CUENTOS, NARRACIONES Y NOVELAS
ESPAÑOLES
Los cuentos vagabundos
Ana María Matute
Pocas cosas
existen tan cargadas de magia como las palabras de un cuento. Ese cuento breve,
lleno de sugerencias, dueño de un extraño poder que arrebata y pone alas hacia
mundos donde no existen ni el suelo ni el cielo. Los cuentos representan uno de
los aspectos más inolvidables e intensos de la primera infancia. Todos los
niños del mundo han escuchado cuentos. Ese cuento que no debe escribirse y
lleva de voz en voz paisajes y figuras, movidos más por la imaginación del
oyente que por la palabra del narrador.
He llegado a creer
que solamente existen media docena de cuentos. Pero los cuentos son viajeros
impenitentes. Las alas de los cuentos van más allá y más rápido de lo que
lógicamente pueda creerse. Son los pueblos, las aldeas, los que reciben a los
cuentos. Por la noche, suavemente, y en invierno. Son como el viento que se
filtra, gimiendo, por las rendijas de las puertas. Que se cuela, hasta los
huesos, con un estremecimiento sutil y hondo. Hay, incluso, ciertos cuentos que
casi obligan a abrigarse más, a arrebujarse junto al fuego, con las manos
escondidas y los ojos cerrados.
Los pueblos, digo,
los reciben de noche. Desde hace miles de años que llegan a través de las
montañas, y duermen en las casas, en los rincones del granero, en el fuego. De
paso, como peregrinos. Por eso son los viejos, desvelados y nostálgicos,
quienes los cuentan.
Los cuentos son
renegados, vagabundos, con algo de la inconsciencia y crueldad infantil, con
algo de su misterio. Hacen llorar o reír, se olvidan de donde nacieron, se
adaptan a los trajes y a las costumbres de allí donde los reciben. Sí,
realmente, no hay más de media docena de cuentos. Pero ¡cuántos hijos van
dejándose por el camino!
Mi abuela me
contaba, cuando yo era pequeña, la historia de la Niña de Nieve. Esta niña de
nieve, en sus labios, quedaba irremisiblemente emplazada en aquel paisaje de
nuestras montañas, en una alta sierra de la vieja Castilla. Los campesinos del
cuento eran para mí una pareja de labradores de tez oscura y áspera, de
lacónicas palabras y mirada perdida, como yo los había visto en nuestra tierra.
Un día el campesino de este cuento vio nevar. Yo veía entonces, con sus ojos,
un invierno serrano, con esqueletos negros de árboles cubiertos de humedad, con
centelleo de estrellas. Veía largos caminos, montañas arriba, y aquel cielo
gris, con sus largas nubes, que tenían un relieve de piedras. El hombre del
cuento, que vio nevar, estaba muy triste porque no tenía hijos. Salió a la nieve,
y, con ella, hizo una niña. Su mujer le miraba desde la ventana. Mi abuela
explicaba: «No le salieron muy bien los pies. Entró en la casa y su mujer le
trajo una sartén. Así, los moldearon lo mejor que pudieron.» La imagen no puede
ser más confusa. Sin embargo, para mí, en aquel tiempo, nada había más natural.
Yo veía perfectamente a la mujer, que traía una sartén negra como el hollín.
Sobre ella la nieve de la niña resaltaba blanca, viva. Y yo seguía viendo,
claramente, cómo el viejo campesino moldeaba los pequeños pies. «La niña empezó
entonces a hablar», continuaba mi abuela. Aquí se obraba el milagro del cuento.
Su magia inundaba el corazón con una lluvia dulce, punzante. Y empezaba a
temblar un mundo nuevo e inquieto. Era también tan natural que la niña de nieve
empezase a hablar… En labios de mi abuela, dentro del cuento y del paisaje, no
podía ser de otro modo. Mi abuela decía, luego, que la niña de nieve creció
hasta los siete años. Pero llegó la noche de San Juan. En el cuento, la noche
de San Juan tiene un olor, una temperatura y una luz que no existen en la
realidad. La noche de San Juan es una noche exclusivamente para los cuentos. En
el que ahora me ocupa también hubo hogueras, como es de rigor. Y mi abuela me
decía: «Todos los niños saltaban por encima del fuego, pero la niña de nieve
tenía miedo. Al fin, tanto se burlaron de ella, que se decidió. Y entonces,
¿sabes qué es lo que le pasó a la niña de nieve?» Sí, yo lo imaginaba bien. La
veía volverse blanda, hasta derretirse. Desaparecería para siempre. «¿Y no
apagaba el fuego?», preguntaba yo, con un vago deseo. ¡Ah!, pero eso mi abuela
no lo sabía. Sólo sabía que los ancianos campesinos lloraron mucho la pérdida
de su pequeña niña.
No hace mucho
tiempo me enteré de que el cuento de la Niña de Nieve, que mi abuela recogiera
de labios de la suya, era en realidad una antigua leyenda ucraniana. Pero ¡qué
diferente, en labios de mi abuela, a como la leí! La niña de nieve atravesó
montañas y ríos, calzó altas botas de fieltro, zuecos, fue descalza o con
abarcas, vistió falda roja o blanca, fue rubia o de cabello negro, se adornó
con monedas de oro o botones de cobre, y llegó a mí, siendo niña, con justillo
negro y rodetes de trenza arrollados a los lados de la cabeza. La niña de nieve
se iría luego, digo yo, como esos pájaros que buscan eternamente, en los
cuentos, los fabulosos países donde brilla siempre el sol. Y allí, en vez de
fundirse y desaparecer, seguirá viva y helada, con otro vestido, otra lengua,
convirtiéndose en agua todos los días sobre ese fuego que, bien sea en un
bosque, bien en un hogar cualquiera, está encendiéndose todos los días para
ella. El cuento de la niña de nieve, como el cuento del hermano bueno y el
hermano malo, como el del avaro y el del tercer hijo tonto, como el de la madrastra
y el hada buena, viajará todos los días y a través de todas las tierras. Allí a
la aldea donde no se conocía el tren, el cuento caminando.
El cuento es
astuto. Se filtra en el vino, en las lenguas de las viejas, en las historias de
los santos. Se vuelve melodía torpe en la garganta de un caminante que bebe en
la taberna y toca la bandurria. Se esconde en los cruces de los caminos, en los
cementerios, en la oscuridad de los pajares. El cuento se va, pero deja sus
huellas. Y aun las arrastra por el camino, como van ladrando los perros tras
los carros, carretera adelante.
El cuento llega y
se marcha por la noche, llevándose debajo de las alas la rara zozobra de los
niños. A escondidas, pegándose al frío y a las cunetas, va huyendo. A veces
pícaro, o inocente, o cruel. O alegre, o triste. Siempre, robando una
nostalgia, con su viejo corazón de vagabundo.
FIN
https://ciudadseva.com/texto/los-cuentos-vagabundos/
El entierro de la sardina
[Cuento - Texto completo.]
Leopoldo (Clarín) Alas
Rescoldo, o mejor,
la Pola de Rescoldo, es una ciudad de muchos vecinos; está situada en la falda
Norte de una sierra muy fría, sierra bien poblada de monte bajo, donde se
prepara en gran abundancia carbón de leña, que es una de las principales
riquezas con que se industrian aquellos honrados montañeses. Durante gran parte
del año, los polesos dan diente con diente, y muchas patadas en el suelo para
calentar los pies; pero este rigor del clima no les quita el buen humor cuando
llegan las fiestas en que la tradición local manda divertirse de firme.
Rescoldo tiene obispado, juzgado de primera instancia, instituto de segunda
enseñanza agregado al de la capital; pero la gala, el orgullo del pueblo, es el
paseo de los Negrillos, bosque secular, rodeado de prados y jardines que el
Municipio cuida con relativo esmero. Allí se celebran por la primavera las
famosas romerías de Pascua, y las de San Juan y Santiago en el verano. Entonces
los árboles, vestidos de reluciente y fresco verdor, prestan con él sombra a
las cien meriendas improvisadas, y la alegría de los consumidores parece
protegida y reforzada por la benigna temperatura, el cielo azul, la enramada
poblada de pájaros siempre gárrulos y de francachela. Pero la gracia está en
mostrar igual humor, el mismo espíritu de broma y fiesta, y, más si cabe, allá,
en Febrero, el miércoles de Ceniza, a media noche, en aquel mismo bosque, entre
los troncos y las ramas desnudas, escuetas, sobre un terreno endurecido por la
escarcha, a la luz rojiza de antorchas pestilentes. En general, Rescoldo es
pueblo de esos que se ha dado en llamar levíticos; cada día mandan allí más
curas y frailes; el teatrillo que hay casi siempre está cerrado, y cuando se
abre le hace la guerra un periódico ultramontano, que es la Sibila de Rescoldo.
Vienen con frecuencia, por otoño y por invierno, misioneros de todos los
hábitos, y parecen tristes grullas que van cantando lor guai per l’aer
bruno.
Pasan ellos, y
queda el terror de la tristeza, del aburrimiento que siembran, como campo de
sal, sobre las alegrías e ilusiones de la juventud polesa. Las niñas casaderas
que en la primavera alegraban los Negrillos con su cáchara y su hermosura,
parece que se han metido todas en el convento; no se las ve como no sea en la
catedral o en las Carmelitas, en novenas y más novenas. Los muchachos que no se
deciden a despreciar los placeres de esta vida efímera cogen el cielo con las
manos y calumnian al clero secular y regular, indígena y transeúnte, que tiene
la culpa de esta desolación de honesto recreo.
Mas como quiera
que esta piedad colectiva tiene algo de rutina, es mecánica, en cierto sentido;
los naturales enemigos de las expansiones y del holgorio tienen que transigir
cuando llegan las fiestas tradicionales; porque así como por hacer lo que
siempre se hizo, las familias son religiosas a la manera antigua, así también
las romerías de Pascua y de San Juan y Santiago se celebran con estrépito y
alegría, bailes, meriendas, regocijos al aire libre, inevitables ocasiones de
pecar, no siempre vencidas desde tiempo inmemorial. No parecen las mismas las
niñas vestidas de blanco, rosa y azul, que ríen y bailan en los Negrillos sobre
la fresca hierba, y las que en otoño y en invierno, muy de obscuro, muy
tapadas, van a las novenas y huyen de bailes, teatros y paseos.
Pero no es eso lo
peor, desde el punto de vista de los misioneros; lo peor es Antruejo. Por lo
mismo que el invierno está entregado a los levitas, y es un desierto de
diversiones públicas, se toma el Carnaval como un oasis, y allí se apaga la sed
de goces con ansia de borrachera, apurando hasta las heces la tan desacreditada
copa del placer, que, según los frailes, tiene miel en los bordes y veneno en
el fondo. En lo que hace mal el clero apostólico es en hablar a las jóvenes
polesas del hastío que producen la alegría mundana, los goces materiales;
porque las pobres muchachas siempre se quedan a media miel. Cuando más se están
divirtiendo llega la ceniza… y, adiós concupiscencia de bailes, máscaras,
bromas y algazara. Viene la reacción del terror… triste, y todo se vuelve
sermones, ayunos, vigilias, cuarenta horas, estaciones, rosarios…
En Rescoldo,
Antruejo dura lo que debe durar tres días: domingo, lunes y martes; el
miércoles de Ceniza nada de máscaras… se acabó Carnaval, memento homo,
arrepentimiento y tente tieso… ¡pobres niñas polesas! Pero ¡ay!, amigo, llega
la noche… el último relámpago de locura, la agonía del pecado que da el último
mordisco a la manzana tentadora, ¡pero qué mordisco! Se trata del entierro de
la sardina, un aliento póstumo del Antruejo; lo más picante del placer, por lo
mismo que viene después del propósito de enmienda, después del desengaño; por
lo mismo que es fugaz, sin esperanza de mañana; la alegría en la muerte.
No hay habitante
de Rescoldo, hembra o varón que no confiese, si es franco, que el mayor placer
mundano que ofrece el pueblo está en la noche del miércoles de Ceniza, al
enterrar la sardina en el paseo de los Negrillos. Si no llueve o nieva, la
fiesta es segura. Que hiele no importa. Entre las ramas secas brillan en lo
alto las estrellas; debajo, entre los troncos seculares, van y vienen las
antorchas, los faroles verdes, azules y colorados; la mayor parte de las
sábanas limpias de Rescoldo circulan por allí, sirviendo de ropa talar a
improvisados fantasmas que, con largos cucuruchos de papel blanco por toca,
miran al cielo empinando la bota. Los señoritos que tienen coche y caballos los
lucen en tal noche, adornando animales y vehículos con jaeces fantásticos y
paramentos y cimeras de quimérico arte, todo más aparatoso que precioso y caro,
si bien se mira. Mas a la luz de aquellas antorchas y farolillos, todo se
transforma; la fantasía ayuda, el vino transporta, y el vidrio puede pasar por
brillante, por seda el percal, y la ropa interior sacada al fresco por mármol
de Carrara y hasta por carne del otro mundo. Tiembla el aire al resonar de los
más inarmónicos instrumentos, todos los cuales tienen pretensiones de trompetas
del Juicio final; y, en resumen, sirve todo este aparato de Apocalipsis
burlesco, de marco extravagante para la alegría exaltada, de fiebre, de placer
que se acaba, que se escapa. Somos ceniza, ha dicho por la mañana el cura, y…
ya lo sabemos, dice Rescoldo en masa por la noche, brincando, bailando,
gritando, cantando, bebiendo, comiendo golosinas, amando a hurtadillas, tomando
a broma el dogma universal de la miseria y brevedad de la existencia…
*
* *
Celso Arteaga era
uno de los hombres más formales de Rescoldo; era director de un colegio, y a
veces juez municipal; de su seriedad inveterada dependía su crédito de buen
pedagogo, y de éste dependían los garbanzos. Nunca se le veía en malos sitios;
ni en tabernas, que frecuentaban los señoritos más finos, ni en la sala de
juegos prohibidos en el casino, ni en otros lugares nefandos, perdición de los
polesos concupiscentes.
Su flaco era el
entierro de la sardina. Aquello de gozar en lo obscuro, entre fantasmas y
trompeteo apocalíptico, desafiando la picadura de la helada, desafiando las
tristezas de la Ceniza; aquel contraste del bosque seco, muerto, que presencia
la romería inverniza, como algunos meses antes veía, cubierto de
verdor, lleno de vida, la romería del verano, eran atractivos irresistibles,
por lo complicados y picantes, para el espíritu contenido, prudente, pero en el
fondo apasionado, soñador, del buen Celso.
Solían agruparse
los polesos, para cenar fuerte, el miércoles de Ceniza; familias numerosas que
se congregaban en el comedor de la casa solariega; gente alegre de una tertulia
que durante todo el invierno escotaban para contribuir a los gastos de la gran
cena, traída de la fonda; solterones y calaveras viudos, casados o solteros,
que celebraban sus gaudeamus en el casino o en los cafés;
todos estos grupos, bien llena la panza, con un poquillo de alegría alcohólica
en el cerebro, eran los que después animaban el paseo de los Negrillos,
prolongando al aire libre las libaciones, como ellos decían, de la colación de
casa. Celso, en tal ocasión, cenaba casi todos los años con los señores
profesores del Instituto, el registrador de la propiedad y otras personas
respetables. Respetables y serios todos, pero se alegraban que era un gusto;
los más formales eran los más amigos de jarana en cuanto tocaban a emprender el
camino del bosque, a eso de las diez de la noche, formando parte del cortejo
del entierro de la sardina.
Celso, ya se
sabía, en la clásica cena se ponía a medios pelos, pronunciaba veinte
discursos, abrazaba a todos los comensales, predicando la paz universal, la
hermandad universal y el holgorio universal. El mundo, según él, debiera ser
una fiesta perpetua, una semiborrachera no interrumpida, y el amor puramente
electivo, sin trabas del orden civil, canónico o penal ¡Viva la broma! -Y este
era el hombre que se pasaba el año entero grave como un colchón, enseñando a
los chicos buena conducta moral y buenas formas sociales, con el ejemplo y con
la palabra.
*
* *
Un año, cuando
tendría cerca de treinta Celso, llegó el buen pedagogo a los Negrillos con tan
solemne semiborrachera (no consentía él que se le supusiera capaz de pasar de
la semi a la entera), que quiso tomar parte activa en la solemnidad burlesca de
enterrar la sardina. Se vistió con capuchón blanco, se puso el cucurucho
clásico, unas narices como las del escudero del Caballero de los Espejos y
pidió la palabra, ante la bullanguera multitud, para pronunciar a la luz de las
antorchas la oración fúnebre del humilde pescado que tenía delante de sí en una
cala negra. Es de advertir que el ritual consistía en llevar siempre una
sardina de metal blanco muy primorosamente trabajada; el guapo que se atrevía a
pronunciar ante el pueblo entero la oración fúnebre, si lo hacía a gusto de
cierto jurado de gente moza y alegre que lo rodeaba, tenía derecho a la
propiedad de la sardina metálica, que allí mismo regalaba a la mujer que más le
agradase entre las muchas que le rodeaban y habían oído.
Gran sorpresa
causó en el vecindario allí reunido que don Celso, el del colegio, pidiera la
palabra para pronunciar aquel discurso de guasa, que exigía mucha correa, muy
buen humor, gracia y sal, y otra porción de ingredientes. Pero no conocía la
multitud a Celso Arteaga. Estuvo sublime, según opinión unánime; los aplausos
frenéticos le interrumpían al final de cada periodo. De la abundancia del
corazón hablaba la lengua. Bajo la sugestión de su propia embriaguez, Celso
dejó libre curso al torrente de sus ansias de alegría, de placer pagano, de
paraíso mahometano; pintó con luz y fuego del sol más vivo la hermosura de la
existencia según natura, la existencia de Adán y Eva antes de las hojas de
higuera: no salía del lenguaje decoroso, pero sí de la moral escrupulosa, convencional,
como él la llamaba, con que tenían abrumado a Rescoldo frailes descalzos y
calzados. No citó nombres propios ni colectivos; pero todos comprendieron las
alusiones al clero y a sus triunfos de invierno.
Por labios de
Celso hablaba el más recóndito anhelo de toda aquella masa popular, esclava del
aburrimiento levítico. Las niñas casaderas y no pocas casadas y jamonas,
disimulaban a duras penas el entusiasmo que les producía aquel predicador del
diablo. ¡Y lo más gracioso era pensar que se trataba de don Celso el del
colegio, que nunca había tenido novia ni trapicheos!
Como a dos pasos
del orador, le oía arrobada, con los ojos muy abiertos, la respiración
anhelante, Cecilia Pla, una joven honestísima, de la más modesta clase media,
hermosa sin arrogancia, más dulce que salada en el mirar y en el gesto; una de
esas bellas que no deslumbran, pero que pueden ir entrando poco a poco alma
adelante. Cuando llegó el momento solemnísimo de regalar el triunfante
Demóstenes de Antruejo la joya de pesca a la mujer más de su gusto, a Cecilia
se le puso un nudo en la garganta, un volcán se le subió a la cara; porque,
como en una alucinación, vio que, de repente, Celso se arrojaba de rodillas a
sus pies, y, con ademanes del Tenorio, le ofrecía el premio de la elocuencia,
acompañado de una declaración amorosa ardiente, de palabras que parecían versos
de Zorrilla… en fin, un encanto.
Todo era broma,
claro; pero burla, burlando, ¡qué efecto le hacía la inesperada escena a la
modestísima rubia, pálida, delgada y de belleza así, como recatada y escondida!
El público rió y
aplaudió la improvisada pasión del famoso don Celso, el del colegio. Allí no
había malicia, y el padre de Cecilia, un empleado del almacén de máquinas del
ferrocarril, que presenciaba el lance, era el primero que celebraba la
ocurrencia, con cierta vanidad, diciendo al público, por si acaso:
-Tiene gracia,
tiene gracia… En Carnaval todo pasa. ¡Vaya con don Celso!
A la media hora,
es claro, ya nadie se acordaba de aquello; el bosque de los Negrillos estaba en
tinieblas, a solas con los murmullos de sus ramas secas; cada mochuelo en su
olivo. Broma pasada, broma olvidada. La Cuaresma reinaba; el Clero, desde los
púlpitos y los confesonarios, tendía sus redes de pescar pecadores, y volvía lo
de siempre: tristeza fría, aburrimiento sin consuelo.
*
* *
Celso Arteaga
volvió el jueves, desde muy temprano, a sus habituales ocupaciones, serio,
tranquilo, sin remordimientos ni alegría. La broma de la víspera no le dejaba
mal sabor de boca, ni bueno. Cada cosa en su tiempo. Seguro de que nada había
perdido por aquella expansión de Antruejo, que estaba en la tradición más
clásica del pueblo; seguro de que seguía siendo respetable a los ojos de sus
conciudadanos, se entregaba de nuevo a los cuidados graves del pedagogo concienzudo.
Algo pensó durante
unos días en la joven a cuyos pies había caído inopinadamente, y a quien había
regalado la simbólica sardina. ¿Qué habría hecho de ella? ¿La guardaría? Esta
idea no desagradaba al señor Arteaga. «Conocía a la muchacha de vista; era hija
de un empleado del ferrocarril; vestía la niña de obscuro siempre y sin lujo;
no frecuentaba, ni durante el tiempo alegre, paseos, bailes ni teatros.
Recordaba que caminaba con los ojos humildes». «Tiene el tipo de la dulzura»,
pensó. Y después: «Supongo que no la habré parecido grotesco», y otras cosas
así. Pasó tiempo, y nada. En todo el año no la encontró en la calle más que dos
o tres veces. Ella no le miró siquiera, a lo menos cara a cara. «Bueno, es
natural. En Carnaval como en Carnaval, ahora como ahora». Y tan tranquilo.
Pero lo raro fue
que, volviendo el entierro de la sardina, el público pidió que hablara otra vez
don Celso, porque no había quien se atreviera a hacer olvidar el discurso del
año anterior. Y Arteaga, que estaba allí, es claro, y alegre y hecho un
hedonista temporero, como decía él, no se hizo rogar… y habló, y venció, y…
¡cosa más rara! Al caer, como el año pasado, a los pies de una hermosa, para
ofrecerle una flor que llevaba en el ojal de la americana, porque aquel año la
sardina (por una broma de mal gusto) no era metálica, sino del Océano, vio que
tenía delante de sí a la mismísima Cecilia Pla de marras. «¡Qué casualidad!
¡Pero qué casualidad! ¡Pero qué casualidad!» Repetían cuantos recordaban la
escena del año anterior.
Y sí era
casualidad, porque ni Cecilia había buscado a Celso, ni Celso a Cecilia. Entre
las brumas de la semiborrachera pensaba él: «Esto ya me ha sucedido otra vez;
yo he estado a los pies de esta muchacha en otra ocasión…»
*
* *
Y al día
siguiente, Arteaga, sin dejo amargo por la semiorgía de la víspera, con la
conciencia tranquila, como siempre, notó que deseaba con alguna viveza volver a
ver a la chica de Pla, el del ferrocarril.
Varias veces la
vio en la calle, Cecilia se inmutó, no cabía duda; sin vanidad de ningún
género, Celso podía asegurarlo. Cierta mañana de primavera, paseando en los
Negrillos, se tuvieron que tocar al pasar uno junto al otro; Cecilia se dejó
sorprender mirando a Celso; se hablaron los ojos, hubo como una tentativa de
sonrisa, que Arteaga saboreó con deliciosa complacencia.
Sí, pero aquel
invierno Celso contrajo justas nupcias con una sobrina de un magistrado muy
influyente, que le prometió plaza segura si Arteaga se presentaba a unas
oposiciones a la judicatura. Pasaron tres años, y Celso, juez de primera
instancia en un pueblo de Andalucía, vino a pasar el verano con su señora e
hijos a Rescoldo.
Vio a Cecilia Pla
algunas veces en la calle: no pudo conocer si ella se fijó en él o no. Lo que
sí vio que estaba muy delgada, mucho más que antes.
*
* *
El juez llegó poco
a poco a magistrado, a presidente de sala; y ya viejo, se jubiló. Viudo, y con
los hijos casados, quiso pasar sus últimos años en Rescoldo, donde estaba ya
para él la poca poesía que le quedaba en la tierra.
Estuvo en la fonda
algunos meses; pero cansado de la cocina pseudo francesa, decidió poner casa, y
empezó a visitar pisos que se alquilaban. En un tercero, pequeño, pero alegre y
limpio, pintiparado para él, le recibió una solterona que dejaba el cuarto por
caro y grande para ella. Celso no se fijó al principio en el rostro de la
enlutada señora, que con la mayor amabilidad del mundo le iba enseñando las
habitaciones.
Le gustó la casa,
y quedaron en que se vería con el casero. Y al llegar a la puerta, hasta donde
le acompañó la dama, reparó en ella; le pareció flaquísima, un espíritu puro;
el pelo le relucía como plata, muy pegado a las sienes.
-Parece una
sardina, -pensó Arteaga, al mismo tiempo que detrás de él se cerraba la puerta.
Y como si el golpe
del portazo le hubiera despertado los recuerdos, don Celso exclamó:
-¡Caramba! ¡Pues
si es aquella… aquella del entierro!… ¿Me habrá conocido?… Cecilia… el apellido
era… catalán… creo… sí, Cecilia Prast… o cosa así.
Don Celso, con su
ama de llaves, se vino a vivir a la casa que dejaba Cecilia Pla, pues ella era,
en efecto, sola en el mundo.
Revolviendo una
especie de alacena empotrada en la pared de su alcoba, Arteaga vio relucir una
cosa metálica. La cogió… miró… era una sardina de metal blanco, muy amarillenta
ya, pero muy limpia.
-¡Esa mujer se ha
acordado siempre de mí! -pensó el funcionario jubilado con una íntima alegría
que a él mismo le pareció ridícula, teniendo en cuenta los años que habían
volado.
Pero como nadie le
veía pensar y sentir, siguió acariciando aquellas delicias inútiles del amor
propio retroactivo.
-Sí, se ha
acordado siempre de mí; lo prueba que ha conservado mi regalo de aquella noche…
del entierro de la sardina.
Y después pensó:
-Pero también es
verdad que lo ha dejado aquí, olvidada sin duda de cosa tan insignificante… O
¿quién sabe si para que yo pudiera encontrarlo? Pero… de todas maneras…
Casarnos, no, ridículo sería. Pero… mejor ama de llaves que este sargento que
tengo, había de serlo…
Y suspiró el
viejo, casi burlándose del prosaico final de sus románticos recuerdos.
¡Lo que era la
vida! Un miércoles de Ceniza, un entierro de la sardina… y después la Cuaresma
triunfante. Como Rescoldo, era el mundo entero. La alegría un relámpago; todo
el año hastío y tristeza.
*
* *
Una tarde de
lluvia, fría, obscura, salía el jubilado don Celso Arteaga del Casino,
defendiéndose como podía de la intemperie, con chanclos y paraguas.
Por la calle
estrecha, detrás de él, vio que venía un entierro.
-¡Maldita suerte!
-pensó, al ver que se tenía que descubrir la cabeza, a pesar de un pertinaz
catarro-. ¡Lo que voy a toser esta noche! -se dijo, mirando distraído el
féretro. En la cabecera leyó estas letras doradas: C. P. M. El duelo no era muy
numeroso. Los viejos eran mayoría. Conoció a un cerero, su contemporáneo, y le
preguntó el señor Arteaga:
-¿De quién es?
-Una tal Cecilia
Pla… de nuestra época… ¿no recuerda usted?
-¡Ah, si! -dijo
don Celso.
Y se quedó
bastante triste, sin acordarse ya del catarro. Siguió andando entre los señores
del duelo.
De pronto se acordó
de la frase que se le había ocurrido la última vez que había visto a la pobre
Cecilia.
«Parece una
sardina».
Y el diablo
burlón, que siempre llevamos dentro, le dijo:
-Sí, es verdad,
era una sardina. Este es, por consiguiente, el entierro de la sardina. Ríete,
si tienes gana.
FIN
https://ciudadseva.com/texto/el-entierro-de-la-sardina/
En la droguería
[Cuento - Texto completo.]
Leopoldo (Clarín) Alas
El pobre Bernardo,
carpintero de aldea, a fuerza de trabajo, esmero, noble ambición, había ido
afinando, afinando la labor; y D. Benito el droguero, ricacho de la capital, a
quien Bernardo conocía por haber trabajado para él en una casa de campo, le
ofreció nada menos que emplearle, con algo más de jornal, poco, en la ciudad,
bajo la dirección de un maestro, en las delicadezas de la estantería y
artesonado de la droguería nueva que D. Benito iba a abrir en la Plaza Mayor,
con asombro de todo el pueblo y ganancia segura para él, que estaba convencido
de que iría siempre viento en popa.
Bernardo, en la
aldea, aun con tanto afán, ganaba apenas lo indispensable para que no se
muriesen de hambre los cinco hijos que le había dejado su Petra, y aquella
queridísima y muy anciana madre suya, siempre enferma, que necesitaba tantas
cosas y que le consumía la mitad del jornal misérrimo.
Su madre era una
carga, pero él la adoraba; sin ella la negrura de su viudez le parecería mucho
más lóbrega, tristísima.
Bernardo, con el
cebo del aumento de jornal, no vaciló en dejar el campo y tomar casa en un
barrio de obreros de la ciudad, malsano, miserable.
-Por lo demás,
-decía-, de los aires puros de la aldea me río yo; mis hijos están siempre
enfermuchos, pálidos; viven entre estiércol, comen de mala manera y el aire no
engorda a nadie. Mi madre, metida siempre en su cueva, lo mismo se ahogará en
un rincón de una casucha de la ciudad que en su rincón de la choza en que
vivimos.
Tenía razón. Y se
fue a la ciudad. Pero en la aldea no conocía una terrible necesidad que en el
pueblo echaron de ver él y su madre, por imitación, por el mal ejemplo: el
médico y sus recetas. Los demás obreros del barrio tenían, por módico
estipendio, asistencia facultativa y ciertas medicinas,
gracias a una Sociedad de socorros mutuos. En el campo, cada año, o antes si
había peligro de muerte, veían al médico del Concejo que recetaba chocolate.
Ramona, la madre,
con aquel refinamiento de la asistencia médica, empezó a acariciar
una esperanza loca, de puro lujo: la de sanar, o mejorar algo a lo menos,
gracias a dar el pulso a palpar y enseñarle la lengua al doctor, y gracias,
sobre todo, a los jarabes de la botica. Bernardo llegó a participar de la
ilusión y de la pasión de su madre. Soñó con curarla a fuerza de médicos y
cosas de la botica. El doctor, chapado a la antigua, era muy amigo de firmar
recetas; no era de estos que curan con higiene y buenos consejos. Creía en la
farmacopea, y era además aristócrata en materia médica; es decir, que las
medicinas caras, para ricos, le parecían superiores, infalibles. Metía en casa
de los pobres el infierno de la ambición; el anhelo de aplacar el dolor con los
remedios que a los ricos les costaban un dineral.
El tal Galeno,
después de recetar, limitándose los cortos alcances que la Sociedad le
permitía, respiraba recio, con cierta lástima desdeñosa, y daba a entender bien
claramente que aquello podía ser la carabina de Ambrosio: que la verdadera
salud estaba en tal y cual tratamiento, que costaba un dineral; pues entraban
en él viajes, cambios de aire, baños, duchas, aparatos para respirar, para
sentarse, para todo, brebajes reconstituyentes muy caros y de eso muy
prolongado… en fin, el paraíso inasequible del enfermo sin posibles…
Bernardo tenía el
alma obscurecida, atenaceada por una sorda cólera contra los ricos que se
curaban a fuerza de dinero; entre los suspiros, las quejas y sugestiones de su
madre, y aquella constante tentación de las palabras del médico que le enseñaba
el cielo de la salud de su madre… allá, en el abismo inabordable, le habían
cambiado el humor y las ideas; ya no era un trabajador resignado, sino un
esclavo del jornal, que oía pálido y rencoroso las predicaciones del socialismo
que en derredor suyo vagaban como rumor de avispas en conjura. No envidiaba los
palacios, los coches, las galas; envidiaba los baños, los aparatos, las
medicinas caras. Ahí estaba la injusticia: en que unos, por ricos, se curaran,
y los pobres, por pobres, no.
Para echar más
leña al fuego, vino la amistad con el droguero D. Benito. Terminada la obra de
los lujosos anaqueles, abierta solemnemente al público la nueva tienda,
conforme a los últimos adelantos, de manera que, según frase que corrió mucho,
nada tenía que envidiar al mejor establecimiento de París, en su clase.
Bernardo tomó la costumbre de pasar algún rato, después del trabajo en la
droguería, conversando con los dependientes de D. Benito y con el mismo D.
Benito. Bernardo se creía un poco partícipe de la gloria de aquel gran palacio
de la salud puesto que había trabajado en toda la obra de ebanistería. Además,
le atraían los cacharros, aquella luciente porcelana con letreros de oro, que
encerraba, como en urnas sagradas, el misterio de la salud, a precios
fabulosos, imposibles para un jornalero.
Ante los
escaparates, Bernardo se extasiaba. Admiraba, primero, una especie de Apolo, de
barro barnizado, que sonreía frente a la plaza, tras los cristales, rodeado de
vendas, como una momia egipcia, con un brazo en cabestrillo y una pierna rota,
sujeta por artísticos rodrigones ortopédicos. Admiraba las grandes esponjas,
que curaban con chorros de agua; los aparatos de goma, para cien usos, para mil
comodidades de los enfermos; los frascos transparentes, llenos de píldoras que
costaban caras, como perlas; las botellas elegantes, aristocráticas, bien lacradas
y envueltas en vistosos papeles, como damas abrigadas con ricos chales;
botellas de vinos de los dioses, todos dulzura y fuerza, la salud, la vida en
cuatro gotas.
Todo lo admiraba,
porque en todo creía; porque el médico de su madre le había hecho supersticioso
de la religión de los específicos, de las curas infalibles, pero lentas,
carísimas. Y D. Benito, y su gente, por la cuenta que les tenía, y por amor al
arte, y por ver al pobre carpintero pasmado ante tanto prodigio, remachaban el
clavo describiéndole las curas maravillosas de estas y las otras drogas, del
vino tal, de los granos cuál y del extracto X. Pero… lo de siempre: todo era
muy caro, todo exigía perseverancia, uso continuo durante mucho tiempo…; es
decir, todo exigía que Bernardo, para curar a su madre con aquellos portentos,
gastase en un mes lo que ganaba en un año…
Y el infeliz se
contentaba con mirar, palpar a veces, tomar en peso paquetes, frascos,
botellas, etc., etcétera… y suspirar y resignarse. Su pobre madre no curaría;
porque él podía comprarle, con gran sacrificio, la medicina cara una
vez, dos veces… pero luego, ¿qué? El mal vendría más fiero y el dinero se
habría acabado y hasta el crédito… y… imposible, imposible.
La prueba de que
todo aquello era para ricos, muy caro, estaba en lo rico que se había hecho don
Benito; tenía ya millones… Era un trato: él daba la salud y a él le pesaban en
oro… los que podían.
*
* *
Una tarde vio
Bernardo entrar en la droguería a un anciano que parecía un difunto; un difunto
de muy mal humor, con un ceño que era mueca de condenado; encorvado, como si
estuviese herido por una maldición del cielo, con la respiración anhelante,
irregular, los pómulos salientes, los ojos brillantes y angustiosos de modo
siniestro. Vestía traje de muy buen corte, de riquísimo paño, pero muy
descuidadamente. Entró sin saludar, se sentó en un sillón que solía ocupar D.
Benito, y al momento le rodearon, con grandes muestras de respeto, todos los
dependientes.
