martes, 29 de enero de 2019


LA GUERRA DE LOS 30 AÑOS

         No es que la Historia no enseñe nada práctico a los hombres, es que son muy pocos los hombres que la estudian y muchos menos los que aprenden.” (1)



El año de 1618 es recordado por los astrónomos europeos por la aparición de cuatro cometas. Johannes Kepler, Paul Guldin y Galileo Galilei, entre otros, pudieron observar estos cuerpos celestes desde diferentes puntos en Europa. Durante siglos, para muchas culturas, los cometas han sido considerados como señal divina de grandes males. En el talmud babilónico, por ejemplo, se asienta que Dios, para provocar el diluvio, arrojó dos estrellas tomadas de la Khima, es decir de un cometa. Ya el florentino Mauro Servio, en el siglo IV, en sus comentarios a la Eneida de Virgilio, describe las reglas de interpretación de los acontecimientos futuros en función de las características de forma, color, trayectoria y orientación del desplazamiento de los cometas.
            Moctezuma sufrió el encuentro con los españoles, dos años antes d su llegada, con solo haber observado un cometa aparecido en el año de 12-Casa, 1517. Habiendo consultado con el rey de Texcoco, Nezahualpilli, los sacerdotes y sus sabios astrónomos, acerca de tal aparición, las respuestas obtenidas causaron tal zozobra en el ánimo de Moctezuma que, conforme a lo narrado por el cronista Fray Diego Durán, el tlatoani exclamaba lastimosamente: “Oh Señor de lo criado, oh dioses poderosos en quien está el matar y dar vida: ¿cómo aueis permitido que auiendo pasado tantos reyes y señores poderosos, me cupiese a mí en suerte la desdichada destruyción de México, y que vea yo la muerte de mis mujeres e hijos…” (2)
                Hoy en día, los telescopios otorgan la posibilidad de observar el desplazamiento de muchos cometas al año. El que se observasen cuatro cometas casi desde cualquier punto en Europa, a simple vista, generó entonces gran conmoción. Y, no fue para menos. Algunos eventos que tuvieron lugar al finalizar la primera mitad de 1618 fueron “la gota que derramó el vaso” de una agitación social agudizada por la confluencia de las ambiciones políticas de unos cuantos, más la soberbia de varios que debieron ser ejemplo de humildad, más la ignorancia de muchos y la falta de sensibilidad y de prudencia de casi todos.
            Los acontecimientos que detonaron en 1618, y que concluyeron en 1648, rápidamente fueron denominados, en su conjunto, como la Guerra de los 30 años. Este periodo ha sido considerado por muchos historiadores como la primera guerra paneuropea o, incluso, como la primera guerra mundial. Y sus consecuencias, entre las que se encuentra la modificación de las delimitaciones geopolíticas, prácticamente se han mantenido hasta nuestros días.
            A cuatrocientos años del inicio de esta guerra, en Europa se ha renovado el interés por analizar este momento histórico bajo diferentes perspectivas. Los especialistas de universidades alemanas, especialmente, han enriquecido el acervo con la publicación de libros y artículos en revistas especializadas, así como la organización de congresos y seminarios.
            La apreciación generalizada es que los orígenes de esta guerra de la primera mitad del siglo XVII, se dieron en la primera mitad del siglo XVI. Las raíces abrevan en una multiplicidad de factores que, algunos teorizan, si no hubieran concurrido simultáneamente: la unidad religiosa de Europa no se hubiera resquebrajado.
