El apogeo del castellano
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Texto completo.]
Antonio
Alatorre
LA ATENCIÓN AL IDIOMA
La gramática de nuestro idioma, o sea
la descripción sistemática de su estructura y funcionamiento, pudo haberse
escrito ya en tiempos de Alfonso el Sabio. Pero en esos tiempos la palabra gramática significaba únicamente
‘conocimiento del latín’. En cierto lugar usa Alfonso el Sabio la expresión
“nuestro latín” para referirse a la lengua que escribía; como si dijera: “la
clase de latín (evolucionado, simplificado, sembrado de arabismos, etc.) que
hablamos en esta segunda mitad del siglo XIII en estos nuestros reinos de León
y Castilla”. Pero el conocimiento de este “latín” no tenía nada en común con el
del verdadero latín, el de Ovidio, el de san Isidoro, el del Tudense. La
primera gramática de nuestra lengua -de hecho, la primera auténtica gramática
de una lengua “vulgar”, o sea moderna- es la Gramática
castellana que, con dedicatoria a Isabel la Católica, hizo imprimir en
1492 Antonio de Nebrija.
Hombre de humilde origen, Nebrija se
educó en Italia, particularmente en la universidad de Bolonia, donde asimiló
las nuevas concepciones de la filología y las nuevas técnicas de enseñanza que
él implantó luego en su patria, declarando la guerra a los métodos anticuados
que anquilosaban la inteligencia de los estudiantes. Entusiasta de todo lo
relacionado con la antigüedad clásica, exploró con espíritu de arqueólogo las
ruinas de la Mérida romana y, junto con el portugués Aires Barbosa, implantó en
la península los estudios helénicos. Nebrija desarrolló su labor pedagógica en
las universidades de Salamanca y de Alcalá. Fue él quien dio el paso que jamás
hubiera soñado dar el medieval rey de León y Castilla. El conocimiento del
castellano era ciertamente comparable con el del latín; si el conocimiento del
latín era expresable en una gramática, no tenía por qué no serlo también el del
castellano. La idea rectora de Nebrija parece haber sido: “El latín es de esta
manera, muy bien; y el castellano es de otra manera”. Verdad es que en algunos
casos sus explicaciones de fenómenos castellanos no son correctas, por
referirse en realidad a fenómenos latinos; pero esto debe perdonársele en razón
de su formación humanística, ya que esa formación tan seria, tan moderna, fue
justamente la que lo llevó a plantarse frente a su propia lengua en la forma en
que lo hizo. La importancia de Nebrija es mucho mayor que la de un simple
gramático. Junto con los sabios italianos residentes en España y Portugal, él
sentó en el mundo hispánico las bases del humanismo, movimiento paneuropeo,
búsqueda colectiva del saber emprendida por un grupo numeroso de personas a
quienes unía el conocimiento de las dos lenguas internacionales, el griego y el
latín, de tal manera que entre el andaluz Nebrija (Aelius
Antonius Nebrissensis) y el holandés Erasmo (Desiderius
Erasmus Roterodamus) no había ninguna barrera idiomática.
Las gramáticas griegas y latinas eran,
en verdad, el principio y fundamento de toda cultura. Quienes habían expresado
en reglas el funcionamiento de las lenguas sabias habían asegurado su
permanencia “por toda la duración de los tiempos”. Eso mismo, “reduzir en
artificio”, “poner debaxo de arte”, era lo que convenía hacer con la lengua de
España; y así, dice Nebrija en el prólogo de su Gramática,
acordé ante todas las otras cosas
reduzir en artificio este nuestro lenguaje castellano, para que lo que agora i
de aquí en adelante en él se escriviere, pueda quedar en un tenor i entenderse
por toda la duración de los tiempos que están por venir, como vemos que se ha
hecho en la lengua griega i latina, las quales por aver estado debaxo de arte,
aunque sobre ellas han passado muchos siglos, todavía quedan en una
uniformidad.
La gramática en que Nebrija puso
debajo de arte la lengua castellana acabó de imprimirse en Salamanca el 18 de
agosto de 1492, cuando Cristóbal Colón navegaba hacia lo aún desconocido. Tanto
más notable es la insistencia con que subraya el humanista, en el prólogo, la
idea de que “siempre la lengua fue compañera del imperio”. Era imposible que le
pasara por la imaginación lo que el genovés iba a encontrar. En realidad,
Nebrija pensaba en cosas más concretas: en los primeros días de ese mismo año
de 1492, los Reyes Católicos, pareja guerrera, habían recibido de manos del rey
Boabdil las llaves de la ciudad de Granada, último reducto de los moros en
España, y en la corte se hablaba de la necesidad de continuar la lucha,
quitándoles tierra a los musulmanes en el norte de África, al otro lado de
Gibraltar, y seguir, ¿por qué no?, hasta arrebatarles el sepulcro de Cristo, en
Jerusalén.
Éste fue justamente el sueño del
cardenal Francisco Jiménez de Cisneros, consejero de los Reyes Católicos y gran
amigo de Nebrija. Detrás de la difusión mundial del griego y del latín habían
estado las figuras imponentes de Alejandro Magno y de Julio César. Sintiéndose
honda y auténticamente en los comienzos de una era que contemplaría la difusión
mundial del castellano, Nebrija piensa que Alejandro y César han reencarnado en
los reyes de España, y que va a ser necesaria la lucha armada. Cuando aún
estaba manuscrita la Gramática,
Nebrija se la mostró a la reina Isabel, y ésta, después de hojearla -según
cuenta el autor en el prólogo-, le preguntó “que para qué podía aprovechar”. Y
entonces
el mui reverendo obispo de Ávila me
arrebató la respuesta, i respondiendo por mi dixo que después que Vuestra
Alteza metiesse debaxo de su iugo muchos pueblos bárbaros i naciones de
peregrinas lenguas, i con el vencimiento aquéllos temían necessidad de recebir
las leies que el vencedor pone al vencido i con ellas nuestra lengua, entonces
por este mi Arte podrían venir en el conocimiento della,
tal como los ejércitos romanos
impusieron el latín a una España bárbara en que se hablaban peregrinas lenguas,
y tal como aún hoy “nosotros deprendemos el arte de la gramática latina por
deprender el latín”.1
Extrañamente, a pesar de que la vaga
“profecía” imperial de Nebrija se convirtió muy poco después en inesperada y
esplendorosa realidad, su Gramática no tuvo nunca el provecho que dijo el
obispo de Ávila. En efecto, después de 1492 no volvió a imprimirse más (y
cuando se reeditó, muy entrado el siglo XVIII, lo fue por razones de mera
curiosidad o erudición). Extrañamente también, a lo largo de los tres siglos
que duró el imperio español fueron poquísimas las gramáticas que se compusieron
e imprimieron en España. Como después se verá, las publicadas en el extranjero
y destinadas a extranjeros fueron muchas, pero puede decirse que, durante los
tres siglos del imperio, los pobladores del mundo hispánico hablaron y
escribieron la lengua castellana sin ninguna necesidad de gramática.