A poco se presentó
el amo, gorra en mano, y haciendo reverencias.
-¡Oh, D. Romualdo!
Cuánta honra… después de siglos…
-Perdona, Benito;
pero si vengo por aquí de tarde en tarde es… porque… ya sabes que todo esto me
revienta. Si tuvieras tienda de juguetes no faltaría una tarde… de las pocas
que el condenado mal me deja salir de casa. Pero estas porquerías (y señalaba a
los cacharros de los anaqueles) me repugnan… ¡Qué farsa! ¡Los médicos! ¡Mal
rayo! Cada receta un pecado mortal…
D. Benito y los
suyos sonrieron; no osaron contradecir al D. Romualdo, que parecía un muerto muy
bien vestido.
Por la
conversación que siguió, fue Bernardo enterándose de cosas que le vino muy bien
saber.
D. Romualdo era el
primer ricachón del pueblo, protector illo tempore de D.
Benito; enfermo crónico, desesperado, sin resignación, furioso, con un achaque
por cada millón, inútil para curar sus males. Muchos años hacía, también aquel
millonario había creído, como el jornalero Bernardo, en el misterioso prestigio
de la medicina infalible, en el don de salud de la receta cara; con vanidad,
con orgullo, casi contento con tener que poner a prueba el poder mágico del
dinero, creyendo que hasta alcanzaba a dar vida, energía, buenas carnes y buen
humor, el Fúcar aquel había derrochado miles y miles en toda clase de locuras y
lujos terapéuticos; conocía mejor, y por cara experiencia, las termas célebres
de uno y otro país que el famoso Montaigne, tan perito en aguas saludables; no
había aparato costoso, útil para sus males, que él no hubiera ensayado; en
elixires, extractos y vinos nutritivos había empleado caudales… y al cabo,
viejo, desengañado, hasta con remordimientos por haber creído y predicado tanto
aquella religión de la salud a la fuerza y a costa de oro, confesaba con rabia
de condenado la impotencia de la riqueza, la inutilidad de las invenciones humanas
para impedir las enfermedades necesarias y la muerte.
De tarde en tarde,
y como por el placer de ir a insultar a las engañosas drogas, en su casa, cara
a cara, se presentaba D. Romualdo en la lujosa tienda de D. Benito, donde tanto
gasto había hecho, donde ya no gastaba ni un real. Su tema era repetir a su
antiguo protegido:
-¿Por qué no te
deshaces de toda esta farsa, de toda esta porquería, y pones almacén de
juguetes? No es menos serio y es más sincero; así no se engaña a nadie:
venderías los cañones, los sables de mentirijillas por lo que son; no dirías:
esto es de verdad, sino, es broma.
Notó Bernardo que
allí nadie se atrevía a contradecir aquel dogma de la inutilidad de drogas y
recetas, caras o baratas; todos decían amén a los desprecios del ricacho; nadie
le proponía tal o cual específico para ninguno de los infinitos dolores de que
se quejaba. En cambio, se tomaban muy en serio las últimas esperanzas de
curación que D. Romualdo ponía: 1.º en un apóstol que acababa de llegar al
pueblo y curaba con agua de la fuente y falsos latines… y 2.º en un viaje a
Lourdes.
*
* *
Cuando se marchó
D. Romualdo de la droguería, lanzando furiosas miradas de ira y de desprecio a
estantes y escaparates, Bernardo, que no había dicho palabra, se levantó, dio
las buenas tardes y salió a la calle. Respiró con fuerza.
Se fue a dar un
paseo hacia las afueras, al campo. Ya obscurecía. Las estrellas le dijeron algo
de igualdad en lo inmenso, de igualdad en la pequeñez de la miseria humana. Su
madre no sanaba… porque hay que morir…, no por pobre… D. Romualdo no sanaba
tampoco… El dinero… las medicinas caras… ilusiones. Todos iguales, pensaba,
todos nada. Y, entre triste y satisfecho, sentía un consuelo.
1901
https://ciudadseva.com/texto/en-la-drogueria/
Seguir de pobres
[Cuento - Texto completo.]
Ignacio
Aldecoa
Las ciudades de provincias se llenan en
primavera de carteles. Carteles en los que un segador sonriente, fuerte, bien
nutrido, abraza un haz de espigas solares; a su vera, un niño de amuñecada cara
nos mira con ojos serenos: a sus pies, una hucha de barro recibe por la recta
abertura del ahorro –boca sin dientes, como de vieja, como de batracio– una
espuerta de monedas doradas. Son los anuncios de las Cajas de Ahorro. Son
anuncios para los labradores que tienen parejas de bueyes, vacas, maquinaria
agrícola y un hijo estudiando en la universidad o en el seminario. Estos
carteles tan alegres, tan de primavera, tan de felicidad conquistada, nada
dicen de las cuadrillas de segadores que, como una tormenta de melancolía,
cruzan las ciudades buscando el pan del trabajo por los caminos del país. A
principios de mayo el grillo, sierra en lo verde el tallo de las mañanas; la
lombriz enloquece buscando sus penúltimos agujeros de las noches; la cigüeña
pasea los mediodías por las orillas fangosas del río haciendo melindres como
una señorita. En los chopos altos se enredan vellones de nubes, y en el
chaparral del monte bajo el agua estancada se encoge miedosa cuando las urracas
van a beberla. La vida vuelve. La cuadrilla de la siega pasa las puertas a hora
temprana, anda por la carretera de los grandes camiones y los automóviles de
lujo en fila, en silencio, en oración –terrible oración– de esperanza. Al
llegar al puente del río lo abandonan por el camino de los pueblos del campo
lontano. Se agrupan. Alguien canta. Alguien pasa la bota al compañero. Alguien
reniega de una alpargata o de cualquier cosa pequeña e importante. En la
cuadrilla van hombres solos. Cinco hombres solos. Dos del noroeste, donde un
celemín de trigo es un tesoro. Otros dos de la parte húmeda de las Castillas.
El quinto, de donde los hombres se muerden los dedos, lloran y es inútil. Con
pan y vino se anda camino cuando se está hecho a andarlo. Con pan, vino y un
cinturón ancho de cueras de becerra ahogada o una faja de estambre viejo, bien
apretados, no hay hambre que rasque el estómago. Con mala manta hay buen
cobijo, hasta que la coz de un aire, entre medias cálido, tuerce el cuello y
balda los riñones. Cuando a un segador le da el aire pardo que mata el cereal y
quema la hierba –aire que viene de lejos, lento y a rastras, mefítico como el
de las alcantarillas–, el segador se embadurna de miel donde le golpeó. Pero es
pobre el remedio. Ha de estar tumbado en el pajar viendo a las arañas recorrer
sus telas. Telas que de puro sutiles son impactos sobre el cristal de la nada.
Cinco hombres solos. Cinco que forman un puño
de trabajo. Dos del noroeste: Zito Moraña y Amadeo, el buen Amadeo, al que le
salen las barbas en el dorso de las manos, que se afeita con una hoz. Dos de la
Castilla verde: San Juan y Conejo. El quinto, sin pueblo, del estaribel de
Murcia por algo de cuando la guerra. El quinto, callado; cuando más, sí y no.
“El Quinto”, por un buen sentido nominador. “El Quinto” les dijo en la cantina
de la estación donde se lo tropezaron:
–Si van para el campo y no molesto, voy con
ustedes.
Zito Moraña le contesta:
–Pues venga.
“El Quinto” movió la cabeza, clavó los ojos
en Moraña, pasó la vista sobre Amadeo, que se rascaba las manos; consultó con
la mirada a San Juan, que liaba un cigarrillo parsimonioso sin que se le cayera
una brizna de tabaco, y por fin miró a Conejo, que algo se buscaba en los
bolsillos.
–Acabo de seguir de la cárcel. ¿Qué dicen?
–¿Y usted? –respondió Zito.
–La guerra, y luego, mala conducta.
–¿Mala?
–De hombre, digo yo.
–Pues está dicho.
“El Quinto” pidió un cuartillo de vino tinto.
La cita fue para las cinco y media de la mañana en el depuertas de la
carretera. Se pararon. Ahora los cinco van agrupados por el camino largo de los
segadores. Zito conoce el terreno. Todos los años deja su tierra para segar a
jornal.
–Amadeo, de la revuelta esa nos salió el
pasado una liebre como un burro.
–Sí, hombre; pero no el pasado, sino otro año
atrás.
–Fue lástima…
Y Zito y Amadeo hablan del antaño perdiéndose
en detalles, mientras San Juan se suena una y otra vez la nariz distraídamente,
mientras Conejo se queja en un murmullo de su alpargata rota, mientras “El
Quinto” va mirando los bordes del camino buscando no sabe qué. Al mediodía les
para un sombrajo. De la bota del pobre se bebe poco y con mucha precaución. Al
pan del pobre no se le dan mordiscos; hay que partirlo en trozos con la navaja.
El queso del pobre no se descorteza, se raspa.
En el sombrajo descansan y fuman los
cigarrillos de las mil muertes del fuego, de sus mil nacimientos en el
encendedor tosco y seguro. Han dejado de hablar de las cosas de siempre, esas
cosas que acaban como empiezan:
–La mujer habrá terminado de trabajar en el pañuelo
de tierra que hemos arrendado tras de la casa. Los chavales estarán dándole
vueltas al pucherillo.
Una larga pausa y la vuelta.
–Los chavales le estarán sacando brillo al
puchero. La mujer saldrá a trabajar el pañuelo de tierra que hemos arrendado tras
la casa. Dice la mujer, los chavales, el que se fue de las calenturas, el que
vino por San Juan de hará tres años.
No poseen con la brutal terquedad de los
afortunados y hasta parece que han olvidado en los rincones de la memoria los
posesivos débiles de la vida. Están libres. Callan hasta que otro repita la
historia con escasas variantes. Callan hasta que se dan cuenta de que hay un
ser de silencio y de sombras con ellos, uno que ha dicho sí y no y poca cosa
más. Aquí está Zito Moraña para preguntar, por qué a un compañero hay que darle
ocasión, sin molestarle, de un suspiro, de una lágrima, de una risa. Un
compañero puede estar necesitado de descanso y es necesario saber, cuando
cuente, el momento en que hay que balancear la cabeza o agacharla hacia el
suelo o levantarla hacia el sol.
–¿Usted qué hará cuando acabe esto?
“El Quinto” encoge una pierna y duda.
–¿Yo?
–Nosotros volveremos para la tierra.
–Ya veré…
Y entre ellos, entre los cuatro y “El
Quinto”, el corazón de la comunidad naufraga. Zito tiene su orden. Se pone en
pie, consulta su sombra, levanta su hato y se lo carga a la espalda.
–Bueno, andando. Para las cinco podemos estar
en la hocina. Para las seis, en el teso del pueblo. Por la ladera, hacia el
río, vuela el ave que huele mal.
Conejo, de los bolsillos, saca una madera que
talla con la navaja.
–¿Qué haces? –le pregunta San Juan.
–La torre de los condes, para que juegue el
chico a la vuelta. La hago con silbo de pájaro.
Zito y Amadeo recuerdan el antaño. Y “El
Quinto” mira el camino. A las seis platea el río por medio del llano. En el
pueblo, entre casa y casa, crece la tiniebla. Por los últimos alcores el cielo
está morado. Los perros ladran al paso lento de los de la siega. Zito conoce a
los que se asoman a las puertas a verlos llegar.
–Señor Ricardo, ¿se curó de los cólicos?
El campesino responde, cachazudo:
–Parece, parece.
La cuadrilla sigue adelante.
–Señora Rosario, ¿volviole el santo a
Patricio?
–Por ahí anda.
Zito hace un aparte a San Juan.
–Es que tiene un hijo que dio en manías el año
pasado de una soleada en las fincas.
Hacen un alto en la plaza. El cuadrado de la
plaza está quebrado por la irregularidad de las construcciones. En la mitad
está el pilón; en él juegan los niños. Al verlos a los cinco parados y
ensimismados, los niños se les acercan a una distancia de respeto y prudencia.
Los segadores, como los gitanos, pueden robar criaturitas para venderlas en
otros pueblos.
Zito vocea a un campesino sentado en el
umbral de su casa:
–¿Qué, Martín, hay pajar para cinco hombres?
–Hay, pero no paja.
–Da igual. ¿A cuántos nos necesita usted?
–Con dos de vosotros me arreglo, porque tengo
otros que llegaron ayer. Mañana temprano, a darle. El jornal el de siempre.
–Ya aumentará usted una pesetilla.
–Están los tiempos malos, pero se ha de ver.
Precisamente están los tiempos malos. No se
marcha la gente de su tierra porque estén buenos, ni porque la vida sea una
delicia, ni porque los hijos tengan todo el pan que quieran. Zito arruga la
frente y medita.
–Tú, San Juan, y tú, Conejo, podéis quedaros
con él. Mañana arreglaremos nosotros.
Dando la vuelta a la iglesia, a la que está
pegada la casa, se abre un amplio portegado. El portegado está entre una era y
un estercolero, que en las madrugadas tiene flotando un vaho de pantano y que
está en perpetuo otoño de colores. Del portegado se sube al pajar. Las maderas
brillan pulimentadas. Solo hay un poco de paja en un rincón. Los trillos,
apoyados sobre la pared, con pedernales amenazantes, parecen fauces de perros
guardianes.
–Dejad ahí los hatos. Vamos a ver si nos dan
algo en la cocina.
En la cocina les dan un trozo de tocino a
cada uno, pan y vino. La mujer de Martín les contempla desde una silla.
–Tú, Zito, alegra el ánimo con la comida.
Canta algo, hombre, de por tu tierra.
–No estoy de buen año, señora.
–Canta, Zito –dice Martín, que está apoyado
en la puerta.
–Tengo la garganta con nudos.
–Cuanto más viejo más tuno, Zito.
–Pues cantaré, pero no de la tierra, y a ver
si les va gustando.
–Tú canta, canta.
Zito con el porrón apoyado sobre una pierna,
entona una copla. Sus compañeros bajan la cabeza.
Al marchar a la siega
entran rencores
trabajar para ricos
seguir de pobres.
Sobre los campos salta la noche. Un ratón
corre por el pajar. Los segadores están tumbados.
–Oye, San Juan, son unos veinte días aquí. A
doce pesetas, ¿cuánto viene a ser?
–Cuarenta y ocho duros.
–No está mal.
Abajo, en la cocina, habla Martín en términos
comerciales y escogidos con un amigo.
–Me han ofrecido material humano a siete
pesetas para hacer toda la campaña, pero son andaluces…
–Gente floja.
–Floja.
Martín hace con los labios un gesto de
menosprecio.
Trabajan San Juan y el Conejo con Martín.
Zito Moraña, Amadeo y “El Quinto”, con otros segadores que llegaron un día
después, segaban en las fincas del alcalde. No se veían los dos grupos más que
cuando marchaban al trabajo o volvían de él por los caminos. Zito, Amadeo y “El
Quinto” dormían en el pajar del alcalde, sobre paja medio pulverizada. Se
pasaban el día en el campo.
A la cuarta jornada apretó el calor. En el
fondo del llano una boca invisible alentaba un aire en llamas. Parecía que él
iba a traer las nubes negras de la tormenta que cubrirían el cielo, y sin
embargo, el azul se hacía más profundo, más pesado, más metálico. Los segadores
sudaban. Buscaban las culebras la humedad debajo de las piedras. Los hombres se
refrescaban la garganta con vinagre y agua. En el saucal, la dama del sapo, que
tiene ojos de víbora y boca de pez, lo miraba todo maldiciendo. Los segadores,
al dejar el trabajo un momento, tiraban, por costumbre, una piedra a bajo
pierna en los arbustos para espantarla. Podía llegar la desgracia. El viento
pardo vino por el camino levantando una polvareda. Su primer golpe fue
tremendo. Todos lo recibieron de perfil para que no les dañase, excepto “El
Quinto”, que lo soportó de espaldas, lejano en la finca, con la camisa empapada
en sudor, segando. Le gritaron y fue inútil. No se apercibió. Cuando levantó la
cabeza era ya tarde.
“El Quinto” llegó al pajar tiritando. Y no
quiso cenar. Le dieron miel en las espaldas. El alcalde llamó al médico. El
médico lo mandó lavar porque opinó que aquello eran tonterías. Y dictaminó.
–No es nada. Tal vez haya bebido agua
demasiado fría.
Zito le explicó:
–Mire, doctor, fue el viento pardo…
El médico se enfadó.
–Cuanto más ignorantes, más queréis saber.
¿Qué me vas a decir tú?
–Mire, doctor, fue el viento que mata el
cereal y quema la yerba. Hay que darle miel. Las mantecas de los riñones las
tiene blandas.
–Bah, bah, el viento pardo… – comentó.
Los compañeros volvieron a darle miel en las
espaldas en cuanto se marchó el médico, y Zito le echó su manta.
–¿Y tú, Zito? –dijo “El Quinto”.
–Yo, a medias con Amadeo.
“El Quinto” temblaba; le castañeaban los
dientes. El viento pardo en el saucal hacía un murmullo de risas.
Allí estaba “El Quinto”, entretenido con las
arañas. Las iba conociendo. Contó a Zito y a Amadeo cómo había visto pelear a
una de ellas, la de la gran tela, de la viga del rincón, con una avispa que
atrapó. Lo contaba infantilmente. Zito callaba. De vez en vez le interrumpía
doblándole la manta.
–¿Qué tal ahora?
–Bien, no te preocupes.
–¿No me he de preocupar? Has venido con
nosotros y no te vas a poder marchar.
Nosotros dentro de cuatro días tiramos para
el Norte. Esto está ya dando las boqueadas.
–Bueno, qué más da. No me echarán a la calle
de repente.
–No, no, desde luego… –dudaba Zito.
–Y si me echan, pues me voy.
–¿Y a dónde?
–Para la ciudad, al hospital, hasta que sane.
–Hum…
–Aquí tienes lo tuyo, Zito. Os doy doce
perras más por día a cada uno.
–Gracias.
–Pues hasta el año que viene. Que haya
suerte. Y dile al “Quinto” que para él, aunque no ha trabajado más que tres
días y le he estado dando de comer todo ese tiempo, hay diez duros. No se
quejará.
–No, claro.
–Pues díselo, y también que levante con
vosotros.
–Pero si es imposible, si está tronzado.
–Y yo qué quieres que le haga.
Llegaron al puente. “El Quinto” andaba
apoyado en un palo medio a rastras. Zito Moraña y Amadeo le ayudaban por turno.
–¿Qué tal? Ahora coges la carretera y te
presentas enseguida en la ciudad.
–Si llego.
–No has de llegar. Mira, los compañeros y yo
hemos hecho un ahorro. Es poco, pero no te vendrá mal. Tómalo.
Le dio un fajito de billetes pequeños.
–Os lo acepto porque… Yo no sé… Muchas
gracias. Muchas gracias, Zito y todos.
“El Quinto” estaba a punto de llorar, pero no
sabía o lo había olvidado.
–No digas nada, hombre.
Les dio la mano largamente a cada uno.
–Adiós, Zito; adiós, Amadeo; adiós, Juan;
adiós, Conejo.
–Adiós, Pablo; adiós.
Hacía quince días que habían aprendido el
nombre del “Quinto”.
Por la otra orilla de la carretera caminaba,
vacilante, Pablo. Los segadores volvieron las espaldas y echaron a andar. Se
alejaron del puente. Zito, para distraer a sus compañeros, se puso a cantar a
media voz algo de su tierra.
FIN
1953
Glosario
·
Espuerta: cesta hecha con
tiras de palma esparto.
·
Chopos: álamos negros.
·
Chaparral: matorral bajo
de arbustos malpigláceos.
·
Celemín: medida de
capacidad para áridos y legumbres equivalente a 4,625 litros y que se divide en
cuartillos.
·
Estaribel: tenderete, entarimado.
·
Depuertas: posible
expresión para indicar la entrada de una carretera.
·
Hocina u hocino: tipo de
hoz para trozar leña, angostura de un río entre dos cerros, terreno cercano a
las quebradas.
·
Teso: tieso, tenso,
tirante. Alto de una colina o un cerro. Canónigo encargado del dinero.
·
Cachazudo: persona que
tiene mucha cachaza, que es lenta y fría para reaccionar.
·
Portegado: especie de
cobertizo, pórtico de una espacio mayor, atrio.
·
Trillos: instrumento para
trillar, habitualmente una tabla con cuchillas en la parte trasera de esta.
https://ciudadseva.com/texto/seguir-de-pobres/
Santa Lucía y san Lázaro
[Cuento - Texto completo.]
Federico
García Lorca
A las doce de la noche llegué a la ciudad. La
escarcha bailaba sobre un pie. “Una muchacha puede ser morena, puede ser rubia,
pero no debe ser ciega”. Esto decía el dueño del mesón a un hombre seccionado
brutalmente por una faja. Los ojos de un mulo que dormitaba en el umbral me
amenazaron como dos puños de azabache.
—Quiero la mejor habitación que tenga.
—Hay una.
—Pues vamos.
La habitación tenía un espejo. Yo, medio
peine en el bolsillo. “Me gusta.” (Vi mi “Me gusta” en el espejo verde.) El
posadero cerró la puerta. Entonces, vuelto de espaldas al helado campillo de
azogue, exclamé otra vez: “Me gusta”. Abajo, el mulo resoplaba. Quiero decir
que abría el girasol de su boca.
No tuve más remedio que meterme en la cama. Y
me acosté. Pero tomé la precaución de dejar abiertos los postigos, porque no
hay nada más hermoso que ver una estrella sorprendida y fija dentro de un
marco. Una. Las demás hay que olvidarlas.
Esta noche tengo un cielo irregular y
caprichoso. Las estrellas se agrupan y extienden en los cristales, como las
tarjetas y retratos en el esterillo japonés.
Cuando me dormía, el exquisito minué de las
buenas noches se iba perdiendo en las calles.
Con el nuevo sol volvía mi traje gris a la
plata del aire humedecido. El día de primavera era como una mano desmayada
sobre un cojín. En la calle las gentes iban y venían. Pasaron los vendedores de
frutas y los que venden peces del mar.
Ni un pájaro.
Mientras sonaban mis anillos en los hierros
del balcón busqué la ciudad en el mapa y vi cómo permanecía dormida en el
amarillo entre ricas venillas de agua, ¡distante del mar!
En el patio, el posadero y su mujer cantaban
un dúo de espino y violeta. Sus voces oscuras, como dos topos huidos,
tropezaban con las paredes sin encontrar la cuadrada salida del cielo.
Antes de salir a la calle para dar mi primer
paseo los fui a saludar.
—¿Por qué dijo usted anoche que una muchacha
puede ser morena o rubia, pero no debe ser ciega?
El posadero y su mujer se miraron de una
manera extraña.
Se miraron… equivocándose. Como el niño que
se lleva a los ojos la cuchara llena de sopita. Después rompieron a llorar.
Yo no supe qué decir y me fui
apresuradamente.
En la puerta leí este letrero. “Posada de
Santa Lucía”.
Santa Lucía fue una hermosa doncella de
Siracusa.
La pintan con dos magníficos ojos de buey en
una bandeja.
Sufrió martirio bajo el cónsul Pascasiano,
que tenía los bigotes de plata y aullaba como un mastín.
Como todos los santos, planteó y resolvió
teoremas deliciosos, ante los que rompen sus cristales los aparatos de Física.
Ella demostró en la plaza pública, ante el
asombro del pueblo, que mil hombres y cincuenta pares de bueyes no pueden con
la palomilla luminosa del Espíritu Santo. Su cuerpo, su cuerpazo, se puso de
plomo comprimido. Nuestro Señor, seguramente, estaba sentado con cetro y corona
sobre su cintura.
Santa Lucía fue moza alta, de seno breve y
cadera opulenta. Como todas las mujeres bravías, tuvo ojos demasiado grandes,
hombrunos, con una desagradable luz oscura. Expiró en un lecho de llamas.
Era el cenit del mercado y la playa del día
estaba llena de caracolas y tomates maduros. Ante la milagrosa fachada de la
catedral, yo comprendía perfectamente cómo san Ramón Nonnato pudo atravesar el
mar desde las lslas Baleares hasta Barcelona montado sobre su capa, y cómo el
viejísimo Sol de la China se enfurece y salta como un gallo sobre las torres
musicales hechas con carne de dragón.
Las gentes bebían cerveza en los bares y
hacían cuentas de multiplicar en las oficinas, mientras los signos + y X de la
Banca judía sostenían con la sagrada señal de la Cruz un combate oscuro, lleno
por dentro de salitre y cirios apagados. La campana gorda de la catedral vertía
sobre la urbe una lluvia de campanillas de cobre que se clavaban en los
tranvías entontecidos y en los nerviosos cuellos de los caballos. Había olvidado
mi baedeker y mis gemelos de campaña y me puse a mirar la ciudad como se mira
el mar desde la arena.
Todas las calles estaban llenas de tiendas de
óptica. En las fachadas miraban grandes ojos de megaterio, ojos terribles,
fuera de la órbita de almendra que da intensidad a los humanos, pero que
aspiraban a pasar inadvertida su monstruosidad fingiendo parpadeos de Manueles,
Eduarditos y Enriques. Gafas y vidrios ahumados buscaban la inmensa mano
cortada de la guantería, poema en el aire, que suena, sangra y borbotea como la
cabeza del Bautista.
La alegría de la ciudad se acababa de ir y
era como el niño recién suspendido en los exámenes. Había sido alegre, coronada
de trinos y marginada de juncos hasta hacía pocas horas, en que la tristeza que
afloja los cables de la electricidad y levanta las losas de los pórticos había
invadido las calles con su rumor imperceptible de fondo de espejo. Me puse a
llorar. Porque no hay nada más conmovedor que la tristeza nueva sobre las cosas
regocijadas, todavía poco densas, para evitar que la alegría se transparente al
fondo, llena de monedas con agujeros.
Tristeza recién llegada de los librillos de
papel marca “El Paraguas”, “El Automóvil”, y “La Bicicleta”; tristeza del
Blanco y Negro de 1910; tristeza de las puntillas bordadas en la enagua, y
aguda tristeza de las grandes bocinas del fonógrafo.
Los aprendices de óptico limpiaban cristales
de todos tamaños con gamuzas y papeles finos, produciendo un rumor de serpiente
que se arrastra.
En la catedral se celebraba la solemne novena
a los ojos humanos de Santa Lucía. Se glorificaba el exterior de las cosas, la
belleza limpia y oreada de la piel, el encanto de las superficies delgadas, y
se pedía auxilio contra las oscuras fisiologías del cuerpo, contra el fuego
central y los embudos de la noche, levantando, bajo la cúpula sin pepitas, una
lámina de cristal purísimo acribillado en todas direcciones por finos
reflectores de oro. El mundo de la hierba se oponía al mundo del mineral. La
uña, contra el corazón. Dios de contorno, transparencia y superficie. Con el
miedo al latido y el horror al chorro de sangre, se pedía la tranquilidad de
las ágatas y la desnudez sin sombra de la medusa.
Cuando entré en la catedral se cantaba la
lamentación de las seis mil diostrias, que sonaba y resonaba en las tres
bóvedas llenas de jarcias, olas y vaivenes, como tres batallas de Lepanto. Los
ojos de la Santa miraban en la bandeja con el dolor frío del animal a quien
acaban de darle la puntilla.
Espacio y distancia. Vertical y horizontal.
Relación entre tú y yo. ¡Ojos de Santa Lucía! Las venas de las plantas de los
pies duermen tendidas en sus lechos rosados, tranquilizadas por las dos
pequeñas estrellas que arriba las alumbran. Dejamos nuestros ojos en la
superficie, como las flores acuáticas, y nos agazapamos detrás de ellos
mientras flota en un mundo oscuro nuestra palpitante fisiología.
Me arrodillé.
Los chantres disparaban escopetazos desde el
coro.
Mientras tanto había llegado la noche. Noche
cerrada y brutal, como la cabeza de una mula con anteojeras de cuero.
En una de las puertas de salida estaba
colgado el esqueleto de un pez antiguo; en otra, el esqueleto de un serafín,
mecido suavemente por el aire ovalado de las ópticas, que llegaba fresquísimo
de manzana y orilla.
Era necesario comer y pregunté por la posada.
—Se encuentra usted muy lejos de ella. No
olvide que la catedral está cerca de la estación del ferrocarril y esa posada
se halla situada al Sur, más abajo del río.
—Tengo tiempo de sobra.
Cerca estaba la estación del ferrocarril.
Plaza ancha, representativa de la emoción
coja que arrastra la luna menguante, se abría al fondo, dura como las tres de
la madrugada.
Poco a poco los cristales de las ópticas se
fueron ocultando en sus pequeños ataúdes de cuero y níquel, en el silencio que
descubría la sutil relación de pez, astro y gafas.
El que ha visto sus gafas solas bajo el claro
de luna, o abandonó sus impertinentes en la playa, ha comprendido, como yo,
esta delicada armonía (pez, astro, gafas) que se entrechoca sobre un inmenso
mantel blanco recién mojado de champagne.
Pude componer perfectamente hasta ocho
naturalezas muertas con los ojos de Santa Lucía.
Ojos de Santa Lucía sobre las nubes, en
primer término, con un aire del que se acaban de marchar los pájaros.
Ojos de Santa Lucía en el mar, en la esfera
del reloj, a los lados del yunque, en el gran tronco recién cortado.
Se pueden relacionar con el desierto, con las
grandes superficies intactas, con un pie de mármol, con un termómetro, con un
buey.
No se pueden unir con las montañas, ni con la
rueca, ni con el sapo, ni con las materias algodonosas. Ojos de Santa Lucía.
Lejos de todo latido y lejos de toda
pesadumbre. Permanentes. Inactivos. Sin oscilación ninguna. Viendo cómo huyen
todas las cosas envueltas en su difícil temperatura eterna. Merecedores de la
bandeja que les da realidad y levantados, como los pechos de Venus, frente al
monóculo lleno de ironía que usa el enemigo malo.
Eché a andar nuevamente, impulsado por mis
suelas de goma.
Me coronaba un magnífico silencio rodeado de
pianos de cola por todas partes. En la oscuridad, dibujado con bombillas
eléctricas, se podía leer sin esfuerzo ninguno: Estación de San Lázaro.
San Lázaro nació palidísimo. Despedía olor de
oveja mojada. Cuando le daban azotes echaba terroncitos de azúcar por la boca.
Percibía los menores ruidos. Una vez confesó a su madre que podía contar en la
madrugada, por sus latidos, todos los corazones que había en la aldea.
Tuvo predilección por el silencio de otra
órbita que arrastran los peces y se agachaba lleno de terror siempre que pasaba
por un arco. Después de resucitar inventó el ataúd, el cirio, las luces de
magnesio y las estaciones de ferrocarril. Cuando murió estaba duro y laminado
como un pan de plata. Su alma iba detrás, desvirgada ya por el otro mundo, llena
de fastidio, con un junco en la mano.
El tren correo había salido a las doce de la
noche.
Yo tenía necesidad de partir en el expreso de
las dos de la madrugada. Entradas de cementerios y andenes.
El mismo aire, el mismo vacío. los mismos
cristales rotos.
Se alejaban los railes latiendo en su
perspectiva de teorema, muertos y tendidos como el brazo de Cristo en la Cruz.
Caían de los techos en sombra yertas manzanas
de miedo.
En la sastrería vecina las tijeras cortaban
incesantemente piezas de hilo blanco.
Tela para cubrir desde el pecho agostado de
la vieja hasta la cuna del niño recién nacido.
Por el fondo llegaba otro viajero. Un solo
viajero.
Vestía un traje blanco de verano con botones
de nácar y llevaba puesto un guardapolvo del mismo color. Bajo su jipi recién
lavado brillaban sus grandes ojos mortecinos entre su nariz afilada.
Su mano derecha era de duro yeso y llevaba
colgado del brazo un cesto de mimbre lleno de huevos de gallina.
No quise dirigirle la palabra.
Parecía preocupado y como esperando que lo
llamasen. Se defendía de su aguda palidez con su barba de Oriente, barba que
era el luto por su propio tránsito.
Un realísimo esquema mortal ponía en mi
corbata iniciales de níquel.
Aquella noche era la noche de fiesta en la
cual toda España se agolpa en las barandillas para observar un toro negro que
mira al cielo melancólicamente y brama de cuatro en cuatro minutos.
El viajero estaba en el país que le convenía
y en la noche a propósito para. su afán de perspectivas, aguardando tan sólo el
toque del alba para huir en pos de las voces que necesariamente habían de
sonar.
La noche española, noche de almagre y clavos
de hierro, noche bárbara, con los pechos al aire, sorprendida por un telescopio
único, agradaba al viajero enfriado. Gustaba su profundidad increíble donde
fracasa la sonda, y se complacía en hundir sus pies en el lecho de cenizas y
arena ardiente sobre el que descansaba.
El viajero andaba por el andén con una lógica
de pez en el agua o de mosca en el aire; iba y venía, sin observar las largas
paralelas tristes de los que esperan el tren.
Le tuve gran lástima porque sabía que estaba
pendiente de una voz, y estar pendiente de una voz es como estar sentado en la
guillotina de la Revolución francesa.
Tiro en la espalda, telegrama imprevisto,
sorpresa. Hasta que el lobo cae en la trampa, no tiene miedo. Se disfruta el
silencio y se gusta el latido de las venas. Pero esperar una sorpresa es
convertir un instante, siempre fugaz, en un gran globo morado que permanece y
llena toda la noche.
El ruido de un tren se acercaba confuso como
una paliza.
Yo cogí mi maleta, mientras el hombre del
traje blanco miraba en todas direcciones. Al fin una voz clara, estambre de un
altavoz autoritario, clamó al fondo de la estación: “¡Lázaro! ¡Lázaro!
¡Lázaro!” Y el viajero echó a correr dócil, lleno de unción, hasta perderse en
los últimos faroles.
En el instante de oír la voz: “¡Lázaro!
¡Lázaro! ¡Lázaro!”, se me llenó la boca de mermelada de higuera.
Hace unos momentos que estoy en casa.
Sin sorpresa he hallado mi maletín vacío.
Sólo unas gafas y un blanquísimo guardapolvo. Dos temas de viaje. Puros y
aislados. Las gafas, sobre la mesa, llevaban al máximo su dibujo concreto y su
fijeza extraplana. El guadapolvo se desmayaba en la silla en su siempre última
actitud, con una lejanía poco humana ya, lejanía bajo cero de pez ahogado. Las
gafas iban hacia un teorema geométrico de demostración exacta, y el guadapolvo
se arrojaba a un mar lleno de naufragios y verdes resplandores súbitos. Gafas y
guardapolvo. En la mesa y en la silla. Santa Lucía y san Lázaro.
FIN
https://ciudadseva.com/texto/santa-lucia-y-san-lazaro/
Los vecinos del principal derecha
[Cuento - Texto completo.]
Enrique
Jardiel Poncela
Al llegar a mi patria, de regreso de la
Argentina, hice lo que suele hacer todo el que se encuentra en mi caso: me
instalé en un hotel y me dediqué a buscar un piso desalquilado.
Para un hombre con dinero, encontrar un piso
desalquilado es cosa fácil. Yo traía mucho dinero de América y encontré
rápidamente lo que necesitaba.
América había sido pródiga para mí. Es cierto
que durante doce años trabajé furiosamente. Pero también es cierto que al cabo
de los doce años de trabajo incesante, me hallé sin colocación y sin dinero
¿Cómo volver a mi patria fracasado? Una tarde paseaba por Palermo pensando esta
triste cosa cuando tropecé con una gruesa cartera de cuero negro. La abrí; la
cartera contenía una bolsita con diamantes y $150.000 en billetes. También
contenía unas tarjetas y una cédula de identidad con el nombre y las señas de
su dueño, pero como desde el primer momento había decidido quedarme la cartera,
rompí las tarjetas y la cédula y procuré olvidar el nombre de aquel caballero,
lo que logré enseguida, porque tengo una memoria fatal.