            La sucesión de los hechos de la Dieta de Augsburg, que presidió el Emperador Carlos V, en junio de 1530; el triunfo de los ejércitos del Sacro Imperio Romano sobre la liga de Esmalcalda, en la batalla de Mühlberg, y en la que intervinieron personalmente Carlos V y su famoso general Fernando Álvarez de Toledo, Duque de Alba, en abril de 1547; la convocatoria del geharnischter Reichtag y su conclusión con la proclamación del Interim de Augsburg, en mayo de 1548; la traición de Mauricio de Sajonia, quien utilizó los recursos que Carlos V le otorgaba para, en lugar de pacificar a la ciudad luterana de Magdeburg, sostener un ejército personal que reunió a la Liga de Königsberg y se alió con el rey francés Enrique II, con la firma del Tratado de Chambord para iniciar la llamada Guerra de los príncipes en contra de Carlos V y el Sacro Imperio, en enero de 1552; la renovación de la alianza franco-otomana, ahora entre Enrique II y el Sultán Solimán, que abrió frentes de guerra tanto n el mar Mediterráneo, en las costas italianas y del sur de España, como en tierra, reiniciando ataques en Europa oriental, en 1552.; la firma del Tratado de Paz de Augsburgo, en la que el Emperador reconocía para los príncipes alemanes, entre otros puntos, el principio “cuius regio, cuius religió” (sea la religión del príncipe la religión de su pueblo), en septiembre de 1555; y, finalmente, las abdicaciones del Emperador Carlos V, dejando la titularidad del Sacro Imperio Romano a su hermano Fernando y, el restos de los reinos (España, las posesiones de América, Sicilia, Nápoles, Cerdeña, los Países Bajos, etc.) a su hijo Felipe II.
            La segunda mitad del siglo XVI transcurrió con más guerras en Europa que se interrumpían con tratados de paz cuya duración estaba supeditada a la recuperación de las finanzas y renovación de los cuerpos y aprestos militares, para reiniciar las hostilidades.
            El desarrollo de la guerra de los 30 años ha sido resumido, comúnmente, en cuatro períodos (3): la revuelta de Bohemia y la conquista del Platinado, de 1618 a 1623; la intromisión danesa, de 1624 a 1629; la invasión sueca, de 1639 a 1634; y, la intervención francesa, de 1635 a 1648. Y lo que originalmente inició en Bohemia, se expandió a toda la Germania, involucrando a  Inglaterra, España, las Provincias Unidas, Dinamarca, Suecia, el norte de Italia y Francia.
            Desde 1526, la casa de Habsburgo gobernaba a Bohemia y los territorios adyacentes (Moravia, Silesia y Lusacia), a través de la designación de un príncipe que se hacía cargo de los intereses del Sacro Imperio. Los bohemios practicaban un cristianismo regional, denominado utraquismo, que no difería mucho de la práctica católica romana, pero que coincidía mucho con el espíritu regionalista del protestantismo luterano. La aristocracia y los gobernantes bohemios no tardaron en introducir la creencia y ritos del luteranismo en Bohemia, aunque para mantener el reconocimiento oficial siguieron llamándose utraquistas.
            Para concentrarse en su afición por la astrología y la alquimia, Rodolfo II delegó a su hermano Matías, en 1611, parte de sus responsabilidades al frente del Sacro Imperio. La vida de Rodolfo oscilaba entre una profunda depresión y graves excentricidades que causaron gran demérito de la figura del emperador. Esta situación llevó a Matías a encerrar a su hermano y tomar por completo, en 1612, las riendas del Imperio.
            A los pocos meses Matías fue coronado como emperador del Sacro Imperio Romano. Desde ese entonces y dado que Matías no tenía hijos se planteó al interior de la casa de Habsbrgo la necesidad de buscar quien lo sucediera. La toma de decisión, en buena medida fue impulsada desde España ya que Felipe III amenazó con reclamar ese trono porque su madre, Ana de Austria, y Matías eran hermanos. Ante tal situación los archiduques Maximiliano II y Alberto VII renunciaron a sus derechos a favor de su hermano el archiduque Fernando (todos ellos primos del rey español Felipe III).
            Matías cayó gravemente enfermo en abril de 1617, de inmediato convocó a una Dieta con los principales dl Sacro Imperio Romano que aceptaron a Fernando, a principios de junio, como sucesor del emperador Matías. Para iniciar con la formalización de la sucesión, el archiduque Fernando fue coronado como rey de Bohemia, a finales de junio de ese año, en la majestuosa catedral de San Vito en Praga.