De los escritos referentes al romance
castellano que se compusieron en España en los siglos XVI y XVII, los más
notables no son precisamente gramáticas, sino elogios de la lengua y sobre todo
estudios de tipo histórico, como las Antigüedades de Ambrosio de Morales y el
libro de Bernardo de Aldrete Del origen
y principio de la lengua castellana o romance que oi se usa en España,
ampliación de un tema tratado de manera elemental por Nebrija. El libro de
Aldrete se imprimió en Italia en 1606, y fue también en Italia donde, unos
setenta años antes, se había compuesto -aunque no se publicó hasta dos siglos
después- el más atractivo de estos escritos, el Diálogo
de la lengua de Juan de Valdés, especie de introducción general al
idioma castellano: su origen latino, las influencias que ha sufrido (Valdés
exagera, por cierto, la del griego), sus diferencias con el catalán y el
portugués, sus refranes, su literatura. Unos amigos italianos le hacen
preguntas, y él las va contestando según su leal saber y entender, confesando
en más de un caso su ignorancia. Este tono personal es uno de sus mayores
encantos: “Diréos, no lo que sé de cierta ciencia (porque no sé nada desta
manera), sino lo que por conjeturas alcanço y lo que saco por discreción…”
Las gramáticas españolas para
hispanohablantes son muy escasas en los siglos de oro. La más importante es la
de Gonzalo Correas, catedrático de Salamanca, escrita no para que “naciones de
peregrinas lenguas” aprendieran el castellano, sino para que los hablantes de
castellano se enteraran de sus “reglas”. Esta gramática, llamada Arte grande de la lengua española castellana,
que Correas acabó de escribir en 1626, se justificaba muchísimo mejor que la de
Nebrija (aparte de que es mucho más precisa y completa). Nuestra lengua cubría
ahora una gran parte del mundo.
Su extensión -dice Correas- es sin
comparación más que la latina, porque fue y es común nuestra castellana
española a toda España, que es mayor que un tercio que Italia, y hase extendido
sumamente en estos 12O años por aquellas muy grandes provincias del nuevo mundo
de las Indias occidentales y orientales adonde dominan los españoles, que casi
no queda nada del orbe universo donde no haya llegado la noticia de la lengua y
gente españolas.
Por desgracia, el gran libro de
Correas quedó manuscrito, y no se publicó hasta 1903. (O tal vez sea una
fortuna, y no una desgracia, que haya quedado inédito: no es aventurado decir
que la libertad y creatividad de los siglos de oro se habría visto coartada por
la existencia de “reglas” normativas, o sea por gramáticas impresas de tipo
académico, la consolidación de nuestra lengua, su fijación, la fuerza cohesiva
que impidió su fragmentación, fue en buena parte obra de la literatura,
entendiendo por tal todo lo difundido mediante la letra impresa. Sin necesidad
de Academia, los hispanohablantes hicieron espontáneamente sus normas
gramaticales.)
Lo que sí abunda son las gramáticas
del lenguaje poético. Ya Enrique de Villena, en la primera mitad del siglo XV,
había sentido la necesidad de escribir un Arte
de trovar. La Gramática de
Nebrija -imitada en esto por el Arte de Gonzalo Correas- toma constantemente en
cuenta los usos de los poetas españoles. El poeta y músico Juan del Enzina,
discípulo de Nebrija, compuso un Arte de
la poesía castellana, impreso en 1496. A comienzos del siglo XVII corrían
ya no pocos tratados descriptivos, o preceptivos, o históricos, de la lengua
artística, como el Discurso sobre la
poesía castellana (1575) de Gonzalo Argote de Molina, el Arte poética en romance castellano de
Miguel Sánchez de Lima (1580), el Arte
poética (1592) de Juan Díaz Rengifo, la Filosofía
antigua poética (1596) de Alonso López Pinciano, el Cisne de Apolo (1602) de Luis Alfonso
de Carvallo, el Ejemplar poético (1606,
en verso) de Juan de la Cueva y el Libro
de la erudición poética (1610) de Luis Carrillo Sotomayor. El más
hermoso de estos tratados, escrito en forma de Anotaciones a
las poesías de Garcilaso, es el de Fernando de Herrera, que no se imprimió sino
una sola vez (en 1580), mientras que el Arte poética de Rengifo fue muy
reeditada, no por su doctrina (cada vez más trasnochada), sino por su prolija
“Silva de consonantes” o diccionario de la rima, que ayudaba a poetas de escaso
ingenio a encontrar consonantes para ojos y para labios.
