jueves, 3 de enero de 2019


EL DECLIVE DE LA ESTRUCTURA IMPERIAL ESPAÑOLA
(1580-1720)



Introducción

Aunque muchos de los que se dedican a escribir sobre temas históricos sigan aferrados a la convicción contraria, este tipo de actividad no será un simple ejercicio cibernético. Una cuestión histórica es un fenómeno abierto, sin términos delimitados, un rompecabezas en el que se han perdido muchas piezas. El conocimiento histórico, en sentido intrínseco e ideal, no se presta a una división artificial realizada en este caso con un objetivo funcional determinado. La lucha y fracaso de España en su esfuerzo por mantener una posición de hegemonía fue el fenómeno internacional más significativo del siglo XVII.



El imperio filipino y Europa (1580-1610)



Felipe II dio al sistema español su carácter peculiar y distintivo, y para los historiadores, tanto como para sus contemporáneos, llego a convertirse en símbolo de sus rasgos más sobresalientes.
            Su vida, como heredero del imperio singular de Carlos V, coincidió con el ascenso de Castilla a una posición dominante dentro de él. Felipe nació el año en que los soldados alemanes, indisciplinados y mal pagados –muchos de los cuales eran herejes convencidos-, saquearon Roma en nombre del rey de Castilla. Siendo un muchacho vio como los recursos y tropas de España se convertían en punta de lanza de campañas desastrosas (como en Argel, el año 1541) o victoriosas (como en Mühlberg, seis años más tarde). Antes de cumplir los treinta años, en Holanda, estaba al frente de un ejército, cuya columna vertebral eran ya los tercios castellanos. Las circunstancias de la abdicación de su padre, a mediados de los años 50, significaron la inauguración de una nueva entidad política, centrada claramente en los reinos de España. Era independiente del sacro Imperio Romano, pero conservaba lazos significativos con el mismo. A pesar del uso frecuente que se hará del término “la monarquía española” para describirlos colectivamente, sólo llegó a suplantar a otros utilizados para los dominios de los Habsburgo españoles en forma lenta y progresiva. Y aunque, bajo la dirección de Castilla, el conjunto fue más o menos unitario en la acción, no llegó nunca a ser una comunidad en mayor grado que lo que fuera el imperio de Carlos V.
            Cuando en 1556, Felipe accedió a sus tronos y títulos, la monarquía española estaba ya firmemente comprometida con una estrategia política paneuropea. Además de su enorme dispersión geográfica, que exigía la presencia de administradores españoles desde Bruselas a Brindisi, de tropas y galeras españolas desde Ostende a Otranto, la política de los últimos años de Carlos V la había implicado en forma inextricable en los asuntos de los estados florecientes que bordeaban el canal de la Mancha y el mar del Norte. Uno de los resultados, por ejemplo, fue que Felipe se convirtió en rey de Inglaterra, Gales e Irlanda, como consecuencia de su matrimonio con María Tudor, que también llevaba sangre española. Aunque este extraño arreglo duró poco tiempo, el colapso igualmente súbito e inesperado de Francia que cayó casi en la anarquía al comienzo de la nueva década, mantuvo el interés de Madrid por el mundo situado al norte de los Pirineos. De hecho, en muy poco tiempo, la serie de movimientos de protesta, dispares pero poderosos,, contra el gobernó centralizado y monárquico, hábilmente orquestados por calvinistas exaltados, e integrados por el fervor religioso, se extendieron desde el reino de los Valois hasta los Países Bajos, provincias pertenecientes a Felipe. El rey estaba firmemente decidido a resistir a toda provocación ilegal a su prerrogativa, igual que si se tratara de una amenaza militar a su patrimonio. Éste corría más peligro en el teatro mediterráneo que en Flandes, y en estos mismos años la intensificación de la lucha contra los otomanos coincidió con una insurrección encarnizada y sangrienta de los moriscos (rebelión de las Alpujarras, 1568). Sin embargo, y paradójicamente, fue en el norte y no en el sur donde las decisiones y acontecimientos de los años 50 dieron lugar a una situación de compromiso cada vez más intenso que pronto llegó a dar la impresión de no tener límite. La actitud de Felipe ante los disidentes flamencos le llevaba inevitablemente a una confrontación religiosa; y de hecho estaba directamente interesado en combatir al Protestantismo en todas las partes donde pudiera minar su propia autoridad, amenazar la viabilidad de su monarquía. Dada la situación geográfica de los Países Bajos en la encrucijada de Europa, yuxtapuestos físicamente a las grandes potencias y convertidos en puerta de acceso a la Alemania herética, este programa estaba llamado irremisiblemente a interesarse cada vez más por estas áreas. Ésta fue la lógica que, después de veinte años de esfuerzos ininterrumpidos pero inútiles, acabó provocando la intervención militar manifiesta y en gran escala de los asuntos de Inglaterra y Francia. La década de 1585-95 fue una “implacable acumulación de compromisos sin precedentes en la política europea.”
            La imagen que nos ha llegado de Felipe II es la del gobernante todopoderoso de un imperio universal, encerrado, en su pequeño despacho dentro del palacio de El Escorial. El rey tenía verdadera afición a la actividad exterior: a cazar y, más tarde, a trabajar en el jardín, por encima de todo. Él (y, por tanto su monarquía) estaba condenado por su misma existencia de Rey Católico a una vida de continuas guerras. Su primera e incuestionable misión era defender con las armas los intereses de Dios y de su Iglesia, y esto de forma absoluta, sin paliativos. El aspecto esencial del contrato entre los dirigentes de la casa de Habsburgo y su creador y benefactor era que defenderían incesantemente su causa, de la misma manera que Él protegía la suya. Es difícil condenar esta convicción tachándola de absurda o irracional. La relación orgánica entre sanción espiritual y necesidad temporal se resumía en dos palabras: reputación y conservación, frecuentemente utilizadas por los hombres de estado españoles para describir el eje fundamental de su política. Reputación hacía referencia a la auto-estima espiritual de la monarquía, así como a su consideración externa entre las demás cortes de Europa. Ambos aspectos dependían del impulso confesional que proporcionaba una misión religiosa, el mantenimiento de la Cristiandad Católica. Conservación se utilizaba frecuentemente en el contexto de la llamada “teoría del dominó” de la estrategia territorial, pero estaba estrechamente asociada, también, con el deber trascendental de la corona de conservar la herencia de la que era el guardián de Dios.
            La ley humana interpretaba y modelaba naturalmente a la divina, como explicaba la teología dominante de la Contrarreforma. Por ejemplo, Felipe no se consideraba obligado a emprender una acción contra la herejía, por muy perniciosa que fuera, si ocurría en áreas que quedaban claramente fuera de los límites de su responsabilidad legal (por ejemplo, en los reinos bálticos o, lo que puede resultar más llamativo, en la ciudad de Ginebra). En sus últimos años se vio abatido por una enfermedad cada vez más dolorosa y la tremenda acumulación de trabajo. Formó un pequeño gabinete de consejeros profesionales (la Junta Grande) que, por incapacidad del rey más que porque así se hubiera pensado, comenzó a tomar decisiones durante la crisis de la enfermedad de Felipe. Finalmente, el rey designo a esta camarilla como gobierno de su hijo y heredero. Pero, mientras le fue posible, él tuvo siempre la última palabra. El estilo de gobierno de Felipe II fue más autocrático que el de todos los demás miembros de su familia.
            Sin embargo, hay que tener mucho cuidado con el término “absoluto”. Incluso dentro de las fronteras de Castilla existía una gran diferencia entre la autoridad de jure del rey y su ejercicio de facto. Su poder tropezaba con grandes limitaciones, tanto de carácter legal como práctico. No podía reclutar tropas ni recaudar impuestos a su antojo, mientras que en muchas regiones, menos sometidas su gobierno era tan remoto que casi resultaba mítico. La presión de la guerra y la terrible crisis socioeconómica de la década de 1590-1600, había provocado un notable aumento del número de vagabundos y del bandidismo organizado en el campo, lo que representaba una amenaza al orden público y al funcionamiento del gobierno. La Suprema Inquisición, de la que dependía la corona para toda una serie de servicios administrativos, se había alejado cada vez más de su control. Fuera de Castilla estos problemas adquirían gravedad todavía mayor, y se veían complicados por la maraña de tradiciones constitucionales y consuetudinarias, que limitaban el poder real. Éstas diferían por su naturaleza y alcance en todas las provincias de la monarquía. Sin embargo, lo mismo que en el caso de su contrato con una autoridad divina, Felipe respetó todas las recopilaciones mundanas de derechos y privilegios inmemoriales, siempre en espíritu, y en la mayoría de los casos hasta en la letra. En 1585, cuando recaudaba recursos para la Armada Invencible, desistió de explotar la insurrección de Nápoles para imponer un régimen que le sirviera a tal fin. De la misma manera, en 1591, cuando una revuelta le ofrecía la ocasión y las necesidades de defensa le brindaban la razón suprema, se negó a manipular los fueros de Aragón para conseguir un mayor sometimiento de aquellas tierras ante la autoridad de Madrid. Por el contrario, , Felipe estaba perdiendo influencia en sus dependencias de Castilla debido a la enajenación gradual de propiedades y de jurisdicción reales a cambio de rentas que, en  muchos casos, se gastaban en la conservación de las mismas provincias. En resumen, Felipe II fue el más constitucionalmente consciente de los autócratas. Un resultado de estas consideraciones fue que, como no se presionó demasiado en busca de ayuda en otras zonas, la carga física de las guerras de la monarquía recayó casi exclusivamente sobre Castilla.
            Durante el florecimiento de la educación superior en Castilla en el siglo XVI, las universidades habían comenzado a producir sistemáticamente el personal debidamente preparado para una burocracia imperial en expansión. En su mayor parte, estos hombres poseían a la vez una excelente capacitación técnica y gran cultura humanista. Los licenciados de Castilla podían incorporarse al sistema sinodal central formando parte de un “personal de servicio” permanente;  o podían trabajar en el despacho de algún gran  secretario real o ministro que les daba vivienda, los alimentaba y les conseguía ascensos; o también podían salir de Madrid a la búsqueda de puestos en la administración o en la justicia reales de las distintas localidades, o incluso en las Indias. De entre sus filas elegía el rey a sus secretarios principales, grupo reducido de funcionarios competentes que tenían en realidad categoría de ministros, y por cuyas manos pasaban los asuntos importantes de la monarquía, La experiencia de estos hombres era de carácter limitado. Por otra parte, los consejos reales y sus subcomités estaban atendidos por personal con experiencia directa y diversa del mundo; no sólo había nobles con categoría de títulos, que anteriormente habían sido virreyes, embajadores o jefes del ejército, sino también caballeros que habían sido oficiales, exploradores, jueces,, sacerdotes e incluso mercaderes y banqueros, hombres de origen humilde (y muchas veces extranjeros) pero con gran conocimiento práctico. Muchos de los llamados a servir o a realizar funciones de asesoramiento en los consejos eran hombres curtidos por la acción, que habían soportado las inclemencias y peligros de los océanos o habían figurado a la cabeza de un regimiento de soldados o habían resistido la carga de los Landsknechte alemanes o de los sipahis turcos. Otros eran duros hombres de negocios con intereses y contactos en toda Europa e incluso en tierras más lejanas. Fue esta simbiosis de libros y despachos por una parte y los amplios horizontes del imperio, por la otra, lo que dio a la administración del sistema español su inventiva y residencia, lo que le confirió un dinamismo que dista mucho de la impresión de letargo y rutina que producen muchas veces los manuales.
         