De este modo me hice rico en América. Y es
que en América todo el que trabaja mucho acaba por hacer fortuna.
El cuarto que alquilé al llegar a mi patria
era precioso. Lo decoré todo a mi gusto y comencé a vivir una vida sin preocupaciones,
llena de molicie y de refinamiento. De vez en cuando invitaba a cualquier
muchacha sin compromiso a pasar unos días en mi compañía, y cuando me sentía
harto de su modo de reír o de su gesto al ponerse el pyjama la sustituía por
otra. Este procedimiento de gustar el amor, como si fuese un piano de manubrio,
es una de las bases en que durante años se ha sustentado la tranquilidad de los
hombres solteros.
Pero una tarde, en esa hora romántica y
húmeda del crepúsculo, estaba solo en casa, porque me hallaba en un momento de
transición entre el piano pasado y el piano futuro.
Alguien hizo sonar el timbre y, como una
tromba, se me metió en casa una dama estrepitosamente perfumada con “gardenias
pútridas”, de Lelong.
La dama atravesó el living-room, irrumpió en
mi despacho y se dejó caer en uno de los sillones con la vista fija en el
suelo, las cejas fruncidas y mordiéndose ligeramente el labio inferior.
La contemplé. Traía la cabeza destocada y se
envolvía en un deshabilléde charmeuse y terciopelo. Llevaba unos pendientes de
ópalo y unas chinelas amaranto con los tacones rojos, iguales a los de los
cortesanos de Luis XV. Era rubia; de un rubio frenético.
No quise romper el silencio porque,
precisamente, al sentarse en el sillón, el deshabillé se había arrugado y
dejaba al descubierto las dos piernas de la dama en una extensión suficiente
para privar del habla a un orador famoso; cuanto más a mí, que hablo poquísimo.
Detalle interesante: las medias que envolvían aquellas piernas prodigiosas eran
de gasa, color “risa de sordo”.
Pero semejante situación no podía
prolongarse. La dama alzó de pronto la cabeza y me dijo:
-Caballero: perdone usted esta intromisión.
Soy la vecina del principal derecha. He tenido un feroz disgusto con mi marido
y, llevada de la ira, me he ido de casa. Cuando he querido reaccionar estaba en
la escalera. ¿Adónde ir así? Y se me ocurrió llamar en su piso. Si a usted le
parece, charlaremos un rato, hasta que yo me tranquilice.
-Y es posible que usted consiga
tranquilizarse, señora. Quien no podrá tranquilizarse seré yo mientras usted se
obstine en mostrar enteramente la región de sus ligas.
La dama rectificó los pliegues de su
deshabillé y me hizo de pronto esta pregunta insólita:
-¿Qué opina usted del amor?
-Creo -repuse para ayudarla en su propósito
de quitarle tirantez a nuestra entrevista- que el amor es una especie de
ascensor hidráulico; se le puede exigir que funcione bien durante cinco años;
durante diez; durante quince; pero llega un momento en que se estropea y se
niega a funcionar.
-¿Y entonces?
-Entonces, señora, hay que cambiar de
ascensor o subir a pie; es inevitable.
La dama sonrió con esa sonrisa luminosa
exclusiva de las personas inteligentes.
Luego se inclinó hacia mí, rodeó mi cuello
con sus brazos y murmuró esta sola palabra:
-¡Ay!
Cuando una mujer suspira mientras rodea con
sus brazos el cuello de un hombre, debe uno darse por enterado de que la dama
tiene ganas de suspirar.
-Es usted capaz de enloquecer a cualquier
mujer, amigo mío; sin embargo, nuestro amor es imposible. Yo lo sospecho:
¡imposible, sí!
Y se retorció un dedo, luego, dos; después,
tres; y, al final, todos los dedos de la mano.
Entonces llamaron a la puerta.
-¡Mi marido!
-¿Usted cree?
Fui a abrir y, en efecto, entró el marido.
Tenía un aire triste.
-Caballero -me dijo-. No me explique usted
nada. Usted no tiene la culpa. ¡Ella ha sido la que ha venido aquí!… ¡Dios mío,
qué vergüenza!
Rompió a llorar, me rogó un vaso de agua, y
por tres veces le llevé coñac, tila y azahar.
Al volver yo al despacho me encontraba
siempre al marido paseándose excitado, increpando a su mujer, y ésta tumbada en
su silla, mirando la calle con gesto displicente.
Por fin, a las ocho de la noche, después de
que efectué, trayendo agua, una agotadora labor de camello del desierto,
decidieron volverse a su casa.
Ya en la puerta, el marido me estrechó
enérgicamente las manos mientras me decía:
-Gracias, gracias… Nunca olvidaré esto;
nunca lo olvidaré.
Y se fueron.
Media hora después yo subía rápidamente la
escalera y llamaba en el principal derecha. Nadie contestó a mis timbrazos.
Entonces el portero, asomándose al hueco del ascensor, me advirtió que en el
principal derecha no vivía nadie, pues el cuarto estaba desalquilado desde
hacía seis semanas.
Esta noticia me produjo una gran contrariedad.
Porque necesitaba hablar de nuevo con los vecinos del principal derecha para
preguntarles si ellos habían visto por casualidad, una bolsita con brillantes
que yo guardaba en el bargueño de mi despacho y que había echado de menos al
rato de marcharse de mi casa el matrimonio.
FIN
https://ciudadseva.com/texto/los-vecinos-del-principal-derecha/
El amor tomado del natural
[Cuento - Texto completo.]
Enrique
Jardiel Poncela
LA DAMA
La mesa de al lado estaba vacía. Pero estuvo
vacía poco tiempo.
Porque una mujer joven y elegante entró en el
café, miró a su alrededor, dio unos pasos, vaciló, se detuvo, dudó y, por fin,
vino a sentarse a la mesa de al lado.
La dama se ceñía con un abrigo negro, y
llevaba debajo del abrigo dieciocho gramos de vestido verde.
El verde del vestido era «verde jade».
El negro del abrigo era «negro Flemming».
Despedía una intensa atmósfera de perfume de
Laissemoi-mon-vieux; parecía muy orgullosa del rubio frenético de sus cabellos,
y tenía -resueltamente- el aire de una persona que no pierde el aplomo jamás.
Me miró al pasar. Me miró como hubiese mirado
a un paraguas que alguien se hubiera dejado olvidado en el asiento. Miró
también las cuartillas que, a medio escribir, yacían desparramadas por la mesa,
y en sus ojos claros hubo un cabrilleo fugaz en el que descubrí sus ideas. La
dama estaba pensando indudablemente:
«¿Quién será este idiota y qué majaderías
estará escribiendo?».
Porque la misma mujer desconocida que, al
leer vuestras cosas, va a quedar de pronto ensimismada y tratando de imaginarse
vuestra vida, si os ve escribiendo esas mismas cosas pensará de vosotros que
sois unos imbéciles.
El café entero, por su parte, la miró a ella,
y todos los ojos se dilataron por el asombro y el deseo. En cuanto a mí, me
limité a echarle una sola y levísima ojeada, y para mis adentros le dediqué
este parrafito:
«Finge, engaña a los demás, adopta actitudes
desdeñosas e interesantes de falsa emperatriz en el destierro. Te aseguro que
trabajas en balde. Sé que por dentro has de ser igual de tonta, igual de
vanidosa e igual de aburrida que otra mujer vulgar cualquiera. Por mi parte,
puedes seguir fingiendo…».
Y yo me quedé tan ancho, y volví a ocuparme
de mis cuartillas.
El CABALLERO
Al poco rato entró en el café el caballero
con quien estaba citada la dama. Era un individuo corriente: ni tan viejo que
hiciera pensar en el hombre de Cro-Magnon, ni tan joven que mereciese que se le
regalara un triciclo; elegante también. Y provisto de un bigote que se atusaba
de vez en cuando, para convencer a la gente de que era suyo.
EL DIÁLOGO DE AMBOS
El caballero se sentó junto a la dama.
Sonrisas tiernas. Un largo apretón de manos.
Y comenzaron a hablar en un tono tenue, pero
no tan tenue que no llegase a mis oídos, impidiéndome seguir trabajando y
obligándome a atender a su diálogo.
Oíd la clase de cosas que se decían:
ÉL. – ¿Qué hiciste anoche?
ELLA. – Me acosté temprano.
ÉL. – ¿Pensaste en mí?
ELLA. – Hasta dormirme.
ÉL. – ¡Amor mío…!
ELLA. – ¿Y tú? ¿Qué hiciste anoche tú?
ÉL. – Me acosté en seguida de comer.
ELLA.- ¡Embustero!
ÉL.- Te lo juro.
ELLA.- ¿Sí ¿Y pensaste en mí?
ÉL.- Me dormí con tu retrato bajo la
almohada.
ELLA.- ¡Nene…!
En este instante yo bostecé por primera vez.
ÉL.- Sé que anteanoche fuiste al cine…
ELLA.- Sí. Con mi hermano.
ÉL.- ¿De veras que fuiste con tu hermano?
ELLA.- ¡Qué celoso eres! ¿Con quién iba a ir?
Tú sabes que, si no es contigo, no soy feliz con nadie.
ÉL.- ¡Chiquilla…!
Segundo bostezo mío y primera náusea
contenida.
ÉL.- ¡Qué bonita vienes!
ELLA.- ¿Te gusto hoy más que ayer?
ÉL.- Infinitamente más.
ELLA.- ¿Qué te parece este sombrero?
ÉL.- Estupendo.
ELLA.- ¿Y el vestido?
ÉL.- Maravilloso. Y además pienso que…
Unas frases del caballero al oído de la dama.
ELLA.- Poniéndose encarnada con una
facilidad escamante. ¡Calla, tonto! Si alguien te oyera…
Me revolví nervioso en mi asiento.
ELLA.- ¿Y los zapatos? ¿Te gustan?
ÉL.- Son divinos.
ELLA.- ¿Y el abrigo?
ÉL.- Precioso.
ELLA.- ¿Este broche?
ÉL.- Es una filigrana.
ELLA.- ¿Y las medias?
ÉL.- Encantadoras.
Suspiré profundamente y comencé a hacer
esfuerzos para no oír tanta simpleza. Pero nuevas simplezas siguieron
martillando mi cerebro.
ÉL.- ¿Me quieres todavía un poquito?
ELLA.- Te adoro.
ÉL.- Pero no tanto como yo a ti…
ELLA.- ¡Más!
ÉL.- ¿Más? Más es imposible.
ELLA.- ¡Adulador!
Me puse, nerviosísimo, a tararear un cuplé.
ELLA.- ¡A cuantas les habrás dicho lo mismo!
ÉL.- Sólo a ti.
ELLA.- No me gusta que mientas.
ÉL.- Arrellanándose en el diván.
Dime, mi cielo, ¿me querrás siempre como ahora?
ELLA.- Siempre.
ÉL.- ¿Eternamente?
ELLA.- Eternamente.
Segunda y tercera náuseas por mi parte.
ÉL.- Si yo muriese algún día, amor mío,
¿volverías a amar?
ELLA – Nunca.
ÉL.- Nunca, ¿verdad?
ELLA.- Jamás.
ÉL.- ¿Qué harías?
ELLA.- Iría a diario al cementerio, a
llevarte flores y a llorar…
ÉL.- ¡Mi tesoro! Besándola en las
manos. ¡Mi gloria! ¡Mi reina!
Fue entonces cuando me levanté y llamé al
camarero, que era un joven de veintitantos años.
Acudió el mozo; le puse una mano en el
hombro, y con la otra mano señalé a la pareja. Y hablé así:
-Querido camarero y amigo: ahí tienes el
amor… Míralo bien; grábalo a fuego en tu memoria: no se te olvide nunca… Ese
espectáculo estúpido es lo que vienen cantando desde hace siglos los poetas.
ÉL y ELLA alzaron los rostros y me miraron
sorprendidos. Yo continué como si tal cosa:
-Eso que tienes delante de las narices,
querido camarero, es el amor, y, en la opinión de mucha gente, la única razón
de la existencia. Obsérvalo, estúdialo a fondo. Amor es decirse mentiras y
bobadas apretándose las manos por debajo de una mesa… Amor es preguntar a qué
hora se ha acostado uno… Amor es jurar que, fuera de la persona amada, lo demás
no existe… Amor es llamarse celoso mutuamente… Amor es elogiar los vestidos y
los sombreros de la elegida… Amor es discutir, en un diálogo irresistible,
quién quiere más al otro… Amor es afirmar que se tiene la eternidad en la mano…
Amor es decir que se va a ir al cementerio a diario a llevar flores… ¡¡Amor es
creerse todo eso!!
Levanté los brazos al techo en una actitud de
héroe griego, y grité:
-¡Y pendiente de semejante pamema vive la
Humanidad desde que el planeta comenzó a voltear por los espacios! ¿No es para
reaccionar violentamente? ¡¡Sí!! ¡Sí lo es! ¡¡Mira!!
Y cogiendo en alto una silla, la dejé caer
sobre la cabeza de la dama y luego sobre el cráneo del caballero.
Y sólo cuando los vi desvanecidos y tirados
del revés en el diván abandoné el café satisfecho de mí mismo y con aire de
filósofo en la escuela contundente.
FIN
https://ciudadseva.com/texto/el-amor-tomado-del-natural/
El don Juan
[Cuento - Texto completo.]
Benito
Pérez Galdós
«Esta no se me escapa: no se me escapa,
aunque se opongan a mi triunfo todas las potencias infernales», dije yo
siguiéndola a algunos pasos de distancia, sin apartar de ella los ojos, sin
cuidarme de su acompañante, sin pensar en los peligros que aquella aventura
ofrecía.
¡Cuánto me acuerdo de ella! Era alta, rubia,
esbelta, de grandes y expresivos ojos, de majestuoso y agraciado andar, de
celestial y picaresca sonrisa. Su nariz, terminada en una hermosa línea
levemente encorvada, daba a su rostro una expresión de desdeñosa altivez, capaz
de esclavizar medio mundo. Su respiración era ardiente y fatigada, marcando con
acompasadas depresiones y expansiones voluptuosas el movimiento de la máquina
sentimental, que andaba con una fuerza de caballos de buena raza inglesa. Su
mirada no era definible; de sus ojos, medio cerrados por el sopor normal que la
irradiación calurosa de su propia tez le producía, salían furtivos rayos,
destellos perdidos que quemaban mi alma. Pero mi alma quería quemarse, y no
cesaba de revolotear como imprudente mariposa en torno a aquella luz. Sus
labios eran coral finísimo; su cuello, primoroso alabastro; sus manos, mármol
delicado y flexible; sus cabellos, doradas hebras que las del mesmo sol
escurecían. En el hemisferio meridional de su rostro, a algunos grados del
meridiano de su nariz y casi a la misma latitud que la boca, tenía un lunar,
adornado de algunos sedosos cabellos que, agitados por el viento, se mecían
como frondoso cañaveral. Su pie era tan bello, que los adoquines parecían
convertirse en flores cuando ella pasaba; de los movimientos de sus brazos, de
las oscilaciones de su busto, del encantador vaivén de su cabeza, ¿qué puedo
decir? Su cuerpo era el centro de una infinidad de irradiaciones eléctricas,
suficientes para dar alimento para un año al cable submarino.
No había oído su voz; de repente la oí. ¡Qué
voz, Santo Dios!, parecía que hablaban todos los ángeles del cielo por boca de
su boca. Parecía que vibraba con sonora melodía el lunar, corchea escrita en el
pentagrama de su cara. Yo devoré aquella nota; y digo que la devoré, porque me
hubiera comido aquel lunar, y hubiera dado por aquella lenteja mi derecho de
primogenitura sobre todos los don Juanes de la tierra.
Su voz había pronunciado estas palabras, que
no puedo olvidar:
-Lurenzo, ¿sabes que comería un bucadu? -Era
gallega.
-Angel mío -dijo su marido, que era el que la
acompañaba-: aquí tenemos el café del Siglo, entra y tomaremos jamón en dulce.
Entraron, entré; se sentaron, me senté
(enfrente); comieron, comí (ellos jamón, yo… no me acuerdo de lo que comí; pero
lo cierto es que comí).
Él no me quitaba los ojos de encima. Era un
hombre que parecía hecho por un artífice de Alcorcón, expresamente para hacer
resaltar la belleza de aquella mujer gallega, pero modelada en mármol de Paros
por Benvenuto Cellini. Era un hombre bajo y regordete, de rostro apergaminado y
amarillo como el forro de un libro viejo: sus cejas angulosas y las líneas de
su nariz y de su boca tenían algo de inscripción. Se le hubiera podido comparar
a un viejo libro de 700 páginas, voluminoso, ilegible y apolillado. Este hombre
estaba encuadernado en un enorme gabán pardo con cantos de lanilla azul.
Después supe que era un bibliómano.
Yo empecé a deletrear la cara de mi bella
galleguita.
Soy fuerte en la paleontología amorosa. Al
momento entendí la inscripción, y era favorable para mí.
-Victoria -dije, y me preparé a apuntar a mi
nueva víctima en mi catálogo. Era el número 1.003.
Comieron, y se hartaron, y se fueron.
Ella me miró dulcemente al salir. Él me lanzó
una mirada terrible, expresando que no las tenía todas consigo; de cada renglón
de su cara parecía salir una chispa de fuego indicándome que yo había herido la
página más oculta y delicada de su corazón, la página o fibra de los celos.
Salieron, salí.
Entonces era yo el don Juan más célebre del
mundo, era el terror de la humanidad casada y soltera. Relataros la serie de
mis triunfos sería cosa de no acabar. Todos querían imitarme; imitaban mis
ademanes, mis vestidos. Venían de lejanas tierras sólo para verme. El día en
que pasó la aventura que os refiero era un día de verano, yo llevaba un chaleco
blanco y unos guantes de color de fila, que estaban diciendo comedme.
Se pararon, me paré; entraron, esperé;
subieron, pasé a la acera de enfrente.
En el balcón del quinto piso apareció una
sombra: ¡es ella!, dije yo, muy ducho en tales lances.
Acerqueme, mire a lo alto, extendí una mano,
abrí la boca para hablar, cuando de repente, ¡cielos misericordiosos! ¡cae
sobre mí un diluvio!… ¿de qué? No quiero que este pastel quede, si tal cosa
nombro, como quedaron mi chaleco y mis guantes.
Lleneme de ira: me habían puesto perdido. En
un acceso de cólera, entro y subo rápidamente la escalera.
Al llegar al tercer piso, sentí que abrían la
puerta del quinto. El marido apareció y descargó sobre mí con todas sus fuerzas
un objeto que me descalabró: era un libro que pesaba sesenta libras. Después
otro del mismo tamaño, después otro y otro; quise defenderme, hasta que al fin
una Compilatio decretalium me remató: caí al suelo sin
sentido.
Cuando volví en mí, me encontré en el carro
de la basura.
Levanteme de aquel lecho de rosas, y me alejé
como pude. Miré a la ventana: allí estaba mi verdugo en traje de mañana,
vestido a la holandesa; sonrió maliciosamente y me hizo un saludo que me llenó
de ira.
Mi aventura 1.003 había fracasado. Aquélla
era la primera derrota que había sufrido en toda mi vida. Yo, el don Juan por
excelencia, ¡el hombre ante cuya belleza, donaire, desenfado y osadía se habían
rendido las más meticulosas divinidades de la tierra!… Era preciso tomar la
revancha en la primera ocasión. La fortuna no tardó en presentármela.
Entonces, ¡ay!, yo vagaba alegremente por el
mundo, visitaba los paseos, los teatros, las reuniones y también las iglesias.
Una noche, el azar, que era siempre mi guía,
me había llevado a una novena: no quiero citar la iglesia, por no dar origen a
sospechas peligrosas. Yo estaba oculto en una capilla, desde donde sin ser
visto dominaba la concurrencia. Apoyada en una columna vi una sombra, una
figura, una mujer. No pude ver su rostro, ni su cuerpo, ni su ademán, ni su
talle, porque la cubrían unas grandes vestiduras negras desde la coronilla
hasta las puntas de los pies. Yo colegí que era hermosísima, por esa facultad
de adivinación que tenemos los don Juanes.
Concluyó el rezo; salió, salí; un joven la
acompañaba, «¡su esposo!», dije para mí, algún matrimonio en la luna de miel.
Entraron, me paré y me puse a mirar los
cangrejos y langostas que en un restaurante cercano se veían expuestos al
público. Miré hacia arriba, ¡oh felicidad! Una mujer salía del balcón, alargaba
la mano, me hacía señas… Cercioreme de que no tenía en la mano ningún ánfora de
alcoba, como el maldito bibliómano, y me acerqué. Un papel bajó revoloteando
como una mariposa hasta posarse en mi hombro. Leí: era una cita. ¡Oh fortuna!, ¡era
preciso escalar un jardín, saltar tapias!, eso era lo que a mí me gustaba.
Llegó la siguiente noche y acudí puntual. Salté la tapia y me hallé en el
jardín.
Un tibio y azulado rayo de luna, penetrando
por entre las ramas de los árboles, daba melancólica claridad al recinto y
marcaba pinceladas y borrones de luz sobre todos los objetos.
Por entre las ramas vi venir una sombra
blanca, vaporosa: sus pasos no se sentían, avanzaba de un modo misterioso, como
si una suave brisa la empujara. Acercose a mí y me tomó de una mano; yo proferí
las palabras más dulces de mi diccionario, y la seguí; entramos juntos en la
casa. Ella andaba con lentitud y un poco encorvada hacia adelante. Así deben
andar las dulces sombras que vagan por el Elíseo, así debía andar Dido cuando
se presentó a los ojos de Eneas el Pío.
Entramos en una habitación oscura. Ella dio
un suspiro que así de pronto me pareció un ronquido, articulado por unas fauces
llenas de rapé. Sin embargo, aquel sonido debía salir de un seno inflamado con
la más viva llama del amor. Yo me postré de rodillas, extendí mis brazos hacia
ella… cuando de pronto un ruido espantoso de risas resonó detrás de mí;
abriéronse puertas y entraron más de veinte personas, que empezaron a darme de
palos y a reír como una cuadrilla de demonios burlones. El velo que cubría mi
sombra cayó, y vi, ¡Dios de los cielos!, era una vieja de más de noventa años,
una arpía arrugada, retorcida, seca como una momia, vestigio secular de una
mujer antediluviana, de voz semejante al gruñido de un perro constipado; su
nariz era un cuerno, su boca era una cueva de ladrones, sus ojos, dos grietas
sin mirada y sin luz. Ella también se reía, ¡la maldita!, se reía como se
reiría la abuela de Lucifer, si un don Juan le hubiera hecho el amor.
Los golpes de aquella gente me derribaron;
entre mis azotadores estaban el bibliómano y su mujer, que parecían ser los
autores de aquella trama.
Entre puntapiés, pellizcos, bastonazos y
pescozones, me pusieron en la calle, en medio del arroyo, donde caí sin
sentido, hasta que las matutinas escobas municipales me hicieron levantar. Tal
fue la singular aventura del don Juan más célebre del universo. Siguieron otras
por el estilo; y siempre tuve tan mala suerte, que constantemente paraba en los
carros que recogen por las mañanas la inmundicia acumulada durante la noche. Un
día me trajeron a este sitio, donde me tienen encerrado, diciendo que estoy
loco. La sociedad ha tenido que aherrojarme como a una fiera asoladora; y en
verdad, a dejarme suelto, yo la hubiera destruido.
https://ciudadseva.com/texto/el-don-juan/
En manos de la cocinera
[Cuento - Texto completo.]
Miguel de Unamuno
¡Gracias a Dios que iba, por fin, a
concluírsele aquella vacua existencia de soltero y a entrar en una nueva vida,
o más bien entrar en vida de veras! Porque el pobre Vicente no podía ya tolerar
más tiempo su soledad. Desde que se le murió la madre vivía solo, con su
criada. Esta, la criada, le cuidaba bien; era lista, discreta, solícita y, sin
ser precisamente guapa, tenía unos ojillos que alegraban la cara, pero… No, no
era aquello; así no se podía vivir.
Y la novia, Rosaura, era un encanto. Alta,
recia, rubia, pisando como una diosa, con la frente cara a cara al cielo
siempre. Tenía una boca que daba ganas de vivir el mirarla. Su hermosura toda
era el esplendor de la salud.
Eso sí, una cosa encontró en ella Vicente
que, aunque ayudaba a encenderle el deseo, le enfriaba por otra parte el amor,
y era la reserva de Rosaura. Jamás logró de ella ciertas familiaridades, en el
fondo inocentes, que se permiten los novios. Jamás consiguió que le diese un
beso.
«Después, después que nos casemos, todos los
que quieras», le decía. Y Vicente para sí: «¡Todos los que quieras!… ¿No es
este un modo de desdeñarlos? ¿No es como quien dice: “Para lo que me van a
costar”?…». Vicente presentía que solo valen las caricias que cuestan.
¿Le quería Rosaura? ¿Es que de veras le
quería? ¡Era tan terriblemente discreta! ¡Estaba tan sobre sí! Toda su
preocupación parecía no ser otra que la de hacerse valer, la de hacerse
respetar. Y a ello parece le movían más aun los consejos de su madre, de la
futura suegra de Vicente, una matrona insoportable con sus pretensiones
aristocráticas. Delante de la buena señora no se podía hablar de las dos
terceras partes de las cosas de que merece hablarse; delante de ella no se les
podía llamar a las enfermedades por su nombre. Y era ella, sin duda; era
aquella madre profesional la que decía a Rosaura: «Hija mía, hazte respetar».
Ella, por su parte, pareció no haber conocido sino el respeto de su marido, del
padre de Rosaura, que se murió de aburrimiento.
¿Le quería Rosaura? Pero… ¡era tan hermosa!
Con brillar tanto sus ojos, brillaban más aún sus labios, aquellos labios de
color encendido y frescos que daban ganas da respirar más fuerte y más hondo a
quien los miraba.
Estaba ya encima el día de la boda. Ignacia,
la criada, le había dicho a Vicente:
-Señorito, aunque usted se case, yo seguiré
en la casa…
-¡Pues no faltaba más, Ignacia!
-Pero, ¿y si la señorita quiere traer otra?…
-No, no lo querrá.
-Qué sé yo…
Y la pobre chica se quedó pensando que no
habría de ser compatible con aquella señorita tan aseñoritada.
Todo estaba dispuesto para el día de la boda,
cuando he aquí que la víspera se cae Vicente del caballo y se rompe una pierna.
El médico dijo que no podía levantarse lo menos en un mes.
En casa de la novia el accidente causó
irritación. ¡Ahora que estaba dispuesto ya todo, hecho todo el gasto!
-exclamaba la señora.
-La cosa es bien sencilla -dijo el padrino de
Vicente-; va la novia a casa del novio y se casan allí…
-¿Cómo? -exclamó la señora-. ¿Estando él en
cama?
-Naturalmente; no veo dificultad alguna en
que se verifique una boda hallándose acostado uno de los contrayentes. Pueden muy
bien darse las manos y los votos. Y como la muchacha ha de quedarse luego allí…
-Mi hija no va a casarse a casa del novio, y
menos hallándose él en cama y con la pierna rota…
Rosaura pensaba en tanto que acaso su novio
se quedase cojo para siempre.
El pobre Vicente sufrió más aún que con la
rotura de su pierna con la conducta de su prometida. Fue a visitarle, sí, pero
como por compromiso. Esperaba que hubiese accedido a que se casaran desde
luego, o que, por lo mismo, hubiese ido a servirle de enfermera. Y así se lo
insinuó.
-¡De enfermera! -exclamó la señora madre-,
¡pero ese hombre está loco! ¿Qué idea tendrá de mi hija? Ir una muchacha
soltera a cuidar a un soltero, aunque sea su novio formal y en las condiciones
de este, que se ha roto una pierna. ¡Qué indelicadeza de sentimientos!… En fin,
hay cosas que si no se maman…
No le quedó al pobre Vicente otro recurso y
otro consuelo que la pobre Ignacia. La chica redoblaba de solicitud y de
cariño. Hacíale curas y se las hacía con una casta serenidad, como una
sacerdotisa. Vicente procuraba no quejarse. Y de hecho, cuando la pobre criada
le renovaba los vendajes o le arreglaba la postura de la pierna, no parecían
sus manos ni aun manos de mujer, sino alas de ángel por lo suaves.
-Qué largo va esto, Ignacia…
-Tenga paciencia, señorito, que dice el
médico que ha de quedar como nuevo, sin cojera alguna, y la señorita Rosaura le
espera…
-Me espera…, me espera…
-Ayer la volví a encontrar y me estuvo
preguntando con mucha solicitud por usted…
-Preguntando…, preguntando…
La curación fue más rápida de lo que los
médicos habían supuesto. Muy pronto pudo levantarse Vicente; apoyado en un
fuerte bastón, y dar algunos pasos por la casa. Y mandó decir que estaba
dispuesto a acudir así a la iglesia, a casarse. La futura suegra le contestó
que no había prisa, que era mejor esperar a que estuviese repuesto del todo.
Por fin, se fijó para un nuevo plazo la boda.
Los médicos aseguraban que para entonces Vicente andaría solo, sin bastón y
como antes del accidente. Pero el pobre hombre se sentía triste. Aparecíasele
la boda como un sacrificio. Era hombre de palabra.
Tres días antes del nuevo señalado para el
sacrificio se le presentó Ignacia, y toda confusa, ruborosa, como nunca la
había visto, y le dijo:
-Señorito, siento tener que decirle…
-¿Qué?
-Que yo me voy de la casa -y se echó a
llorar.
-¿Cómo que te vas?
-Sí; como el señorito va a casarse…
-¿Pero no quedamos en que te quedarías tú de
criada nuestra?
-Quedamos, sí, en eso usted y yo; pero no
ella, no la señorita…
-¿Qué? ¿Te ha dicho algo?
-No, no me ha dicho nada; pero sé de fijo que
no podremos estar mucho tiempo juntas…
-¿Y por qué?
-Porque le he cuidado yo al señorito en su
enfermedad, yo y no ella…
-¿Y eso qué tiene que ver?
-Sí, tiene que ver. Yo sé lo que me digo.
Ella, una señorita, y una señorita que se iba a casar con usted, de quien está
usted enamorado, ella no podía… no debía venir a cuidarle, mientras que yo…
-Sí, tú eres la criada.
-Eso.
Bajó la cabeza, ensombreciéndosele, Vicente,
y al poco rato la levantó, fijó sus ojos claros en los ojos claros de su
criada, y lentamente le dijo:
-Tienes razón, Ignacia; comprendo tus
razones, o mejor, tus sentimientos, y participo de tus temores. Mi novia, mi
futura esposa y tú seréis incompatibles en esta casa. Aunque no fuese más te
echaría su señora madre, la de la delicadeza de sentimientos. Y tienes razón;
ella, la que se hizo respetar, no pudo, no debió venir a cuidarme; eso era
menester tuyo, de la criada. Y tú lo has cumplido con una devoción que no sé si
encontraré en ella cuándo… sea mi mujer. Sois incompatibles, y como yo no
quiero separarme de mi enfermera, renuncio a ella, a Rosaura, y me caso, pero…
contigo… ¿Lo quieres?
La pobre chica se echó a llorar.
Y se casó Vicente; pero se casó con su
enfermera, con la que nunca soñó en hacerse respetar. Y no soñó en ello por
respeto al amor, al grande y callado amor a su amo, a aquel amor sencillo y
recogido, que hizo de sus manos de fregadora alas de ángel para manejar como
con plumas la pierna rota de su amo.
Y la señora madre de Rosaura, la exfutura
suegra de Vicente, se quedó diciendo a su hija por vía de consuelo:
-No has perdido nada, hija mía; siempre
sospeché de la ordinariez de sentimientos y de gustos de ese sujeto…
FIN
Los Lunes de El Imparcial, Madrid, 1912
https://ciudadseva.com/texto/en-manos-de-la-cocinera/
San
Manuel Bueno, mártir
[Novela
corta - Texto completo.]
Miguel de Unamuno
Si solo en esta vida esperamos en Cristo,
somos los más miserables de los hombres
todos.
-San Pablo, I Corintios XV, 19
Ahora que el obispo de la diócesis de Renada,
a la que pertenece esta mi querida aldea de Valverde de Lucerna, anda, a lo que
se dice, promoviendo el proceso para la beatificación de nuestro Don Manuel, o,
mejor, san Manuel Bueno, que fue en esta párroco, quiero dejar aquí consignado,
a modo de confesión y sólo Dios sabe, que no yo, con qué destino, todo lo que
sé y recuerdo de aquel varón matriarcal que llenó toda la más entrañada vida de
mi alma, que fue mi verdadero padre espiritual, el padre de mi espíritu, del
mío, el de Ángela Carballino.
Al otro, a mi padre carnal y temporal, apenas
si le conocí, pues se me murió siendo yo muy niña. Sé que había llegado de
forastero a nuestra Valverde de Lucerna, que aquí arraigó al casarse aquí con
mi madre. Trajo consigo unos cuantos libros, el Quijote, obras de teatro
clásico, algunas novelas, historias, el Bertoldo, todo revuelto, y de esos
libros, los únicos casi que había en toda la aldea, devoré yo ensueños siendo
niña. Mi buena madre apenas si me contaba hechos o dichos de mi padre. Los de
Don Manuel, a quien, como todo el mundo, adoraba, de quien estaba enamorada
-claro que castísimamente-, le habían borrado el recuerdo de los de su marido.
A quien encomendaba a Dios, y fervorosamente, cada día al rezar el rosario.
De nuestro Don Manuel me acuerdo como si
fuese de cosa de ayer, siendo yo niña, a mis diez años, antes de que me
llevaran al Colegio de Religiosas de la ciudad catedralicia de Renada. Tendría
él, nuestro santo, entonces unos treinta y siete años. Era alto, delgado,
erguido, llevaba la cabeza como nuestra Peña del Buitre lleva su cresta y había
en sus ojos toda la hondura azul de nuestro lago. Se llevaba las miradas de
todos, y tras ellas, los corazones, y él al mirarnos parecía, traspasando la
carne como un cristal, mirarnos al corazón. Todos le queríamos, pero sobre todo
los niños. ¡Qué cosas nos decía! Eran cosas, no palabras. Empezaba el pueblo a
olerle la santidad; se sentía lleno y embriagado de su aroma. Entonces fue
cuando mi hermano Lázaro, que estaba en América, de donde nos mandaba
regularmente dinero con que vivíamos en decorosa holgura, hizo que mi madre me
mandase al Colegio de Religiosas, a que se completara fuera de la aldea mi
educación, y esto aunque a él, a Lázaro, no le hiciesen mucha gracia las
monjas. «Pero como ahí -nos escribía- no hay hasta ahora, que yo sepa, colegios
laicos y progresivos, y menos para señoritas, hay que atenerse a lo que haya.
Lo importante es que Angelita se pula y que no siga entre esas zafias
aldeanas.» Y entré en el colegio, pensando en un principio hacerme en él
maestra, pero luego se me atragantó la pedagogía.
En el colegio conocí a niñas de la ciudad e
intimé con algunas de ellas. Pero seguía atenta a las cosas y a las gentes de
nuestra aldea, de la que recibía frecuentes noticias y tal vez alguna visita. Y
hasta al colegio llegaba la fama de nuestro párroco, de quien empezaba a
hablarse en la ciudad episcopal. Las monjas no hacían sino interrogarme
respecto a él.