Hay, finalmente, lo que podríamos
llamar “gramática del bien escribir”, o sea la ortografía. Los siglos XVI y
XVII […] marcan el tránsito en la pronunciación medieval a la moderna. La
abundancia de tratados y manuales de ortografía en estos siglos se explica en
buena medida por esa revolución fonética que está llevándose a cabo. La primera Ortografía es la de Nebrija, publicada
en 1517. A ella siguieron la de Alejo Vanegas (1531), la de Antonio de
Torquemada (1552, pero editada apenas en 1970), la de Pedro de Madariaga
(1565), la de Fernando de Herrera, puesta en práctica en sus Anotaciones a Garcilaso (1580), la de
Juan López de Velasco (1582), la de Benito Ruiz (1587), la de Guillermo Foquel,
impresor de Salamanca (1593), la de Francisco Pérez de Nájera (1604), la de
Mateo Alemán, impresa en México (1609), la de Lorenzo de Ayala (1611), la de
Bartolomé Ximénez Patón (1614), la de Juan Bautista de Morales (1623) y la de
Gonzalo Correas (1630). El más revolucionario de estos tratadistas es, con
mucho, Gonzalo Correas. Su Ortografía
kastellana hace tábula rasa de muchas formas que venían usándose desde
la Edad Media, pero que ya no correspondían a la realidad de 1630. Correas
(“Korreas” según su sistema) escribió su libro para que la ortografía de la
lengua “salga de la esklavitud en ke la tienen los ke estudiaron latín”. La h
de honor corresponde a un
sonido en latín clásico, pero sale sobrando en castellano; en latín, la h de Christus, de theatrum y
de geographía afectaba la
pronunciación de la consonante anterior, cosa que en español no ocurre; la u se pronuncia en la palabra latina quinta, pero no en la palabra española quinta. Eliminemos, pues, las letras
inútiles “para ke eskrivamos komo se pronunzia i pronunziemos komo se eskrive,
kon deskanso i fazilidad, sonando kada letra un sonido no más”. No escribamos, honor, Christo, theatro, geographía, quinta sino onor, Kristo, teatro, xeografía, kinta. No
escribamos hazer (o hacer), cielo,
querer, guerra, guía, hijo, y gentil sino azer
zielo, kerer, gerra, gía, ixo y xentil. La reforma de Correas hubiera
requerido fundir matrices especiales para las letras simples que él inventó en sustitución
de las dobles ll y rr. (Los sistemas de Herrera y de Mateo
Alemán, menos innovadores en conjunto, acarreaban también ciertos problemas
tipográficos.) En 1629, antes de la publicación del libro de Correas, el
licenciado Juan de Robles publicó una “Censura” en que rechazaba tamañas
innovaciones, y poco después, en El
culto sevillano (terminado en 1631, pero publicado en 1883), volvió a
expresar su rechazo y expuso argumentos en favor de las formas escritas
tradicionales (y, de hecho, su ortografía no difiere gran cosa de la de
Nebrija). Vale la pena notar que ocho de las mencionadas ortografías se
concentran en los treinta y cinco años que van de 1580 a 1614. Estos años son
el momento culminante de la revolución fonética de nuestra lengua. Es entonces,
por ejemplo, cuando desaparece la diferencia entre la z de dezir y la c de
fuerça, y en consecuencia los hispanohablantes, escritores profesionales o no,
cometen “faltas de ortografía” como decir y fuerza, y los gramáticos sienten la
imperiosa necesidad de poner orden en el caos. (De hecho, quienes se encargaron
de la unificación y conservación de la ortografía fueron los impresores. A lo
largo del siglo XVII, las normas practicadas en las imprentas de Madrid eran
las que se adoptaban en todas partes.)
Del mismo año 1492 en que se publicó
la Gramática de Nebrija data la
primera parte (latín-español) de su gran Diccionario, impresa asimismo en
Salamanca. En este caso había el precedente del Universal
vocabulario en latín y en romance, o sea latín-español solamente (1490), de
Alonso de Palencia; pero Nebrija no sólo procedió con más método, sino que
añadió una segunda parte, español-latín, impresa hacia 1495. A diferencia de la Gramática castellana, el Diccionario de Nebrija fue reeditado
innumerables veces, con arreglos y adiciones. Su función, por lo demás, fue
ayudar a traducir del latín al español y viceversa, y sólo por eso se siguió
reeditando. Sin afán de exhaustividad, ni de suplantar a Nebrija, el valenciano
Juan Lorenzo Palmireno publicó una Silva
de vocablos y frases de monedas y medidas, comprar y vender (1563), un Vocabulario del humanista, o sea del
‘estudiante de letras’ (1569) y otro vocabulario intitulado El estudioso cortesano (1573). Alonso
Sánchez de la Ballesta siguió el ejemplo de Palmireno con su Diccionario de vocablos castellanos aplicados a
la propriedad latina (1587). La finalidad de estas compilaciones era
ayudar a los estudiantes a traducir “con propiedad” del español al latín (y en
este sentido son mucho más refinadas que el diccionario español-latín de
Nebrija). Lo que faltaba era un diccionario en que cualquier persona necesitada
de saber qué cosa era albalá, o qué
cosa era cilla, encontrara su
definición o su descripción en lengua castellana, y no su traducción al latín.
Fue ésa la laguna que vino a colmar, y abundantemente, el Tesoro de la lengua castellana o española de
Sebastián de Covarrubias Orozco (1611). Este inestimable Tesoro, que haría bien en tener al alcance
de la mano todo lector de literatura de los siglos de oro, es ya un diccionario
moderno, abundante en detalles, en ejemplos, y aun en información
enciclopédica. Covarrubias se atuvo fundamentalmente a la lengua castellana
hablada en sus tiempos, sin ocuparse gran cosa de la traducción de las voces al
latín, pero prestando, en cambio, mucha atención a la etimología. (La segunda
edición del Tesoro, 1673, fue
adicionada por un autor de obras religiosas, Benito Remigio Noydens.)
