miércoles, 30 de enero de 2019


SANTA CATARINA



INTRODUCCIÓN



El presente ensayo pretende acercarnos un poco más al conocimiento de la vida de las cofradías en la ciudad de México, usé un modelo de Metodología basado en un artículo titulado: Devoción y Crisis demográfica: la Cofradía de San Ignacio de Loyola, 1761-1821 de Juan Javier Pescador del Colegio de México, el cual me sirvió para componer o armar este pequeño ensayo.

    A finales del siglo XVIII la cofradía de San Ignacio de Loyola era sólo una de las veintiuna hermandades asentadas en las catorce parroquias de la ciudad de México.(1) Esta congregación resultaba prácticamente imperceptible entre las setenta y tres cofradías de la ciudad o entre las 425 que tenía en total el arzobispo de México. San Ignacio no era una cofradía destinada a promover el culto de una virgen local o a fortalecer los lazos entre los miembros de una misma región, como en San Francisco donde adoraban a N.S. de Aranzazu, Balvanera, el Santo Cristo de Burgos y Santiago Apóstol. Tampoco impedía el ingreso a los integrantes de tal o cual grupo racial como hacían las españolas y criollas. (2)
    San Ignacio no dotaba huérfanas, ni tenían sus cofrades el rango y la alcurnia de los hermanos de N.S. del Rosario, del convento de Santo Domingo; ni corrían por su cuenta los gastos de ninguna enfermería, lazareto u hospital, como en la Santa Veracruz con los enfermos de la Real Cárcel de Corte, o la señora de la Bala con los leprosos de San Lázaro. (3)A pesar de todo lo anterior, no digo que haya sido una organización atípica, ya que a finales del s. XVIII existían, en las parroquias de la ciudad, hermandades muy parecidas a esta; sólo variaban en el santo a la virgen. Todas ellas tenían dos puntos en común: primero, eran de “pobres”; y segundo, estaban destinadas a gastos de entierros del cofrade fallecido, o sea eran de “retribución” se encargaban de pagar –al fallecer un miembro- los derechos parroquiales que el arancel eclesiástico fijaba para los entierros; pagaban el ataúd, la mortaja y algunas misas por el alma del difunto.
    El arzobispo Alonso Núñez de Haro y Peralta señalaba al rey que la mayoría de estas cofradías “temporales o de retribución” estaban asentadas en las parroquias de la ciudad; si bien muchas de las hermandades corrían con los gastos del funeral, la estrecha relación y el arraigo que ciertos gremios tenían hacia ciertos templos, regresaba para ellos poco práctica la sugerencia del arzobispo, por lo que ésta se dirigía a las hermandades de pobres que no estaban asentadas en las parroquias de la ciudad.

CONSTITUCIÓN

    En 1761 Diego Guzmán y Lara, feligrés de Santa Catarina, escribía al doctor José Becerra, juez provisor y vicario general del arzobispado de la Ciudad de México, solicitando permiso para fundar una Cofradía en la Parroquia de la Ínclita Virgen y Mártir Santha Catharina. La respuesta fue favorable, el vicario general aceptó y comandó al cura de la parroquia que elaborara las constituciones. Las constituciones de la recién creada cofradía fijaban el nombre definitivo con el título de: “San Ignacio de Loyola y Acompañamiento Nocturno del Santísimo Sacramento”. La fiesta titular del santo patrono sería el domingo primero de agosto, o el día del santo, si fuere festivo. La cofradía no pondría condiciones de raza, estado o actividad para el ingreso, admisión de ambos sexos, eclesiásticos o seculares, españoles, castas o indios; los hermanos contribuirían con dos reales, cada mes como “cuota o cornadillo” y dos reales de inscripción como “asiento o patente” y otro real en semana santa para compostura del altar. (4)La cofradía por su parte, queda obligada, al fallecer un miembro, pagar los derechos parroquiales de la inhumación y como únicas obligaciones piadosas de los cofrades participar en la festividad titular, en semana santa y, acompañar al viático en sus visitas a los moribundos.
    La contribución de cada hermano no rebasaba los 3 pesos anuales, y los 20 que podían cubrir una retribución, quedaban cubiertos en 7 años. Toda cofradía debía tener a su cargo una obra piadosa y San Ignacio se volvió asignando inscripciones gratuitas o “patentes de balde”, “estos hermanos de farol tendrán igual derecho que los otros que contribuyen […] para que siempre haya los 33 que acompañen, incluido al que a de llevar el guión…” (5) Los “hermanos de farol” costeaban la cera que alumbraba el paso del viático, y no podían fallar más de 5 veces en un mes.
    La cofradía ponía “los capingones rojos” de los acompañantes y los candiles: La hermandad aseguraba el mantenimiento de los faroles dando patente de balde a algún hojalatero y su esposa, pidiéndoles la compostura y arreglo de los faroles para el “acompañamiento nocturno”. Un “celador o hermano mayor” por 100 pesos al mes, pasaba lista. Tenía que vivir cerca de la parroquia y no tener obligaciones después de las oraciones.
    La mesa de la hermandad estaría formada por el rector, el mayordomo, el tesorero, 8 diputados y el secretario, con 2 años de antigüedad, el rector no se podía reelegir y los demás en una sola ocasión. El tesorero nombraba a las personas que serían “colectores del cornadillo”. Cada colector actuaba por su cuenta y no tenía salario fijo, llevaba una comisión del 18% de lo que captaba. (6)
    Todos los bienes, alhajas y utensilios destinados al culto de San Ignacio quedaban bajo custodia del sacristán de la parroquia. Los “asientos o patentes” eran una especie de inscripción o recibo que la cofradía extendía a favor del cofrade en una hoja impresa firmada por el rector y el tesorero. Al fallecer un hermano se le enterraba con la patente en el pecho como reliquia o escapulario portador del santo o santa venerado. La de San Ignacio llevaba una vistosa estampa del fundador de la Compañía de Jesús y con relación de la festividad del Corpus Christi y el Concilio de Trento. (7)