La monarquía filipina no era un solo imperium. Ra una aglomeración sin precedentes, y bastante rudimentaria, de muchos imperios. Para darse cuenta de ellos hay que tener en cuenta el impresionante progreso de los conquistadores castellanos. En el siglo que precede a 1580, había entrado en una u otra forma de asociación de dependencia con Castilla los siguientes territorios:

El reino de Aragón dentro de la península y su imperio mediterráneo
(esencialmente catalán).
Los reinos independientes árabes que todavía habían conservado su
independencia en el sur de España.
La mayor parte de la herencia borgoñona en los países Bajos,
el Rhin y el este de Francia.
Los enormes imperios territoriales de los aztecas en Centroamérica y
de los incas en el subcontinente.
Las islas Filipinas, situadas en el Pacífico a más de 8.000 km de Nueva España.
Portugal y su vasto sistema colonial y comercial en África,
Brasil y las Indias Orientales.

            La monarquía española era, por tanto, un imperio de imperios, la mayor unión de pueblos, jurisdicción y riqueza que se había conocido en el mundo. Pero junto con el tremendo poder que procedía de este proceso se daba una vulnerabilidad acumulativa. El esfuerzo necesario para mantener un edificio tan gigantesco había sido, probablemente, contraproducente en cualquier caso; pero, como es natural y comprensible, constituyó un motivo de resentimiento y miedo para los demás estados soberanos. Era inevitable que esta realidad política omnipresente estuviera en continuo estado de guerra. Desde un punto de vista geopolítico, así como confesional, el destino de la monarquía era irremediable.