Desde muy niña alimenté, no sé bien cómo,
curiosidades, preocupaciones e inquietudes, debidas, en parte al menos, a aquel
revoltijo de libros de mi padre, y todo ello se me medró en el colegio, en el
trato, sobre todo con una compañera que se me aficionó desmedidamente y que
unas veces me proponía que entrásemos juntas a la vez en un mismo convento,
jurándonos, y hasta firmando el juramento con nuestra sangre, hermandad
perpetua, y otras veces me hablaba, con los ojos semicerrados, de novios y de
aventuras matrimoniales. Por cierto que no he vuelto a saber de ella ni de su
suerte. Y eso que cuando se hablaba de nuestro Don Manuel, o cuando mi madre me
decía algo de él en sus cartas -y era en casi todas-, que yo leía a mi amiga,
esta exclamaba como en arrobo: «¡Qué suerte, chica, la de poder vivir cerca de
un santo así, de un santo vivo, de carne y hueso, y poder besarle la mano!
Cuando vuelvas a tu pueblo, escríbeme mucho, mucho y cuéntame de él».
Pasé en el colegio unos cinco años, que ahora
se me pierden como un sueño de madrugada en la lejanía del recuerdo, y a los
quince volvía a mi Valverde de Lucerna. Ya toda ella era Don Manuel; Don Manuel
con el lago y con la montaña. Llegué ansiosa de conocerle, de ponerme bajo su
protección, de que él me marcara el sendero de mi vida.
Decíase que había entrado en el Seminario
para hacerse cura, con el fin de atender a los hijos de una su hermana recién
viuda, de servirles de padre; que en el Seminario se había distinguido por su
agudeza mental y su talento y que había rechazado ofertas de brillante carrera
eclesiástica porque él no quería ser sino de su Valverde de Lucerna, de su
aldea perdida como un broche entre el lago y la montaña que se mira en él.
¡Y cómo quería a los suyos! Su vida era
arreglar matrimonios desavenidos, reducir a sus padres hijos indómitos o
reducir los padres a sus hijos, y sobre todo consolar a los amargados y
atediados, y ayudar a todos a bien morir.
Me acuerdo, entre otras cosas, de que al
volver de la ciudad la desgraciada hija de la tía Rabona, que se había perdido
y volvió, soltera y desahuciada, trayendo un hijito consigo, Don Manuel no paró
hasta que hizo que se casase con ella su antiguo novio, Perote, y reconociese
como suya a la criaturita, diciéndole:
-Mira, da padre a este pobre crío que no le
tiene más que en el cielo.
-¡Pero, Don Manuel, si no es mía la culpa…!
-¡Quién lo sabe, hijo, quién lo sabe…!, y,
sobre todo, no se trata de culpa.
Y hoy el pobre Perote, inválido, paralítico,
tiene como báculo y consuelo de su vida al hijo aquel que, contagiado de la
santidad de Don Manuel, reconoció por suyo no siéndolo.
En la noche de san Juan, la más breve del
año, solían y suelen acudir a nuestro lago todas las pobres mujerucas, y no
pocos hombrecillos, que se creen poseídos, endemoniados, y que parece no son
sino histéricos y a las veces epilépticos, y Don Manuel emprendió la tarea de
hacer él de lago, de piscina probática, y tratar de aliviarles y si era posible
de curarles. Y era tal la acción de su presencia, de sus miradas, y tal sobre
todo la dulcísima autoridad de sus palabras y sobre todo de su voz -¡qué
milagro de voz!-, que consiguió curaciones sorprendentes. Con lo que creció su
fama, que atraía a nuestro lago y a él a todos los enfermos del contorno. Y
alguna vez llegó una madre pidiéndole que hiciese un milagro en su hijo, a lo
que contestó sonriendo tristemente: -No tengo licencia del señor obispo para
hacer milagros.
Le preocupaba, sobre todo, que anduviesen
todos limpios. Si alguno llevaba un roto en su vestidura, le decía:
«Anda a ver al sacristán, y que te remiende
eso». El sacristán era sastre. Y cuando el día primero de año iban a
felicitarle por ser el de su santo -su santo patrono era el mismo Jesús Nuestro
Señor-, quería Don Manuel que todos se le presentasen con camisa nueva, y al
que no la tenía se la regalaba él mismo.
Por todos mostraba el mismo afecto, y si a
algunos distinguía más con él era a los más desgraciados y a los que aparecían
como más díscolos. Y como hubiera en el pueblo un pobre idiota de nacimiento,
Blasillo el bobo, a este es a quien más acariciaba y hasta llegó a enseñarle
cosas que parecía milagro que las hubiese podido aprender. Y es que el pequeño
rescoldo de inteligencia que aún quedaba en el bobo se le encendía en imitar,
como un pobre mono, a su Don Manuel. Su maravilla era la voz, una voz divina,
que hacía llorar. Cuando al oficiar en misa mayor o solemne entonaba el
prefacio, estremecíase la iglesia y todos los que le oían sentíanse conmovidos
en sus entrañas. Su canto, saliendo del templo, iba a quedarse dormido sobre el
lago y al pie de la montaña. Y cuando en el sermón de Viernes Santo clamaba
aquello de: «¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?», pasaba por el
pueblo todo un temblor hondo como por sobre las aguas del lago en días de
cierzo de hostigo. Y era como si oyesen a Nuestro Señor Jesucristo mismo, como
si la voz brotara de aquel viejo crucifijo a cuyos pies tantas generaciones de
madres habían depositado sus congojas. Como que una vez, al oírlo su madre, la
de Don Manuel, no pudo contenerse, y desde el suelo del templo, en que se
sentaba, gritó: «¡Hijo mío!». Y fue un chaparrón de lágrimas entre todos.
Creeríase que el grito maternal había brotado de la boca entreabierta de
aquella Dolorosa -el corazón traspasado por siete espadas- que había en una de
las capillas del templo. Luego Blasillo el tonto iba repitiendo en tono
patético por las callejas, y como en eco, el «¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me
has abandonado?», y de tal manera que al oírselo se les saltaban a todos las
lágrimas, con gran regocijo del bobo por su triunfo imitativo.
Su acción sobre las gentes era tal que nadie
se atrevía a mentir ante él, y todos, sin tener que ir al confesonario, se le
confesaban. A tal punto que como hubiese una vez ocurrido un repugnante crimen
en una aldea próxima, el juez, un insensato que conocía mal a Don Manuel, le
llamó y le dijo: -A ver si usted, Don Manuel, consigue que este bandido declare
la verdad. -¿Para que luego pueda castigársele? -replicó el santo varón-. No,
señor juez, no; yo no saco a nadie una verdad que le lleve acaso a la muerte.
Allá entre él y Dios… La justicia humana no me concierne. «No juzguéis para no
ser juzgados», dijo Nuestro Señor.
-Pero es que yo, señor cura…
-Comprendido; dé usted, señor juez, al César
lo que es del César, que yo daré a Dios lo que es de Dios. Y al salir, mirando
fijamente al presunto reo, le dijo:
-Mira bien si Dios te ha perdonado, que es lo
único que importa.
En el pueblo todos acudían a misa, aunque
sólo fuese por oírle y por verle en el altar, donde parecía transfigurarse,
encendiéndosele el rostro. Había un santo ejercicio que introdujo en el culto
popular, y es que, reuniendo en el templo a todo el pueblo, hombres y mujeres,
viejos y niños, unas mil personas, recitábamos al unísono, en una sola voz, el
Credo: «Creo en Dios Padre Todopoderoso, Creador del Cielo y de la Tierra…» y
lo que sigue. Y no era un coro, sino una sola voz, una voz simple y unida,
fundidas todas en una y haciendo como una montaña, cuya cumbre, perdida a las
veces en nubes, era Don Manuel. Y al llegar a lo de «creo en la resurrección de
la carne y la vida perdurable» la voz de Don Manuel se zambullía, como en un
lago, en la del pueblo todo, y era que él se callaba. Y yo oía las campanadas
de la villa que se dice aquí que está sumergida en el lecho del lago
-campanadas que se dice también se oyen la noche de San Juan- y eran las de la
villa sumergida en el lago espiritual de nuestro pueblo; oía la voz de nuestros
muertos que en nosotros resucitaban en la comunión de los santos. Después, al
llegar a conocer el secreto de nuestro santo, he comprendido que era como si
una caravana en marcha por el desierto, desfallecido el caudillo al acercarse
al término de su carrera, le tomaran en hombros los suyos para meter su cuerpo
sin vida en la tierra de promisión.
Los más no querían morirse sino cogidos de su
mano como de un ancla. Jamás en sus sermones se ponía a declamar contra impíos,
masones, liberales o herejes. ¿Para qué, si no los había en la aldea? Ni menos
contra la mala prensa. En cambio, uno de los más frecuentes temas de sus
sermones era contra la mala lengua. Porque él lo disculpaba todo y a todos
disculpaba. No quería creer en la mala intención de nadie.
-La envidia -gustaba repetir- la mantienen
los que se empeñan en creerse envidiados, y las más de las persecuciones son
efecto más de la manía persecutoria que no de la perseguidora.
-Pero fíjese, Don Manuel, en lo que me ha
querido decir…
Y él:
-No debe importarnos tanto lo que uno quiera
decir como lo que diga sin querer…
Su vida era activa y no contemplativa,
huyendo cuanto podía de no tener nada que hacer. Cuando oía eso de que la
ociosidad es la madre de todos los vicios, contestaba: «Y del peor de todos,
que es el pensar ocioso». Y como yo le preguntara una vez qué es lo que con eso
quería decir, me contestó: «Pensar ocioso es pensar para no hacer nada o pensar
demasiado en lo que se ha hecho y no en lo que hay que hacer. A lo hecho pecho,
y a otra cosa, que no hay peor que remordimiento sin enmienda». ¡Hacer!,
¡hacer! Bien com- prendí yo ya desde entonces que Don Manuel huía de pensar
ocioso y a solas, que algún pensamiento le perseguía.
Así es que estaba siempre ocupado, y no pocas
veces en inventar ocupaciones. Escribía muy poco para sí, de tal modo que
apenas nos ha dejado escritos o notas; mas, en cambio, hacía de memorialista
para los demás, y a las madres, sobre todo, les redactaba las cartas para sus
hijos ausentes. Trabajaba también manualmente, ayudando con sus brazos a
ciertas labores del pueblo. En la temporada de trilla íbase a la era a trillar
y aventar, y en tanto, les aleccionaba o les distraía. Sustituía a las veces a
algún enfermo en su tarea. Un día del más crudo invierno se encontró con un
niño, muertecito de frío, a quien su padre le enviaba a recoger una res a larga
distancia, en el monte. -Mira -le dijo al niño-, vuélvete a casa, a calentarte,
y dile a tu padre que yo voy a hacer el encargo. Y al volver con la res se
encontró con el padre, todo confuso, que iba a su encuentro. En invierno partía
leña para los pobres. Cuando se secó aquel magnífico nogal -«un nogal
matriarcal» le llamaba-, a cuya sombra había jugado de niño y con cuyas nueces
se había durante tantos años regalado, pidió el tronco, se lo llevó a su casa y
después de labrar en él seis tablas, que guardaba al pie de su lecho, hizo del
resto leña para calentar a los pobres.
Solía hacer también las pelotas para que
jugaran los mozos y no pocos juguetes para los niños.
Solía acompañar al médico en su visita y
recalcaba las prescripciones de este. Se interesaba sobre todo en los embarazos
y en la crianza de los niños, y estimaba como una de las mayores blasfemias
aquello de: «¡Teta y gloria!», y lo otro de: «Angelitos al cielo». Le conmovía
profundamente la muerte de los niños. -Un niño que nace muerto o que se muere
recién nacido y un suicidio -me dijo una vez- son para mí de los más terribles
misterios: ¡un niño en cruz!
Y como una vez, por haberse quitado uno la
vida, le preguntara el padre del suicida, un forastero, si le daría tierra
sagrada, le contestó:
-Seguramente, pues en el último momento, en
el segundo de la agonía, se arrepintió sin duda alguna.
Iba también a menudo a la escuela a ayudar al
maestro, a enseñar con él, y no sólo el catecismo. Y es que huía de la ociosidad
y de la soledad. De tal modo que por estar con el pueblo, y sobre todo con el
mocerío y la chiquillería, solía ir al baile. Y más de una vez se puso en él a
tocar el tamboril para que los mozos y las mozas bailasen, y esto, que en otro
hubiera parecido grotesca profanación del sacerdocio, en él tomaba un sagrado
carácter y como de rito religioso. Sonaba el Ángelus, dejaba el tamboril y el
palillo, se descubría y todos con él, y rezaba: «El ángel del Señor anunció a
María: Ave María…». Y luego: «Y ahora, a descansar para mañana».
-Lo primero -decía- es que el pueblo esté
contento, que estén todos contentos de vivir. El contentamiento de vivir es lo
primero de todo. Nadie debe querer morirse hasta que Dios quiera.
-Pues yo sí -le dijo una vez una recién
viuda-, yo quiero seguir a mi marido…
-¿Y para qué? -le respondió-. Quédate aquí
para encomendar su alma a Dios. En una boda dijo una vez: «¡Ay, si pudiese
cambiar el agua toda de nuestro lago en vino, en un vinillo que por mucho que
de él se bebiera alegrara siempre sin emborrachar nunca… o por lo menos con una
borrachera alegre!».
Una vez pasó por el pueblo una banda de
pobres titiriteros. El jefe de ella, que llegó con la mujer grave- mente
enferma y embarazada, y con tres hijos que le ayudaban, hacía de payaso.
Mientras él estaba en la plaza del pueblo haciendo reír a los niños y aun a los
grandes, ella, sintiéndose de pronto gravemente indispuesta, se tuvo que
retirar, y se retiró escoltada por una mirada de congoja del payaso y una
risotada de los niños. Y escoltada por Don Manuel, que luego, en un rincón de
la cuadra de la posada, la ayudó a bien morir. Y cuando, acabada la fiesta,
supo el pueblo y supo el payaso la tragedia, fuéronse todos a la posada y el
pobre hombre, diciendo con llanto en la voz: «Bien se dice, señor cura, que es
usted todo un santo», se acercó a este queriendo tomarle la mano para
besársela, pero Don Manuel se adelantó, y tomándosela al payaso, pronunció ante
todos:
-El santo eres tú, honrado payaso; te vi
trabajar y comprendí que no sólo lo haces para dar pan a tus hijos, sino
también para dar alegría a los de los otros, y yo te digo que tu mujer, la
madre de tus hijos, a quien he despedido a Dios mientras trabajabas y
alegrabas, descansa en el Señor, y que tú irás a juntarte con ella y a que te
paguen riendo los ángeles a los que haces reír en el cielo de contento.
Y todos, niños y grandes, lloraban, y
lloraban tanto de pena como de un misterioso contento en que la pena se
ahogaba. Y más tarde, recordando aquel solemne rato, he comprendido que la
alegría imperturbable de Don Manuel era la forma temporal y terrena de una
infinita y eterna tristeza que con heroica santidad recataba a los ojos y los
oídos de los demás.
Con aquella su constante actividad, con aquel
mezclarse en las tareas y las diversiones de todos, parecía querer huir de sí
mismo, querer huir de su soledad. «Le temo a la soledad», repetía. Mas, aun
así, de vez en cuando se iba solo, orilla del lago, a las ruinas de aquella
vieja abadía donde aún parecen reposar las almas de los piadosos cistercienses
a quienes ha sepultado en el olvido la Historia. Allí está la celda del llamado
Padre Capitán, y en sus paredes se dice que aún quedan señales de la gota de
sangre con que las salpicó al mortificarse. ¿Que pensaría allí nuestro Don
Manuel? Lo que sí recuerdo es que como una vez, hablando de la abadía, le
preguntase yo cómo era que no se le había ocurrido ir al claustro, me contestó:
-No es sobre todo porque tenga, como tengo,
mi hermana viuda y mis sobrinos a quienes sostener, que Dios ayuda a sus
pobres, sino porque yo no nací para ermitaño, para anacoreta; la soledad me
mataría el alma, y en cuanto a un monasterio, mi monasterio es Valverde de
Lucerna. Yo no debo vivir solo; yo no debo morir solo. Debo vivir para mi pueblo,
morir para mi pueblo. ¿Cómo voy a salvar mi alma si no salvo la de mi pueblo?
-Pero es que ha habido santos ermitaños,
solitarios… -le dije.
-Sí, a ellos les dio el Señor la gracia de
soledad que a mí me ha negado, y tengo que resignarme. Yo no puedo perder a mi
pueblo para ganarme el alma. Así me ha hecho Dios. Yo no podría soportar las
tentaciones del desierto. Yo no podría llevar solo la cruz del nacimiento.
He querido con estos recuerdos, de los que
vive mi fe, retratar a nuestro Don Manuel tal como era cuando yo, mocita de
cerca de dieciséis años, volví del Colegio de Religiosas de Renada a nuestro
monasterio de Valverde de Lucerna. Y volví a ponerme a los pies de su abad.
-¡Hola, la hija de la Simona -me dijo en
cuanto me vio-, y hecha ya toda una moza, y sabiendo francés, y bordar y tocar
el piano y qué sé yo qué más! Ahora a prepararte para darnos otra familia. Y tu
hermano Lázaro, ¿cuándo vuelve? Sigue en el Nuevo Mundo, ¿no es así?
-Sí, señor, sigue en América…
-¡El Nuevo Mundo! Y nosotros en el Viejo.
Pues bueno, cuando le escribas, dile de mi parte, de parte del cura, que estoy
deseando saber cuándo vuelve del Nuevo Mundo a este Viejo, trayéndonos las
novedades de por allá. Y dile que encontrará al lago y a la montaña como les
dejó.
Cuando me fui a confesar con él mi turbación
era tanta que no acertaba a articular palabra. Recé el «yo pecadora»
balbuciendo, casi sollozando. Y él, que lo observó, me dijo: -Pero ¿qué te
pasa, corderilla? ¿De qué o de quién tienes miedo? Porque tú no tiemblas ahora
al peso de tus pecados ni por temor de Dios, no; tú tiemblas de mí, ¿no es eso?
Me eché a llorar.
-Pero ¿qué es lo que te han dicho de mí? ¿Qué
leyendas son esas? ¿Acaso tu madre? Vamos, vamos, cálmate y haz cuenta que
estás hablando con tu hermano…
Me animé y empecé a confiarle mis
inquietudes, mis dudas, mis tristezas. -¡Bah, bah, bah! ¿Y dónde has leído eso,
marisabidilla? Todo eso es literatura. No te des demasiado a ella, ni siquiera
a santa Teresa. Y si quieres distraerte, lee el Bertoldo, que leía tu padre.
Salí de aquella mi primera confesión con el santo hombre profundamente
consolada. Y aquel mi temor primero, aquel más que respeto miedo, con que me
acerqué a él, trocose en una lástima profunda. Era yo entonces una mocita, una
niña casi; pero empezaba a ser mujer, sentía en mis entrañas el jugo de la
maternidad, y al encontrarme en el confesonario junto al santo varón, sentí
como una callada confesión suya en el susurro sumiso de su voz y recordé cómo
cuando al clamar él en la iglesia las palabras de Jesucristo: «¡Dios mío, Dios
mío!, ¿por qué me has abandonado?», su madre, la de Don Manuel, respondió desde
el suelo: «¡Hijo mío!», y oí este grito que desgarraba la quietud del templo. Y
volví a confesarme con él para consolarle.
Una vez que en el confesonario le expuse una
de aquellas dudas, me contestó:
-A eso, ya sabes, lo del catecismo: «Eso no
me lo preguntéis a mí, que soy ignorante; doctores tiene la Santa Madre Iglesia
que os sabrán responder».
-¡Pero si el doctor aquí es usted, Don
Manuel…!
-¿Yo, yo doctor?, ¿doctor yo? ¡Ni por pienso!
Yo, doctorcilla, no soy más que un pobre cura de aldea. Y esas preguntas,
¿sabes quién te las insinúa, quién te las dirige? Pues… ¡el Demonio!
Y entonces, envalentonándome, le espeté a
boca de jarro:
-¿Y si se las dirigiese a usted, Don Manuel?
-¿A quién?, ¿a mí? ¿Y el Demonio? No nos
conocemos, hija, no nos conocemos.
-¿Y si se las dirigiera?
-No le haría caso. Y basta, ¿eh?,
despachemos, que me están esperando unos enfermos de verdad.
Me retiré, pensando, no sé por qué, que
nuestro Don Manuel, tan afamado curandero de endemoniados, no creía en el
Demonio. Y al irme hacia mi casa topé con Blasillo el bobo, que acaso rondaba
el templo, y que al verme, para agasajarme con sus habilidades, repitió -¡y de
qué modo!- lo de «¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?». Llegué a
casa acongojadísima y me encerré en mi cuarto para llorar, hasta que llegó mi
madre.
-Me parece, Angelita, con tantas confesiones,
que tú te me vas a ir monja.
-No lo tema, madre -le contesté-, pues tengo
harto que hacer aquí, en el pueblo, que es mi convento.
-Hasta que te cases.
-No pienso en ello -le repliqué.
Y otra vez que me encontré con Don Manuel, le
pregunté, mirándole derechamente a los ojos:
-¿Es que hay infierno, Don Manuel?
Y él, sin inmutarse:
-¿Para ti, hija? No.
-¿Para los otros, le hay?
-¿Y a ti qué te importa, si no has de ir a
él?
-Me importa por los otros. ¿Le hay?
-Cree en el cielo, en el cielo que vemos.
Míralo -y me lo mostraba sobre la montaña y abajo, reflejado en el lago.
-Pero hay que creer en el infierno, como en
el cielo -le repliqué.
-Sí, hay que creer todo lo que cree y enseña
a creer la Santa Madre Iglesia Católica, Apostólica, Romana. ¡Y basta!
Leí no sé qué honda tristeza en sus ojos,
azules como las aguas del lago. Aquellos años pasaron como un sueño. La imagen
de Don Manuel iba creciendo en mí sin que yo de ello me diese cuenta, pues era
un varón tan cotidiano, tan de cada día como el pan que a diario pedimos en el
Padrenuestro. Yo le ayudaba cuanto podía en sus menesteres, visitaba a sus
enfermos, a nuestros enfermos, a las niñas de la escuela, arreglaba el ropero
de la iglesia, le hacía, como me llamaba él, de diaconisa. Fui unos días
invitada por una compañera de colegio, a la ciudad, y tuve que volverme, pues
en la ciudad me ahogaba, me faltaba algo, sentía sed de la vista de las aguas
del lago, hambre de la vista de las peñas de la montaña; sentía, sobre todo, la
falta de mi Don Manuel y como si su ausencia me llamara, como si corriese un
peligro lejos de mí, como si me necesitara. Empezaba yo a sentir una especie de
afecto maternal hacia mi padre espiritual; quería aliviarle del peso de su cruz
del nacimiento.
Así fui llegando a mis veinticuatro años, que
es cuando volvió de América, con un caudalillo ahorrado, mi hermano Lázaro.
Llegó acá, a Valverde de Lucerna, con el propósito de llevarnos a mí y a
nuestra madre a vivir a la ciudad, acaso a Madrid.
-En la aldea -decía- se entontece, se
embrutece y se empobrece uno. Y añadía:
-Civilización es lo contrario de
ruralización; ¡aldeanerías no!, que no hice que fueras al colegio para que te
pudras luego aquí, entre estos zafios patanes.
Yo callaba, aún dispuesta a resistir la
emigración; pero nuestra madre, que pasaba ya de la sesentena, se opuso desde
un principio. «¡A mi edad, cambiar de aguas!», dijo primero; mas luego dio a
conocer claramente que ella no podría vivir fuera de la vista de su lago, de su
montaña, y sobre todo de su Don Manuel. -¡Sois como las gatas, que os apegáis a
la casa! -repetía mi hermano. Cuando se percató de todo el imperio que sobre el
pueblo todo y en especial sobre nosotras, sobre mi madre y sobre mí, ejercía el
santo varón evangélico, se irritó contra este. Le pareció un ejemplo de la
oscura teocracia en que él suponía hundida a España. Y empezó a barbotar sin
descanso todos los viejos lugares comunes anticlericales y hasta
antirreligiosos y progresistas que había traído renovados del Nuevo Mundo.
-En esta España de calzonazos -decía- los
curas manejan a las mujeres y las mujeres a los hombres… ¡y luego el campo!,
¡el campo!, este campo feudal…
Para él, feudal era un término pavoroso;
feudal y medieval eran los dos calificativos que prodigaba cuando quería
condenar algo.
Le desconcertaba el ningún efecto que sobre
nosotras hacían sus diatribas y el casi ningún efecto que hacían en el pueblo,
donde se le oía con respetuosa indiferencia. «A estos patanes no hay quien les
conmueva». Pero como era bueno por ser inteligente, pronto se dio cuenta de la
clase de imperio que Don Manuel ejercía sobre el pueblo, pronto se enteró de la
obra del cura de su aldea.
-¡No, no es como los otros -decía-, es un
santo!
-Pero ¿tú sabes cómo son los otros curas? -le
decía yo, y él:
-Me lo figuro.
Mas aun así ni entraba en la iglesia ni
dejaba de hacer alarde en todas partes de su incredulidad, aunque procurando
siempre dejar a salvo a Don Manuel. Y ya en el pueblo se fue formando, no sé
cómo, una expectativa, la de una especie de duelo entre mi hermano Lázaro y Don
Manuel, o más bien se esperaba la conversión de aquel por este. Nadie dudaba de
que al cabo el párroco le llevaría a su parroquia. Lázaro, por su parte, ardía
en deseos -me lo dijo luego- de ir a oír a Don Manuel, de verle y oírle en la
iglesia, de acercarse a él y con él conversar, de conocer el secreto de aquel
su imperio espiritual sobre las almas. Y se hacía de rogar para ello, hasta que
al fin, por curiosidad -decía-, fue a oírle.
-Sí, esto es otra cosa -me dijo luego de
haberle oído-; no es como los otros, pero a mí no me la da; es demasiado inteligente
para creer todo lo que tiene que enseñar.
-Pero ¿es que le crees un hipócrita? -le
dije.
-¡Hipócrita… no!, pero es el oficio del que
tiene que vivir. En cuanto a mí, mi hermano se empeñaba en que yo leyese de
libros que él trajo y de otros que me incitaba a comprar.
-¿Conque tu hermano Lázaro -me decía Don
Manuel- se empeña en que leas? Pues lee, hija mía, lee y dale así gusto. Sé que
no has de leer sino cosa buena; lee aunque sea novelas. No son mejores las
historias que llaman verdaderas. Vale más que leas que no el que te alimentes
de chismes y comadrerías del pueblo. Pero lee sobre todo libros de piedad que
te den contento de vivir, un contento apacible y silencioso. ¿Le tenía él?
Por entonces enfermó de muerte y se nos murió
nuestra madre, y en sus últimos días todo su hipo era que Don Manuel
convirtiese a Lázaro, a quien esperaba volver a ver un día en el cielo, en un
rincón de las estrellas desde donde se viese el lago y la montaña de Valverde
de Lucerna. Ella se iba ya, a ver a Dios.
-Usted no se va -le decía Don Manuel-, usted
se queda. Su cuerpo aquí, en esta tierra, y su alma también aquí en esta casa,
viendo y oyendo a sus hijos, aunque estos ni le vean ni le oigan.
-Pero yo, padre -dijo-, voy a ver a Dios.
-Dios, hija mía, está aquí como en todas
partes, y le verá usted desde aquí, desde aquí. Y a todos nosotros en Él, y a
Él en nosotros.
-Dios se lo pague -le dije.
-El contento con que tu madre se muera -me
dijo- será su eterna vida. Y volviéndose a mi hermano Lázaro:
-Su cielo es seguir viéndote, y ahora es
cuando hay que salvarla. Dile que rezarás por ella. -Pero…
-¿Pero…? Dile que rezarás por ella, a quien
debes la vida, y sé que una vez que se lo prometas rezarás y sé que luego que
reces…
Mi hermano, acercándose, arrasados sus ojos
en lágrimas, a nuestra madre, agonizante, le prometió solemnemente rezar por
ella.
-Y yo en el cielo por ti, por vosotros
-respondió mi madre, y besando el crucifijo y puestos sus ojos en los de Don
Manuel, entregó su alma a Dios.
-«¡En tus manos encomiendo mi espíritu!»
-rezó el santo varón.
Quedamos mi hermano y yo solos en la casa. Lo
que pasó en la muerte de nuestra madre puso a Lázaro en relación con Don
Manuel, que pareció descuidar algo a sus demás pacientes, a sus demás
menesterosos, para atender a mi hermano. Íbanse por las tardes de paseo, orilla
del lago, o hacia las ruinas, vestidas de hiedra, de la vieja abadía de
cistercienses.
-Es un hombre maravilloso -me decía Lázaro-.
Ya sabes que dicen que en el fondo de este lago hay una villa sumergida y que
en la noche de san Juan, a las doce, se oyen las campanadas de su iglesia.
-Sí -le contestaba yo-, una villa feudal y
medieval…
-Y creo -añadía él- que en el fondo del alma
de nuestro Don Manuel hay también sumergida, ahogada, una villa y que alguna
vez se oyen sus campanadas.
-Sí -le dije-, esa villa sumergida en el alma
de Don Manuel, ¿y por qué no también en la tuya?, es el cementerio de las almas
de nuestros abuelos, los de esta nuestra Valverde de Lucerna… ¡feudal y
medieval!
Acabó mi hermano por ir a misa siempre, a oír
a Don Manuel, y cuando se dijo que cumpliría con la parroquia, que comulgaría
cuando los demás comulgasen, recorrió un íntimo regocijo al pueblo todo, que
creyó haberle recobrado. Pero fue un regocijo tal, tan limpio, que Lázaro no se
sintió ni vencido ni disminuido.
Y llegó el día de su comunión, ante el pueblo
todo, con el pueblo todo. Cuando llegó la vez a mi hermano pude ver que Don
Manuel, tan blanco como la nieve de enero en la montaña y temblando como
tiembla el lago cuando le hostiga el cierzo, se le acercó con la sagrada forma
en la mano, y de tal modo le temblaba esta al arrimarla a la boca de Lázaro que
se le cayó la forma a tiempo que le daba un vahído. Y fue mi hermano mismo
quien recogió la hostia y se la llevó a la boca. Y el pueblo al ver llorar a
Don Manuel, lloró diciéndose: «¡Cómo le quiere!». Y entonces, pues era la
madrugada, cantó un gallo. Al volver a casa y encerrarme en ella con mi
hermano, le eché los brazos al cuello y besándole le dije:
-¡Ay Lázaro, Lázaro, qué alegría nos has dado
a todos, a todos, a todo el pueblo, a todos, a los vivos y a los muertos, y
sobre todo a mamá, a nuestra madre! ¿Viste? El pobre Don Manuel lloraba de
alegría. ¡Qué alegría nos has dado a todos!
-Por eso lo he hecho -me contestó.
-¿Por eso? ¿Por darnos alegría? Lo habrás
hecho ante todo por ti mismo, por conversión. Y entonces Lázaro, mi hermano,
tan pálido y tan tembloroso como Don Manuel cuando le dio la comunión, me hizo
sentarme en el sillón mismo donde solía sentarse nuestra madre, tomó huelgo, y
luego, como en íntima confesión doméstica y familiar, me dijo:
-Mira, Angelita, ha llegado la hora de
decirte la verdad, toda la verdad, y te la voy a decir, porque debo decírtela,
porque a ti no puedo, no debo callártela y porque además habrías de adivinarla
y a medias, que es lo peor, más tarde o más temprano.
Y entonces, serena y tranquilamente, a media
voz, me contó una historia que me sumergió en un lago de tristeza. Cómo Don
Manuel le había venido trabajando, sobre todo en aquellos paseos a las ruinas
de la vieja abadía cisterciense, para que no escandalizase, para que diese buen
ejemplo, para que se incorporase a la vida religiosa del pueblo, para que
fingiese creer si no creía, para que ocultase sus ideas al respecto, mas sin
intentar siquiera catequizarle, convertirle de otra manera.
-Pero ¿es eso posible? -exclamé consternada.
-¡Y tan posible, hermana, y tan posible! Y
cuando yo le decía: «¿Pero es usted, usted, el sacerdote, el que me aconseja
que finja?», él, balbuciente: «¿Fingir?, ¡fingir no!, ¡eso no es fingir! Toma
agua bendita, que dijo alguien, y acabarás creyendo». Y como yo, mirándole a
los ojos, le dijese: «¿Y usted celebrando misa ha acabado por creer?», él bajó
la mirada al lago y se le llenaron los ojos de lágrimas. Y así es como le
arranqué su secreto.
-¡Lázaro! -gemí.
Y en aquel momento pasó por la calle Blasillo
el bobo, clamando su: «¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?». Y
Lázaro se estremeció creyendo oír la voz de Don Manuel, acaso la de Nuestro
Señor Jesucristo.
-Entonces -prosiguió mi hermano- comprendí
sus móviles, y con esto comprendí su santidad; porque es un santo, hermana,
todo un santo. No trataba al emprender ganarme para su santa causa -porque es
una causa santa, santísima-, arrogarse un triunfo, sino que lo hacía por la
paz, por la felicidad, por la ilusión si quieres, de los que le están
encomendados; comprendí que si les engaña así -si es que esto es engaño- no es
por medrar. Me rendí a sus razones, y he aquí mi conversión. Y no me olvidaré
jamás del día en que diciéndole yo: «Pero, Don Manuel, la verdad, la verdad
ante todo», él, temblando, me susurró al oído -y eso que estábamos solos en
medio del campo-: «¿La verdad? La verdad, Lázaro, es acaso algo terrible, algo
intolerable, algo mortal; la gente sencilla no podría vivir con ella». «¿Y por
qué me la deja entrever ahora aquí, como en confesión?», le dije. Y él: «Porque
si no, me atormentaría tanto, tanto, que acabaría gritándola en medio de la
plaza, y eso jamás, jamás, jamás. Yo estoy para hacer vivir a las almas de mis
feligreses, para hacerles felices, para hacerles que se sueñen inmortales y no
para matarles. Lo que aquí hace falta es que vivan sanamente, que vivan en
unanimidad de sentido, y con la verdad, con mi verdad, no vivirían. Que vivan.
Y esto hace la Iglesia, hacerles vivir. ¿Religión verdadera? Todas las
religiones son verdaderas en cuanto hacen vivir espiritualmente a los pueblos
que las profesan, en cuanto les consuelan de haber tenido que nacer para morir,
y para cada pueblo la religión más verdadera es la suya, la que le ha hecho. ¿Y
la mía? La mía es consolarme en consolar a los demás, aunque el consuelo que
les doy no sea el mío». Jamás olvidaré estas sus palabras. -¡Pero esa comunión
tuya ha sido un sacrilegio! -me atreví a insinuar, arrepintiéndome al punto de
haberlo insinuado.
-¿Sacrilegio? ¿Y él que me la dio? ¿Y sus
misas?
-¡Qué martirio! -exclamé.
-Y ahora -añadió mi hermano- hay otro más
para consolar al pueblo.
-¿Para engañarle? -le dije.
-Para engañarle no -me replicó-, sino para
corroborarle en su fe.
-Y él, el pueblo -dije-, ¿cree de veras?
-¡Qué sé yo …! Cree sin querer, por hábito,
por tradición. Y lo que hace falta es no despertarle. Y que viva en su pobreza
de sentimientos para que no adquiera torturas de lujo. ¡Bienaventurados los
pobres de espíritu!
