PARTE 2a
CUENTOS, NARRACIONES Y NOVELAS
ESPAÑOLES
El casamiento engañoso
[Cuento - Texto completo.]
Miguel
de Cervantes Saavedra
Salía del Hospital de la Resurrección, que está en Valladolid, fuera de
la Puerta del Campo, un soldado que, por servirle su espada de báculo y por la
flaqueza de sus piernas y amarillez de su rostro, mostraba bien claro que,
aunque no era el tiempo muy caluroso, debía de haber sudado en veinte días todo
el humor que quizá granjeó en una hora. Iba haciendo pinitos y dando traspiés,
como convaleciente; y, al entrar por la puerta de la ciudad, vio que hacia él
venía un su amigo, a quien no había visto en más de seis meses; el cual,
santiguándose como si viera alguna mala visión, llegándose a él, le dijo:
-¿Qué es esto,
señor alférez Campuzano? ¿Es posible que está vuesa merced en esta tierra?
¡Como quien soy que le hacía en Flandes, antes terciando allá la pica que
arrastrando aquí la espada! ¿Qué color, qué flaqueza es ésa?
A lo cual
respondió Campuzano:
-A lo si estoy
en esta tierra o no, señor licenciado Peralta, el verme en ella le responde; a
las demás preguntas no tengo qué decir, sino que salgo de aquel hospital de
sudar catorce cargas de bubas que me echó a cuestas una mujer que escogí por
mía, que non debiera.
-¿Luego casóse
vuesa merced? -replicó Peralta.
-Sí, señor
-respondió Campuzano.
-Sería por
amores -dijo Peralta-, y tales casamientos traen consigo aparejada la ejecución
del arrepentimiento.
-No sabré decir
si fue por amores -respondió el alférez-, aunque sabré afirmar que fue por
dolores, pues de mi casamiento, o cansamiento, saqué tantos en el cuerpo y en
el alma, que los del cuerpo, para entretenerlos, me cuestan cuarenta sudores, y
los del alma no hallo remedio para aliviarlos siquiera. Pero, porque no estoy
para tener largas pláticas en la calle, vuesa merced me perdone; que otro día
con más comodidad le daré cuenta de mis sucesos, que son los más nuevos y
peregrinos que vuesa merced habrá oído en todos los días de su vida.
-No ha de ser
así -dijo el licenciado-, sino que quiero que venga conmigo a mi posada, y allí
haremos penitencia juntos; que la olla es muy de enfermo, y, aunque está tasada
para dos, un pastel suplirá con mi criado; y si la convalecencia lo sufre, unas
lonjas de jamón de Rute nos harán la salva, y, sobre todo, la buena voluntad
con que lo ofrezco, no sólo esta vez, sino todas las que vuesa merced quisiere.
Agradecióselo
Campuzano y aceptó el convite y los ofrecimientos.
Fueron a San
Llorente, oyeron misa, llevóle Peralta a su casa, diole lo prometido y
ofrecióselo de nuevo, y pidióle, en acabando de comer, le contase los sucesos
que tanto le había encarecido. No se hizo de rogar Campuzano; antes, comenzó a
decir desta manera:
-«Bien se
acordará vuesa merced, señor licenciado Peralta, como yo hacía en esta ciudad
camarada con el capitán Pedro de Herrera, que ahora está en Flandes.»
-Bien me
acuerdo -respondió Peralta.
-«Pues un día
-prosiguió Campuzano- que acabábamos de comer en aquella posada de la Solana,
donde vivíamos, entraron dos mujeres de gentil parecer con dos criadas: la una
se puso a hablar con el capitán en pie, arrimados a una ventana; y la otra se
sentó en una silla junto a mí, derribado el manto hasta la barba, sin dejar ver
el rostro más de aquello que concedía la raridad del manto; y, aunque le
supliqué que por cortesía me hiciese merced de descubrirse, no fue posible
acabarlo con ella, cosa que me encendió más el deseo de verla. Y, para
acrecentarle más, o ya fuese de industria [o] acaso, sacó la señora una muy
blanca mano con muy buenas sortijas. Estaba yo entonces bizarrísimo, con
aquella gran cadena que vuesa merced debió de conocerme, el sombrero con plumas
y cintillo, el vestido de colores, a fuer de soldado, y tan gallardo, a los
ojos de mi locura, que me daba a entender que las podía matar en el aire. Con
todo esto, le rogué que se descubriese, a lo que ella me respondió: ”No seáis
importuno: casa tengo, haced a un paje que me siga; que, aunque yo soy más
honrada de lo que promete esta respuesta, todavía, a trueco de ver si responde
vuestra discreción a vuestra gallardía, holgaré de que me veáis”. Beséle las manos
por la grande merced que me hacía, en pago de la cual le prometí montes de oro.
Acabó el capitán su plática; ellas se fueron, siguiólas un criado mío. Díjome
el capitán que lo que la dama le quería era que le llevase unas cartas a
Flandes a otro capitán, que decía ser su primo, aunque él sabía que no era sino
su galán.
»Yo quedé
abrasado con las manos de nieve que había visto, y muerto por el rostro que
deseaba ver; y así, otro día, guiándome mi criado, dióseme libre entrada. Hallé
una casa muy bien aderezada y una mujer de hasta treinta años, a quien conocí
por las manos. No era hermosa en estremo, pero éralo de suerte que podía
enamorar comunicada, porque tenía un tono de habla tan suave que se entraba por
los oídos en el alma. Pasé con ella luengos y amorosos coloquios, blasoné,
hendí, rajé, ofrecí, prometí y hice todas las demonstraciones que me pareció
ser necesarias para hacerme bienquisto con ella. Pero, como ella estaba hecha a
oír semejantes o mayores ofrecimientos y razones, parecía que les daba atento
oído antes que crédito alguno. Finalmente, nuestra plática se pasó en flores
cuatro días que continué en visitalla, sin que llegase a coger el fruto que
deseaba.
»En el tiempo
que la visité, siempre hallé la casa desembarazada, sin que viese visiones en
ella de parientes fingidos ni de amigos verdaderos; servíala una moza más
taimada que simple. Finalmente, tratando mis amores como soldado que está en
víspera de mudar, apuré a mi señora doña Estefanía de Caicedo (que éste es el
nombre de la que así me tiene) y respondíome: ”Señor alférez Campuzano,
simplicidad sería si yo quisiese venderme a vuesa merced por santa: pecadora he
sido, y aún ahora lo soy, pero no de manera que los vecinos me murmuren ni los
apartados me noten. Ni de mis padres ni de otro pariente heredé hacienda
alguna, y con todo esto vale el menaje de mi casa, bien validos, dos mil y
quinientos escudos; y éstos en cosas que, puestas en almoneda, lo que se
tardare en ponellas se tardará en convertirse en dineros. Con esta hacienda
busco marido a quien entregarme y a quien tener obediencia; a quien, juntamente
con la enmienda de mi vida, le entregaré una increíble solicitud de regalarle y
servirle; porque no tiene príncipe cocinero más goloso ni que mejor sepa dar el
punto a los guisados que le sé dar yo, cuando, mostrando ser casera, me quiero
poner a ello. Sé ser mayordomo en casa, moza en la cocina y señora en la sala;
en efeto, sé mandar y sé hacer que me obedezcan. No desperdicio nada y allego
mucho; mi real no vale menos, sino mucho más cuando se gasta por mi orden. La
ropa blanca que tengo, que es mucha y muy buena, no se sacó de tiendas ni
lenceros; estos pulgares y los de mis criadas la hilaron; y si pudiera tejerse
en casa, se tejiera. Digo estas alabanzas mías porque no acarrean vituperio
cuando es forzosa la necesidad de decirlas. Finalmente, quiero decir que yo
busco marido que me ampare, me mande y me honre, y no galán que me sirva y me
vitupere. Si vuesa merced gustare de aceptar la prenda que se le ofrece, aquí
estoy moliente y corriente, sujeta a todo aquello que vuesa merced ordenare,
sin andar en venta, que es lo mismo andar en lenguas de casamenteros, y no hay
ninguno tan bueno para concertar el todo como las mismas partes”.
»Yo, que tenía
entonces el juicio, no en la cabeza, sino en los carcañares, haciéndoseme el
deleite en aquel punto mayor de lo que en la imaginación le pintaba, y
ofreciéndoseme tan a la vista la cantidad de hacienda, que ya la contemplaba en
dineros convertida, sin hacer otros discursos de aquellos a que daba lugar el
gusto, que me tenía echados grillos al entendimiento, le dije que yo era el
venturoso y bien afortunado en haberme dado el cielo, casi por milagro, tal
compañera, para hacerla señora de mi voluntad y de mi hacienda, que no era tan
poca que no valiese, con aquella cadena que traía al cuello y con otras
joyuelas que tenía en casa, y con deshacerme de algunas galas de soldado, más
de dos mil ducados, que juntos con los dos mil y quinientos suyos, era
suficiente cantidad para retirarnos a vivir a una aldea de donde yo era natural
y adonde tenía algunas raíces; hacienda tal que, sobrellevada con el dinero,
vendiendo los frutos a su tiempo, nos podía dar una vida alegre y descansada.
»En resolución,
aquella vez se concertó nuestro desposorio, y se dio traza cómo los dos
hiciésemos información de solteros, y en los tres días de fiesta que vinieron
luego juntos en una Pascua se hicieron las amonestaciones, y al cuarto día nos
desposamos, hallándose presentes al desposorio dos amigos míos y un mancebo que
ella dijo ser primo suyo, a quien yo me ofrecí por pariente con palabras de
mucho comedimiento, como lo habían sido todas las que hasta entonces a mi nueva
esposa había dado, con intención tan torcida y traidora que la quiero callar;
porque, aunque estoy diciendo verdades, no son verdades de confesión, que no
pueden dejar de decirse.
»Mudó mi criado
el baúl de la posada a casa de mi mujer; encerré en él, delante della, mi
magnífica cadena; mostréle otras tres o cuatro, si no tan grandes, de mejor
hechura, con otros tres o cuatro cintillos de diversas suertes; hícele patentes
mis galas y mis plumas, y entreguéle para el gasto de casa hasta cuatrocientos
reales que tenía. Seis días gocé del pan de la boda, espaciándome en casa como
el yerno ruin en la del suegro rico. Pisé ricas alhombras, ahajé sábanas de
holanda, alumbréme con candeleros de plata; almorzaba en la cama, levantábame a
las once, comía a las doce y a las dos sesteaba en el estrado; bailábanme doña
Estefanía y la moza el agua delante. Mi mozo, que hasta allí le había conocido
perezoso y lerdo, se había vuelto un corzo. El rato que doña Estefanía faltaba
de mi lado, la habían de hallar en la cocina, toda solícita en ordenar guisados
que me despertasen el gusto y me avivasen el apetito. Mis camisas, cuellos y
pañuelos eran un nuevo Aranjuez de flores, según olían, bañados en la agua de
ángeles y de azahar que sobre ellos se derramaba.
»Pasáronse
estos días volando, como se pasan los años, que están debajo de la jurisdición
del tiempo; en los cuales días, por verme tan regalado y tan bien servido, iba
mudando en buena la mala intención con que aquel negocio había comenzado. Al
cabo de los cuales, una mañana, que aún estaba con doña Estefanía en la cama,
llamaron con grandes golpes a la puerta de la calle. Asomóse la moza a la
ventana y, quitándose al momento, dijo: ”¡Oh, que sea ella la bien venida! ¿Han
visto, y cómo ha venido más presto de lo que escribió el otro día?” ”¿Quién es
la que ha venido, moza?”, le pregunté. ”¿Quién?”, respondió ella.” Es mi señora
doña Clementa Bueso, y viene con ella el señor don Lope Meléndez de Almendárez,
con otros dos criados, y Hortigosa, la dueña que llevó consigo”. ”¡Corre, moza,
bien haya yo, y ábrelos!”, dijo a este punto doña Estefanía; ”y vos, señor, por
mi amor que no os alborotéis ni respondáis por mí a ninguna cosa que contra mí
oyéredes”. ”Pues ¿quién ha de deciros cosa que os ofenda, y más estando yo
delante? Decidme: ¿qué gente es ésta?, que me parece que os ha alborotado su venida”.
”No tengo lugar de responderos”, dijo doña Estefanía: ”sólo sabed que todo lo
que aquí pasare es fingido y que tira a cierto designio y efeto que después
sabréis”.
»Y, aunque
quisiera replicarle a esto, no me dio lugar la señora doña Clementa Bueso, que
se entró en la sala, vestida de raso verde prensado, con muchos pasamanos de
oro, capotillo de lo mismo y con la misma guarnición, sombrero con plumas
verdes, blancas y encarnadas, y con rico cintillo de oro, y con un delgado velo
cubierta la mitad del rostro. Entró con ella el señor don Lope Meléndez de
Almendárez, no menos bizarro que ricamente vestido de camino. La dueña
Hortigosa fue la primera que habló, diciendo: ”¡Jesús! ¿Qué es esto? ¿Ocupado
el lecho de mi señora doña Clementa, y más con ocupación de hombre? ¡Milagros
veo hoy en esta casa! ¡A fe que se ha ido bien del pie a la mano la señora doña
Estefanía, fiada en la amistad de mi señora!” ”Yo te lo prometo, Hortigosa”,
replicó doña Clementa; ”pero yo me tengo la culpa. ¡Que jamás escarmiente yo en
tomar amigas que no lo saben ser si no es cuando les viene a cuento!” A todo lo
cual respondió doña Estefanía: ”No reciba vuesa merced pesadumbre, mi señora
doña Clementa Bueso, y entienda que no sin misterio vee lo que vee en esta su
casa: que, cuando lo sepa, yo sé que quedaré desculpada y vuesa merced sin
ninguna queja”.
»En esto, ya me
había puesto yo en calzas y en jubón; y, tomándome doña Estefanía por la mano,
me llevó a otro aposento, y allí me dijo que aquella su amiga quería hacer una
burla a aquel don Lope que venía con ella, con quien pretendía casarse; y que
la burla era darle a entender que aquella casa y cuanto estaba en ella era todo
suyo, de lo cual pensaba hacerle carta de dote; y que hecho el casamiento se le
daba poco que se descubriese el engaño, fiada en el grande amor que el don Lope
la tenía. ”Y luego se me volverá lo que es mío, y no se le tendrá a mal a ella,
ni a otra mujer alguna, de que procure buscar marido honrado, aunque sea por
medio de cualquier embuste”.
»Yo le respondí
que era grande estremo de amistad el que quería hacer, y que primero se mirase
bien en ello, porque después podría ser tener necesidad de valerse de la
justicia para cobrar su hacienda. Pero ella me respondió con tantas razones,
representando tantas obligaciones que la obligaban a servir a doña Clementa,
aun en cosas de más importancia, que, mal de mi grado y con remordimiento de mi
juicio, hube de condecender con el gusto de doña Estefanía, asegurándome ella
que solos ocho días podía durar el embuste, los cuales estaríamos en casa de
otra amiga suya. Acabámonos de vestir ella y yo, y luego, entrándose a despedir
de la señora doña Clementa Bueso y del señor don Lope Meléndez de Almendárez,
hizo a mi criado que se cargase el baúl y que la siguiese, a quien yo también
seguí, sin despedirme de nadie.
»Paró doña
Estefanía en casa de una amiga suya, y, antes que entrásemos dentro, estuvo un
buen espacio hablando con ella, al cabo del cual salió una moza y dijo que
entrásemos yo y mi criado. Llevónos a un aposento estrecho, en el cual había
dos camas tan juntas que parecían una, a causa que no había espacio que las
dividiese, y las sábanas de entrambas se besaban. En efeto, allí estuvimos seis
días, y en todos ellos no se pasó hora que no tuviésemos pendencia, diciéndole
la necedad que había hecho en haber dejado su casa y su hacienda, aunque fuera
a su misma madre.
»En esto, iba
yo y venía por momentos; tanto, que la huéspeda de casa, un día que doña
Estefanía dijo que iba a ver en qué término estaba su negocio, quiso saber de
mí qué era la causa que me movía a reñir tanto con ella, y qué cosa había hecho
que tanto se la afeaba, diciéndole que había sido necedad notoria más que
amistad perfeta. Contéle todo el cuento, y cuando llegué a decir que me había
casado con doña Estefanía, y la dote que trujo y la simplicidad que había hecho
en dejar su casa y hacienda a doña Clementa, aunque fuese con tan sana
intención como era alcanzar tan principal marido como don Lope, se comenzó a
santiguar y a hacerse cruces con tanta priesa, y con tanto ”¡Jesús, Jesús, de
la mala hembra!”, que me puso en gran turbación; y al fin me dijo: ”Señor
alférez, no sé si voy contra mi conciencia en descubriros lo que me parece que
también la cargaría si lo callase; pero, a Dios y a ventura, sea lo que fuere,
¡viva la verdad y muera la mentira! La verdad es que doña Clementa Bueso es la
verdadera señora de la casa y de la hacienda de que os hicieron la dote; la
mentira es todo cuanto os ha dicho doña Estefanía: que ni ella tiene casa, ni
hacienda, ni otro vestido del que trae puesto. Y el haber tenido lugar y
espacio para hacer este embuste fue que doña Clementa fue a visitar unos
parientes suyos a la ciudad de Plasencia, y de allí fue a tener novenas en
Nuestra Señora de Guadalupe, y en este entretanto dejó en su casa a doña
Estefanía, que mirase por ella, porque, en efeto, son grandes amigas; aunque,
bien mirado, no hay que culpar a la pobre señora, pues ha sabido granjear a una
tal persona como la del señor alférez por marido”.
»Aquí dio fin a
su plática y yo di principio a desesperarme, y sin duda lo hiciera si tantico
se descuidara el ángel de mi guarda en socorrerme, acudiendo a decirme en el
corazón que mirase que era cristiano y que el mayor pecado de los hombres era
el de la desesperación, por ser pecado de demonios. Esta consideración o buena
inspiración me conhortó algo; pero no tanto que dejase de tomar mi capa y
espada y salir a buscar a doña Estefanía, con prosupuesto de hacer en ella un
ejemplar castigo; pero la suerte, que no sabré decir si mis cosas empeoraba o
mejoraba, ordenó que en ninguna parte donde pensé hallar a doña Estefanía la
hallase. Fuime a San Llorente, encomendéme a Nuestra Señora, sentéme sobre un
escaño, y con la pesadumbre me tomó un sueño tan pesado, que no despertara tan
presto si no me despertaran.
»Fui lleno de
pensamientos y congojas a casa de doña Clementa, y halléla con tanto reposo
como señora de su casa; no le osé decir nada, porque estaba el señor don Lope
delante. Volví en casa de mi huéspeda, que me dijo haber contado a doña
Estefanía como yo sabía toda su maraña y embuste; y que ella le preguntó qué
semblante había yo mostrado con tal nueva, y que le había respondido que muy
malo, y que, a su parecer, había salido yo con mala intención y con peor
determinación a buscarla. Díjome, finalmente, que doña Estefanía se había
llevado cuanto en el baúl tenía, sin dejarme en él sino un solo vestido de
camino. ¡Aquí fue ello! ¡Aquí me tuvo de nuevo Dios de su mano! Fui a ver mi baúl,
y halléle abierto y como sepultura que esperaba cuerpo difunto, y a buena razón
había de ser el mío, si yo tuviera entendimiento para saber sentir y ponderar
tamaña desgracia.»
-Bien grande
fue -dijo a esta sazón el licenciado Peralta- haberse llevado doña Estefanía
tanta cadena y tanto cintillo; que, como suele decirse, todos los duelos…, etc.
-Ninguna pena
me dio esa falta -respondió el alférez-, pues también podré decir: ”Pensóse don
Simueque que me engañaba con su hija la tuerta, y por el Dío, contrecho soy de
un lado”.
-No sé a qué
propósito puede vuesa merced decir eso -respondió Peralta.
-El propósito
es -respondió el alférez- de que toda aquella balumba y aparato de cadenas,
cintillos y brincos podía valer hasta diez o doce escudos.
-Eso no es
posible -replicó el licenciado-; porque la que el señor alférez traía al cuello
mostraba pesar más de docientos ducados.
-Así fuera
-respondió el alférez- si la verdad respondiera al parecer; pero como no es
todo oro lo que reluce, las cadenas, cintillos, joyas y brincos, con sólo ser
de alquimia se contentaron; pero estaban tan bien hechas, que sólo el toque o
el fuego podía descubrir su malicia.
-Desa manera
-dijo el licenciado-, entre vuesa merced y la señora doña Estefanía, pata es la
traviesa.
-Y tan pata
-respondió el alférez-, que podemos volver a barajar; pero el daño está, señor
licenciado, en que ella se podrá deshacer de mis cadenas y yo no de la falsía
de su término; y en efeto, mal que me pese, es prenda mía.
-Dad gracias a
Dios, señor Campuzano -dijo Peralta-, que fue prenda con pies, y que se os ha
ido, y que no estáis obligado a buscarla.
-Así es
-respondió el alférez-; pero, con todo eso, sin que la busque, la hallo siempre
en la imaginación, y, adondequiera que estoy, tengo mi afrenta presente.
-No sé qué
responderos -dijo Peralta-, si no es traeros a la memoria dos versos de
Petrarca, que dicen:
Ché, qui prende dicleto di far fiode;
Non si de lamentar si altri l’ingana.
Que responden
en nuestro castellano: «Que el que tiene costumbre y gusto de engañar a otro no
se debe quejar cuando es engañado».
-Yo no me quejo
-respondió el alférez-, sino lastímome: que el culpado no por conocer su culpa
deja de sentir la pena del castigo. Bien veo que quise engañar y fui engañado,
porque me hirieron por mis propios filos; pero no puedo tener tan a raya el
sentimiento que no me queje de mí mismo. «Finalmente, por venir a lo que hace
más al caso a mi historia (que este nombre se le puede dar al cuento de mis
sucesos), digo que supe que se había llevado a doña Estefanía el primo que dije
que se halló a nuestros desposorios, el cual de luengos tiempos atrás era su
amigo a todo ruedo. No quise buscarla, por no hallar el mal que me faltaba.
Mudé posada y mudé el pelo dentro de pocos días, porque comenzaron a pelárseme
las cejas y las pestañas, y poco a poco me dejaron los cabellos, y antes de
edad me hice calvo, dándome una enfermedad que llaman lupicia, y
por otro nombre más claro, la pelarela. Halléme verdaderamente
hecho pelón, porque ni tenía barbas que peinar ni dineros que gastar. Fue la
enfermedad caminando al paso de mi necesidad, y, como la pobreza atropella a la
honra, y a unos lleva a la horca y a otros al hospital, y a otros les hace entrar
por las puertas de sus enemigos con ruegos y sumisiones (que es una de las
mayores miserias que puede suceder a un desdichado), por no gastar en curarme
los vestidos que me habían de cubrir y honrar en salud, llegado el tiempo en
que se dan los sudores en el Hospital de la Resurrección, me entré en él, donde
he tomado cuarenta sudores. Dicen que quedaré sano si me guardo: espada tengo,
lo demás Dios lo remedie.»
Ofreciósele de
nuevo el licenciado, admirándose de las cosas que le había contado.
-Pues de poco
se maravilla vuesa merced, señor Peralta -dijo el alférez-; que otros sucesos
me quedan por decir que exceden a toda imaginación, pues van fuera de todos los
términos de naturaleza: no quiera vuesa merced saber más, sino que son de
suerte que doy por bien empleadas todas mis desgracias, por haber sido parte de
haberme puesto en el hospital, donde vi lo que ahora diré, que es lo que ahora
ni nunca vuesa merced podrá creer, ni habrá persona en el mundo que lo crea.
Todos estos
preámbulos y encarecimientos que el alférez hacía, antes de contar lo que había
visto, encendían el deseo de Peralta de manera que, con no menores
encarecimientos, le pidió que luego luego le dijese las maravillas que le
quedaban por decir.
-Ya vuesa
merced habrá visto -dijo el alférez- dos perros que con dos lanternas andan de
noche con los hermanos de la Capacha, alumbrándoles cuando piden limosna.
-Sí he visto
-respondió Peralta.
-También habrá
visto o oído vuesa merced -dijo el alférez- lo que dellos se cuenta: que si
acaso echan limosna de las ventanas y se cae en el suelo, ellos acuden luego a
alumbrar y a buscar lo que se cae, y se paran delante de las ventanas donde
saben que tienen costumbre de darles limosna; y, con ir allí con tanta
mansedumbre que más parecen corderos que perros, en el hospital son unos
leones, guardando la casa con grande cuidado y vigilancia.
-Yo he oído
decir -dijo Peralta- que todo es así, pero eso no me puede ni debe causar
maravilla.
-Pues lo que
ahora diré dellos es razón que la cause, y que, sin hacerse cruces, ni alegar
imposibles ni dificultades, vuesa merced se acomode a creerlo; y es que yo oí y
casi vi con mis ojos a estos dos perros, que el uno se llama Cipión y el otro
Berganza, estar una noche, que fue la penúltima que acabé de sudar, echados
detrás de mi cama en unas esteras viejas; y, a la mitad de aquella noche,
estando a escuras y desvelado, pensando en mis pasados sucesos y presentes
desgracias, oí hablar allí junto, y estuve con atento oído escuchando, por ver
si podía venir en conocimiento de los que hablaban y de lo que hablaban; y a
poco rato vine a conocer, por lo que hablaban, los que hablaban, y eran los dos
perros, Cipión y Berganza.
