LA
GUERRA DE LOS 30 AÑOS
“No es que la Historia no enseñe nada
práctico a los hombres, es que son muy pocos los hombres que la estudian y
muchos menos los que aprenden.” (1)
El año de 1618 es recordado
por los astrónomos europeos por la aparición de cuatro cometas. Johannes
Kepler, Paul Guldin y Galileo Galilei, entre otros, pudieron observar estos
cuerpos celestes desde diferentes puntos en Europa. Durante siglos, para muchas
culturas, los cometas han sido considerados como señal divina de grandes males.
En el talmud babilónico, por ejemplo, se asienta que Dios, para provocar el
diluvio, arrojó dos estrellas tomadas de la Khima, es decir de un
cometa. Ya el florentino Mauro Servio, en el siglo IV, en sus comentarios a la
Eneida de Virgilio, describe las reglas de interpretación de los
acontecimientos futuros en función de las características de forma, color,
trayectoria y orientación del desplazamiento de los cometas.
Moctezuma sufrió el encuentro con los españoles, dos años
antes d su llegada, con solo haber observado un cometa aparecido en el año de 12-Casa,
1517. Habiendo consultado con el rey de Texcoco, Nezahualpilli, los
sacerdotes y sus sabios astrónomos, acerca de tal aparición, las respuestas
obtenidas causaron tal zozobra en el ánimo de Moctezuma que, conforme a lo
narrado por el cronista Fray Diego Durán, el tlatoani exclamaba lastimosamente:
“Oh Señor de lo criado, oh dioses
poderosos en quien está el matar y dar vida: ¿cómo aueis permitido que auiendo
pasado tantos reyes y señores poderosos, me cupiese a mí en suerte la
desdichada destruyción de México, y que vea yo la muerte de mis mujeres e
hijos…” (2)
Hoy en día, los telescopios otorgan la
posibilidad de observar el desplazamiento de muchos cometas al año. El que se
observasen cuatro cometas casi desde cualquier punto en Europa, a simple vista,
generó entonces gran conmoción. Y, no fue para menos. Algunos eventos que
tuvieron lugar al finalizar la primera mitad de 1618 fueron “la gota que
derramó el vaso” de una agitación social agudizada por la confluencia de las
ambiciones políticas de unos cuantos, más la soberbia de varios que debieron
ser ejemplo de humildad, más la ignorancia de muchos y la falta de sensibilidad
y de prudencia de casi todos.
Los acontecimientos que detonaron en 1618, y que
concluyeron en 1648, rápidamente fueron denominados, en su conjunto, como la Guerra
de los 30 años. Este periodo ha sido considerado por muchos
historiadores como la primera guerra paneuropea o, incluso, como la primera
guerra mundial. Y sus consecuencias, entre las que se encuentra la modificación
de las delimitaciones geopolíticas, prácticamente se han mantenido hasta
nuestros días.
A cuatrocientos años del inicio de esta guerra, en Europa
se ha renovado el interés por analizar este momento histórico bajo diferentes
perspectivas. Los especialistas de universidades alemanas, especialmente, han
enriquecido el acervo con la publicación de libros y artículos en revistas especializadas,
así como la organización de congresos y seminarios.
La apreciación generalizada es que los orígenes de esta
guerra de la primera mitad del siglo XVII, se dieron en la primera mitad del
siglo XVI. Las raíces abrevan en una multiplicidad de factores que, algunos
teorizan, si no hubieran concurrido simultáneamente: la unidad religiosa de
Europa no se hubiera resquebrajado.