-Eso, hermano, lo has aprendido de Don
Manuel. Y ahora, dime, ¿has cumplido aquello que le prometiste a nuestra madre
cuando ella se nos iba a morir, aquello de que rezarías por ella?
-¡Pues no se lo había de cumplir! Pero ¿por
quién me has tomado, hermana? ¿Me crees capaz de faltar a mi palabra, a una
promesa solemne, y a una promesa hecha, y en el lecho de muerte, a una madre?
-¡Qué sé yo…! Pudiste querer engañarla para
que muriese consolada.
-Es que si yo no hubiese cumplido la promesa
viviría sin consuelo.
-¿Entonces?
-Cumplí la promesa y no he dejado de rezar ni
un solo día por ella.
-¿Sólo por ella?
-Pues, ¿por quién más?
-¡Por ti mismo! Y de ahora en adelante, por
Don Manuel.
Nos separamos para irnos cada uno a su
cuarto, yo a llorar toda la noche, a pedir por la conversión de mi hermano y de
Don Manuel, y él, Lázaro, no sé bien a qué.
Después de aquel día temblaba yo de
encontrarme a solas con Don Manuel, a quien seguía asistiendo en sus piadosos
menesteres. Y él pareció percatarse de mi estado íntimo y adivinar la causa. Y
cuando al fin me acerqué a él en el tribunal de la penitencia -¿quién era el
juez y quién el reo?-, los dos, él y yo, doblamos en silencio la cabeza y nos
pusimos a llorar. Y fue él, Don Manuel, quien rompió el tremendo silencio para
decirme con voz que parecía salir de una huesa:
-Pero tú, Angelina, tú crees como a los diez
años, ¿no es así? ¿Tú crees?
-Sí creo, padre.
-Pues sigue creyendo. Y si se te ocurren
dudas, cállatelas a ti misma. Hay que vivir… Me atreví, y toda temblorosa le
dije:
-Pero usted, padre, ¿cree usted?
Vaciló un momento y, reponiéndose, me dijo:
-¡Creo!
-¿Pero en qué, padre, en qué? ¿Cree usted en
la otra vida?, ¿cree usted que al morir no nos morimos del todo?, ¿cree que
volveremos a vernos, a querernos en otro mundo venidero?, ¿cree en la otra
vida? El pobre santo sollozaba.
-¡Mira, hija, dejemos eso!
Y ahora, al escribir esta memoria, me digo:
¿Por qué no me engañó?, ¿por qué no me engañó entonces como engañaba a los
demás? ¿Por qué se acongojó? ¿Porque no podía engañarse a sí mismo, o porque no
podía engañarme? Y quiero creer que se acongojaba porque no podía engañarse
para engañarme.
-Y ahora -añadió-, reza por mí, por tu
hermano, por ti misma, por todos. Hay que vivir. Y hay que dar vida.
Y después de una pausa:
-¿Y por qué no te casas, Angelina?
-Ya sabe usted, padre mío, por qué.
-Pero no, no; tienes que casarte. Entre
Lázaro y yo te buscaremos un novio. Porque a ti te conviene casarte para que se
te curen esas preocupaciones.
-¿Preocupaciones, Don Manuel?
-Yo sé bien lo que me digo. Y no te acongojes
demasiado por los demás, que harto tiene cada cual con tener que responder de
sí mismo.
-¡Y que sea usted, Don Manuel, el que me diga
eso!, ¡que sea usted el que me aconseje que me case para responder de mí y no
acuitarme por los demás!, ¡que sea usted! -Tienes razón, Angelina, no sé ya lo
que me digo; no sé ya lo que me digo desde que estoy confesándome contigo. Y
sí, sí, hay que vivir, hay que vivir.
Y cuando yo iba a levantarme para salir del
templo, me dijo:
-Y ahora, Angelina, en nombre del pueblo, ¿me
absuelves?
Me sentí como penetrada de un misterioso
sacerdocio, y le dije:
-En nombre de Dios Padre, Hijo y Espíritu
Santo, le absuelvo, padre.
Y salimos de la iglesia, y al salir se me
estremecían las entrañas maternales. Mi hermano, puesto ya del todo al servicio
de la obra de Don Manuel, era su más asiduo colaborador y compañero. Les
anudaba, además, el común secreto. Le acompañaba en sus visitas a los enfermos,
a las escuelas, y ponía su dinero a disposición del santo varón. Y poco faltó
para que no aprendiera a ayudarle a misa. E iba entrando cada vez más en el
alma insondable de Don Manuel. -¡Qué hombre! -me decía-. Mira, ayer, paseando a
orillas del lago, me dijo: «He aquí mi tentación mayor». Y como yo le
interrogase con la mirada, añadió: «Mi pobre padre, que murió de cerca de
noventa años, se pasó la vida, según me lo confesó él mismo, torturado por la
tentación del suicidio, que le venía no recordaba desde cuándo, de nación,
decía, y defendiéndose de ella. Y esa defensa fue su vida. Para no sucumbir a
tal tentación extremaba los cuidados por conservar la vida. Me contó escenas
terribles. Me parecía como una locura. Y yo la he heredado. ¡Y cómo me llama
esa agua que con su aparente quietud -la corriente va por dentro- espeja al
cielo! ¡Mi vida, Lázaro, es una especie de suicidio continuo, un combate contra
el suicidio, que es igual; pero que vivan ellos, que vivan los nuestros!». Y
luego añadió: «Aquí se remansa el río en lago, para luego, bajando a la meseta,
precipitarse en cascadas, saltos y torrenteras por las hoces y encañadas, junto
a la ciudad, y así se remansa la vida, aquí, en la aldea. Pero la tentación del
suicidio es mayor aquí, junto al remanso que espeja de noche las estrellas, que
no junto a las cascadas que dan miedo. Mira, Lázaro, he asistido a bien morir a
pobres aldeanos, ignorantes, analfabetos que apenas si habían salido de la
aldea, y he podido saber de sus labios, y cuando no adivinarlo, la verdadera
causa de su enfermedad de muerte, y he podido mirar, allí, a la cabecera de su
lecho de muerte, toda la negrura de la sima del tedio de vivir. ¡Mil veces peor
que el hambre! Sigamos, pues, Lázaro, suicidándonos en nuestra obra y en
nuestro pueblo, y que sueñe este su vida como el lago sueña el cielo». -Otra
vez -me decía también mi hermano-, cuando volvíamos acá, vimos una zagala, una
cabrera, que enhiesta sobre un picacho de la falda de la montaña, a la vista
del lago, estaba cantando con una voz más fresca que las aguas de este. Don
Manuel me detuvo y señalándomela dijo: «Mira, parece como si se hubiera acabado
el tiempo, como si esa zagala hubiese estado ahí siempre, y como está, y
cantando como está, y como si hubiera de seguir estando así siempre, como
estuvo cuando empezó mi conciencia, como estará cuando se me acabe. Esa zagala
forma parte, con las rocas, las nubes, los árboles, las aguas, de la naturaleza
y no de la historia». ¡Cómo siente, cómo anima Don Manuel a la naturaleza!
Nunca olvidaré el día de la nevada en que me dijo: «¿Has visto, Lázaro,
misterio mayor que el de la nieve cayendo en el lago y muriendo en él mientras
cubre con su toca a la montaña?».
Don Manuel tenía que contener a mi hermano en
su celo y en su inexperiencia de neófito. Y como supiese que este andaba
predicando contra ciertas supersticiones populares, hubo de decirle:
-¡Déjalos! ¡Es tan difícil hacerles
comprender dónde acaba la creencia ortodoxa y dónde empieza la superstición! Y
más para nosotros. Déjalos, pues, mientras se consuelen. Vale más que lo crean
todo, aun cosas contradictorias entre sí, a no que no crean nada. Eso de que el
que cree demasiado acaba por no creer nada, es cosa de protestantes. No
protestemos. La protesta mata el contento.
Una noche de plenilunio -me contaba también
mi hermano- volvían a la aldea por la orilla del lago, a cuya sobrehaz rizaba
entonces la brisa montañesa y en el rizo cabrilleaban las razas de la luna
llena, y Don Manuel le dijo a Lázaro:
-¡Mira, el agua está rezando la letanía y
ahora dice: ¡anua caeli, ora pro nobis, puerta del cielo, ruega por nosotros!
Y cayeron temblando de sus pestañas a la
yerba del suelo dos huideras lágrimas en que también, como en rocío, se bañó
temblorosa la lumbre de la luna llena.
E iba corriendo el tiempo y observábamos mi
hermano y yo que las fuerzas de Don Manuel empezaban a decaer, que ya no
lograba contener del todo la insondable tristeza que le consumía, que acaso una
enfermedad traidora le iba minando el cuerpo y el alma. Y Lázaro, acaso para
distraerle más, le propuso si no estaría bien que fundasen en la iglesia algo
así como un sindicato católico agrario.
-¿Sindicato? -respondió tristemente Don
Manuel-. ¿Sindicato? ¿Y qué es eso? Yo no conozco más sindicato que la Iglesia,
y ya sabes aquello de «mi reino no es de este mundo». Nuestro reino, Lázaro, no
es de este mundo…
-¿Y del otro?
Don Manuel bajó la cabeza:
-El otro, Lázaro, está aquí también, porque
hay dos reinos en este mundo. O mejor, el otro mundo… Vamos, que no sé lo que
me digo. Y en cuanto a eso del sindicato, es en ti un resabio de tu época de
progresismo. No, Lázaro, no; la religión no es para resolver los conflictos
económicos o políticos de este mundo que Dios entregó a las disputas de los
hombres. Piensen los hombres y obren los hombres como pensaren y como obraren,
que se consuelen de haber nacido, que vivan lo más contentos que puedan en la
ilusión de que todo esto tiene una finalidad. Yo no he venido a someter los
pobres a los ricos, ni a predicar a estos que se sometan a aquellos.
Resignación y caridad en todos y para todos. Porque también el rico tiene que
re- signarse a su riqueza, y a la vida, y también el pobre tiene que tener
caridad para con el rico. ¿Cuestión social? Deja eso, eso no nos concierne. Que
traen una nueva sociedad, en que no haya ya ricos ni pobres, en que esté
justamente repartida la riqueza, en que todo sea de todos, ¿y qué? ¿Y no crees
que del bienestar general surgirá más fuerte el tedio a la vida? Sí, ya sé que
uno de esos caudillos de la que llaman la revolución social ha dicho que la
religión es el opio del pueblo. Opio… Opio… Opio, sí. Démosle opio, y que
duerma y que sueñe. Yo mismo con esta mi loca actividad me estoy administrando
opio. Y no logro dormir bien y menos soñar bien… ¡Esta terrible pesadilla! Y yo
también puedo decir con el Divino Maestro: «Mi alma está triste hasta la
muerte». No, Lázaro; nada de sindicatos por nuestra parte. Si lo forman ellos
me parecerá bien, pues que así se distraen. Que jueguen al sindicato, si eso
les contenta.
El pueblo todo observó que a Don Manuel le
menguaban las fuerzas, que se fatigaba. Su voz misma, aquella voz que era un
milagro, adquirió un cierto temblor íntimo. Se le asomaban las lágrimas con
cualquier motivo. Y sobre todo cuando hablaba al pueblo del otro mundo, de la
otra vida, tenía que detenerse a ratos cerrando los ojos. «Es que lo está
viendo», decían. Y en aquellos momentos era Blasillo el bobo el que con más
cuajo lloraba. Porque ya Blasillo lloraba más que reía, y hasta sus risas
sonaban a lloros.
Al llegar la última Semana de Pasión que con
nosotros, en nuestro mundo, en nuestra aldea celebró Don Manuel, el pueblo todo
presintió el fin de la tragedia. ¡Y cómo sonó entonces aquel: «¡Dios mío, Dios
mío!, ¿por qué me has abandonado?», el último que en público sollozó Don
Manuel! Y cuando dijo lo del Divino Maestro al buen bandolero -«todos los
bandoleros son buenos», solía decir nuestro Don Manuel-, aquello de: «Mañana
estarás conmigo en el paraíso». ¡Y la última comunión general que repartió nuestro
santo! Cuando llegó a dársela a mi hermano, esta vez con mano segura, después
del litúrgico «.,. in vitam aetemam», se le inclinó al oído y le dijo: «No hay
más vida eterna que esta… que la sueñen eterna… eterna de unos pocos años…». Y
cuando me la dio a mí me dijo: «Reza, hija mía, reza por nosotros». Y luego,
algo tan extraordinario que lo llevo en el corazón como el más grande misterio,
y fue que me dijo con voz que parecía de otro mundo: «… y reza también por
Nuestro Señor Jesucristo…».
Me levanté sin fuerzas y como sonámbula. Y
todo en torno me pareció un sueño. Y pensé: «Habré de rezar también por el lago
y por la montaña». Y luego: «¿Es que estaré endemoniada?». Y en casa ya, cogí
el crucifijo con el cual en las manos había entregado a Dios su alma mi madre,
y mirándolo a través de mis lágrimas y recordando el «¡Dios mío, Dios mío!,
¿por qué me has abandonado?» de nuestros dos Cristos, el de esta tierra y el de
esta aldea, recé: «hágase tu voluntad, así en la tierra como en el cielo»,
primero, y después: «Y no nos dejes caer en la tentación, amén». Luego me volví
a aquella imagen de la Dolorosa, con su corazón traspasado por siete espadas,
que había sido el más doloroso consuelo de mi pobre madre, y recé: «Santa
María, madre de Dios, ruega por nosotros, pecadores, ahora y en la hora de
nuestra muerte, amén». Y apenas lo había rezado cuando me dije: «¿pecadores?,
¿nosotros pecadores?, ¿y cuál es nuestro pecado, cuál?». Y anduve todo el día
acongojada por esta pregunta. Al día siguiente acudí a Don Manuel, que iba
adquiriendo una solemnidad de religioso ocaso, y le dije:
-¿Recuerda, padre mío, cuando hace ya años,
al dirigirle yo una pregunta me contestó: «Eso no me lo preguntéis a mí, que
soy ignorante; doctores tiene la Santa Madre Iglesia que os sabrán responder»?
-¡Que si me acuerdo!… y me acuerdo que te
dije que esas eran preguntas que te dictaba el Demonio.
-Pues bien, padre, hoy vuelvo yo, la
endemoniada, a dirigirle otra pregunta que me dicta mi demonio de la guarda.
-Pregunta.
-Ayer, al darme de comulgar, me pidió que
rezara por todos nosotros y hasta por…
-Bien, cállalo y sigue.
-Llegué a casa y me puse a rezar, y al llegar
a aquello de «ruega por nosotros, pecadores, ahora y en la hora de nuestra
muerte», una voz íntima me dijo: «¿pecadores?, ¿pecadores nosotros?, ¿y cuál es
nuestro pecado?». ¿Cuál es nuestro pecado, padre?
-¿Cuál? -me respondió-. Ya lo dijo un gran
doctor de la Iglesia Católica Apostólica Española, ya lo dijo el gran doctor de
La vida es sueño, ya dijo que «el delito mayor del hombre es haber nacido». Ese
es, hija, nuestro pecado: el de haber nacido.
-¿Y se cura, padre?
-¡Vete y vuelve a rezar! Vuelve a rezar por
nosotros, pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte… Sí, al fin se cura
el sueño…, al fin se cura la vida…, al fin se acaba la cruz del nacimiento… Y
como dijo Calderón, el hacer bien, y el engañar bien, ni aun en sueños se
pierde…
Y la hora de su muerte llegó por fin. Todo el
pueblo la veía llegar. Y fue su más grande lección. No quiso morirse ni solo ni
ocioso. Se murió predicando al pueblo, en el templo. Primero, antes de mandar
que le llevasen a él, pues no podía ya moverse por la perlesía, nos llamó a su
casa a Lázaro y a mí. Y allí, los tres a solas, nos dijo:
-Oíd: cuidad de estas pobres ovejas, que se
consuelen de vivir, que crean lo que yo no he podido creer. Y tú, Lázaro,
cuando hayas de morir, muere como yo, como morirá nuestra Ángela, en el seno de
la Santa Madre Católica Apostólica Romana, de la Santa Madre Iglesia de
Valverde de Lucerna, bien entendido. Y hasta nunca más ver, pues se acaba este
sueño de la vida…
-¡Padre, padre! -gemí yo.
-No te aflijas, Angela, y sigue rezando por
todos los pecadores, por todos los nacidos. Y que sueñen, que sueñen. ¡Qué
ganas tengo de dormir, dormir, dormir sin fin, dormir por toda una eternidad y
sin soñar!, ¡olvidando el sueño! Cuando me entierren, que sea en una caja hecha
con aquellas seis tablas que tallé del viejo nogal, ¡pobrecito!, a cuya sombra
jugué de niño, cuando empezaba a soñar… ¡Y entonces sí que creía en la vida
perdurable! Es decir, me figuro ahora que creía entonces. Para un niño creer no
es más que soñar. Y para un pueblo. Esas seis tablas que tallé con mis propias
manos, las encontraréis al pie de mi cama.
Le dio un ahogo y, repuesto de él, prosiguió:
-Recordaréis que cuando rezábamos todos en
uno, en unanimidad de sentido, hechos pueblo, el Credo, al llegar al final yo
me callaba. Cuando los israelitas iban llegando al fin de su peregrinación por
el desierto, el Señor les dijo a Aarón y a Moisés que por no haberle creído no
meterían a su pueblo en la tierra prometida, y les hizo subir al monte de Hor,
donde Moisés hizo desnudar a Aarón, que allí murió, y luego subió Moisés desde
las llanuras de Moab al monte Nebo, a la cumbre de Fasga, enfrente de Jericó, y
el Señor le mostró toda la tierra prometida a su pueblo, pero diciéndole a él:
«¡No pasarás allá!», y allí murió Moisés y nadie supo su sepultura. Y dejó por
caudillo a Josué. Sé tú, Lázaro, mi Josué, y si puedes detener el Sol, deténle,
y no te importe del progreso. Como Moisés, he conocido al Señor, nuestro
supremo ensueño, cara a cara, y ya sabes que dice la Escritura que el que le ve
la cara a Dios, que el que le ve al sueño los ojos de la cara con que nos mira,
se muere sin remedio y para siempre. Que no le vea, pues, la cara a Dios este
nuestro pueblo mientras viva, que después de muerto ya no hay cuidado, pues no
verá nada…
-¡Padre, padre, padre! -volví a gemir.
Y él:
-Tú, Ángela, reza siempre, sigue rezando para
que los pecadores todos sueñen hasta morir la resurrección de la carne y la
vida perdurable…
Yo esperaba un «¿y quién sabe…?», cuando le
dio otro ahogo a Don Manuel.
-Y ahora -añadió-, ahora, en la hora de mi
muerte, es hora de que hagáis que se me lleve, en este mismo sillón, a la
iglesia para despedirme allí de mi pueblo, que me espera.
Se le llevó a la iglesia y se le puso, en el
sillón, en el presbiterio, al pie del altar. Tenía entre sus manos un
crucifijo. Mi hermano y yo nos pusimos junto a él, pero fue Blasillo el bobo
quien más se arrimó. Quería coger de la mano a Don Manuel, besársela. Y como
algunos trataran de impedírselo, Don Manuel les reprendió diciéndoles:
-Dejadle que se me acerque. Ven, Blasillo,
dame la mano.
El bobo lloraba de alegría. Y luego Don
Manuel dijo:
-Muy pocas palabras, hijos míos, pues apenas
me siento con fuerzas sino para morir. Y nada nuevo tengo que deciros. Ya os lo
dije todo. Vivid en paz y contentos y esperando que todos nos veamos un día en
la Valverde de Lucerna que hay allí, entre las estrellas de la noche que se
reflejan en el lago, sobre la montaña. Y rezad, rezad a María Santísima, rezad
a Nuestro Señor. Sed buenos, que esto basta. Perdonadme el mal que haya podido
haceros sin quererlo y sin saberlo. Y ahora, después de que os dé mi bendición,
rezad todos a una el Padrenuestro, el Ave María, la Salve, y por último el
Credo.
Luego, con el crucifijo que tenía en la mano
dio la bendición al pueblo, llorando las mujeres y los niños y no pocos
hombres, y en seguida empezaron las oraciones, que Don Manuel oía en silencio y
cogido de la mano por Blasillo, que al son del ruego se iba durmiendo. Primero
el Padrenuestro con su «hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo»,
luego el Santa María con su «ruega por nosotros, pecadores, ahora y en la hora de
nuestra muerte», a seguida la Salve con su «gimiendo y llorando en este valle
de lágrimas», y por último el Credo. Y al llegar a la «resurrección de la carne
y la vida perdurable», todo el pueblo sintió que su santo había entregado su
alma a Dios. Y no hubo que cerrarle los ojos, porque se murió con ellos
cerrados. Y al ir a despertar a Blasillo nos encontramos con que se había
dormido en el Señor para siempre. Así que hubo luego que enterrar dos cuerpos.
El pueblo todo se fue en seguida a la casa del santo a recoger reliquias, a
repartirse retazos de sus vestiduras, a llevarse lo que pudieran como reliquia
y recuerdo del bendito mártir. Mi hermano guardó su breviario, entre cuyas
hojas encontró, desecada y como en un herbario, una clavellina pegada a un papel
y en este una cruz con una fecha.
Nadie en el pueblo quiso creer en la muerte
de Don Manuel; todos esperaban verle a diario, y acaso le veían, pasar a lo
largo del lago y espejado en él o teniendo por fondo las montañas; todos
seguían oyendo su voz, y todos acudían a su sepultura, en torno a la cual
surgió todo un culto. Las endemoniadas venían ahora a tocar la cruz de nogal,
hecha también por sus manos y sacada del mismo árbol de donde sacó las seis
tablas en que fue enterrado. Y los que menos queríamos creer que se hubiese
muerto éramos mi hermano y yo. Él, Lázaro, continuaba la tradición del santo y
empezó a redactar lo que le había oído, notas de que me he servido para esta mi
memoria.
-Él me hizo un hombre nuevo, un verdadero
Lázaro, un resucitado -me decía-. Él me dio fe.
-¿Fe? -le interrumpía yo.
-Sí, fe, fe en el consuelo de la vida, fe en
el contento de la vida. Él me curó de mi progresismo. Porque hay, Angela, dos
clases de hombres peligrosos y nocivos: los que convencidos de la vida de
ultratumba, de la resurrección de la carne, atormentan, como inquisidores que
son, a los demás para que, despreciando esta vida como transitoria, se ganen la
otra, y los que no creyendo más que en este…
-Como acaso tú… -le decía yo.
-Y sí, y como Don Manuel. Pero no creyendo
más que en este mundo, esperan no sé qué sociedad futura, y se esfuerzan en
negarle al pueblo el consuelo de creer en otro…
-De modo que…
-De modo que hay que hacer que vivan de la
ilusión.
El pobre cura que llegó a sustituir a Don
Manuel en el curato entró en Valverde de Lucerna abrumado por el recuerdo del
santo y se entregó a mi hermano y a mí para que le guiásemos. No quería sino
seguir las huellas del santo. Y mi hermano le decía: «Poca teología, ¿eh?, poca
teología; religión, religión». Y yo al oírselo me sonreía pensando si es que no
era también teología lo nuestro. Yo empecé entonces a temer por mi pobre
hermano. Desde que se nos murió Don Manuel no cabía decir que viviese. Visitaba
a diario su tumba y se pasaba horas muertas contemplando el lago. Sentía
morriña de la paz verdadera.
-No mires tanto al lago -le decía yo.
-No, hermana, no temas. Es otro el lago que
me llama; es otra la montaña. No puedo vivir sin él.
-¿Y el contento de vivir, Lázaro, el contento
de vivir?
-Eso para otros pecadores, no para nosotros,
que le hemos visto la cara a Dios, a quienes nos ha mirado con sus ojos el
sueño de la vida.
-¿Qué, te preparas a ir a ver a Don Manuel?
-No, hermana, no; ahora y aquí en casa, entre
nosotros solos, toda la verdad por amarga que sea, amarga como el mar a que van
a parar las aguas de este dulce lago, toda la verdad para ti, que estás
abroquelada contra ella…
-¡No, no, Lázaro; esa no es la verdad!
-La mía, sí.
-La tuya, ¿pero y la de…?
-También la de él.
-¡Ahora no, Lázaro; ahora no! Ahora cree otra
cosa, ahora cree…
-Mira, Ángela, una de las veces en que al
decirme Don Manuel que hay cosas que aunque se las diga uno a sí mismo debe
callárselas a los demás, le repliqué que me decía eso por decírselas a él, esas
mismas, a sí mismo, y acabó confesándome que creía que más de uno de los más
grandes santos, acaso el mayor, había muerto sin creer en la otra vida.
-¿Es posible?
-¡Y tan posible! Y ahora, hermana, cuida que
no sospechen siquiera aquí, en el pueblo, nuestro secreto…
-¿Sospecharlo? -le dije-. Si intentase, por
locura, explicárselo, no lo entenderían. El pueblo no entiende de palabras; el
pueblo no ha entendido más que vuestras obras. Querer exponerles eso sería como
leer a unos ni- ños de ocho años unas páginas de santo Tomás de Aquino… en
latín.
-Bueno, pues cuando yo me vaya, reza por mí y
por él y por todos. Y por fin le llegó también su hora. Una enfermedad que iba
minando su robusta naturaleza pareció exacerbársele con la muerte de Don
Manuel.
-No siento tanto tener que morir -me decía en
sus últimos días-, como que conmigo se muere otro pedazo del alma de Don
Manuel. Pero lo demás de él vivirá contigo. Hasta que un día hasta los muertos
nos moriremos del todo.
Cuando se hallaba agonizando entraron, como
se acostumbra en nuestras aldeas, los del pueblo a verle agonizar, y
encomendaban su alma a Don Manuel, a san Manuel Bueno, el mártir. Mi hermano no
les dijo nada, no tenía ya nada que decirles; les dejaba dicho todo, todo lo
que queda dicho. Era otra laña más entre las dos Valverdes de Lucerna, la del
fondo del lago y la que en su sobrehaz se mira; era ya uno de nuestros muertos
de vida, uno también, a su modo, de nuestros santos. Quedé más que desolada,
pero en mi pueblo y con mi pueblo. Y ahora, al haber perdido a mi san Manuel,
al padre de mi alma, y a mi Lázaro, mi hermano aún más que carnal, espiritual,
ahora es cuando me doy cuenta de que he envejecido y de cómo he envejecido.
Pero ¿es que los he perdido?, ¿es que he envejecido?, ¿es que me acerco a mi
muerte?
¡Hay que vivir! Y él me enseñó a vivir, él
nos enseñó a vivir, a sentir la vida, a sentir el sentido de la vida, a
sumergirnos en el alma de la montaña, en el alma del lago, en el alma del
pueblo de la aldea, a perdernos en ellas para quedar en ellas. Él me enseñó con
su vida a perderme en la vida del pueblo de mi aldea, y no sentía yo más pasar
las horas, y los días y los años, que no sentía pasar el agua del lago. Me
parecía como si mi vida hubiese de ser siempre igual. No me sentía envejecer.
No vivía yo ya en mí, sino que vivía en mi pueblo y mi pueblo vivía en mí. Yo
quería decir lo que ellos, los míos, decían sin querer. Salía a la calle, que
era la carretera, y como conocía a todos, vivía en ellos y me olvidaba de mí,
mientras que en Madrid, donde estuve alguna vez con mi hermano, como a nadie
conocía, sentíame en terrible soledad y torturada por tantos desconocidos.
Y ahora, al escribir esta memoria, esta
confesión íntima de mi experiencia de la santidad ajena, creo que Don Manuel
Bueno, que mi san Manuel y que mi hermano Lázaro se murieron creyendo no creer
lo que más nos interesa, pero sin creer creerlo, creyéndolo en una desolación
activa y resignada. Pero ¿por qué -me he preguntado muchas veces- no trató Don
Manuel de convertir a mi hermano también con un engaño, con una mentira,
fingiéndose creyente sin serlo? Y he comprendido que fue porque comprendió que
no le engañaría, que para con él no le serviría el engaño, que sólo con la
verdad, con su verdad, le convertiría; que no habría conseguido nada si hubiese
pretendido representar para con él una comedia -tragedia más bien-, la que
representaba para salvar al pueblo. Y así le ganó, en efecto, para su piadoso
fraude; así le ganó con la verdad de muerte a la razón de vida. Y así me ganó a
mí, que nunca dejé transparentar a los otros su divino, su santísimo juego. Y
es que creía y creo que Dios Nuestro Señor, por no sé qué sagrados y no
escrudiñaderos designios, les hizo creerse incrédulos. Y que acaso en el
acabamiento de su tránsito se les cayó la venda. ¿Y yo, creo?
Y al escribir esto ahora, aquí, en mi vieja
casa materna, a mis más que cincuenta años, cuando empiezan a blanquear con mi
cabeza mis recuerdos, está nevando, nevando sobre el lago, nevando sobre la
montaña, nevando sobre las memorias de mi padre, el forastero; de mi madre, de
mi hermano Lázaro, de mi pueblo, de mi san Manuel, y también sobre la memoria
del pobre Blasillo, de mi san Blasillo, y que él me ampare desde el cielo. Y
esta nieve borra esquinas y borra sombras, pues hasta de noche la nieve alumbra.
Y yo no sé lo que es verdad y lo que es mentira, ni lo que vi y lo que soñé -o
mejor lo que soñé y lo que sólo vi-, ni lo que supe ni lo que creí. No sé si
estoy traspasando a este papel, tan blanco como la nieve, mi conciencia que en
él se ha de quedar, quedándome yo sin ella. ¿Para qué tenerla ya…? ¿Es que sé
algo?, ¿es que creo algo? ¿Es que esto que estoy aquí contando ha pasado y ha
pasado tal y como lo cuento? ¿Es que pueden pasar estas cosas? ¿Es que todo
esto es más que un sueño soñado dentro de otro sueño? ¿Seré yo, Angela
Carballino, hoy cincuentona, la única persona que en esta aldea se ve acometida
de estos pensamientos extraños para los demás? ¿Y estos, los otros, los que me
rodean, creen? ¿Qué es eso de creer? Por lo menos, viven. Y ahora creen en san
Manuel Bueno, mártir, que sin esperar inmortalidad les mantuvo en la esperanza
de ella.
Parece que el ilustrísimo señor obispo, el
que ha promovido el proceso de beatificación de nuestro santo de Valverde de
Lucerna, se propone escribir su vida, una especie de manual del perfecto
párroco, y recoge para ello toda clase de noticias. A mí me las ha pedido con
insistencia, ha tenido entrevistas conmigo, le he dado toda clase de datos,
pero me he callado siempre el secreto trágico de Don Manuel y de mi hermano. Y
es curioso que él no lo haya sospechado. Y confío en que no llegue a su
conocimiento todo lo que en esta memoria dejo consignado. Les temo a las
autoridades de la tierra, a las autoridades temporales, aunque sean las de la
Iglesia.
Pero aquí queda esto, y sea de su suerte lo
que fuere.
¿Cómo vino a parar a mis manos este
documento, esta memoria de Ángela Carballino? He aquí algo, lector, algo que
debo guardar en secreto. Te la doy tal y como a mí ha llegado, sin más que
corregir pocas, muy pocas particularidades de redacción. ¿Que se parece mucho a
otras cosas que yo he escrito? Esto nada prueba contra su objetividad, su
originalidad. ¿Y sé yo, además, si no he creado fuera de mí seres reales y
efectivos, de alma inmortal? ¿Sé yo si aquel Augusto Pérez, el de mi novela
Niebla, no tenía razón al pretender ser más real, más objetivo que yo mismo,
que creía haberle inventado? De la realidad de este san Manuel Bueno, mártir,
tal como me la ha revelado su discípula e hija espiritual Angela Carballino, de
esta realidad no se me ocurre dudar. Creo en ella más que creía el mismo santo;
creo en ella más que creo en mi propia realidad.
Y ahora, antes de cerrar este epílogo, quiero
recordarte, lector paciente, el versillo noveno de la Epístola del olvidado
apóstol San Judas -¡lo que hace un nombre!-, donde se nos dice cómo mi
celestial patrono, san Miguel Arcángel -Miguel quiere decir «¿Quién como
Dios?», y arcángel, archimensajero-, disputó con el diablo -diablo quiere decir
acusador, fiscal- por el cuerpo de Moisés y no toleró que se lo llevase en
juicio de maldición, sino que le dijo al diablo: «El Señor te reprenda». Y el
que quiera entender que entienda. Quiero también, ya que Ángela Carballino
mezcló a su relato sus propios sentimientos, ni sé que otra cosa quepa,
comentar yo aquí lo que ella dejó dicho de que si Don Manuel y su discípulo
Lázaro hubiesen confesado al pueblo su estado de creencia, este, el pueblo, no
les habría entendido. Ni les habría creído, añado yo. Habrían creído a sus
obras y no a sus palabras, porque las palabras no sirven para apoyar las obras,
sino que las obras se bastan. Y para un pueblo como el de Valverde de Lucerna
no hay más confesión que la conducta. Ni sabe el pueblo qué cosa es fe, ni
acaso le importa mucho. Bien sé que en lo que se cuenta en este relato, si se
quiere novelesco -y la novela es la más íntima historia, la más verdadera, por
lo que no me explico que haya quien se indigne de que se llame novela al
Evangelio, lo que es elevarle, en realidad, sobre un cronicón cualquiera-, bien
sé que en lo que se cuenta en este relato no pasa nada; mas espero que sea
porque en ello todo se queda, como se quedan los lagos y las montañas y las
santas almas sencillas asentadas más allá de la fe y de la desesperación, que
en ellos, en los lagos y las montañas, fuera de la historia, en divina novela,
se cobijaron.
https://ciudadseva.com/texto/san-manuel-bueno-martir/
El caballero de Azor
[Cuento - Texto completo.]
Juan
Valera
– I –
Hará ya mucho más de mil años, había en lo
más esquivo y fragoso de los Pirineos una espléndida abadía de benedictinos. El
abad Eulogio pasaba por un prodigio de virtud y de ciencia.
Las cosas del mundo andaban muy mal en
aquella edad. Tremenda barbarie había invadido casi todas las regiones de
Europa. Por donde quiera, luchas feroces, robos y matanzas. Casi toda España
estaba sujeta a la ley de Mahoma, salvo dos o tres estadillos nacientes, donde,
entre breñas y riscos, se guarecían los cristianos.
En medio de aquel diluvio de males, pudiera
compararse la abadía de que hablamos al arca santa en que se custodiaban el
saber y las buenas costumbres y en que la humana cultura podía salvarse del
universal estrago. Gran fe tenían los monjes en sus rezos y en la misericordia
de Dios, pero no desdeñaban la mundana prudencia. Y a fin de poder defenderse
de las invasiones de bandidos, de barones poderosos y desalmados o de infieles
muslimes, habían fortificado la abadía como casi inexpugnable castillo roquero,
y mantenían a su servicio centenares de hombres de armas de los más vigorosos,
probados y hábiles para la guerra.
La abadía era muy rica y famosa; rica por los
fertilísimos valles que en sus contornos los monjes habían desmontado,
cultivándolos con esmero y recogiendo en ellos abundantes cosechas, y famosa,
porque era como casa de educación, donde muchos mozos de toda Francia y de la
España que permanecía cristiana, acudían a instruirse en armas y en letras.
Entre los monjes había sabios filósofos y teólogos y no pocos que habían
militado con gloria en sus mocedades antes de retirarse del mundo. Éstos
enseñaban indistintamente las artes de la paz y de la guerra; cuanto a la sazón
se sabía. Y luego, según la índole de cada educando, los pacíficos y humildes
se hacían sacerdotes o monjes, y los belicosos y aficionados a la vida activa,
salían de allí para ser guerreros y aun grandes capitanes.
