SANTA
CATARINA
INTRODUCCIÓN
El
presente ensayo pretende acercarnos un poco más al conocimiento de la vida de
las cofradías en la ciudad de México, usé un modelo de Metodología basado en un
artículo titulado: Devoción y Crisis demográfica: la Cofradía de San Ignacio
de Loyola, 1761-1821 de Juan Javier Pescador del Colegio de México, el cual me
sirvió para componer o armar este pequeño ensayo.
A finales del siglo XVIII la cofradía de
San Ignacio de Loyola era sólo una de las veintiuna hermandades asentadas en
las catorce parroquias de la ciudad de México.(1) Esta congregación resultaba
prácticamente imperceptible entre las setenta y tres cofradías de la ciudad o
entre las 425 que tenía en total el arzobispo de México. San Ignacio no era una
cofradía destinada a promover el culto de una virgen local o a fortalecer los
lazos entre los miembros de una misma región, como en San Francisco donde
adoraban a N.S. de Aranzazu, Balvanera, el Santo Cristo de Burgos y Santiago
Apóstol. Tampoco impedía el ingreso a los integrantes de tal o cual grupo
racial como hacían las españolas y criollas. (2)
San Ignacio no dotaba huérfanas, ni tenían
sus cofrades el rango y la alcurnia de los hermanos de N.S. del Rosario, del
convento de Santo Domingo; ni corrían por su cuenta los gastos de ninguna
enfermería, lazareto u hospital, como en la Santa Veracruz con los enfermos de
la Real Cárcel de Corte, o la señora de la Bala con los leprosos de San Lázaro.
(3)A pesar de todo lo anterior, no
digo que haya sido una organización atípica, ya que a finales del s. XVIII
existían, en las parroquias de la ciudad, hermandades muy parecidas a esta;
sólo variaban en el santo a la virgen. Todas ellas tenían dos puntos en común:
primero, eran de “pobres”; y segundo, estaban destinadas a gastos de entierros
del cofrade fallecido, o sea eran de “retribución” se encargaban de pagar –al
fallecer un miembro- los derechos parroquiales que el arancel eclesiástico
fijaba para los entierros; pagaban el ataúd, la mortaja y algunas misas por el
alma del difunto.
El arzobispo Alonso Núñez de Haro y Peralta
señalaba al rey que la mayoría de estas cofradías “temporales o de retribución”
estaban asentadas en las parroquias de la ciudad; si bien muchas de las
hermandades corrían con los gastos del funeral, la estrecha relación y el
arraigo que ciertos gremios tenían hacia ciertos templos, regresaba para ellos
poco práctica la sugerencia del arzobispo, por lo que ésta se dirigía a las
hermandades de pobres que no estaban asentadas en las parroquias de la ciudad.
CONSTITUCIÓN
En 1761 Diego Guzmán y Lara, feligrés de
Santa Catarina, escribía al doctor José Becerra, juez provisor y vicario
general del arzobispado de la Ciudad de México, solicitando permiso para fundar
una Cofradía en la Parroquia de la Ínclita Virgen y Mártir Santha Catharina. La
respuesta fue favorable, el vicario general aceptó y comandó al cura de la
parroquia que elaborara las constituciones. Las constituciones de la recién
creada cofradía fijaban el nombre definitivo con el título de: “San Ignacio de Loyola y Acompañamiento
Nocturno del Santísimo Sacramento”. La fiesta titular del santo patrono
sería el domingo primero de agosto, o el día del santo, si fuere festivo. La
cofradía no pondría condiciones de raza, estado o actividad para el ingreso,
admisión de ambos sexos, eclesiásticos o seculares, españoles, castas o indios;
los hermanos contribuirían con dos reales, cada mes como “cuota o cornadillo” y dos reales de inscripción como “asiento o patente” y otro real en
semana santa para compostura del altar. (4)La
cofradía por su parte, queda obligada, al fallecer un miembro, pagar los
derechos parroquiales de la inhumación y como únicas obligaciones piadosas de
los cofrades participar en la festividad titular, en semana santa y, acompañar
al viático en sus visitas a los moribundos.
La contribución de cada hermano no rebasaba
los 3 pesos anuales, y los 20 que podían cubrir una retribución, quedaban
cubiertos en 7 años. Toda cofradía debía tener a su cargo una obra piadosa y
San Ignacio se volvió asignando inscripciones gratuitas o “patentes de balde”, “estos hermanos de farol tendrán igual derecho
que los otros que contribuyen […] para que siempre haya los 33 que acompañen,
incluido al que a de llevar el guión…” (5) Los “hermanos
de farol” costeaban la cera que alumbraba el paso del viático, y no podían
fallar más de 5 veces en un mes.