Tanto Palmireno y Sánchez de la
Ballesta como Sebastián de Covarrubias dieron en sus diccionarios amplio lugar
a los refranes. Ya en el siglo XV -el siglo del libro del Arcipreste de
Talavera y de la Celestina, tan
abundantes en ellos-, un anónimo, a quien suele identificarse falsamente como
el marqués de Santillana, había recogido un puñado de Refranes
que dizen las viejas tras el huego (“tras el fuego”, o sea en la
cocina). El número de refraneros publicados en los siglos XVI y XVII excede al
de gramáticas y de diccionarios; En 1549 se imprimió uno intitulado Libro de refranes copilado por el orden del a,
b, c; en el qual se contienen quatro mil y trezientos refranes; el más copioso
que hasta oy ha salido impresso. El compilador, Pero Vallés, natural de
Aragón, define el refrán como “un dicho antiguo, usado, breve, sotil y gracioso,
obscuro por alguna manera de hablar figurado” (muchos necesitan glosa o
explicación), y refuta cumplidamente a quienes dicen “que es cosa de poco tono
haber copilado dichos de viejas”. La colección reunida por “el comendador
griego” Hernán Núñez (colega de Nebrija) contiene más de 8000 y se imprimió
póstumamente en 1555 con el título de Refranes
o proverbios en romance. La publicada en 1568 por el erasmista Juan de Mal
Lara se llama, significativamente, La
philosofía vulgar. En su “Discurso” preliminar, Mal Lara no sólo pone por
encima de la sabiduría libresca la “filosofía vulgar” de estas breves
sentencias, que es la más alta, la que vive en el corazón y en la lengua del
pueblo, sino que llega a afirmar que “antes que oviesse philósphos en Grecia,
tenía España fundada la antigüedad de sus refranes”. Ya otro erasmista, Juan de
Valdés, había dicho que en los refranes “se vee mucho bien la puridad de la
lengua castellana”. Es en verdad notable el cariño que los españoles de esta
época mostraron por los refranes. Varias de las recopilaciones quedaron
inéditas y apenas en el siglo XX se han impreso, como los Refranes glosados de Sebastián de
Horozco (o Teatro universal de
proverbios, adagios o refranes) y, sobre todo, el Vocabulario
de refranes y frases proverbiales del ya mencionado Gonzalo Correas,
que es sin duda la joya de todos los refraneros españoles.2
MOROS Y MORISCOS
El último rey moro salió de Granada,
rumbo al destierro de África, en el año de 1492, con su familia y su séquito.
Los centenares de miles de pobladores de la ciudad y del reino se quedaron en
sus casas, a merced de los vencedores ciertamente, pero haciendo lo que habían
estado haciendo, y hablando la lengua que habían estado hablando, o sea el
árabe. En Granada no había cristianos, y del romance mozárabe no quedaban más
huellas que las voces adoptadas por el árabe. No había habido en Granada el
fenómeno de convivencia de cristianos, musulmanes y judíos que hizo la grandeza
de ciudades como León en el siglo X y Toledo en el XII.
Desde mucho antes de 1492 la cultura
cristiana española se había divorciado de la árabe. Cuando aun existía el flujo
de ésta a aquélla, la suerte de los cristianos que vivían entre los moros (es
decir, los mozárabes) había sido tolerable. Ahora que se había cortado ese
flujo, la suerte de los moros que vivían en tierras cristianas (es decir, los
mudéjares) era muy dura. El cristianismo español se había ido haciendo más y
más reacio a la tolerancia y a la convivencia. Por razones religiosas y
políticas a la vez, lo árabe había dejado de ser admirable para hacerse
despreciable y odioso. Es notable cómo Juan de Mena, en su empeño de dignificar
la lengua, la cargaba de latinismos al mismo tiempo que la “limpiaba”
cuidadosamente de arabismos. (La idealización del moro es […] un fenómeno
tardío.)
No sólo el reino de Granada, sino casi
todo el territorio de la península, estaba en 1492 lleno de moros poco o nada
cristianizados, a quienes comenzó a aplicarse la designación de moriscos. ¿Qué hacer con ellos? La respuesta
de quienes se ocuparon del problema fue: primero, convertirlos al cristianismo,
y segundo, presionarlos para que aprendieran la lengua castellana. Y a la doble
tarea se dedicaron de lleno no pocos frailes, comenzando precisamente con aquel
obispo de Ávila que le quitó la palabra a Nebrija cuando la reina Isabel
preguntó para qué serviría su Gramática.
Ese obispo de Ávila, llamado fray Hernando de Talavera, fue nombrado poco
después primer obispo de Granada; y él, que en su famosa respuesta había
hablado de “las leyes que el vencedor pone al vencido”, no tardó en ver que la Gramática de Nebrija no le servía de
nada. Lo único que cabía hacer, y rápidamente, era aprender la lengua del
vencido. Él mismo, hombre ya viejo, “decía que daría de buena voluntad un ojo
por saber la dicha lengua” (alguna vez hizo intentos de predicar en árabe); y
uno de sus colaboradores, fray Pedro de Alcalá, publicó en la misma ciudad de
Granada, en 1505, o sea en un lapso extraordinariamente breve, un Arte para ligeramente saber la lengua aráviga junto
con un Vocabulista arávigo en letra
castellana, obra para la cual no existía precedente alguno.3
Fray Hernando de Talavera, a quien
veneraron los humanistas españoles (por ejemplo Juan de Valdés, el del Diálogo de la lengua), fue un evangelizador
humanitario. Otros no lo fueron. La rebelión de los moriscos de las Alpujarras
(entre Granada y Almería), sofocada en 1569 por don Juan de Austria, medio
hermano de Felipe II, no buscaba una restauración del dominio árabe: fue una
protesta desesperada por los muchos abusos de que eran víctimas los moriscos,
el principal de los cuales era la conversión forzada. La acción militar de las
Alpujarras fue un cruel golpe no sólo para los moriscos a medio asimilar, sino
también para los ya cristianizados e hispanizados (pues en cualquier morisco se
veía un rebelde en potencia). De esos moriscos ya plenamente convertidos en
españoles habla con no poca simpatía Bernardo de Aldrete en sus Varias antigüedades de España, publicadas
después de la expulsión. Muchos moriscos -dice Aldrete- hablaban la lengua
castellana “como los que más bien la hablan de los nuestros”, salpicándola de
“refranes y agudezas” y “alcançando cosas escondidas y estraordinarias mucho
mejor que muchos de los naturales” (del habla de uno de ellos dice: “me causó
admiración, que nunca creí llegaran a tanto”). En otro libro, publicado antes
de la expulsión, el mismo Aldrete había dado estos detalles en cuanto a los
moriscos de las distintas regiones:
Los que quedaron en lugares apartados,
con poco trato y comunicación con los cristianos, conservavan su lengua aráviga
sin aprender la nuestra; mas los que de veras abraçaron la fe y emparentaron
con cristianos viejos, la perdieron. Los que después de la rebelión del año de
1569 fueron repartidos en Castilla y Andaluzía, mezclados con los demás
vezinos, an recibido nuestra lengua, que en público no hablan otra, ni se
atreven (sólo algunos pocos que biven, de los que se hallaron en aquella
guerra, hablan la suia en secreto). Los hijos y nietos déstos hablan la
castellana, tan cortada [= tan bien cortada] como el que mejor, si bien otros
de los mas endurecidos no dexan de bolver a la lengua aráviga. Lo mismo es en
Aragón: los que no los conocen en particular no diferencian esta gente de la
natural. En el reino de Valencia, porque viven en lugares de por sí, conservan
la lengua araviga. Bien clara es y manifiesta la causa porque se an aplicado
tan mal a nuestra lengua, que es la aversión que casi les es natural que nos
tienen, y no digo más; pero creo que ésta se perderá con el tiempo. Júntase a
su voluntad [= la mala voluntad que nos tienen a nosotros y a nuestra lengua]
el estar excluidos en las honrras y cargos públicos…
Estas palabras se imprimieron en 1606.