La sucesión de los hechos de la Dieta de Augsburg, que
presidió el Emperador Carlos V, en junio de 1530; el triunfo de los ejércitos
del Sacro Imperio Romano sobre la liga de Esmalcalda, en la batalla de
Mühlberg, y en la que intervinieron personalmente Carlos V y su famoso general
Fernando Álvarez de Toledo, Duque de Alba,
en abril de 1547; la convocatoria del geharnischter
Reichtag y su conclusión con la proclamación del Interim de Augsburg, en mayo de 1548; la traición de Mauricio de
Sajonia, quien utilizó los recursos que Carlos V le otorgaba para, en lugar de
pacificar a la ciudad luterana de Magdeburg, sostener un ejército personal que
reunió a la Liga de Königsberg y se
alió con el rey francés Enrique II, con la firma del Tratado de Chambord para
iniciar la llamada Guerra de los príncipes en contra de Carlos V y el Sacro
Imperio, en enero de 1552; la renovación de la alianza franco-otomana, ahora
entre Enrique II y el Sultán Solimán, que abrió frentes de guerra tanto n el
mar Mediterráneo, en las costas italianas y del sur de España, como en tierra,
reiniciando ataques en Europa oriental, en 1552.; la firma del Tratado de Paz
de Augsburgo, en la que el Emperador reconocía para los príncipes alemanes,
entre otros puntos, el principio “cuius regio, cuius religió” (sea la
religión del príncipe la religión de su pueblo), en septiembre de 1555; y,
finalmente, las abdicaciones del Emperador Carlos V, dejando la titularidad del
Sacro Imperio Romano a su hermano Fernando y, el restos de los reinos (España,
las posesiones de América, Sicilia, Nápoles, Cerdeña, los Países Bajos, etc.) a
su hijo Felipe II.
La segunda mitad del siglo XVI transcurrió con más
guerras en Europa que se interrumpían con tratados de paz cuya duración estaba
supeditada a la recuperación de las finanzas y renovación de los cuerpos y
aprestos militares, para reiniciar las hostilidades.
El desarrollo de la guerra de los 30 años ha sido
resumido, comúnmente, en cuatro períodos (3): la
revuelta de Bohemia y la conquista del Platinado, de 1618 a 1623; la
intromisión danesa, de 1624 a 1629; la invasión sueca, de 1639 a 1634; y, la
intervención francesa, de 1635 a 1648. Y lo que originalmente inició en
Bohemia, se expandió a toda la Germania, involucrando a Inglaterra, España, las Provincias Unidas,
Dinamarca, Suecia, el norte de Italia y Francia.
Desde 1526, la casa de Habsburgo gobernaba a Bohemia y
los territorios adyacentes (Moravia, Silesia y Lusacia), a través de la
designación de un príncipe que se hacía cargo de los intereses del Sacro
Imperio. Los bohemios practicaban un cristianismo
regional, denominado utraquismo,
que no difería mucho de la práctica católica romana, pero que coincidía mucho
con el espíritu regionalista del protestantismo luterano. La aristocracia y los
gobernantes bohemios no tardaron en introducir la creencia y ritos del
luteranismo en Bohemia, aunque para mantener el reconocimiento oficial siguieron
llamándose utraquistas.
Para concentrarse en su afición por la astrología y la
alquimia, Rodolfo II delegó a su hermano Matías, en 1611, parte de sus
responsabilidades al frente del Sacro Imperio. La vida de Rodolfo oscilaba
entre una profunda depresión y graves excentricidades que causaron gran
demérito de la figura del emperador. Esta situación llevó a Matías a encerrar a
su hermano y tomar por completo, en 1612, las riendas del Imperio.
A los pocos meses Matías fue coronado como emperador del
Sacro Imperio Romano. Desde ese entonces y dado que Matías no tenía hijos se
planteó al interior de la casa de Habsbrgo la necesidad de buscar quien lo sucediera.
La toma de decisión, en buena medida fue impulsada desde España ya que Felipe
III amenazó con reclamar ese trono porque su madre, Ana de Austria, y Matías
eran hermanos. Ante tal situación los archiduques Maximiliano II y Alberto VII
renunciaron a sus derechos a favor de su hermano el archiduque Fernando (todos
ellos primos del rey español Felipe III).
Matías cayó gravemente enfermo en abril de 1617, de
inmediato convocó a una Dieta con los principales dl Sacro Imperio Romano que
aceptaron a Fernando, a principios de junio, como sucesor del emperador Matías.
Para iniciar con la formalización de la sucesión, el archiduque Fernando fue
coronado como rey de Bohemia, a finales de junio de ese año, en la majestuosa
catedral de San Vito en Praga.