Durante la última década del reinado de Felipe II, su imperio se vio por primera vez presionado simultáneamente en todas sus fronteras principales. Este poderoso desafío a su poder e influencia fue un anticipo de la guerra total en que se vería inmersa la monarquía a lo largo del siglo siguiente. La mayor parte de los problemas defensivos de Felipe procedían de sus errores iniciales en la forma de tratar el movimiento de protesta flamenco; ahora, una generación más tarde,  las provincias holandesas rebeldes, organizadas y poderosas, dirigían los hilos de una red de resistencias a España, en la que se entrelazaban los intereses de Inglaterra, Francia, Venecia e incluso el Imperio Otomano. A mediados de la última década del siglo XVI, los rumores de la calle y los informes exagerados de los espías hablaban de artículos concretos de una confederación entre estos bloques tan dispares geográfica y culturalmente. Pero este instrumento de colaboración conjunta era algo que quedaba realmente fuera del alcance de la diplomacia de la época. Sin embargo, acuerdos más sencillos y rudimentarios entre los enemigos de Felipe, tenían fuerza suficiente para inmovilizarle. El sistema español alcanzó su plena madurez en las campañas para impedir la creación de una república holandesa independiente y calvinista, y la ocupación del trono de Francia por un calvinista. El rápido perfeccionamiento de sus métodos de vigilancia política y dinamismo militar, que implicaban el funcionamiento fluido y compaginado de las comunicaciones, intercambios y transporte, hizo posible que España luchara en esta guerra de numerosos frentes. Pudo combatir, pero no vencer. El fracaso de Felipe respecto a la consecución de sus principales objetivos políticos mediante la acción militar equivalía realmente a una derrota. En los teatros marítimos del Mar del Norte y del Atlántico, la derrota, y el deterioro de su posición, resultó especialmente claro. La presión ejercida sobre los recursos del ejército de Flandes que le obligaba a realizar campañas en Francia y Holanda al mismo tiempo resultó demasiado grande, mientras se extinguían gradualmente las amplias operaciones de guerrillas en el sur y oeste de Francia, protagonizadas por jefes militares nativos con ayuda española. El año de su muerte, Felipe se vio obligado a abandonar su intervención en Francia, y en el Tratado de Vevins aceptó las reivindicaciones de Enrique de Borbón.

            Sin embargo, se trataba de una retirada táctica, y no representaba en absoluto una disminución del esfuerzo general. Por el contrario, el nuevo rey, Felipe III, se dedicó a la tarea y con el vigor y entusiasmo de la juventud. Con la intervención directa de Irlanda se realizó un nuevo y más decidido intento de reducir el peligro inglés, y una fuerza expedicionaria desembarcó en Kinsale. (“El que quiera conquistar Inglaterra, debe de comenzar por Irlanda”, dice un dicho popular. Durante estos años se aceleró también considerablemente el ritmo de la guerra de Flandes, al tiempo que se emprendía una política más agresiva hacía los turcos. La afición del nuevo rey a hacer un buen papel en los frentes guerreros. Probablemente, se sentiría defraudado por lo que, en el mejor de los casos, era un éxito insignificante. La expedición a Irlanda fue un fracaso; el ejército de Flandes sufrió un duro castigo tras una batalla campal con los holandeses en Nieuwpoort en 1600; un intento sobre la gran capital pirata de Argel no llegó ni siquiera a su destino en 1601. Aunque no volvió a repetirse la humillación de 1596, cuando las defensas españolas se vieron en grave peligro con ocasión del saqueo de Cádiz por los ingleses, el hecho no constituía, desde luego, un buen augurio para comenzar el nuevo reino y el nuevo siglo. A pesar de que las cosas mejoraron después del nombramiento de Ambrosio Spinola para hacerse cargo de los asuntos de Flandes, su ejército de élite se vio paralizado por la indisciplina en los años que siguieron a la carísima toma de Ostende en 1604. Sin embargo, el acuerdo con Inglaterra en 1604 y el armisticio en los Países Bajos en 1607, confirmado por Madrid en 1609 en forma de tregua de doce años, fueron hechos determinados no sólo por la reducción de las perspectivas de victoria general, sino también por la incidencia de una derrota concreta. En ambas negociaciones, la fuerza política determinante procedía de Bruselas.  Los archiduques Alberto e Isabel, primo y hermana respectivamente de Felipe III, a quienes, en el momento de su matrimonio en 1598, se les había transferido la soberanía de los Países Bajos, eran partidarios decididos de la paz. Las razones por las que Madrid se inclinó gradualmente a su forma de pensar fueron muchas y complejas, ocupando un lugar importante entre ellas las consideraciones económicas. Pero tan estrechamente relacionados e interdependientes eran los argumentos utilizados, que es difícil establecer diferencias y discriminaciones entre ellos. Sin embargo, hay un elemento interesante que merece nuestro comentario: la influencia de las presiones estrictamente internas sobre las decisiones tomadas por Felipe III y su ministro más influyente, el duque de Lerma.

            En esta generación, se aprecia una tendencia que, aunque nunca llegó a organizarse ni a manifestarse en campañas de agitación, podríamos denominar de protesta, especialmente en el contexto generalmente complaciente de la política castellana. La rápida escalada de las exigencias tributarias reales sobre el reino en los años que siguieron a la derrota de la Invencible, provocaron una explosión de críticas públicas sobre los compromisos defensivos. El desacuerdo se dejó oír en las Cortes de Castilla de 1591, y fue aumentando como consecuencia del dramático deterioro de las condiciones de vida durante los años centrales de la década. El espíritu de la Castilla cerrada y chauvinista, dormido durante la mayor parte del siglo, se manifiesta en las intervenciones de los procuradores a Cortes. Castilla debería ocuparse de sus propios asuntos y abandonar sus desastrosos devaneos en el Norte de Europa. Si hay que recaudar más impuestos, se lamentaba un delegado, que sean para dedicarlos a la defensa de los pueblos de Murcia frente a las continuas incursiones de los berberiscos que saquean y esclavizan a los súbditos del rey.
            Los diagnósticos, más estrictamente económicos, de la escuela arbitrista solían arremeter también con frecuencia contra el monstruo de la política imperial. Aun cuando el consejo del rey no se hubiera dejado convencer por los testimonios de agotamiento y sufrimiento de la población después de treinta años de guerra ininterrumpida, es evidente que podía ver la fuerza contenida en la sugerencia de emplear los recursos de Castilla en áreas más próximas a sus propios intereses.

