LAS LEGIONES
ASÌ ERA EL BRAZO
ARMADO DE ROMA
Detalle del
sarcófago de Portonaccio, siglo II a.C., donde se representa una batalla (Legis
Nuntius)
Cuando Roma aún
era una simple ciudad-estado, ser ciudadano libre conllevaba obligaciones
militares. Ciudadano era sinónimo de soldado, y como solo las clases
propietarias gozaban de la condición de ciudadanía, el ejército era de corte
aristocrática. En contraste, la
plebe, sin medios
económicos, al no ejercer derechos políticos, tampoco tenía apenas obligaciones
militares.
El ejército en los
inicios de Roma, por lo tanto, era fundamentalmente hoplita, a imitación de las
ciudades griegas, cuyas sólidas infanterías se basaban en la disciplina y en
las que cada soldado se costeaba su propio equipamiento. El penúltimo rey
de origen etrusco, Servio Tulio, sistematizó por primera vez el ejército romano
en el siglo VI a. C. Clasificó a los ciudadanos en cinco clases, según su
fortuna y propiedades.
Tulio organizó las tropas en
centurias, formadas en principio por cien hombres. Sesenta centurias
constituían una legión (aunque sus efectivos oscilaron entre los 4.000 y los
6.000 hombres a lo largo de la historia). Los ciudadanos más adinerados contaban
con el mejor armamento o integraban la reducida caballería que acompañaba
a la legión. Todavía no era una fuerza profesional ni permanente, sino un
ejército ocasional de ciudadanos que, aunque dedicados a sus tareas
profesionales particulares, se alzaban en armas cuando eran requeridos para
defender la ciudad.
Esto no era así en Grecia u
Oriente, donde se recurría cada vez más a mercenarios. Durante el siglo V
a. C. las legiones nunca fueron más de tres, y su actividad militar se limitó a
las zonas cercanas a Roma. No había guerras expansivas, sino que se
circunscribían a la competencia con ciudades vecinas o a simples incursiones.
Esto dependía de la época del año: en verano, las tareas agrícolas cesaban y
había tiempo para tomar la espada. Eran las llamadas guerras estacionales.
Soldados
autofinanciados
En el siglo IV a.
C. los galos invadieron el centro de
Italia. El equilibrio en las ciudades de la región se alteró profundamente,
y Roma fue saqueada por primera vez. Como consecuencia, su política pasó a
ser expansionista, lo que supuso que los soldados lucharan cada vez más tiempo
y más lejos de la ciudad. Las campañas podían ahora llegar hasta el invierno,
lo que perjudicaba especialmente a los pequeños propietarios.
Para indemnizarles se
introdujo el stipendium, una pequeña compensación económica que
ayudaba a costear los gastos de los soldados más humildes. El ejército no
perdió por ello su carácter aristocrático y de propietarios agrícolas, pero
esta indemnización fue el primer paso hacia la profesionalización de las
tropas. Al mismo tiempo, las guerras contra los samnitas y contra Pirro, el rey del
Epiro, en los siglos IV y a principios del III a. C., hicieron que Roma
abandonara el modelo hoplita y adoptara un modo de combatir más flexible,
capaz de luchar con éxito tanto en campo abierto como en las montañas.
En el transcurso del siglo
III a. C. se puso en tela de juicio, cada vez más, el ejército de propietarios.
Comenzó el duelo con Cartago,
con campañas muy largas en lugares muy alejados, y los combatientes no
podían cuidar de sus haciendas. Esto, unido a que el número de ciudadanos
susceptibles de ser llamados a filas era cada vez más escaso, desembocó en una
crisis. La necesidad de defender los territorios ganados en la primera guerra
púnica (Sicilia, Córcega y Cerdeña) con guarniciones permanentes puso en
evidencia las limitaciones del sistema.
Y la situación
empeoró con la segunda
guerra púnica, por lo que no
quedó otro remedio que reducir las exigencias económicas necesarias para formar
parte del ejército. Se facilitó el acceso a la condición de ciudadano-soldado,
de modo que pudieran ser reclutadas seis o siete legiones al año. En
tiempos de extrema gravedad, incluso se llevó a la guerra a la plebe, a
esclavos y a criminales.