Ya desde 1596, el entonces archiduque Fernando, habiendo
concluido sus estudios en la Universidad de Ingolstadt, fue puesto por el
emperador Rodolfo II al frente de los asuntos imperiales de Croacia, Eslavonia
y parte de Hungría, especialmente para detener el embate de los otomanos. Muy
pronto, Fernando no solo tuvo que sostener el frente contra los otomanos, sino
también la invasión de los venecianos a ciudades estratégicas en el Adriático,
que justificaron con la persecución de los piratas “uskoks” que ya habían sido
contenidos con el despliegue del ejército comandado por el archiduque Fernando.
Fernando, a diferencia de sus predecesores, era un
católico practicante y fervoroso. Esto fue mediatizado por algunos bohemios
protestantes para, ocultando sus intereses de incrementar su poder político y
financiero, promover actos de desacato contra el rey recién coronado.
El 23 de mayo de 1618, el conde Jindrich Matyás
Thurn-Valsassina, un magnate que había sido beneficiado por el Sacro Imperio
Romano como embajador en Estambul, Siria, Egipto y Jerusalem, encabezó una
revuelta en Praga, azuzando a la multitud, para desplazarse al castillo de Hradcany,
afrontar a los gobernadores y condes Jaroslav Borita de Martinice y Vilém
Slavata de Chlum, representantes del rey Fernando. El conde Thurn-Valsassina, a
quien no mucho tiempo atrás le habían sido retirados los cargos en el Sacro
Imperio, propuso un juicio sumario popular en el que se acusó a los
gobernadores de actuar en contra de su religión protestante.. La charada de
juicio duró unos instantes y la sentencia se ejecutó de inmediato: aventar a
los condes Jaroslav y Vilém, junto con el secretario Filip Fabricius, por la
ventana de una sala en el tercer piso (4), ubicada
aproximadamente a 20 metros de altura. Esta es la segunda defenestración de
Praga.
Ninguno de los defenestrados murió como se pretendía, los
tres sobrevivieron y huyeron de inmediato para proteger sus vidas. El secretario
Fabricius fue el primero que llegó a Viena para dar aviso de lo ocurrido.
Mientras tanto, en Praga, el conde Thurn fue puesto al frente de un ejército de
16 mil personas y enviaron representantes diplomáticos hacia el imperio
otomano, hacia Carlos Emmanuel, duque de Saboya; y, a los principados alemanes
del norte que conformaban la Liga Protestante. El duque de Saboya
financió al mercenario Ernst Graf von Mansfeld, quien arribó a Bohemia con dos
mil hombres y entre cuyas primeras acciones fue destruir la ciudad de Pilsn, la
mayor de las únicas dos ciudades católicas de Bohemia. Muy pronto, el príncipe
elector Federico V, del palatinado del Rhin, apoyó también a Mansfeld y
mantenía comunicación con los agentes de Saboya.
Sin que Federico fuese advertido, su amigo el príncipe
Christian de Anhalt, del palatinado Superior, esparcía la noticia de que el
papa y los Habsburgo estaban desarrollando una estrategia para retornar a toda
Europa hacia el catolicismo. Y que Bohemia era prueba fehaciente de ello.
Asimismo, y para destruir esa amenaza, era necesario conformar una coalición de
estados protestantes que incluyera a los principados alemanes, a Inglaterra y a
la actual Holanda; y que, para garantizar la unidad, se coronase a Federico
como rey de Bohemia quien, además, era yerno de Jaime I, rey de Inglaterra.
Aparentemente, Federico fue informado de este plan hasta finales de noviembre
de 1618.
La muerte del emperador Matías, a finales de marzo de 1619,
animó a los bohemios más revoltosos y, convencidos de que el momento era
propicio para declarar inexistente el reinado de Fernando y proclamar a
Federico como rey de Bohemia.
Para definir la sucesión del emperador Matías, los
príncipes electores fueron convocados en julio. La intriga de Christian de
Anhalt cobró fuerza y los protestantes se apresuraron a extender la rebelión
bohemia. Así, Moravia, Lusacia y la Austria superior se declararon contrarias a
los Habsburgo. En junio, el conde Thurn se apostó a las afueras de Viena, donde
residía Fernando quien pudo ser rescatado por una pequeña fuerza de caballería
liderada por su hermano Leopoldo. Días después, en la batalla de Sablat, las
tropas imperiales desmantelaron al ejército de Mansfeld del que solo 15
personas pudieron escapar, el resto de 13 mil fueron muertos o apresados.
