miércoles, 27 de noviembre de 2019


LAS LEGIONES
ASÌ ERA EL BRAZO ARMADO DE ROMA

Detalle del sarcófago de Portonaccio, siglo II a.C., donde se representa una batalla (Legis Nuntius)

Cuando Roma aún era una simple ciudad-estado, ser ciudadano libre conllevaba obligaciones militares. Ciudadano era sinónimo de soldado, y como solo las clases propietarias gozaban de la condición de ciudadanía, el ejército era de corte aristocrática. En contraste, la plebe, sin medios económicos, al no ejercer derechos políticos, tampoco tenía apenas obligaciones militares.

El ejército en los inicios de Roma, por lo tanto, era fundamentalmente hoplita, a imitación de las ciudades griegas, cuyas sólidas infanterías se basaban en la disciplina y en las que cada soldado se costeaba su propio equipamiento. El penúltimo rey de origen etrusco, Servio Tulio, sistematizó por primera vez el ejército romano en el siglo VI a. C. Clasificó a los ciudadanos en cinco clases, según su fortuna y propiedades.
Tulio organizó las tropas en centurias, formadas en principio por cien hombres. Sesenta centurias constituían una legión (aunque sus efectivos oscilaron entre los 4.000 y los 6.000 hombres a lo largo de la historia). Los ciudadanos más adinerados contaban con el mejor armamento o integraban la reducida caballería que acompañaba a la legión. Todavía no era una fuerza profesional ni permanente, sino un ejército ocasional de ciudadanos que, aunque dedicados a sus tareas profesionales particulares, se alzaban en armas cuando eran requeridos para defender la ciudad.
Esto no era así en Grecia u Oriente, donde se recurría cada vez más a mercenarios. Durante el siglo V a. C. las legiones nunca fueron más de tres, y su actividad militar se limitó a las zonas cercanas a Roma. No había guerras expansivas, sino que se circunscribían a la competencia con ciudades vecinas o a simples incursiones. Esto dependía de la época del año: en verano, las tareas agrícolas cesaban y había tiempo para tomar la espada. Eran las llamadas guerras estacionales.
Soldados autofinanciados
En el siglo IV a. C. los galos invadieron el centro de Italia. El equilibrio en las ciudades de la región se alteró profundamente, y Roma fue saqueada por primera vez. Como consecuencia, su política pasó a ser expansionista, lo que supuso que los soldados lucharan cada vez más tiempo y más lejos de la ciudad. Las campañas podían ahora llegar hasta el invierno, lo que perjudicaba especialmente a los pequeños propietarios.
Para indemnizarles se introdujo el stipendium, una pequeña compensación económica que ayudaba a costear los gastos de los soldados más humildes. El ejército no perdió por ello su carácter aristocrático y de propietarios agrícolas, pero esta indemnización fue el primer paso hacia la profesionalización de las tropas. Al mismo tiempo, las guerras contra los samnitas y contra Pirro, el rey del Epiro, en los siglos IV y a principios del III a. C., hicieron que Roma abandonara el modelo hoplita y adoptara un modo de combatir más flexible, capaz de luchar con éxito tanto en campo abierto como en las montañas.
En el transcurso del siglo III a. C. se puso en tela de juicio, cada vez más, el ejército de propietarios. Comenzó el duelo con Cartago, con campañas muy largas en lugares muy alejados, y los combatientes no podían cuidar de sus haciendas. Esto, unido a que el número de ciudadanos susceptibles de ser llamados a filas era cada vez más escaso, desembocó en una crisis. La necesidad de defender los territorios ganados en la primera guerra púnica (Sicilia, Córcega y Cerdeña) con guarniciones permanentes puso en evidencia las limitaciones del sistema.
Y la situación empeoró con la segunda guerra púnica, por lo que no quedó otro remedio que reducir las exigencias económicas necesarias para formar parte del ejército. Se facilitó el acceso a la condición de ciudadano-soldado, de modo que pudieran ser reclutadas seis o siete legiones al año. En tiempos de extrema gravedad, incluso se llevó a la guerra a la plebe, a esclavos y a criminales.