Cincuenta novicios había en la abadía de
continuo. Y todos, salvo en las horas consagradas a ejercicios caballerescos,
vestían el hábito de la orden.
En una tarde de abril, terminadas las
vísperas, salieron los novicios del coro, donde habían estado entonando salmos,
y fueron, según costumbre, a pasar dos horas de recreo jugando en un gran
patio.
Había un novicio de origen obscuro, lo cual
se contraponía a la alta nobleza de que se jactaba con razón la mayoría de los
otros. Este novicio era español.
Seis años hacía que había venido a refugiarse
en el convento sin saber de dónde. El caritativo abad le dio asilo, y él, con
su humildad profunda, con su aplicación constante, con la rara inteligencia que
desplegó en el estudio y con la robustez y agilidad que mostró en todos los
ejercicios corporales, se ganó la voluntad de aquel venerable siervo de Dios,
que le amaba como a un hijo y que candorosamente le admiraba. De aquí la
envidia que le tenían los otros novicios y especialmente los franceses.
Tratábanle con desdén, le hacían mil burlas y hasta le dirigían improperios,
que él sufría con resignación evangélica. Por esto le llamaban Plácido.
En aquella ocasión la envidia de los otros
novicios había llegado a su colmo. Plácido acababa de alcanzar brillante
triunfo. Había compuesto un devoto e inspirado himno latino a la Santísima
Virgen María, tan lleno de bellezas y tan rico de amor místico, que,
entusiasmados los monjes, le habían cantado en el coro, dando al joven poeta
mil alabanzas y bendiciones.
Sus malos compañeros, deseosos de humillarle,
y tal vez fiados en que Plácido era pacífico y sufrido, se encararon con él,
aunque él se apartaba de ellos con mansedumbre y modestia, y llegaron dos de
los más insolentes al último extremo de la injuria. Recordando la obscuridad de
su origen, se la echaron en rostro y calificaron a su madre de la más infame
manera.
El cordero se convirtió entonces de repente
en bravo león. Por dicha no tenía armas, pero le valieron los puños. Con
certero y fuerte golpe derribó por tierra, maltrecho y con la boca
ensangrentada, al primero que le había ofendido. Después siguió peleando él solo
contra otros tres o cuatro, apoyado contra el muro y acosado por ellos.
Fue todo tan rápido, que nadie había acudido
a interponerse y a restablecer la paz, cuando otro de los novicios, de
nobilísima alcurnia francesa, intervino en la contienda, diciendo:
-Es cobardía que vayáis tantos contra él;
apartaos; dejádmele a mí solo; yo le castigaré como merece.
Fue tan imperiosa la voz, fue tan imponente
el ademán de aquel muchacho, que se apartaron todos, formando ancho cerco en
torno suyo.
Cayó entonces el francés sobre Plácido, el
cual paró los golpes que le asestaba, sin recibir ninguno, y le ciñó con fuerza
terrible en sus nervudos brazos.
Pasmosa fue la lucha. Firmes se mantenían
ambos. Ninguno cejaba ni caía. Hubieran semejado dos estatuas de bronce, si no se
hubiera sentido el resoplido de la fatigada respiración de los combatientes y
si no se hubiera visto correr abundante sudor por sus encendidas mejillas.
¡Quién sabe cómo hubiera terminado aquel
combate! Mal hubiera terminado, sin duda, si no llega precipitadamente el abad
y logra al punto separarlos.
Después de censurar con breves y enérgicas
palabras la acción de todos, ordenó a Plácido que le siguiese, y le llevó a su
celda.
– II –
-En balde he esperado, hijo mío, hacer de ti
un dechado de santidad y de paciencia, para que con el tiempo llegases a ser mi
sucesor en el gobierno de esta abadía. Sé todo lo ocurrido y no me atrevo a
culparte. La afrenta que te han hecho era difícil, era casi imposible de
tolerar. Está visto, Dios no te quiere para la vida contemplativa. Imposible es
además que permanezcas ya ni una hora en esta santa casa, donde has promovido
un escándalo feroz, aunque disculpable. Por otra parte, el mozo con quien
luchabas es poderosísimo por su nacimiento y riqueza, y tú no puedes seguir viviendo
donde él está. No me queda más recurso que el de obligarte a salir
inmediatamente de la abadía. Pero no saldrás desvalido y sin prendas de mi
afecto hacia ti. La abadía es rica, el abad también lo es, y en nada mejor
puede emplear su dinero. Toma esta bolsa llena de oro; Hugo, el capitán de los
arqueros, tiene orden mía para entregarte enjaezado el mejor de los corceles
que hay en nuestras caballerizas. Corre, revístete a escape de tus armas, monta
a caballo y vete.
Vertiendo muchas lágrimas de gratitud y
besándole respetuosamente las manos, Plácido se despidió del abad, y éste le
abrazó y le bendijo.
Dos horas después cabalgaba Plácido, solo y
armado, por medio de un pinar espeso y por senda apenas trillada, que iba
serpenteando junto a la orilla de un arroyo, entre cerros altísimos.
– III –
Llegó la noche medrosa y sombría. En aquella
soledad asaltaron a Plácido mil ideas tristes. Los recuerdos de la niñez
surgieron en su mente con claridad extraña.
Recordó que seis años hacía le habían
arrojado de otro asilo con severidad y dureza harto diferentes. Desde muy niño,
desde el albor de su vida, de que no tenía sino muy confusas memorias, se había
criado en el castillo del terrible don Fruela, poderoso magnate de la montaña.
El castillo estaba en una altura muy cercana de la costa. Desde allí ora salía
don Fruela con buen golpe de gente a caballo para penetrar en tierra de moros y
talar y saquear cuanto podía, ora embarcaba a sus satélites en algunas fustas y
galeras de su propiedad, e iba a piratear o a dar caza a otros más crueles
piratas que infestaban aquellos mares e invadían y asolaban a menudo las costas
de España; eran los idólatras normandos de Noruega y de la última Tule.
Plácido, recogido por caridad en el castillo,
e hijo de padres desconocidos, había sido criado con amor por doña Aldonza, la
mujer de don Fruela. Hasta la edad de ocho años vivió Plácido en fraternal
familiaridad con Elvira, la hija de doña Aldonza, que era de edad poco menor
que él. Juntos jugaban los niños y juntos aprendieron a leer y la doctrina
cristiana.
Plácido y Elvira sintieron que sus almas se
habían unido con el lazo del cariño más inocente.
Algo hubo de recelar o de prever don Fruela,
y ordenó a su mujer que alejase al expósito del trato y de la convivencia de su
hija.
Sumisa doña Aldonza, cumplió las órdenes de
su marido; pero no hasta el extremo de evitar por completo que el pajecillo y
la niña se viesen y se hablasen.
La menor frecuencia en el trato produjo un
efecto contrario al que don Fruela deseaba. En las mentes candorosas de él y de
ella se trocó en adoración el afecto y se iluminó y hermoseó con las galas y el
esplendor de los sueños la imagen de la persona querida.
Así llegaron ambos a cumplir catorce años. En
un día en que salieron de caza con don Fruela, el caballo de Elvira corrió
desbocado y fue a perderse en la espesura de un bosque. Plácido la siguió para
salvarla y acertó a llegar cuando el caballo que ella montaba tropezó y cayó,
derribándola por el suelo. Elvira, por fortuna, no se hizo el menor daño. Plácido
se apeó con ligereza, acudió en su auxilio y la levantó en sus brazos.
Instintivamente, sin saber qué hacían,
cediendo ambos a un impulso irreflexivo, tal vez movidos por los invisibles
genios y espíritus de la selva, acercaron sus rostros y se dieron un beso.
Plácido se creyó por breves instantes transportado al paraíso; pero la realidad
más cruel hubo de mostrarle enseguida que estaba en la dura y áspera tierra.
Una lluvia de infamantes latigazos cayó sobre sus espaldas. Don Fruela le había
sorprendido, le castigaba y le afrentaba furioso. La jauría de sus podencos y
lebreles y sus monteros se acercaban ya. Afrentado el mozo, aunque en edad tan
tierna, no reflexionó en el peligro ni en lo desigual de la lucha, y venablo en
manos se lanzó contra don Fruela para matarle. Elvira se interpuso, dispuesta a
recibir las heridas y salvar a su padre. Plácido dejó caer al suelo el venablo.
La humillación le hizo verter amargas lágrimas.
El feroz don Fruela, lejos de apiadarse, le
azuzó los perros para que le devoraran, y ordenó a los monteros que disparasen
contra él sus agudas flechas.
-¡Sálvate, Plácido, sálvate! -dijo entonces
Elvira-. Si no huyes, mi cuerpo te servirá de escudo y me matarán antes de que
te maten.
Plácido conoció entonces lo peligroso, lo imposible
de la defensa. Temió más por la vida de ella que por la suya. Era ágil y ligero
como un gamo; conocía los más intrincados sitios y las más extraviadas sendas
del bosque, y pronto desapareció como por encanto, no sin exclamar antes con su
voz de niño, que se contraponía a la firmeza del tono:
-Ser padre de ella te ha salvado de la
muerte. Ahora huyo, pero tal vez un día vuelva a buscarte y a exigirte su mano
como sola satisfacción de mi afrenta.
Refugiado Plácido en la abadía, no olvidó la
afrenta jamás, pero guardó oculto su recuerdo en el lastimado centro del alma.
El horror que le causaba volver de nuevo contra el padre de Elvira, la humildad
y la resignación y otros sentimientos religiosos inclinaron su espíritu y le
excitaron a desistir de vengarse. Y como afrentado y sin venganza no quería
vivir en el mundo, se decidió a hacer la vida del claustro. Hasta el día en que
el insulto hecho a su madre despertó en él de nuevo la ingénita fiereza, fue el
más paciente y dulce de los cenobitas. Lanzado ya al mundo de nuevo, con veinte
años de edad, con aliento y brío y con caballo y armas, ¿dónde había de ir
Plácido sino al castillo de don Fruela a pedirle estrecha cuenta de todo?
– IV –
Sin detenerse para tomar indispensable
descanso, llegó Plácido a la morada donde había pasado la niñez. Confiado en
Dios, en su derecho y en su valentía, sin arredrarse, se acercó a la puerta del
castillo.
Todo estaba mudado. En torno soledad y
silencio. Aunque era mediodía Plácido no vio ni hombres de armas ni campesinos.
El puente levadizo, tendido sobre el foso, dejaba franca la entrada. El escudo
de piedra berroqueña, que había sobre la puerta principal, estaba cubierto de
negro paño de luto.
Pronto, por un anciano criado, única persona
que halló y que al desmontar le tuvo el estribo, se enteró de la inmensa
desventura que abrumaba a aquella familia. Don Fruela, acusado de alta
traición, estaba en Oviedo y debía ser condenado a muerte. Su acusador era don
Raimundo, mayordomo de Palacio. Tres caballeros de la casa de don Raimundo
estaban prontos a sostener la acusación en palenque abierto contra los
defensores de don Fruela, el cual había apelado al juicio de Dios. Pero don
Raimundo era tan poderoso y temido, y por su inaudita soberbia era don Fruela
tan odiado, que nadie acudía a defenderle. Sólo faltaban tres días para expirar
el plazo. No bien Plácido supo todo esto, el rencor antiguo se convirtió en
lástima en su alma generosa, y resolvió ser el campeón de quien tan rudamente
le había ofendido, probar su inocencia y librarle de la muerte. En el castillo
no había nadie, sino el anciano servidor. Doña Aldonza y Elvira habían ido a
Oviedo a echarse a los pies del rey y pedirle perdón, si bien con poquísima
esperanza, por ser muy justiciero el soberano. De todos modos, la honra de la
familia quedaría manchada.
Sin demora se dispuso Plácido a salir para
Oviedo, pero antes el anciano servidor le refirió y encareció lo mucho que doña
Aldonza y Elvira habían pensado en él durante su ausencia, y le dijo que habían
dejado para él un presente a fin de que le recibiese y se le llevase si por
dicha aparecía por el castillo.
El anciano fue por el presente y se le
entregó a Plácido. Era una fuerte rodela, en cuya planta de acero figuraba en
esmalte, sobre campo de gules, un azor, cubierta la cabeza por el capirote y
asido por la pihuela a una blanca mano que parecía de mujer.
-Tú tienes en el hombro derecho -dijo el
anciano- grabado con indeleble marea un azor semejante al del escudo. Por él
serás un día reconocido y se sabrá quiénes son tus padres. Entretanto, mi
señora y su hija te declaran y apellidan Caballero del Azor, y te dan en
testimonio de ello esa prenda. Concédate Dios, Caballero del Azor, la
buenaventura en lides y amores que ellas y yo te deseamos.
– V –
A los tres días, pocas horas antes de expirar
el plazo, después de reposar en Oviedo y de aprestarse para el combate, sonaron
las trompetas y entró en el palenque el Caballero del Azor, con la visera
calada y la lanza en la cuja.
En alta y sonora voz proclamó la inocencia de
don Fruela, llamó calumniadores a los que le acusaban y retó a los tres, o
sucesivamente o juntos contra él solo. Los campeones de don Raimundo fueron
sucesivamente apareciendo. Los combates fueron muy cortos.
El Caballero del Azor, con pasmosa destreza y
bizarría, logró que en menos de media hora los tres mordiesen el polvo, muy mal
herido uno de ellos.
El gentío que rodeaba el palenque rompió en
estrepitosas aclamaciones y vítores. El Caballero del Azor fue llevado en
triunfo a palacio e introducido en la regia cámara.
El rey, informado de todo el suceso, ansiaba
verle, y más lo ansiaba aún su noble y desventurada hermana, la infanta doña
Ximena, que estaba con el rey en aquel momento.
Caballero del Azor -dijo la infanta antes de
que el rey hablase-, ¿por qué llevas un azor esmaltado en la rodela?
-Alta señora -contestó Plácido-, porque le
tengo también estampado en el hombro derecho, como indeleble marca.
Doña Ximena puso entonces los ojos con
cariñoso ahínco en el rostro hermosísimo de Plácido, e imaginó que veía al
conde de Saldaña como estaba en su muy lozana juventud, veinte años hacía.
Ya no pudo contenerse doña Ximena; se acercó
al joven, le estrechó en sus brazos y le cubrió el rostro de besos, exclamando:
-¡Hijo mío, hijo mío!
El rey depuso su severidad, y dirigiéndose al
joven le estrechó también en sus brazos, y le dijo:
-Yo te reconozco; eres mi sobrino Bernardo;
te hago merced de la Casa Fuerte y Señorío del Carpio. Como Bernardo del Carpio
serás en adelante conocido y famoso en todos países y en todas las edades.
Perdonado tu padre, saldrá de la prisión y será legítimo esposo de mi hermana.
En efecto; el rey cumplió su promesa. El
Conde de Saldaña salió del castillo de Luna, donde estaba encerrado. Se aseó y
se atavió con esmero, de suerte que todavía tenía buen ver, a pesar de su
prolongado martirio.
Durante cinco días consecutivos hubo
magníficas fiestas en Oviedo. Las bodas de Bernardo del Carpio y de Elvira se
celebraron al mismo tiempo que las del Conde Saldaña y doña Ximena.
Pocos días después pudo averiguarse que don
Raimundo, el mayordomo de Palacio, había sido quien robó al niño Bernardo y
quien le mandó matar, furioso como desdeñado pretendiente que fue de doña
Ximena. Los sicarios, encargados de matar al niño, habían tenido piedad de él y
le habían expuesto a la puerta del castillo de don Fruela. Por ésta y por otras
muchas maldades que se descubrieron, se comprendió que don Raimundo era un
monstruo abominable, por lo cual el rey pudo ejercer provechosamente su
justicia mandándole ahorcar, como le ahorcaron con general regocijo de los
ciudadanos de Oviedo, porque don Raimundo era muy aborrecido y porque en
aquella edad tan ruda la filantropía no era cosa mayor y no infundía
repugnancia la pena de muerte.
Sólo queda por decir que Bernardo fue
felicísimo con su Elvira y que vivieron siempre muy enamorados ella de él y él
de ella.
Por los antiguos romances y por la historia
se sabe que aquella lucha a brazo partido, que interrumpió el abad en el
convento de los Pirineos, se reanudó más tarde no lejos de allí, y terminó
gloriosamente para Bernardo, muriendo ahogado entre sus brazos hercúleos el
paladín don Roldán, pues no era otro quien había luchado con él, cuando los dos
eran novicios.
Y aquí terminan los sucesos de la mocedad de
Bernardo del Carpio, ignorados hasta hace poco, y recientemente descubiertos en
ciertos vetustos e inéditos Anales de la orden de San Benito, escritos en latín
bárbaro en el siglo X y conservados en el monasterio de la Cava, cerca de
Nápoles.
FIN
https://ciudadseva.com/texto/el-caballero-de-azor/
La mujer negra o una antigua capilla de
templario
[Cuento - Texto completo.]
José
Zorrilla
Uno de los templos que se ven hoy en Castilla
la Vieja es el de Torquemada, villa situada a pocas leguas de Valladolid, entre
esta ciudad y la de Burgos. Antes que este se edificara, servía de iglesia una
capilla que llaman de Santa Cruz. Ahora está a pocos pasos del pueblo, y sigue
sirviendo de templo secundario. Fue obra de los caballeros templarios, que la
abandonaron muy poco después de haberla levantado para sus fines particulares;
y transcurriendo días, se hizo un objeto de veneración y de pavor para el
simple habitador de Torquemada. Se dijo que no todo era bueno en aquella
capilla: que se oían ruidos subterráneos, y hubo quien añadió que le constaba
estar habitada por los malos espíritus. Estos rumores crecieron cuando don Juan
II de Castilla mandó cortar la cabeza de su condestable don Álvaro de Luna, por
quien los vecinos de Torquemada hicieron muchos sufragios. Contaron que se oían
ecos lastimosos en Santa Cruz; que recorrían luces de una parte a otra, y que
vagaban por la noche en sus cercanías sombras movibles; y otras fábulas a este
tenor.
Al mismo tiempo apareció un ermitaño en la
parte del pueblo opuesta a la en que estaba la capilla. Allí se acababa de
levantar un santuario con el nombre de Nuestra Señora de Valdesalce, cuyo
cuidado se encargó a este ermitaño, que vivió algún tiempo con una vida
ejemplar y siendo el ídolo de los vecinos de la población.
De estos sucesos tan simples en sí y tan
naturales, se sacaron mil cuentos inverosímiles y absurdos, que tuvieron motivo
en las causas anteriores del acaecimiento que voy a referir, y que se conservó
largo tiempo en la memoria de los aldeanos con el nombre de la mujer negra.
Una mujer misteriosa entraba, ya hacía
algunas noches, en la capilla de Santa Cruz, sin que nadie supiese quién era ni
con qué objeto se presentaba allí. Algunos atrevidos y un poco más despreocupados
que los otros se arriesgaron a seguirla, entrando en el templo algunos minutos
después que ella. No quedó rincón que no miraran, ni escondrijo donde no se
introdujeran; pero la mujer no apareció. Una hora antes de rayar el alba, esta
dama incomprensible salió de la capilla y desapareció entre la maleza de un
bosquecillo, o más bien dehesa cercana. ¿Cómo, pues, explicar este misterio?
Entraba, salía, se la buscaba, y así se daba con ella como si fuese un espíritu
invisible. Los lugareños, aterrados, no osaban, después de este acontecimiento,
acercarse a Santa Cruz desde que el astro del día empezaba a debilitarse. El
ermitaño de Valdesalce estuvo también algún tiempo sin dejar su habitación, lo
que contribuyó al aumento de su terror. El suceso de la mujer negra empezó a
tomar un aspecto muy formal. «El condestable, decían los aldeanos, era sin duda
muy culpado; nuestras oraciones han irritado su alma.» Otros hablaban de la
mujer negra, como de una bruja que tenía pacto hecho con el diablo, añadiendo unos
que se les había mostrado por la noche, y otros que, volviendo de los azares
del campo, la vieron bailar al anochecer alrededor de una seta, como decían lo
practicaban las brujas: y algunas viejas contaban que la habían visto saltar
con suma rapidez de unos en otros tejados, cantando por un tono en extremo
lúgubre.
El ermitaño bajó, por fin, a visitar a sus
queridos hermanos, como él llamaba a los vecinos de la villa. El semblante de
este hombre era angelical, su porte agradable y cariñoso: llevaba una túnica de
paño burdo ceñida a la cintura con una correa. Vagaban sobre su espalda los
negros y rizados cabellos, y la barba crecía a su antojo, dando a su rostro
varonil un carácter de majestad y nobleza que nunca desmintieron sus palabras
ni sus hechos. La alegría de los aldeanos fue general cuando vieron bajar a su
ermitaño. Corrieron a su encuentro, le contaron el suceso de la mujer negra
muchas veces, porque se les figuraba que aún no lo había comprendido bien. Él
escuchó su narración con una paciencia imperturbable: les animó, les dijo no
creyesen en cuentos de brujas ni en hechizos, que tal vez aquella mujer fuese
tan buena cristiana como por bruja la tenían; y concluyó prometiéndoles que él
mismo iría a descifrar aquel misterio. Los del pueblo quedaron muy pagados de
la afabilidad del eremita, le dieron repetidas gracias y le acompañaron largo
trecho fuera del lugar, retirándose después con más tranquilidad de la que
habían tenido los últimos días.
El solitario de Valdesalce esperó la venida
de las sombras lleno de curiosidad: la idea de aquella mujer extraordinaria le
había hecho gran impresión, y parecía hallar un presentimiento en su interior
que le inclinaba a creer que era un ente bien desgraciado. Meditaba en las
señales que le dieron de ella los del pueblo; dejaba escapar expresiones de
compasión: hubiera querido descubrirlo todo en un momento. Mas no sabía que el
cielo le preparaba una escena bien triste en la capilla de los Templarios.
La noche llegó desplegando a la vez todos los
encantos que la acompañan en la estación deliciosa de la primavera. La luna
apareció suspendida en el puro azul de una atmósfera tenue, que parecía tener
la virtud de aligerar la vida de los seres condenados a arrastrar unos días
cortos y desabridos sobre la tierra. Ayudándose con su pequeño báculo,
descendía de su choza el eremita de Valdesalce, encomendando al Eterno, en
duplicadas oraciones, el éxito del negocio que iba a emprender en favor de sus
caros habitantes de la llanura: atravesó silencioso por medio de las sombras
que proyectaban los edificios pequeños y groseros que se veían separados del
resto de la población; y al cabo de algunos minutos se arrodilló ante el altar
de la capilla a que no resolvían acercarse los lugareños. Acomodose en un lugar
extraviado desde donde pudiese registrar el espacio más reducido del templo, y
aguardó más de una hora sin percibir el más mínimo ruido.
Al cabo de este tiempo, la puerta que él
había cerrado detrás de sí, se abrió lentamente con un prolongado mugido; la
lámpara colgada delante del ara, osciló débilmente y dio muestras de expirar,
confundiendo así los objetos de una manera horrorosa. Una mujer de una figura
interesante se adelantó hacia el presbiterio y oró por algunos momentos. Iba
cubierta con un ropaje de seda negra que realzaba su cutis delicado, y convenía
con su semblante abatido. Sus ojos lánguidos recorrieron velozmente la capilla,
y dirigiéndose a la lámpara, comunicó la llama a un largo hachón, que difundió
una claridad trémula, cuyo resplandor dio movilidad a los seres estacionarios
por naturaleza. Dirigiose a un altar lateral, y separando una ligera tarima,
dejó ver una escalerilla de caracol, oculta bajo una pequeña trampa, por la que
desapareció. La oscuridad volvió a tomar posesión de la capilla, porque la lámpara
había sido apagada por aquel ser fantástico. El eremita se dirigió a ciegas al
sitio por donde se había sumergido la mujer negra, y, entrando en la trampilla,
empezó a caminar por las entrañas de la tierra. Después de haber bajado algunos
escalones, se adelantó por un callejón tortuoso, evitando cualquier ruido que
pudiera producir su marcha. Al paso que se adelantaba se aumentaba la claridad,
y pocos pasos anduvo para encontrar otra segunda escalerilla, que terminaba en
una estancia subterránea más extensa que la capilla. Un sepulcro servía de
altar, al parecer, y algunos huesos extendidos por el pavimento mostraban bien
eficazmente que sirvió un día de cementerio a los hombres.
La mujer prodigiosa se hallaba como en un
éxtasis al pie de aquella tumba: su rostro estaba humedecido con algunas
lágrimas; sus facciones se habían hecho gruesas y duras; la vista no cambiaba
de dirección; en una palabra, todo indicaba estar entregada a un exceso
vehementísimo de delirio. El eremita permaneció mudo de admiración y de terror
a la entrada de este salón fúnebre. Dos veces estuvo tentado a volver atrás,
pero una secreta curiosidad se lo estorbó, y permaneció oculto hasta ver el
final de esta escena. La mujer negra se levantó, se acercó más al sepulcro, y
entregándose a un terrible frenesí, gritó con una voz robusta y más que
mujeril:
-¡Inés! ¡Inés! He aquí las cenizas de tus
abuelos. Tu padre no está aquí. Los buitres han agitado sus plumas inflexibles
sobre su cadáver, y han escondido las uñas y el pico en sus entrañas
insepultas. ¿Quién dará cuenta de esto? ¡Inés! ¡Inés! ¡La maldición de los
padres es eterna: el parricida no reposa ni aun en la tumba!
El acceso de furor se aumentó; temblaba de
pies a cabeza: pronunciaba sonidos incomprensibles; agitaba en el aire la
antorcha que tenía en la mano; finalmente, empezó a dar vueltas en derredor de
aquella mansión de los muertos, y, haciendo un movimiento rápido desde el
extremo opuesto, corrió demente hacia la escalera de la capilla. Fijó sus ojos
desencajados en el eremita, cogiole por la túnica y le condujo casi arrastrando
hasta el pie del sepulcro. Allí agitó la antorcha por segunda vez, la acercó al
rostro del morador de Valdesalce, parecía quererle reconocer, y, repitiendo mil
gestos convulsivos, quedó en pie delante de él como quien vuelve de repente de
un letargo de muchas horas. Su semblante tomó otra vez su carácter lánguido; se
sonrió débilmente, como por fuerza, y dijo:
-¡Hola! El ermitaño de Valdesalce ha venido a
visitarme. Ciertamente, este sitio no es un palacio adornado con ricos tapices,
pero la perspectiva de un sepulcro no debe serle tan desagradable.
Hasta entonces no había percibido el
solitario más que la idea de un delirio tremendo y de una mujer criminal; mas
cuando su semblante se serenó, no vio en él sino una imagen de la desgracia; y
sirviéndose del mismo lenguaje que había usado aquella mujer, la contestó:
-El ermitaño de Valdesalce ha oído que una
mujer misteriosa causaba terrores en los corazones sencillos de los aldeanos
con sus apariciones nocturnas en la capilla de Santa Cruz.
-¡Misterio! ¡Terrores! ¡Apariciones! -repuso
ella, con admiración marcada- No, no, os han engañado… es una falsedad; Inés
Chacón no se aparece… Tocadla, su cuerpo es de la misma materia que los demás.
¡Todo era aquí maravilloso, todo enigmático!
El nombre de Inés Chacón produjo en el ermitaño un repentino temblor, sus ojos
negros rodaron sobre sus órbitas, y no pudo articular por algunos momentos una
sola palabra.
-El eremita se ha estremecido -dijo Inés-.
¿Le aterran los gemidos de los espíritus que habitan aquí? Podemos abandonarlos
cuando les plazca.
-Mujer extraordinaria, los espíritus no me
intimidan, pero tus palabras excitan en mí una idea más horrible. ¿Quién eres?
Habla, te juro por las almas de tus antepasados un silencio eterno e
inviolable.
-Pues bien, que el hombre de la soledad me
escuche: no oirá de mis labios más que verdad.
Esto dicho, colocó entre dos piedras el
hachón que tenía en la mano, y, sentándose en unos escombros enfrente de él,
hizo señal al ermitaño para que la imitase. Era por cierto una escena bien
asombrosa ver a dos seres tan raros y tan distintos, conversando con aparente
tranquilidad de las cosas de la vida, rodeados de los despojos del tiempo y de
la muerte. Después de un corto silencio, empezó Inés su narración con un tono
lúgubre y enfático.
-Burgos me vio nacer. Mi padre fue el
inseparable amigo del desventurado condestable, que perdió ha poco la privanza
del príncipe don Juan, con la cabeza, y su caída arrastró tras sí a nuestra corta
familia; diez y siete veces había visto despojarse los jardines de sus flores,
siguiendo en este tiempo la fortuna de aquel favorito del rey de Castilla,
cuando don Rodrigo de Aguilar, poderoso caballero de Aragón, se atrevió a fijar
sus ojos en la orgullosa frente de Inés. Le amé, ¡demasiado me pesa!; ya es
tarde. Mi padre iba a salir desterrado de la corte, cargado con toda la
indignación de un príncipe caprichoso; en este momento crítico, don Rodrigo
ofreció a mi padre un asilo seguro en su fortaleza de Aragón; se obligó a
mantener mi familia en el antiguo fasto y ostentación, y concluyó con pedirle
la mano, lo que mi padre le negó abiertamente.
Yo ignoraba que don Rodrigo era un jugador,
un impío cargado de deudas y de vicios, que ocultaba por medio de virtudes
aparentes. Ciega de amor, traté de impostor a mi padre infeliz, y le anuncié
que lo creía todo una odiosa suposición suya, para no permitirme dar el nombre
de esposo al aragonés, y disfrazar así su odio contra los que siguieron otras
banderas que las del condestable.
El infame don Rodrigo facilitó, a pesar de mi
padre, una entrevista con la alucinada Inés. Tuvo en ella valor para proponerle
la fuga. Después que nuestro matrimonio esté concluido -me dijo- vuestro padre
cederá, y lo dará todo por bien hecho. Mi pasión abominable pasaba los límites
del verdadero amor, yo estaba frenética, y mi padre, por otra parte, me
prometía un porvenir nada lisonjero. ¿Lo creeréis? Consentí en habitar con él
en su castillo de Aragón, y con esta idea que me halagaba ahogué en mi corazón
el cariño filial. A la medianoche salimos de Valladolid, seguidos de tres
criados bien apercibidos y valientes. Todavía veíamos las veletas girar en las
torres de los templos de la ciudad, al débil brillar del astro nocturno, cuando
un bizarro caballero, armado de punta en blanco, se opuso en medio del camino
por donde debíamos pasar. Calada la visera y la lanza baja en brioso
continente, acometió a Rodrigo, cuyo caballo, menos fuerte que el del
incógnito, midió la arena con su cabalgador. Nuestros criados cercaron al
vencedor, el cual, cubierto de heridas, sucumbió después de una porfiada lucha.
¡Insensata! Yo me daba el parabién de su ruina; de la ruina de mi padre. Abrió
un momento sus moribundos ojos, y, fijándose en su execrable hija, exclamó:
«¡Pluguiera al cielo que vivieras maldita sobre la tierra; y que tus infames
amores…!». No acabó. Sus fuerzas le hicieron traición; la voz expiró en sus
fauces, y yo me alejé, sin saber lo que hacía, de aquel espectáculo de
barbarie.
Aquí se detuvo Inés, y derramó algunas
lágrimas a la memoria del que la dio el ser: pareció quererse entregar a otro
acceso de delirio, mas, recobrando el espíritu, prosiguió.
-Este golpe se borró pronto de mi memoria
entre las caricias infernales de mi pérfido esposo, que después de haberse
burlado a su sabor de la crédula Inés, me encerró en un calabozo de su
castillo, donde me dio la noticia de la muerte de mi padre. Pero un conserje
que él creía de su confianza le vendió, y me dio la libertad. Convencida de que
nada adelantaría con querer vengarme, sino hacer más patente mi deshonor, vine
a concluir mis días cerca del sepulcro de mis abuelos. Ese bosquecillo cercano
me oculta durante el día, y mientras el hombre paga el tributo del descanso a
la naturaleza frágil, doy rienda a mi dolor en este miserable sitio. La
maldición de mi padre, venerable ermitaño, resuena sin cesar en mis oídos, y la
última noche he creído ver su sombra indignada que se alejaba de esta capilla.
Aún tengo otro secreto que revelaros. Mi vida acabará muy pronto; tomad, esta
joya se la hallaron a mi padre sus asesinos entre la coraza (Inés mostró una
cruz de oro guarnecida de magnífica pedrería). Iba unida a un billete para su
único amigo, de quien es propiedad; debía de haberle acompañado en su
destierro. ¡Quizá le habrá seguido al sepulcro!…
-¡Todo lo sé ya! -exclamó el ermitaño,
tomando en sus manos la cruz que Inés le presentaba-. ¡Dios mío! ¡Para esto he
vivido hasta hoy! ¡Oh, mi fiel Gonzalo!…
-¡Qué, sois vos! -dijo la joven frenética-. ¡Hernando
de Sese, el apoyo de mi padre, se cubre con la túnica del ermitaño de
Valdesalce! ¡Sí, sí, todo es horror en la tierra, y la maldición paternal pesa
sobre mí con todo su vigor!
Mientras un torrente de lágrimas bañaba el
rostro del sensible Hernando, el delirio se apoderó de Inés, y tomando carrera
desde la mitad del subterráneo, intentó estrellarse contra aquellas paredes
revestidas de cráneos humanos. Hernando de Sese corrió a estorbar el fatal
proyecto, pero un nuevo prodigio detuvo a la joven en su desesperada corrida.
El centro de la tierra gimió; la losa de la tumba cayó al suelo resbalando por
sus bordes, y un guerrero armado de todas las piezas se levantó como un
espectro, en medio de ellos. La cruz roja de Santiago resplandecía en su pecho,
y resaltaba más colocada en su coraza cubierta de negro pavón. Un penacho
oscuro flotaba sobre el almete, como un funesto grajo que revolotea en tomo de
una torre enlutada por la muerte de su señor.
Entretanto que Inés y Hernando permanecían
inmóviles, sobrecogidos de un estupor indefinible, la mano del caballero
aparecido alzó la visera y mostró un semblante noble, en que luchaban a la par
la angustia y la indignación. «No temáis -dijo con una voz tétrica-, ¡vivo
todavía!»
-¡Vive todavía! -repitieron a un tiempo
Hemando e Inés.
-Sí, vivo todavía -replicó el caballero (en
quien ya se habrá reconocido a Gonzalo); los asesinos no acabaron con mi
existencia, y cuando volví del profundo letargo en que me dejaron sumergido, me
hallé en una habitación desconocida, donde la caridad de una virtuosa mujer me
puso en el estado en que me veis. Allí supe la fuga de mi amigo Hernando, y
determiné buscarle para vengar el ultraje hecho a mi familia por el impío don
Rodrigo. Aguardando la ocasión de descubrirme al ermitaño de Valdesalce,
encontré el asilo de mi hija infeliz, y pensé hacerla caer en mi poder,
ocultándome en un segundo subterráneo que tiene entrada por ese sepulcro.
Iba a contestar Hemando, pero un gemido
prolongado que se oyó a sus espaldas, no se lo permitió. Inés estaba entregada
de nuevo a otro delirio más vehemente que los dos primeros. En vano su padre la
estrechó en sus brazos, la prometió su perdón y la llamó repetidas veces su
hija, su querida hija. Una fiebre ardentísima la consumía por instantes: hacía
contorsiones y gestos repugnantes, y entre las bascas de su furor se la oía
repetir con frecuencia: ¡Maldición! ¡Maldición! Y un gemido histérico y
espantoso terminaba sus ecos de demencia.