La cofradía ponía “los capingones rojos” de los acompañantes y los candiles: La
hermandad aseguraba el mantenimiento de los faroles dando patente de balde a algún
hojalatero y su esposa, pidiéndoles la compostura y arreglo de los faroles para
el “acompañamiento nocturno”. Un “celador o hermano mayor” por 100 pesos
al mes, pasaba lista. Tenía que vivir cerca de la parroquia y no tener
obligaciones después de las oraciones.
La mesa de la hermandad estaría formada por
el rector, el mayordomo, el tesorero, 8 diputados y el secretario, con 2 años
de antigüedad, el rector no se podía reelegir y los demás en una sola ocasión.
El tesorero nombraba a las personas que serían “colectores del cornadillo”. Cada colector actuaba por su cuenta y
no tenía salario fijo, llevaba una comisión del 18% de lo que captaba. (6)
Todos los bienes, alhajas y utensilios
destinados al culto de San Ignacio quedaban bajo custodia del sacristán de la
parroquia. Los “asientos o patentes”
eran una especie de inscripción o recibo que la cofradía extendía a favor del
cofrade en una hoja impresa firmada por el rector y el tesorero. Al fallecer un
hermano se le enterraba con la patente en el pecho como reliquia o escapulario
portador del santo o santa venerado. La de San Ignacio llevaba una vistosa
estampa del fundador de la Compañía de Jesús y con relación de la festividad
del Corpus Christi y el Concilio de Trento. (7)
COFRADIA DE SAN
IGNACIO DE LOYOLA
En 1795 un decreto del rey ordenaba, que
las juntas de las hermandades fueran presididas por un representante suyo.
Desde finales del s. XVIII los funcionarios del rey vieron en las
congregaciones un blanco fácil para préstamos forzosos y “graciosos donativos” que pudieran contribuir a aliviar las finanzas
reales, para tareas concretas, como guerras
o epidemias. (8)
Más de una vez entre
1795 y 1821, la confraternidad ignaciana igual que todas, tuvo que destinar
parte de su capital monetario al socorro de las empresas del rey en Europa y
Nueva España, tenían como plazo límite de entrega el tercer día de haberse
recibido la circular.
San Ignacio tenía una red de recaudación
para que sus 400 hermanas y hermanos contribuyeran con puntualidad con sus
cornadillos. Los colectores variaron de 4 a 6, entre ellos una mujer. Cada
recaudador tenía su propia clientela y su calendario; los cofrades/as podían
ser “semaneros” o “meseros”. Así, uno de los cobradores
acudía los viernes por la tarde a la Real Fábrica de Cigarros (La Antigua, en
calle parroquia desde 1769) a recoger las cuotas de las cigarreras inscritas,
todas semaneras. Sábados y domingos recogía los cornadillos de los artesanos;
entre el viernes y el domingo recogía más del 70% de sus cobros. Rendían cuenta
al tesorero de cada mes, anotando el nombre de cada uno y los adeudos
acumulados. (9)
Los brotes epidémicos causaban gran número
de bajas en breves periodos de tiempo. Las viruelas de 1779 y 1797 en la
parroquia no afectaron las finanzas y con las hambres y pestes de 1784-86 tuvo
administración financiera sana que le permitió acabar el siglo sin pérdidas, y
con saldos a su favor, que le permitieron costear en 1785 un “colateral y un
altar” dedicado a San Ignacio. (10)
El fervor religioso crecía al calor de las
epidemias, y la búsqueda de santos y vírgenes, así como rogativas y procesiones
públicas, solicitando a tal o cual imagen la clemencia del cielo. “La guerra de
Dios” llamó el presbítero Cayetano de Cabrera al “matlazáhuatl” de 1737. Y así,
no obstante los importantes brotes epidémicos, y debido a un fervor estimulados
por ellos, la cofradía terminó el s. XVIII con fuertes gastos ornamentales y,
lo que es más, iniciando en 1789 los trámites, con sus costos, de la aprobación del rey y la curia romana
para esta hermandad. En 1789 la organización admitió en sus filas a 50 hermanos
de dos cofradías, N.S. de la Caridad y N.S. de los Dolores, asentadas en la
misma parroquia de Santa Catarina, que no podían subsistir. La cofradía se
comprometió a dar mantenimiento al culto de sus imágenes. (11)
El balance negativo durante 1805 se debía a
un exceso en los gastos a las actividades religiosas cotidianas de los
cofrades. Observando la “data”
desglosada, los saldos negativos eran resultado de una lista de rubros menores:
cera, misas cantadas, música, incienso, flores, letanías, velas de sebo, lavado
de ropa de los santos, limpieza de la platería, composturas, candeleros,
manteles, etc.
En 1808 el gobernador y vicario general del
arzobispado Isidro Sáenz de Alfaro, se escandalizó al ver las cuentas y ordenó
“economizar” los gastos. Más tarde en el mismo año presentaron un saldo
favorable.