            Ya desde 1596, el entonces archiduque Fernando, habiendo concluido sus estudios en la Universidad de Ingolstadt, fue puesto por el emperador Rodolfo II al frente de los asuntos imperiales de Croacia, Eslavonia y parte de Hungría, especialmente para detener el embate de los otomanos. Muy pronto, Fernando no solo tuvo que sostener el frente contra los otomanos, sino también la invasión de los venecianos a ciudades estratégicas en el Adriático, que justificaron con la persecución de los piratas “uskoks” que ya habían sido contenidos con el despliegue del ejército comandado por el archiduque Fernando.
            Fernando, a diferencia de sus predecesores, era un católico practicante y fervoroso. Esto fue mediatizado por algunos bohemios protestantes para, ocultando sus intereses de incrementar su poder político y financiero, promover actos de desacato contra el rey recién coronado.
            El 23 de mayo de 1618, el conde Jindrich Matyás Thurn-Valsassina, un magnate que había sido beneficiado por el Sacro Imperio Romano como embajador en Estambul, Siria, Egipto y Jerusalem, encabezó una revuelta en Praga, azuzando a la multitud, para desplazarse al castillo de Hradcany, afrontar a los gobernadores y condes Jaroslav Borita de Martinice y Vilém Slavata de Chlum, representantes del rey Fernando. El conde Thurn-Valsassina, a quien no mucho tiempo atrás le habían sido retirados los cargos en el Sacro Imperio, propuso un juicio sumario popular en el que se acusó a los gobernadores de actuar en contra de su religión protestante.. La charada de juicio duró unos instantes y la sentencia se ejecutó de inmediato: aventar a los condes Jaroslav y Vilém, junto con el secretario Filip Fabricius, por la ventana de una sala en el tercer piso (4), ubicada aproximadamente a 20 metros de altura. Esta es la segunda defenestración de Praga.
            Ninguno de los defenestrados murió como se pretendía, los tres sobrevivieron y huyeron de inmediato para proteger sus vidas. El secretario Fabricius fue el primero que llegó a Viena para dar aviso de lo ocurrido. Mientras tanto, en Praga, el conde Thurn fue puesto al frente de un ejército de 16 mil personas y enviaron representantes diplomáticos hacia el imperio otomano, hacia Carlos Emmanuel, duque de Saboya; y, a los principados alemanes del norte que conformaban la Liga Protestante. El duque de Saboya financió al mercenario Ernst Graf von Mansfeld, quien arribó a Bohemia con dos mil hombres y entre cuyas primeras acciones fue destruir la ciudad de Pilsn, la mayor de las únicas dos ciudades católicas de Bohemia. Muy pronto, el príncipe elector Federico V, del palatinado del Rhin, apoyó también a Mansfeld y mantenía comunicación con los agentes de Saboya.
            Sin que Federico fuese advertido, su amigo el príncipe Christian de Anhalt, del palatinado Superior, esparcía la noticia de que el papa y los Habsburgo estaban desarrollando una estrategia para retornar a toda Europa hacia el catolicismo. Y que Bohemia era prueba fehaciente de ello. Asimismo, y para destruir esa amenaza, era necesario conformar una coalición de estados protestantes que incluyera a los principados alemanes, a Inglaterra y a la actual Holanda; y que, para garantizar la unidad, se coronase a Federico como rey de Bohemia quien, además, era yerno de Jaime I, rey de Inglaterra. Aparentemente, Federico fue informado de este plan hasta finales de noviembre de 1618.
            La muerte del emperador Matías, a finales de marzo de 1619, animó a los bohemios más revoltosos y, convencidos de que el momento era propicio para declarar inexistente el reinado de Fernando y proclamar a Federico como rey de Bohemia.
            Para definir la sucesión del emperador Matías, los príncipes electores fueron convocados en julio. La intriga de Christian de Anhalt cobró fuerza y los protestantes se apresuraron a extender la rebelión bohemia. Así, Moravia, Lusacia y la Austria superior se declararon contrarias a los Habsburgo. En junio, el conde Thurn se apostó a las afueras de Viena, donde residía Fernando quien pudo ser rescatado por una pequeña fuerza de caballería liderada por su hermano Leopoldo. Días después, en la batalla de Sablat, las tropas imperiales desmantelaron al ejército de Mansfeld del que solo 15 personas pudieron escapar, el resto de 13 mil fueron muertos o apresados.