COFRADIA DE SAN IGNACIO DE LOYOLA

    En 1795 un decreto del rey ordenaba, que las juntas de las hermandades fueran presididas por un representante suyo. Desde finales del s. XVIII los funcionarios del rey vieron en las congregaciones un blanco fácil para préstamos forzosos y “graciosos donativos” que pudieran contribuir a aliviar las finanzas reales, para tareas concretas, como guerras  o epidemias. (8) Más de una vez entre 1795 y 1821, la confraternidad ignaciana igual que todas, tuvo que destinar parte de su capital monetario al socorro de las empresas del rey en Europa y Nueva España, tenían como plazo límite de entrega el tercer día de haberse recibido la circular.
    San Ignacio tenía una red de recaudación para que sus 400 hermanas y hermanos contribuyeran con puntualidad con sus cornadillos. Los colectores variaron de 4 a 6, entre ellos una mujer. Cada recaudador tenía su propia clientela y su calendario; los cofrades/as podían ser “semaneros” o “meseros”. Así, uno de los cobradores acudía los viernes por la tarde a la Real Fábrica de Cigarros (La Antigua, en calle parroquia desde 1769) a recoger las cuotas de las cigarreras inscritas, todas semaneras. Sábados y domingos recogía los cornadillos de los artesanos; entre el viernes y el domingo recogía más del 70% de sus cobros. Rendían cuenta al tesorero de cada mes, anotando el nombre de cada uno y los adeudos acumulados. (9)
    Los brotes epidémicos causaban gran número de bajas en breves periodos de tiempo. Las viruelas de 1779 y 1797 en la parroquia no afectaron las finanzas y con las hambres y pestes de 1784-86 tuvo administración financiera sana que le permitió acabar el siglo sin pérdidas, y con saldos a su favor, que le permitieron costear en 1785 un “colateral y un altar” dedicado a San Ignacio. (10)
    El fervor religioso crecía al calor de las epidemias, y la búsqueda de santos y vírgenes, así como rogativas y procesiones públicas, solicitando a tal o cual imagen la clemencia del cielo. “La guerra de Dios” llamó el presbítero Cayetano de Cabrera al “matlazáhuatl” de 1737. Y así, no obstante los importantes brotes epidémicos, y debido a un fervor estimulados por ellos, la cofradía terminó el s. XVIII con fuertes gastos ornamentales y, lo que es más, iniciando en 1789 los trámites, con sus costos,  de la aprobación del rey y la curia romana para esta hermandad. En 1789 la organización admitió en sus filas a 50 hermanos de dos cofradías, N.S. de la Caridad y N.S. de los Dolores, asentadas en la misma parroquia de Santa Catarina, que no podían subsistir. La cofradía se comprometió a dar mantenimiento al culto de sus imágenes. (11)
    El balance negativo durante 1805 se debía a un exceso en los gastos a las actividades religiosas cotidianas de los cofrades. Observando la “data” desglosada, los saldos negativos eran resultado de una lista de rubros menores: cera, misas cantadas, música, incienso, flores, letanías, velas de sebo, lavado de ropa de los santos, limpieza de la platería, composturas, candeleros, manteles, etc.
    En 1808 el gobernador y vicario general del arzobispado Isidro Sáenz de Alfaro, se escandalizó al ver las cuentas y ordenó “economizar” los gastos. Más tarde en el mismo año presentaron un saldo favorable.
La distribución de los gastos de 1808, reducidos a un tercio de lo que se había gastado en promedio en los años anteriores, mostraba el carácter austero con el que se debía volver a manejar la caja. Los rubros de cera, música e incienso y otros se redujeron; siguiendo las instrucciones de Sáenz de Alfaro, la cofradía sólo debía gastar en el pago de las patentes, de sus empleados, de la fiesta para San Ignacio, las procesiones y el socorro a los hermanos que enfermasen.(12) Las opiniones del provisor eclesiástico Juan de Cienfuegos sobre la conveniencia de tener bajo tres llaves el dinero de las cofradías retributivas no fueron llevadas al pie de la letra, y se puede decir que en el pecado llevan la penitencia. Al hacer el corte la organización desfalcada y el tesorero “descubierto” por más de 10 000 mil pesos.