El 28 de agosto, y conocedores de la situación en
Bohemia, los príncipes electores votaron por mayoría para ratificar la decisión
de Matías para entronizar en el Sacro Imperio Romano al rey Fernando. Dos días
antes, el 26 de agosto, los bohemios habían destronado a Fernando y elegido a
Federico V como su rey, quien contuvo su aceptación hasta conocer la opinión de
su suegro, el rey de Inglaterra, y la de los consejeros protestantes que,
reunidos en Rothenburg, lo habían recibido cordialmente. Es interesante
resaltar que los consejeros de la Liga Protestante resumieron su apreciación en
20 puntos, de los cuales 14 eran en contra y 6 a favor de aceptar la corona de
Bohemia. Resaltaba, entre varias, la recomendación de no aceptar tal corona
hasta que no obtuviese el apoyo de su suegro, Jaime I, y el rey de Dinamarca,
Christian IV, quien era tío de la esposa de Federico, Elizabeth Estuardo.
Se dice que Elizabeth no quería esperar y presionó a su
esposo Federico para que aceptase a la brevedad, ya que el sueño de ser reina
estaba a su alcance. Así, el 31 de octubre, entraron regocijantes en Praga para
ser coronados. Las noticias del exterior, sin embargo, no alimentaban tal
regocijo. El Rey Jaime se dijo sorprendido, públicamente, de la decisión de su
yerno y lo desacreditó reconociendo a Fernando II como rey de Bohemia y
Emperador del Sacro Imperio Romano; y fue más allá, propuso una embajada con
los franceses para mediar entre el Sacro Imperio y Bohemia y retornar pronto a
la paz. Los reyes escandinavos, aunque simpatizantes del movimiento en Bohemia,
no quisieron complicarse la vida ya que cada uno estaba ocupado con asuntos
regionales propios; Christian IV de Dinamarca, sostenía una disputa comercial
contra el Palatinado de Hamburgo; y, Gustavo Adolfo de Suecia, sostenía su
guerra contra Polonia por el control de Estonia y Latvia.
Fernando, por su parte, había conseguido el apoyo del
duque Maximiliano de Bavaria, líder de la Liga Católica, a cambio de comandar
los ejércitos imperiales en Bohemia, la titularidad de las tierras ganadas en
batallas y el título electoral de Federico. Así mismo, Johann Georg I, príncipe
elector de Sajonia y calvinista, pactó su apoyo al emperador Fernando a cambio
de incrementar su dominio hacia Lusacia. El despliegue diplomático de Felipe
III en Francia e Inglaterra, aseguró la neutralidad de ambos países y presionó
al archiduque Alberto y a su esposa, la Infanta Isabel, que gobernaban los
Países Bajos, para poner al habilidoso general genovés, Ambrosio Spinola, al
frente de un ejército que para septiembre de 1621 ya había cruzado el Rhin
hacia el sur, con la única oposición de dos mil ingleses apoyados por la Unión
Protestante.
Poco antes, el duque Maximiliano había contratado al
experimentado Johann Tserclaes conde de Tilly, quien avanzó sobre Austria,
venciendo a todas las ciudades que se habían manifestado como anti-Habsburgo. Los
ejércitos imperiales se reunieron y avanzaron sobre Bohemia y Mansfeld se
concentró en Pilsn. Una terrible epidemia contuvo al ejército de Tilly que, no
obstante, se desplazó hacía Praga. Ahí, Federico y Elizabeth intentaban
convencer a dos embajadores ingleses de que Praga nunca sería atacada.
Christian de Anhalt, con 16 mil soldados, se apostó en la Montaña Blanca y
alertó a Federico para que huyese de Praga. Federico y su familia huyeron hacia
Brandenburgo. En el amanecer del 20 de junio de 1621, un destacamento de
caballería fue enviado a atacar un flanco del ejército bohemio. Para su
sorpresa, dicho flanco no ofreció gran resistencia y el conde Tilly envió de
inmediato más tropas. Los bohemios fueron incapaces de resistir los embates y,
en cosa de una hora, 4 mil soldados protestantes fueron muertos con 700 bajas
del lado imperial. René Descartes fue testigo de esta batalla. Al día
siguiente, 47 líderes bohemios fueron sujetos a juicio, encontrando culpables a
27 de ellos que fueron ejecutados de inmediato.