La
distribución de los gastos de 1808, reducidos a un tercio de lo que se había
gastado en promedio en los años anteriores, mostraba el carácter austero con el
que se debía volver a manejar la caja. Los rubros de cera, música e incienso y
otros se redujeron; siguiendo las instrucciones de Sáenz de Alfaro, la cofradía
sólo debía gastar en el pago de las patentes, de sus empleados, de la fiesta
para San Ignacio, las procesiones y el socorro a los hermanos que enfermasen.(12) Las opiniones del provisor
eclesiástico Juan de Cienfuegos sobre la conveniencia de tener bajo tres llaves
el dinero de las cofradías retributivas no fueron llevadas al pie de la letra,
y se puede decir que en el pecado llevan la penitencia. Al hacer el corte la
organización desfalcada y el tesorero “descubierto” por más de 10 000 mil
pesos.
En enero de 1812 la cofradía envió a Su
Majestad 500 pesos “por vía de donación
sin calidad de préstamo”, como la parte que le tocaba contribuir a los dos
millones que el rey había pedido al estado eclesiástico. El cargo de hermano
mayor tuvo que desparecer ante la falta de fondos. Ahora no había dinero ni
para comprar los sayos que vestían los hermanos del viático. (13)
En el verano de 1813 vino la peor epidemia
que sufrió la parroquia, y la ciudad. El tifo o “fiebre misteriosa” de 1813 provocó más muertes en Santa Catarina
que ninguna epidemia anterior, a diferencia de las viruelas de 1779 y 1797, que
se había ensañado sobre la población infantil, esta epidemia afectó a los
adultos. Entre junio y agosto la hermandad tuvo que pagar más de 500 patentes
con dinero que no tenía, entre mayo y diciembre asistió a sus afiliados con
casi 15 mil pesos quedándose en bancarrota. No sólo por el impacto de
mortalidad de la peste, sino porque a partir de ella, la pugna entre
autoridades eclesiásticas y sanitarias por abolir las sepulturas en las
iglesias comenzó a definirse en la creación de cementerios.
José Joaquín Fernández de Lizardi publicó
un folleto ese año abogando por la prohibición de las inhumaciones en los
templos. Calificaba en el “Periquillo Sarmiento” la decisión del ayuntamiento
de permitir las sepulturas sólo en los camposantos suburbanos como una “bella
providencia”. (14)
La cofradía terminó sus días coloniales
convertida en una asociación, sin recursos ni arbitrios para seguir
funcionando. La última parte de la riqueza acumulada en sus primeros 50 años
(1760-1810) cristalizada en la platería adquirida para el templo fue consumida
por la necesidad de saldar todas las patentes de 1813, malbaratada y vendida en
precios menores a los de su original compra. A partir de 1814 la cofradía se
negó a dar en lo sucesivo contribución directa al gobierno, en marzo de 1815 el
rector Aldana rehusó pagar los 200 pesos asignados, respondiendo que los
estragos de 1813 la habían dejado sin fondos. (15)
Las cofradías de pobres a principios del s.
XIX fueron vistas por Fernández de Lizardi quien sostenía que tales
organizaciones sólo enriquecían a la Iglesia o templo. Criticaba los excesos
con que ricos y pobres llevaban a cabo sus funerales, confundiendo el miedo a
la muerte en impenitencia final con los abusos en el culto externo de las
exequias. Se burlaba de la costumbre entre ricos y pobres de alquilar “pobres”
para acompañar al difunto en el cortejo como si hubiese sido en vida su
benefactor, la vanidad con que convidaban a los pobres del hospicio y la pompa
y lujo con que disponían la música, la iluminación y la tumba en que habían de
sepultar. Más deplorables le parecían tales excesos:
…a
proporción de estos abusos que se notan en los entierros de los ricos, se
advierten casi los mismos en los pobres; porque como éstos tienen vanidad,
quieren remedar en cuanto puedan a los ricos; No convidan a los del Hospicio,
ni a los trinitarios, ni a muchos monigotes, ni se entierran en conventos, ni
en cajón compuesto, ni hacen todo lo que aquéllos, no porque les falten ganas,
sino reales. Sin embargo hacen de su parte lo que pueden. Se llaman a otros
viejos contrahechos y despilfarrados que se dicen hermanos del Santísimo
[Sacramento]; pagan sus siete acompañados, la cruz alta, su cajoncito
ordinario, etcétera, y esto a costa del dinero que antes de los nueve días del
funeral suele hacer falta para pan a los dolientes… Pero le parecía los excesos
de los pobres que buscaban en lo posible imitar a los ricos, así, mientras
éstos solían amortajar con un sayal de San Francisco, con gracias e
indulgencias y por el que pagaban 12 pesos. Para él no debía de haber lujo ni
ostentación en los entierros, y menos cuando el dinero hacía falta. Recomendaba
a los indigentes no gastar en sus entierros sino en el “cajón” (ataúd) los
cargadores y el sepulturero. Pensaba que los beneficiados eran los párrocos,
quienes a veces se volvían “curas
interesables que saben hacer negocio con sus feligreses vivos o muertos”. (16)
CONCLUSIÓN
Las crisis demográficas llevaban más dinero
a las cajas de la iglesia, el aumento no era muy espectacular y menos de ser
proporcional al aumento real de los entierros. En 1813, las defunciones se
cuadruplicaron en relación con años anteriores, mientras que las obvenciones
parroquiales se incrementaron un 33%.