Política y Recursos

            Felipe II y su hijo eran soberanos de unos 16 millones de súbditos europeos. Esta población, enormemente dispersa, probablemente no superaba a la del reino de Francia.
            Además, el control de Madrid sobre sus destinos no fue nunca completo, como hemos visto, sobre todo en el aspecto fundamental de su movilización por la guerra. En la propia Castilla, la corona no podía enrolar a los hombres a su antojo. Cuando, en la última década del siglo XVI, se puso en marcha un programa de reclutamiento, se comprobó que había gran número de personas que estaban protegidas por la ley frente a tal emergencia, y que muchos otros podían eludir al encargado de realizar el alistamiento con relativa facilidad e impunemente. En Flandes (un millón y medio de habitantes) y en la Italia española (cinco millones), el servicio militar era de carácter voluntario, aunque en estas provincias, en oposición a Portugal y a la corona de Aragón, pronto comenzarían la levas regulares.
            Durante todo el siglo XVI la tendencia demográfica había sido de ascenso lento, pero en esta década se invirtió en forma brusca. Este cambio se produjo en otras regiones de Europa aproximadamente por las mismas fechas, pero en ningún sitio fue tan convulsivo como en Castilla. Durante la generación precedente, Castilla había adquirido una dependencia peligrosa de las provisiones de alimentos procedentes de fuera de la península, alguna de cuyas fuentes (especialmente las tierras de cereal de Ucrania) estaban muy distantes y ofrecían pocas garantías. En el campo, la miseria local y las dislocaciones económicas se habían hecho notar mucho antes de las malas cosechas generales de mitad de los años 90. La situación de guerra general en la Europa occidental, que dificultaba el suministro y hacia subir los precios, agravaba los problemas internos derivados del aumento de los impuestos y de la inflación. Ya en 1599, año en que llegó a España un poderoso virus de peste bubónica, varios años seguidos de desnutrición habían reducido la resistencia fisiológica de las masas empobrecidas hasta el límite. Durante cinco años, la peste hizo estragos, siguiendo un je que iba del norte al sur de Castilla. El total de muertes como consecuencia de la crisis de subsistencia y de la enfermedad fue de 600 mil, en una población de menos de seis millones, que se vio literalmente diezmada. Un escritor dijo: “el poder de los reinos está en su población. El príncipe más importante no es el que posee más reinos, sino el que posee más personas”. Había comenzado en la monarquía un periodo de descenso demográfico que iba a durar hasta la década de 1660-1670.
             Al llegar al trono Felipe III, la fuerza militar total de España había ascendido probablemente hasta 125 mil hombres en armas –las tres cuartas partes serían castellanos-. A pesar de la crisis demográfica, esta cifra sólo descendió ligeramente durante los años que precedieron a la Tregua de Amberes con los holandeses, y representaba una fuerza formidable. Tanto en cantidad como en calidad era muy superior a las fuerzas totales de sus enemigos., Sin embargo, los miembros de las fuerzas armadas españolas estaban distribuidos en tres continentes y media docena de mares. Sólo en Europa guarnecían las fortalezas presidios de las costas de África y Toscana; defendían la península; realizaron las expediciones navales de 1588-1602, y montaban la guardia en el Ducado de Milán, lugar de adiestramiento del ejército español. Ocupaban varios puntos fuertes a lo largo de las rutas terrestres que van de Italia a Holanda y, finalmente, realizaron las principales campañas de esfuerzo militar realizado en Flandes, donde estaba concentrado un tercio del total.
            A diferencia de sus rivales (si exceptuamos a los holandeses), los servicios armados españoles y todos sus órganos de apoyo eran permanentes, y no se desmovilizaban durante los meses de invierno, ni siquiera durante la paz. La dirección estaba en manos de representantes del gobierno central de Madrid y la supervisión corría por cuenta de organismos que eran responsables ante ellos. Incluso las remotas colonias americanas, ahora en continuo peligro, de ser atacadas, dependían totalmente del Consejo de Indias de Sevilla para la provisión directa de material y personal militares. Los recursos eran muchas veces insuficientes o no se podían conseguir sobre el terreno, y las soluciones a los problemas eran muchas veces de carácter improvisado o confuso. Sin embargo, es fácil exagerar estos inconvenientes. En algún sentido la monarquía disponía de excelentes recursos naturales y económicos, y su explotación y distribución no estaba en manos de aficionados incompetentes. Castilla tenía venas reservas de bestias de carga y transporte, y, lo mismo que Nápoles poseía abundantes recursos laneros. Milán era un centro de producción textil, por lo que podía atender, por ejemplo, a las necesidades de trajes para militares o velas para los barcos. El norte de España era el centro de los depósitos de hierro más intensamente explotados de Europa, y podía enorgullecerse de su floreciente industria de construcción naval. Otras regiones de la Península contaban con recursos necesarios para la guerra, como cobre, azufre y salitre. En resumen, aunque algunas áreas fundamentales estaban experimentando ya ciertas insuficiencias, había abundancia de materiales estratégicos para la guerra. Las dificultades más graves se presentaron en la fase de la manufacturación de las industrias de armamento, y en los años finales del siglo XVI se hicieron grandes esfuerzos para solucionarlas. La industria española estaba organizada en pequeña escala y era demasiado subdesarrollada para conseguir los niveles de producción masiva y estandarización necesarios para las necesidades defensivas de la corona. Dentro de España sólo había cinco fábricas de material de guerra de dimensiones considerables, y lo normal era que al menos dos de ellas estuvieran fuera de servicio. Una nueva planta instalada en Vizcaya en 1596 sólo funcionó a medio rendimiento durante el resto de la guerra. Estas deficiencias eran más significativas si se tiene en cuenta la decadencia de Milán como centro importante de producción de armas, especialmente después de 1609. De hecho, las manufacturas bélicas de las Provincias Unidas y de Inglaterra superaban claramente a las españolas por su calidad de diseño y producción, tanto en las pequeñas armas como en la artillería.