Apenas acabó de
decir esto Campuzano, cuando, levantándose el licenciado, dijo:
-Vuesa merced
quede mucho en buen hora, señor Campuzano, que hasta aquí estaba en duda si
creería o no lo que de su casamiento me había contado; y esto que ahora me
cuenta de que oyó hablar los perros me ha hecho declarar por la parte de no
creelle ninguna cosa. Por amor de Dios, señor alférez, que no cuente estos
disparates a persona alguna, si ya no fuere a quien sea tan su amigo como yo.
-No me tenga
vuesa merced por tan ignorante -replicó Campuzano- que no entienda que, si no
es por milagro, no pueden hablar los animales; que bien sé que si los tordos,
picazas y papagayos hablan, no son sino las palabras que aprenden y toman de
memoria, y por tener la lengua estos animales cómoda para poder pronunciarlas;
mas no por esto pueden hablar y responder con discurso concertado, como estos
perros hablaron; y así, muchas veces, después que los oí, yo mismo no he
querido dar crédito a mí mismo, y he querido tener por cosa soñada lo que
realmente estando despierto, con todos mis cinco sentidos, tales cuales nuestro
Señor fue servido dármelos, oí, escuché, noté y, finalmente, escribí, sin
faltar palabra, por su concierto; de donde se puede tomar indicio bastante que
mueva y persuada a creer esta verdad que digo. Las cosas de que trataron fueron
grandes y diferentes, y más para ser tratadas por varones sabios que para ser
dichas por bocas de perros. Así que, pues yo no las pude inventar de mío, a mi
pesar y contra mi opinión, vengo a creer que no soñaba y que los perros
hablaban.
-¡Cuerpo de mí!
-replicó el licenciado-. ¡Si se nos ha vuelto el tiempo de Maricastaña, cuando
hablaban las calabazas, o el de Isopo, cuando departía el gallo con la zorra y
unos animales con otros!
-Uno dellos
sería yo, y el mayor -replicó el alférez-, si creyese que ese tiempo ha vuelto;
y aun también lo sería si dejase de creer lo que oí y lo que vi, y lo que me
atreveré a jurar con juramento que obligue y aun fuerce, a que lo crea la misma
incredulidad. Pero, puesto caso que me haya engañado, y que mi verdad sea
sueño, y el porfiarla disparate, ¿no se holgará vuesa merced, señor Peralta, de
ver escritas en un coloquio las cosas que estos perros, o sean quien fueren,
hablaron?
-Como vuesa
merced -replicó el licenciado- no se canse más en persuadirme que oyó hablar a
los perros, de muy buena gana oiré ese coloquio, que por ser escrito y notado
del buen ingenio del señor alférez, ya le juzgo por bueno.
-Pues hay en
esto otra cosa -dijo el alférez-: que, como yo estaba tan atento y tenía
delicado el juicio, delicada, sotil y desocupada la memoria (merced a las
muchas pasas y almendras que había comido), todo lo tomé de coro; y, casi por
las mismas palabras que había oído, lo escribí otro día, sin buscar colores
retóricas para adornarlo, ni qué añadir ni quitar para hacerle gustoso. No fue
una noche sola la plática, que fueron dos consecutivamente, aunque yo no tengo
escrita más de una, que es la vida de Berganza; y la del compañero Cipión
pienso escribir (que fue la que se contó la noche segunda) cuando viere, o que
ésta se crea, o, a lo menos, no se desprecie. El coloquio traigo en el seno;
púselo en forma de coloquio por ahorrar de dijo Cipión, respondió
Berganza, que suele alargar la escritura.
Y, en diciendo
esto, sacó del pecho un cartapacio y le puso en las manos del licenciado, el
cual le tomó riyéndose, y como haciendo burla de todo lo que había oído y de lo
que pensaba leer.
-Yo me recuesto
-dijo el alférez- en esta silla en tanto que vuesa merced lee, si quiere, esos
sueños o disparates, que no tienen otra cosa de bueno si no es el poderlos
dejar cuando enfaden.
-Haga vuesa
merced su gusto -dijo Peralta-, que yo con brevedad me despediré desta letura.
Recostóse el
alférez, abrió el licenciado el cartapacio, y en el principio vio que estaba
puesto este título:
Novela del coloquio de los perros
El acabar
el Coloquio el licenciado y el despertar el alférez fue todo a
un tiempo; y el licenciado dijo:
-Aunque este
coloquio sea fingido y nunca haya pasado, paréceme que está tan bien compuesto
que puede el señor alférez pasar adelante con el segundo.
-Con ese
parecer -respondió el alférez- me animaré y disporné a escribirle, sin ponerme
más en disputas con vuesa merced si hablaron los perros o no.
A lo que dijo
el licenciado:
-Señor alférez,
no volvamos más a esa disputa. Yo alcanzo el artificio del Coloquio y
la invención, y basta. Vámonos al Espolón a recrear los ojos del cuerpo, pues
ya he recreado los del entendimiento.
-Vamos -dijo el
alférez.
Y, con esto, se
fueron.
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La
española inglesa
[Cuento largo - Texto
completo.]
Miguel de Cervantes Saavedra
Entre los
despojos que los ingleses llevaron de la ciudad de Cádiz, Clotaldo, un
caballero inglés, capitán de una escuadra de navíos, llevó a Londres una niña
de edad de siete años, poco más o menos; y esto contra la voluntad y sabiduría
del conde de Leste, que con gran diligencia hizo buscar la niña para volvérsela
a sus padres, que ante él se quejaron de la falta de su hija, pidiéndole que,
pues se contentaba con las haciendas y dejaba libres las personas, no fuesen
ellos tan desdichados que, ya que quedaban pobres, quedasen sin su hija, que
era la lumbre de sus ojos y la más hermosa criatura que había en toda la
ciudad.
Mandó el conde
echar bando por toda su armada que, so pena de la vida, volviese la niña
cualquiera que la tuviese; mas ningunas penas ni temores fueron bastantes a que
Clotaldo la obedeciese; que la tenía escondida en su nave, aficionado, aunque
cristianamente, a la incomparable hermosura de Isabel, que así se llamaba la
niña. Finalmente, sus padres se quedaron sin ella, tristes y desconsolados, y
Clotaldo, alegre sobremodo, llegó a Londres y entregó por riquísimo despojo a
su mujer a la hermosa niña.
Quiso la buena suerte que todos los de la
casa de Clotaldo eran católicos secretos, aunque en lo público mostraban seguir
la opinión de su reina. Tenía Clotaldo un hijo llamado Ricaredo, de edad de
doce años, enseñado de sus padres a amar y temer a Dios y a estar muy entero en
las verdades de la fe católica. Catalina, la mujer de Clotaldo, noble,
cristiana y prudente señora, tomó tanto amor a Isabel que, como si fuera su
hija, la criaba, regalaba e industriaba; y la niña era de tan buen natural, que
con facilidad aprendía todo cuanto le enseñaban. Con el tiempo y con los
regalos, fue olvidando los que sus padres verdaderos le habían hecho; pero no
tanto que dejase de acordarse y de suspirar por ellos muchas veces; y, aunque
iba aprendiendo la lengua inglesa, no perdía la española, porque Clotaldo tenía
cuidado de traerle a casa secretamente españoles que hablasen con ella. Desta
manera, sin olvidar la suya, como está dicho, hablaba la lengua inglesa como si
hubiera nacido en Londres.
Después de haberle enseñado todas las cosas
de labor que puede y debe saber una doncella bien nacida, la enseñaron a leer y
escribir más que medianamente; pero en lo que tuvo estremo fue en tañer todos
los instrumentos que a una mujer son lícitos, y esto con toda perfección de
música, acompañándola con una voz que le dio el cielo, tan estremada que
encantaba cuando cantaba.
Todas estas gracias, adqueridas y puestas
sobre la natural suya, poco a poco fueron encendiendo el pecho de Ricaredo, a
quien ella, como a hijo de su señor, quería y servía. Al principio le salteó
amor con un modo de agradarse y complacerse de ver la sin igual belleza de
Isabel, y de considerar sus infinitas virtudes y gracias, amándola como si
fuera su hermana, sin que sus deseos saliesen de los términos honrados y
virtuosos. Pero, como fue creciendo Isabel, que ya cuando Ricaredo ardía tenía
doce años, aquella benevolencia primera y aquella complacencia y agrado de
mirarla se volvió en ardentísimos deseos de gozarla y de poseerla: no porque
aspirase a esto por otros medios que por los de ser su esposo, pues de la incomparable
honestidad de Isabela (que así la llamaban ellos) no se podía esperar otra
cosa, ni aun él quisiera esperarla, aunque pudiera, porque la noble condición
suya, y la estimación en que a Isabela tenía, no consentían que ningún mal
pensamiento echase raíces en su alma.
Mil veces determinó manifestar su voluntad a
sus padres, y otras tantas no aprobó su determinación, porque él sabía que le
tenían dedicado para ser esposo de una muy rica y principal doncella escocesa,
asimismo secreta cristiana como ellos. Y estaba claro, según él decía, que no
habían de querer dar a una esclava (si este nombre se podía dar a Isabela) lo
que ya tenían concertado de dar a una señora. Y así, perplejo y pensativo, sin
saber qué camino tomar para venir al fin de su buen deseo, pasaba una vida tal,
que le puso a punto de perderla. Pero, pareciéndole ser gran cobardía dejarse
morir sin intentar algún género de remedio a su dolencia, se animó y esforzó a
declarar su intento a Isabela.
Andaban todos los de casa tristes y
alborotados por la enfermedad de Ricaredo, que de todos era querido, y de sus
padres con el estremo posible, así por no tener otro, como porque lo merecía su
mucha virtud y su gran valor y entendimiento. No le acertaban los médicos la
enfermedad, ni él osaba ni quería descubrírsela. En fin, puesto en romper por
las dificultades que él se imaginaba, un día que entró Isabela a servirle,
viéndola sola, con desmayada voz y lengua turbada le dijo:
-Hermosa Isabela, tu valor, tu mucha virtud y
grande hermosura me tienen como me vees; si no quieres que deje la vida en
manos de las mayores penas que pueden imaginarse, responda el tuyo a mi buen
deseo, que no es otro que el de recebirte por mi esposa a hurto de mis padres,
de los cuales temo que, por no conocer lo que yo conozco que mereces, me han de
negar el bien que tanto me importa. Si me das la palabra de ser mía, yo te la
doy, desde luego, como verdadero y católico cristiano, de ser tuyo; que, puesto
que no llegue a gozarte, como no llegaré, hasta que con bendición de la Iglesia
y de mis padres sea, aquel imaginar que con seguridad eres mía será bastante a
darme salud y a mantenerme alegre y contento hasta que llegue el felice punto
que deseo.
En tanto que esto dijo Ricaredo, estuvo
escuchándole Isabela, los ojos bajos, mostrando en aquel punto que su
honestidad se igualaba a su hermosura, y a su mucha discreción su recato. Y
así, viendo que Ricaredo callaba, honesta, hermosa y discreta, le respondió
desta suerte:
-Después que quiso el rigor o la clemencia
del cielo, que no sé a cuál destos estremos lo atribuya, quitarme a mis padres,
señor Ricaredo, y darme a los vuestros, agradecida a las infinitas mercedes que
me han hecho, determiné que jamás mi voluntad saliese de la suya; y así, sin
ella tendría no por buena, sino por mala fortuna la inestimable merced que
queréis hacerme. Si con su sabiduría fuere yo tan venturosa que os merezca,
desde aquí os ofrezco la voluntad que ellos me dieren; y, en tanto que esto se
dilatare o no fuere, entretengan vuestros deseos saber que los míos serán
eternos y limpios en desearos el bien que el cielo puede daros.
Aquí puso silencio Isabela a sus honestas y
discretas razones, y allí comenzó la salud de Ricaredo, y comenzaron a revivir
las esperanzas de sus padres, que en su enfermedad muertas estaban.
Despidiéronse los dos cortésmente: él, con
lágrimas en los ojos; ella, con admiración en el alma de ver tan rendida a su
amor la de Ricaredo, el cual, levantado del lecho, al parecer de sus padres por
milagro, no quiso tenerles más tiempo ocultos sus pensamiento. Y así, un día se
los manifestó a su madre, diciéndole en el fin de su plática, que fue larga,
que si no le casaban con Isabela, que el negársela y darle la muerte era todo
una misma cosa. Con tales razones, con tales encarecimientos subió al cielo las
virtudes de Isabela Ricaredo, que le pareció a su madre que Isabela era la
engañada en llevar a su hijo por esposo. Dio buenas esperanzas a su hijo de
disponer a su padre a que con gusto viniese en lo que ya ella también venía; y
así fue; que, diciendo a su marido las mismas razones que a ella había dicho su
hijo, con facilidad le movió a querer lo que tanto su hijo deseaba, fabricando
escusas que impidiesen el casamiento que casi tenía concertado con la doncella
de Escocia.
A esta sazón tenía Isabela catorce y Ricaredo
veinte años; y, en esta tan verde y tan florida edad, su mucha discreción y
conocida prudencia los hacía ancianos. Cuatro días faltaban para llegarse aquél
en el cual sus padres de Ricaredo querían que su hijo inclinase el cuello al
yugo santo del matrimonio, teniéndose por prudentes y dichosísimos de haber
escogido a su prisionera por su hija, teniendo en más la dote de sus virtudes
que la mucha riqueza que con la escocesa se les ofrecía. Las galas estaban ya a
punto, los parientes y los amigos convidados, y no faltaba otra cosa sino hacer
a la reina sabidora de aquel concierto; porque, sin su voluntad y
consentimiento, entre los de ilustre sangre, no se efetúa casamiento alguno;
pero no dudaron de la licencia, y así, se detuvieron en pedirla.
Digo, pues, que, estando todo en este estado,
cuando faltaban los cuatro días hasta el de la boda, una tarde turbó todo su
regocijo un ministro de la reina que dio un recaudo a Clotaldo: que su Majestad
mandaba que otro día por la mañana llevasen a su presencia a su prisionera, la
española de Cádiz. Respondióle Clotaldo que de muy buena gana haría lo que su
Majestad le mandaba. Fuese el ministro, y dejó llenos los pechos de todos de
turbación, de sobresalto y miedo.
-¡Ay -decía la señora Catalina-, si sabe la
reina que yo he criado a esta niña a la católica, y de aquí viene a inferir que
todos los desta casa somos cristianos! Pues si la reina le pregunta qué es lo
que ha aprendido en ocho años que ha que es prisionera, ¿qué ha de responder la
cuitada que no nos condene, por más discreción que tenga?
Oyendo lo cual Isabela, le dijo:
-No le dé pena alguna, señora mía, ese temor,
que yo confío en el cielo que me ha de dar palabras en aquel instante, por su
divina misericordia, que no sólo no os condenen, sino que redunden en provecho
vuestro.
Temblaba Ricaredo, casi como adivino de algún
mal suceso. Clotaldo buscaba modos que pudiesen dar ánimo a su mucho temor, y
no los hallaba sino en la mucha confianza que en Dios tenía y en la prudencia
de Isabela, a quien encomendó mucho que, por todas las vías que pudiese
escusase el condenallos por católicos; que, puesto que estaban promptos con el
espíritu a recebir martirio, todavía la carne enferma rehusaba su amarga
carrera. Una y muchas veces le aseguró Isabela estuviesen seguros que por su
causa no sucedería lo que temían y sospechaban, porque, aunque ella entonces no
sabía lo que había de responder a las preguntas que en tal caso le hiciesen,
tenía tan viva y cierta esperanza que había de responder de modo que, como otra
vez había dicho, sus respuestas les sirviesen de abono.
Discurrieron aquella noche en muchas cosas,
especialmente en que si la reina supiera que eran católicos, no les enviara
recaudo tan manso, por donde se podía inferir que sólo querría ver a Isabela,
cuya sin igual hermosura y habilidades habría llegado a sus oídos, como a todos
los de la ciudad. Pero ya en no habérsela presentado se hallaban culpados, de
la cual culpa hallaron sería bien disculparse con decir que desde el punto que
entró en su poder la escogieron y señalaron para esposa de su hijo Ricaredo.
Pero también en esto se culpaban, por haber hecho el casamiento sin licencia de
la reina, aunque esta culpa no les pareció digna de gran castigo.
Con esto se consolaron, y acordaron que
Isabela no fuese vestida humildemente, como prisionera, sino como esposa, pues
ya lo era de tan principal esposo como su hijo. Resueltos en esto, otro día
vistieron a Isabela a la española, con una saya entera de raso verde,
acuchillada y forrada en rica tela de oro, tomadas las cuchilladas con unas
eses de perlas, y toda ella bordada de ríquisimas perlas; collar y cintura de
diamantes, y con abanico a modo de las señoras damas españolas; sus mismos
cabellos, que eran muchos, rubios y largos, entretejidos y sembrados de
diamantes y perlas, le sirvían de tocado. Con este adorno riquísimo y con su
gallarda disposición y milagrosa belleza, se mostró aquel día a Londres sobre
una hermosa carroza, llevando colgados de su vista las almas y los ojos de cuantos
la miraban. Iban con ella Clotaldo y su mujer y Ricaredo en la carroza, y a
caballo muchos ilustres parientes suyos. Toda esta honra quiso hacer Clotaldo a
su prisionera, por obligar a la reina la tratase como a esposa de su hijo.
Llegados, pues, a palacio, y a una gran sala
donde la reina estaba, entró por ella Isabela, dando de sí la más hermosa
muestra que pudo caber en una imaginación. Era la sala grande y espaciosa, y a
dos pasos se quedó el acompañamiento y se adelantó Isabela; y, como quedó sola,
pareció lo mismo que parece la estrella o exhalación que por la región del
fuego en serena y sosegada noche suele moverse, o bien ansí como rayo del sol
que al salir del día por entre dos montañas se descubre. Todo esto pareció, y
aun cometa que pronosticó el incendio de más de un alma de los que allí
estaban, a quien Amor abrasó con los rayos de los hermosos soles de Isabela; la
cual, llena de humildad y cortesía, se fue a poner de hinojos ante la reina, y,
en lengua inglesa, le dijo:
-Dé Vuestra Majestad las manos a esta su
sierva, que, desde hoy más, se tendrá por señora, pues ha sido tan venturosa
que ha llegado a ver la grandeza vuestra.
Estúvola la reina mirando por un buen
espacio, sin hablarle palabra, pareciéndole, como después dijo a su camarera,
que tenía delante un cielo estrellado, cuyas estrellas eran las muchas perlas y
diamantes que Isabela traía; su bello rostro y sus ojos, el sol y la luna, y
toda ella una nueva maravilla de hermosura. Las damas que estaban con la reina
quisieran hacerse todas ojos, porque no les quedase cosa por mirar en Isabela:
cuál acababa la viveza de sus ojos, cuál la color del rostro, cuál la gallardía
del cuerpo y cuál la dulzura de la habla; y tal hubo que, de pura envidia,
dijo:
-Buena es la española, pero no me contenta el
traje.
Después que pasó algún tanto la suspensión de
la reina, haciendo levantar a Isabela, le dijo:
-Habladme en español, doncella, que yo le
entiendo bien y gustaré dello.
Y, volviéndose a Clotaldo, dijo:
-Clotaldo, agravio me habéis hecho en tenerme
este tesoro tantos años ha encubierto; mas él es tal, que os haya movido a
codicia: obligado estáis a restituírmele, porque de derecho es mío.
-Señora -respondió Clotaldo-, mucha verdad es
lo que Vuestra Majestad dice: confieso mi culpa, si lo es haber guardado este
tesoro a que estuviese en la perfección que convenía para parecer ante los ojos
de Vuestra Majestad; y, ahora que lo está, pensaba traerle mejorado, pidiendo
licencia a Vuestra Majestad para que Isabela fuese esposa de mi hijo Ricaredo,
y daros, alta Majestad, en los dos, todo cuanto puedo daros.
-Hasta el nombre me contenta -respondió la
reina-: no le faltaba más sino llamarse Isabela la española, para que no me
quedase nada de perfección que desear en ella. Pero advertid, Clotaldo, que sé que
sin mi licencia la teníades prometida a vuestro hijo.
-Así es verdad, señora -respondió Clotaldo-,
pero fue en confianza que los muchos y relevados servicios que yo y mis pasados
tenemos hechos a esta corona alcanzarían de Vuestra Majestad otras mercedes más
dificultosas que las desta licencia; cuanto más, que aún no está desposado mi
hijo.
-Ni lo estará -dijo la reina- con Isabela
hasta que por sí mismo lo merezca. Quiero decir que no quiero que para esto le
aprovechen vuestros servicios ni de sus pasados: él por sí mismo se ha de
disponer a servirme y a merecer por sí esta prenda, que ya la estimo como si
fuese mi hija.
Apenas oyó esta última palabra Isabela,
cuando se volvió a hincar de rodillas ante la reina, diciéndole en lengua
castellana:
-Las desgracias que tales descuentos traen,
serenísima señora, antes se han de tener por dichas que por desventuras. Ya
Vuestra Majestad me ha dado nombre de hija: sobre tal prenda, ¿qué males podré
temer o qué bienes no podré esperar?
Con tanta gracia y donaire decía cuanto decía
Isabela, que la reina se le aficionó en estremo y mandó que se quedase en su
servicio, y se la entregó a una gran señora, su camarera mayor, para que la
enseñase el modo de vivir suyo.
Ricaredo, que se vio quitar la vida en
quitarle a Isabela, estuvo a pique de perder el juicio; y así, temblando y con
sobresalto, se fue a poner de rodillas ante la reina, a quien dijo:
-Para servir yo a Vuestra Majestad no es
menester incitarme con otros premios que con aquellos que mis padres y mis
pasados han alcanzado por haber servido a sus reyes; pero, pues Vuestra
Majestad gusta que yo la sirva con nuevos deseos y pretensiones, querría saber
en qué modo y en qué ejercicio podré mostrar que cumplo con la obligación en
que Vuestra Majestad me pone.
-Dos navíos -respondió la reina- están para
partirse en corso, de los cuales he hecho general al barón de Lansac: del uno
dellos os hago a vos capitán, porque la sangre de do venís me asegura que ha de
suplir la falta de vuestros años. Y advertid a la merced que os hago, pues os
doy ocasión en ella a que, correspondiendo a quien sois, sirviendo a vuestra
reina, mostréis el valor de vuestro ingenio y de vuestra persona, y alcancéis
el mejor premio que a mi parecer vos mismo podéis acertar a desearos. Yo misma
os seré guarda de Isabela, aunque ella da muestras que su honestidad será su
más verdadera guarda. Id con Dios, que, pues vais enamorado, como imagino,
grandes cosas me prometo de vuestras hazañas. Felice fuera el rey batallador
que tuviera en su ejército diez mil soldados amantes que esperaran que el
premio de sus vitorias había de ser gozar de sus amadas. Levantaos, Ricaredo, y
mirad si tenéis o queréis decir algo a Isabela, porque mañana ha de ser vuestra
partida.
Besó las manos Ricaredo a la reina, estimando
en mucho la merced que le hacía, y luego se fue a hincar de rodillas ante
Isabela; y, queriéndola hablar, no pudo, porque se le puso un nudo en la
garganta que le ató la lengua y las lágrimas acudieron a los ojos, y él acudió
a disimularlas lo más que le fue posible. Pero, con todo esto, no se pudieron
encubrir a los ojos de la reina, pues dijo:
-No os afrentéis, Ricaredo, de llorar, ni os
tengáis en menos por haber dado en este trance tan tiernas muestras de vuestro
corazón: que una cosa es pelear con los enemigos y otra despedirse de quien
bien se quiere. Abrazad, Isabela, a Ricaredo y dadle vuestra bendición, que
bien lo merece su sentimiento.
Isabela, que estaba suspensa y atónita de ver
la humildad y dolor de Ricaredo, que como a su esposo le amaba, no entendió lo
que la reina le mandaba, antes comenzó a derramar lágrimas, tan sin pensar lo
que hacía, y tan sesga y tan sin movimiento alguno, que no parecía sino que
lloraba una estatua de alabastro. Estos afectos de los dos amantes, tan tiernos
y tan enamorados, hicieron verter lágrimas a muchos de los circunstantes; y,
sin hablar más palabra Ricaredo, y sin le haber hablado alguna a Isabela,
haciendo Clotaldo y los que con él venían reverencia a la reina, se salieron de
la sala, llenos de compasión, de despecho y de lágrimas.
Quedó Isabela como huérfana que acaba de
enterrar sus padres, y con temor que la nueva señora quisiese que mudase las
costumbres en que la primera la había criado. En fin, se quedó, y de allí a dos
días Ricaredo se hizo a la vela, combatido, entre otros muchos, de dos
pensamientos que le tenían fuera de sí: era el uno considerar que le convenía
hacer hazañas que le hiciesen merecedor de Isabela; y el otro, que no podía
hacer ninguna, si había de responder a su católico intento, que le impedía no
desenvainar la espada contra católicos; y si no la desenvainaba, había de ser
notado de cristiano o de cobarde, y todo esto redundaba en perjuicio de su vida
y en obstáculo de su pretensión.
Pero, en fin, determinó de posponer al gusto
de enamorado el que tenía de ser católico, y en su corazón pedía al cielo le
deparase ocasiones donde, con ser valiente, cumpliese con ser cristiano,
dejando a su reina satisfecha y a Isabela merecida.