            El 28 de agosto, y conocedores de la situación en Bohemia, los príncipes electores votaron por mayoría para ratificar la decisión de Matías para entronizar en el Sacro Imperio Romano al rey Fernando. Dos días antes, el 26 de agosto, los bohemios habían destronado a Fernando y elegido a Federico V como su rey, quien contuvo su aceptación hasta conocer la opinión de su suegro, el rey de Inglaterra, y la de los consejeros protestantes que, reunidos en Rothenburg, lo habían recibido cordialmente. Es interesante resaltar que los consejeros de la Liga Protestante resumieron su apreciación en 20 puntos, de los cuales 14 eran en contra y 6 a favor de aceptar la corona de Bohemia. Resaltaba, entre varias, la recomendación de no aceptar tal corona hasta que no obtuviese el apoyo de su suegro, Jaime I, y el rey de Dinamarca, Christian IV, quien era tío de la esposa de Federico, Elizabeth Estuardo.
            Se dice que Elizabeth no quería esperar y presionó a su esposo Federico para que aceptase a la brevedad, ya que el sueño de ser reina estaba a su alcance. Así, el 31 de octubre, entraron regocijantes en Praga para ser coronados. Las noticias del exterior, sin embargo, no alimentaban tal regocijo. El Rey Jaime se dijo sorprendido, públicamente, de la decisión de su yerno y lo desacreditó reconociendo a Fernando II como rey de Bohemia y Emperador del Sacro Imperio Romano; y fue más allá, propuso una embajada con los franceses para mediar entre el Sacro Imperio y Bohemia y retornar pronto a la paz. Los reyes escandinavos, aunque simpatizantes del movimiento en Bohemia, no quisieron complicarse la vida ya que cada uno estaba ocupado con asuntos regionales propios; Christian IV de Dinamarca, sostenía una disputa comercial contra el Palatinado de Hamburgo; y, Gustavo Adolfo de Suecia, sostenía su guerra contra Polonia por el control de Estonia y Latvia.
            Fernando, por su parte, había conseguido el apoyo del duque Maximiliano de Bavaria, líder de la Liga Católica, a cambio de comandar los ejércitos imperiales en Bohemia, la titularidad de las tierras ganadas en batallas y el título electoral de Federico. Así mismo, Johann Georg I, príncipe elector de Sajonia y calvinista, pactó su apoyo al emperador Fernando a cambio de incrementar su dominio hacia Lusacia. El despliegue diplomático de Felipe III en Francia e Inglaterra, aseguró la neutralidad de ambos países y presionó al archiduque Alberto y a su esposa, la Infanta Isabel, que gobernaban los Países Bajos, para poner al habilidoso general genovés, Ambrosio Spinola, al frente de un ejército que para septiembre de 1621 ya había cruzado el Rhin hacia el sur, con la única oposición de dos mil ingleses apoyados por la Unión Protestante.
            Poco antes, el duque Maximiliano había contratado al experimentado Johann Tserclaes conde de Tilly, quien avanzó sobre Austria, venciendo a todas las ciudades que se habían manifestado como anti-Habsburgo. Los ejércitos imperiales se reunieron y avanzaron sobre Bohemia y Mansfeld se concentró en Pilsn. Una terrible epidemia contuvo al ejército de Tilly que, no obstante, se desplazó hacía Praga. Ahí, Federico y Elizabeth intentaban convencer a dos embajadores ingleses de que Praga nunca sería atacada. Christian de Anhalt, con 16 mil soldados, se apostó en la Montaña Blanca y alertó a Federico para que huyese de Praga. Federico y su familia huyeron hacia Brandenburgo. En el amanecer del 20 de junio de 1621, un destacamento de caballería fue enviado a atacar un flanco del ejército bohemio. Para su sorpresa, dicho flanco no ofreció gran resistencia y el conde Tilly envió de inmediato más tropas. Los bohemios fueron incapaces de resistir los embates y, en cosa de una hora, 4 mil soldados protestantes fueron muertos con 700 bajas del lado imperial. René Descartes fue testigo de esta batalla. Al día siguiente, 47 líderes bohemios fueron sujetos a juicio, encontrando culpables a 27 de ellos que fueron ejecutados de inmediato.