Durante esta escena el hachón se consumió
enteramente, y mientras Hemando subía a buscar algunos vecinos de su confianza
que diesen un asilo provisional a aquellos desventurados, Inés, desasiéndose de
repente de los brazos de su padre, se hizo pedazos la cabeza contra el
sepulcro. La última llamarada de la antorcha mostró al triste Gonzalo el
cerebro de su hija esparcido a su alrededor, y un grito de desesperación se
propagó por las bóvedas del subterráneo, resonando hasta la misma capilla.
Un momento después bajó el ermitaño
acompañado de aldeanos que traían hachas encendidas. Pero no fueron más que las
antorchas que alumbraron un lastimoso funeral. Gonzalo Chacón siguió el ejemplo
de su hija frenética, y había expirado abrazado con su cadáver al pie del
sepulcro de sus abuelos.
Ya no existe este subterráneo, pero se conserva
intacta la capilla de los Templarios.
FIN
https://ciudadseva.com/texto/la-mujer-negra-o-una-antigua-capilla-de-templario/
El Inquisidor
[Cuento - Texto completo.]
Francisco
Ayala
¡Qué regocijo! ¡qué alborozo! ¡Qué músicas y
cohetes! El Gran Rabino de la judería, varón de virtudes y ciencia sumas,
habiendo conocido al fin la luz de la verdad, prestaba su cabeza al agua del
bautismo; y la ciudad entera hacía fiesta.
Aquel día inolvidable, al dar gracias a Dios
Nuestro Señor, dentro ya de su iglesia, sólo una cosa hubo de lamentar el
antiguo rabino; pero ésta ¡ay! desde el fondo de su corazón: que a su mujer, la
difunta Rebeca, no hubiera podido extenderse el bien de que participaban con
él, en cambio, felizmente, Marta, su hija única, y los demás familiares de su
casa, bautizados todos en el mismo acto con mucha solemnidad. Esa era su
espina, su oculto dolor en día tan glorioso; ésa, y -¡sí, también!- la dudosa
suerte (o más que dudosa, temible) de sus mayores, línea ilustre que él había
reverenciado en su abuelo, en su padre, generaciones de hombres religiosos,
doctos y buenos, pero que, tras la venida del Mesías, no habían sabido
reconocerlo y, durante siglos, se obstinaron en la vieja, derogada Ley.
Preguntábase el cristiano nuevo en méritos de
qué se le había otorgado a su alma una gracia tan negada a ellos, y por qué
designio de la Providencia, ahora, al cabo de casi los mil y quinientos años de
un duro, empecinado y mortal orgullo, era él, aquí, en esta pequeña ciudad de
la meseta castellana -él sólo, en toda su dilatada estirpe- quien, después de
haber regido con ejemplaridad la venerable sinagoga, debía dar este paso
escandaloso y bienaventurado por el que ingresaba en la senda de salvación.
Desde antes, desde bastante tiempo antes de declararse converso, había dedicado
horas y horas, largas horas, horas incontables, a estudiar en términos de
Teología el enigma de tal destino. No logró descifrarlo. Tuvo que rechazar
muchas veces como pecado de soberbia la única solución plausible que le acudía
a las mientes, y sus meditaciones le sirvieron tan sólo para persuadirlo de que
tal gracia le imponía cargas y le planteaba exigencias proporcionadas a su
singular magnitud; de modo que, por lo menos, debía justificarla a posteriori
con sus actos. Claramente comprendía estar obligado para con la Santa Iglesia
en mayor medida que cualquier otro cristiano. Dio por averiguado que su
salvación tenía que ser fruto de un trabajo muy arduo en pro de la fe; y
resolvió -como resultado feliz y repentino de sus cogitaciones- que no habría
de considerarse cumplido hasta no merecer y alcanzar la dignidad apostólica
allí mismo, en aquella misma ciudad donde había ostentado la de Gran Rabino,
siendo así asombro de todos los ojos y ejemplo de todas las almas.
Ordenóse, pues, de sacerdote, fue a la Corte,
estuvo en Roma y, antes de pasados ocho años, ya su sabiduría, su prudencia, su
esfuerzo incansable, le proporcionaron por fin la mitra de la diócesis desde
cuya sede episcopal serviría a Dios hasta la muerte. Lleno estaba de
escabrosísimos pasos -más, tal vez, de lo imaginable- el camino elegido; pero
no sucumbió; hasta puede afirmarse que ni siquiera llegó a vacilar por un
instante. El relato actual corresponde a uno de esos momentos de prueba. Vamos
a encontrar al obispo, quizás, en el día más atroz de su vida. Ahí lo tenemos,
trabajando, casi de madrugada. Ha cenado muy poco: un bocado apenas, sin
levantar la vista de sus papeles. Y empujando luego el cubierto a la punta de
la mesa, lejos del tintero y los legajos, ha vuelto a enfrascarse en la tarea.
A la punta de la mesa, reunidos aparte, se ven ahora la blanca hogaza de cuyo
canto falta un cuscurro, algunas ciruelas en un plato, restos en otro de carne
fiambre, la jarrita del vino, un tarro de dulce sin abrir… Como era tarde, el
señor obispo había despedido al paje, al secretario, a todos, y se había
servido por sí mismo su colación. Le gustaba hacerlo así; muchas noches solía quedarse
hasta muy tarde, sin molestar a ninguno. Pero hoy, difícilmente hubiera podido
soportar la presencia de nadie; necesitaba concentrarse, sin que nadie lo
perturbara, en el estudio del proceso. Mañana mismo se reunía bajo su
presidencia el Santo Tribunal; esos desgraciados, abajo, aguardaban justicia, y
no era él hombre capaz de rehuir o postergar el cumplimiento de sus deberes, ni
de entregar el propio juicio a pareceres ajenos: siempre, siempre, había
examinado al detalle cada pieza, aun mínima, de cada expediente, había
compulsado trámites, actuaciones y pruebas, hasta formarse una firme convicción
y decidir, inflexiblemente, con arreglo a ella. Ahora, en este caso, todo lo
tenía reunido ahí, todo estaba minuciosamente ordenado y relatado ante sus ojos,
folio tras folio, desde el comienzo mismo, con la denuncia sobre el converso
Antonio Maria Lucero, hasta los borradores para la sentencia que mañana debía
dictarse contra el grupo entero de judaizantes complicados en la causa. Ahí
estaba el acta levantada con la detención de Lucero, sorprendido en el sueño y
hecho preso en medio del consternado revuelo de su casa; las palabras que había
dejado escapar en el azoramiento de la situación -palabras, por cierto, de
significado bastante ambiguo- ahí constaban. Y luego, las sucesivas
declaraciones, a lo largo de varios meses de interrogatorios, entrecortada
alguna de ellas por los ayes y gemidos, gritos y súplicas del tormento, todo
anotado y transcrito con escrupulosa puntualidad. En el curso del minucioso procedimiento,
en las diligencias premiosas e innumerables que se siguieron, Lucero había
negado con obstinación irritante; había negado, incluso, cuando le estaban
retorciendo los miembros en el potro. Negaba entre imprecaciones; negaba entre
imploraciones, entre lamentos; negaba siempre. Mas -otro, acaso, no lo habría
notado; a él ¿cómo podía escapársele?- se daba buena cuenta el obispo de que
esas invocaciones que el procesado había proferido en la confusión del ánimo,
entre tinieblas, dolor y miedo, contenían a veces, sí, el santo nombre de Dios
envuelto en aullidos y amenazas; pero ni una sola apelaban a Nuestro Señor
Jesucristo, la Virgen o los Santos, de quienes, en cambio, tan devoto se
mostraba en circunstancias más tranquilas…
Al repasar ahora las declaraciones obtenidas
mediante el tormento -diligencia ésta que, en su día, por muchas razones, se
creyó obligado a presenciar el propio obispo- acudió a su memoria con desagrado
la mirada que Antonio María, colgado por los tobillos, con la cabeza a ras del
suelo, le dirigió desde abajo. Bien sabía él lo que significaba aquella mirada:
contenía una alusión al pasado, quería remitirse a los tiempos en que ambos, el
procesado sometido a tortura y su juez, obispo y presidente del Santo Tribunal,
eran aún judíos; recordarle aquella ocasión ya lejana en que el orfebre,
entonces un mozo delgado, sonriente, se había acercado respetuosamente a su
rabino pretendiendo la mano de Sara, la hermana menor de Rebeca, todavía en
vida, y el rabino, después de pensarlo, no había hallado nada en contra de ese
matrimonio, y había celebrado él mismo las bodas de Lucero con su cuñada Sara.
Sí, eso pretendían recordarle aquellos ojos que brillaban a ras del suelo, en
la oscuridad del sótano, obligándole a hurtar los suyos; esperaban ayuda de una
vieja amistad y un parentesco en nada relacionados con el asunto de autos.
Equivalía, pues, esa mirada a un guiño indecente, de complicidad, a un intento
de soborno; y lo único que conseguía era proporcionar una nueva evidencia en su
contra, pues ¿no se proponía acaso hablar y conmover en el prelado que tan
penosamente se desvelaba por la pureza de la fe al judío pretérito de que tanto
uno como otro habían ambos abjurado?
Bien sabía esa gente, o lo suponían -pensó
ahora el obispo- cuál podía ser su lado flaco, y no dejaban de tantear, con
sinuosa pertinacia, para acercársele. ¿No había intentado, ya al comienzo -y
¡qué mejor prueba de su mala conciencia! ¡qué confesión más explícita de que no
confiaban en la piadosa justicia de la Iglesia!-, no habían intentado
blandearlo por la mediación de Marta, su hijita, una criatura inocente, puesta
así en juego?… Al cabo de tantos meses, de nuevo suscitaba en él un movimiento
de despecho el que así se hubieran atrevido a echar mano de lo más respetable:
el candor de los pocos años. Disculpada por ellos, Marta había comparecido a
interceder ante su padre en favor del Antonio María Lucero, recién preso
entonces por sospechas. Ningún trabajo costó establecer que lo había hecho a
requerimientos de su amiga de infancia y -torció su señoría el gesto- prima
carnal, es cierto, por parte de madre, Juanita Lucero, aleccionada a su vez,
sin duda, por los parientes judíos del padre, el converso Lucero, ahora
sospechoso de judaizar. De rodillas, y con palabras quizás aprendidas, había
suplicado la niña al obispo. Una tentación diabólica; pues, ¿no son, acaso,
palabras del Cristo: El que ama hijo o hija más que a mí, no es digno de mí?
En alto la pluma, y perdidos los ojos miopes
en la penumbrosa pared de la sala, el prelado dejó escapar un suspiro de la
caja de su pecho: no conseguía ceñirse a la tarea; no podía evitar que la
imaginación se le huyera hacia aquella su hija única, su orgullo y su
esperanza, esa muchachita frágil, callada, impetuosa, que ahora, en su alcoba,
olvidada del mundo, hundida en el feliz abandono del sueño, descansaba,
mientras velaba él arañando con la pluma el silencio de la noche. Era -se decía
el obispo- el vástago postrero de aquella vieja estirpe a cuyo dignísimo nombre
debió él hacer renuncia para entrar en el cuerpo místico de Cristo, y cuyos
últimos rastros se borrarían definitivamente cuando, llegada la hora, y casada
-si es que alguna vez había de casarse- con un cristiano viejo, quizás ¿por qué
no? de sangre noble, criara ella, fiel y reservada, laboriosa y alegre, una
prole nueva en el fondo de su casa… Con el anticipo de esta anhelada
perspectiva en la imaginación, volvió el obispo a sentirse urgido por el afán
de preservar a su hija de todo contacto que pudiera contaminarla, libre de acechanzas,
aparte; y, recordando cómo habían querido valerse de su pureza de alma en
provecho del procesado Lucero, la ira le subía a la garganta, no menos que si
la penosa escena hubiera ocurrido ayer mismo. Arrodillada a sus plantas, veía a
la niña decirle: «Padre: el pobre Antonio María no es culpable de nada; yo,
padre -¡ella! ¡la inocente!-, yo, padre, sé muy bien que él es bueno.
¡Sálvalol» Sí, que lo salvara. Como si no fuera eso, eso precisamente, salvar a
los descarriados, lo que se proponía la Inquisición… Aferrándola por la muñeca,
averiguó en seguida el obispo cómo había sido maquinada toda la intriga, urdida
toda la trama: señuelo fue, es claro, la afligida Juanica Lucero; y todos los
parientes, sin duda, se habían juntado para fraguar la escena que, como un
golpe de teatro, debería, tal era su propósito, torcer la conciencia del
dignatario con el sutil soborno de las lágrimas infantiles. Pero está dicho que
si tu mano derecha te fuere ocasión de caer, córtala y échala de ti. El obispo
mandó a la niña, como primera providencia, y no para castigo sino más bien por
cautela, que se recluyera en su cuarto hasta nueva orden, retirándose él mismo
a cavilar sobre el significado y alcance de este hecho: su hija que comparece a
presencia suya y, tras haberle besado el anillo y la mano, le implora a favor
de un judaizante; y concluyó, con asombro, de allí a poco, que, pese a toda su
diligencia, alguna falla debía tener que reprocharse en cuanto a la educación
de Marta, pues que pudo haber llegado a tal extremo de imprudencia.
Resolvió entonces despedir al preceptor y
maestro de doctrina, a ese doctor Bartolomé Pérez que con tanto cuidado había
elegido siete años antes y del que, cuando menos, podía decirse ahora que había
incurrido en lenidad, consintiendo a su pupila el tiempo libre para vanas
conversaciones y una disposición de ánimo proclive a entretenerse en ellas con
más intervención de los sentimientos que del buen juicio.
El obispo necesitó muchos días para aquilatar
y no descartar por completo sus escrúpulos. Tal vez -temía-, distraído en los
cuidados de su diócesis, había dejado que se le metiera el mal en su propia
casa, y se clavara en su carne una espina de ponzoña. Con todo rigor, examinó
de nuevo su conducta. ¿Había cumplido a fondo sus deberes de padre? Lo primero
que hizo cuando Nuestro Señor le quiso abrir los ojos a la verdad, y las
puertas de su Iglesia, fue buscar para aquella triste criatura, huérfana por
obra del propio nacimiento, no sólo amas y criadas de religión irreprochable,
sino también un preceptor que garantizara su cristiana educación. Apartarla en
lo posible de una parentela demasiado nueva en la fe, encomendarla a algún
varón exento de toda sospecha en punto a doctrina y conducta, tal había sido su
designio. El antiguo rabino buscó, eligió y requirió para misión tan delicada a
un hombre sabio y sencillo, este Dr. Bartolomé Pérez, hijo, nieto y biznieto de
labradores, campesino que sólo por fuerza de su propio mérito se había erguido
en el pegujal sobre el que sus ascendientes vivieron doblados, había salido de
la aldea y, por entonces, se desempeñaba, discreto y humilde -tras haber
adquirido eminencia en letras sagradas-, como coadjutor de una parroquia que
proporcionaba a sus regentes más trabajo que frutos. Conviene decir que nada
satisfacía tanto en él al ilustre converso como aquella su simplicidad, el buen
sentido y el llano aplomo labriego, conservados bajo la ropa talar como un
núcleo indestructible de alegre firmeza. Sostuvo con él, antes de confiarle su
intención, tres largas pláticas en materia de doctrina, y le halló instruido
sin alarde, razonador sin sutilezas, sabio sin vértigo, ansiedad ni angustia.
En labios del Dr. Bartolomé Pérez lo más intrincado se hacía obvio, simple… Y
luego, sus cariñosos ojos claros prometían para la párvula el trato bondadoso y
la ternura de corazón que tan familiar era ya entre los niños de su pobre
feligresía. Aceptó, en fin, el Dr. Pérez la propuesta del ilustre converso
después que ambos de consuno hubieron provisto al viejo párroco de otro
coadjutor idóneo, y fue a instalarse en aquella casa donde con razón esperaba
medrar en ciencia sin mengua de la caridad; y, en efecto, cuando su patrono
recibió la investidura episcopal, a él, por influencia suya, le fue concedido
el beneficio de una canonjía. Entre tanto, sólo plácemes suscitaba la educación
religiosa de la niña, dócil a la dirección del maestro. Mas, ahora… ¿cómo podía
explicarse esto?, se preguntaba el obispo; ¿qué falla, qué fisura venía a
revelar ahora lo ocurrido en tan cuidada, acabada y perfecta obra? ¿Acaso no
habría estado lo malo, precisamente, en aquello -se preguntaba- que él, quizás
con error, con precipitación, estimara como la principal ventaja: en la
seguridad confiada y satisfecha del cristiano viejo, dormido en la costumbre de
la fe? Y aun pareció confirmarlo en esta sospecha el aire tranquilo, apacible,
casi diríase aprobatorio con que el Dr. Pérez tomó noticia del hecho cuando él
le llamó a su presencia para echárselo en cara. Revestido de su autoridad
impenetrable, le había llamado; le había dicho: «Óigame, doctor Pérez; vea lo
que acaba de ocurrir: hace un momento, Marta, mi hija … » Y le contó la escena
sumariamente. El Dr. Bartolomé Pérez había escuchado, con preocupado ceño;
luego, con semblante calmo y hasta con un esbozo de sonrisa. Comentó: «Cosas,
señor, de un alma generosa»; ése fue su solo comentario. Los ojos miopes del
obispo lo habían escrutado a través de los gruesos vidrios con estupefacción y,
en seguida, con rabiosa severidad. Pero él no se había inmutado; él -para colmo
de escándalo- le había dicho, se había atrevido a preguntarle: «Y su señoría…
¿no piensa escuchar la voz de la inocencia?» El obispo -tal fue su conmoción-
prefirió no darle respuesta de momento. Estaba indignado, pero, más que
indignado, el asombro lo anonadaba ¿Qué podía significar todo aquello? ¿Cómo
era posible tanta obcecación? O acaso hasta su propia cámara -¡sería demasiada
audacia!-, hasta el pie de su estrado, alcanzaban… aunque, si se habían
atrevido a valerse de su propia hija, ¿por qué no podían utilizar también a un
sacerdote, a un cristiano viejo?… Consideró con extrañeza, como si por primera
vez lo viese, a aquel campesino rubio que estaba allí, impertérrito,
indiferente, parado ante él, firme como una peña (y, sin poderlo remediar,
pensó: ¡bruto!) a aquel doctor y sacerdote que no era sino un patán, adormilado
en la costumbre de la fe y, en el fondo último de todo su saber, tan
inconsciente como un asno. En seguida quiso obligarse a la compasión: había que
compadecer más bien esa flojedad, despreocupación tanta en medio de los
peligros. Si por esta gente fuera -pensó- ya podía perderse la religión: veían
crecer el peligro por todas partes, y ni siquiera se apercibían… El obispo
impartió al Dr. Pérez algunas instrucciones ajenas al caso, y lo despidió; se
quedó otra vez solo con sus reflexiones. Ya la cólera había cedido a una lúcida
meditación. Algo que, antes de ahora, había querido sospechar varias veces, se
le hacía ahora evidentísimo: que los cristianos viejos, con todo su orgulloso
descuido, eran malos guardianes de la ciudadela de Cristo, y arriesgaban
perderse por exceso de confianza. Era la eterna historia, la parábola, que
siempre vuelve a renovar su sentido. No, ellos no veían, no podían ver siquiera
los peligros, las acechanzas sinuosas, las reptantes maniobras del enemigo,
sumidos como estaban en una culpable confianza. Eran labriegos bestiales,
paganos casi, ignorantes, con una pobre idea de la divinidad, mahometanos bajo
Mahoma y cristianos bajo Cristo, según el aire que moviera las banderas; o si
no, esos señores distraídos en sus querellas mortales, o corrompidos en su
pacto con el mundo, y no menos olvidados de Dios. Por algo su Providencia le
había llevado a él -y ojalá que otros como él rigieran cada diócesis- al puesto
de vigía y capitán de la fe; pues, quien no está prevenido, ¿cómo podrá
contrarrestar el ataque encubierto y artero, la celada, la conjuración sorda
dentro de la misma fortaleza? Como un aviso, se presentaba siempre de nuevo a
la imaginación del buen obispo el recuerdo de una vieja anécdota doméstica oída
mil veces de niño entre infalibles carcajadas de los mayores: la aventura de su
tío-abuelo, un joven díscolo, un tarambana, que, en el reino moro de Almería,
habría abrazado sin convicción el mahometismo, alcanzando por sus letras y
artes a ser, entre aquellos bárbaros, muecín de una mezquita. Y cada vez que,
desde su eminente puesto, veía pasar por la plaza a alguno de aquellos
parientes o conocidos que execraban su defección, esforzaba la voz y, dentro de
la ritual invocación coránica, La ílaha illá llah, injería entre las palabras
árabes una ristra de improperios en hebreo contra el falso profeta Mahoma,
dándoles así a entender a los judíos cuál, aunque indigno, era su creencia
verdadera, con escarnio de los descuidados y piadosos moros perdidos en
zalemas… Así también, muchos conversos falsos se burlaban ahora en Castilla, en
toda España, de los cristianos incautos, cuya incomprensible confianza sólo
podía explicarse por la tibieza de una religión heredada de padres a hijos, en
la que siempre habían vivido y triunfado, descansando, frente a las ofensas de
sus enemigos, en la justicia última de Dios. Pero ¡ah! era Dios, Dios mismo,
quien lo había hecho a él instrumento de su justicia en la tierra, a él que
conocía el campamento enemigo y era hábil para descubrir sus espías, y no se
dejaba engañar con tretas, como se engañaba a esos laxos creyentes que, en su
flojedad, hasta cruzaban (a eso habían llegado, sí, a veces: él los había
sorprendido, los había interpretado, los había descubierto), hasta llegaban a
cruzar miradas de espanto -un espanto lleno, sin duda, de respeto, de
admiración y reconocimiento, pero espanto al fin- por el rigor implacable que
su prelado desplegaba en defensa de la Iglesia. El propio Dr. Pérez ¿no se
había expresado en más de una ocasión con reticencia acerca de la actividad
depuradora de su Pastor?
-Y, sin embargo, si el Mesías había venido y
se había hecho hombre y había fundado la Iglesia con el sacrificio de su sangre
divina ¿cómo podía consentirse que perdurara y creciera en tal modo la
corrupción, como si ese sacrificio hubiera sido inútil?
Por lo pronto, resolvió el obispo separar al
Dr. Bartolomé Pérez de su servicio. No era con maestros así como podía dársele
a una criatura tierna el temple requerido para una fe militante, asediada y
despierta; y, tal cual lo resolvió, lo hizo, sin esperar al otro día. Aun en el
de hoy, se sentía molesto, recordando la mirada límpida que en la ocasión le
dirigiera el Dr. Pérez. El Dr. Bartolomé Pérez no había pedido explicaciones,
no había mostrado ni desconcierto ni enojo: la escena de la destitución había
resultado increíblemente fácil; ¡tanto más embarazosa por ello! El preceptor
había mirado al señor obispo con sus ojos azules, entre curioso y, quizás,
irónico, acatando sin discutir la decisión que así lo apartaba de las tareas
cumplidas durante tantos años y lo privaba al parecer de la confianza del
Prelado. La misma conformidad asombrosa con que había recibido la notificación,
confirmó a éste en la justicia de su decreto, que quién sabe si no le hubiera
gustado poder revocar, pues, al no ser capaz de defenderse, hacer invocaciones,
discutir, alegar y bregar en defensa propia, probaba desde luego que carecía
del ardor indispensable para estimular a nadie en la firmeza. Y luego, las
propias lágrimas que derramó la niña al saberlo fueron testimonio de suaves
afectos humanos en su alma, pero no de esa sólida formación religiosa que
implica mayor desprendimiento del mundo cotidiano y perecedero.
Este episodio había sido para el obispo una
advertencia inestimable. Reorganizó el régimen de su casa en modo tal que la
hija entrara en la adolescencia, cuyos umbrales ya pisaba, con paso propio; y
siguió adelante el proceso contra su concuñado Lucero sin dejarse convencer de
ninguna consideración humana. Las sucesivas indagaciones descubrieron a otros
complicados, se extendió a ellos el procedimiento, y cada nuevo paso mostraba
cuánta y cuán honda era la corrupción cuyo hedor se declaró primero en la
persona del Antonio María. El proceso había ido creciendo hasta adquirir
proporciones descomunales; ahí se veían ahora, amontonados sobre la mesa, los
legajos que lo integraban; el señor obispo tenía ante sí, desglosadas, las
piezas principales: las repasaba, recapitulaba los trámites más importantes, y
una vez y otra cavilaba sobre las decisiones a que debía abocarse mañana el
tribunal. Eran decisiones graves. Por lo pronto, la sentencia contra los
procesados; pero esta sentencia, no obstante su tremenda severidad, no era lo
más penoso; el delito de los judaizantes había quedado establecido,
discriminado y probado desde hacía meses, y en el ánimo de todos, procesados y
jueces, estaba descontada esta sentencia extrema que ahora sólo faltaba
perfilar y formalizar debidamente. Más penoso resultaba el auto de
procesamiento a decretar contra el Dr. Bartolomé Pérez, quien, a resultas de un
cierto testimonio, había sido prendido la víspera e internado en la cárcel de
la Inquisición. Uno de aquellos desdichados, en efecto, con ocasión de
declaraciones postreras, extemporáneas y ya inconducentes, había atribuido al
Dr. Pérez opiniones bastante dudosas que, cuando menos, descubrían este hecho
alarmante: que el cristiano viejo y sacerdote de Cristo había mantenido contactos,
conversaciones, quizás con el grupo de judaizantes, y ello no sólo después de
abandonar el servicio del prelado, sino ya desde antes. El prelado mismo, por
su parte, no podía dejar de recordar el modo extraño con que, al referirle él,
en su día, la intervención de la pequeña Marta a favor de su tío, Lucero, había
concurrido casi el Dr. Pérez a apoyar sinuosamente el ruego de la niña. Tal
actitud, iluminada por lo que ahora surgía de estas averiguaciones, adquiría un
nuevo significado. Y, en vista de eso, no podía el buen obispo, no hubiera
podido, sin violentar su conciencia, abstenerse de promover una investigación a
fondo, tal como sólo el procesamiento la consentía. Dios era testigo de cuánto
le repugnaba decretarlo: la endiablada materia de este asunto parecía tener una
especie de adherencia gelatinosa, se pegaba a las manos, se extendía y
amenazaba ensuciarlo todo: ya hasta le daba asco. De buena gana lo hubiera
pasado por alto. Mas ¿podía, en conciencia, desentenderse de los indicios que
tan inequívocamente señalaban al Dr. Bartolomé Pérez? No podía, en conciencia;
aunque supiera, como lo sabía, que este golpe iba a herir de rechazo a su
propia hija… Desde aquel día de enojosa memoria -y habían pasado tres años,
durante los cuales creció la niña a mujer-, nunca más había vuelto Marta a
hablar con su padre sino cohibida y medrosa, resentida quizás o, como él creía,
abrumada por el respeto. Se había tragado sus lágrimas; no había preguntado, no
había pedido -que él supiera- ninguna explicación. Y, por eso mismo tampoco el
obispo se había atrevido, aunque procurase estorbarlo, a prohibirle que
siguiera teniendo por confesor al Dr. Pérez. Prefirió más bien -para lamentar
ahora su debilidad de entonces- seguir una táctica de entorpecimiento, pues que
no disponía de razones válidas con que oponerse abiertamente… En fin, el mal
estaba hecho. ¿Qué efecto le produciría a la desventurada, inocente y generosa
criatura el enterarse, como se enteraría sin falta, y saber que su confesor, su
maestro, estaba preso por sospechas relativas a cuestión de doctrina? -lo que,
de otro lado, acaso echara sombras, descrédito, sobre la que había sido su
educanda, sobre él mismo, el propio obispo, que lo había nombrado preceptor de
su hija… Los pecados de los padres… -pensó, enjugándose la frente.
Una oleada de ternura compasiva hacia la niña
que había crecido sin madre, sola en la casa silenciosa, aislada de la vulgar
chiquillería, y bajo una autoridad demasiado imponente, inundó el pecho del
dignatario. Echó a un lado los papeles, puso la pluma en la escribanía, se
levantó rechazando el sillón hacia atrás, rodeó la mesa y, con andar callado,
salió del despacho, atravesó, una tras otra, dos piezas más, casi a tientas, y,
en fin, entreabrió con suave ademán la puerta de la alcoba donde Marta dormía.
Allí, en el fondo, acompasada, lenta, se, oía su respiración. Dormida, a la luz
de la mariposa de aceite, parecía, no una adolescente, sino mujer muy hecha; su
mano, sobre la garganta, subía y bajaba con la respiración. Todo estaba quieto,
en silencio; y ella, ahí, en la penumbra, dormía. La contempló el obispo un
buen rato; luego, con andares suaves, se retiró de nuevo hacia el despacho y se
acomodó ante la mesa de trabajo para cumplir, muy a pesar suyo, lo que su
conciencia le mandaba. Trabajó toda la noche. Y cuando, casi al rayar el alba,
se quedó, sin poderlo evitar, un poco traspuesto, sus perplejidades, su lucha
interna, la violencia que hubo de hacerse, infundió en su sueño sombras
turbadoras. Al entrar Marta al despacho, como solía, por la mañana temprano, la
cabeza amarillenta, de pelo entrecano, que descansaba pesadamente sobre los
tendidos brazos, se irguió con precipitación; espantados tras de las gafas, se
abrieron los ojos miopes. Y ya la muchacha, que había querido retroceder, quedó
clavada en su sitio.
Pero también el prelado se sentía confuso;
quitóse las gafas y frotó los vidrios con su manga, mientras entornaba los
párpados. Tenía muy presente, vívido en el recuerdo, lo que acababa de soñar:
había soñado -y, precisamente, con Marta- extravagancias que lo desconcertaban
y le producían un oscuro malestar. En sueños, se había visto encaramado al
alminar de una mezquita, desde donde recitaba una letanía repetida, profusa,
entonada y sutilmente burlesca, cuyo sentido a él mismo se le escapaba. (¿En
qué relación podría hallarse este sueño -pensaba- con la celebrada historieta
de su pariente, el falso muecín? ¿Era él, acaso, también algún falso muecín?)
Gritaba y gritaba y seguía gritando las frases de su absurda letanía. Pero, de
pronto, desde el pie de la torre, le llegaba la voz de Marta, muy lejana,
tenue, mas perfectamente inteligible, que le decía -y eran palabras bien
distintas, aunque remotas-: «Tus méritos, padre -le decía-, han salvado a
nuestro pueblo. Tú solo, padre mío, has redimido a toda nuestra estirpe» En
este punto había abierto los ojos el durmiente, y ahí estaba Marta, enfrente de
la mesa, parada, observándolo con su limpia mirada, rnientras que él,
sorprendido, rebullia y se incorporaba en el sillón… Terminó de frotarse los
vidrios, recobró su dominio, arregló ante sí los legajos desparramados sobre la
mesa, y, pasándose todavía una mano por la frente, interpeló a su hija:
-Ven acá, Marta -le dijo con voz neutra-,
ven, dime: si te dijeran que el mérito de un cristiano virtuoso puede revertir
sobre sus antepasados y salvarlos, ¿qué dirías tú?
La muchacha lo miró atónita. No era raro, por
cierto, que su padre le propusiera cuestiones de doctrina: siempre había
vigilado el obispo a su hija en este punto con atención suma. Pero ¿qué
ocurrencia repentina era ésta, ahora, al despertarse? Lo miró con recelo;
meditó un momento; respondió:
-La oración y las buenas obras pueden, creo,
ayudar a las ánimas del purgatorio, señor.
-Sí, sí -arguyó el obispo-, sí, pero… ¿a los
condenados?
Ella movió la cabeza:
-¿Cómo saber quién está condenado, padre?
El teólogo había prestado sus cinco sentidos
a la respuesta. Quedó satisfecho; asintió. Le dio licencia, con un signo de la
mano, para retirarse. Ella titubeó y, en fin, salió de la pieza.
Pero el obispo no se quedó tranquilo; a solas
ya, no conseguía librarse todavía, mientras repasaba los folios, de un residuo
de malestar. Y, al tropezarse de nuevo con la declaración rendida en el
tormento por Antonio María Lucero, se le vino de pronto a la memoria otro de
los sueños que había tenido poco rato antes, ahí; vencido del cansancio, con la
cabeza retrepada tal vez contra el duro respaldo del sillón. A hurtadillas, en
él silencio de la noche, había querido -soñó- bajar hasta la mazmorra donde
Lucero esperaba justicia, Para convencerlo de su culpa y persuadirlo a que se
reconciliara con la Iglesia implorando el perdón. Cautelosamente, pues, se
aplicaba a abrir la puerta del sótano, cuando -soñó- le cayeron encima de
improviso sayones que, sin decir nada, sin hacer ningún ruido, querían llevarlo
en vilo hacia el potro del tormento. Nadie pronunciaba una palabra; pero, sin
que nadie se lo hubiera dicho, tenía él la plena evidencia de que lo habían
tomado por el procesado Lucero, y que se proponían someterlo a nuevo
interrogatorio. ¡qué turbios, qué insensatos son a veces los sueños! El se
debatía, luchaba, quería soltarse, pero sus esfuerzos ¡ay! resultaban
irrisoriamente vanos, como los de un niño, entre los brazos fornidos de los
sayones. Al comienzo había creído que el enojoso error se desharía sin
dificultad alguna, con sólo que él hablase; pero cuando quiso hablar notó que
no le hacían caso, ni le escuchaban siquiera, y aquel trato tan sin miramientos
le quitó de pronto la confianza en sí mismo; se sintió ridículo entonces,
reducido a la ridiculez extrema, y -lo que es más extraño- culpable. ¿Culpable
de qué? No lo sabía. Pero ya consideraba inevitable sufrir el tormento; y casi
estaba resignado. Lo que más insoportable se le hacía era, con todo, que el
Antonio María pudiera verlo así, colgado por los pies como una gallina. Pues,
de pronto, estaba ya suspendido con la cabeza para abajo, y Antonio María
Lucero lo miraba; pero lo miraba como a un desconocido; se hacia el distraído
y, entre tanto, nadie prestaba oído a sus protestas. Él, sí; él, el verdadero
culpable, perdido y disimulado entre los indistintos oficiales del Santo
Tribunal, conocía el engaño; pero fingía, desentendido; miraba con hipócrita
indiferencia. Ni amenazas, ni promesas, ni suplicas rompían su indiferencia
hipócrita. No había quien acudiera a su remedio. Y sólo Marta, que,
inexplicablemente, aparecía también ahí, le enjugaba de vez en cuando, con
solapada habilidad, el sudor de la cara…
El señor obispo se pasó un pañuelo por la
frente. Hizo sonar una campanilla de cobre que había sobre la mesa, y pidió un
vaso de agua. Esperó un poco a que se lo trajeran, lo bebió de un largo trago
ansioso y, en seguida, se puso de nuevo a trabajar con ahínco sobre los
papeles, iluminados ahora, gracias a Dios, por un rayo de sol fresco, hasta
que, poco más tarde, llegó el Secretario del Santo Oficio.
Dictándole estaba aún su señoría el texto
definitivo de las previstas resoluciones -y ya se acercaba la hora del
mediodía- cuando, para sorpresa de ambos funcionarios, se abrió la puerta de
golpe y vieron a Marta precipitarse, arrebatada, en la sala. Entró como un
torbellino, pero en medio de la habitación se detuvo y, con la mirada
reluciente fija en su padre, sin considerar la presencia del subordinado ni más
preámbulos, le gritó casi, perentoria:
-¿Qué le ha pasado al Dr. Pérez? -y aguardó
en un silencio tenso.