Seis días navegaron los dos navíos con
próspero viento, siguiendo la derrota de las islas Terceras, paraje donde nunca
faltan o naves portuguesas de las Indias orientales o algunas derrotadas de las
occidentales. Y, al cabo de los seis días, les dio de costado un reciísimo
viento (que en el mar océano tiene otro nombre que en el Mediterráneo, donde se
llama mediodía), el cual viento fue tan durable y tan recio que, sin dejarles
tomar las islas, les fue forzoso correr a España; y, junto a su costa, a la
boca del estrecho de Gibraltar, descubrieron tres navíos: uno poderoso y
grande, y los dos pequeños. Arribó la nave de Ricaredo a su capitán, para saber
de su general si quería embestir a los tres navíos que se descubrían; y, antes
que a ella llegase, vio poner sobre la gavia mayor un estandarte negro, y,
llegándose más cerca, oyó que tocaban en la nave clarines y trompetas roncas:
señales claras o que el general era muerto o alguna otra principal persona de
la nave. Con este sobresalto llegaron a poderse hablar, que no lo habían hecho
después que salieron del puerto. Dieron voces de la nave capitana, diciendo que
el capitán Ricaredo pasase a ella, porque el general la noche antes había
muerto de una apoplejía. Todos se entristecieron, si no fue Ricaredo, que le
alegró, no por el daño de su general, sino por ver que quedaba él libre para
mandar en los dos navíos, que así fue la orden de la reina: que, faltando el
general, lo fuese Ricaredo; el cual con presteza se pasó a la capitana, donde
halló que unos lloraban por el general muerto y otros se alegraban con el vivo.
Finalmente, los unos y los otros le dieron
luego la obediencia y le aclamaron por su general con breves ceremonias, no
dando lugar a otra cosa dos de los tres navíos que habían descubierto, los
cuales, desviándose del grande, a las dos naves se venían.
Luego conocieron ser galeras, y turquescas,
por las medias lunas que en las banderas traían, de que recibió gran gusto
Ricaredo, pareciéndole que aquella presa, si el cielo se la concediese, sería
de consideración, sin haber ofendido a ningún católico. Las dos galeras
turquescas llegaron a reconocer los navíos ingleses, los cuales no traían
insignias de Inglaterra, sino de España, por desmentir a quien llegase a
reconocellos, y no los tuviese por navíos de cosarios. Creyeron los turcos ser
naves derrotadas de las Indias y que con facilidad las rendirían. Fuéronse
entrando poco a poco, y de industria los dejó llegar Ricaredo hasta tenerlos a
gusto de su artillería, la cual mandó disparar a tan buen tiempo, que con cinco
balas dio en la mitad de una de las galeras, con tanta furia, que la abrió por
medio toda. Dio luego a la banda, y comenzó a irse a pique sin poderse
remediar. La otra galera, viendo tan mal suceso, con mucha priesa le dio cabo,
y le llevó a poner debajo del costado del gran navío; pero Ricaredo, que tenía
los suyos prestos y ligeros, y que salían y entraban como si tuvieran remos,
mandando cargar de nuevo toda la artillería, los fue siguiendo hasta la nave,
lloviendo sobre ellos infinidad de balas. Los de la galera abierta, así como
llegaron a la nave, la desampararon, y con priesa y celeridad procuraban
acogerse a la nave. Lo cual visto por Ricaredo y que la galera sana se ocupaba
con la rendida, cargó sobre ella con sus dos navíos, y, sin dejarla rodear ni
valerse de los remos, la puso en estrecho: que los turcos se aprovecharon
ansimismo del refugio de acogerse a la nave, no para defenderse en ella, sino
por escapar las vidas por entonces. Los cristianos de quien venían armadas las
galeras, arrancando las branzas y rompiendo las cadenas, mezclados con los
turcos, también se acogieron a la nave; y, como iban subiendo por su costado,
con la arcabucería de los navíos los iban tirando como a blanco; a los turcos
no más, que a los cristianos mandó Ricaredo que nadie los tirase. Desta manera,
casi todos los más turcos fueron muertos, y los que en la nave entraron, por
los cristianos que con ellos se mezclaron, aprovechándose de sus mismas armas,
fueron hechos pedazos: que la fuerza de los valientes, cuando caen, se pasa a
la flaqueza de los que se levantan. Y así, con el calor que les daba a los
cristianos pensar que los navíos ingleses eran españoles, hicieron por su
libertad maravillas. Finalmente, habiendo muerto casi todos los turcos, algunos
españoles se pusieron a borde del navío, y a grandes voces llamaron a los que
pensaban ser españoles entrasen a gozar el premio del vencimiento.
Preguntóles Ricaredo en español que qué navío
era aquél. Respondiéronle que era una nave que venía de la India de Portugal,
cargada de especería, y con tantas perlas y diamantes, que valía más de un
millón de oro, y que con tormenta había arribado a aquella parte, toda
destruida y sin artillería, por haberla echado a la mar la gente, enferma y
casi muerta de sed y de hambre; y que aquellas dos galeras, que eran del
cosario Arnaúte Mamí, el día antes la habían rendido, sin haberse puesto en
defensa; y que, a lo que habían oído decir, por no poder pasar tanta riqueza a
sus dos bajeles, la llevaban a jorro para meterla en el río de Larache, que
estaba allí cerca.
Ricaredo les respondió que si ellos pensaban
que aquellos dos navíos eran españoles, se engañaban; que no eran sino de la
señora reina de Inglaterra, cuya nueva dio que pensar y que temer a los que la
oyeron, pensando, como era razón que pensasen, que de un lazo habían caído en
otro. Pero Ricaredo les dijo que no temiesen algún daño, y que estuviesen
ciertos de su libertad, con tal que no se pusiesen en defensa.
-Ni es posible ponernos en ella
-respondieron-, porque, como se ha dicho, este navío no tiene artillería ni
nosotros armas; así que, nos es forzoso acudir a la gentileza y liberalidad de
vuestro general; pues será justo que quien nos ha librado del insufrible
cautiverio de los turcos lleve adelante tan gran merced y beneficio, pues le
podrá hacer famoso en todas las partes, que serán infinitas, donde llegare la
nueva desta memorable vitoria y de su liberalidad, más de nosotros esperada que
temida.
No le parecieron mal a Ricaredo las razones
del español; y, llamando a consejo los de su navío, les preguntó cómo haría para
enviar todos los cristianos a España sin ponerse a peligro de algún siniestro
suceso, si el ser tantos les daba ánimo para levantarse. Pareceres hubo que los
hiciese pasar uno a uno a su navío, y, así como fuesen entrando debajo de
cubierta, matarle, y desta manera matarlos a todos, y llevar la gran nave a
Londres, sin temor ni cuidado alguno.
A esto respondió Ricaredo:
-Pues que Dios nos ha hecho tan gran merced
en darnos tanta riqueza, no quiero corresponderle con ánimo cruel y
desagradecido, ni es bien que lo que puedo remediar con la industria lo remedie
con la espada. Y así, soy de parecer que ningún cristiano católico muera: no
porque los quiero bien, sino porque me quiero a mí muy bien, y querría que esta
hazaña de hoy ni a mí ni a vosotros, que en ella me habéis sido compañeros, nos
diese, mezclado con el nombre de valientes, el renombre de crueles: porque
nunca dijo bien la crueldad con la valentía. Lo que se ha de hacer es que toda
la artillería de un navío destos se ha de pasar a la gran nave portuguesa, sin
dejar en el navío otras armas ni otra cosa más del bastimento, y no lejando la
nave de nuestra gente, la llevaremos a Inglaterra, y los españoles se irán a
España.
Nadie osó contradecir lo que Ricaredo había
propuesto, y algunos le tuvieron por valiente y magnánimo y de buen
entendimiento; otros le juzgaron en sus corazones por más católico que debía.
Resuelto, pues, en esto Ricaredo, pasó con cincuenta arcabuceros a la nave
portuguesa, todos alerta y con las cuerdas encendidas. Halló en la nave casi
trecientas personas, de las que habían escapado de las galeras. Pidió luego el
registro de la nave, y Respondióle aquel mismo que desde el borde le habló la
vez primera, que el registro le había tomado el cosario de los bajeles, que con
ellos se había ahogado. Al instante puso el torno en orden, y, acostando su
segundo bajel a la gran nave, con maravillosa presteza y con fuerza de
fortísimos cabestrantes, pasaron la artillería del pequeño bajel a la mayor
nave. Luego, haciendo una breve plática a los cristianos, les mandó pasar al
bajel desembarazado, donde hallaron bastimento en abundancia para más de un mes
y para más gente; y, así como se iban embarcando, dio a cada uno cuatro escudos
de oro españoles, que hizo traer de su navío, para remediar en parte su
necesidad cuando llegasen a tierra: que estaba tan cerca, que las altas
montañas de Abala y Calpe desde allí se parecían. Todos le dieron infinitas
gracias por la merced que les hacía, y el último que se iba a embarcar fue
aquel que por los demás había hablado, el cual le dijo:
-Por más ventura tuviera, valeroso caballero,
que me llevaras contigo a Inglaterra, que no que me enviaras a España; porque,
aunque es mi patria y no habrá sino seis días que della partí, no he de hallar
en ella otra cosa que no sea de ocasiones de tristezas y soledades mías.
«Sabrás, señor, que en la pérdida de Cádiz,
que sucedió habrá quince años, perdí una hija que los ingleses debieron de
llevar a Inglaterra, y con ella perdí el descanso de mi vejez y la luz de mis
ojos; que, después que no la vieron, nunca han visto cosa que de su gusto sea.
El grave descontento en que me dejó su pérdida y la de la hacienda, que también
me faltó, me pusieron de manera que ni más quise ni más pude ejercitar la
mercancía, cuyo trato me había puesto en opinión de ser el más rico mercader de
toda la ciudad. Y así era la verdad, pues fuera del crédito, que pasaba de
muchos centenares de millares de escudos, valía mi hacienda dentro de las
puertas de mi casa más de cincuenta mil ducados; todo lo perdí, y no hubiera
perdido nada, como no hubiera perdido a mi hija. Tras esta general desgracia y
tan particular mía, acudió la necesidad a fatigarme, hasta tanto que, no
pudiéndola resistir, mi mujer y yo, que es aquella triste que allí está
sentada, determinamos irnos a las Indias, común refugio de los pobres
generosos. Y, habiéndonos embarcado en un navío de aviso seis días ha, a la
salida de Cádiz dieron con el navío estos dos bajeles de cosarios, y nos
cautivaron, donde se renovó nuestra desgracia y se confirmó nuestra desventura.
Y fuera mayor si los cosarios no hubieran tomado aquella nave portuguesa, que
los entretuvo hasta haber sucedido lo que él había visto.»
Preguntóles Ricaredo cómo se llamaba su hija.
Respondióle que Isabel. Con esto acabó de confirmarse Ricaredo en lo que ya
había sospechado, que era que el que se lo contaba era el padre de su querida
Isabela. Y, sin darle algunas nuevas della, le dijo que de muy buena gana
llevaría a él y a su mujer a Londres, donde podría ser hallasen nuevas de la
que deseaban. Hízolos pasar luego a su capitana, poniendo marineros y guardas
bastantes en la nao portuguesa.
Aquella noche alzaron velas, y se dieron
priesa a apartarse de las costas de España, porque el navío de los cautivos
libres, entre los cuales también iban hasta veinte turcos, a quien también
Ricaredo dio libertad, por mostrar que más por su buena condición y generoso
ánimo se mostraba liberal, que por forzarle amor que a los católicos tuviese.
Rogó a los españoles que en la primera ocasión que se ofreciese diesen entera
libertad a los turcos, que ansimismo se le mostraron agradecidos.
El viento, que daba señales de ser próspero y
largo, comenzó a calmar un tanto, cuya calma levantó gran tormenta de temor en
los ingleses, que culpaban a Ricaredo y a su liberalidad, diciéndole que los
libres podían dar aviso en España de aquel suceso, y que si acaso había
galeones de armada en el puerto, podían salir en su busca y ponerlos en aprieto
y en término de perderse. Bien conocía Ricaredo que tenían razón, pero,
venciéndolos a todos con buenas razones, los sosegó; pero más los quietó el
viento, que volvió a refrescar de modo que, dándole todas las velas, sin tener
necesidad de acanallas ni aun de templallas, dentro de nueve días se hallaron a
la vista de Londres; y, cuando en él, victorioso, volvieron, habría treinta que
dél faltaban.
No quiso Ricaredo entrar en el puerto con
muestras de alegría, por la muerte de su general; y así, mezcló las señales
alegres con las tristes: unas veces sonaban clarines regocijados; otras,
trompetas roncas; unas tocaban los atambores, alegres y sobresaltadas armas, a
quien con señas tristes y lamentables respondían los pífaros; de una gavia
colgaba, puesta al revés, una bandera de medias lunas sembrada; en otra se veía
un luengo estandarte de tafetán negro, cuyas puntas besaban el agua.
Finalmente, con estos tan contrarios estremos entró en el río de Londres con su
navío, porque la nave no tuvo fondo en él que la sufriese; y así, se quedó en
la mar a lo largo.
Estas tan contrarias muestras y señales
tenían suspenso el infinito pueblo que desde la ribera les miraba. Bien
conocieron por algunas insignias que aquel navío menor era la capitana del
barón de Lansac, mas no podían alcanzar cómo el otro navío se hubiese cambiado con
aquella poderosa nave que en la mar se quedaba; pero sacólos desta duda haber
saltado en el esquife, armado de todas armas, ricas y resplandecientes, el
valeroso Ricaredo, que a pie, sin esperar otro acompañamiento que aquel de un
inumerable vulgo que le seguía, se fue a palacio, donde ya la reina, puesta a
unos corredores, estaba esperando le trujesen la nueva de los navíos.
Estaba con la reina, con las otras damas,
Isabela, vestida a la inglesa, y parecía tan bien como a la castellana. Antes
que Ricaredo llegase, llegó otro que dio las nuevas a la reina de cómo Ricaredo
venía. Alborozas Isabela oyendo el nombre de Ricaredo, y en aquel instante
temió y esperó malos y buenos sucesos de su venida.
Era Ricaredo alto de cuerpo, gentilhombre y
bien proporcionado. Y, como venía armado de peto, espaldar, gola y brazaletes y
escarcelas, con unas armas milanesas de once vistas, grabadas y doradas,
parecía en estremo bien a cuantos le miraban; no le cubría la cabeza morrión
alguno, sino un sombrero de gran falda, de color leonado con mucha diversidad
de plumas terciadas a la valona; la espada, ancha; los tiros, ricos; las
calzas, a la esguízara. Con este adorno y con el paso brioso que llevaba,
algunos hubo que le compararon a Marte, dios de la batallas, y otros, llevados
de la hermosura de su rostro, dicen que le compararon a Venus, que, para hacer
alguna burla a Marte, de aquel modo se había disfrazado. En fin, él llegó ante
la reina; puesto de rodillas, le dijo:
-Alta Majestad, en fuerza de vuestra ventura
y en consecución de mi deseo, después de haber muerto de una apoplejía el
general de Lansac, quedando yo en su lugar, merced a la liberalidad vuestra, me
deparó la suerte dos galeras turquescas que llevaban remolcando aquella gran
nave que allí se parece. Acomedía, pelearon vuestros soldados como siempre,
ocurrencia a fondo los bajeles de los cosarios; en el uno de los nuestros, en
vuestro real nombre, di libertad a los cristianos que del poder de los turcos
escaparon; sólo truje conmigo a un hombre y a una mujer españoles, que por su
gusto quisieron venir a ver la grandeza vuestra. Aquella nave es de las que
vienen de la India de Portugal, la cual por tormenta vino a dar en poder de los
turcos, que con poco trabajo, o, por mejor decir, sin ninguno, la rindieron; y,
según dijeron algunos portugueses de los que en ella venían, pasa de un millón
de oro el valor de la especería y otras mercancías de perlas y diamantes que en
ella vienen. A ninguna cosa se ha tocado, ni los turcos habían llegado a ella,
porque todo lo dedicó el cielo, y yo lo mandé guardar, para Vuestra Majestad,
que con una joya sola que se me dé, quedaré en deuda de otras diez naves, la
cual joya ya Vuestra Majestad me la tiene prometida, que es a mi buena Isabela.
Con ella quedaré rico y premiado, no sólo deste servicio, cual él se sea, que a
Vuestra Majestad he hecho, sino de otros muchos que pienso hacer por pagar
alguna parte del todo casi infinito que en esta joya Vuestra Majestad me
ofrece.
-Levantaos, Ricaredo -respondió la reina-, y
creedme que si por precio os hubiera de dar a Isabela, según yo la estimo, no
la peteretes pagar ni con lo que trae esa nave ni con lo que queda en las
Indias. Deslayo porque os la prometí, y porque ella es digna de vos y vos lo
sois della. Vuestro valor solo la merece. Si vos habéis guardado las joyas de
la nave para mí, yo os he guardado la joya vuestra para vos; y, aunque os
parezca que no hago mucho en volveros lo que es vuestro, yo sé que os hago
mucha merced en ello; que las prendas que se compran a deseos y tienen su
estimación en el alma del comprador, aquello valen que vale una alma: que no
hay precio en la tierra con que apreciable. Isabela es vuestra, veisla allí;
cuando quisiéredes podéis tomar su entera posesión, y creo será con su gusto,
porque es discreta y sabrá ponderar la amistad que le hacéis, que no la quiero
llamar merced, sino amistad, porque me quiero alzar con el nombre de que yo
sola puedo hacerle mercedes. Idos a descansar y venidme a ver mañana, que
quiero más particularmente oír vuestras hazañas; y traedme esos dos que decís
que de su voluntad han querido venir a verme, que se lo quiero agradecer.
Besóle las manos Ricaredo por las muchas
mercedes que le hacía. Entróse la reina en una sala, y las damas rodearon a
Ricaredo; y una dellas, que había tomado grande amistad con Isabela, llamada la
señora Tansi, tenida por la más discreta, desenvuelta y graciosa de todas, dijo
a Ricaredo:
-¿Qué es esto, señor Ricaredo, qué armas son
éstas? ¿Pensábades por ventura que veníades a pelear con vuestros enemigos?
Pues en verdad que aquí todas somos vuestras amigas, si no es la señora
Isabela, que, como española, está obligada a no teneros buena voluntad.
-Acuérdese ella, señora Tansi, de tenerme
alguna, que como yo esté en su memoria -dijo Ricaredo-, yo sé que la voluntad
será buena, pues no puede caber en su mucho valor y entendimiento y rara
hermosura la fealdad de ser desagradecida
A lo cual respondió Isabela:
-Señor Ricaredo, pues he de ser vuestra, a
vos está tomar de mí toda la satisfación que quisiéredes para recompensaros de
las alabanzas que me habéis dado y de las mercedes que pensáis hacerme.
Estas y otras honestas razones pasó Ricaredo
con Isabela y con las damas, entre las cuales había una doncella de pequeña
edad, la cual no hizo sino mirar a Ricaredo mientras allí estuvo. Alzábale las
escarcelas, por ver qué traía debajo dellas, tentábale la espada y con
simplicidad de niña quería que las armas le sirviesen de espejo, llegándose a
mirar de muy cerca en ellas; y, cuando se hubo ido, volviéndose a las damas,
dijo:
-Ahora, señoras, yo imagino que debe de ser
cosa hermosísima la guerra, pues aun entre mujeres parecen bien los hombres
armados.
-¡Y cómo si parecen! -respondió la señora
Tansi-; si no, mirad, a Ricaredo, que no parece sino que el sol se ha bajado a
la tierra y en aquel hábito va caminando por la calle.
Riyeron todas del dicho de la doncella y de
la disparatada semejanza de Tansi, y no faltaron murmuradores que tuvieron por
impertinencia el haber venido armado Ricaredo a palacio, puesto que halló
disculpa en otros, que dijeron que, como soldado, lo pudo hacer para mostrar su
gallarda bizarría.
Fue Ricaredo de sus padres, amigos, parientes
y conocidos con muestras de entrañable amor recebido. Aquella noche se hicieron
generales alegrías en Londres por su buen suceso. Ya los padres de Isabela
estaban en casa de Clotaldo, a quien Ricaredo había dicho quién eran, pero que
no les diesen nueva ninguna de Isabela hasta que él mismo se la diese. Este
aviso tuvo la señora Catalina, su madre, y todos los criados y criadas de su
casa. Aquella misma noche, con muchos bajeles, lanchas y barcos, y con no menos
ojos que lo miraban, se comenzó a descargar la gran nave, que en ocho días no
acabó de dar la mucha pimienta y otras riquísimas mercaderías que en su vientre
encerradas tenía.
El día que siguió a esta noche fue Ricaredo a
palacio, llevando consigo al padre y madre de Isabela, vestidos de nuevo a la
inglesa, diciéndoles que la reina quería verlos. Llegaron todos donde la reina
estaba en medio de sus damas, esperando a Ricaredo, a quien quiso lisonjear y
favorecer con tener junto a sí a Isabela, vestida con aquel mismo vestido que
llevó la vez primera, mostrándose no menos hermosa ahora que entonces. Los
padres de Isabela quedaron admirados y suspensos de ver tanta grandeza y
bizarría junta. Pusieron los ojos en Isabela, y no la conocieron, aunque el
corazón, presagio del bien que tan cerca tenían, les comenzó a saltar en el
pecho, no con sobresalto que les entristeciese, sino con un no sé qué de gusto,
que ellos no acertaban a entendelle. No consintió la reina que Ricaredo
estuviese de rodillas ante ella; antes, le hizo levantar y sentar en una silla
rasa, que para sólo esto allí puesta tenían: inusitada merced, para la altiva
condición de la reina; y alguno dijo a otro:
-Ricaredo no se sienta hoy sobre la silla que
le han dado, sino sobre la pimienta que él trujo.
Otro acudió y dijo:
-Ahora se verifica lo que comúnmente se dice,
que dádivas quebrantan peñas, pues las que ha traído Ricaredo han ablandado el
duro corazón de nuestra reina.
Otro acudió y dijo:
-Ahora que está tan bien ensillado, más de
dos se atreverán a correrle.
En efeto, de aquella nueva honra que la reina
hizo a Ricaredo tomó ocasión la envidia para nacer en muchos pechos de aquéllos
que mirándole estaban; porque no hay merced que el príncipe haga a su privado
que no sea una lanza que atraviesa el corazón del envidioso.
Quiso la reina saber de Ricaredo menudamente
cómo había pasado la batalla con los bajeles de los cosarios. Él la contó de
nuevo, atribuyendo la vitoria a Dios y a los brazos valerosos de sus soldados,
encareciéndolos a todos juntos y particularizando algunos hechos de algunos que
más que los otros se habían señalado, con que obligó a la reina a hacer a todos
merced, y en particular a los particulares; y, cuando llegó a decir la libertad
que en nombre de su Majestad había dado a los turcos y cristianos, dijo:
-Aquella mujer y aquel hombre que allí están,
señalando a los padres de Isabela, son los que dije ayer a Vuestra Majestad que,
con deseo de ver vuestra grandeza, encarecidamente me pidieron los trujese
conmigo. Ellos son de Cádiz, y de lo que ellos me han contado, y de lo que en
ellos he visto y notado, sé que son gente principal y de valor.
Mandóles la reina que se llegasen cerca. Alzó
los ojos Isabela a mirar los que decían ser españoles, y más de Cádiz, con
deseo de saber si por ventura conocían a sus padres. Ansí como Isabela alzó los
ojos, los puso en ella su madre y detuvo el paso para mirarla más atentamente,
y en la memoria de Isabela se comenzaron a despertar unas confusas noticias que
le querían dar a entender que en otro tiempo ella había visto aquella mujer que
delante tenía. Su padre estaba en la misma confusión, sin osar determinarse a
dar crédito a la verdad que sus ojos le mostraban. Ricaredo estaba atentísimo a
ver los afectos y movimientos que hacían las tres dudosas y perplejas almas,
que tan confusas estaban entre el sí y el no de conocerse. Conoció la reina la
suspensión de entrambos, y aun el desasosiego de Isabela, porque la vio
trasudar y levantar la mano muchas veces a componerse el cabello.
En esto, deseaba Isabela que hablase la que
pensaba ser su madre: quizá los oídos la sacarían de la duda en que sus ojos la
habían puesto. La reina dijo a Isabela que en lengua española dijese a aquella
mujer y a aquel hombre le dijesen qué causa les había movido a no querer gozar
de la libertad que Ricaredo les había dado, siendo la libertad la cosa más
amada, no sólo de la gente de razón, mas aun de los animales que carecen della.
Todo esto preguntó Isabela a su madre, la
cual, sin responderle palabra, desatentadamente y medio tropezando, se llegó a
Isabela y, sin mirar a respecto, temores ni miramientos cortesanos, alzó la
mano a la oreja derecha de Isabela, y descubrió un lunar negro que allí tenía,
la cual señal acabó de certificar su sospecha. Y, viendo claramente ser Isabela
su hija, abrazándose con ella, dio una gran voz, diciendo:
-¡Oh, hija de mi corazón! ¡Oh, prenda cara
del alma mía!
Y, sin poder pasar adelante, se cayó
desmayada en los brazos de Isabela.