Las viruelas de 1779 hicieron que las
defunciones fueran cuatro veces mayores en tanto que los ingresos por servicios
parroquiales no llegaran a duplicarse. El parecido entre los ingresos de la
cofradía y los de la parroquia obedecieron a que ambas dependieron de la misma
clientela, la feligresía. En el caso de los niños se enterraban gratis o bien
de limosna y entre los adultos eran “pobres
de solemnidad”. (17)
La gran mayoría de los hermanos no eran muy
prósperos, como para poder pagar arbitrios, o sea un entierro digno, pero no
eran tan pobres como para no poder renunciar a pequeñas cantidades que ganaban
con vistas a tal empresa. Por las actividades económicas que se daban dentro de
esta jurisdicción parroquial, y por la manera como contribuían con sus
cornadillos cofrades/as, muchos eran trabajadores de cualquier índole. También
había gente pudiente, aunque más bien se debía a un gesto de solidaridad,
estaban matriculados hasta los padres vicarios de la parroquia, incluso el cura
párroco.
Dejando aparte a los cerca de 30 hermanos
con patente de balde y a los hermanos de la mesa directiva, el resto de los
pobres estaban definidos como los que no tenían dinero para pagar un entierro
de primera, cuando menos un funeral respetable en la parroquia. (18)Estos no tenían mucha relación
con el pueblo indigente de “léperos”.
Los documentos sobre los últimos años de la
parroquia de San Ignacio son muy escasos y evidencian el estado de decadencia
en que acabó la organización. Desde su fundación en 1761 y como le sucedió a
las cofradías que recogió en 1789, la cofradía de San Ignacio se convirtió en
una hermandad fantasmal, sólo que ella no tuvo una hermana próspera que pudiera
admitir a sus cofrades restantes. Desde su fundación y desaparición definitiva
en la cual fue vendida en 1861, pasó por momentos álgidos, una etapa de madurez
y creo que por los excesos despareció, por su corrupción y malos manejos, pero
fue una hermandad que ayudó a los pobres a rezar por sus almas y junto con
otras en la ciudad de México, desarrolló un momento crucial en la historia de
la ciudad.
(1) AGNM,
Cofradías y Archicofradías. (ver libro) materiales sin catalogar. caja 4,
vol. 8, fs. 1-2
(2) AGNM,
Cofradías y Archicofradías, caj. 35, exp. 7, 1730
(3) AGNM,
Cofradías y Archicofradías, caj. 5, exp. 2
(4) ASC,
caja 103, libro de Constituciones. Primera regla. f. 3
(5) ASC,
caja 103, libro de Constituciones. Tercera regla. f. 6
(6) ASC,
caja 104, libro de Juntas, f. s/n.
(7) AGNM,
Cofradías y Archicofradías, caja 44, exp.
(8) AGNM,
Cofradías y Archicofradías, vol. 5, exp.
(9) ASC,
caja 115, libro de colecta Bejarano, 1811.
(10) ASC, caja 115,
exp. 2.
(11) ASC, caja 104,
libro de Juntas, 1789.
(12) ASC, caja 103,
libro II de Cargo y Data, 1804.
(13) ASC, caja 104,
libro de Juntas, f. s/n, 5 de enero de 1812.
(14) Fernández de
Lizardi, José Joaquín. El periquillo sarmiento. México, UNAM, 1981.
vols. II y III.
(15) ASC, caja 118,
exp.
(16) Fernández de
Lizardi. op. cit pp. 237-238-239-341.
(17) Márquez Morfín,
Lourdes. La desigualdad ante la muerte en la ciudad de México. El tifo y
el cólera. México, siglo XXI, 1994. p. 239.
(18) ASC, libros
3-16 de entierros españoles.
|
BIBLIOGRAFÍA
AGNM,
Archivo General de la Nación, México
ASC,
Archivo Parroquial de Santa Catarina, México
Fernández
de Lizardi, José Joaquín. El periquillo sarmiento. México, UNAM, 1981.
vols. II y III.
Márquez
Morfín, Lourdes. La desigualdad ante la muerte en la ciudad de México. El
tifo y el cólera. México, siglo XXI, 1994. 360 p.
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