Los ojos del obispo parpadearon tras de los
lentes. Calló un momento; no tuvo la reacción que se hubiera podido esperar,
que él mismo hubiera esperado de sí; y el Secretario no creía a sus oídos ni
salía de su asombro, al verlo aventurarse después en una titubeante respuesta:
-¿Qué es eso, hija mía? Cálmate. ¿Qué tienes?
El doctor Pérez va a ser.. va a rendir una declaración. Todos deseamos que no
haya motivo… Pero -se repuso, ensayando un tono de todavía benévola severidad-,
¿qué significa esto, Marta?
-Lo han preso; está preso. ¿Por qué está
preso? -insistió ella, excitada, con la voz temblona-. Quiero saber qué pasa.
Entonces, el obispo vaciló un instante ante
lo inaudito; y, tras de dirigir una floja sonrisa de inteligencia al
Secretario, como pidiéndole que comprendiera, se puso a esbozar una confusa
explicación sobre la necesidad de cumplir ciertas formalidades que, sin duda,
imponían molestias a veces injustificadas, pero que eran exigibles en atención
a la finalidad más alta de mantener una vigilancia estrecha en defensa de la fe
y doctrina de Nuestro Señor Jesucristo… Etc. Un largo, farragoso y a ratos
inconexo discurso durante el cual era fácil darse cuenta de que las palabras
seguían camino distinto al de los pensamientos. Durante él, la mirada
relampagueante de Marta se abismó en las baldosas de la sala, se enredó en las
molduras del estrado y por fin, volvió a tenderse, vibrante como una espada,
cuando la muchacha, en un tono que desmentía la estudiada moderación dubitativa
de las palabras, interrumpió al prelado:
-No me atrevo a pensar -le dijo- que si mi
padre hubiera estado en el puesto de Caifás, tampoco él hubiera reconocido al
Mesías.
-¿Qué quieres decir con eso? -chilló,
alarmado, el obispo.
-No juzguéis, para que no seáis juzgados.
-¿Qué quieres decir con eso? -repitió,
desconcertado.
-Juzgar, juzgar, juzgar -ahora, la voz de
Marta era irritada; y, sin embargo, tristísima, abatida, inaudible casi.
-¿Qué quieres decir con eso? -amenazó,
colérico.
-Me pregunto -respondió ella lentamente, con
los ojos en el suelo- cómo puede estarse seguro de que la segunda venida no se
produzca en forma tan secreta como la primera.
Esta vez fue el Secretario quien pronunció
unas palabras:
-¿La segunda venida? -murmuró, como para sí;
y se puso a menear la cabeza. El obispo, que había palidecido al escuchar la
frase de su hija, dirigió al Secretario una mirada inquieta, angustiada. El
Secretario seguía meneando la cabeza.
-Calla -ordenó el prelado desde su sitial.
Y ella, crecida, violenta:
-¿Cómo saber –gritó- si entre los que a
diario encarceláis, y torturáis, y condenáis, no se encuentra el Hijo de Dios?
-¡El Hijo de Dios! -volvió a admirarse el
Secretario. Parecía escandalizado; contemplaba, lleno de expectativa, al
obispo.
Y el obispo, aterrado: -¿Sabes, hija mía, lo
que estás diciendo?
-Sí, lo sé. Lo sé muy bien. Puedes, si
quieres, mandarme presa.
-Estás loca; vete.
-¿A mí, porque soy tu hija, no me procesas?
Al Mesías en persona lo harías quemar vivo.
El señor obispo inclinó la frente, perlada de
sudor; sus labios temblaron en una imploración: «¡Asísteme, Padre Abraham!», e
hizo un signo al Secretario. El Secretario comprendió; no esperaba otra cosa.
Extendió un pliego limpio, mojó la pluma en el tintero y, durante un buen rato,
sólo se oyó el rasguear sobre el áspero papel, mientras que el prelado, pálido
como un muerto, se miraba las uñas.
FIN
https://ciudadseva.com/texto/el-inquisidor/
Nochebuena aristocrática
[Cuento - Texto completo.]
Jacinto
Benavente
Después de la misa del Gallo celebrada en el
oratorio y oída con más recogimiento que una comedia de teatro antiguo en lunes
clásico, los invitados de la marquesa de San Severino pasaron al comedor.
La fiesta era de pura intimidad; la marquesa
había limitado la invitación a las personas más allegadas de su familia y a
unos pocos amigos predilectos.
Entre todos no pasaban de quince.
-La Nochebuena es una fiesta de familia. Todo
el año vive uno de esperanzas, abierto el corazón al primero que llega; hoy
quiero recogerme en los recuerdos: sé que todos ustedes me acompañan esta noche
porque me quieren de verdad, y yo a su lado me encuentro muy dichosa.
Los invitados asintieron graciosamente al
cumplido.
-¡Ya lo creo! ¿Dónde mejor podía pasarse la
señalada noche?
-Así, así, pocos y buenos.
-¡Ilfaut serrer les rangs, querida
marquesa!
-¡Home, sweet home!
Y, rebosantes de expansiva satisfacción,
dispusiéronse a celebrar con alegría la Noche que, según el poeta, «Envidia dar
pudiera / al más luciente día».
Pero, a pesar de tan propicia disposición, lo
cierto es que todos parecían tristes y preocupados, como si estuvieran con el
alma en donde quisieran estar en cuerpo y alma.
El saque de la conversación correspondió,
como siempre, al insigne Manolo Borines; pero perdió el tanto de salida, sin
peloteo. Secundó con más fuerza, apuntando una historia escandalosa y tampoco
le atendió nadie. Desalentado, desistió de su empeño y llamó a los criados para
que le sirvieran por segunda vez de un exquisito turbot con
salsa deppoise.
La conversación desmayaba y caía a cada paso,
mal sostenida por lugares comunes y frases de ocasión, sin espontaneidad y sin
gracia. La risa no era franca ni sonora; parecían desgarraduras dolorosas y
terminaban en un ¡ay! como aliviador suspiro. No había duda; neblina de
tristeza nublaba el ambiente. Era como una obligación aparentar regocijo y
nadie reflejaba siquiera cortés agrado. ¡Pobre marquesa! ¡Ella, que, según
frase de revisteros, poseía como nadie el don encantador de que las horas
parecieran minutos en su casa! Bien asegura la superstición vulgar que la noche
del nacimiento del Hijo de Dios nada pueden maleficios y encantos. Porque no se
hallaban encantados, ciertamente, los invitados de la marquesa. Ella, con su
bondad confiada, había creído que pasarían una noche agradable a su lado, y
ellos, por no desairarla estaban allí, forzados por los deberes sociales, estaban
allí… y con el pensamiento muy lejos. Con quien y sin quien, porque cada uno,
por su voluntad, por su gusto, habría pasado la Nochebuena en otra parte, donde
le llamaban o el amor o el capricho, o la diversión, la virtud o el vicio, un
móvil cualquiera, pero más atractivo, más fuerte que la cortesía social, y así
pensaba cada uno, el marqués de San Severino, el dueño de la casa, esposo
tranquilo de la bondadosa marquesa, el primero:
-¡Qué ocurrencia la de mi mujer! ¡Me aburren
estas fiestas de familia! Tener que estar aquí toda la noche, sentado entre mi
tía, la venerable condesa de Encinar del Valle, y Josefina Montero, prima
carnal, es decir, prima ósea de mi mujer. ¡Porque cuidado si está delgada! En
cambio, mi tía… ¡Para cuándo son los empréstitos! ¡Qué aburrimiento! Mi tía
sólo habla de comer y de beber, y la primita… de arder. La una dice que el
escaparate de Lhardy está hermoso estos días; la otra dice que Paul Bourget se
amanera, que prefiere a Paul Hervieu. ¡Me vuelven loco! A estas horas estarán
cenando en casa de la Chipilina. ¡Allí sí que se divertirán! ¡Si esta gente
tuviera la feliz ocurrencia de marcharse temprano!
Así monologaba el dueño de la casa, el
ilustre marqués de San Severino, y la primita espiritual, a su vez, pensaba:
-¡Qué idea la de mi prima! ¡Noche más
aburrida! Mi primo es un bárbaro, no se le puede hablar de nada. A estas horas
estará Federico en casa de los Vivares. Allí sí que me hubiese ido yo de muy
buena gana… ¡Pero la familia!… ¡Si Pilar hubiera sabido que yo no venía a su
casa por ir a casa de los Vivares!
La marquesa de Encinar del Valle, grosse
gourmande, opinaba como el sacerdote de la Bella Helena que en la mesa de
sus sobrinos había trop de fleurs y, en cambio, el menú dejaba
mucho que desear. Muy artístico el espejo con marco de orquídeas, violetas y
lilas blancas, muy caprichosa la góndola de porcelana de Sevres, y los
pastorcitos de Watteau mirándose en el espejo como en un lago amoroso del país
azul de citerea, pero los filets de volaille eran abominables.
La verdad, hubiera sido mejor ir al réveillon de
Mistress Bryan. Allí sí se comía.
La condesita de Robledal, figura
elegantísima, de una raza soñada, exótica en todas partes como una quimera de
artista, pensaba… en lo imposible; en una cita misteriosa con un ser ideal, en
poesía sin palabras y en música sin sonidos, como los amores que ella soñaba,
sin caricias, sin besos, aroma purísimo de flores inaccesibles. ¡Triste
condesita! ¡Cuántos tropezones había dado por ir mirando arriba! Aquella noche
misma en que con qué poco hubiera forjado un ideal, como una niña que con un
pedazo de trapo forma un muñeco y en él pone ternuras de madre. El trapo con
que había formado su último muñeco dormiría a la hora aquella o quizás estaría
de cena con sus compañeros, en el cuarto de oficiales de un cuartel de húsares,
pero de húsares de Pavía, con uniforme de color de cielo…, y allí, allí estaba
fijo el pensamiento de la marquesita soñadora mientras cenaba desentendida de
cuanto la rodeaba.
A su lado, Manolo Borines, con la cara congestionada
y la expresión de vaguedad idiota del predestinado al reblandecimiento,
pensaba, como el marqués en la Chipilina, en la juerga que habría en aquella
casa y lo gustoso que se hallaría en ella. ¡Digo! ¡Qué mujeres! ¡La francesa
había prometido bailarles unquadrille con el grand eccart;
seis mil francos se había gastado en dessous para la
circunstancia! ¡Y perder aquello por cumplir con la marquesa! De reojo miraba
al marqués, como si quisiera decirle: si esto concluyera pronto, podríamos
hacer una escapada; el marqués lo comprendía y miraba el reloj impaciente.
Paco Noguera, literato de salón protegido de
los marqueses, que le costeaban las ediciones de sus poesías, pensaba con
tristeza en sus hermanas, dos pobres muchachas que sufrían en casa mil
privaciones, mientras él brillaba en fiestas y en veladas aristocráticas. Dos
tristes vidas sacrificadas para que él luciera; ellas planchaban con mil afanes
las camisolas limpísimas del hermano; ellas vestían unas faldillas pardas y no
podían salir a la calle bien abrigadas para que él vistiera un frac bien
cortado y se abrigara con gabán de pieles, y el poeta, brillante luz sostenida
por el pábilo consumido de dos existencias sacrificadas, pensaba en ellas con
remordimiento, pensaba en la cena miserable de sus pobres hermanas.
Lola Montero pensaba en que Isidoro Torres
cenaría en casa de la condesa de Fondelvalle, y en que la condesa quería
casarle a toda costa con su hija…, y en que ella debía estar allí o Isidoro en
casa de los de San Severino, y los nervios desbocados no la dejaban sosegar ni
atravesar bocado… Y así todos, con el pensamiento lejos y el alma donde
quisieran haber estado en cuerpo y alma.
Y la dueña de la casa, tan satisfecha de ver
reunidas a su alrededor a las personas de su cariño. Sólo dos le faltaban: su
hermana, la marquesa del Robledal, venerable señora, consagrada por entero a la
devoción, una santa, una verdadera santa, y otra… de quien no quería acordarse,
su cuñadito, el condesito de Santa Elena…, de quien más valía no hablar… Pasaría
la Nochebuena rodeado de toreros y perdidos en algún colmado, ése estaba fuera
de la sociedad… y de todo.
La marquesa, en su bondad placentera, no
podía pensar que las dos personas que faltaban a su mesa aquella noche eran las
dos únicas personas felices. Una por sublime virtud, otra por los vicios más
abyectos, eran las únicas que rompían la monotonía vulgar de la vida, las
únicas que dejaban sobresalir su propia vida sobre la vida impuesta por los
demás, sacrificada a las conveniencias sociales.
FIN
https://ciudadseva.com/texto/nochebuena-aristocratica/
Venganza moruna
[Cuento - Texto completo.]
Vicente
Blasco Ibáñez
Casi todos los que ocupaban aquel vagón de
tercera conocían a Marieta, una buena moza vestida de luto, que, con un niño de
pechos en el regazo, estaba junto a una ventanilla, rehuyendo las miradas y la
conversación de sus vecinas.
Las viejas labradoras la miraban, unas con
curiosidad y otras con odio, a través de las asas de sus enormes cestas y de
los fardos que descansaban sobre sus rodillas, con todas las compras hechas en
Valencia. Los hombres, mascullando la tagarnina, lanzábanle ojeadas de ardoroso
deseo.
En todos los extremos del vagón hablábase de
ella relatando su historia.
Era la primera vez que Marieta se atrevía a
salir de casa después de la muerte de su marido. Tres meses habían pasado desde
entonces. Sin duda sentía miedo a Teulaí, el hermano menor de su marido, un
sujeto que a los veinticinco años era el terror del distrito; un amante loco de
la escopeta y la valentía que, naciendo rico, había abandonado los campos para
vivir unas veces en los pueblos, por la tolerancia de los alcaldes, y otras en
la montaña, cuando se atrevían a acusarle los que le querían mal.
Marieta parecía satisfecha y tranquila. ¡Oh,
la mala piel! Con un alma tan negra, y miradla qué guapetona, qué majestuosa;
parecía una reina.
Los que nunca la habían visto se extasiaban
ante su hermosura. Era como las vírgenes patronas de los pueblos: la tez, con
pálida transparencia de cera, bañada a veces por un oleaje de rosa; los ojos
negros, rasgados, de largas pestañas; el cuello soberbio, con dos líneas
horizontales que marcaban la tersura de la blanca carnosidad; alta, majestuosa,
con firmes redondeces, que al menor movimiento poníanse de relieve bajo el
negro vestido.
Sí, era muy guapa. Así se comprendía la
locura de su pobre marido.
En vano se había opuesto al matrimonio la
familia de Pepet. Casarse con una pobre, siendo él rico, resultaba un absurdo;
y aún lo parecía más al saberse que la novia era hija de una bruja, y por
tanto, heredera de todas sus malas artes.
Pero él firme que firme. La madre de Pepet
murió del disgusto; según decían las vecinas, prefirió irse del mundo antes que
ver en su casa a la hija de la Bruixa; y Teulaí, con ser un perdido que no
respetaba gran cosa el honor de la familia, casi riñó con su hermano. No podía
resignarse a tener por cuñada una buena moza que, según afirmaban en la taberna
testigos presenciales (y allí la reunión era de lo más respetable), preparaba
malas bebidas, ayudaba a sacar a su madre las mantecas a los niños vagabundos
para confeccionar misteriosos ungüentos, y la untaba los sábados a media noche,
antes de salir volando por la chimenea.
Pepet, que se reía de todo, acabó casándose
con Marieta, y con esto fueron de la hija de la bruja sus viñas, sus
algarrobos, la gran casa de la calle Mayor y las onzas que su madre guardaba en
los arcones del estudi.
Estaba loco. Aquel par de lobas le habían dado
alguna mala bebida, tal vez polvos seguidores, que, según afirmaban las vecinas
más experimentadas, ligan para siempre con una fuerza infernal.
La bruja, arrugada, de ojillos malignos, que
no podía atravesar la plaza del pueblo sin que los muchachos la persiguieran a
pedradas, se quedó sola en su casucha de las afueras, ante la cual no pasaba
nadie por la noche sin hacer la señal de la cruz. Pepet sacó a Marieta de aquel
antro, satisfecho de tener como suya la mujer más hermosa del distrito.
¡Qué manera de vivir! Las buenas mujeres lo
recordaban con escándalo. Bien se veía que el tal casamiento era por arte del
Malo. Apenas si Pepet salía de su casa: olvidaba los campos, dejaba en libertad
a los jornaleros, no quería apartarse ni un momento de su mujer; y las gentes,
a través de la puerta entornada o por las ventanas siempre abiertas,
sorprendían los abrazos; los veían persiguiéndose entre risotadas y caricias,
en plena borrachera de felicidad, insultando con su hartura a todo el mundo.
Aquello no era vivir como cristianos. Eran perros furiosos persiguiéndose, con
la sed de la pasión nunca extinguida. ¡Ah, la grandísima perdida! Ella y la
madre le abrasaban las entrañas con sus bebidas.
Bien se veía en Pepet, cada vez más flaco,
más amarillo, más pequeño, como un cirio que se derretía.
El médico del pueblo, único que se burlaba de
brujas, bebedizos y de la credulidad de la gente, hablaba de separarles como
único remedio. Pero los dos siguieron unidos; él cada vez más decaído y
miserable; ella engordando, rozagante y soberbia, insultando a la murmuración
con sus aires de soberana. Tuvieron un hijo, y dos meses después murió Pepet
lentamente, como luz que se extingue, llamando a su mujer hasta el último
momento, extendiendo hacia ella sus manos ansiosas.
¡La que se armó en el pueblo! Ya estaba allí
el efecto de las malas bebidas. La vieja se encerró en su casucha temiendo a la
gente; la hija no salió a la calle en algunas semanas y los vecinos oían sus
lamentos. Por fin, algunas tardes, desafiando las miradas hostiles, fue con su
niño al cementerio.
Al principio le tenía cierto miedo a Teulaí,
el terrible cuñado, para el cual matar era ocupación de hombres, y que,
indignado por la muerte del hermano, hablaba en la taberna de hacer pedazos a
la mujer y a la bruja de la suegra. Pero hacía un mes que había desaparecido.
Estaría con los roders en la montaña, o los negocios le habrían llevado al otro
extremo de la provincia. Marieta se atrevió, por fin, a salir del pueblo; a ir
a Valencia para sus compras… ¡Ah, la señora! ¡Qué importancia se daba con el
dinero de su pobre marido! Tal vez buscaba que los señoritos le dijesen algo,
viéndola tan guapetona…
Y zumbaba en todo el vagón el cuchicheo
hostil; las miradas afluían a ella, pero Marieta abría sus ojazos imperiosos,
sorbía aire ruidosamente con gesto de desprecio, y volvía a mirar los campos de
algarrobos, los empolvados olivares, las blancas casas, que huían trazando un
círculo en torno del tren en marcha, mientras el horizonte inflamábase al
contacto del sol, que se hundía entre espesos vellones de oro.
Detúvose el tren en una pequeña estación, y
las mujeres que más habían hablado de Marieta se apresuraron a bajar, echando
por delante sus cestas y capazos.
Unas se quedaban en aquel pueblo y se
despedían de las otras, de las vecinas de Marieta, que aún tenían que andar una
hora para llegar a sus casas.
La hermosa viuda, con el niño en brazos y
apoyando en la fuerte cadera la cesta de las compras, salió de la estación con
paso lento. Quería que la adelantasen en el camino aquellas comadres hostiles;
que la dejasen marchar sola, sin tener que sufrir el tormento de sus
murmuraciones.
En las calles del pueblo, estrechas,
tortuosas y de avanzados aleros, había poca luz. Las últimas casas extendíanse
en dos filas a lo largo de la carretera. Más allá veíanse los campos, que
azuleaban con la llegada del crepúsculo, y a lo lejos, sobre la ancha y
polvorienta faja del camino, marcábanse como un rosario de hormigas las mujeres
que, con los fardos en la cabeza, marchaban hacia el inmediato pueblo, cuya
torre asomaba tras una loma su montera de tejas barnizadas, brillantes con el
último reflejo de sol.
Marieta, brava moza, sintió repentinamente
cierta inquietud al verse sola en el camino. Este era muy largo, y cerraría la
noche antes que llegase a su casa.
Sobre una puerta balanceábase el ramo de
olivo, empolvado y seco, indicador de una taberna. Bajo de él, y de espaldas al
pueblo, estaba un hombre pequeño, apoyado en el quicio y con las manos en la
faja.
Marieta se fijó en él… Si al volver la cabeza
resultase que era su cuñado, ¡Dios mío, qué susto! Pero segura de que estaba
muy lejos, siguió adelante, saboreando la cruel idea del encuentro, por lo
mismo que lo creía imposible, temblando al pensar que fuese Teulaí el que
estaba a la puerta de la taberna.
Pasó junto a él sin levantar los ojos.
-Buenas tardes, Marieta.
Era él… Y la viuda, ante la realidad, no
experimentó la emoción de momentos antes. No podía dudar. Era Teulaí, el
bárbaro de sonrisa traidora, que la miraba con aquellos ojos más molestos y
crueles que sus palabras.
Contestó con un ¡hola! desmayado, y ella, tan
grande, tan fuerte, sintió que las piernas le flaqueaban y hasta hizo un
esfuerzo para que el niño no cayera de sus brazos.
Teulaí sonreía socarronamente. No había por
qué asustarse. ¿No eran parientes? Se alegraba del encuentro; la acompañaría al
pueblo, y por el camino hablarían de algunos asuntos.
-Avant, avant -decía el hombrecillo.
Y la mocetona siguió tras él, sumisa como una
oveja, formando rudo contraste aquella mujer grande, poderosa, de fuertes
músculos, que parecía arrastrada por Teulaí, enteco, miserable y ruin, en el
cual únicamente delataban el carácter los alfilerazos de extraña luz que
despedían sus ojos. Marieta sabía de lo que era capaz. Hombres fuertes y
valerosos habían caído vencidos por aquel mal bicho.
En la última casa del pueblo una vieja barría
canturreando su portal.
-¡Bòna dòna, bòna dòna! -gritó Teulaí.
La buena mujer acudió, tirando la escoba. Era
demasiado célebre el cuñado de Marieta en muchas leguas a la redonda para no
ser obedecido inmediatamente.
Cogió al niño de brazos de su cuñada, y sin
mirarlo, como si quisiera evitar un enternecimiento indigno de él, lo pasó a
los brazos de la vieja, encargándole su cuidado… Era asunto de media hora:
volverían pronto por él, en cuanto terminasen cierto encargo.
Marieta rompió en sollozos y se abalanzó al
niño para besarle. Pero su cuñado tiró de ella.
-Avant, avant.
Se hacía tarde.
Subyugada por el terror que inspiraba aquel
hombrecillo venenoso a cuantos le rodeaban, siguió adelante, sin el niño y sin
la cesta, mientras la vieja, santiguándose, se apresuraba a meterse en casa.
Apenas si se distinguían como puntos
indecisos en el blanco camino las mujeres que marchaban al pueblo. Los pardos
vapores del anochecer extendíanse a ras de los campos, la arboleda tomaba un
tono de oscuro azul, y arriba, en el cielo, de color violeta, palpitaban las
primeras estrellas.
Continuaron en silencio algunos minutos,
hasta que Marieta se detuvo con una decisión inspirada por el miedo… Lo que
tuviera que decirle, lo mismo podía ser allí que en otra parte. Y la temblaban
las piernas, balbuceaba y no se atrevía a alzar los ojos por no ver a su
cuñado.
A lo lejos sonaban chirridos de ruedas; voces
prolongadas se llamaban a través de los campos, rasgando el silencioso ambiente
del crepúsculo.
Marieta miraba con ansiedad el camino. Nadie.
Estaban solos ella y su cuñado.
Este, siempre con su sonrisa infernal,
hablaba con lentitud… Lo que tenía que decirle era que rezase; y si sentía
miedo, podía echarse el delantal por la cara. A un hombre como él no le mataban
un hermano impunemente.
Marieta se hizo atrás, con la expresión
aterrada del que despierta en pleno peligro. Su imaginación, ofuscada por el
miedo, había concebido antes de llegar allí las mayores brutalidades; palizas
horrorosas, el cuerpo magullado, la cabellera arrancada, pero… ¡rezar y taparse
la cara! ¡Morir! ¡Y tal enormidad dicha tan fríamente!…
Con palabra atropellada, temblando y
suplicante, intentó enternecer a Teulaí. Todo eran mentiras de la gente. Había
querido con el alma a su pobre hermano, le quería aún; si había muerto fue por
no creerle a ella, a ella que no había tenido valor para ser esquiva y fría con
un hombre tan enamorado.
Pero el valentón la escuchaba acentuando cada
vez más su sonrisa, que era ya una mueca.
-¡Calla, filla de la Bruixa!
Ella y su madre habían muerto al pobre Pepet.
Todo el mundo lo sabía; le habían consumido con malas bebidas… Y si él la
escuchaba ahora sería capaz de embrujarlo también. Pero no; él no caería como
el tonto de su hermano.
Y para probar su firmeza de hiena, sin otro
amor que el de la sangre, cogió con sus manos huesosas la cara de Marieta, la
levantó para verla más de cerca, contemplando sin emoción las pálidas mejillas,
los ojos negros y ardientes que brillaban tras las lágrimas.
-¡Bruixa… envenenaora!
Pequeñín y miserable en apariencia, abatió de
un empujón a la buena moza; hizo caer de rodillas aquella soberbia máquina de
dura carne, y retrocediendo buscó algo en su faja.
Marieta estaba anonadada. Nadie en el camino.
A lo lejos los mismos gritos, el mismo chirriar de ruedas: cantaban las ranas
en una charca inmediata; en los ribazos alborotaban los grillos, y un perro
aullaba lúgubremente allá en las últimas casas del pueblo. Los campos hundíanse
en los vapores de la noche.
Al verse sola, al convencerse de que iba a
morir, desapareció toda su arrogancia de buena moza; se sintió débil como
cuando era niña y le pegaba su madre, y rompió en sollozos.
-¡Mátam, mátam! -gimió echándose a la cara el
negro delantal, enrollándolo en torno de su cabeza.
Teulaí se acercó a ella impasible, con una
pistola en la mano. Aún oyó la voz de su cuñada gimiendo a través de la negra
tela con lamentos de niña, rogándole que la rematase pronto, que no la hiciera
sufrir intercalando sus súplicas entre fragmentos de oraciones que recitaba
atropelladamente. Y como hombre experimentado, buscó con la boca de la pistola
en aquel envoltorio negro, disparando los dos cañones a la vez.
Entre el humo y los fogonazos viose a Marieta
erguirse como impulsada por un resorte y desplomarse con un pataleo de agonía
que desordenó sus ropas.
En la masa negra e inerte quedaron al
descubierto las blancas medias de seductora redondez, estremeciéndose con el
último estertor.
Teulaí, tranquilo como hombre que a nadie
teme y cuenta en último término con un refugio en la montaña, volvió al
inmediato pueblo en busca de su sobrino, satisfecho de su hazaña.
Al tomar al pequeñuelo de manos de la
aterrada vieja, casi lloró.
-¡Pobret! ¡pobret meu! -dijo besándole.
Y su conciencia de tío inundábase de
satisfacción, seguro de haber hecho por el pequeño una gran cosa.
FIN
https://ciudadseva.com/texto/venganza-moruna/
En la puerta del Cielo
[Cuento - Texto completo.]
Vicente
Blasco Ibáñez
Sentado en el umbral de la puerta de la
taberna, el tío Beseroles, de Alboraya, trazaba con su hoz rayas en el suelo,
mirando de reojo a la gente de Valencia que, en derredor de la mesilla de
hojalata, empinaba el porrón y metía mano al plato de morcillas en aceite.
Todos los días abandonaba su casa con el
propósito de trabajar en el campo; pero siempre hacía el demonio que encontrase
algún amigo en la taberna del Ratat, y vaso va, copa viene, lanzaban las
campanas el toque de mediodía, si era de mañana, o cerraba la noche sin que él
hubiese salido del pueblo.
Allí estaba en cuclillas, con la confianza de
un parroquiano antiguo, buscando entablar conversación con los forasteros y esperando
que le convidasen a un trago, con las demás atenciones que se usan entre
personas finas.
Aparte de que le gustaba menos el trabajo que
la visita a la taberna, el viejo era un hombre de mérito. ¡Lo que sabía aquel
hombre, Señor!… ¿Y cuentos?… Por algo le llamaban Beseroles (Abecedario) porque
no caía en sus manos un trozo de periódico que no lo leyera de principio a fin,
cantando las palabras letra por letra.
La gente lanzaba carcajadas oyendo sus
cuentos, especialmente aquellos en los que figuraban capellanes y monjas; y el
Ratat, detrás del mostrador, reía también, contento de ver que los
parroquianos, para celebrar los relatos, le hacían abrir las espitas con
frecuencia.
El tío Beseroles, agradeciendo un trago de la
gente de Valencia, deseaba contar algo, y apenas oyó que uno nombraba a los
frailes, se apresuró a decir:
-¡Esos sí que son listos!… ¡Quien se la dé a
ellos…! Una vez un fraile engañó a san Pedro.
Y animado por la curiosa mirada de los
forasteros, comenzó su cuento.
Era un fraile de aquí cerca, del convento de
San Miguel de los Reyes; el padre Salvador, muy apreciado de todos por lo listo
y campechano.
Yo no lo he conocido, pero mi abuelo aún se
acordaba de haberlo visto cuando visitaba a su madre y con las manos cruzadas
sobre la panza esperaba el chocolate a la puerta de la barraca. ¡Qué hombre!
Pesaba sus diez arrobas; cuando le hacían hábito nuevo, entraba en él toda una
pieza de paño; visitaba al día once o doce casas, tragándose en cada una sus
dos onzas de chocolate, y cuando la madre de mi abuelo le preguntaba:
-¿Qué le gusta más, padre Salvador: unos
huevecitos con patatas o unas longanizas de la conserva?
Él contestaba con una voz que parecía
ronquido:
-Todo mezclado; todo mezclado.
Así estaba él de guapo y rozagante. Por allí
donde pasaba parecía regalar su salud, y la prueba era que todos los
chiquilines que nacían en este contorno presentaban sus mismos colores, su cara
de luna llena y un morrillo que lo menos tenía tres libras de manteca.
Pero todo es malo en este mundo: pasar hambre
o comer demasiado; y un día, al anochecer, el padre Salvador, viniendo de un
hartazgo para solemnizar el bautizo de cierta criatura que tenía toda su
estampa, ¡cataplum!, dio un ronquido que puso en alarma a toda la comunidad, y
reventó como un odre, aunque sea mala comparación.
Ya tenemos a nuestro padre Salvador volando
por el aire como un cohete, en busca del cielo, pues no tenía duda de que allí
estaba el sitio de un fraile.
Llegó ante una gran puerta, toda de oro,
claveteada de perlas, como las que saca en las agujas de su peinado la hija del
alcalde cuando es clavariesa de la fiesta de las solteras.
-¡Toc, toc, toc!…
-Quién es -preguntó desde dentro una voz de
viejo.
-Abra, señor san Pedro.
-¿Y quién eres tú?
-Soy el padre Salvador, del convento de San
Miguel de los Reyes.
Se abrió un ventanillo y asomó la cabeza del
bendito santo, pero soltando bufidos y lanzando centellas por sus ojos a través
de los anteojos. Porque han de saber ustedes que el santo apóstol, como es tan
viejo, está corto de vista.
-¡Che, poca vergüenza! -gritó hecho una
furia-. ¿A qué vienes aquí? ¡Me gusta tu confianza!… ¡Arre allá, poca honra,
que aquí no está tu puesto!…
-Vamos, señor san Pedro: abra, que se hace de
noche. Usted siempre está de broma.
-¿Cómo de broma?… Si cojo una tranca, vas a
ver lo que es bueno, descarado. ¿Crees acaso que no te conozco, demonio con
capucha?…
-Haga el favor, señor Pedro: sea bueno para
mí. Pecador y todo, ¿no tendrá un puestecito libre, aunque sea en la portería?
-¡Largo de aquí! ¡Miren qué prenda! Si te
permitiera entrar, en un día te zamparías nuestra provisión de tortitas con
miel, dejando en ayunas a los angelitos y los santos. Además, tenemos aquí no
sé cuántas bienaventuradas que aún están de buen ver, y ¡valiente ocupación me
caería a mi edad: ir siempre detrás de ti, sin quitarte ojo!… Márchate al
infierno o acuéstate al fresco en cualquier nube… Se acabó la conversación.
El santo cerró furiosamente el ventanillo, y
el padre Salvador quedó en la oscuridad, oyendo a lo lejos los guitarros y las
flautas de los angelitos, que aquella noche obsequiaban con albaes a las santas
más guapas.
Pasaban las horas y nuestro fraile pensaba ya
en tomar el camino del infierno, esperando que allí le recibirían mejor, cuando
vio salir de entre dos nubes, aproximándose lentamente, una mujer tan grande y
gorda como él, que caminaba balanceándose, empujando su tripa, hinchada como un
globo.
Era una monjita que había muerto de un cólico
de confituras.
-Padre -dijo dulcemente al frailote,
mirándole con ojos tiernos-, ¿qué, no abren a estas horas?
-Aguarda; ahora entraremos.
¡Lo que discurría aquel hombre! En un momento
acababa de inventar una de sus marrullerías. Ya saben ustedes que los soldados
que mueren en la guerra entran en el cielo sin obstáculo alguno. Si no lo
sabían, ya lo saben. Los pobres entran tal como llegan, hasta con botas y
espuelas; pues algún privilegio merece su desgracia.
-Échate las faldas a la cabeza -ordenó el
fraile.
-¡Pero…, padre mío! -contestó escandalizada
la monjita.
-Haz lo que te digo y no seas tonta – gritó
el padre Salvador con autoridad-. ¿Quieres disputar conmigo, que tengo tantos
estudios? ¿Qué sabes tú del modo de entrar en el cielo?
Obedeció la monja, ruborizada, y en la
oscuridad comenzó a lucir una circunferencia enorme y blanca, como si hubiese
aparecido la luna.
-Ahora, aguántate firme.
Y, de un salto, el padre Salvador púsose a
horcajadas sobre el lomo de su compañera.
-Padre…, ¡que pesa mucho! -gemía, sofocada,
la pobrecita.
-Aguanta y da saltitos; ahora mismo entramos.
San Pedro que estaba recogiendo las llaves
para irse a dormir, vio que tocaban en la puerta.
-¿Quién es?
-Un pobre soldado de Caballería -contestó con
voz triste-. Me acaban de matar peleando contra los infieles, enemigos de Dios,
y aquí vengo sobre mi caballo.
-Pasa, pobrecito, pasa -dijo el santo,
abriendo media puerta.
Y vio en la sombra al soldado dando talonazos
a su corcel, que no sabía estarse quieto. ¡Animal más nervioso! … Varias veces
intentó el venerable portero buscarle la cabeza, pero fue imposible. Dando
saltos, le presentaba siempre la grupa, y, al fin, el santo, temiendo que le
soltara un par de coces, se apresuró a decir, acariciando con palmaditas
aquellas ancas finas y gruesas:
-Pasa, soldadito, pasa adelante y veas de
aquietar a esta bestia.
Y mientras el padre Salvador se colaba cielo
adentro sobre la grupa de la monja, san Pedro cerró la puerta por aquella
noche, murmurando con admiración:
-¡Rediós, y qué batalla están dando allá
abajo! ¡Qué modo de pegar! A la pobre jaca no le han dejado… ni el rabo.
FIN
https://ciudadseva.com/texto/en-la-puerta-del-cielo/
FIN DE LA 1ª PARTE…
No hay comentarios:
Publicar un comentario