Su padre, no menos tierno que prudente, dio
muestras de su sentimiento no con otras palabras que con derramar lágrimas, que
sesgamente su venerable rostro y barbas le bañaron. Juntó Isabela su rostro con
el de su madre, y, volviendo los ojos a su padre, de tal manera le miró, que le
dio a entender el gusto y el descontento que de verlos allí su alma tenía. La
reina, admirada de tal suceso, dijo a Ricaredo:
-Yo pienso, Ricaredo, que en vuestra
discreción se han ordenado estas vistas, y no se os diga que han sido
acertadas, pues sabemos que así suele matar una súbita alegría como mata una
tristeza.
Y, diciendo esto, se volvió a Isabela y la
apartó de su madre, la cual, habiéndole echado agua en el rostro, volvió en sí;
y, estando un poco más en su acuerdo, puesta de rodillas delante de la reina,
le dijo:
-Perdone Vuestra Majestad mi atrevimiento,
que no es mucho perder los sentidos con la alegría del hallazgo desta amada
prenda.
Respondióle la reina que tenía razón,
sirviéndole de intéprete, para que lo entendiese, Isabela; la cual, de la
manera que se ha contado, conoció a sus padres, y sus padres a ella, a los
cuales mandó la reina quedar en palacio, para que de espacio pudiesen ver y
hablar a su hija y regocijarse con ella; de lo cual Ricaredo se holgó mucho, y
de nuevo pidió a la reina le cumpliese la palabra que le había dado de dársela,
si es que acaso la merecía; y, de no merecerla, le suplicaba desde luego le
mandase ocupar en cosas que le hiciesen digno de alcanzar lo que deseaba. Bien
entendió la reina que estaba Ricaredo satisfecho de sí mismo y de su mucho
valor, que no había necesidad de nuevas pruebas para calificarle; y así, le
dijo que de allí a cuatro días le entregaría a Isabela, haciendo a los dos la
honra que a ella fuese posible. Con esto se despidió Ricaredo, contentísimo con
la esperanza propincua que llevaba de tener en su poder a Isabela sin
sobresalto de perderla, que es el último deseo de los amantes.
Corrió el tiempo, y no con la ligereza que él
quisiera: que los que viven con esperanzas de promesas venideras siempre
imaginan que no vuela el tiempo, sino que anda sobre los pies de la pereza
misma. Pero en fin llegó el día, no donde pensó Ricaredo poner fin a sus
deseos, sino de hallar en Isabela gracias nuevas que le moviesen a quererla
más, si más pudiese. Mas en aquel breve tiempo, donde él pensaba que la nave de
su buena fortuna corría con próspero viento hacia el deseado puerto, la
contraria suerte levantó en su mar tal tormenta, que mil veces temió anegarle.
Es, pues, el caso que la camarera mayor de la
reina, a cuyo cargo estaba Isabela, tenía un hijo de edad de veinte y dos años,
llamado el conde Arnesto. Hacíanle la grandeza de su estado, la alteza de su
sangre, el mucho favor que su madre con la reina tenía…; hacíanle, digo, estas
cosas más de lo justo arrogante, altivo y confiado. Este Arnesto, pues, se
enamoró de Isabela tan encendidamente, que en la luz de los ojos de Isabela
tenía abrasada el alma; y aunque, en el tiempo que Ricaredo había estado
ausente, con algunas señales le había descubierto su deseo, nunca de Isabela
fue admitido. Y, puesto que la repugnancia y los desdenes en los principios de
los amores suelen hacer desistir de la empresa a los enamorados, en Arnesto
obraron lo contrario los muchos y conocidos desdenes que le dio Isabela, porque
con su celo ardía y con su honestidad se abrasaba. Y como vio que Ricaredo,
según el parecer de la reina, tenía merecida a Isabela, y que en tan poco
tiempo se la había de entregar por mujer, quiso desesperarse; pero, antes que
llegase a tan infame y tan cobarde remedio, habló a su madre, diciéndole
pidiese a la reina le diese a Isabela por esposa; donde no, que pensase que la
muerte estaba llamando a las puertas de su vida. Quedó la camarera admirada de
las razones de su hijo; y, como conocía la aspereza de su arrojada condición y
la tenacidad con que se le pegaban los deseos en el alma, temió que sus amores
habían de parar en algún infelice suceso. Con todo eso, como madre, a quien es natural
desear y procurar el bien de sus hijos, prometió al suyo de hablar a la reina:
no con esperanza de alcanzar della el imposible de romper su palabra, sino por
no dejar de intentar, como en salir desahuciada, los últimos remedios.
Y, estando aquella mañana Isabela vestida,
por orden de la reina, tan ricamente que no se atreve la pluma a contarlo, y
habiéndole echado la misma reina al cuello una sarta de perlas de las mejores
que traía la nave, que las apreciaron en veinte mil ducados, y puéstole un anillo
de un diamante, que se apreció en seis mil escudos, y estando alborozadas las
damas por la fiesta que esperaban del cercano desposorio, entró la camarera
mayor a la reina, y de rodillas le suplicó suspendiese el desposorio de Isabela
por otros dos días; que, con esta merced sola que su Majestad le hiciese, se
tendría por satisfecha y pagada de todas las mercedes que por sus servicios
merecía y esperaba.
Quiso saber la reina primero por qué le pedía
con tanto ahínco aquella suspensión, que tan derechamente iba contra la palabra
que tenía dada a Ricaredo; pero no se la quiso dar la camarera hasta que le
hubo otorgado que haría lo que le pedía: tanto deseo tenía la reina de saber la
causa de aquella demanda. Y así, después que la camarera alcanzó lo que por entonces
deseaba, contó a la reina los amores de su hijo, y cómo temía que si no le
daban por mujer a Isabela, o se había de desesperar, o hacer algún hecho
escandaloso; y que si había pedido aquellos dos días, era por dar lugar a su
Majestad pensase qué medio sería a propósito y conveniente para dar a su hijo
remedio.
La reina respondió que si su real palabra no
estuviera de por medio, que ella hallara salida a tan cerrado laberinto, pero
que no la quebrantaría, ni defraudaría las esperanzas de Ricaredo, por todo el
interés del mundo. Esta respuesta dio la camarera a su hijo, el cual, sin
detenerse un punto, ardiendo en amor y en celos, se armó de todas armas, y
sobre un fuerte y hermoso caballo se presentó ante la casa de Clotaldo, y a
grandes voces pidió que se asomase Ricaredo a la ventana, el cual a aquella
sazón estaba vestido de galas de desposado y a punto para ir a palacio con el
acompañamiento que tal acto requería; mas, habiendo oído las voces, y siéndole
dicho quién las daba y del modo que venía, con algún sobresalto se asomó a una
ventana; y como le vio Arnesto, dijo:
-Ricaredo, estáme atento a lo que decirte
quiero: la reina mi señora te mandó fueses a servirla y a hacer hazañas que te
hiciesen merecedor de la sin par Isabela. Tú fuiste, y volviste cargadas las
naves de oro, con el cual piensas haber comprado y merecido a Isabela. Y,
aunque la reina mi señora te la ha prometido, ha sido creyendo que no hay
ninguno en su corte que mejor que tú la sirva, ni quien con mejor título
merezca a Isabela, y en esto bien podrá ser se haya engañado; y así, llegándome
a esta opinión, que yo tengo por verdad averiguada, digo que ni tú has hecho
cosas tales que te hagan merecer a Isabela, ni ninguna podrás hacer que a tanto
bien te levanten; y, en razón de que no la mereces, si quisieres contradecirme,
te desafío a todo trance de muerte.
Calló el conde, y desta manera le respondió
Ricaredo:
-En ninguna manera me toca salir a vuestro
desafío, señor conde, porque yo confieso, no sólo que no merezco a Isabela,
sino que no la merece ninguno de los que hoy viven en el mundo. Así que,
confesando yo lo que vos decís, otra vez digo que no me toca vuestro desafío;
pero yo le acepto por el atrevimiento que habéis tenido en desafiarme.
Con esto se quitó de la ventana, y pidió
apriesa sus armas. Alborotáronse sus parientes y todos aquellos que para ir a
palacio habían venido a acompañarle. De la mucha gente que había visto al conde
Arnesto armado, y le había oído las voces del desafío, no faltó quien lo fue a
contar a la reina, la cual mandó al capitán de su guarda que fuese a prender al
conde. El capitán se dio tanta priesa, que llegó a tiempo que ya Ricaredo salía
de su casa, armado con las armas con que se había desembarcado, puesto sobre un
hermoso caballo.
Cuando el conde vio al capitán, luego imaginó
a lo que venía, y determinó de no dejar prenderse, y, alzando la voz contra
Ricaredo, dijo:
-Ya vees, Ricaredo, el impedimento que nos
viene. Si tuvieres gana de castigarme, tú me buscarás; y, por la que yo tengo
de castigarte, también te buscaré; y, pues dos que se buscan fácilmente se
hallan, dejemos para entonces la ejecución de nuestros deseos.
-Soy contento -respondió Ricaredo.
En esto, llegó el capitán con toda su guarda,
y dijo al conde que fuese preso en nombre de su Majestad. Respondió el conde
que sí daba; pero no para que le llevasen a otra parte que a la presencia de la
reina. Contentóse con esto el capitán, y, cogiéndole en medio de la guarda, le
llevó a palacio ante la reina, la cual ya de su camarera estaba informada del
amor grande que su hijo tenía a Isabela, y con lágrimas había suplicado a la
reina perdonase al conde, que, como mozo y enamorado, a mayores yerros estaba
sujeto.
Llegó Arnesto ante la reina, la cual, sin
entrar con él en razones, le mandó quitar la espada y llevasen preso a una
torre.
Todas estas cosas atormentaban el corazón de
Isabela y de sus padres, que tan presto veían turbado el mar de su sosiego.
Aconsejó la camarera a la reina que para sosegar el mal que podía suceder entre
su parentela y la de Ricaredo, que se quitase la causa de por medio, que era
Isabela, enviándola a España, y así cesarían los efetos que debían de temerse;
añadiendo a estas razones decir que Isabela era católica, y tan cristiana que
ninguna de sus persuasiones, que habían sido muchas, la habían podido torcer en
nada de su católico intento. A lo cual respondió la reina que por eso la
estimaba en más, pues tan bien sabía guardar la ley que sus padres la habían
enseñado; y que en lo de enviarla a España no tratase, porque su hermosa
presencia y sus muchas gracias y virtudes le daban mucho gusto; y que, sin
duda, si no aquel día, otro se la había de dar por esposa a Ricaredo, como se
lo tenía prometido.
Con esta resolución de la reina, quedó la
camarera tan desconsolada que no le replicó palabra; y, pareciéndole lo que ya
le había parecido, que si no era quitando a Isabela de por medio, no había de
haber medio alguno que la rigurosa condición de su hijo ablandase ni redujese a
tener paz con Ricaredo, determinó de hacer una de las mayores crueldades que
pudo caber jamás en pensamiento de mujer principal, y tanto como ella lo era. Y
fue su determinación matar con tósigo a Isabela; y, como por la mayor parte sea
la condición de las mujeres ser prestas y determinadas, aquella misma tarde
atosigó a Isabela en una conserva que le dio, forzándola que la tomase por ser
buena contra las ansias de corazón que sentía.
Poco espacio pasó después de haberla tomado,
cuando a Isabela se le comenzó a hinchar la lengua y la garganta, y a ponérsele
denegridos los labios, y a enronquecérsele la voz, turbársele los ojos y
apretársele el pecho: todas conocidas señales de haberle dado veneno. Acudieron
las damas a la reina, contándole lo que pasaba y certificándole que la camarera
había hecho aquel mal recaudo. No fue menester mucho para que la reina lo
creyese, y así, fue a ver a Isabela, que ya casi estaba espirando. Mandó llamar
la reina con priesa a sus médicos, y, en tanto que tardaban, la hizo dar
cantidad de polvos de unicornio, con otros muchos antídotos que los grandes
príncipes suelen tener prevenidos para semejantes necesidades. Vinieron los
médicos, y esforzaron los remedios y pidieron a la reina hiciese decir a la
camarera qué género de veneno le había dado, porque no se dudaba que otra persona
alguna sino ella la hubiese avenenado. Ella lo descubrió, y con esta noticia
los médicos aplicaron tantos remedios y tan eficaces, que con ellos y con el
ayuda de Dios quedó Isabela con vida, o a lo menos con esperanza de tenerla.
Mandó la reina prender a su camarera y
encerrarla en un aposento estrecho de palacio, con intención de castigarla como
su delito merecía, puesto que ella se disculpaba diciendo que en matar a
Isabela hacía sacrificio al cielo, quitando de la tierra a una católica, y con
ella la ocasión de las pendencias de su hijo.
Estas tristes nuevas oídas de Ricaredo, le
pusieron en términos de perder el juicio: tales eran las cosas que hacía y las
lastimeras razones con que se quejaba. Finalmente, Isabela no perdió la vida,
que el quedar con ella la naturaleza lo comutó en dejarla sin cejas, pestañas y
sin cabello; el rostro hinchado, la tez perdida, los cueros levantados y los
ojos lagrimosos. Finalmente, quedó tan fea que, como hasta allí había parecido
un milagro de hermosura, entonces parecía un monstruo de fealdad. Por mayor
desgracia tenían los que la conocían haber quedado de aquella manera que si la
hubiera muerto el veneno. Con todo esto, Ricaredo se la pidió a la reina, y le
suplicó se la dejase llevar a su casa, porque el amor que la tenía pasaba del
cuerpo al alma; y que si Isabela había perdido su belleza, no podía haber
perdido sus infinitas virtudes.
-Así es -dijo la reina-, lleváosla, Ricaredo,
y haced cuenta que lleváis una riquísima joya encerrada en una caja de madera
tosca; Dios sabe si quisiera dárosla como me la entregastes, pero, pues no es
posible, perdonadme: quizá el castigo que diere a la cometedora de tal delito
satisfará en algo el deseo de la venganza.
Muchas cosas dijo Ricaredo a la reina
desculpando a la camarera y suplicándola la perdonase, pues las desculpas que
daba eran bastantes para perdonar mayores insultos. Finalmente, le entregaron a
Isabela y a sus padres, y Ricaredo los llevó a su casa; digo a la de sus
padres. A las ricas perlas y al diamante, añadió otras joyas la reina, y otros
vestidos tales, que descubrieron el mucho amor que a Isabela tenía, la cual
duró dos meses en su fealdad, sin dar indicio alguno de poder reducirse a su
primera hermosura; pero, al cabo deste tiempo, comenzó a caérsele el cuero y a
descubrírsele su hermosa tez.
En este tiempo, los padres de Ricaredo,
pareciéndoles no ser posible que Isabela en sí volviese, determinaron enviar
por la doncella de Escocia, con quien primero que con Isabela tenían concertado
de casar a Ricaredo; y esto sin que él lo supiese, no dudando que la hermosura
presente de la nueva esposa hiciese olvidar a su hijo la ya pasada de Isabela,
a la cual pensaban enviar a España con sus padres, dándoles tanto haber y
riquezas, que recompensasen sus pasadas pérdidas. No pasó mes y medio cuando,
sin sabiduría de Ricaredo, la nueva esposa se le entró por las puertas,
acompañada como quien ella era, y tan hermosa que, después de la Isabela que
solía ser, no había otra tan bella en toda Londres. Sobresaltóse Ricaredo con la
improvisa vista de la doncella, y temió que el sobresalto de su venida había de
acabar la vida a Isabela; y así, para templar este temor, se fue al lecho donde
Isabela estaba, y hallóla en compañía de sus padres, delante de los cuales
dijo:
-Isabela de mi alma: mis padres, con el
grande amor que me tienen, aún no bien enterados del mucho que yo te tengo, han
traído a casa una doncella escocesa, con quien ellos tenían concertado de
casarme antes que yo conociese lo que vales. Y esto, a lo que creo, con intención
que la mucha belleza desta doncella borre de mi alma la tuya, que en ella
estampada tengo. Yo, Isabela, desde el punto que te quise fue con otro amor de
aquel que tiene su fin y paradero en el cumplimiento del sensual apetito; que,
puesto que tu corporal hermosura me cautivó los sentidos, tus infinitas
virtudes me aprisionaron el alma, de manera que, si hermosa te quise, fea te
adoro; y, para confirmar esta verdad, dame esa mano.
Y, dándole ella la derecha y asiéndola él con
la suya, prosiguió diciendo:
-Por la fe católica que mis cristianos padres
me enseñaron, la cual si no está en la entereza que se requiere, por aquélla
juro que guarda el Pontífice romano, que es la que yo en mi corazón confieso,
creo y tengo, y por el verdadero Dios que nos está oyendo, te prometo, ¡oh
Isabela, mitad de mi alma!, de ser tu esposo, y lo soy desde luego si tú
quieres levantarme a la alteza de ser tuyo.
Quedó suspensa Isabela con las razones de
Ricaredo, y sus padres atónitos y pasmados. Ella no supo qué decir, ni hacer
otra cosa que besar muchas veces la mano de Ricaredo y decirle, con voz
mezclada con lágrimas, que ella le aceptaba por suyo y se entregaba por su
esclava. Besóla Ricaredo en el rostro feo, no habiendo tenido jamás
atrevimiento de llegarse a él cuando hermoso.
Los padres de Isabela solenizaron con tiernas
y muchas lágrimas las fiestas del desposorio. Ricaredo les dijo que él
dilataría el casamiento de la escocesa, que ya estaba en casa, del modo que
después verían; y, cuando su padre los quisiese enviar a España a todos tres,
no lo rehusasen, sino que se fuesen y le aguardasen en Cádiz o en Sevilla dos
años, dentro de los cuales les daba su palabra de ser con ellos, si el cielo
tanto tiempo le concedía de vida; y que si deste término pasase, tuviese por
cosa certísima que algún grande impedimento, o la muerte, que era lo más
cierto, se había opuesto a su camino.
Isabela le respondió que no solos dos años le
aguardaría, sino todos aquéllos de su vida, hasta estar enterada que él no la
tenía, porque en el punto que esto supiese, sería el mismo de su muerte. Con
estas tiernas palabras, se renovaron las lágrimas en todos, y Ricaredo salió a
decir a sus padres cómo en ninguna manera se casaría ni daría la mano a su
esposa la escocesa, sin haber primero ido a Roma a asegurar su conciencia.
Tales razones supo decir a ellos y a los parientes que habían venido con
Clisterna, que así se llamaba la escocesa, que, como todos eran católicos,
fácilmente las creyeron, y Clisterna se contentó de quedar en casa de su suegro
hasta que Ricaredo volviese, el cual pidió de término un año.
Esto ansí puesto y concertado, Clotaldo dijo
a Ricaredo cómo determinaba enviar a España a Isabela y a sus padres, si la
reina le daba licencia: quizá los aires de la patria apresurarían y facilitarían
la salud que ya comenzaba a tener. Ricaredo, por no dar indicio de sus
designios, respondió tibiamente a su padre que hiciese lo que mejor le
pareciese; sólo le suplicó que no quitase a Isabela ninguna cosa de las
riquezas que la reina le había dado. Prometióselo Clotaldo, y aquel mismo día
fue a pedir licencia a la reina, así para casar a su hijo con Clisterna, como
para enviar a Isabela y a sus padres a España. De todo se contentó la reina, y
tuvo por acertada la determinación de Clotaldo. Y aquel mismo día, sin acuerdo
de letrados y sin poner a su camarera en tela de juicio, la condenó en que no
sirviese más su oficio y en diez mil escudos de oro para Isabela; y al conde
Arnesto, por el desafío, le desterró por seis años de Inglaterra. No pasaron
cuatro días, cuando ya Arnesto se puso a punto de salir a cumplir su destierro
y los dineros estuvieron juntos. La reina llamó a un mercader rico, que
habitaba en Londres y era francés, el cual tenía correspondencia en Francia,
Italia y España, al cual entregó los diez mil escudos, y le pidió cédulas para
que se los entregasen al padre de Isabela en Sevilla o en otra playa de España.
El mercader, descontados sus intereses y ganancias, dijo a la reina que las
daría ciertas y seguras para Sevilla, sobre otro mercader francés, su
correspondiente, en esta forma: que él escribiría a París para que allí se
hiciesen las cédulas por otro correspondiente suyo, a causa que rezasen las
fechas de Francia y no de Inglaterra, por el contrabando de la comunicación de
los dos reinos, y que bastaba llevar una letra de aviso suya sin fecha, con sus
contraseñas, para que luego diese el dinero el mercader de Sevilla, que ya
estaría avisado del de París.
En resolución, la reina tomó tales
seguridades del mercader, que no dudó de no ser cierta la partida; y, no
contenta con esto, mandó llamar a un patrón de una nave flamenca, que estaba
para partirse otro día a Francia, a sólo tomar en algún puerto della testimonio
para poder entrar en España, a título de partir de Francia y no de Inglaterra;
al cual pidió encarecidamente llevase en su nave a Isabela y a sus padres, y
con toda seguridad y buen tratamiento los pusiese en un puerto de España, el
primero a do llegase.
El patrón, que deseaba contentar a la reina,
dijo que sí haría, y que los pondría en Lisboa, Cádiz o Sevilla. Tomados, pues,
los recaudos del mercader, envió la reina a decir a Clotaldo no quitase a
Isabela todo lo que ella la había dado, así de joyas como de vestidos. Otro
día, vino Isabela y sus padres a despedirse de la reina, que los recibió con
mucho amor. Dioles la reina la carta del mercader y otras muchas dádivas, así
de dineros como de otras cosas de regalo para el viaje. Con tales razones se lo
agradeció Isabela, que de nuevo dejó obligada a la reina para hacerle siempre
mercedes. Despidióse de las damas, las cuales, como ya estaba fea, no quisieran
que se partiera, viéndose libres de la envidia que a su hermosura tenían, y
contentas de gozar de sus gracias y discreciones. Abrazó la reina a los tres,
y, encomendándolos a la buena ventura y al patrón de la nave, y pidiendo a
Isabela la avisase de su buena llegada a España, y siempre de su salud, por la
vía del mercader francés, se despidió de Isabela y de sus padres, los cuales
aquella misma tarde se embarcaron, no sin lágrimas de Clotaldo y de su mujer y
de todos los de su casa, de quien era en todo estremo bien querida. No se halló
a esta despedida presente Ricaredo, que por no dar muestras de tiernos
sentimientos, aquel día hizo con unos amigos suyos le llevasen a caza. Los
regalos que la señora Catalina dio a Isabela para el viaje fueron muchos, los
abrazos infinitos, las lágrimas en abundancia, las encomiendas de que la
escribiese sin número, y los agradecimientos de Isabela y de sus padres
correspondieron a todo; de suerte que, aunque llorando, los dejaron
satisfechos.
Aquella noche se hizo el bajel a la vela; y,
habiendo con próspero viento tocado en Francia y tomado en ella los recados
necesarios para poder entrar en España, de allí a treinta días entró por la
barra de Cádiz, donde se desembarcaron Isabela y sus padres; y, siendo
conocidos de todos los de la ciudad, los recibieron con muestras de mucho
contento. Recibieron mil parabienes del hallazgo de Isabela y de la libertad
que habían alcanzado, ansí de los moros que los habían cautivado (habiendo
sabido todo su suceso de los cautivos que dio libertad la liberalidad de
Ricaredo), como de la que habían alcanzado de los ingleses.
Ya Isabela en este tiempo comenzaba a dar
grandes esperanzas de volver a cobrar su primera hermosura. Poco más de un mes
estuvieron en Cádiz, restaurando los trabajos de la navegación, y luego se
fueron a Sevilla por ver si salía cierta la paga de los diez mil ducados que,
librados sobre el mercader francés, traían. Dos días después de llegar a
Sevilla le buscaron, y le hallaron y le dieron la carta del mercader francés de
la ciudad de Londres. Él la reconoció, y dijo que hasta que de París le
viniesen las letras y carta de aviso no podía dar el dinero; pero que por
momentos aguardaba el aviso.
Los padres de Isabela alquilaron una casa
principal, frontero de Santa Paula, por ocasión que estaba monja en aquel santo
monasterio una sobrina suya, única y estremada en la voz, y así por tenerla
cerca como por haber dicho Isabela a Ricaredo que, si viniese a buscarla, la
hallaría en Sevilla y le diría su casa su prima la monja de Santa Paula, y que
para conocella no había menester más de preguntar por la monja que tenía la
mejor voz en el monasterio, porque estas señas no se le podían olvidar. Otros
cuarenta días tardaron de venir los avisos de París; y, a dos que llegaron, el
mercader francés entregó los diez mil ducados a Isabela, y ella a sus padres; y
con ellos y con algunos más que hicieron vendiendo algunas de las muchas joyas
de Isabela, volvió su padre a ejercitar su oficio de mercader, no sin
admiración de los que sabían sus grandes pérdidas.
En fin, en pocos meses fue restaurando su
perdido crédito, y la belleza de Isabela volvió a su ser primero, de tal manera
que, en hablando de hermosas, todos daban el lauro a la española inglesa; que,
tanto por este nombre como por su hermosura, era de toda la ciudad conocida.