            Anhalt y Thurn lograron huir. Anhalt, al paso del tiempo, pidió perdón y se le permitió regresar sin la restitución de todas sus propiedades. Thurn, se mantuvo en Suecia y, agobiado por el remordimiento, escribió un libro, su Apología, en el que intentó justificar tanto su proceder en Praga como su participación en la guerra de Bohemia. La caída de Praga no terminó con la guerra, la ambición de muchos reyes, aristócratas y banqueros hizo que los continuos esfuerzos de paz fuesen ahogados reiteradamente, lo que llevó a la consolidación del poder político en las expresiones absolutistas, de finales del siglo XVII y principios del XVIII, en Francia, Dinamarca y Suecia.
            Han sobrevivido algunos documentos de actores testigos de lo acontecido a lo largo de estos años (5), en lo particular, llama la atención los diarios de Peter Hagendorf, quien combatió a las órdenes del bávaro Gottfried Heinrich Graf zu Peppenheim; y, el de Christian II von Anhalt-Bernburg, hijo de Christian I. En ellos se describen con crudeza los horrores de esta guerra y, también, la esperanza de alcanzar pronto la paz.
            Desde recién concluidas las hostilidades, con la firma de los tres Tratados de Paz de Westfalia en 1648, y aún a lo largo de la guerra, se realizaron diferentes esfuerzos de recuentos de los sucesos, algunos para sustentar la propaganda a favor de uno u otro contendiente o para mantener la memoria histórica. El reconocimiento del impacto en el devenir universal fue reconocido en tierras tan distantes como la Nueva España, en donde don Juan de Palafox y Mendoza, arzobispo de Puebla, dio a conocer sus actividades y recuerdos del recorrido que realizó por el Sacro Imperio Romano (6), entre 1629 y 1631, como parte del séquito de la hermana del rey Felipe IV, la Infanta María Ana de España.
            Los 30 años de guerra fueron un desastre europeo: la población de Bohemia se redujo de 3 millones a 800 mil habitantes, la población de Alemania decreció de 15 millones a sólo cuatro millones; el ejército sueco destruyó más de dos mil castillos, 18 mil villas y 1500 pueblos. Estas naciones, de hecho, tardaron cien años en recuperar el nivel de desarrollo que tenían en 1618.
            Los ideólogos d la ilustración propalaron que esta guerra fue instigada, exclusivamente, por las diferencias religiosas. El teólogo luterano Joachim Betke, los contradijo muchos años atrás en la obra que compuso como reporte acerca de la caída de Alemania, Excidium Germaniae, y que plasma como una analogía entre dos pueblos hebreo y alemán, a lo largo de diversos pasajes del antiguo testamento, describiendo la situación con estas palabras: “¡Cuán miserable es el estado en que se encuentran las grandes ciudades!... ¡Cuán pequeños son los mercados de los pueblos pequeños! Los pocos que sobrevivieron a los incendios, la destrucción y el abandono, carecen de techado, estructura, puertas o ventanas. Imaginen  cómo fueron tratados los conventos, iglesias y templos: Los quemaron… los convirtieron en fosas sépticas, establos, dormitorios para las tropas y burdeles… ¡Oh Dios, cuán desastroso es el estado de los poblados!...”

(1)     Ballester y Castell, Rafael, Clío, Iniciación al Estudio de la Historia, Barcelona, Tomo I, 3ª Edición, 1924, p. 15.
(2)     Durán, Fray Diego, Historia de las Indias de Nueva-España E islas de Tierra Firme, México, Imprenta de J.M. Andrade y F. Escalante, 1867, Tomo I, p. 491.
(3)     Cooper, J. P., The New Cambridge Modern History. Volumen IV: Decline of Spain and the Thirty Years War 1609-48/59, Cambridge at the University Press., pp. 306-358.
(4)     Se dice que esta era una costumbre común en Bohemia.
(6)     Palafox y Mendoza, Juan, Diálogo Político del estado de Alemania, y comparación de España con las demás naciones. Inserto en las Obras del Ilustrissimo, EXcelentissimo, y Venerable Siervo de Dios Don Juan de Palafox y Mendoza. Tomo X. Tratados Varios, pp. 53-86, Madrid, 1762.