Estas medidas pretendían ser provisionales, para volver a hacer más restrictiva la concesión de la ciudadanía cuando acabara la guerra con Cartago, reduciendo de nuevo el ingente de efectivos. Pero la política conquistadora de Roma tras la victoria sobre Cartago –Hispania, Macedonia, Iliria, Grecia, Galia Cisalpina…– hizo imposible volver a las anteriores cifras de reclutamiento. Se mantuvo en pie de guerra a unos sesenta mil hombres, casi un 20% de la población ciudadana, sin contar las tropas mercenarias extranjeras.
Este despliegue tuvo efectos negativos sobre la demografía y la economía agraria. Los agricultores que servían en las legiones no atendían sus propiedades, y muchos se arruinaron. Solo el botín que ocasionalmente obtenían como soldados podía compensar las penurias, pero esto no era frecuente. El resultado fue la proletarización de gran parte de ellos, con el consiguiente malestar social que empezó a envenenar la vida política de la República.
También supuso una merma de efectivos, pues su empobrecimiento les acababa excluyendo de la condición de ciudadanos, y muchos pequeños propietarios intentaron escapar del reclutamiento para no abandonar su escaso patrimonio. La ambiciosa política exterior de Roma no encajaba con un reclutamiento restrictivo.
Tierra para todos
A mediados del siglo II a. C., Roma combatía en varios frentes. El de las guerras con los celtíberos y lusitanos era particularmente duro, y con poco botín a conseguir. Si no se renunciaba al expansionismo, había que engrosar de nuevo el censo de ciudadanos-propietarios. En el año 133 a. C., el tribuno de la plebe Tiberio Graco trató de impulsar una reforma agraria, consistente en convertir a los jornaleros sin tierras en propietarios agrícolas. La idea era preservar así la paz en la sociedad, mejorar la productividad de la tierra y aumentar la cantidad de reclutas.
Pero la oposición del Senado y de los latifundistas llevó a Graco a una muerte violenta, y su proyecto nunca llegó a hacerse realidad. El cónsul Cayo Mario, en 107 a. C., solucionó el problema de otra manera: aceptó como reclutas a los hombres libres sin propiedades, hasta ese momento exentos de obligaciones militares. Dada su pobre condición, y a diferencia de los propietarios-ciudadanos, a la plebe le importaba poco pasar largos períodos fuera de casa. A cambio recibían una paga y la posibilidad de promoción social.
Además, tras su paso por el ejército eran recompensados con una parcela de tierra cultivable, convirtiéndose en propietarios y ciudadanos de pleno derecho. Graco quiso hacer a los campesinos soldados y fracasó. Mario, por el contrario, logró convertir a los soldados en campesinos con tierras. A él se deben también otras reformas importantes: introdujo la cohorte como unidad táctica legionaria, uniformizó el armamento de los soldados e intensificó el entrenamiento físico y militar, aplicando una mayor disciplina.
También suprimió, por su poca efectividad, a los vélites, o infantería ligera (jóvenes pobres, al margen de las tropas regulares, que actuaban en primera línea de combate hostigando al enemigo). Otra novedad fue la adjudicación a cada legión de un emblema propio y de su águila de plata como máxima insignia. Con ello se imbuía un espíritu de unidad a las tropas, y al mismo tiempo, esto haría que las legiones compitieran entre sí en valor y sacrificio.
El botín es lo primero
Las reformas de Mario acabaron con el ejército de propietarios y solucionaron la escasez de hombres, pero provocaron problemas nuevos. Ahora el sistema de reclutamiento estaba abierto a los pobres, con promesas de recompensas; y las legiones eran mejores y más exigentes. Era necesario un caudillaje firme, que generase adhesión entre los soldados y que velase para que los premios no faltaran cuando llegase el retiro de los veteranos. Esto hizo que el botín y las recompensas se convirtieran en lo más importante para el ejército, relegando la autoridad del Senado a un segundo plano.
Además, los generales establecieron fuertes vínculos de fidelidad con sus legiones, a las que utilizaron como instrumento para conseguir metas políticas personales. Los soldados luchaban a cambio de recompensas, lo que les convertía de hecho en mercenarios dispuestos a enfrentarse a cualquiera, incluida Roma. La relación de dependencia entre las legiones y sus generales trascendió a la República, y sembró el germen de las guerras civiles que estallaron en el siglo I a. C. Fue un período muy convulso.