Por la orden del mercader francés de Sevilla, escribieron Isabela y sus padres
a la reina de Inglaterra su llegada, con los agradecimientos y sumisiones que
requerían las muchas mercedes della recebidas. Asimismo, escribieron a Clotaldo
y a su señora Catalina, llamándolos Isabela padres, y sus padres, señores. De
la reina no tuvieron respuesta, pero de Clotaldo y de su mujer sí, donde les
daban el parabién de la llegada a salvo, y los avisaban cómo su hijo Ricaredo,
otro día después que ellos se hicieron a la vela, se había partido a Francia, y
de allí a otras partes, donde le convenía a ir para seguridad de su conciencia,
añadiendo a éstas otras razones y cosas de mucho amor y de muchos
ofrecimientos. A la cual carta respondieron con otra no menos cortés y amorosa
que agradecida.
Luego imaginó Isabela que el haber dejado
Ricaredo a Inglaterra sería para venirla a buscar a España; y, alentada con
esta esperanza, vivía la más contenta del mundo, y procuraba vivir de manera
que, cuando Ricaredo llegase a Sevilla, antes le diese en los oídos la fama de
sus virtudes que el conocimiento de su casa. Pocas o ninguna vez salía de su
casa, si no para el monasterio; no ganaba otros jubileos que aquellos que en el
monasterio se ganaban. Desde su casa y desde su oratorio andaba con el
pensamiento los viernes de Cuaresma la santísima estación de la cruz, y los
siete venideros del Espíritu Santo. Jamás visitó el río, ni pasó a Triana, ni
vio el común regocijo en el campo de Tablada y puerta de Jerez el día, si le
hace claro, de San Sebastián, celebrado de tanta gente, que apenas se puede
reducir a número. Finalmente, no vio regocijo público ni otra fiesta en
Sevilla: todo lo libraba en su recogimiento y en sus oraciones y buenos deseos
esperando a Ricaredo. Este su grande retraimiento tenía abrasados y encendidos
los deseos, no sólo de los pisaverdes del barrio, sino de todos aquellos que
una vez la hubiesen visto: de aquí nacieron músicas de noche en su calle y
carreras de día. Deste no dejar verse y desearlo muchos crecieron las alhajas
de las terceras, que prometieron mostrarse primas y únicas en solicitar a
Isabela; y no faltó quien se quiso aprovechar de lo que llaman hechizos, que no
son sino embustes y disparates. Pero a todo esto estaba Isabela como roca en
mitad del mar, que la tocan, pero no la mueven las olas ni los vientos.
Año y medio era ya pasado cuando la esperanza
propincua de los dos años por Ricaredo prometidos comenzó con más ahínco que
hasta allí a fatigar el corazón de Isabela. Y, cuando ya le parecía que su
esposo llegaba y que le tenía ante los ojos, y le preguntaba qué impedimentos
le habían detenido tanto; cuando ya llegaban a sus oídos las disculpas de su
esposo, y cuando ya ella le perdonaba y le abrazaba, y como a mitad de su alma
le recebía, llegó a sus manos una carta de la señora Catalina, fecha en Londres
cincuenta días había; venía en lengua inglesa, pero, leyéndola en español, vio
que así decía:
Hija de mi alma:
bien conociste a Guillarte, el paje de Ricaredo. Este se fue con él al viaje,
que por otra te avisé, que Ricaredo a Francia y a otras partes había hecho el
segundo día de tu partida. Pues este mismo Guillarte, a cabo de diez y seis
meses que no habíamos sabido de mi hijo, entró ayer por nuestra puerta con
nuevas que el conde Arnesto había muerto a traición en Francia a Ricaredo.
Considera, hija, cuál quedaríamos su padre y yo y su esposa con tales nuevas; tales,
digo, que aun no nos dejaron poner en duda nuestra desventura. Lo que Clotaldo
y yo te rogamos otra vez, hija de mi alma, es que encomiendes muy de veras a
Dios la de Ricaredo, que bien merece este beneficio el que tanto te quiso como
tú sabes. También pedirás a Nuestro Señor nos dé a nosotros paciencia y buena
muerte, a quien nosotros también pediremos y suplicaremos te dé a ti y a tus
padres largos años de vida.
Por la letra y por la firma, no le quedó que
dudar a Isabela para no creer la muerte de su esposo. Conocía muy bien al paje
Guillarte, y sabía que era verdadero y que de suyo no habría querido ni tenía
para qué fingir aquella muerte; ni menos su madre, la señora Catalina, la
habría fingido, por no importarle nada enviarle nuevas de tanta tristeza.
Finalmente, ningún discurso que hizo, ninguna cosa que imaginó, le pudo quitar
del pensamiento no ser verdadera la nueva de su desventura.
Acabada de leer la carta, sin derramar
lágrimas ni dar señales de doloroso sentimiento, con sesgo rostro y, al
parecer, con sosegado pecho, se levantó de un estrado donde estaba sentada y se
entró en un oratorio; y, hincándose de rodillas ante la imagen de un devoto
crucifijo, hizo voto de ser monja, pues lo podía ser teniéndose por viuda. Sus
padres disimularon y encubrieron con discreción la pena que les había dado la
triste nueva, por poder consolar a Isabela en la amarga que sentía; la cual,
casi como satisfecha de su dolor, templándole con la santa y cristiana
resolución que había tomado, ella consolaba a sus padres, a los cuales
descubrió su intento, y ellos le aconsejaron que no le pusiese en ejecución
hasta que pasasen los dos años que Ricaredo había puesto por término a su
venida; que con esto se confirmaría la verdad de la muerte de Ricaredo, y ella
con más seguridad podía mudar de estado. Ansí lo hizo Isabela, y los seis meses
y medio que quedaban para cumplirse los dos años, los pasó en ejercicios de
religiosa y en concertar la entrada del monasterio, habiendo elegido el de
Santa Paula, donde estaba su prima.
Pasóse el término de los dos años y llegóse
el día de tomar el hábito, cuya nueva se estendió por la ciudad; y de los que
conocían de vista a Isabela, y de aquéllos que por sola su fama, se llenó el
monasterio y la poca distancia que dél a la casa de Isabela había. Y,
convidando su padre a sus amigos y aquéllos a otros, hicieron a Isabela uno de
los más honrados acompañamientos que en semejantes actos se había visto en
Sevilla. Hallóse en él el asistente, y el provisor de la Iglesia y vicario del
arzobispo, con todas las señoras y señores de título que había en la ciudad:
tal era el deseo que en todos había de ver el sol de la hermosura de Isabela,
que tantos meses se les había eclipsado. Y, como es costumbre de las doncellas
que van a tomar el hábito ir lo posible galanas y bien compuestas, como quien
en aquel punto echa el resto de la bizarría y se descarta della, quiso Isabela
ponerse la más bizarra que le fue posible; y así, se vistió con aquel vestido
mismo que llevó cuando fue a ver la reina de Inglaterra, que ya se ha dicho
cuán rico y cuán vistoso era. Salieron a luz las perlas y el famoso diamante,
con el collar y cintura, que asimismo era de mucho valor.
Con este adorno y con su gallardía, dando
ocasión para que todos alabasen a Dios en ella, salió Isabela de su casa a pie,
que el estar tan cerca del monasterio escusó los coches y carrozas. El concurso
de la gente fue tanto, que les pesó de no haber entrado en los coches, que no
les daban lugar de llegar al monasterio. Unos bendecían a sus padres, otros al
cielo, que de tanta hermosura la había dotado; unos se empinaban por verla;
otros, habiéndola visto una vez, corrían adelante por verla otra; y el que más
solícito se mostró en esto, y tanto que muchos echaron de ver en ello, fue un
hombre vestido en hábito de los que vienen rescatados de cautivos, con una
insignia de la Trinidad en el pecho, en señal que han sido rescatados por la
limosna de sus redemptores. Este cautivo, pues, al tiempo que ya Isabela tenía
un pie dentro de la portería del convento, donde habían salido a recebirla,
como es uso, la priora y las monjas con la cruz, a grandes voces dijo:
-¡Detente, Isabela, detente!; que mientras yo
fuere vivo no puedes tú ser religiosa.
A estas voces, Isabela y sus padres volvieron
los ojos, y vieron que, hendiendo por toda la gente, hacia ellos venía aquel
cautivo; que, habiéndosele caído un bonete azul redondo que en la cabeza traía,
descubrió una confusa madeja de cabellos de oro ensortijados, y un rostro como
el carmín y como la nieve, colorado y blanco: señales que luego le hicieron
conocer y juzgar por estranjero de todos. En efeto, cayendo y levantando, llegó
donde Isabela estaba; y, asiéndola de la mano, le dijo:
-¿Conócesme, Isabela? Mira que yo soy
Ricaredo, tu esposo.
-Sí conozco -dijo Isabela-, si ya no eres
fantasma que viene a turbar mi reposo.
Sus padres le asieron y atentamente le
miraron, y en resolución conocieron ser Ricaredo el cautivo; el cual, con
lágrimas en los ojos, hincando las rodillas delante de Isabela, le suplicó que
no impidiese la estrañeza del traje en que estaba su buen conocimiento, ni
estorbase su baja fortuna que ella no correspondiese a la palabra que entre los
dos se habían dado. Isabela, a pesar de la impresión que en su memoria había
hecho la carta de su madre de Ricaredo, dándole nuevas de su muerte, quiso dar
más crédito a sus ojos y a la verdad que presente tenía; y así, abrazándose con
el cautivo, le dijo:
-Vos, sin duda, señor mío, sois aquel que
sólo podrá impedir mi cristiana determinación. Vos, señor, sois sin duda la
mitad de mi alma, pues sois mi verdadero esposo; estampado os tengo en mi
memoria y guardado en mi alma. Las nuevas que de vuestra muerte me escribió mi
señora, y vuestra madre, ya que no me quitaron la vida, me hicieron escoger la
de la religión, que en este punto quería entrar a vivir en ella. Mas, pues Dios
con tan justo impedimento muestra querer otra cosa, ni podemos ni conviene que
por mi parte se impida. Venid, señor, a la casa de mis padres, que es vuestra,
y allí os entregaré mi posesión por los términos que pide nuestra santa fe
católica.
Todas estas razones oyeron los circunstantes,
y el asistente, y vicario, y provisor del arzobispo; y de oírlas se admiraron y
suspendieron, y quisieron que luego se les dijese qué historia era aquélla, qué
estranjero aquél y de qué casamiento trataban. A todo lo cual respondió el
padre de Isabela, diciendo que aquella historia pedía otro lugar y algún
término para decirse. Y así, suplicaba a todos aquellos que quisiesen saberla,
diesen la vuelta a su casa, pues estaba tan cerca; que allí se la contarían de
modo que con la verdad quedasen satisfechos, y con la grandeza y estrañeza de
aquel suceso admirados. En esto, uno de los presentes alzó la voz, diciendo:
-Señores, este mancebo es un gran cosario inglés,
que yo le conozco; y es aquel que habrá poco más de dos años tomó a los
cosarios de Argel la nave de Portugal que venía de las Indias. No hay duda sino
que es él, que yo le conozco, porque él me dio libertad y dineros para venirme
a España, y no sólo a mí, sino a otros trecientos cautivos.
Con estas razones se alborotó la gente y se
avivó el deseo que todos tenían de saber y ver la claridad de tan intricadas
cosas. Finalmente, la gente más principal, con el asistente y aquellos dos
señores eclesiásticos, volvieron a acompañar a Isabela a su casa, dejando a las
monjas tristes, confusas y llorando por lo que perdían en [no] tener en su
compañía a la hermosa Isabela; la cual, estando en su casa, en una gran sala
della hizo que aquellos señores se sentasen. Y, aunque Ricaredo quiso tomar la
mano en contar su historia, todavía le pareció que era mejor fiarlo de la
lengua y discreción de Isabela, y no de la suya, que no muy expertamente
hablaba la lengua castellana.
Callaron todos los presentes; y, teniendo las
almas pendientes de las razones de Isabela, ella así comenzó su cuento; el cual
le reduzgo yo a que dijo todo aquello que, desde el día que Clotaldo la robó de
Cádiz, hasta que entró y volvió a él, le había sucedido, contando asimismo la
batalla que Ricaredo había tenido con los turcos, la liberalidad que había
usado con los cristianos, la palabra que entrambos a dos se habían dado de ser
marido y mujer, la promesa de los dos años, las nuevas que había tenido de su
muerte: tan ciertas a su parecer, que la pusieron en el término que habían
visto de ser religiosa. Engrandeció la liberalidad de la reina, la cristiandad
de Ricaredo y de sus padres, y acabó con decir que dijese Ricaredo lo que le
había sucedido después que salió de Londres hasta el punto presente, donde le
veían con hábito de cautivo y con una señal de haber sido rescatado por
limosna.
-Así es -dijo Ricaredo-, y en breves razones
sumaré los inmensos trabajos míos:
«Después que me partí de Londres, por escusar
el casamiento que no podía hacer con Clisterna, aquella doncella escocesa
católica con quien ha dicho Isabela que mis padres me querían casar, llevando
en mi compañía a Guillarte, aquel paje que mi madre escribe que llevó a Londres
las nuevas de mi muerte, atravesando por Francia, llegué a Roma, donde se
alegró mi alma y se fortaleció mi fe. Besé los pies al Sumo Pontífice, confesé
mis pecados con el mayor penitenciero; absolvióme dellos, y diome los recaudos
necesarios que diesen fe de mi confesión y penitencia y de la reducción que
había hecho a nuestra universal madre la Iglesia. Hecho esto, visité los
lugares tan santos como inumerables que hay en aquella ciudad santa; y de dos
mil escudos que tenía en oro, di los mil y seiscientos a un cambio, que me los
libró en esta ciudad sobre un tal Roqui Florentín. Con los cuatrocientos que me
quedaron, con intención de venir a España, me partí para Génova, donde había
tenido nuevas que estaban dos galeras de aquella señoría de partida para
España.
»Llegué con Guillarte, mi criado, a un lugar
que se llama Aquapendente, que, viniendo de Roma a Florencia, es el último que
tiene el Papa, y en una hostería o posada, donde me apeé, hallé al conde
Arnesto, mi mortal enemigo, que con cuatro criados disfrazado y encubierto, más
por ser curioso que por ser católico, entiendo que iba a Roma. Creí sin duda
que no me había conocido. Encerréme en un aposento con mi criado, y estuve con
cuidado y con determinación de mudarme a otra posada en cerrando la noche. No
lo hice ansí, porque el descuido grande que yo [pen]sé que tenían el conde y
sus criados, me aseguró que no me habían conocido. Cené en mi aposento, cerré
la puerta, apercebí mi espada, encomendéme a Dios y no quise acostarme.
Durmióse mi criado, y yo sobre una silla me quedé medio dormido; mas, poco después
de la media noche, me despertaron, para hacerme dormir el eterno sueño, cuatro
pistoletes [que], como después supe, dispararon contra mí el conde y sus
criados; y, dejándome por muerto, teniendo ya a punto los caballos, se fueron,
diciendo al huésped de la posada que me enterrase, porque era hombre principal;
y, con esto, se fueron.
»Mi criado, según dijo después el huésped,
despertó al ruido, y con el miedo se arrojó por una ventana que caía a un
patio; y, diciendo ”¡desventurado de mí, que han muerto a mi señor!”, se salió
del mesón; y debió de ser con tal miedo, que no debió de parar hasta Londres,
pues él fue el que llevó las nuevas de mi muerte. Subieron los de la hostería y
halláronme atravesado con cuatro balas y con muchos perdigones; pero todas por
partes, que de ninguna fue mortal la herida. Pedí confesión y todos los
sacramentos como católico cristiano; diéronmelos, curáronme, y no estuve para
ponerme en camino en dos meses; al cabo de los cuales vine a Génova, donde no
hallé otro pasaje, sino en dos falugas que fletamos yo y otros dos principales
españoles: la una para que fuese delante descubriendo, y la otra donde nosotros
fuésemos.
»Con esta seguridad nos embarcamos, navegando
tierra a tierra con intención de no engolfarnos; pero, llegando a un paraje que
llaman las Tres Marías, que es en la costa de Francia, yendo nuestra primera
faluga descubriendo, a deshora salieron de una cala dos galeotas turquescas; y,
tomándonos la una la mar y la otra la tierra, cuando íbamos a embestir en ella,
nos cortaron el camino y nos cautivaron. En entrando en la galeota, nos
desnudaron hasta dejarnos en carnes. Despojaron las falugas de cuanto llevaban,
y dejáronlas embestir en tierra sin echallas a fondo, diciendo que aquéllas les
servirían otra vez de traer otra galima, que con este nombre llaman ellos a los
despojos que de los cristianos toman. Bien se me podrá creer si digo que sentí
en el alma mi cautiverio, y sobre todo la pérdida de los recaudos de Roma,
donde en una caja de lata los traía, con la cédula de los mil y seiscientos
ducados; mas la buena suerte quiso que viniese a manos de un cristiano cautivo
español, que las guardó; que si vinieran a poder de los turcos, por lo menos
había de dar por mi rescate lo que rezaba la cédula, que ellos averiguaran cúya
era.
»Trujéronnos a Argel, donde hallé que estaban
rescatando los padres de la Santísima Trinidad. Hablélos, díjeles quién era, y,
movidos de caridad, aunque yo era estranjero, me rescataron en esta forma: que
dieron por mí trecientos ducados, los ciento luego y los docientos cuando
volviese el bajel de la limosna a rescatar al padre de la redempción, que se
quedaba en Argel empeñado en cuatro mil ducados, que había gastado más de los
que traía. Porque a toda esta misericordia y liberalidad se estiende la caridad
destos padres, que dan su libertad por la ajena, y se quedan cautivos por
rescatar los cautivos. Por añadidura del bien de mi libertad, hallé la caja
perdida con los recaudos y la cédula. Mostrésela al bendito padre que me había
rescatado, y ofrecíle quinientos ducados más de los de mi rescate para ayuda de
su empeño.
»Casi un año se tardó en volver la nave de la
limosna; y lo que en este año me pasó, a poderlo contar ahora, fuera otra nueva
historia. Sólo diré que fui conocido de uno de los veinte turcos que di
libertad con los demás cristianos ya referidos, y fue tan agradecido y tan
hombre de bien, que no quiso descubrirme; porque, a conocerme los turcos por
aquél que había echado a fondo sus dos bajeles, y quitádoles de las manos la
gran nave de la India, o me presentaran al Gran Turco o me quitaran la vida; y
de presentarme al Gran Señor redundara no tener libertad en mi vida.
Finalmente, el padre redemptor vino a España conmigo y con otros cincuenta
cristianos rescatados. En Valencia hicimos la procesión general, y desde allí
cada uno se partió donde más le plugo, con las insignias de su libertad, que
son estos habiticos. Hoy llegué a esta ciudad, con tanto deseo de ver a
Isabela, mi esposa, que, sin detenerme a otra cosa, pregunté por este monasterio,
donde me habían de dar nuevas de mi esposa. Lo que en él me ha sucedido ya se
ha visto. Lo que queda por ver son estos recaudos, para que se pueda tener por
verdadera mi historia, que tiene tanto de milagrosa como de verdadera.»
Y luego, en diciendo esto, sacó de una caja
de lata los recaudos que decía, y se los puso en manos del provisor, que los
vio junto con el señor asistente; y no halló en ellos cosa que le hiciese dudar
de la verdad que Ricaredo había contado. Y, para más confirmación della, ordenó
el cielo que se hallase presente a todo esto el mercader Florentín, sobre quien
venía la cédula de los mil y seiscientos ducados, el cual pidió que le
mostrasen la cédula; y, mostrándosela, la reconoció y la aceptó para luego,
porque él muchos meses había que tenía aviso desta partida. Todo esto fue
añadir admiración a admiración y espanto a espanto. Ricaredo dijo que de nuevo
ofrecía los quinientos ducados que había prometido. Abrazó el asistente a
Ricaredo y a sus padres de Isabela y a ella, ofreciéndoseles a todos con
corteses razones. Lo mismo hicieron los dos señores eclesiásticos, y rogaron a
Isabela que pusiese toda aquella historia por escrito, para que la leyese su
señor el arzobispo; y ella lo prometió.
El grande silencio que todos los circunstantes
habían tenido, escuchando el estraño caso, se rompió en dar alabanzas a Dios
por sus grandes maravillas; y, dando desde el mayor hasta el más pequeño el
parabién a Isabela, a Ricaredo y a sus padres, los dejaron; y ellos suplicaron
al asistente honrase sus bodas, que de allí a ocho días pensaban hacerlas.
Holgó de hacerlo así el asistente, y, de allí a ocho días, acompañado de los
más principales de la ciudad, se halló en ellas.
Por estos rodeos y por estas circunstancias,
los padres de Isabela cobraron su hija y restauraron su hacienda; y ella,
favorecida del cielo y ayudada de sus muchas virtudes, a despecho de tantos
inconvenientes, halló marido tan principal como Ricaredo, en cuya compañía se
piensa que aún hoy vive en las casas que alquilaron frontero de Santa Paula,
que después las compraron de los herederos de un hidalgo burgalés que se
llamaba Hernando de Cifuentes.
Esta novela nos podría enseñar cuánto puede
la virtud, y cuánto la hermosura, pues son bastantes juntas, y cada una de por
sí, a enamorar aun hasta los mismos enemigos; y de cómo sabe el cielo sacar, de
las mayores adversidades nuestras, nuestros mayores provechos.
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Los puritanos
[Cuento - Texto completo.]
Armando
Palacio Valdés
Era un caballero fino,
distinguido, de fisonomía ingenua y simpática. No tenía motivo para negarme a
recibirle en mi habitación algunos días. El dueño de la fonda me lo presentó
como un antiguo huésped a quien debía muchas atenciones: si me negaba a
compartir con él mi cuarto, se vería en la precisión de despedirle por tener
toda la casa ocupada, lo cual sentía extremadamente.
-Pues si no ha de estar en Madrid más que
unos cuantos días, y no tiene horas extraordinarias de acostarse y levantarse,
no hay inconveniente en que V. le ponga una cama en el gabinete… Pero cuidado…
¡sin ejemplar!…
-Descuide V., señorito, no volveré a
molestarle con estas embajadas. Lo hago únicamente porque D. Ramón no vaya a
parar a otra casa. Crea V. que es una buena persona, un santo, y que no le
incomodará poco ni mucho.
Y así fue la verdad. En los quince días que
D. Ramón estuvo en Madrid no tuve razón para arrepentirme de mi
condescendencia. Era el fénix de los compañeros de cuarto. Si volvía a casa más
tarde que yo, entraba y se acostaba con tal cautela, que nunca me despertó; si
se retiraba más temprano, me aguardaba leyendo para que pudiese acostarme sin
temor de hacer ruido. Por las mañanas nunca se despertaba hasta que me oía
toser o moverme en la cama. Vivía cerca de Valencia, en una casa de campo, y
sólo venía a Madrid cuando algún asunto lo exigía: en esta ocasión era para
gestionar el ascenso de un hijo, registrador de la propiedad. A pesar de que
este hijo tenía la misma edad que yo, D. Ramón no pasaba de los cincuenta años,
lo cual hacía presumir, como así era en efecto, que se había casado bastante
joven.
Y no debía de ser feo, ni mucho menos, en
aquella época. Aún ahora con su elevada estatura, la barba gris rizosa y bien
cortada, los ojos animados y brillantes y el cutis sin arrugas, sería aceptado
por muchas mujeres con preferencia a otros galanes sietemesinos.
Tenía, lo mismo que yo, la manía de cantar o
canturrear al tiempo de lavarse. Pero observé al cabo de pocos días que, aunque
tomaba y soltaba con indiferencia distintos trozos de ópera y zarzuela
deshaciéndolos y pulverizándolos entre resoplidos y gruñidos, el pasaje que con
más ardor acometía y más a menudo, era uno de Los Puritanos; me
parece que pertenecía al aria de barítono en el primer acto. Don Ramón no sabía
la letra sino a medias, pero lo cantaba con el mismo entusiasmo que si la
supiera. Empezaba siempre:
Il sogno beato
De pace e contento
Ti, ro, ri, ra, ri, ro,
Ti, ro, ri, ra, ri, ro.
Necesitaba seguir tarareando hasta llegar a
otros dos versos que decían:
La dolce memoria
De un tenero amore.
Sobre los cuales se apoyaba sin cesar hasta
concluir el allegro.
-¡Hola! D. Ramón, le dije un día desde la
cama; parece que le gusta a V. Los Puritanos.
-Muchísimo; es una de las óperas que más me
gustan. Daría cualquier cosa por conocer un instrumento para poder tocarla
toda. ¡Qué dulzura hay en ella! ¡Qué inspiración! Estas son óperas y esta es
música. ¡Parece mentira que ustedes se entusiasmen con esa algarabía alemana
que sólo sirve para hacer dormir!… A mí me gustan con pasión todas las óperas
de Bellini: El Pirata, Sonámbula,I Capuletti e di
Montechi; pero sobre todas ellas Los Puritanos… Tengo además
razones particulares para que me guste más que ninguna otra, añadió bajando la
voz.
-¡Ole, ole, D. Ramón! exclamé incorporándome
de un salto y poniéndome los calcetines: vengan esas razones.
-Son tonterías de la juventud… cuestión de
amores, contestó ruborizándose un poco.
-Pues cuente V. esas tonterías. Me muero por
ellas: no lo puedo remediar, me gustan más esas cosas que la reforma de la ley
Hipotecaria de que V. me habló ayer.
-¡Al fin poeta!
-No soy poeta, D. Ramón; soy crítico.
-Pues me había dicho el amo que era usted
poeta… De todas maneras, se lo contaré ya que V. tiene curiosidad… Verá V. como
es una tontería que no merece la pena… ¡Pero vístase V., criatura, que se está
helando!