En consecuencia, la corona debía adquirir de fuentes extranjeras gran cantidad de productos acabados y muchas materias primas de importancia. Estas transacciones aumentaron en intensidad y extensión hasta llegar a afectar a las mayorías de las regiones de Europa occidental, por lo que las necesidades de la máquina de guerra española crearon un tráfico permanente de inversiones, especulación, intercambio y transporte. Esto representaba una demanda continua de bienes y servicios en el contexto económico general de Europa, con repercusiones importantes en el funcionamiento global de dicha economía. Todos los capitalistas de importancia, cualquiera que fuera su postura confesional o nacional, luchaban por conseguir su parte en las oportunidades presentadas por el imperialismo de Madrid. A pesar de las regulaciones del Estado y de las continuas prohibiciones e intervenciones dentro del mundo hispánico, las empresas extranjeras se habían introducido en la misma estructura del sistema español, dentro y fuera de la monarquía había poderosos intereses personales que obtenían beneficios de sus necesidades defensivas y de su política.
            De hecho, los reinos de Felipe II y Felipe III significaron una contracción gradual de la intervención directa del Estado, una especie de delegación pragmática de interés a la empresa privada. Este proceso, descrito como sustitución de la administración (monopolio real de producción y supervisión) por el asiento (provisión mediante contrato privado), es claramente apreciable en algunos aspectos, aunque podemos preguntarnos hasta qué punto llegó a establecerse la primera o incluso si el gobierno de los Habsburgo trató de conseguirla. Los materiales de trabajo debían improvisarse y adaptarse a las circunstancias, aun cuando ello significara ignorar o violar las regulaciones. Aun así, los éxitos no eran frecuentes y, en cambio, lo eran los fracasos en algunas áreas. En un mismo mes de 1600, por ejemplo, el Consejo de Estado de Madrid recibió dos quejas desesperadas de dos de sus jefes en relación con la falta de suministros. Había un gran contraste entre las dos,, pues una procedía del archiduque Alberto, gobernador de Flandes y comandante en jefe del ejército principal, y la otra de don Juan de Velázquez, al frente de una pequeña guarnición fronteriza de Vizcaya, cerca de Francia. En ambos casos, las tropas estaban sin paga, mal alimentadas y vestidas, y había terribles deficiencias de armas y pólvora. Había riesgo de motín, y el solicitante no podía ser considerado responsable, ni abandonar su responsabilidad en manos del rey en caso de emergencia militar. Estas deficiencia y debilidades se daban en grado mucho mayor entre los rivales de España; pero mientras que España no consiguió perfeccionar sus métodos –las cosas estaban exactamente igual en 1600 que en 1560 o en 1640-, otros países consiguieron realizar progresos esporádicos. De distintas maneras y con ritmos diferentes, las Provincias Unidas, Francia e incluso Inglaterra se fueron orientando hacia una especie de autarquía mercantilista en la que era fundamental la experiencia de la guerra y que aumentó el papel y potencia del gobierno. Pero, parece fuera de toda duda que, durante el curso del largo siglo XVIII, los enemigos de España fueron aumentando su capacidad de aprovecharse de sus debilidades.
            Hay documentos cada vez más convincentes que señalan que las industrias manufactureras domésticas –minería, artículos de lujo, y el área más importante de la construcción naviera- sobrevivieron a la crisis financiera de los años en torno al cambio de siglo. Castilla no se puso súbitamente por delante del resto de Europa en cuanto a métodos de producción, innovación técnica o formas económicas; no se dio ninguna aceleración brusca de la ciencia y la tecnología, como en la Inglaterra del siglo XVIII. Las ineluctables deficiencias geofísicas de la península, que tan rígidamente limitaban su desarrollo agrícola, no eran más patentes en 1600 que en 1500.  Las actitudes sociales y factores culturales no eran más o menos enemigos dl desarrollo económico eficaz en 1570 que en 1620 o en 1650. El reconocer, que la actuación de España como gran potencia habría sido más brillante si hubiera tenido una visión económica más sana no es atribuir sus fracasos a causas económicas, pues con argumentos negativos no se puede llegar a una conclusión positiva.
            Desde la última guerra, se ha propuesto la tesis de que la formulación y ejecución de las políticas defensivas dependían estrictamente de la situación económica de la corona. Para examinar esta cuestión es preciso describir la maquinaria fiscal del sistema español y la situación de su erario, especialmente en relación con un ejemplo concreto adecuado, la importante transición de la política defensiva en los primeros a los del siglo XVII. Durante los años de 1590-1600, los ingresos de corona representaban una cifra de unos diez millones de ducados al año. Esto equivalía al triple de los niveles existentes a comienzos del reinado de Felipe II, como consecuencia del incremento vertiginoso de las importaciones de plata y de un notable aumento de los impuestos (castellanos). En el quinquenio 1596-1600, llegó a las arcas reales más plata procedente de las minas del Nuevo Mundo que en ningún otro momento de su historia. Sin embargo, los costes de la guerra subían con una velocidad todavía mayor. Sólo la Armada Invencible, por ejemplo, había supuesto unos gastos equivalentes a los ingresos brutos de todo un año. Para hacer frente a estos gastos hubo que inventar un gravoso impuesto sobre las ventas y, no mucho después, recurrir a la manipulación monetaria, mediante la emisión de moneda de cobre, o vellón, pero esto sólo sirvió para complicar los problemas estrictamente presupuestarios de la corona. De los ingresos brutos mencionados anteriormente, había que hacer una gran cantidad de deducciones. La más onerosa de todas era atender a la deuda consolidada, es decir, el pago anual de los dividendos de los bonos del estado (juros) en que invertían miles de castellanos. En la década en cuestión, estos pagos suponían un total de cuatro a cinco millones de ducados, y para 1607 habían llegado a los ocho millones; en otras palabras, esta obligación reducía de un solo golpe las rentas de la corona a la mitad. Felipe tenía muchos más gastos periódicos que no eran de carácter defensivo –cientos, quizá miles, de pensiones y gratificaciones a funcionarios, soldados veteranos, o sus familiares, sacerdotes, artistas, arquitectos. E incluso con eso no se cubre lo que podríamos considerar como gastos de la corte, que superaban ciertamente, los 500 mil ducados anuales en tiempos de Felipe II y aumentaron sustancialmente después de su muerte.
            Sin embargo, nunca se intentó llevar una contabilidad o hacer unos presupuestos, pues no se podían calcular con precisión ni los ingresos ni los gastos. En el primer caso, ni los impuestos ni los préstamos  a corto plazo de los banqueros (asientos de dinero) realizaron nunca las sumas acordadas. De la mayoría de los ingresos tributarios de Castilla habría que deducir los costos de recaudación y beneficios obtenidos por los recaudadores de impuestos, mientras que la recepción de las sumas de los asientos se veía disminuida por los costes de muchos servicios prestados por los que participaban en su transferencia al ejército (adehalas). En cuanto a los gastos, baste con señalar que era imposible prever los costes bélicos de un año determinado. Era el sistema d asientos de dinero el que cubría todos esos pecados, unía las finanzas reales, y hacía posible el funcionamiento del sistema español. Al mismo tiempo, el reembolso de los altos intereses y del capital a los banqueros era al mismo tiempo el mayor gasto del rey y su primer compromiso. El año de la subida de Felipe II al trono, sus gastos ordinarios y extraordinarios de defensa no eran inferiores a los diez millones de ducados, lo que equivalía al total de sus ingresos. Con ellos resultaba evidente que la monarquía española era una institución basada en el crédito, o más bien con una base elemental y poco segura, la economía deficitaria.
            El rey se veía obligado continuamente a incumplir los pagos de naturaleza “doméstica” o no militar, aunque esto no producía siempre el resultado deseado de permitirle pagar y abastecer a sus ejércitos, especialmente en este periodo. Estas estratagemas podrían tranquilizar a los banqueros en relación con la sinceridad y solvencia del gobierno, pero su relación con él dependía de las llegadas anuales de plata, sin duda el valor más negociable por sus préstamos. Una disminución brusca de los ingresos de la plata podía impedir hacer los pagos acordados; una emergencia militar imprevista podría obligar al gobierno a pagar sus costes directamente, interrumpiendo así los pagos, y representando así una desviación arbitraria de la seguridad; la demanda de préstamos por la corona podría superar lo que sus banqueros estaban dispuestos a adelantar. En 1607 Felipe III se vio obligado a utilizar el decreto y medio real, o lo que es lo mismo bancarrota. El decreto consistía en cancelar el interés mucho más bajo; esto, en términos técnicos, equivale a la conversión de la deuda flotante en deuda consolidada. Después se negociaron nuevos contratos de préstamo el medio, proceso complicado y lento, pero al final los banqueros acababan cediendo. Durante más de un siglo los financieros europeos –alemanes, italianos, portugueses e incluso holandeses-, no pudieron resistir a los atractivos de la plata americana y de los intereses astronómicos de los asientos. La plata, de la que España tenía prácticamente el monopolio, era con mucha diferencia el artículo más negociable de toda la economía europea.
            En 1601-1605 se produjo un descenso importante de la plata, hecho que se ha considerado como un ejemplo clásico de la emergencia económica determinada de decisiones políticas. El “lapsus” de la plata contribuyó a la promulgación de un decreto en 1607, a que se aceptara de mala gana el armisticio y la tregua de los Países Bajos. Los que abogaban por la paz no eran los encargados del Tesoro en Madrid, sino los soldados en activo. De hecho, mientras Alberto y Spínola gritaban “atrás”, era precisamente el Consejo de Hacienda el que gritaba “adelante”. Además, no hubo entre los banqueros ningún motín ni cosa semejante que se pudiera comparar con el del ejército de Flandes; y ya en 1609, cuando se llegó al acuerdo de confirmar el armisticio, la situación de la plata se había enderezado y las rentas del comercio atlántico se habían recuperado sustancialmente.
            Durante la primera década del siglo, los mensajeros y agentes españoles tenían informado a Madrid sobre la impaciencia creciente de Enrique IV, el incremento de la actividad diplomática y preparativos militares de Francia. Dada la debilidad española en tantos puntos de las diversas fronteras con el reino de los Borbones, un acuerdo con las Provincias Unidas podría servir de freno a la beligerancia francesa. Todo posible desafío procedente de este punto debería considerarse como de la mayor gravedad, tanto más cuanto que coincidía con un grave peligro en el Mediterráneo representado por los berberiscos del norte de África. En la cumbre de su poder precisamente en esta época, su enorme flota de más de 100 unidades superaba en número a toda la dotación naval española. Por eso, los argelinos podían emprender incursiones inesperadas y devastadoras en muchas zonas del sur y oeste de España, y llegaban de vez en cuando a Portugal y Sicilia. No contentos con dificultar el comercio y las comunicaciones españolas en el Mediterráneo, estaban comenzando a aventurarse por el Atlántico, con resultados nefastos. El grado de aprehensión subió por la convicción de que Francia y Argel estaban en connivencia con las comunidades moriscas de la península, numerosas y bien organizadas en las zonas estratégicas de Valencia y Aragón. Cuando se tenía en cuenta la relación política que había existido frecuentemente entre Francia, los estados berberiscos y el Imperio Otomano, la situación de la monarquía parecía totalmente precaria.
            En mi opinión, sólo cálculos de esta naturaleza podrían haber justificado las concesiones hechas a las Provincias Unidas en la Tregua de Amberes. Entre ellas figuraba, por ejemplo, el abandono de los súbditos católicos del rey, aislados y sin protección en las regiones septentrionales de la República, compromiso de principio que disgustó profundamente al propio Felipe III. Generalmente se considera que existió cierta conexión entre la tregua y el decreto de expulsión de los moriscos de España, que se firmó el mismo día de 1609. Es probable que no se haya captado la auténtica naturaleza de esta conexión, pues es difícil aceptar qu la expulsión fuera sin más un intento de compensación por la frustración de España en las guerras contra los herejes del norte. Madrid, necesitaba, sin duda ninguna, un armisticio en otros frentes para poder movilizar recursos suficientes, y para llevar a cabo la gigantesca operación, que duró cinco años, sin demasiados problemas. Pero quizá hubiera más cosas implicadas; se puede pensar que los hechos de 1604-1609, incluyendo la paz con Inglaterra y los acuerdos con los holandeses, formaban parte de un replanteamiento más profundo de las tácticas defensivas, mediante el cual la monarquía volvía de nuevo a su destino histórico en el Mediterráneo. Podrían presentarse buenos argumentos económicos en favor de esta evolución. Las provincias italianas, al igual que las del Este de España, se verían más inclinadas a colaborar en el esfuerzo, proporcionando así cierto alivio a la agobiada Castilla y al tesoro real. La herencia de la cruzada contra el Islam seguía todavía muy viva en Castilla; y quizá el Papa escucharía con mayor simpatía las nuevas propuestas sobre la imposición de impuestos a la Iglesia Española, al tratarse de una causa que le era más querida que las otras emprendidas por Madrid en los años precedentes. Serviría también para ofrecer a todo el cuerpo militar un campo de actividad más prometedor que los impopulares, fríos, pesados y estériles campos de Flandes. Estas campañas tendrían lugar en lo que, por así decirlo, constituía su propio medio, y presentaban perspectivas de botín legítimo, así como de gloria y de salvación eterna.
La corona tenía que elegir entre varias alternativas, y la cuestión de la disponibilidad d recursos económicos ocupaba un lugar en el mosaico de argumentos en el que se basaba la decisión. También es natural que los que servían su política en cientos de puestos diferentes tenían que recibir una remuneración. Los hombres de la época tenían conciencia muy clara de que el dinero constituía “el nervio de la guerra”, pero la insinuación de que era quien decidía cuestiones vinculadas con las creencias, el deber y el honor había parecido blasfema e incluso ininteligible. En relación con el dinero, Dios proporcionaría los medios para el triunfo de su causa. Si, por otra parte, nuestro Señor, se negaba a prestar su ayuda, no había suma de dinero que pudiera llevar a la victoria. De hecho, para Felipe el Piadoso, como para muchos de sus consejeros, la coincidencia de una abundancia sin precedentes con un fracaso también inaudito en la década de 1590-1600 puede de haber servido de aviso de que la monarquía estaba siguiendo una orientación equivocada.