Pero el “problema morisco” llevaba tan pocos visos de resolverse, que en 1609
Felipe III adoptó la “solución final” de la expulsión en masa, censurada en
silencio (pues eran tiempos de callar y obedecer) por muchos ilustres
españoles, y llorada por esos hombres, llámados Abd al-Kárim Pérez, Bencácim
Bejarano, Francisco Núñez Muley o Juan Pérez lbrahim Taibilí, que, tan
españoles “como el que mejor”, se veían arrancados de su tierra y de su
cultura. Fueron más de 300 000 los expulsados entre 1609 y 1614.
Sólo en los últimos tiempos ha
comenzado a estudiarse la abundante literatura morisca escrita en castellano, a
veces en “aljamía”, o sea en caracteres árabes, y a veces en letra europea
normal. Hay tratados notables de polémica anticristiana, sonetos en loor de
Mahoma, novelas ejemplares, poesías en el estilo de Garcilaso y Lope de Vega,
etc., compuesto todo ello no sólo antes de 1609, sino también después, en el
destierro de Túnez y Marruecos. (La muestra más rara de esta literatura es un
tratado erótico, un verdadero Kamasutra escrito
en nuestra lengua.)
JUDÍOS Y SEFARDÍES
Los judíos habían sido expulsados de
España más de un siglo antes que los moriscos, o sea, justamente, en ese año de
1492 tan preñado de acontecimientos. Por cualquier lado que se la mire, la
decisión de los Reyes Católicos fue un acto de antisemitismo puro. La
hostilidad contra los judíos -una hostilidad que jamás existió en la España
musulmana- había venido fomentándose “desde arriba”, y la celebérrima
Inquisición española había estado enderazada casi exclusivamente contra ellos.
Los judíos españoles, llamados luego sefaradíes o sefardíes (de
Sefarad el nombre hebreo de España), habían escrito en lengua castellana desde
que hubo literatura. Los redactores de buena parte de la prosa alfonsí fueron
con toda probabilidad judíos. Y desde el sereno y maduro Sem Tob de Carrión
hasta el genial Fernando de Rojas, el de la Celestina,
la nómina de escritores españoles de ascendencia hebrea era ya muy nutrida en
1492. De hecho, la lengua materna de todos los judíos de España, desde hacía
largo tiempo, era el español, aunque nunca dejó de haber entre ellos un uso
restringido, sinagogal, de la lengua hebrea, ni tampoco dejó de haber
estudiosos profundos del idioma de Isaías y del Talmud.
Si fueron muchísimos los expulsados,
fueron también muchos los que pudieron quedarse en España, o porque ya habían
aceptado la fe cristiana o porque en ese mismo año de 1492 decidieron someterse
al bautismo. Pero quienes se quedaron no estuvieron nunca a salvo de la
sospecha de criptojudaísmo. Por lo demás, en todos los lugares en que la
Inquisición española pudo establecer “sucursales” -no en Bruselas ni en
Amberes, pero sí en México y en Lima- abundan los procesos contra quienes
conservaban aunque sólo fuera un mínimo vestigio externo de la religión de
Moisés. Los empecinados en la antigua fe eran quemados vivos; y los demás,
aunque nunca hayan tenido problemas con el Santo Oficio, vivieron una vida
ensombrecida por la discriminación racial. Si los moriscos, como dijo Aldrete,
estaban “excluidos de las honrras y cargos públicos”, también muchos sabios y
artistas y poetas de ascendencia hebraica, aunque fuera sólo parcial, no
pudieron ya tener acceso a dignidades civiles ni eclesiásticas. En la primera
mitad del siglo XV habían sido obispos de la prestigiosa Burgos dos judíos,
padre e hijo, Pablo de Santa María y Alonso de Cartagena, grandes escritores
ambos. Pero fray Luis de León, que conoció las cárceles inquisitoriales debido
en buena parte a su ascendencia hebrea, nunca hubiera podido ser obispo, ni
siquiera superior de su orden (aunque fuera infinitamente superior a sus
colegas). Otro de los grandes judíos españoles, Juan Luis Vives (1492-1540),
amigo de Erasmo, salió de España a los diecisiete años y nunca volvió a pisar
la tierra en que varios de sus antepasados habían sido quemados vivos.
Quizá nunca se dudó en serio de la
sinceridad de conversos como Pablo de Santa María, o de descendientes de judíos
como los ya mencionados, o como santa Teresa y Mateo Alemán, para recordar dos
casos más. Pero el hecho es que la palabra misma converso acabó por ser, en la
lengua castellana, un verdadero insulto, al igual que sus equivalentes confeso y cristiano
nuevo (cuya carga negativa consistía en el contraste con su antónimo,
el orgulloso cristiano viejo:
cualquier cristiano viejo, y no se diga si era montañés o vizcaíno, se creía un
hidalgo o un noble frente al “vil” judío). En el imperio español de los siglos
XVI y XVII suena todo el tiempo la palabra judaizante y
resuenan las palabras mancha y tacha,
contrapuestas a limpieza (de
sangre). La voz marrano es la
muestra más famosa de este vocabulario. Procede del árabe vulgar mabrán ‘cosa
prohibida’; siendo la carne de cerdo la “cosa prohibida” por excelencia, así
para los musulmanes como para los judíos, marrano pasó
a significar esa carne: ‘el cerdo bueno para la matanza’, y de ahí el
‘musulmán’ y sobre todo el ‘judío’. En el sentido concreto de ‘criptojudio’, la
palabra tuvo difusión europea y acabó por perder su atroz carga insultante. (En
las riñas de hombres de habla española, los insultos preferidos eran cornudo, puto y judío; Juan Ruiz de Alarcón
tachó de las tres cosas a Quevedo; Quevedo tachó sólo de judío a Góngora. En el Diccionario académico de la lengua
figura la palabra judiada ‘acción
cruel e inhumana’, que algunos quisieran borrar de allí, pero sin razón, puesto
que sigue usándose en España.)’