El año de cincuenta y ocho vine a Madrid con
una comisión del Ayuntamiento de Valencia para gestionar la rebaja de la cuota
de consumos. Tenía yo entonces… eso es, veintinueve años; y ya hacía siete
cumplidos que estaba casado. Es una barbaridad casarse tan joven. Aunque no
tengo motivo para arrepentirme, no aconsejaré a nadie que lo haga. Vine a parar
a esta misma casa, esto es, a la misma posada; la casa estaba entonces situada
en la calle del Barquillo. En aquella época, bueno será que le advierta, que me
complacía en andar muy lechuguino o sietemesino, como ustedes dicen ahora, cosa
que tenía siempre escamada a mi pobre mujer. ¿Para qué te
compones tanto, hombre de Dios? ¿Vas de conquista? ¡Quién sabe! contestaba
riendo y dejándola un poco enojada. No es malo tener a las mujeres un si es no
es celosas.
Una tarde, una hermosa tarde de invierno, de
las que sólo se ven en este Madrid, salí de casa después de almorzar con el
objeto de hacer algunas visitas y también para espaciarme por esas calles de
Dios. Iba caminando lentamente por la de las Infantas, meditando sobre el plan
de la noche, o sea el modo de pasarla más divertido, y saboreando un buen
cigarro habano, cuando de pronto ¡zas! recibo un fuerte golpe en la cabeza que
me hace vacilar; el flamante sombrero de copa fue rodando por un lado y el
cigarro por otro. Cuando me recobré del susto, lo primero que vi a mis pies fue
una enorme muñeca fresca, sonrosada y en camisa.
Esta buena pieza es la que ha causado el
destrozo, dije para mis adentros, lanzándole una mirada iracunda que la muñeca
aparentó no comprender. Mas como no era de presumir que ella por su voluntad se
hubiese arrojado sobre mí de aquel modo brusco e inconveniente, pues jamás
había hecho daño a ninguna muñeca, creí más probable que de alguna casa me la
hubieran arrojado. Alcé la cabeza vivamente.
En efecto, el reo estaba de pie en el balcón
de un primer piso, suspenso, atónito, consternado. Era una niña de trece o
catorce años.
Al observar la mirada de espanto y congoja
que me dirigía se templó mi furor, y en vez de lanzarle un apóstrofe violento,
como tenía determinado, le mandé una sonrisa galante. Puede ser que en la
formación de esta sonrisa haya intervenido más o menos directamente la belleza
nada vulgar del criminal.
Recogí el sombrero, me lo puse, y volví a
alzar la cabeza y a remitir otra sonrisa, acompañada esta vez de un ligero
saludo. Pero mi agresor seguía inmóvil y aterrado sin darse cuenta ni poder
explicarse las amables disposiciones en que su víctima se hallaba. A todo esto
la muñeca seguía en el suelo inmóvil también, pero sin mostrar en modo alguno
sorpresa, pesar, terror, ni siquiera vergüenza de su situación poco decorosa.
Me apresuré a levantarla, cogiéndola, si mal no recuerdo, por una pierna, y me
informé minuciosamente de si había padecido alguna fractura u otra herida
grave. No tenía más que leves contusiones. Alcela en alto y la mostré a su
dueño haciéndole seña de que iba a subir para entregársela. Y sin más
dilaciones entro en el portal, subo la escalera y tomo el cordón de la
campanilla… Ya está abierta la puerta. Mi lindo agresor asoma su rostro
trigueño, gracioso, lleno de vida y frescura, y extiende sus manos diminutas,
en las cuales deposito respetuosamente a la muñeca desmayada. Quise hablar,
para dar mayor seguridad de que no era nada lo que había pasado, que la muñeca
conservaba íntegros sus miembros, y yo lo mismo, y que celebraba la ocasión de
conocer una niña tan hermosa y simpática, etc., etc. Nada de esto fue posible.
La chica murmuró confusamente un “muchas gracias”, y se apresuró a cerrar la
puerta, dejándome con el discurso en el cuerpo.
Salgo a la calle un poco disgustado, como
cualquier otro orador en el mismo caso, y sigo mi camino, no sin volver
repetidas veces la cabeza hacia el balcón. A los treinta o cuarenta pasos
observo que está la niña asomada, y me paro y la envío una sonrisa y un saludo
ceremonioso. Esta vez contesta, aunque ligeramente, pero se apresura a
retirarse. ¡Cuidado que era linda aquella niña! Al llegar al extremo de la
calle sentí la necesidad imperiosa de verla otra vez, y di la vuelta, no sin
percibir cierta vergüenza en el fondo del corazón, pues ni mi edad, ni mi
estado, me autorizaban semejantes informalidades; mucho menos tratándose de tal
criaturita. Ya no estaba en el balcón.
Pues yo no me voy sin verla me dije, y pián
pianito, comencé a pasear la calle sin perder de vista la casa, con la misma
frescura que un cadete de Estado Mayor. Después de todo, aquí nadie me conoce
-me iba repitiendo a cada instante, a fin de comunicarme alientos para seguir
paseando-. Además, yo no tengo nada que hacer ahora; y lo mismo da vagar por un
lado que por otro.
Justamente, al cruzar tercera o cuarta vez
por delante del balcón apareció en él la gentil chiquita, que al verme hizo un
movimiento de sorpresa, acompañado de una mueca encantadora, se echó a reír y
se ocultó de nuevo.
¡Pero, qué necios somos los hombres y qué
inocentes cuando se trata de estos asuntos! ¿Querrá V. creer que entonces no
sospeché siquiera que la niña había estado presenciando, sin perder uno solo,
todos mis movimientos?
Satisfecho ya el capricho, dejé la calle de
las Infantas, y me fui a casa de un amigo. Mas al día siguiente, fuese
casualidad o premeditación, aunque es muy probable lo último, acerté a pasar
por el mismo sitio a la misma hora. Mi gentil agresor, que estaba de bruces
sobre la barandilla del balcón, se puso encarnado hasta las orejas así que pudo
distinguirme, y se retiró antes de que pasase por delante de la casa. Como V.
puede suponer, esto lejos de hacerme desistir, me animó a quedarme petrificado
en la esquina de la primer bocacalle, en contemplación estática. No pasaron
cuatro minutos sin que viese asomar una naricita nacarada, que se retiró al
momento velozmente, volvió a asomarse a los dos minutos y volvió a retirarse,
asomose al minuto otra vez y se retiró de nuevo. Cuando se cansó de tales
maniobras, se asomó por entero y me miró fijamente por un buen rato, cual si
tratase de demostrar que no me tenía miedo alguno. Entonces se generalizó por
entrambas partes un fuego graneado de miradas, acompañado por lo que a mí
respecta de una multitud de sonrisas, saludos y otros proyectiles mortíferos,
que debieron causar notables estragos en el enemigo. Éste a la media hora oyó
sin duda en la sala el toque de “alto el fuego”, y se retiró cerrando el
balcón. No necesitaré decirle, que por más que me sintiese avergonzado de
aquella aventura, seguí dando vueltas a la misma hora por la calle, y que el
tiroteo era cada vez más intenso y animado. A los tres o cuatro días me decidí
a arrancar una hoja de la cartera y a escribir estas palabras: Me gusta
V. muchísimo. Envolví dos cuartos en la hoja, y aprovechando la ocasión de
no pasar nadie, después de hacerle seña de que se retirase, la arrojé al
balcón. Al día siguiente, cuando pasé por allí, vi caer una bolita de papel que
me apresuré a recoger y desdoblar. Decía así, en una letra inglesa, crecida,
hecha con mucho cuidado y el papel rayado para no torcer: Tan bien
ustez me gusta a mí no crea que juego con muñecas era de mi ermanita.
Aunque sonreí al leer el billete amoroso, no
dejó de causarme sensación dulce y amable, que muy pronto hizo sitio a otra
melancólica, al recordar que me estaban prohibidas para siempre tales
aventuras. Aquel día mi chiquita no salió al balcón, sin duda avergonzada de su
condescendencia; pero al siguiente la hallé dispuesta y aparejada al combate de
miradas, señas y sonrisas, que ya no escasearon por ambas partes. Una hora o
más duraba todas las tardes este juego, hasta que se oía llamar y se retiraba
apresuradamente. La pregunté por señas si salía de paseo, y me contestó que sí:
y en efecto, un día aguardé en la calle hasta las cuatro y la vi salir en
compañía de una señora, que debía de ser su mamá, y de dos hermanitos. Seguiles
al Retiro, aunque a respetable distancia, porque me hubiera causado mucha
vergüenza el que la mamá se enterase de que la chiquilla, con menos prudencia,
volvía a cada instante la cabeza y me dirigía sonrisas, que me tenían en
continuo sobresalto. Al fin volvimos a casa en paz. A todo esto, yo no sabía
cómo se llamaba, y a fin de averiguarlo escribí la pregunta en otra hoja de la
cartera: ¿Cómo se llama V.? La chica contestó en la misma
letra inglesa y crecida, con el papel rayado: Me llamo Teresa no crea
ustez por Dios que juego con muñecas.
Diez o doce días se transcurrieron de esta
suerte. Teresa me parecía cada día más linda, y lo era en efecto, porque según
he averiguado en el curso de mi vida, no hay pintura, raso ni brocado que
hermosee tanto a la mujer como el amor. La pregunté repetidas veces si podía
hablar con ella, y siempre me contestó que era de todo punto imposible: si la
mamá llegaba a saber algo ¡adiós balcón! Empecé a sospechar que me iba
enamorando y esto me traía inquieto. No podía pensar en aquella niña sin sentir
profunda melancolía como si personificase mi juventud, mis ensueños de oro,
todas mis ilusiones, que para siempre estaban separados de mí por barrera
infranqueable. Al mismo tiempo me acosaban los remordimientos. ¡Cuál sería el
dolor de mi pobre mujer si llegase a averiguar que su marido andaba por la
corte enamorando chiquillas! Un día recibí carta suya, participándome que tenía
a mi hijo menor un poco indispuesto, y rogándome que procurase arreglar los
negocios y volviese pronto a casa. La noticia me produjo el disgusto que V.
puede suponer; porque siempre he delirado por mis hijos: y como si aquello fuese
castigo providencial o por lo menos advertencia saludable, después de grave y
prolongada meditación, en que me eché en cara sin piedad, mi conducta infame y
ridícula, canté sin rebozo el yo pecador y resolví obedecer a mi esposa
inmediatamente. Para llevar a cabo este propósito, lo primero que se me ocurrió
fue no acordarme más de Teresa, ni pasar siquiera por su calle, aunque fuese
camino obligado: después, abreviar cuanto pudiese los asuntos. Según mis
cálculos quedaría libre a los cinco o seis días.
Ya no seguí, pues, la calle de las Infantas
como acostumbraba después de almorzar, ni aun para ir a la de Valverde, donde
vivían unos amigos. Por la noche, después de comer, como no había peligro de
ver a Teresa, la cruzaba velozmente y sin echar una mirada a la casa.
Pasaron cuatro días; ya no me acordaba de
aquella niña, o si me acordaba era de un modo vago, como la memoria de los días
risueños de la juventud. Tenía casi ultimados mis negocios y andaba preocupado
con la elección del día para marcharme. Será cosa, a más tardar, del viernes o
el sábado, me dije después de comer, encendiendo un cigarro y echándome a la
calle. El ministro se había negado a rebajar la cuota del Ayuntamiento, lo cual
me tenía muy disgustado. Pensando en lo que había de decir a mis colegas cuando
me viese entre ellos, y en el modo mejor de explicarles la causa del fracaso,
crucé la plaza del Rey y entré en la calle de las Infantas. La noche era
espléndida y bastante templada; llevaba abierto el gabán y caminaba lentamente
gozando con voluptuosidad de la temperatura, del cigarro y de la seguridad de
ver pronto a mi familia. Al pasar por delante de la casa de la niña me detuve y
la contemplé un instante casi con indiferencia. Y seguí adelante murmurando:
“¡Qué chiquilla tan mona! ¡Lástima será que se la lleve un tunante!” Después me
puse a reflexionar en lo fácil que me hubiera sido jugar una mala pasada al
alcalde y alzarme con el cargo; pero no; hubiera sido una felonía. Por más que
fuese un poco díscolo y soberbio, al fin era amigo: tiempo me quedaba para ser
alcalde. Pero cuando más embebido andaba en mis pensamientos y planes
políticos, y cuando ya estaba próximo a doblar la esquina de la calle, he aquí
que siento un brazo que se apoya en el mío y una voz que me dice:
-¿Va V. muy lejos?
-¡Teresa!
Los dos quedamos mudos por algunos instantes;
yo contemplándola estupefacto; ella con la cabeza baja y sin abandonar mi
brazo.
-¿Pero dónde va V. a estas horas?
-Me voy con V. -contestó alzando la cabeza y
sonriendo como si dijese la cosa más natural del mundo.
-¿A dónde?
-¡Qué sé yo! Donde V. quiera.
A un mismo tiempo sentí escalofríos de placer
y de miedo.
-¿Ha huido V. de su casa?
-¡Qué había de huir!… solamente se la he
jugado a Manuel, del modo más gracioso!… Verá V. cómo se ríe… Me empeñé hoy en
ir a la tertulia de unas primas, que viven en la calle de Fuencarral, y papá
mandó a Manuel que me acompañase. Llegamos hasta el portal y allí le dije:
márchate, que ya no haces falta; y me hice como que subía la escalera, pero en
seguida di la vuelta sin llamar y me vine detrás de él hasta casa… ¡Cuando le
vi entrar me dio una risa, que por poco me oye!
La chiquilla se reía aún, con tanta gana y
tan francamente, que me obligó a hacer lo mismo.
-¿Y V. por qué ha hecho eso? -le pregunté con
la falta de delicadeza, mejor dicho, con la brutalidad de que solemos estar tan
bien provistos los caballeros.
-Por nada -repuso desprendiéndose de mi brazo
repentinamente y echando a correr.
La seguí y la alcancé pronto.
-¡Qué polvorilla es V.! -le dije echándolo a
broma-. ¡Vaya un modo de despedirse!… Perdón si la he ofendido…
La niña, sin decir nada, volvió a tomar mi
brazo. Caminamos un buen pedazo en silencio. Yo iba pensando ansiosamente en lo
que iba a decir o en lo que iba a hacer, sobre todo en lo que iba a hacer. Al
fin, Teresa lo rompió, preguntándome resueltamente:
-¿No me dijo V. por carta que me quería?
-¡Pues ya lo creo que la quiero a V.!
-¿Entonces, por qué ha dejado de venir a
verme y de pasar por la calle de día?
-Porque temía que su mamá…
-Sí, sí, porque los hombres son todos muy
ingratos y cuanto más se les quiere es peor… ¿Piensa V. que yo no lo sé?… Me ha
tenido V. al balcón todas estas tardes esperándole; ¡pero que si quieres!… Por
la noche detrás de los cristales, le veía pasar, muy serio, muy serio, sin
mirar siquiera hacia mi casa… Yo decía, ¿estará enfadado conmigo? ¿Por qué se
habrá enfado? ¿Será porque he cerrado el balcón a las tres menos cuarto? En
fin, todo me volvía cavilar, cavilar, sin sacar nada en limpio… Entonces dije:
voy a darle un susto esta noche…
-Ha sido un susto muy agradable.
-Si no llega V. a pararse delante de mi casa
y a quedarse mirando a los balcones, no salgo del portal… pero aquello me
decidió.
Momento de pausa, en el cual me acudió a la
mente un tropel de pensamientos que todavía me avergüenzan. Teresa volvió a
mirarme fijamente.
-¿Está V. contento?
-¡Vaya!
-¿Va V. a gusto conmigo?
-Mejor que con nadie en el mundo.
-¿No le estorbo?
-Al contrario, siento un placer como usted no
puede figurarse.
-¿No tiene V. nada que hacer ahora?
-Absolutamente nada.
-Entonces vamos a pasear: cuando llegue la
hora, V. me lleva a casa y mamá se figura que me trajo el criado de las primas…
Pero si le estorbo o no le gusta pasear conmigo, dígamelo V… me voy en seguida…
Yo le contesté apretándole el brazo y
tirándole suavemente por la mano para encajárselo bien en el mío. Teresa
continuó hablando con graciosa volubilidad.
-Parece mentira que seamos tan amigos ¿no es
verdad? Yo pensé cuando le dejé caer la muñeca encima que le había matado… ¡Qué
miedo tuve! ¡Si V. viera!… Vamos a ver ¿por qué en lugar de enfadarse se sonrió
V. conmigo?
-¡Toma! porque me gustó V. mucho.
-Eso pensaba yo: debí de haberle sido
simpática, porque si no la verdad es que tenía motivo para ponerse furioso.
Todavía cuando V. subió a llevármela estaba muerta de miedo y por eso cerré tan
pronto la puerta… ¡Dichosa muñeca! Me dio tal rabia que la tiré contra el suelo
y la partí un brazo.
-Pues no debe V. tratarla mal; al contrario,
debe V. conservarla como un recuerdo.
-¿Sabe V. que tiene razón? Si no hubiera sido
por la muñeca no nos hubiéramos conocido… ni sería V. mi novio;… porque tengo
otro…
-¿Cómo otro?
-Es decir, ya no lo tengo: lo tenía… Es un
primo que está empeñado en que le he de querer a la fuerza… No vaya V. a creer
que es feo… al contrario, es guapo… pero a mí no me gusta… No lo puedo
remediar. Le dije que sí, porque me dio lástima un día que se echó a llorar.
Mientras conversábamos de esta suerte íbamos
caminando sosegadamente por las calles. Para evitar el encuentro con cualquier
pariente o conocido de la niña, procuré seguir las menos principales. Teresa
iba cogida a mi brazo como al de un antiguo amigo, hablando sin cesar, riendo,
sacudiéndome a veces fuertemente y deteniéndose a lo mejor delante de un escaparate,
para hacerme mirar cualquier chuchería. Su charla era un gorjeo dulce,
insinuante, que me conmovía y refrescaba el corazón; a impulso de ella se fue
disipando poco a poco el tropel de pensamientos pérfidos que vagaba por mi
cabeza. Sin saber de qué modo, también desaparecieron todos mis temores; me
figuraba que aquella niña tenía algún parentesco conmigo, y no hallaba
extraordinaria y peligrosa nuestra situación como al principio. Su inocencia
era un velo espeso, que nos impedía ver el riesgo que corríamos.
En poco tiempo me contó una infinidad de
cosas. Era de Jerez; no hacía más que un año que estaban en Madrid
establecidos; su papá ocupaba un alto empleo; tenía dos hermanitos y una
hermanita. Acerca del carácter y costumbres de cada uno de ellos se extendió
considerablemente; la hermanita era muy buena niña, amable y obediente; pero
los chicos insufribles; todo el día gritando, ensuciando la casa y peleándose.
Su mamá le había dado jurisdicción sobre ellos hasta para castigarles, pero no
quería usar de ella porque tenía miedo de que le perdiesen el cariño: que la
mamá se arreglara como pudiese. Después habló del papá, que era muy serio, pero
muy bueno; lo único que la tenía apesadumbrada era que parecía querer más a los
chicos que a ellas. La mamá, en cambio, mostraba predilección por las niñas.
Habló después de las primas de la calle de Fuencarral; una era muy bonita, la
otra graciosa solamente: las dos tenían novio, pero no valían cuatro cuartos:
chiquillos que todavía estudiaban en el Instituto. Tenían, además, un hermano,
que era el primo que había sido su novio; éste ya era bachiller y se estaba
preparando para entrar en el colegio de Artillería. De vez en cuando, en los
cortos intervalos de silencio levantaba graciosamente la cabeza, preguntándome:
-¿Va V. a gusto conmigo? ¿Le estorbo?
Y cuando me oía protestar vivamente contra
semejante duda, su rostro expresivo se iluminaba de alegría y continuaba
hablando.
Habíamos recorrido algunas calles. Ya puede
V. imaginarse que yo iba gozando como los ángeles en el paraíso, y pendiente de
los labios de aquella niña, que al referirme todas las nonadas infantiles de su
vida, parecía infundir en mi alma encantada la ciencia de la dicha. Sin
embargo, no podía desechar cierta vaga inquietud que turbaba mi alegría.
Buscando manera de pasar las horas de que disponíamos más dignamente que
vagando por las calles, tropezamos al bajar la cuesta de Santo Domingo con el
Teatro Real. Al instante se me ocurrió la idea de entrar: Teresa la aceptó
inmediatamente, y a fin de que no reparasen en nosotros, tomamos entradas de
paraíso. Se cantaba Los Puritanos, y aquél rebosaba de gente; de
suerte que nos costó algún trabajo introducirnos y escalar uno de los rincones;
pero al cabo llegamos. Teresa se encontró admirablemente y me pagaba los
trabajos que había pasado para llevarla hasta allí con mil sonrisas y palabras
amables. Mientras subían el telón seguimos charlando, aunque muy bajito: se
había establecido entre nosotros una gran intimidad, y me abandonó una de sus
manos que yo acariciaba embelesado. Cuando empezó la ópera dejó de charlar y se
puso a atender tan decididamente, que a mí me hizo sonreír el verla con la
cabecita apoyada en la pared y los ojos estáticos. Sabía música, pero había ido
al teatro pocas veces; así que las melodías inspiradas de la ópera de Bellini
le causaban profunda impresión, que se traducía por un leve temblor de las
pupilas y los labios. Cuando llegó el sublime canto del tenor que empieza A
te, oh cara, me apretó con fuerza la mano exclamando por lo bajo:
-¡Oh qué hermoso! ¡oh qué hermoso!
Después me hizo explicarle lo que pasaba en
la escena: halló el matrimonio del tenor y la tiple muy proporcionado, pero
compadecía de veras al barítono, a quien birlaban la novia; quedó sumamente
disgustada cuando al fin del acto el tenor se ve en la precisión de acompañar a
la reina y dejar abandonada a su futura, y declaró resueltamente que esta era
una conducta indigna.
-Pero advierta V. que estaba obligado a
hacerlo porque era su reina quien se lo pedía.
-No importa, no importa; si la quisiera bien
no hay reina que valga. Lo primero siempre es la novia.
No me fue posible arrancarle tan extraña
teoría de la cabeza. Después que bajó el telón permanecimos en el mismo sitio y
me obligó a contarle mi vida y milagros, cuántas novias había tenido, a quién
había querido más, etc., etc. Ya comprenderá usted que necesité ensartar un sin
fin de patrañas. Después, sin motivo alguno serio, manifestó rotundamente que
todos los hombres eran ingratos. Yo me atreví a apuntar que había excepciones,
pero no fue posible hacérselo reconocer.
-Usted será lo mismo que todos (anunció en
tono profético y mirando a un punto del espacio); me querrá V. un poco de
tiempo, y después… si te vi, no me acuerdo.
¡Qué rato tan delicioso y tan infernal a la
vez, me estaba haciendo pasar aquella niña! Para llevar la conversación a otro
punto, le pregunté:
-¿Cuántos años tiene V.? Hasta ahora no me lo
ha dicho.
-Tengo… tengo… mire V., yo siempre digo que
tengo catorce, pero la verdad es que no tengo más que trece y dos meses… ¿y V.?
-¡Una atrocidad! No me lo pregunte usted, que
me da vergüenza.
-¡Ah qué presumido! ¡Si yo le he de querer lo
mismo que tenga muchos que pocos!
En seguida me propuso que nos tratásemos de
tú, pero después de aceptado se volvió atrás ofreciéndome que yo la tratase de
tú y ella siguiese con el V. No quise conformarme.
-Pues mire V., yo no puedo hablarle de tú; me
da mucha vergüenza… Pero, en fin, vamos a ensayar.
Del ensayo resultó que para evitar el
pronombre daba la pobrecilla infinidad de rodeos y se metía en una serie
interminable de perífrasis: si se aventuraba a dirigirme un tú, lo hacía
bajando la voz y pasando como sobre ascuas.
Cuando empezó el segundo acto, volvió a
escuchar atentamente. Mis ojos no se apartaban casi nunca de su rostro: ella
entornaba a menudo los suyos para dirigirme una sonrisa apretando al mismo
tiempo mi mano. Observé, no obstante, que se había amortiguado un poco la viva
expresión de su fisonomía y que iba perdiendo aquella graciosa volubilidad del
principio. Las sonrisas de sus labios se fueron haciendo tristes, y por la
cándida frente pasó una ráfaga de inquietud que comunicó a su lindo rostro
infantil cierta grave expresión que no tenía. Parecía que en virtud de un
misterioso movimiento de su espíritu, la niña se transformaba en mujer en pocos
instantes. Dejó de apretar mi mano y hasta retiró la suya: volví a cogerla
disimuladamente, pero al poco tiempo la retiró de nuevo.
El segundo acto había terminado. Al bajarse
el telón me hizo mirar el reloj, y viendo las once, dijo que era necesario
partir en seguida, porque a las once y media, a más tardar, iba el criado a
buscarla.
Salimos del teatro. La noche seguía tibia y
estrellada: a la puerta aguardaba una larga fila de coches, que nos fue preciso
evitar. Ya no había en las calles el movimiento de las primeras horas, pero con
todo, seguimos las más solitarias. Teresa no quiso aceptar mi brazo como antes.