Estas medidas
pretendían ser provisionales, para volver a hacer más restrictiva la concesión
de la ciudadanía cuando acabara la guerra con Cartago, reduciendo de nuevo el
ingente de efectivos. Pero la política conquistadora de Roma tras la
victoria sobre Cartago –Hispania, Macedonia, Iliria, Grecia, Galia Cisalpina…–
hizo imposible volver a las anteriores cifras de reclutamiento. Se mantuvo en
pie de guerra a unos sesenta mil hombres, casi un 20% de la población
ciudadana, sin contar las tropas mercenarias extranjeras.
Este despliegue
tuvo efectos negativos sobre la demografía y la economía agraria. Los
agricultores que servían en las legiones no atendían sus propiedades, y muchos
se arruinaron. Solo el botín que ocasionalmente obtenían como soldados
podía compensar las penurias, pero esto no era frecuente. El resultado fue la
proletarización de gran parte de ellos, con el consiguiente malestar social que
empezó a envenenar la vida política de la República.
También supuso una merma de
efectivos, pues su empobrecimiento les acababa excluyendo de la condición de
ciudadanos, y muchos pequeños propietarios intentaron escapar del reclutamiento
para no abandonar su escaso patrimonio. La ambiciosa política exterior de
Roma no encajaba con un reclutamiento restrictivo.
Tierra
para todos
A mediados del
siglo II a. C., Roma combatía en varios frentes. El de las guerras con los
celtíberos y lusitanos era particularmente duro, y con poco botín a conseguir.
Si no se renunciaba al expansionismo, había que engrosar de nuevo el censo de
ciudadanos-propietarios. En el año 133 a. C., el tribuno de la plebe Tiberio
Graco trató de impulsar una reforma agraria, consistente en convertir a
los jornaleros sin tierras en propietarios agrícolas. La idea era preservar así
la paz en la sociedad, mejorar la productividad de la tierra y aumentar la
cantidad de reclutas.
Pero la oposición
del Senado y de los latifundistas llevó a Graco a una muerte violenta, y su
proyecto nunca llegó a hacerse realidad. El cónsul Cayo Mario, en 107 a. C.,
solucionó el problema de otra manera: aceptó como reclutas a los hombres
libres sin propiedades, hasta ese momento exentos de obligaciones
militares. Dada su pobre condición, y a diferencia de los
propietarios-ciudadanos, a la plebe le importaba poco pasar largos períodos
fuera de casa. A cambio recibían una paga y la posibilidad de promoción social.
Además, tras su
paso por el ejército eran recompensados con una parcela de tierra cultivable,
convirtiéndose en propietarios y ciudadanos de pleno derecho. Graco quiso
hacer a los campesinos soldados y fracasó. Mario, por el contrario, logró
convertir a los soldados en campesinos con tierras. A él se deben también otras
reformas importantes: introdujo la cohorte como unidad táctica legionaria,
uniformizó el armamento de los soldados e intensificó el entrenamiento físico y
militar, aplicando una mayor disciplina.
También suprimió,
por su poca efectividad, a los vélites, o infantería ligera (jóvenes pobres, al
margen de las tropas regulares, que actuaban en primera línea de combate hostigando
al enemigo). Otra novedad fue la adjudicación a cada legión de un emblema
propio y de su águila de plata como máxima insignia. Con ello se imbuía un
espíritu de unidad a las tropas, y al mismo tiempo, esto haría que las legiones
compitieran entre sí en valor y sacrificio.
El
botín es lo primero
Las reformas de
Mario acabaron con el ejército de propietarios y solucionaron la escasez de
hombres, pero provocaron problemas nuevos. Ahora el sistema de reclutamiento
estaba abierto a los pobres, con promesas de recompensas; y las legiones eran
mejores y más exigentes. Era necesario un caudillaje firme, que generase
adhesión entre los soldados y que velase para que los premios no faltaran
cuando llegase el retiro de los veteranos. Esto hizo que el botín y las recompensas
se convirtieran en lo más importante para el ejército, relegando la autoridad
del Senado a un segundo plano.
Además, los generales
establecieron fuertes vínculos de fidelidad con sus legiones, a las que
utilizaron como instrumento para conseguir metas políticas personales. Los
soldados luchaban a cambio de recompensas, lo que les convertía de hecho en
mercenarios dispuestos a enfrentarse a cualquiera, incluida Roma. La relación
de dependencia entre las legiones y sus generales trascendió a la República, y
sembró el germen de las guerras civiles que estallaron en el siglo I a. C. Fue
un período muy convulso.