(7)    López Marmolejo, Alejandro, “La Guerra de los 30 años”, en Revista del Casino Español, México, Revista n° 15, diciembre 2018, pp. 20-25.






Apéndice
Los utraquistas
El principal dogma y uno de cuatro artículos de los calixtinos o husitas. Fue promulgado por primera vez en 1414 por Jacobo de Mies, profesor de filosofía de la Universidad de Praga. John Hus no fue su autor ni su exponente. Él era profesor de la universidad arriba mencionada que requería que sus bachilleres dictaran cátedra sobre las obras de un doctor de Paris, Praga, u Oxford; y, en cumplimiento de esta ley, aparentemente Hus basó sus enseñanzas en los escritos de John Wyclif, un egresado de Oxford. Las opiniones de Wyclif, que fueron la causa del utraquismo, fueron absorbidas por los estudiantes de Praga y, después de que Hus fue confinado a prisión, la influencia wyclifiana se manifestó en las exigencias de los husitas de que la Comunión se administrara bajo las dos formas como requisito para la salvación. Esta herejía fue condenada en los Concilios de Constanza, Basilea y Trento.
El utraquismo, explicado en pocas palabras, significa lo siguiente: el hombre, para ser salvado, debe recibir, la Sagrada Comunión cuándo y dónde desee, bajo las especies de pan y vino (sub utraque specie). Esto, según el líder de los husitas, es precepto divino. Porque, “Si no comiereis la carne del Hijo del hombre, y no bebiereis su sangre, no tendréis vida en vosotros” (Juan, vi, 54). Recibir sólo la Sagrada Hostia no es “beber” sino “comer” la Sangre de Cristo. Según el husita, el hecho de que se trata de un precepto Divino es aún más evidente con base en la tradición, ya que, hasta los siglos XI o XII, se ofrecían el Cáliz y la Hostia a los fieles cuando comulgaban. Si a esto se agrega que se confiere más gracia por la recepción de la Eucaristía bajo las dos especies, según sostenía Jacobo de Mies, es evidente que la Comunión “sub uraque specie” es obligatoria. Esta conclusión fue rechazada por el Concilio de Constanza. Vinieron luego las guerras de los husitas. Para lograr la paz, el Concilio de Basilea (1431) permitió la Comunión bajo ambas especies a aquellos que habían llegado al uso de razón y se encontraban en estado de gracia, con las siguientes condiciones: que los husitas confesaran que el Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divinidad de Cristo estaban presentes en su totalidad y completamente tanto bajo la especie del pan como bajo la especie del vino; y que se retractaran de su declaración de que era necesaria la Comunión bajo ambas especies para la salvación. Algunos husitas estuvieron de acuerdo con esto y se les dio el nombre de calixtinos, por su uso del Cáliz. Los otros, bajo la dirección de Ziska, llamados “taboritas”, por habitar en la cima de una montaña, se negaron y fueron derrotados por George Podiebrad en 1453, fecha a partir de la cual el utraquismo en Praga se convirtió prácticamente en un símbolo vacío. Sin embargo, todavía es una de las afirmaciones del anglicanismo y se enumera entre “Las razones evidentes en contra de la unión con la Iglesia de Roma” (Londres, 1880). La Iglesia Católica nunca ha dicho que la Comunión bajo ambas especies sea de por sí pecaminosa o herética. La Iglesia no ha ofrecido libremente el Cáliz a los laicos por reverencia hacia la Preciosa Sangre y condenó a los husitas por sostener que era esencial para la salvación, amenazando revivir así una herejía.