    En enero de 1812 la cofradía envió a Su Majestad 500 pesos “por vía de donación sin calidad de préstamo”, como la parte que le tocaba contribuir a los dos millones que el rey había pedido al estado eclesiástico. El cargo de hermano mayor tuvo que desparecer ante la falta de fondos. Ahora no había dinero ni para comprar los sayos que vestían los hermanos del viático. (13)
    En el verano de 1813 vino la peor epidemia que sufrió la parroquia, y la ciudad. El tifo o “fiebre misteriosa” de 1813 provocó más muertes en Santa Catarina que ninguna epidemia anterior, a diferencia de las viruelas de 1779 y 1797, que se había ensañado sobre la población infantil, esta epidemia afectó a los adultos. Entre junio y agosto la hermandad tuvo que pagar más de 500 patentes con dinero que no tenía, entre mayo y diciembre asistió a sus afiliados con casi 15 mil pesos quedándose en bancarrota. No sólo por el impacto de mortalidad de la peste, sino porque a partir de ella, la pugna entre autoridades eclesiásticas y sanitarias por abolir las sepulturas en las iglesias comenzó a definirse en la creación de cementerios.
    José Joaquín Fernández de Lizardi publicó un folleto ese año abogando por la prohibición de las inhumaciones en los templos. Calificaba en el “Periquillo Sarmiento” la decisión del ayuntamiento de permitir las sepulturas sólo en los camposantos suburbanos como una “bella providencia”. (14)
    La cofradía terminó sus días coloniales convertida en una asociación, sin recursos ni arbitrios para seguir funcionando. La última parte de la riqueza acumulada en sus primeros 50 años (1760-1810) cristalizada en la platería adquirida para el templo fue consumida por la necesidad de saldar todas las patentes de 1813, malbaratada y vendida en precios menores a los de su original compra. A partir de 1814 la cofradía se negó a dar en lo sucesivo contribución directa al gobierno, en marzo de 1815 el rector Aldana rehusó pagar los 200 pesos asignados, respondiendo que los estragos de 1813 la habían dejado sin fondos. (15)
    Las cofradías de pobres a principios del s. XIX fueron vistas por Fernández de Lizardi quien sostenía que tales organizaciones sólo enriquecían a la Iglesia o templo. Criticaba los excesos con que ricos y pobres llevaban a cabo sus funerales, confundiendo el miedo a la muerte en impenitencia final con los abusos en el culto externo de las exequias. Se burlaba de la costumbre entre ricos y pobres de alquilar “pobres” para acompañar al difunto en el cortejo como si hubiese sido en vida su benefactor, la vanidad con que convidaban a los pobres del hospicio y la pompa y lujo con que disponían la música, la iluminación y la tumba en que habían de sepultar. Más deplorables le parecían tales excesos: 
    a proporción de estos abusos que se notan en los entierros de los ricos, se advierten casi los mismos en los pobres; porque como éstos tienen vanidad, quieren remedar en cuanto puedan a los ricos; No convidan a los del Hospicio, ni a los trinitarios, ni a muchos monigotes, ni se entierran en conventos, ni en cajón compuesto, ni hacen todo lo que aquéllos, no porque les falten ganas, sino reales. Sin embargo hacen de su parte lo que pueden. Se llaman a otros viejos contrahechos y despilfarrados que se dicen hermanos del Santísimo [Sacramento]; pagan sus siete acompañados, la cruz alta, su cajoncito ordinario, etcétera, y esto a costa del dinero que antes de los nueve días del funeral suele hacer falta para pan a los dolientes  Pero le parecía los excesos de los pobres que buscaban en lo posible imitar a los ricos, así, mientras éstos solían amortajar con un sayal de San Francisco, con gracias e indulgencias y por el que pagaban 12 pesos. Para él no debía de haber lujo ni ostentación en los entierros, y menos cuando el dinero hacía falta. Recomendaba a los indigentes no gastar en sus entierros sino en el “cajón” (ataúd) los cargadores y el sepulturero. Pensaba que los beneficiados eran los párrocos, quienes a veces se volvían “curas interesables que saben hacer negocio con sus feligreses vivos o muertos”. (16)