Legionarios romanos representados en la
Columna Trajana
El estancamiento de las
conquistas exteriores paralizó el reparto de tierras entre los soldados que se
licenciaban, y creció el malestar entre los legionarios. Esto fue utilizado por
diferentes caudillos militares, que también eran dirigentes políticos, para
luchar por sus propios intereses (el mismo Mario, Sila, Pompeyo, César, Marco
Antonio y Octavio). Las promesas de recompensas por parte de los
generales transformaron a las legiones en ejércitos personales.
Y
entonces llegó el Imperio
Las guerras
civiles pusieron la puntilla a la República, que dejó paso al Imperio. Octavio
Augusto, el primer emperador, acabó con las disputas instaurando el culto
imperial. Era imprescindible erradicar la politización del ejército y su
fraccionamiento en bandos, por lo que solucionó definitivamente el problema de
los veteranos adjudicando tierras obtenidas en nuevas conquistas. Otorgó al
ejército un carácter permanente, cuidando de su fidelidad mediante oficiales
escogidos; y redujo el número de fuerzas movilizadas en la última guerra civil,
que le había enfrentado a Antonio.
De las casi 50
legiones existentes entre los dos bandos al fin del conflicto, Octavio se
quedó con solo 28, unos 150.000 hombres, y efectivos similares de tropas
auxiliares. La extensión paulatina de derechos de ciudadanía a ciertas comunidades
fuera de Italia (Macedonia, Grecia, Siria, Anatolia, etc.), y las facilidades
para el reclutamiento de tropas auxiliares en las provincias más alejadas del
Imperio, permitieron orígenes muy variados de reclutas.
El desastre de
Teoteburgo, en Germania, redujo las
legiones a 25. Esta hecatombe fue una de las razones por las que Augusto
frenó la política expansionista. A partir de entonces, salvo excepciones como
la de Trajano en la Dacia y Mesopotamia, el Imperio se limitó a defender las
fronteras del Rin, el Danubio y Siria. Las legiones se convirtieron
preferentemente en guarniciones defensivas estáticas, que levantaron muros,
fuertes y empalizadas.
La interrelación
entre las legiones y la población local aumentó, estableciéndose lazos muy
estrechos con los indígenas e intensificando su romanización. El fenómeno se
reforzó al encuadrar tropas no romanas, ya que cada legión tenía un cuerpo
auxiliar de soldados locales equivalente en número, aunque sin derechos
ciudadanos y dirigidos por oficiales romanos (algo parecido a lo que serían las
tropas coloniales europeas varios siglos después).
Estos mercenarios
eran siempre varones de una misma nacionalidad, y se les trasladaba durante su
largo servicio militar a las provincias más alejadas del Imperio. Así, lejos de
sus compatriotas y bajo la disciplina romana, diluían su identidad y dejaban de
ser una potencial amenaza de rebelión contra Roma. Pero el intento de
Octavio de mantener alejado al ejército de la política fracasó a la larga.
Dado que el poder del
emperador se basaba en la fidelidad militar, las legiones determinaron,
mediante conspiraciones y asesinatos, la suerte de gran parte de los
posteriores césares. Las dádivas, promesas y recompensas fueron la moneda de
cambio con que diversos caudillos compraron la voluntad de las legiones para
hacerse con el poder. Se desencadenó una gran rivalidad entre las legiones
de la capital y las de las provincias. La Guardia Pretoriana, el cuerpo de
elite del emperador, solía tener la mayor influencia en estos enfrentamientos.
La
sociedad militarizada
Ya en el siglo
III, la crisis económica en el occidente del Imperio, fruto de la devaluación
de la moneda, la inflación y el colapso del comercio, afectó también a las
legiones. Sus cada vez más escasos efectivos eran insuficientes para contener a
los pueblos fronterizos, y la rivalidad entre las distintas facciones militares
era muy desmoralizadora. La falta creciente de voluntarios propició
que se alistaran los no ciudadanos.
Fue Septimio
Severo quien estableció las nuevas reformas, destinadas a mantener el ejército
de 350.000 hombres que estimaba necesario para defender el Imperio. Hizo más
atractiva la vida militar aumentando la paga de los legionarios y otorgándoles
permiso para casarse (algo ilegal hasta ese momento, aunque frecuentemente
tolerado). También les permitió dedicarse a actividades agrarias o mercantiles
en épocas de paz, y residir en poblaciones próximas en lugar de permanecer en
el campamento.