Política y Prejuicio

El poder de España en la Europa de su tiempo era tal que sólo se le podía hacer frente recurriendo a la magia y a la nigromancia.

            Christopher Marlowe, espía inglés –incluso doble agente-, estaba bien informado de los acontecimientos políticos, sugiere que Felipe II y Parma eran influencias funestas; si profundizamos un poco más, su actitud parece más equívoca, y refleja una cierta admiración.
            La hegemonía de España en Europa produjo en todas partes sentimientos mucho menos ambiguos que los de Marlowe. Estaban fundados en un miedo que era real y urgente, prescindiendo de lo que nuestra visión retrospectiva nos diga sobre si tenían o no justificación. Se extendieron y fortalecieron a través de la literatura impresa y de la predicación protestante. Los rumores locales y la exageración le prestaban colorido y vitalidad. La longevidad de la supremacía española tuvo repercusiones en la lenta formulación de la conciencia nacional, catalizador que hizo de las primitivas lealtades regionales la materia prima del nacionalismo europeo. Las actitudes antiespañolas suelen denominarse muchas veces, en forma colectiva y por comodidad, con el nombre de Leyenda Negra, término que refleja el sentimiento de agravio de la inteligencia moderna española. Es algo tan arraigado en el patrimonio intelectual e ideológico de la civilización europea que todavía es posible ver sus consecuencias en la actualidad, entre historiadores y el público en general.
            La Leyenda Negra se puede estudiar en la literatura existente de la Europa de comienzos de la Edad Moderna, y no sólo en la que tenía fines claramente propagandísticos. El odio y la suspicacia que refleja en una reacción perfectamente comprensible ante la conducta y pretensiones de los españoles. Muchos de sus soldados, burócratas y emisarios de la monarquía estaban imbuidos de una fe en su propia rectitud que les hacía adoptar con toda naturalidad actitudes de superioridad y arrogancia. A pesar de su obediencia a los ideales de la República Cristiana, nunca dudaron de sus propios méritos para dirigirla y orientarla. Además, estaban comenzando a cultivar el uso de España y español, para distinguir la raza que había conquistado imperios, humillado al turco, y puesto fin a las armas de la herejía, de sus ayudantes inferiores del imperio europeo –las naciones, como las denominaban con un término que quería ser despectivo. En 1595, con ocasión de la declaración oficial de guerra por parte de Inglaterra, Francis Bacon emitió su opinión sobre “la ambición y opresión de España”:
El vicario de Cristo ha pasado a ser el capellán del rey de España… Los estados de Italia son como grandes señoríos. Francia ha quedado totalmente trastornada… Portugal usurpado… los Países Bajos consumidos por la guerra… como en estos días ocurre con Aragón… Los pobres indios pasan de la libertad a la esclavitud.
G. Ungerer, ed., A Spaniard in Elizabethan England. The Correspondence of Antonio Pérez, 2 vols., Londres, 1974-6, I, 48.