Legionarios romanos representados en la Columna Trajana
El estancamiento de las conquistas exteriores paralizó el reparto de tierras entre los soldados que se licenciaban, y creció el malestar entre los legionarios. Esto fue utilizado por diferentes caudillos militares, que también eran dirigentes políticos, para luchar por sus propios intereses (el mismo Mario, Sila, Pompeyo, César, Marco Antonio y Octavio). Las promesas de recompensas por parte de los generales transformaron a las legiones en ejércitos personales.
Y entonces llegó el Imperio
Las guerras civiles pusieron la puntilla a la República, que dejó paso al Imperio. Octavio Augusto, el primer emperador, acabó con las disputas instaurando el culto imperial. Era imprescindible erradicar la politización del ejército y su fraccionamiento en bandos, por lo que solucionó definitivamente el problema de los veteranos adjudicando tierras obtenidas en nuevas conquistas. Otorgó al ejército un carácter permanente, cuidando de su fidelidad mediante oficiales escogidos; y redujo el número de fuerzas movilizadas en la última guerra civil, que le había enfrentado a Antonio.
De las casi 50 legiones existentes entre los dos bandos al fin del conflicto, Octavio se quedó con solo 28, unos 150.000 hombres, y efectivos similares de tropas auxiliares. La extensión paulatina de derechos de ciudadanía a ciertas comunidades fuera de Italia (Macedonia, Grecia, Siria, Anatolia, etc.), y las facilidades para el reclutamiento de tropas auxiliares en las provincias más alejadas del Imperio, permitieron orígenes muy variados de reclutas.
El desastre de Teoteburgo, en Germania, redujo las legiones a 25. Esta hecatombe fue una de las razones por las que Augusto frenó la política expansionista. A partir de entonces, salvo excepciones como la de Trajano en la Dacia y Mesopotamia, el Imperio se limitó a defender las fronteras del Rin, el Danubio y Siria. Las legiones se convirtieron preferentemente en guarniciones defensivas estáticas, que levantaron muros, fuertes y empalizadas.
La interrelación entre las legiones y la población local aumentó, estableciéndose lazos muy estrechos con los indígenas e intensificando su romanización. El fenómeno se reforzó al encuadrar tropas no romanas, ya que cada legión tenía un cuerpo auxiliar de soldados locales equivalente en número, aunque sin derechos ciudadanos y dirigidos por oficiales romanos (algo parecido a lo que serían las tropas coloniales europeas varios siglos después).
Estos mercenarios eran siempre varones de una misma nacionalidad, y se les trasladaba durante su largo servicio militar a las provincias más alejadas del Imperio. Así, lejos de sus compatriotas y bajo la disciplina romana, diluían su identidad y dejaban de ser una potencial amenaza de rebelión contra Roma. Pero el intento de Octavio de mantener alejado al ejército de la política fracasó a la larga.
Dado que el poder del emperador se basaba en la fidelidad militar, las legiones determinaron, mediante conspiraciones y asesinatos, la suerte de gran parte de los posteriores césares. Las dádivas, promesas y recompensas fueron la moneda de cambio con que diversos caudillos compraron la voluntad de las legiones para hacerse con el poder. Se desencadenó una gran rivalidad entre las legiones de la capital y las de las provincias. La Guardia Pretoriana, el cuerpo de elite del emperador, solía tener la mayor influencia en estos enfrentamientos.
La sociedad militarizada
Ya en el siglo III, la crisis económica en el occidente del Imperio, fruto de la devaluación de la moneda, la inflación y el colapso del comercio, afectó también a las legiones. Sus cada vez más escasos efectivos eran insuficientes para contener a los pueblos fronterizos, y la rivalidad entre las distintas facciones militares era muy desmoralizadora. La falta creciente de voluntarios propició que se alistaran los no ciudadanos.
Fue Septimio Severo quien estableció las nuevas reformas, destinadas a mantener el ejército de 350.000 hombres que estimaba necesario para defender el Imperio. Hizo más atractiva la vida militar aumentando la paga de los legionarios y otorgándoles permiso para casarse (algo ilegal hasta ese momento, aunque frecuentemente tolerado). También les permitió dedicarse a actividades agrarias o mercantiles en épocas de paz, y residir en poblaciones próximas en lugar de permanecer en el campamento.
Los legionarios pasaron así a formar parte de la vida civil y política de las ciudades, ejerciendo de administradores, magistrados locales, escribas, contables... Eran el nuevo sistema nervioso de la política y el poder. Severo introdujo igualmente un mecanismo de promoción que permitía el ascenso a lo más alto desde la condición de soldado raso. El ejército pasó a ser la única instancia que permitía medrar en función del talento y el valor, eludiendo las limitaciones sociales de la cuna.
Pronto, las barreras entre el mundo civil y el militar se difuminaron. En cierto modo, la sociedad se militarizó. Era el comienzo de una nueva era, la de los emperadores-soldado, que adquirieron un gran protagonismo en la batalla después. El hijo de Severo, el emperador Caracalla, dio un paso más en 212: extendió la ciudadanía a todos los habitantes libres del Imperio, permitiendo así que cualquier varón ingresase en el ejército.
Las diferencias entre las legiones (formadas por ciudadanos) y las tropas auxiliares (hasta entonces, nativos sin ciudadanía) fueron desapareciendo paulatinamente. La presencia aristocrática en la milicia se diluyó hasta evaporarse. A mediados del siglo III, las luchas por el poder y los golpes de Estado eran constantes. Por el norte aumentaba la presión de los germanos, que ya traspasaban casi impunemente el Rin y el Danubio (las guarniciones permanentes de las fronteras resultaron inútiles).