Los legionarios
pasaron así a formar parte de la vida civil y política de las ciudades,
ejerciendo de administradores, magistrados locales, escribas, contables... Eran
el nuevo sistema nervioso de la política y el poder. Severo introdujo
igualmente un mecanismo de promoción que permitía el ascenso a lo más alto desde
la condición de soldado raso. El ejército pasó a ser la única instancia que
permitía medrar en función del talento y el valor, eludiendo las limitaciones
sociales de la cuna.
Pronto,
las barreras entre el mundo civil y el militar se difuminaron. En cierto
modo, la sociedad se militarizó. Era el comienzo de una nueva era, la de los
emperadores-soldado, que adquirieron un gran protagonismo en la batalla
después. El hijo de Severo, el emperador Caracalla, dio un paso más en 212:
extendió la ciudadanía a todos los habitantes libres del Imperio, permitiendo
así que cualquier varón ingresase en el ejército.
Las diferencias
entre las legiones (formadas por ciudadanos) y las tropas auxiliares (hasta
entonces, nativos sin ciudadanía) fueron desapareciendo paulatinamente. La
presencia aristocrática en la milicia se diluyó hasta evaporarse. A mediados
del siglo III, las luchas por el poder y los golpes de Estado eran
constantes. Por el norte aumentaba la presión de los germanos, que ya
traspasaban casi impunemente el Rin y el Danubio (las guarniciones permanentes
de las fronteras resultaron inútiles).
Relieve de un soldado pretoriano
procedente de Pérgamo (Turquía)
Con tantos frentes
abiertos, Roma tuvo que adoptar una actitud defensiva que evitara la invasión
extranjera. Para acudir con rapidez adonde fuese necesario se crearon legiones
móviles, ubicadas cerca del emperador o en lugares estratégicos. Mientras
las tropas fronterizas se fueron convirtiendo en una milicia de
campesinos que podían alzar las armas ocasionalmente, en el corazón de
Roma se articulaba la selecta fuerza móvil, con abundante caballería.
Fue Diocleciano
quien, a finales del siglo III, creó este ejército móvil. Logró aumentar
los soldados a 600.000, haciendo que la condición militar fuese hereditaria.
También reforzó las fronteras, y estableció los cupos obligatorios de hombres
que debían aportar las provincias. En caso de no hacerlo, la provincia
infractora debía pagar, financiando así la contratación de mercenarios. Sin
embargo, este gran esfuerzo militar supuso nuevos impuestos, lo que empobreció
aún más a la población.
Por otra parte,
temeroso de los golpes de Estado, Diocleciano también evitó que hubiera grandes
concentraciones de tropas en manos de pocos generales. En el siglo
IV, Constantino desarrolló las ideas de Diocleciano. A raíz de la
experiencia adquirida en el combate contra germanos y persas, aumentó la
caballería y mejoró su armadura. También renovó el armamento de la infantería,
ahora con un hacha y una espada de doble filo y mayor tamaño. Asimismo, se
incrementó la movilidad del ejército, ahora capaz de desplazarse más
rápidamente.
En realidad,
Diocleciano estaba convencido de que el verdadero peligro residía en las
posibles sublevaciones internas y guerras civiles, por lo que precisaba
tener su ejército cerca y controlado. Sin embargo, la falta de soldados era ya
una constante. Lo suplió con la utilización cada vez mayor de las llamadas
tropas federadas (germanos al servicio de Roma), algo que sus sucesores
incrementaron progresivamente.
A finales del
siglo IV, a pesar de los vanos intentos de frenar la descomposición interna del
Imperio, los germanos (fuesen amigos o enemigos de Roma) ya campaban a sus
anchas en Occidente. A falta de paga, las guarniciones romanas se dispersaron y
disolvieron, y los bárbaros traspasaron masivamente las fronteras.
Cuando fue depuesto el último emperador en el año 476, hacía ya tiempo que
las legiones romanas como tales habían dejado de existir. El lento ocaso de
Roma fue parejo al de su ejército, poniendo en evidencia la interrelación de
sus respectivas historias.
Este artículo se publicó en el número 513 de la revista Historia
y Vida. ¿Tienes algo que aportar? Escríbenos a redaccionhyv@historiayvida.com.
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