Un país cristiano, Portugal, y dos
islámicos, Marruecos y Turquía, acogieron a los desterrados de 1492. Pero en
1497 la Corona portuguesa decretó “o bautismo o expulsión”, con un refinamiento
de crueldad: los expulsados no podían llevarse a sus hijos pequeños. Hubo así
gran número de “conversiones”. Los sabios y literatos, muchos de los cuales
acabaron por trasladarse a ambientes más europeos -Inglaterra, Bohemia, algunos
estados italianos y sobre todo los Países Bajos-, escribieron de preferencia en
español. Varios judíos españoles, nacidos ya en Portugal, se establecieron a
mediados del siglo XVI en el ducado de Ferrara. Protegidos por un duque
humanista, estos judíos publicaron allí en 1553 la llamada Biblia de Ferrara, primera de las Biblias
impresas en nuestra lengua, muy aprovechada luego por Casiodoro de Reina, el
primer traductor protestante (1569); también publicaron, entre otros libros, la Visión delectable de Alfonso de la
Torre, filósofo del siglo XV; uno de ellos, Salomón Usque, cuyo nombre
“cristiano” parece haber sido Duarte Gómez, emprendió la primera traducción
sistemática de la obra poética de Petrarca (Venecia, 1567). Los judíos
españoles e hispano-portugueses de los Países Bajos desplegaron asimismo una
gran actividad editorial: hasta bien entrado el siglo XVII seguían saliendo de
las prensas de Amsterdam, Amberes y Bruselas libros españoles escritos por
sefardíes. Todavía en el siglo XVII huía de España a Amsterdam el poeta Miguel
de Barrios, que abandonó su nombre, cambiándolo por el de Daniel Leví.
Contemporáneo suyo fue Benedicto (o Baruch) Spinoza, descendiente de marranos
hispano-portugueses. Ni cristiano ni judío, ni español ni holandés, Spinoza escribió
en latín una de las obras capitales de la filosofía moderna. No cabe duda de
que la expulsión de los judíos significó una gran pérdida para la cultura
hispánica.
Los innumerables judíos que se
establecieron en el norte de Africa y en el vasto imperio otomano (Turquía, los
Balcanes, el Asia Menor) no olvidaron nunca el idioma que habían mamado, aunque
era el mismo de quienes los expulsaron. Este extraordinario caso de
supervivencia, unido al hecho de que el judeoespañol (o sefardí, o ladino)
conserva mejor que ninguna otra modalidad actual del castellano los rasgos que
nuestra lengua tenía en tiempos de Nebrija, ha llamado mucho la atención de los
estudiosos modernos. El judeoespañol del norte de Africa ha sufrido influencias
del árabe y del español moderno, y el judeoespañol oriental abunda en palabras
turcas y griegas y aun eslavas, pero su fonética y su vocabulario han resistido
en lo básico, de manera que suele servir de ejemplo vivo (y no libresco) de
cómo se hablaba el español hace quinientos años. El folklore de los sefardíes
es básicamente español. Hay en él romances conservados por tradición oral desde
el siglo XV; hay canciones a veces muy lindas, como la que empieza:
Morenica a mí me llaman,
yo blanca nací;
el sol del enverano
me hizo a mí ansí;
morenica y graciosica
y mavromatianí
(palabra griega esta última, que
significa ‘ojinegra’); hay también gran cantidad de refranes, antiguos o
derivados de los antiguos: “El ojo come más muncho que la boca”, “Arremenda tu
paño, que te ture un año; arreméndalo otruna vez, que te ture un mes”, “Café
sin tutún, hamam sin sapún” (“café sin cigarrillo es como baño sin jabón”:
hamam es el baño turco); “Todo tenía Salomonico: sarna y lepra y sarampionico”…
Hasta antes de 1939, había en ciudades como Estambul, Bucarest y Salónica
imprentas de donde salían, en caracteres a veces hebreos, a veces latinos,
libros y folletos populares en lengua española, y almanaques, y periódicos
comunes y corrientes, con sus secciones de noticias, artículos de fondo y
anuncios, todo en español (un español ajustado a las necesidades modernas
mediante préstamos, no del español actual, sino del rumano, o del francés, o
del italiano). Hitler acabó siniestramente con todo eso. Más que en la América
hispánica o en España, donde la absorción por el español moderno es inevitable,
la lengua de los sefardíes que escaparon del holocausto se conserva en el
moderno estado de Israel y en muchas ciudades de los Estados Unidos, pero
parece destinada a desaparecer, a causa de la presión del hebreo y del inglés.
EL NUEVO MUNDO
El otro acontecimiento importante del
año 1492 fue el hallazgo del Nuevo Mundo. Es probable que fray Hernando de
Talavera, en su ya citada respuesta a la reina Isabel, haya pensado en el viaje
de Colón, cuyas posibilidades de ejecución estarían siendo sopesadas por
entonces. Pero, entre la gente de las tres carabelas, Colón hubiera sido el
menos indicado para propagar la lengua entre los “pueblos bárbaros y naciones
de peregrinas lenguas” con que se topó. Hablaba mejor el portugués que el
castellano. Y es curioso pensar que el primer contacto lingüístico entre el
Almirante y el indio americano -contacto frustrado, por supuesto- haya sido ¡en
árabe! En efecto, Colón, esperando que su navegación hacia occidente culminaría
en las Islas de las Especias (la actual Indonesia), adonde los portugueses
llegaban después de dar la vuelta a Africa y seguir hacia oriente, y sabiendo
que había trato comercial asiduo entre el Islam y ese extremo oriente trajo en
el primer viaje entre sus hombres a un intérprete de árabe.4
En todo caso, la respuesta de Talavera
anuncia ya a Cortés y a Pizarro. El fraile-obispo decía que los pueblos
conquistados tendrían “necesidad. de recibir” las leyes del conquistador, y
“con ellas” su lengua. Sólo que los conquistadores españoles, ávidos e
impacientes, no esperaban a que los conquistados sintieran esa necesidad, sino
que, adelantándose a ella, hablaban mejor del “derecho” absoluto que tenían de
imponer sus leyes. Los cronistas españoles refieren cómo Pedrarias (Pedro
Arias) Dávila solía “aperrear” a los indios con “lebreles e alanos diestros”:
al indio que cogían -y nunca fallaban- “lo desollavan e destripavan, e comían
dél lo que querían”. Alexander von Humboldt lamentó en uno de sus libros que la
vida y las hazañas de alguno de esos perros (de nombre famoso, corno “el
Becerrillo” y su hijo y sucesor “el Leoncico”) estuvieran mejor documentadas
que la vida de Colón, en la cual hay tantas zonas oscuras. Esa atroz manera de
imponer leyes estaba siendo practicada en las islas Canarias; quienes la
introdujeron en el Nuevo Mundo fueron los compañeros de Colón, en el segundo
viaje; para ellos, y para muchos que los siguieron, los indios no fueron
hombres con quienes se combate, sino bestias a quienes se caza.