Anhalt y Thurn lograron huir. Anhalt, al paso del tiempo,
pidió perdón y se le permitió regresar sin la restitución de todas sus
propiedades. Thurn, se mantuvo en Suecia y, agobiado por el remordimiento,
escribió un libro, su Apología, en el que intentó justificar tanto su proceder
en Praga como su participación en la guerra de Bohemia. La caída de Praga no
terminó con la guerra, la ambición de muchos reyes, aristócratas y banqueros
hizo que los continuos esfuerzos de paz fuesen ahogados reiteradamente, lo que
llevó a la consolidación del poder político en las expresiones absolutistas, de
finales del siglo XVII y principios del XVIII, en Francia, Dinamarca y Suecia.
Han sobrevivido algunos documentos de actores testigos de
lo acontecido a lo largo de estos años (5), en lo
particular, llama la atención los diarios de Peter Hagendorf, quien combatió a
las órdenes del bávaro Gottfried Heinrich Graf zu Peppenheim; y, el de
Christian II von Anhalt-Bernburg, hijo de Christian I. En ellos se describen
con crudeza los horrores de esta guerra y, también, la esperanza de alcanzar
pronto la paz.
Desde recién concluidas las hostilidades, con la firma de
los tres Tratados de Paz de Westfalia en 1648, y aún a lo largo de la
guerra, se realizaron diferentes esfuerzos de recuentos de los sucesos, algunos
para sustentar la propaganda a favor de uno u otro contendiente o para mantener
la memoria histórica. El reconocimiento del impacto en el devenir universal fue
reconocido en tierras tan distantes como la Nueva España, en donde don Juan de
Palafox y Mendoza, arzobispo de Puebla, dio a conocer sus actividades y
recuerdos del recorrido que realizó por el Sacro Imperio Romano (6), entre
1629 y 1631, como parte del séquito de la hermana del rey Felipe IV, la Infanta
María Ana de España.
Los 30 años de guerra fueron un desastre europeo: la
población de Bohemia se redujo de 3 millones a 800 mil habitantes, la población
de Alemania decreció de 15 millones a sólo cuatro millones; el ejército sueco
destruyó más de dos mil castillos, 18 mil villas y 1500 pueblos. Estas
naciones, de hecho, tardaron cien años en recuperar el nivel de desarrollo que
tenían en 1618.
Los ideólogos d la ilustración propalaron que esta guerra
fue instigada, exclusivamente, por las diferencias religiosas. El teólogo
luterano Joachim Betke, los contradijo muchos años atrás en la obra que compuso
como reporte acerca de la caída de Alemania, Excidium Germaniae, y que
plasma como una analogía entre dos pueblos hebreo y alemán, a lo largo de
diversos pasajes del antiguo testamento, describiendo la situación con estas
palabras: “¡Cuán miserable es el estado en que se encuentran las grandes
ciudades!... ¡Cuán pequeños son los mercados de los pueblos pequeños! Los pocos
que sobrevivieron a los incendios, la destrucción y el abandono, carecen de
techado, estructura, puertas o ventanas. Imaginen cómo fueron tratados los conventos, iglesias
y templos: Los quemaron… los convirtieron en fosas sépticas, establos,
dormitorios para las tropas y burdeles… ¡Oh Dios, cuán desastroso es el estado
de los poblados!...”
(1) Ballester
y Castell, Rafael, Clío, Iniciación al
Estudio de la Historia, Barcelona, Tomo I, 3ª Edición, 1924, p. 15.
(2) Durán,
Fray Diego, Historia de las Indias de
Nueva-España E islas de Tierra Firme, México, Imprenta de J.M. Andrade y F.
Escalante, 1867, Tomo I, p. 491.
(3)
Cooper,
J. P., The New Cambridge Modern History. Volumen
IV: Decline of Spain and the Thirty Years War 1609-48/59, Cambridge at the
University Press., pp. 306-358.
(4) Se
dice que esta era una costumbre común en Bohemia.
(6) Palafox
y Mendoza, Juan, Diálogo Político del
estado de Alemania, y comparación de España con las demás naciones. Inserto en
las Obras del Ilustrissimo, EXcelentissimo, y Venerable Siervo de Dios Don Juan
de Palafox y Mendoza. Tomo X. Tratados Varios, pp. 53-86, Madrid, 1762.