Relieve de un soldado pretoriano procedente de Pérgamo (Turquía)
Con tantos frentes abiertos, Roma tuvo que adoptar una actitud defensiva que evitara la invasión extranjera. Para acudir con rapidez adonde fuese necesario se crearon legiones móviles, ubicadas cerca del emperador o en lugares estratégicos. Mientras las tropas fronterizas se fueron convirtiendo en una milicia de campesinos que podían alzar las armas ocasionalmente, en el corazón de Roma se articulaba la selecta fuerza móvil, con abundante caballería.
Fue Diocleciano quien, a finales del siglo III, creó este ejército móvil. Logró aumentar los soldados a 600.000, haciendo que la condición militar fuese hereditaria. También reforzó las fronteras, y estableció los cupos obligatorios de hombres que debían aportar las provincias. En caso de no hacerlo, la provincia infractora debía pagar, financiando así la contratación de mercenarios. Sin embargo, este gran esfuerzo militar supuso nuevos impuestos, lo que empobreció aún más a la población.
Por otra parte, temeroso de los golpes de Estado, Diocleciano también evitó que hubiera grandes concentraciones de tropas en manos de pocos generales. En el siglo IV, Constantino desarrolló las ideas de Diocleciano. A raíz de la experiencia adquirida en el combate contra germanos y persas, aumentó la caballería y mejoró su armadura. También renovó el armamento de la infantería, ahora con un hacha y una espada de doble filo y mayor tamaño. Asimismo, se incrementó la movilidad del ejército, ahora capaz de desplazarse más rápidamente.
En realidad, Diocleciano estaba convencido de que el verdadero peligro residía en las posibles sublevaciones internas y guerras civiles, por lo que precisaba tener su ejército cerca y controlado. Sin embargo, la falta de soldados era ya una constante. Lo suplió con la utilización cada vez mayor de las llamadas tropas federadas (germanos al servicio de Roma), algo que sus sucesores incrementaron progresivamente.
A finales del siglo IV, a pesar de los vanos intentos de frenar la descomposición interna del Imperio, los germanos (fuesen amigos o enemigos de Roma) ya campaban a sus anchas en Occidente. A falta de paga, las guarniciones romanas se dispersaron y disolvieron, y los bárbaros traspasaron masivamente las fronteras. Cuando fue depuesto el último emperador en el año 476, hacía ya tiempo que las legiones romanas como tales habían dejado de existir. El lento ocaso de Roma fue parejo al de su ejército, poniendo en evidencia la interrelación de sus respectivas historias.
Este artículo se publicó en el número 513 de la revista Historia y Vida. ¿Tienes algo que aportar? Escríbenos a redaccionhyv@historiayvida.com.






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