Fue también Pedrarias Dávila, hacia
1514, el primero que legalizó la conquista con el famoso “requerimiento”,
intimación hecha a los indios para que reconocieran, en ese momento mismo, la
naturaleza de la Santísima Trinidad y los derechos del rey de España, otorgados
por el papa, representante del dueño del mundo, o sea de Dios. La no aceptación
del requerimiento confería automáticamente carácter de justa guerra a la
matanza y a la violencia. (“[Si no aceptáis lo que os he dicho], yo entraré
poderosamente contra vosotros, e vos haré guerra por todas las partes e maneras
que yo pudiere [y os esclavizaré y os quitaré vuestras posesiones, y todo esto
por culpa vuestra, no del rey, ni mía], ni destos cavalleros que conmigo
vinieron.”) Claro que los indios, ante semejante primer contacto con la lengua
castellana, no se apresuraban a dar señales de aceptación. ¿Cómo iban a
entender el requerimiento si, como dijo Fernández de Oviedo en 1524, “ni aun lo
entendían los que lo leían”?
Estas dos estampas, la de los perros y
la del requerimiento, corresponden ciertamente a uno de los lados de la
conquista, el lado siniestro. En el lado derecho está, en primer lugar, la
estampa de quienes se opusieron a esa violencia y a esa farsa. El propio Oviedo
protestó ante Carlos V contra ambos abusos, con tanta mayor convicción cuanto
que a él le tocó alguna vez la vergüenza de espetarles el requerimiento a unos
indios en nombre de Pedrarías. (Él mismo cuenta qué informe le dio luego a
Pedrarias: “Señor, parésçeme que estos indios no quieren escuchar la teología
deste requerimiento, ni vos tenéis quien se lo dé a entender. Mande vuestra
merced guardalle hasta que tengamos algún indio déstos en una jaula, para que
despacio lo aprenda, e el señor obispo se lo dé a entender”.) Y con Oviedo
están no sólo Las Casas y los muchos españoles que defendieron al indio,
afirmando categóricamente, por principio de cuentas, su dignidad de seres
humanos contra quienes encontraban más expedito tratarlos como animales, sino
también los muchos frailes que, casi desde el primer momento, se pusieron a
hacer aquello que fray Hernando de Talavera había sentido como la tarea humana
más urgente de todas, en vista de los hechos consumados: aprender la lengua de
los vencidos y así comunicarse con ellos para enseñarles el cristianismo. A
esta tarea se dedicaron en especial los franciscanos y los dominicos, y más
tarde también los agustinos y los jesuitas. El iniciador fue el franciscano
Pedro de Gante, no sólo nacido en Gante, cuna de Carlos V, sino ligado con el emperador
por “estrecho parentesco” (fray Pedro fue hijo ilegítimo). A mediados del siglo
XVI, la verdadera catedral de México no era la de los españoles, “pequeña, fea,
pobre y desmantelada”, sino la iglesia de San José de los Naturales, hecha de
siete naves que, sin paredes intermedias, comunicaban con un inmenso atrio (en
las naves cabían 10 000 personas, y en el atrio 70 000). Fray Juan de
Zumárraga, primer obispo de México e introductor de la imprenta en el Nuevo
Mundo (1532), publicó varias Doctrinas en
español, para que los evangelizadores tuvieran a la mano una exposición clara,
de lo esencial del cristianismo y en ella se basaran a la hora de predicar en
la lengua de los indios. (Estas Doctrinas
cristianas de Zumárraga son notables por su acentuado erasmismo.) La
mitad de la abundante producción bibliográfica de México durante el primer
siglo de la hispanización consiste en Artes (gramáticas)
de diversas lenguas, Vocabularios para
traducir de esas lenguas al español y viceversa, y Doctrinas
cristianas compuestas en esas mismas lenguas, sin contar los
confesionarios (manuales para los confesores de indios), los devocionarios, las
cartillas para niños y otras cosas menores. Los franciscanos Alonso de Molina y
Maturino Gilberti, especializados respectivamente en la lengua “mexicana” y en
la “mechuacana”, escribieron gramáticas, diccionarios y doctrinas. En ninguna
otra región americana hubo tamaña actividad. Las artes, los vocabularios y las
doctrinas que se hicieron en el Perú se imprimieron al principio en España (la
imprenta llegó a Lima en 1582).