CONCLUSIÓN

    Las crisis demográficas llevaban más dinero a las cajas de la iglesia, el aumento no era muy espectacular y menos de ser proporcional al aumento real de los entierros. En 1813, las defunciones se cuadruplicaron en relación con años anteriores, mientras que las obvenciones parroquiales se incrementaron un 33%.
    Las viruelas de 1779 hicieron que las defunciones fueran cuatro veces mayores en tanto que los ingresos por servicios parroquiales no llegaran a duplicarse. El parecido entre los ingresos de la cofradía y los de la parroquia obedecieron a que ambas dependieron de la misma clientela, la feligresía. En el caso de los niños se enterraban gratis o bien de limosna y entre los adultos eran “pobres de solemnidad. (17)
    La gran mayoría de los hermanos no eran muy prósperos, como para poder pagar arbitrios, o sea un entierro digno, pero no eran tan pobres como para no poder renunciar a pequeñas cantidades que ganaban con vistas a tal empresa. Por las actividades económicas que se daban dentro de esta jurisdicción parroquial, y por la manera como contribuían con sus cornadillos cofrades/as, muchos eran trabajadores de cualquier índole. También había gente pudiente, aunque más bien se debía a un gesto de solidaridad, estaban matriculados hasta los padres vicarios de la parroquia, incluso el cura párroco.
    Dejando aparte a los cerca de 30 hermanos con patente de balde y a los hermanos de la mesa directiva, el resto de los pobres estaban definidos como los que no tenían dinero para pagar un entierro de primera, cuando menos un funeral respetable en la parroquia. (18)Estos no tenían mucha relación con el pueblo indigente de “léperos”.
    Los documentos sobre los últimos años de la parroquia de San Ignacio son muy escasos y evidencian el estado de decadencia en que acabó la organización. Desde su fundación en 1761 y como le sucedió a las cofradías que recogió en 1789, la cofradía de San Ignacio se convirtió en una hermandad fantasmal, sólo que ella no tuvo una hermana próspera que pudiera admitir a sus cofrades restantes. Desde su fundación y desaparición definitiva en la cual fue vendida en 1861, pasó por momentos álgidos, una etapa de madurez y creo que por los excesos despareció, por su corrupción y malos manejos, pero fue una hermandad que ayudó a los pobres a rezar por sus almas y junto con otras en la ciudad de México, desarrolló un momento crucial en la historia de la ciudad.
   
(1)     AGNM, Cofradías y Archicofradías. (ver libro) materiales sin catalogar. caja 4, vol. 8, fs. 1-2
(2)     AGNM, Cofradías y Archicofradías, caj. 35, exp. 7, 1730
(3)     AGNM, Cofradías y Archicofradías, caj. 5, exp. 2
(4)     ASC, caja 103, libro de Constituciones. Primera regla. f. 3
(5)     ASC, caja 103, libro de Constituciones. Tercera regla. f. 6
(6)     ASC, caja 104, libro de Juntas, f. s/n.
(7)     AGNM, Cofradías y Archicofradías, caja 44, exp. 11, f. 1, 1693
(8)     AGNM, Cofradías y Archicofradías, vol. 5, exp. 2, f. 17, 1795
(9)     ASC, caja 115, libro de colecta Bejarano, 1811.
(10) ASC, caja 115, exp. 2.
(11) ASC, caja 104, libro de Juntas, 1789.
(12) ASC, caja 103, libro II de Cargo y Data, 1804.
(13) ASC, caja 104, libro de Juntas, f. s/n, 5 de enero de 1812.
(14) Fernández de Lizardi, José Joaquín. El periquillo sarmiento. México, UNAM, 1981. vols. II y III.
(15) ASC, caja 118, exp. 5, f. s/n, marzo de 1813.
(16) Fernández de Lizardi. op. cit pp. 237-238-239-341.
(17) Márquez Morfín, Lourdes. La desigualdad ante la muerte en la ciudad de México. El tifo y el cólera. México, siglo XXI, 1994. p. 239.
(18) ASC, libros 3-16 de entierros españoles.








BIBLIOGRAFÍA

AGNM, Archivo General de la Nación, México

ASC, Archivo Parroquial de Santa Catarina, México

Fernández de Lizardi, José Joaquín. El periquillo sarmiento. México, UNAM, 1981. vols. II y III.

Márquez Morfín, Lourdes. La desigualdad ante la muerte en la ciudad de México. El tifo y el cólera. México, siglo XXI, 1994. 360 p.

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