Los nestorianos fueron condenados en el período patrístico, y los heréticos en el Concilio de Trento, porque negaban la Presencia Real, total y completa bajo cada una de las dos especies. Los nestorianos habían negado que la Presencia Real se encontrara total y completa bajo cada especie. Según ellos, el pan contenía solamente el Cuerpo de Cristo y el vino únicamente Su Sangre. Esto es una herejía; porque, según lo anota la Iglesia (y el texto está en griego auténtico), “De manera que cualquiera que comiere este pan, o bebiere el cáliz del Señor indignamente, reo será del cuerpo y de la sangre del Señor” (I Cor., xi, 27). Sabiendo que “Cristo resucitado de entre los muertos no muere ya otra vez” (Rom., vi, 9). La separación de la carne y la sangre es la muerte, y, por consiguiente, la presencia de Cristo total y completa bajo cada una de las especies es dogma de la fe católica. La teología católica ofrece esta explicación: por las palabras de la consagración, el Cuerpo de Cristo se encuentra bajo la apariencia del pan, y Su Sangre, bajo la apariencia del vino. El Cuerpo y la Sangre, el Alma y la Divinidad de Jesucristo forman una Persona indivisible y tienen que encontrarse unidas. Esa virtud de fuerza que une el cuerpo con la sangre y viceversa, en la Eucaristía, es lo que se conoce en teología católica como concomitancia. El utraquismo tendía a deshacer este dogma porque declaraba esencial para la salvación la comunión bajo las dos especies. Esto equivalía virtualmente a negar que Cristo estuviera total y completamente presente bajo cada especie. Iba más allá, al declarar que la Comunión, la recepción de la Eucaristía, era absolutamente necesaria para la salvación.
Los teólogos distinguen entre dos tipos de necesidad: la de medio y la de precepto. Necesidad de medio es el uso absolutamente obligatorio de aquellas cosas necesarias para alcanzar un propósito. Es una “necesidad imperativa” que surge de la misma naturaleza de las cosas. La necesidad de precepto es una obligación impuesta por una orden, y por una buena razón, aquella que se prescribe y que puede dispensarse. Los husitas sostenían que la Eucaristía era un medio necesario para la salvación, de tal forma que quienes morían sin haber recibido la Eucaristía, por ejemplo, los dementes, o los jóvenes, según los husitas, no podían salvarse. Todo esto lo deducían de las palabras de Cristo: “Si no comiereis la carne del Hijo del hombre, y no bebiereis su sangre, no tendréis vida en vosotros” (Juan, vi, 54). Ahora la Iglesia católica, niega que la Eucaristía sea necesaria como medio de salvación. Ordena que los fieles reciban la Eucaristía, enfatiza su importancia, y declara que es prácticamente imposible permanecer por mucho tiempo en estado de gracia sin la recepción de este sacramento. Esto es un precepto; es posible una dispensa del mismo. Por consiguiente, si alguno muriere sin este sacramento, su condenación eterna no sería una consecuencia necesaria, sólo por esta razón. Esto queda claro a partir de la práctica de la Iglesia Primitiva. Aún cuando prevalecía la comunión bajo ambas especies, algunos recibían sólo una de las dos especies. Así solía administrarse a los enfermos, y la Iglesia nunca los ha considerado perdidos. En cuanto al texto que aparentemente obliga a comulgar bajo ambas especies, es cuestión de interpretación. La Iglesia Católica es la única intérprete autorizada de la doctrina de Cristo; a ninguna otra se le ha conferido este poder. Omitiendo aquí los muchos significados que los teólogos católicos atribuyen a este versículo. “Si no comiereis la carne del Hijo del hombre, y no bebiereis su sangre, no tendréis vida en vosotros” (Juan, vi, 54), debe anotarse que la Iglesia Católica ha declarado oficialmente que éstas palabras no hacen obligatoria la comunión bajo las dos especies. Esta conclusión se basa en la Escritura: “Quien comiere de este pan, vivirá eternamente; y el pan que yo daré, es mi misma carne, la cual daré yo para la vida o salvación del mundo” (Juan, vi, 52). Es cierto que algunos teólogos creen que se confiere más gracia con la Comunión bajo las dos especies. Sin embargo, este es un aspecto especulativo, no práctico. No afecta el dogma de la Iglesia ni es una opinión común, ni mucho menos, de todos los teólogos católicos.
B. HUGHES Transcrito por Tomas Hancil y Joseph P. Thomas Traducido por Rosario Camacho-Koppel www.catholicmedia.net

No hay comentarios:

Publicar un comentario

  Las Cosmogonías Mesoamericanas y la Creación del Espacio, el Tiempo y la Memoria     Estoy convencido de qu hay un siste...