(7) López
Marmolejo, Alejandro, “La Guerra de los 30 años”, en Revista del Casino Español, México, Revista n° 15, diciembre 2018,
pp. 20-25.
Apéndice
Los
utraquistas
El
principal dogma y uno de cuatro artículos de los calixtinos o husitas. Fue
promulgado por primera vez en 1414 por Jacobo de Mies, profesor de filosofía de
la Universidad de Praga. John Hus no fue su autor ni su exponente. Él era
profesor de la universidad arriba mencionada que requería que sus bachilleres
dictaran cátedra sobre las obras de un doctor de Paris, Praga, u Oxford; y, en
cumplimiento de esta ley, aparentemente Hus basó sus enseñanzas en los escritos
de John Wyclif, un egresado de Oxford. Las opiniones de Wyclif, que fueron la
causa del utraquismo, fueron absorbidas por los estudiantes de Praga y, después
de que Hus fue confinado a prisión, la influencia wyclifiana se manifestó en
las exigencias de los husitas de que la Comunión se administrara bajo las
dos formas como requisito para la salvación. Esta herejía fue condenada en
los Concilios de Constanza, Basilea y Trento.
El
utraquismo, explicado en pocas palabras, significa lo siguiente: el hombre,
para ser salvado, debe recibir, la Sagrada Comunión cuándo y dónde desee, bajo
las especies de pan y vino (sub utraque specie). Esto, según el líder de los
husitas, es precepto divino. Porque, “Si no comiereis la carne del Hijo del
hombre, y no bebiereis su sangre, no tendréis vida en vosotros” (Juan, vi, 54).
Recibir sólo la Sagrada Hostia no es “beber” sino “comer” la Sangre de Cristo.
Según el husita, el hecho de que se trata de un precepto Divino es aún más
evidente con base en la tradición, ya que, hasta los siglos XI o XII, se
ofrecían el Cáliz y la Hostia a los fieles cuando comulgaban. Si a esto se
agrega que se confiere más gracia por la recepción de la Eucaristía bajo las
dos especies, según sostenía Jacobo de Mies, es evidente que la Comunión “sub
uraque specie” es obligatoria. Esta conclusión fue rechazada por el Concilio de
Constanza. Vinieron luego las guerras de los husitas. Para lograr la paz, el
Concilio de Basilea (1431) permitió la Comunión bajo ambas especies a aquellos
que habían llegado al uso de razón y se encontraban en estado de gracia, con
las siguientes condiciones: que los husitas confesaran que el Cuerpo, la
Sangre, el Alma y la Divinidad de Cristo estaban presentes en su totalidad y
completamente tanto bajo la especie del pan como bajo la especie del vino; y
que se retractaran de su declaración de que era necesaria la Comunión bajo
ambas especies para la salvación. Algunos husitas estuvieron de acuerdo con
esto y se les dio el nombre de calixtinos, por su uso del Cáliz. Los otros,
bajo la dirección de Ziska, llamados “taboritas”, por habitar en la cima de una
montaña, se negaron y fueron derrotados por George Podiebrad en 1453, fecha a
partir de la cual el utraquismo en Praga se convirtió prácticamente en un símbolo
vacío. Sin embargo, todavía es una de las afirmaciones del anglicanismo y se
enumera entre “Las razones evidentes en contra de la unión con la Iglesia de
Roma” (Londres, 1880). La Iglesia Católica nunca ha dicho que la Comunión bajo
ambas especies sea de por sí pecaminosa o herética. La Iglesia no ha ofrecido
libremente el Cáliz a los laicos por reverencia hacia la Preciosa Sangre y
condenó a los husitas por sostener que era esencial para la salvación,
amenazando revivir así una herejía.