            Esta especie de folletos de información turística que con tanto colorido iluminó Bacon reproduce el punto de vista según el cual la tiranía española era universal y, además, al mismo tiempo que avisaba de sus súbditos constituía una amenaza para los que no lo eran. La realidad lógicamente, no tenía límites tan precisos, como podríamos descubrir examinando los pasajes calumniosos del escritor inglés.
            Lejos de ser el Papa un satélite inerte, el titular en el momento del rapapolvos de Bacon, era Clemente VIII, un político perteneciente a lo que podríamos llamar tradición de pontífices antiespañoles. Clemente era un francófilo declarado, especialmente después de la conversión de Enrique de Borbón al catolicismo, que él consideraba como un logro personal. En el mismo año de la famosa misa de Enrique IV, por ejemplo, llegaron de Roma las siguientes noticias:

Se han solucionado las disputas que durante tanto tiempo han existido entre las potencias cristianas sobre el tema de la prioridad en el mar. Sólo el Papa y el Rey de España pueden hacer navegar sus galeras con las banderas izadas. Si se encuentran deben saludarse mutuamente. Todas las demás naciones deben concederles prioridad.
V. von Klarwill, ed., The Fugger Newsletters, Londres, 1926, II, 258.

            Italia fue el lugar de origen de la “Leyenda Negra”, pues fue allí donde antes se experimentó el terrible impacto de los tercios, durante los primeros años del siglo XVI, la pretensión española de que su presencia en Italia formaba parte de los designios de Dios constituía un insulto sacrílego. La propaganda procedente de las cortes de Venecia y Saboya, especialmente, afirmaba que el gobierno de Castilla en sus dependencias italianas era ilegal e impuesto únicamente por las fuerza de las armas. Otros, reconocían los beneficios del patrocinio español: un periodo sin precedentes de paz y seguridad, mínima interferencia con las instituciones propias y la administración interna, y una sorprendente ausencia de explotación fiscal. Para muchos italianos –hombres de negocios, soldados, artistas, hombres de leyes, ingenieros, eclesiásticos- el sistema español ofrecía una ocasión incomparable de conseguir recompensas y promoción. Este contraste se manifiesta en las actitudes d dos escritores cuya influencia en cuestiones de moralidad y política habían dominado el Renacimiento tardío, los florentinos coetáneos Guicciardini y Maquiavelo. Para el primero, Fernando de Aragón, arquitecto del dominio español en Italia, era un charlatán impío que conseguía sus propios intereses disfrazándolos de motivos religiosos; para el segundo, estas mismas tendencias eran índice de la grandeza de Fernando, que le convertían en un héroe de la raison d´état sólo superado por Cesar Borgia, y creador de una política que sería honroso y conveniente aceptar. Ninguno de estos dos comentaristas era súbdito de la monarquía, pero sus propios príncipes, los duques de Medici, de la Toscana, siguieron generalmente el consejo de Maquiavelo. En esto, actuaban en forma parecida docenas de señores de menor categoría del norte de Italia, señores de los “pequeños enclaves feudales”, cuya prudencia se veía robustecida con las pensiones regulares venidas desde Madrid. El desembolso de condotte anuales a pequeños príncipes como el señor de Urbino (5.000 escudos), el duque de Módena (12.000), y el príncipe de Mirandola (7.500), costaba al tesoro español más de 100 mil ducados, pero ayudaba a garantizar la estabilidad política de un área crucial para la base estratégica de la hegemonía en Europa en su conjunto. Incluso tal y como estaban las cosas en el ducado de Milán, rodeado por tres lados de fuerzas enemigas y que no cesaban de intrigar, constituía el eje de una estructura que era difícil de mantener.
            El reino de Nápoles, al sur de la península, llamado el Regno, a diferencia de Milán o de la muy leal isla de Sicilia constituía un centro de descontento antiespañol. Con dificultades crónicas de gobierno, dominado por el desorden  y el crimen organizado, endeudado sin posibilidad de recuperación, el Regno contenía una activa “resistencia subterránea”. En fechas muy recientes, en 1585, los ciudadanos de Nápoles se habían sublevado en una insurrección espectacular, aunque de corta duración, suprimida brutalmente por las autoridades españolas. En generaciones posteriores, se mantuvo vivo el espíritu de oposición popular, animado y dirigido por el ejemplo de los progresos de la rebelión en los Países bajos. Por pequeño y adormecido que estuviera este movimiento, se veía respaldado por algunos miembros de la intelligentsia napolitana, que formulaban ideas, delante mismo de la Inquisición utilizando una serie de códigos complicados.
            A pesar de la ortodoxia reciente de la monarquía de los Borbones, muchos grupos sociales y áreas regionales de fanatismo católico siguieron buscando la orientación y la autoridad en la corte de Madrid, más que en la de París. Ravaillac, el asesino de Enrique IV, igual que su predecesor que terminó con el último rey Valois en 1589, era representante de los llamados “buenos católicos” que se oponían al absolutismo centralizador de la corona y a las medidas pro-protestantes que lo convertían en una tiranía. Por paradógico que pueda resultar, entre tales hombres, escépticos ante la conversión de Enrique y entre los que se contaban algunos de los nobles y clérigos más eminentes del reino, España aparecía como la campeona de la libertad y de la verdadera religión. Incluso en 1610, cuando Ravaillac estaba esperando su ocasión, las iglesias de parís reproducían en los púlpitos las condenas por los planes de Enrique de declarar la guerra a España. Había también un sinfín de intereses personales y locales que también se oponían a la extensión de la autoridad real que buscaba el programa del rey francés. Incluso la posición de los “hugonotes”, por una increíble ironía, resultaba en principio anómala, ya que cuanto más floreciera el absolutismo como consecuencia de la realización de una política antiespañola, menos sólida parecía la base de su autonomía, entronizada en el Edicto de Nantes. Los acontecimientos de 1610, retrasaron durante muchos años el desarrollo de este proceso lógico; pero en los últimos años de la década 1620-1630 se desarrolló totalmente, cuando los holandeses protestantes ayudaron al gobierno francés en la guerra hugonote y en el sitio de La Rochelle, mientras que Madrid trataba, sin conseguirlo, de aprovisionar a los rebeldes. Aunque el gobierno Borbón y su nueva burocracia estaba comprometida, por consiguiente, en una resistencia escalonada a la hegemonía española, durante la mayor parte de la primera mitad del siglo, España fue objeto, dentro de los límites del reino francés, de una Leyenda Blanca. Y cuando las actitudes antiespañolas llegaron a arraigar profundamente en la conciencia francesa, en el reino de Luis XIV, lo hicieron en forma algo distinta.
            Dejando aparte Portugal, dirigimos nuestra atención a las Provincias Unidas, que, en los últimos años del siglo XVI todavía atraían la simpatía de Bacon, así como de la mayoría de los ingleses. Con la posible excepción del Palatinado calvinista de Renania, las provincias de Holanda y Zelanda constituían en principal centro de difusión de la Leyenda negra. Los panfletos impresos en aquella tierra protestaban sin descanso contra “la ambición y opresión de España”, sobre todo, quizá, con copias de la Apología (1583), de Guillermo de Orange, que constituía el ataque más célebre contra el padre de las mentiras, Felipe II. En este documento se colocaban los dos pilares que servirían de base a las posteriores versiones de la leyenda, el ataque personal a un rey pervertido y a su corte corrompida, y la afirmación de que el objetivo último de España era el dominio del mundo.
            Entre 1580 y 1590, ante el ataque terrible del duque de Parma, las provincias rebeldes se vieron entre la espada y la pared. Es importante señalar que por estas fechas la antorcha de la resistencia pasó de manos de los holandeses a las de sus discípulos, desconocidos y apasionados, los cortesanos del Elector Palatino.  Aunque intensamente calvinista, el Platinado nunca se había visto amenazado por el sistema español. Sin embargo, ahora Heildelberg se había convertido en centro ideológico de la actividad contra los Habsburgo, punto de atracción de los fanáticos de más talento o más descabellados de todo el Occidente de Europa.
C.P. Clasen, The Platinate in European History, 1555-1618, Oxford, 1963.