Entonces me tocó llevar la voz cantante, y la dije al oído mil requiebros y
ternezas, explicándola por menudo el amor que me había inspirado y lo que había
sufrido en los días en que no pasé por su calle: recordele todos los
pormenores, hasta los más insignificantes, de nuestro conocimiento visual y
epistolar, y le di cuenta de los vestidos que le había visto y de los adornos,
a fin de que comprendiese la profunda impresión que me había causado. Nada
replicaba a mi discurso; seguía caminando cabizbaja y preocupada, formando su
actitud notable contraste con la que tenía tres horas antes al pasar por los
mismos sitios. Cuando me detuve un instante a respirar, exclamó sin mirarme:
-Hice una cosa muy mala, muy mala. ¡Dios mío,
si lo supiese papá!
Traté de probarle que su papá no podía
enterarse de nada, porque llegaríamos demasiado temprano.
-De todas maneras, aunque papá no se entere,
hice una cosa muy mala. Usted bien lo sabe, pero no quiere decirlo: ¿No es
verdad que una niña bien educada no haría lo que yo hice esta noche?… ¡Si lo
supiesen mis primas, que están deseando siempre cogerme en alguna falta!… Pero
no piense V…, por Dios, que lo he hecho con mala intención… Yo soy muy
aturdida… todo el mundo lo dice… pero también dicen que tengo buen fondo.
Al proferir estas palabras se le había ido
anudando la voz en la garganta, hasta que se echó a llorar perdidamente. Me
costó mucho trabajo calmarla, pero al fin lo conseguí elogiando su carácter
franco y sencillo y su buen corazón, y prometiendo quererla y respetarla
siempre. Me hizo jurar una docena de veces que no pensaba nada malo de ella.
Después de secarse las lágrimas recobró su alegría y comenzó a charlar por los
codos. Me expuso en pocos instantes una infinidad de proyectos a cual más
absurdo: según ella, debía presentarme al día siguiente en casa, y pedirle al
papá su mano: el papá diría que era muy niña, pero yo debía replicarle
inmediatamente que no importaba nada: el papá insistiría en que era demasiado
pronto, pero yo le presentaría el ejemplo de una tía, hermana de su mamá, que
estaba jugando a las muñecas cuando la avisaron para ir a casarse. ¿Que había
de oponer a este poderoso argumento? Nada seguramente. Nos casaríamos, y acto
continuo nos iríamos a Jerez, para que conociese a sus amigas y a sus tíos.
¡Qué susto llevarían todos al verla del brazo de un caballero, y mucho más,
cuando supieran que este caballero era su marido!
Estaba tan linda, tan graciosa, que no pude
menos de pedirle con vehemencia que me permitiese darla un beso. No fue
posible. Ningún hombre la había besado hasta entonces; solamente su primo la
había dado un beso a traición, pero le costó caro, porque le dejó caer dos
vasos de limón sobre la cabeza: hasta en los juegos de prendas hacía que
pusieran las manos delante, para que no le tocasen la cara con los labios. Pero
cuando estuviésemos casados, ya sería otra cosa; entonces todos los besos que
se me antojaran, aunque sospechaba que no se los pediría con tanto ardor como
ahora.
Estábamos próximos ya a su casa. Los
carruajes de la gente que volvía de las tertulias, al cruzar a nuestro lado,
apagaban la voz de Teresa y la obligaban a esforzarla un poco. Las estrellas
desde el cielo nos hacían guiños, como si nos invitasen a gozar apresuradamente
de aquellos momentos felices, que no habían de volver. A lo lejos sólo se
veían, como fuegos fatuos, los faroles de los serenos.
Llegamos por fin a casa. Delante de la
puerta, Teresa volvió a hacerme jurar que no pensaba nada malo de ella, y que
al día siguiente a las dos en punto de la tarde, me presentaría debajo de sus
balcones.
-Cuidado que no faltes.
-No faltaré, preciosa.
-¿A las dos en punto?
-A las dos en punto.
-Llama ahora con un golpe a la puerta.
Cogí la aldaba y di un golpe fuerte. Al poco
rato se oyeron los pasos del portero.
-Ahora -dijo en voz bajita y temblorosa- dame
un beso y escápate de prisa.
Al mismo tiempo me presentaba su cándida y
rosada mejilla. Yo la tomé entre las manos y la apliqué un beso… dos… tres…
cuatro… todos los que pude hasta que oí rechinar la llave. Y me alejé a paso
largo.
Dejó de hablar D. Ramón.
-¿Y después, qué sucedió? -le pregunté con
vivo interés.
-Nada, que aquella noche no pude dormir de
remordimientos y al día siguiente tomé el tren para mi pueblo.
-¿Sin ver a Teresa?
-Sin ver a Teresa.
FIN
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La primera conquista
[Cuento - Texto completo.]
Felipe
Trigo
Me había dado mi tía dos reales y compré con
ellos todo lo siguiente:
Cinco céntimos de pitillos.
Dos céntimos de fósforos de cartón.
Ocho céntimos de americanas.
Diez céntimos de peladillas de Elvas.
Y un mi buen real de confetti,
porque era Carnaval.
Con todas estas cosas, convenientemente
repartidas por los bolsillos, excepto un cigarro, que echaba en mi boca más
humo que una fábrica de luz, me dirigí a San Francisco por la calle de Santa Catalina
abajo, marchando tan arrogante y derecho, que no pude menos de creer que era un
capitán, que durante un rato fue detrás, pensaría:
—Será militar este muchacho.
El paseo estaba animadísimo. Pronto hallé
amigos y caras conocidas entre las nenas. Yo reservaba mis confettis (que
entonces no se llamaban así) para Olimpia, la morenilla que iba a la escuela
frente al Instituto. Pero Soledaíta, una rubia traviesa que al brazo con sus
compañeras nos tropezó en la revuelta de un boj, se dirigió a mí resueltamente,
mordió su cartucho de papeles y me los regó por los hombros.
Soledad era muy mona (y aun creo que lo es).
Yo salí del lance lleno de vanidad; y haciendo una vuelta hábil por los
jardines, volví a encontrarme frente a frente con ella. Llevaba en cada mano
dos cartuchos, me adelanté hacia la rubilla traviesa y los sacudí con saña
sobre su cabeza, que quedaba poco después, y los encajes de su vestido de medio
largo, como si les hubiera caído una nevada de copos de mil colores. Mis
papeles eran finos; de lo más caro que se vendía, con mucho rojo, azul y
dorado… Cuando Soledad pudo abrir los ojos, limpiándose entre carcajadas los
papelillos de las pestañas, la ofrecí almendras. Ella me dio un caramelo de los
Alpes.
—¡Declárate, no seas tonto! —dijeron mis amigos
con envidia. Y sobre todo, con interés egoísta, Juan, que rondaba a otra
muchacha prima de Soledad. Así pasearíamos juntos la misma calle.
Fui al aguaducho de enfrente, donde tenía mis
ciertos conocimientos, porque allí nos convidamos unos a otros a anís en
tiempos de exámenes, y escribí en el mejor papel que pude:
«Señorita: Hace mucho tiempo que mi corazón,
impulsado por los resortes misteriosos del amor, se agita extraordinariamente
en el océano de las incertidumbres. Sí, desde que vi la divina luz de sus ojos
perdí el sosiego; y si le interesa a usted la felicidad de un pobre desesperado
de la vida, désela usted con un anhelado sí de bienandanza a quien por usted se
muere a la vez que se ofrece su más rendido servidor, q. s. p. b…».
Diez minutos después, sombrero en mano y con
toda la finura posible, estaba delante de Soledad:
—Señorita, ¿será usted tan amable que quiera
aceptar esta carta?
—¡Pronto, que nos va a ver mi criada! —dijo—
arrebatándola y guardándosela arrugada en el peto de la blusa.
Uno de mis amigos, que vigilaban la escena
escondidos en los rosales, gritó en este, momento:
—¡Cu, cu!
Así lo hubiera partido un rayo.
—Y diga usted, señorita, ¿cuándo me entregará
usted la ansiada contestación?
—Mañana.
—¿Aquí?
—Sí, hombre. No sea usted pesado.
Y dio un revuelo y se unió a las otras.
Yo me quedé como tonto, sintiendo unos
calambres del corazón, admirado de mi osadía y encantado de mi fortuna. No
hablé más en toda la tarde y hubiese dado todas las almendras y los cacahuetes
que me quedaban porque llegara en seguida la siguiente.
Pero aquella noche fui con mi familia a
ver Don Juan Tenorio, que ponían en el teatro fuera de época, no
sé por qué. Y a la salida pillé unas anginas como para mí solo. Ocho días de
cama, con fiebre. Los autores no han podido averiguar si en los delirios de mis
cuarenta grados puse el nombre de Soledad; pero lo que sí recuerdo bien es que
al tercer día de convalecencia se me entregó una carta suya, con todos los
signos en el sobre de haber sido abierta, y con todas las señales en la cara de
mis parientes de haberse reído de la carta y de mí.
«Caballero —decía la carta—, a la rendida
pasión que me pinta usted en la suya, y que yo creo sinceramente, no puedo
ofrecer otro premio que el de la amistad. Si usted sabe ganarse mi corazón,
solo Dios puede decir el porvenir que nos reserva; s. s. s.,
Soledad».
Y añadía por debajo:
«No pase mucho por mi calle, porque mi papá
pudiera berlo y hecharle a husted un jarro de agua el domingo al anochecer
puede husted hablarme en mi bentana».
Bueno, salvo la letra, que era de segunda, y
la postdata, que era original, la epístola no estaba mal copiada.
Era precisamente el modelo que continuaba a
la mía en el Epistolario del amor para uso de damas y
galanes.
•••••
Desde entonces, Juan y yo rondábamos juntos a
las primitas. Fueron nuestras novias muchos meses. Siempre que anochecido las
encontrábamos reunidas en la reja, nos deteníamos. Cuando en la reja estaba una
y pasábamos los dos, también; y hasta se dio el caso de que uno solo se parase
en la ventana con ambas.
Lo que no llegó a ocurrir jamás fue que uno
solo se atreviera a acercarse cuando su novia estaba sola.
Una vez me sucedió a mí, por excepción y por
pura sorpresa, y pasé las de San Quintín.
¿Qué demonios iba yo a decirle?
FIN
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Mujeres prácticas
[Cuento - Texto completo.]
Felipe
Trigo
Plegó Alfredo La
Correspondencia que a la luz del tranvía vino leyendo
desde Pozas, y miró dónde se encontraba: calle Mayor. ¡Oh! Y a fe que le había
ensimismado el periódico. El coche iba bien de mujeres. Lo que se dice, cuando
el día está de bonitas, se ve cada cara como una gloria.
Junto a él, mamá respetable, cincuentona y de
libras, pero hermosa, y con dos niñas a la izquierda… que hasta allí. Se
advertía a la pequeña, molesta en la estrechura del asiento, aguantada casi por
aquel empleadete de levitín raído, personilla de pelele medio oculta entre las
gasas de la joven por un lado y bajo el mantón de corpulenta chula por el otro;
esta era la cuña de la tanda. En la de enfrente dos o tres señoras todavía, una
con su marido, guapa ella y retrechera. Pero a la más hermosa fueron los ojos
de Alfredo, guiados por la nariz, por un rastro de heliotropo que le caía de
muy cerca, envolviéndola en nube de sutil voluptuosidad; alzó la vista y vio de
pie a la puerta de la plataforma delantera una rubia espléndida, de continente
altivo de princesa, buena moza, enguantada, llena de lujo, de brillantes.
Alfredo se levantó y le ofreció el sitio.
Ella dio las gracias sonriendo, clavándole los grandes ojos de oro también como
el pelo abundantísimo. Iban a llegar, no merecía la pena. Insistió Alfredo, y
la elegantísima dama se inclinó gentil, mostrando en la sonrisa la blancura de
papel de sus dientes; fue a dar un paso, y con la velocidad del tranvía perdió
graciosamente el equilibrio. Alfredo la sujetó por el brazo, contacto leve que
bajo la seda hizo constar carne resbaladiza, elástica, tentadora.
Sola. ¿Quién sería?… El joven, que,
emborrachándose de amor en su perfume, la contemplaba, hubiese jurado que
transparentaban algo de suprema aristocracia aquella desenvoltura, aquella
singular expresión de aplomo, de experiencia y ansia de placer. Cintura delgada,
caderas anchas, pecho alto. Una delicia. Razón poderosa del vivir. Por dar un
beso en tal encanto de boca, se comprendía todo.
¡Oh! ¡Y nunca podría dar Alfredo un beso en
cada boca de mujer hermosa! ¡Nunca! Es decir, que se moriría habiendo deseado besar
tantas mujeres… ¡Qué pena!
Paró el tranvía. La dama pasó delante del
joven, inclinándose llena de gracia; sus ojos largos, de pupilas amarillas de
oro, volvieron a meterle en el corazón languideces de muerte. Descendió y
atravesó, rápida y garbosa, la Puerta del Sol, sorteando coches, hasta la acera
de enfrente. Allí su marcha fue un triunfo: los hombres se paraban, las mujeres
volvían la cabeza. Alfredo iba detrás, a distancia.
Imposible figura más gallarda. Vista de
espaldas a las luces eléctricas de las farolas y los escaparates, toda aquella
arrogante hembra, con su traje claro de seda, destellaba chispas: de sus
brillantes, de los plateados botones de su esbelto talle, de los hilillos de
oro de sus encajes, de las peinetas sepultadas en los rubios bucles de su
peinado, de los caireles de su sombrero verde, entre gasas y rizadas plumas. Su
andar era fácil, ondulado. Sus pies herían el suelo con todo el peso de la
buena moza. Bajo su aspecto delicado, casi aéreo, se adivinaba toda la
hermosura.
Torció por la calle de la Montera. Alfredo
llegó a la esquina, se paró, y parecía vacilar. Sí; por último, hasta el fin
del mundo. Sabría su casa. París bien valía una misa.
¿Casada?… Un mes, dos. Una labor de
aproximaciones insensibles. ¿El plan?… Resultaría después; por lo pronto,
bastaba la voluntad. Querer es hacer querer, tratándose de todo.
Alfredo, procurando no perder la linda cabeza
rubia de sombrero verde, que seguía con la vista por encima de las gentes, a lo
lejos, para no ser advertido, iba ya pensando en el portero que le facilitaría
detalles. Él imaginaba también sus paseos a lo cadete, sus butacas frente al
palco, su insistencia ante el enojo; luego la mirada, la primera mirada, es
decir, el triunfo. Desde que una mujer devuelve la primera mirada de amor, está
vencida. Lo demás es accidental, de oportunidad y de tiempo.
La hermosa rubia dobló por la calle del
Caballero de Gracia. Alfredo, que iba a cincuenta pasos, se apresuró hasta la
esquina: allí se paró contrariado. Ella, muy cerca, en la luz viva de un
escaparate de modas, resplandecía de belleza y de elegancia. Antes de seguir le
vio: había mirado hacia atrás. Una mirada particular, subrayada de sonrisa. Y
aceleró la marcha.
¿Fue aquella sonrisa leve la placentera
emoción de toda mujer cuando observa que interesa, puramente de vanidad y que
nada promete, o fue el enterada y conforme de un proyecto de historia? Difícil
saberlo. Casi seguramente lo segundo; sin embargo, al tratarse de una mujer de
treinta años, cuya hermosura debía de haberle ocasionado suficientes galanteos
para odiarlos por sistema o para gustarlos por hábito, Alfredo echó este dato a
su favor. No era poco.
Era… la primera mirada. Solo que, aun dada
por cierta, esto no era todo, y los deseos iban más aprisa que las esperanzas.
Quedaba siempre la necesidad de verse y de hacerse rabiar, de la presentación y
el trato… de ese infinito juego de habilidad que exigen ellas para engañarse
desde que se proponen ser engañadas. Un tiempo lastimosamente perdido en el
prólogo, cuando espera un libro seductor —pensaba el joven.
¡Ah, si las mujeres fuesen prácticas! ¡Tan
prácticas como los hombres!… Entonces, a aquella disparatadamente hermosa, de
quien él había visto embelesado la boca roja y la nuca blanquísima y vigorosa
cubierta de vello de oro; a quien él mirándola había desnudado con el
pensamiento y con su complacencia; que iba sola, y quizá a fastidiarse en la
soledad de su gabinete, nada le impediría en aquel mismo momento aceptar su
brazo y dejarse conducir a otro gabinete más reservado… de Fornos, por ejemplo,
que estaba ya a dos pasos. Dos horas. Hermosura por pasión; luego, adiós para
siempre, o hasta la vista.
En este momento, Alfredo se detuvo. Su amigo
Álvarez saludaba afablemente a la dama. Debían conocerse mucho, según las
risueñas frases cruzadas entre apretones de manos. Tan pronto como lo dejó,
Alfredo le salió al encuentro.
—Baja conmigo.
—No, sube tú; tengo prisa.
—Un momento.
—Pero, hombre…
Le arrastraba del brazo.
—¿Conoces a aquella?
—¡Claro!
—¿Dónde vive?
—Allí.
Álvarez señaló un principal.
—¿Quién es?
—Luisa.
—¿Qué Luisa? ¿Luisa de qué? ¿La mujer de
quién?
—La mujer de nadie. Es decir, de todo el
mundo. Tu mujer si quieres: veinte duros.
Álvarez, aprovechando su brazo en libertad,
salió disparado. Un segundo después, Alfredo entraba en Fornos; pero solo.
Y se sentó, pidiendo un humilde café con
leche.
—Caramba —pensaba mientras era servido—. Esa
es más práctica que los hombres todavía.
Y no, no era eso lo que deseaba. Alfredo
hubiese querido que todas las mujeres fuesen muy prácticas… para él únicamente.
FIN
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Santa Baya de Cristamilde
[Minicuento - Texto
completo.]
Ramón
del Valle Inclán
I
Doña Micaela de Ponte y
Andrade, hermana de mi abuelo, tenía los demonios en el cuerpo, y como los
exorcismos no bastaban a curarla, decidiose en consejo de familia, que presidió
el abad de Brandeso, llevarla a la romería de Santa Baya de Cristamilde. Fuimos
dándole escolta yo y un criado viejo. Salimos a la media tarde para llegar a la
media noche, que es cuando se celebra la misa de las endemoniadas.
II
Santa Baya de Cristamilde
está al otro lado del monte, allá en los arenales donde el mar brama. Todos los
años acuden a su fiesta muchos devotos. Por veces a lo largo de la vereda,
hállase un mendigo que camina arrastrándose, con las canillas echadas a la
espalda. Se ha puesto el sol, y dos bueyes cobrizos beben al borde de una
charca. En la lejanía se levanta el ladrido de los perros vigilantes en los
pajares. Sale la luna y el mochuelo canta escondido en un castañar. Cuando
comenzamos a subir el monte es noche cerrada, y el criado, para arredrar a los
lobos, enciende un farol. Delante va una caravana de mendigos: se oyen sus
voces burlonas y descreídas: como cordón de orugas se arrastran a lo largo del
camino. Unos son ciegos, otros tullidos, otros lazarados. Todos ellos comen del
pan ajeno. Van por el mundo sacudiendo vengativos su miseria y rascando su podre
a la puerta del rico avariento: una mujer da el pecho a su niño, cubierto de
lepra, otra empuja el carro de un paralítico: en las alforjas de un asno viejo
y lleno de mataduras van dos monstruos: las cabezas son deformes, las manos
palmípedas.
Al descender del monte,
el camino se convierte en un vasto arenal de áspera y crujiente arena. El mar
se estrella en las restingas, y de tiempo en tiempo una ola gigante pasa sobre
el lomo deforme de los peñascos que la resaca deja en seco: el mar vuelve a
retirarse bramando, y allá en el confín vuelve a erguirse negro y apocalíptico,
crestado de vellones blancos: guarda en su flujo el ritmo potente y misterioso
del mundo. La caravana de mendigos descansa a lo largo del arenal. Las
endemoniadas lanzan gritos estridentes al subir la loma donde está la ermita y
cuajan espuma sus bocas blasfemas: los devotos aldeanos que las conducen tienen
que arrastrarlas. Bajo el cielo anubarrado y sin luna, graznan las gaviotas.
Son las doce de la noche y comienza la misa. Las endemoniadas gritan
retorciéndose:
-¡Santa tiñosa, arráncale
los ojos al abad!
Y con el cabello
desmadejado y los ojos saltantes, pugnan por ir hacia el altar. A los aldeanos
más fornidos les cuesta trabajo sujetarlas: las endemoniadas jadean roncas, con
los corpiños rasgados, mostrando la carne lívida de los hombros y de los senos:
entre sus dedos quedan enredados manojos de cabellos. Los gritos sacrílegos no
cesan durante toda la misa:
-¡Santa Baya, tienes un
can rabioso que te visita en la cama!
Terminada la misa, todas
las posesas del mal espíritu son despojadas de sus ropas y conducidas al mar,
envueltas en lienzos blancos. Las endemoniadas, enfrente de las olas, aúllan y
se resisten enterrando los pies en la arena. El lienzo que las cubre cae, y su
lívida desnudez surge como un gran pecado legendario, calenturiento y triste.
La ola negra y bordeada de espumas se levanta para tragarlas y sube por la
playa, y se despeña sobre aquellas cabezas greñudas y aquellos hombros
tiritantes. El pálido pecado de la carne se estremece, y las bocas sacrílegas
escupen el agua salada del mar. La ola se retira dejando en seco las peñas, y
allá en el confín vuelve a encresparse cavernosa y rugiente. Son sus embates
como las tentaciones de Satanás contra los santos. Sobre la capilla vuelan
graznando las gaviotas, y un niño, agarrado a la cadena, hace sonar el
esquilón. La santa sale en sus andas procesionales, y el manto bordado de oro,
y la corona de reina, y las ajorcas de muradana resplandecen bajo las
estrellas. Prestes y monagos recitan gravemente sus latines, y las
endemoniadas, entre las espumas de una ola, claman blasfemas:
¡Santa tiñosa!
¡Santa rabuda!
¡Santa salida!
¡Santa preñada!
Los aldeanos,
arrodillados en la playa, cuentan las olas: son siete las que habrá
de recibir cada poseída para verse libre de los malos
espíritus y salvar su alma de la cárcel oscura del infierno: ¡son siete como
los pecados del mundo!
III
Al amanecer volvimos a
tomar el camino ya de retorno. Oíase lejano el canto de otros romeros que iban
por los atajos. Mi tía no daba tregua a los suspiros, unos suspiros largos y
penetrantes de vieja histérica. Murió a pocos días tan cristiana, que sus
sobrinas todavía recuerdan edificadas el milagro.
FIN
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¿Entre
qué gente estamos?
[Artículo - Texto completo.]
Mariano José de Larra
Henos aquí refugiándonos
en las costumbres; no todo ha de ser siempre política; no todos facciosos. Por
otra parte, no son las costumbres el último ni el menos importante objeto de
las reformas. Sirva, pues, solo este pequeño preámbulo para evitar un chasco al
que forme grandes esperanzas sobre el título que llevan al frente estos
renglones, y vamos al caso.
No hace muchos días que
la llegada inesperada a Madrid de un extranjero, antiguo amigo mío de colegio,
me puso en la precisión de cumplir con los deberes de la hospitalidad. Acaso
sin esta circunstancia nunca hubiese yo solo realizado la observación sobre que
gira este artículo. La costumbre de ver y oír diariamente los dichos y modales
que son la moneda de nuestro trato social, es culpa de que no salte su
extrañeza tan fácilmente a nuestros sentidos; mi amigo no pudo menos de abrirme
el camino, que el hábito tenía cerrado a mi observación.
Necesitábamos hacer
varias visitas. «¡Un carruaje! -dijimos-; pero un coche es pesado; un cabriolé
será más ligero.» No bien lo habíamos dicho, ya estaba mi criado en casa de uno
de los mejores alquiladores de esta Corte, en comodidades sobre todo, de esos
que llevan dinero por los que llaman «bombés decentes», donde encontró
efectivamente uno sobrante y desocupado, que, para calcular cómo sería el
maldecido, no se necesitaba saber más. Dejó mi criado la señal que le pidieron
y dos horas después ya estaba en la puerta de mi casa un birlocho pardo con
varias capas de polvo de todos los días y calidades, el cual no le quitaban
nunca porque no se viese el estado en que estaba, y aun yo tuve para mí que lo
debían de sacar en los días de aire a tomar polvo para que le encubriese las
macas que tendría. Que las ruedas habían rodado hasta entonces, no se podía
dudar; que rodarían siempre y que no harían rodar por el suelo al que dentro
fuese de aquel inseguro mueble, eso ya era otra cuestión; que el caballo había
vivido hasta aquel punto, no era dudoso; que viviría dos minutos más, eso era
precisamente lo que no se podía menos de dudar cada vez que tropezaba con su
cuerpo, no perecedero, sino ya perecido, la curiosa visual del espectador.