Los
nestorianos fueron condenados en el período patrístico, y los heréticos en el
Concilio de Trento, porque negaban la Presencia Real, total y completa bajo
cada una de las dos especies. Los nestorianos habían negado que la Presencia
Real se encontrara total y completa bajo cada especie. Según ellos, el pan
contenía solamente el Cuerpo de Cristo y el vino únicamente Su Sangre. Esto es
una herejía; porque, según lo anota la Iglesia (y el texto está en griego
auténtico), “De manera que cualquiera que comiere este pan, o bebiere el cáliz
del Señor indignamente, reo será del cuerpo y de la sangre del Señor” (I Cor.,
xi, 27). Sabiendo que “Cristo resucitado de entre los muertos no muere ya otra
vez” (Rom., vi, 9). La separación de la carne y la sangre es la muerte, y, por
consiguiente, la presencia de Cristo total y completa bajo cada una de las
especies es dogma de la fe católica. La teología católica ofrece esta
explicación: por las palabras de la consagración, el Cuerpo de Cristo se
encuentra bajo la apariencia del pan, y Su Sangre, bajo la apariencia del vino.
El Cuerpo y la Sangre, el Alma y la Divinidad de Jesucristo forman una Persona
indivisible y tienen que encontrarse unidas. Esa virtud de fuerza que une el
cuerpo con la sangre y viceversa, en la Eucaristía, es lo que se conoce en
teología católica como concomitancia. El utraquismo tendía a deshacer este
dogma porque declaraba esencial para la salvación la comunión bajo las dos
especies. Esto equivalía virtualmente a negar que Cristo estuviera total y
completamente presente bajo cada especie. Iba más allá, al declarar que la
Comunión, la recepción de la Eucaristía, era absolutamente necesaria para la
salvación.
Los
teólogos distinguen entre dos tipos de necesidad: la de medio y la de precepto.
Necesidad de medio es el uso absolutamente obligatorio de aquellas cosas
necesarias para alcanzar un propósito. Es una “necesidad imperativa” que surge
de la misma naturaleza de las cosas. La necesidad de precepto es una obligación
impuesta por una orden, y por una buena razón, aquella que se prescribe y que
puede dispensarse. Los husitas sostenían que la Eucaristía era un medio
necesario para la salvación, de tal forma que quienes morían sin haber recibido
la Eucaristía, por ejemplo, los dementes, o los jóvenes, según los husitas, no
podían salvarse. Todo esto lo deducían de las palabras de Cristo: “Si no
comiereis la carne del Hijo del hombre, y no bebiereis su sangre, no tendréis
vida en vosotros” (Juan, vi, 54). Ahora la Iglesia católica, niega que la
Eucaristía sea necesaria como medio de salvación. Ordena que los fieles reciban
la Eucaristía, enfatiza su importancia, y declara que es prácticamente
imposible permanecer por mucho tiempo en estado de gracia sin la recepción de
este sacramento. Esto es un precepto; es posible una dispensa del mismo. Por
consiguiente, si alguno muriere sin este sacramento, su condenación eterna no
sería una consecuencia necesaria, sólo por esta razón. Esto queda claro a
partir de la práctica de la Iglesia Primitiva. Aún cuando prevalecía la
comunión bajo ambas especies, algunos recibían sólo una de las dos especies.
Así solía administrarse a los enfermos, y la Iglesia nunca los ha considerado
perdidos. En cuanto al texto que aparentemente obliga a comulgar bajo ambas
especies, es cuestión de interpretación. La Iglesia Católica es la única
intérprete autorizada de la doctrina de Cristo; a ninguna otra se le ha
conferido este poder. Omitiendo aquí los muchos significados que los teólogos
católicos atribuyen a este versículo. “Si no comiereis la carne del Hijo del
hombre, y no bebiereis su sangre, no tendréis vida en vosotros” (Juan, vi, 54),
debe anotarse que la Iglesia Católica ha declarado oficialmente que éstas
palabras no hacen obligatoria la comunión bajo las dos especies. Esta
conclusión se basa en la Escritura: “Quien comiere de este pan, vivirá
eternamente; y el pan que yo daré, es mi misma carne, la cual daré yo para la
vida o salvación del mundo” (Juan, vi, 52). Es cierto que algunos teólogos
creen que se confiere más gracia con la Comunión bajo las dos especies. Sin
embargo, este es un aspecto especulativo, no práctico. No afecta el dogma de la
Iglesia ni es una opinión común, ni mucho menos, de todos los teólogos
católicos.
B. HUGHES Transcrito por Tomas Hancil y
Joseph P. Thomas Traducido por Rosario Camacho-Koppel www.catholicmedia.net
No hay comentarios:
Publicar un comentario