            Como las Provincias Unidas, bajo la dirección de su pensionario Oldenbarnevelt, se orientaban hacia una actitud de entendimiento con los españoles, los agentes del Elector Federico se movían por todas partes tratando de fomentar una nueva alianza contra el enemigo común. Aunque este principado, pequeño pero próspero, dedicaba gran parte de sus recursos a la campaña, afortunadamente para Madrid sus resultados políticos fueron limitados. En concreto, el mensaje del Palatinado fue mal recibido por sus colegas de la Dieta Imperial, especialmente entre los príncipes luteranos que desconfiaban profundamente de su religión y de sus motivos. En momentos de crisis, algunos de ellos accedieron a que los holandeses reclutaran tropas en sus tierras, pero pocos estaban dispuestos a llegar más lejos en su irritación contra la autoridad de los Habsburgo, en Alemania o en España.
            Así pues, en casi todas partes, si exceptuamos estas dos áreas, el odio protestante a España existía codo con codo con el respeto rencoroso y hasta con admiración. En la corte inglesa de esta dicotomía se hacía notar de una forma especial, y los documentos más recientes de la Leyenda Negra. Al declarar la ayuda de Inglaterra a los holandeses en 1585, la misma Isabel hizo que en la proclamación se incluyeran palabras elogiosas para Parma. Por otra parte, desde la experiencia de la denominada “reacción mariana” de los años 50, la sospecha hacía España había llegado a infiltrarse muy profundamente en la conciencia cultural y política de los ingleses del sur y del este del reino de Isabel. Una avalancha de propaganda culminó con la publicación de una obra destinada a convertirse en decálogo de la Leyenda negra dentro del mundo de habla inglesa: la descripción que Bartolomé de Las Casas hace de las tropelías de la administración española en América, traducida al inglés con el título de The Spanish Colony (1583).La crónica de Las Casas, tanto más convincente cuanto que constituía un testimonio de primera mano ofrecido por un clérigo español, se convirtió en elemento imperecedero dentro de la hostilidad angloespañola, que rebrotaba al comienzo de cada nueva guerra, en 1625, 1655 y 1699.
            Como indica el texto de Bacon citado anteriormente, durante los últimos años del siglo XVI hubo otra zona donde la actuación española suscitó una indignación y horror que rivalizaban con el producido por sus desmanes con los indios americanos. Se trataba de la provincia de Aragón. Como en el caso del Nuevo Mundo, se contaba también con el testimonio de un español. Se trataba del gran maestro de ceremonias de la propaganda antiespañola, Antonio Pérez. ¿Qué mejor demostración de la ambición criminal de España, que el testimonio de éste político de talento y renombrado, que había llegado a ser anteriormente secretario privado del mismo rey Felipe? Fue para huir de las garras de su antiguo señor como Pérez se refugió en su Aragón nativo, desencadenando allí la llamada rebelión de 1591. De hecho, el juego desesperado de un grupo de nobles bandidos, tratados por Felipe II con una astucia que lindaba con la liberalidad, se convirtió en la brillante descripción de Pérez en una cruel y deliberada supresión de un pueblo amante de la libertad. En 1593, llegó a Inglaterra y recibió la protección del conde de Exxex, llegando a colaborar estrechamente con los hermanos Baco, en la tarea de propaganda. Su defección, tan famosa en aquellos días como un escándalo de espionaje d nuestro tiempo, resultó muy inoportuna para Madrid. Al morir Felipe II, la opinión popular creía que Pérez había sido un elemento decisivo en todas las desgracias de España –la red de alianzas contra España, el éxito de los Borbones en Francia, y el desastroso y humillante saqueo de Cádiz en 1596, llevado a cabo por el mismo Exxex. Pérez pasó al folklore español como uno de los grandes traidores, que ocupa en la historia española.
            Aunque durante cierto tiempo realizó una carrera deslumbrante, la influencia real de Pérez fue limitada, y murió en la pobreza y en la oscuridad. Durante la era pacifista que siguió al Tratado de Vervins en 1598, se redujo, lógicamente, la guerra de palabras e ideas. Esto no significaba un abandono de las posiciones tradicionales, pero sí implicaba un mayor control político de los exiliados confesionales más inquietos. Quizá se pudiera excluir de esta norma la corte de Heidelberg y la de Saboya, con sus grandes ambiciones en Italia. Sin embargo, en el oeste, la lista de condotte pagados por Madrid se amplió continuamente hasta llegar a incluir a todos los cortesanos importantes de París, Londres y hasta de La Haya. Jaime I y sus principales ministros, la reina regente de Francia y sus favoritos, el príncipe Mauricio de Orange, todos se convirtieron en beneficiarios de las enormes pensiones pagadas por España. Esto no significa que se conviertan en marionetas o quedaran reducidos a la impotencia, como los príncipes italianos; pero, a la vista de la situación, era menos probable que se dejaran arrastrar o sintieran la tentación de explotar las apasionadas protestas y extravagantes proyectos de los fanáticos.

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R. A. Stradling, Europa y el declive de la estructura imperial española, 1580-1720, Madrid, Ediciones Cátedra, S. A. 1983.

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