Cierto ruido desapacible de los muelles y del eje le hacía sonar a hierro como
si dentro llevara medio rastro. Peor vestido que el birlocho estaba el criado
que le servía, y entre la vida del caballo y la suya no se podía atravesar
concienzudamente la apuesta de un solo real de vellón; por lo mal comidos, por
lo estropeados, por la poca vida, en fin, del caballo y el lacayo, por la
completa semejanza y armonía que en ambos entes irracionales se notaba, hubiera
creído cualquiera que eran gemelos, y que no solo habían nacido a un mismo
tiempo, sino que a un mismo tiempo iban a morir. Si andaba el birlocho era un
milagro; si estaba parado, un capricho de Goya. Fue preciso conformarnos con
este elegante mueble; subí, pues, a él y tomé las riendas, después de haberse
sentado en él mi amigo el extranjero. Retirose el lacayo cuando nos vio en tren
de marchar, y fue a subir a la trasera; sacudí mi fusta sobre el animal, con
mucho tiento por no acabarle de derrengar; mas ¿cuál fue mi admiración, cuando
siento bajar el asiento y veo alzarse las varas levantando casi del suelo al
infeliz animal, que parecía un espíritu desprendiéndose de la tierra? ¿Y qué
dirán ustedes que era? Que el birlocho venía sin barriguera; y lo mismo fue
poner el lacayo la planta sobre la zaga, que, a manera de balanza, vino a
tierra el mayor peso, y subió al cielo la ligera resistencia del que tantum
pellis et ossa fuit.
-Esto no es conmigo
-exclamé; bajamos del birlocho y a pie nos fuimos a quejar, y reclamar nuestra
señal a casa del alquilador. Preguntamos y volvimos a preguntar, y nadie
respondía, que aquí es costumbre muy recibida: pareció por fin un hombre,
digámoslo así, y un hombre tan mal encarado como el birlocho; expúsele el caso
y pedile mi señal, en vista de que yo no alquilaba el birlocho para tirar de
él, sino para que tirase él de mí.
-¿Qué tiene usted que
pedirle a ese birlocho y a esa jaca sobre todo? -me dijo echándome a la cara
una interjección expresiva y una bocanada de humo de un maldito cigarro de dos
cuartos.
Después de semejante
entrada nada quedaba que hablar.
-Véale usted despacio -le
contesté sin embargo.
-Pues no hay otro -siguió
diciendo; y volviéndome la espalda-: ¡A París por gangas! -añadió.
-Diga usted, señor
grosero -le repuse, ya en el colmo de la cólera-, ¿no se contentan ustedes con
servir de esa manera, sino que también se han de aguantar sus malos modos?
¿Usted se pone aquí para servir o para mandar al público? Pudiera usted tener
más respeto y crianza para los que son más que él.
Aquí me echó el hombre
una ojeada de arriba abajo, de esas que arrebañan a la persona mirada, de estas
que van acompañadas de un gesto particular de los labios, de estas que no se
ven sino entre los majos del país y con interjecciones más o menos limpias.
-Nadie es más que yo, don
caballero o don lechuga; si no acomoda, dejarlo. ¡Mire usted con lo que se
viene el seor levosa! A ver, chico, saca un bombé nuevo; ¡ahí en el bolsillo de
mi chaqueta debo tener uno!
Y al decir esto, salió
una mujer y dos o tres mozos de cuadra; y llegáronse a oír cuatro o seis
vecinos y catorce o quince curiosos transeúntes; y como el calesero hablaba en
majo y respondía en desvergonzado, y fumaba y escupía por el colmillo, e
insultaba a la gente decente, el auditorio daba la razón al calesero, y le
aplaudía y soltaba la carcajada, y le animaba a seguir; en fin, solo una
retirada a tiempo pudo salvarnos de alguna cosa peor, por la cual se preparaba
a hacernos pasar el concurso que allí se había reunido.
-¿Entre qué gentes estamos?
-me dijo el extranjero asombrado-. ¡Qué modos tan raros se usan en este país!
-¡Oh, es casual! -le
respondí algo avergonzado de la inculpación, y seguimos nuestro camino. El día
había empezado mal, y yo soy supersticioso con estos días que empiezan mal:
verdad es que en punto a educación y buenos modales generalmente se puede
asegurar que aquí todos los días empiezan mal y acaban peor.
Tenía mi amigo que
arreglar sus papeles, y fue preciso acompañarle a una oficina de Policía.
¡Aquí verá usted -le dije-
otra amabilidad y otra finura!
La puerta estaba abierta
y naturalmente nos entrábamos; pero no habíamos andado cuatro pasos, cuando una
especie de portero vino a nosotros gritándonos:
-¡Eh! ¡Hombre! ¿Adónde va
usted? Fuera.
«Este es pariente del
calesero», dije yo para mí; salímonos fuera, y, sin embargo, esperamos el
turno.
-Vamos, adentro; ¿qué
hacen ustedes ahí parados? -dijo de allí a un rato, para darnos a entender que
ya podíamos entrar; entramos, saludamos, nos miraron dos oficinistas de arriba
abajo, no creyeron que debían contestar al saludo, se pidieron mutuamente papel
y tabaco, echaron un cigarro de papel, nos volvieron la espalda, y a una
indicación mía para que nos despachasen en atención a que el Estado no les
pagaba para fumar, sino para despachar los negocios:
-Tenga usted paciencia
-respondió uno-, que aquí no estamos para servir a usted.
-A ver -añadió dentro de
un rato-, venga eso -y cogió el pasaporte y lo miró-: ¿Y usted quién es?
-El amigo del señor.
-¿Y el señor? Algún
francés de estos que vienen a sacarnos los cuartos
-Tenga usted la bondad de
prescindir de insultos, y ver si está ese papel en regla.
-Ya le he dicho a usted
que no sea usted insolente si no quiere usted ir a la cárcel.
Brincaba mi extranjero, y
yo le veía dispuesto a hacer un disparate.
-Amigo -le dije-, aquí no
hay más remedio que tener paciencia.
-¿Y qué nos han de hacer?
-Mucho y malo.
-Será injusto.
-¡Buena cuenta!
Logré por fin contenerle.
-Pues ahora no se le
despacha a usted; vuelva usted mañana.
-¿Volver?
-Vuelva usted, y calle
usted.
-Vaya usted con Dios.
Yo no me atrevía a mirar
a la cara a mi amigo.
-¿Quién es ese señor tan
altanero -me dijo al bajar la escalera- y tan fino y tan…? ¿Es algún príncipe?
-Es un escribiente que se
cree la justicia y el primer personaje de la nación: como está empleado, se
cree dispensado de tener crianza…
-¿Y aquí tiene todo el
mundo esos mismos modales según voy viendo?
-¡Oh!, no; es casualidad.
–C’est drôle -iba
diciendo mi amigo, y yo diciendo:
-¿Entre qué gentes
estamos?
Mi amigo quería hacerse
un pantalón, y le llevé a casa de mi sastre. Esta era más negra: mi sastre es
hombre que me recibe con sombrero puesto, que me alarga la mano y me la
aprieta; me suele dar dos palmaditas o tres, más bien más que menos, cada vez
que me ve; me llama simplemente por mi apellido, a veces por mi nombre, como un
antiguo amigo; otro tanto hace con todos sus parroquianos, y no me tutea, no sé
por qué: eso tengo que agradecerle todavía. Mi francés nos miraba a los dos
alternativamente, mi sastre se reía; yo mudaba de colores, pero estoy seguro
que mi amigo salió creyendo que en España todos los caballeros son sastres o
todos los sastres son caballeros. Por supuesto que el maestro no se descubrió,
no se movió de su asiento, no hizo gran caso de nosotros, nos hizo esperar todo
lo que pudo, se empeñó en regalarnos un cigarro y en dárnoslo encendido él
mismo de su boca; cuantas groserías, en fin, suelen llamarse franquezas entre
ciertas gentes.
Era por la mañana: la fatiga
y el calor nos habían dado sed: entramos en un café y pedimos sorbetes.
-¡Sorbetes por la mañana!
-dijo un mozo con voz brutal y gesto de burla-. ¡Que si quieres!
-¡Bravo! -dije yo para
mí-. ¿No presumía yo que el día había empezado bien? Pues traiga usted dos
vasos pequeños de limón…
-¡Vaya, hombre, anímese
usted! Tómelos usted grandes -nos dijo entonces el mozo con singular
franqueza-. ¡Si tiene usted cara de sed!
-Y usted tiene cara de
morir de un silletazo -repuse yo ya incomodado-; sirva usted con respeto, calle
y no se chancee con las personas que no conoce, y que están muy lejos de ser
sus iguales.
Entretanto que esto
pasaba con nosotros, en un contiguo diez o doce señoritos de muy buenas
familias jugaban al billar con el mozo de este, que estaba en mangas de camisa,
que tuteaba a uno, sobaba a otro, insultaba al de más allá y se hombreaba con
todos: todos eran unos.
-¿Entre qué gente
estamos? -repetía yo con admiración.
–C’est drôle! -repetía el
francés.
¿Es posible que nadie
sepa aquí ocupar su puesto? ¿Hay tal confusión de clases y personas? ¿Para qué
cansarme en enumerar los demás casos que de este género en aquel bendito día
nos sucedieron? Recapitule el lector cuántos de estos le suceden al día y le
están sucediendo siempre, y esos mismos nos sucedieron a nosotros. Hable usted
con tres amigos en una mesa de un café: no tardará mucho en arrimarse alguno
que nadie del corro conozca, y con toda franqueza meterá su baza en la
conversación. Vaya usted a comer a una fonda, y cuente usted con el mozo que ha
de servirle como pudiera usted contar con un comensal. Él le bordará a usted la
comida con chanzas groseras; él le hará a usted preguntas fraternales y amistosas…,
él… Vaya usted a una tienda a pedir algo.
-¿Tiene usted tal cosa?
-No, señor; aquí no hay.
-¿Y sabe usted dónde la
encontraría?
-¡Toma! ¡Qué sé yo!
Búsquela usted. Aquí no hay.
-¿Se puede ver al señor
tal? -dice usted en una oficina.
Y aquí es peor, pues ni
siquiera contestan «no»; ¿ha entrado usted?: como si hubiera entrado un perro.
¿Va usted a ver un establecimiento público? Vea usted qué caras, qué voz, qué
expresiones, qué respuestas, qué grosería. Sea usted grande de España; lleve
usted un cigarro encendido. No habrá aguador ni carbonero que no le pida la
lumbre, y le detenga en la calle, y le manosee y empuerque su tabaco, y se lo
vuelva apagado. ¿Tiene usted criados? Haga usted cuenta que mantiene unos
cuantos amigos, ellos llaman por su apellido seco y desnudo a todos los que lo
sean de usted, hablan cuando habla usted, y hablan ellos… ¡Señor! ¡Señor!
¿Entre qué gentes estamos? ¿Qué orgullo es el que impide a las clases ínfimas
de nuestra sociedad acabar de reconocer el puesto que en el trato han de
ocupar? ¿Qué trueque es este de ideas y de costumbre?
Mi francés había hecho
todas estas observaciones, pero no había hecho la principal; faltábale observar
que nuestro país es el país de las anomalías; así que, al concluirse el día:
«Amigo -me dijo-, yo he viajado mucho; ni en Europa, ni en América, ni en parte
alguna del mundo he visto menos aristocracia en el trato de los hombres; este
es el país adonde yo me vendría a vivir; aquí todos los hombres son unos: se
cree estar en la antigua Roma. En llegando a París voy a publicar un opúsculo
en que pruebe que la España es el país más dispuesto a recibir…»
-Alto ahí, señor
observador de un día -dije a mi extranjero interrumpiéndole-; adivino la idea
de usted. Las observaciones que usted ha hecho hoy son ciertas; la observación
general empero que de ellas deduce usted es falsa: esa es una anomalía como
otras muchas que nos rodean, y que solo se podrían explicar entrando en
pormenores que no son del momento: este es, desgraciadamente, el país menos
dispuesto a lo que usted cree, por más que le parezcan a usted todos unos. No
confunda usted la debilidad de la senectud con la de la niñez: ambas son
debilidad; las causas son no obstante diferentes; esa franqueza, esa aparente
confusión y nivelamiento extraordinario no es el de una sociedad que acaba, es
el de una sociedad que empieza; porque yo llamo empezar…
-¡Oh! Sí, sí, entiendo. C’est
drôle! C’est drôle! -repetía mi francés.
-Ahí verá usted -repetía
yo- entre qué gentes estamos.
FIN
1834
https://ciudadseva.com/texto/entre-que-gente-estamos/
En este país
[Artículo - Texto
completo.]
Mariano
José de Larra
Hay en el lenguaje vulgar
frases afortunadas que nacen en buena hora y que se derraman por toda una
nación, así como se propagan hasta los términos de un estanque las ondas
producidas por la caída de una piedra en medio del agua. Muchas de este género
pudiéramos citar, en el vocabulario político sobre todo; de esta clase son
aquellas que, halagando las pasiones de los partidos, han resonado tan
funestamente en nuestros oídos en los años que van pasados de este siglo, tan
fecundo en mutaciones de escena y en cambio de decoraciones. Cae una palabra de
los labios de un perorador en un pequeño círculo, y un gran pueblo, ansioso de
palabras, la recoge, la pasa de boca en boca, y con la rapidez del golpe
eléctrico un crecido número de máquinas vivientes la repite y la consagra, las
más veces sin entenderla, y siempre sin calcular que una palabra sola es a
veces palanca suficiente a levantar la muchedumbre, inflamar los ánimos y
causar en las cosas una revolución.
Estas voces favoritas han
solido siempre desaparecer con las circunstancias que las produjeran. Su
destino es, efectivamente, como sonido vago que son, perderse en la lontananza,
conforme se apartan de la causa que las hizo nacer. Una frase, empero,
sobrevive siempre entre nosotros, cuya existencia es tanto más difícil de
concebir, cuanto que no es de la naturaleza de esas de que acabamos de hablar;
estas sirven en las revoluciones a lisonjear a los partidos y a humillar a los
caídos, objeto que se entiende perfectamente, una vez conocida la generosa
condición del hombre; pero la frase que forma el objeto de este artículo se
perpetúa entre nosotros, siendo solo un funesto padrón de ignominia para los
que la oyen y para los mismos que la dicen; así la repiten los vencidos como
los vencedores, los que no pueden como los que no quieren extirparla; los
propios, en fin, como los extraños.
«En este país…», esta es
la frase que todos repetimos a porfía, frase que sirve de clave para toda clase
de explicaciones, cualquiera que sea la cosa que a nuestros ojos choque en mal
sentido. «¿Qué quiere usted?» -decimos-, «¡en este país!» Cualquier
acontecimiento desagradable que nos suceda, creemos explicarle perfectamente
con la frasecilla: «¡Cosas de este país!», que con vanidad pronunciamos y sin
pudor alguno repetimos.
¿Nace esta frase de un
atraso reconocido en toda la nación? No creo que pueda ser este su origen,
porque solo puede conocer la carencia de una cosa el que la misma cosa conoce:
de donde se infiere que si todos los individuos de un pueblo conociesen su
atraso, no estarían realmente atrasados. ¿Es la pereza de imaginación o de
raciocinio que nos impide investigar la verdadera razón de cuanto nos sucede, y
que se goza en tener una muletilla siempre a mano con que responderse a sus
propios argumentos, haciéndose cada uno la ilusión de no creerse cómplice de un
mal, cuya responsabilidad descarga sobre el estado del país en general? Esto
parece más ingenioso que cierto.
Creo entrever la causa
verdadera de esta humillante expresión. Cuando se halla un país en aquel
crítico momento en que se acerca a una transición, y en que, saliendo de las
tinieblas, comienza a brillar a sus ojos un ligero resplandor, no conoce
todavía el bien, empero ya conoce el mal, de donde pretende salir para probar
cualquiera otra cosa que no sea lo que hasta entonces ha tenido. Sucédele lo
que a una joven bella que sale de la adolescencia; no conoce el amor todavía ni
sus goces; su corazón, sin embargo, o la naturaleza, por mejor decir, le
empieza a revelar una necesidad que pronto será urgente para ella, y cuyo
germen y cuyos medios de satisfacción tiene en sí misma, si bien los desconoce
todavía; la vaga inquietud de su alma, que busca y ansía, sin saber qué, la
atormenta y la disgusta de su estado actual y del anterior en que vivía; y
vésela despreciar y romper aquellos mismos sencillos juguetes que formaban poco
antes el encanto de su ignorante existencia.
Este es acaso nuestro
estado, y este, a nuestro entender, el origen de la fatuidad que en nuestra
juventud se observa: el medio saber reina entre nosotros; no conocemos el bien,
pero sabemos que existe y que podemos llegar a poseerlo, si bien sin imaginar
aún el cómo. Afectamos, pues, hacer ascos de lo que tenemos para dar a entender
a los que nos oyeron que conocemos cosas mejores, y nos queremos engañar
miserablemente unos a otros, estando todos en el mismo caso.
Este medio saber nos
impide gozar de lo bueno que realmente tenemos, y aun nuestra ansia de
obtenerlo todo de una vez nos ciega sobre los mismos progresos que vamos
insensiblemente haciendo. Estamos en el caso del que, teniendo apetito,
desprecia un sabroso almuerzo con la esperanza de un suntuoso convite incierto,
que se verificará, o no se verificará, más tarde. Sustituyamos sabiamente a la
esperanza de mañana el recuerdo de ayer, y veamos si tenemos razón en decir a
propósito de todo: «¡Cosas de este país!»
Solo con el auxilio de
las anteriores reflexiones pude comprender el carácter de don Periquito, ese
petulante joven, cuya instrucción está reducida al poco latín que le quisieron
enseñar y que él no quiso aprender; cuyos viajes no han pasado de Carabanchel;
que no lee sino en los ojos de sus queridas, los cuales no son ciertamente los
libros más filosóficos; que no conoce, en fin, más ilustración que la suya, más
hombres que sus amigos, cortados por la misma tijera que él, ni más mundo que
el salón del Prado, ni más país que el suyo. Este fiel representante de gran
parte de nuestra juventud desdeñosa de su país fue no ha mucho tiempo objeto de
una de mis visitas.
Encontrele en una
habitación mal amueblada y peor dispuesta, como de hombre solo; reinaba en sus
muebles y sus ropas, tiradas aquí y allí, un espantoso desorden de que hubo de
avergonzarse al verme entrar.
-Este cuarto está hecho
una leonera -me dijo-. ¿Qué quiere usted? En este país… -y quedó muy satisfecho
de la excusa que a su natural descuido había encontrado.
Empeñose en que había de
almorzar con él, y no pude resistir a sus instancias: un mal almuerzo mal
servido reclamaba indispensablemente algún nuevo achaque, y no tardó mucho en
decirme:
-Amigo, en este país no
se puede dar un almuerzo a nadie; hay que recurrir a los platos comunes y al
chocolate.
«Vive Dios -dije yo para
mí-, que cuando en este país se tiene un buen cocinero y un exquisito servicio
y los criados necesarios, se puede almorzar un excelente beefsteak con
todos los adherentes de un almuerzo à la fourchette; y que en
París los que pagan ocho o diez reales por un appartement garni, o una mezquina
habitación en una casa de huéspedes, como mi amigo don Periquito, no se
desayunan con pavos trufados ni con champagne.»
Mi amigo Periquito es
hombre pesado como los hay en todos los países, y me instó a que pasase el día
con él; y yo, que había empezado ya a estudiar sobre aquella máquina como un
anatómico sobre un cadáver, acepté inmediatamente.
Don Periquito es
pretendiente, a pesar de su notoria inutilidad. Llevome, pues, de ministerio en
ministerio: de dos empleos con los cuales contaba, habíase llevado el uno otro
candidato que había tenido más empeños que él.
-¡Cosas de España! -me
salió diciendo, al referirme su desgracia.
-Ciertamente -le
respondí, sonriéndome de su injusticia-, porque en Francia y en Inglaterra no
hay intrigas; puede usted estar seguro de que allá todos son unos santos
varones, y los hombres no son hombres.
El segundo empleo que
pretendía había sido dado a un hombre de más luces que él.
-¡Cosas de España! -me
repitió.
«Sí, porque en otras
partes colocan a los necios», dije yo para mí.
Llevome en seguida a una
librería, después de haberme confesado que había publicado un folleto, llevado
del mal ejemplo. Preguntó cuántos ejemplares se habían vendido de su peregrino
folleto, y el librero respondió:
-Ni uno.
-¿Lo ve usted, Fígaro?
-me dijo-: ¿Lo ve usted? En este país no se puede escribir. En España nada se
vende; vegetamos en la ignorancia. En París hubiera vendido diez ediciones.
-Ciertamente -le contesté
yo-, porque los hombres como usted venden en París sus ediciones.
En París no habrá libros
malos que no se lean, ni autores necios que se mueran de hambre.
-Desengáñese usted: en
este país no se lee -prosiguió diciendo.
«Y usted que de eso se
queja, señor don Periquito, usted, ¿qué lee? -le hubiera podido preguntar-.
Todos nos quejamos de que no se lee, y ninguno leemos.»
-¿Lee usted los
periódicos? -le pregunté, sin embargo.
-No, señor; en este país
no se sabe escribir periódicos. ¡Lea usted ese Diario de los Debates, ese Times!
Es de advertir que don
Periquito no sabe francés ni inglés, y que en cuanto a periódicos, buenos o
malos, en fin, los hay, y muchos años no los ha habido.
Pasábamos al lado de una
obra de esas que hermosean continuamente este país, y clamaba:
-¡Qué basura! En este
país no hay policía.
En París las casas que se
destruyen y reedifican no producen polvo.
Metió el pie torpemente
en un charco.
-¡No hay limpieza en
España! -exclamaba.
En el extranjero no hay
lodo.
Se hablaba de un robo:
-¡Ah! ¡País de ladrones!
-vociferaba indignado.
Porque en Londres no se
roba; en Londres, donde en la calle acometen los malhechores a la mitad de un
día de niebla a los transeúntes.
Nos pedía limosna un
pobre:
-¡En este país no hay más
que miseria! -exclamaba horripilado.
Porque en el extranjero
no hay infeliz que no arrastre coche.
Íbamos al teatro, y:
-¡Oh qué horror!- decía
mi don Periquito con compasión, sin haberlos visto mejores en su vida- ¡Aquí no
hay teatros!
Pasábamos por un café.
-No entremos. ¡Qué cafés
los de este país! -gritaba.
Se hablaba de viajes:
-¡Oh! Dios me libre; ¡en
España no se puede viajar! ¡Qué posadas! ¡Qué caminos!
¡Oh infernal comezón de
vilipendiar este país que adelanta y progresa de algunos años a esta parte más
rápidamente que adelantaron esos países modelos, para llegar al punto de
ventaja en que se han puesto!
¿Por qué los don
Periquitos que todo lo desprecian en el año 33, no vuelven los ojos a mirar
atrás, o no preguntan a sus papás acerca del tiempo, que no está tan distante
de nosotros, en que no se conocía en la Corte más botillería que la de Canosa,
ni más bebida que la leche helada; en que no había más caminos en España que el
del cielo; en que no existían más posadas que las descritas por Moratín en El
sí de las niñas, con las sillas desvencijadas y las estampas del
Hijo Pródigo, o las malhadadas ventas para caminantes asendereados; en que no
corrían más carruajes que las galeras y carromatos catalanes; en que los
«chorizos» y «polacos» repartían a naranjazos los premios al talento dramático,
y llevaba el público al teatro la bota y la merienda para pasar a tragos la
representación de las comedias de figurón y dramas de Comella; en que no se
conocía más ópera que el Marlborough (o «Mambruc»,
como dice el vulgo) cantado a la guitarra; en que no se leía más periódico que
el Diario
de Avisos, y en fin… en que…
Pero acabemos este
artículo, demasiado largo para nuestro propósito: no vuelvan a mirar atrás
porque habrían de poner un término a su maledicencia y llamar prodigiosa la
casi repentina mudanza que en este país se ha verificado en tan breve espacio.
Concluyamos, sin embargo,
de explicar nuestra idea claramente, mas que a los don Periquitos que nos
rodean pese y avergüence.
Cuando oímos a un
extranjero que tiene la fortuna de pertenecer a un país donde las ventajas de
la ilustración se han hecho conocer con mucha anterioridad que en el nuestro,
por causas que no es de nuestra inspección examinar, nada extrañamos en su
boca, si no es la falta de consideración y aun de gratitud que reclama la
hospitalidad de todo hombre honrado que la recibe; pero cuando oímos la
expresión despreciativa que hoy merece nuestra sátira en bocas de españoles, y
de españoles, sobre todo, que no conocen más país que este mismo suyo, que tan
injustamente dilaceran, apenas reconoce nuestra indignación límites en que
contenerse.
Borremos, pues, de
nuestro lenguaje la humillante expresión que no nombra a este país sino para
denigrarle; volvamos los ojos atrás, comparemos y nos creeremos felices. Si
alguna vez miramos adelante y nos comparamos con el extranjero, sea para
prepararnos un porvenir mejor que el presente, y para rivalizar en nuestros
adelantos con los de nuestros vecinos: solo en este sentido opondremos nosotros
en algunos de nuestros artículos el bien de fuera al mal de dentro.
Olvidemos, lo repetimos,
esa funesta expresión que contribuye a aumentar la injusta desconfianza que de
nuestras propias fuerzas tenemos. Hagamos más favor o justicia a nuestro país,
y creámosle capaz de esfuerzos y felicidades. Cumpla cada español con sus
deberes de buen patricio, y en vez de alimentar nuestra inacción con la
expresión de desaliento: «¡Cosas de España!», contribuya cada cual a las
mejoras posibles. Entonces este país dejará de ser tan mal tratado de los
extranjeros, a cuyo desprecio nada podemos oponer, si de él les damos nosotros
mismos el vergonzoso ejemplo.
FIN
Revista Española 1833
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