógico; pero en los últimos años de la década 1620-1630 se desarrolló
totalmente, cuando los holandeses protestantes ayudaron al gobierno francés en
la guerra hugonote y en el sitio de La Rochelle, mientras que Madrid trataba,
sin conseguirlo, de aprovisionar a los rebeldes. Aunque el gobierno Borbón y su
nueva burocracia estaba comprometida, por consiguiente, en una resistencia
escalonada a la hegemonía española, durante la mayor parte de la primera mitad
del siglo, España fue objeto, dentro de los límites del reino francés, de una Leyenda
Blanca. Y cuando las actitudes antiespañolas llegaron a arraigar
profundamente en la conciencia francesa, en el reino de Luis XIV, lo hicieron
en forma algo distinta.
Dejando aparte Portugal, dirigimos
nuestra atención a las Provincias Unidas, que, en los últimos años del siglo
XVI todavía atraían la simpatía de Bacon, así como de la mayoría de los
ingleses. Con la posible excepción del Palatinado calvinista de Renania, las
provincias de Holanda y Zelanda constituían en principal centro de difusión de
la Leyenda negra. Los panfletos impresos en aquella tierra protestaban sin
descanso contra “la ambición y opresión de España”, sobre todo, quizá, con
copias de la Apología (1583), de
Guillermo de Orange, que constituía el ataque más célebre contra el padre de
las mentiras, Felipe II. En este documento se colocaban los dos pilares que
servirían de base a las posteriores versiones de la leyenda, el ataque personal
a un rey pervertido y a su corte corrompida, y la afirmación de que el objetivo
último de España era el dominio del mundo.
Entre 1580 y 1590, ante el ataque
terrible del duque de Parma, las provincias rebeldes se vieron entre la espada
y la pared. Es importante señalar que por estas fechas la antorcha de la
resistencia pasó de manos de los holandeses a las de sus discípulos,
desconocidos y apasionados, los cortesanos del Elector Palatino. Aunque intensamente calvinista, el Platinado
nunca se había visto amenazado por el sistema español. Sin embargo, ahora
Heildelberg se había convertido en centro ideológico de la actividad contra los
Habsburgo, punto de atracción de los fanáticos de más talento o más descabellados
de todo el Occidente de Europa.
C.P. Clasen, The Platinate in European History,
1555-1618, Oxford, 1963.
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Como las
Provincias Unidas, bajo la dirección de su pensionario Oldenbarnevelt, se
orientaban hacia una actitud de entendimiento con los españoles, los agentes
del Elector Federico se movían por todas partes tratando de fomentar una nueva
alianza contra el enemigo común. Aunque este principado, pequeño pero próspero,
dedicaba gran parte de sus recursos a la campaña, afortunadamente para Madrid
sus resultados políticos fueron limitados. En concreto, el mensaje del
Palatinado fue mal recibido por sus colegas de la Dieta Imperial, especialmente
entre los príncipes luteranos que desconfiaban profundamente de su religión y
de sus motivos. En momentos de crisis, algunos de ellos accedieron a que los
holandeses reclutaran tropas en sus tierras, pero pocos estaban dispuestos a
llegar más lejos en su irritación contra la autoridad de los Habsburgo, en
Alemania o en España.
Así pues, en casi todas partes, si
exceptuamos estas dos áreas, el odio protestante a España existía codo con codo
con el respeto rencoroso y hasta con admiración. En la corte inglesa de esta
dicotomía se hacía notar de una forma especial, y los documentos más recientes
de la Leyenda Negra. Al declarar la ayuda de Inglaterra a los holandeses en
1585, la misma Isabel hizo que en la proclamación se incluyeran palabras
elogiosas para Parma. Por otra parte, desde la experiencia de la denominada “reacción
mariana” de los años 50, la sospecha hacía España había llegado a infiltrarse
muy profundamente en la conciencia cultural y política de los ingleses del sur
y del este del reino de Isabel. Una avalancha de propaganda culminó con la
publicación de una obra destinada a convertirse en decálogo de la Leyenda negra
dentro del mundo de habla inglesa: la descripción que Bartolomé de Las Casas
hace de las tropelías de la administración española en América, traducida al
inglés con el título de The Spanish
Colony (1583).La crónica de Las Casas, tanto más convincente cuanto que
constituía un testimonio de primera mano ofrecido por un clérigo español, se
convirtió en elemento imperecedero dentro de la hostilidad angloespañola, que
rebrotaba al comienzo de cada nueva guerra, en 1625, 1655 y 1699.
Como indica el texto de Bacon citado
anteriormente, durante los últimos años del siglo XVI hubo otra zona donde la
actuación española suscitó una indignación y horror que rivalizaban con el
producido por sus desmanes con los indios americanos. Se trataba de la
provincia de Aragón. Como en el caso del Nuevo Mundo, se contaba también con el
testimonio de un español. Se trataba del gran maestro de ceremonias de la
propaganda antiespañola, Antonio Pérez. ¿Qué mejor demostración de la ambición
criminal de España, que el testimonio de éste político de talento y renombrado,
que había llegado a ser anteriormente secretario privado del mismo rey Felipe?
Fue para huir de las garras de su antiguo señor como Pérez se refugió en su
Aragón nativo, desencadenando allí la llamada rebelión de 1591. De hecho, el
juego desesperado de un grupo de nobles bandidos, tratados por Felipe II con
una astucia que lindaba con la liberalidad, se convirtió en la brillante
descripción de Pérez en una cruel y deliberada supresión de un pueblo amante de
la libertad. En 1593, llegó a Inglaterra y recibió la protección del conde de
Exxex, llegando a colaborar estrechamente con los hermanos Baco, en la tarea de
propaganda. Su defección, tan famosa en aquellos días como un escándalo de
espionaje d nuestro tiempo, resultó muy inoportuna para Madrid. Al morir Felipe
II, la opinión popular creía que Pérez había sido un elemento decisivo en todas
las desgracias de España –la red de alianzas contra España, el éxito de los
Borbones en Francia, y el desastroso y humillante saqueo de Cádiz en 1596,
llevado a cabo por el mismo Exxex. Pérez pasó al folklore español como uno de
los grandes traidores, que ocupa en la historia española.
Aunque durante cierto tiempo realizó
una carrera deslumbrante, la influencia real de Pérez fue limitada, y murió en
la pobreza y en la oscuridad. Durante la era pacifista que siguió al Tratado de
Vervins en 1598, se redujo, lógicamente, la guerra de palabras e ideas. Esto no
significaba un abandono de las posiciones tradicionales, pero sí implicaba un
mayor control político de los exiliados confesionales más inquietos. Quizá se
pudiera excluir de esta norma la corte de Heidelberg y la de Saboya, con sus grandes
ambiciones en Italia. Sin embargo, en el oeste, la lista de condotte pagados
por Madrid se amplió continuamente hasta llegar a incluir a todos los
cortesanos importantes de París, Londres y hasta de La Haya. Jaime I y sus
principales ministros, la reina regente de Francia y sus favoritos, el príncipe
Mauricio de Orange, todos se convirtieron en beneficiarios de las enormes
pensiones pagadas por España. Esto no significa que se conviertan en marionetas
o quedaran reducidos a la impotencia, como los príncipes italianos; pero, a la
vista de la situación, era menos probable que se dejaran arrastrar o sintieran
la tentación de explotar las apasionadas protestas y extravagantes proyectos de
los fanáticos.
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R. A. Stradling,
Europa y el declive de la estructura
imperial española, 1580-1720, Madrid, Ediciones Cátedra, S. A. 1983.
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