En el lado luminoso de la conquista
hay todo un álbum de estampas que no hace falta desplegar aquí, como tampoco
hace falta recalcar el lado sombrío. El bien medido endecasílabo que resume la
respuesta de los españoles patriotas, “Crímenes son del tiempo y no de España”,
merece ciertamente ser escuchado. Pero importaba subrayar la calidad dual de la
conquista de América, que es también la calidad dual de la concepción española
de la vida, bárbara y estrecha por un lado, sobre todo en contraste con la
concepción italiana, pero impregnada por otro de un humanismo que, justamente
en el primer siglo de la conquista, se tradujo no sólo en humanitarismo
compasivo, sino también en deseo de compartir y comunicar. Al lado de los
brutos primitivos, como Pedrarias, hubo desde un principio los civilizados y
civilizadores; como Vasco de Quiroga; al lado de los destructores ciegos, como
Pedro de Alvarado, los preocupados por el bien público, como Antonio de
Mendoza; al lado de los frailes que por celo religioso quemaron gran cantidad
de códices (imitadores en esto de Cisneros), los frailes conservadores y
estudiosos del vivir prehispánico, como Bernardino de Sahagún; y al lado de los
buscadores de fama y riqueza, como Cortés y los Pizarro, los maestros y
defensores, como Pedro de Gante, Motolinía y Las Casas. El “requerimiento” a
que sí contestaron los pobladores de América fue el que sí entendieron: no la
intimación, sino la invitación.
La hispanización del Nuevo Mundo
ofrece ciertas semejanzas con la romanización de Hispania y con la arabización
de España. Al igual que los romanos y los árabes (y a diferencia no sólo de los
visigodos, sino también de los ingleses, franceses y holandeses que colonizaron
otras regiones de América), los conquistadores y pobladores españoles se
mezclaron racialmente desde un principio con los conquistados, y este mestizaje
de sangre fue, desde luego, el factor que más contribuyó a la difusión de la
lengua y cultura de España. Los romanos latinizaron con pasmosa rapidez toda la
península (salvo el territorio vasco), y el latín de los escritores hispanos de
los primeros siglos de nuestra era no tenía ya nada que pedirle al de los
italianos. Los moros arabizaron profundamente a España, y a partir del siglo
VIII no pocos españoles, además de adoptar la religión de los conquistadores,
se enseñaron a hablar y escribir un árabe tan bueno como el de Bagdad o de El
Cairo. En la historia americana, particularmente en la de México y del Perú,
abundan los testimonios de la facilidad y la gracia con que los niños indios,
en escuelas fundadas para ellos, aprendían la lengua española. El primer siglo
de la conquista ofrece nombres de escritores de sangre americana como los
mexicanos Hernando de Alvarado Tezozómoc y Fernando de Alva Ixtlilxóchitl y los
peruanos Felipe Guamán Poma de Ayala y Garcilaso Inca de la Vega. A fines del
siglo XVI ya estaban echadas en todo el nuevo continente las raíces de la
lengua nacional de los países hispanoamericanos de hoy.
Sin embargo, ni la cristianización ni
la hispanización del Nuevo Mundo fueron nunca completas. La tarea de fray
Hernando de Talavera y sus sucesores, en la España del siglo XVI, no fue fácil,
y eso que se trataba de aprender una sola lengua, el árabe. Pero las lenguas americanas
se contaban por centenares. Para la mayoría de ellas no hubo gramáticas ni
diccionarios ni doctrinas cristianas. Por otra parte, los concilios de obispos
celebrados en Lima y en México durante la segunda mitad del siglo XVI llegaron
a conclusiones pesimistas en cuanto a la eficacia de las doctrinas impresas en
lenguas indígenas. Como los “naturales” no podían ser sacerdotes (y muchísimo
menos obispos), era necesaria la presencia continua de predicadores españoles o
criollos que conocieran las distintas lenguas, y, desgraciadamente, el fervor
religioso de la primera hora ya se había entibiado a fines del siglo. Los
obispos peruanos y mexicanos resolvieron “que a los indios se pongan maestros
que les enseñen la lengua castellana, por haberse conocido, después de un
prolijo examen, que aun en el más perfecto idioma de ellos no se pueden
explicar bien y con propiedad los misterios de la santa fe católica sin cometer
grandes disonancias e imperfecciones”. Pero esta castellanización total no pasó
de ser un buen deseo.5
Así como el mapa de la península
ibérica se llenó primero de topónimos romanos y luego de topónimos árabes, así
el de América se llenó de topónimos españoles: Santa Fe, Laredo, Monterrey,
Durango, Compostela, Guadalajara, León, Salamanca, Zamora, Lerma, Córdoba,
Valladolid, Mérida, Trujillo, Antequera, Granada, Cartagena, Santander, Málaga,
Segovia, Medellín, Guadalupe, Aranzazu, Lérida, Cuenca… (muchos de estos
topónimos se repiten en distintos países). Provincias más o menos extensas se llamaron
Nueva España, Nueva Galicia, Nuevo León, Nueva Vizcaya, Nueva Extremadura (en
México), Nueva Segovia, Castilla del Oro (en Centroamérica), Nueva Granada,
Nueva Andalucía, Nueva Córdoba, Nueva Extremadura (en Sudamérica). También en
las Filipinas: Nueva Cáceres, Nueva Écija, Nueva Vizcaya. El nombre de
Santiago, gran protector de los conquistadores, se repite en todas partes, por
lo general en unión de un topónimo americano: Santiago de Cuba, Santiago
Papasquiaro, Santiago Ixcuintla, Santiago Zacatepec, Santiago Jamiltepec,
Santiago Atitlán, Santiago de Chuco, Santiago de Cao, Santiago de Pacaraguas,
Santiago de Chocorvos, Santiago de Huata, Santiago de Chile. También abundan
otros topónimos religiosos: San Juan de Puerto Rico, San Francisco, Los Angeles,
Santa Ana Chiautempan, San Pedro Xilotepec, San Antonio del Táchira, San José
de Cúcuta, Asunción del Paraguay, San Miguel de Tucumán, Concepción de Chile…
(En 1813 se quejaba el mexicano fray Servando Teresa de Mier de tantos nombres
de santos, que “confunden los lugares, convierten la geografía de América a
letanías o calendario, embarazan la prosa e imposibilitan la belleza de las
musas americanas”.)
HUMANISMO Y ANTIHUMANISMO
La cultura hispánica de los siglos XVI
y XVII es posiblemente la más controvertida de todas las de la era moderna, la
más conflictiva, o sea la más apasionante. Si es imposible ver sin pasión las
hogueras inquisitoriales, también es imposible leer el Quijote fríamente, sin que el lector se
sienta arrastrado y cautivado por su humor y su armonía. En vez de emitir un
juicio global, quizá sea más útil exponer una breve serie de datos que, desde
el concreto punto de vista de la historia de la lengua, puedan dar una idea de
cómo se desarrolló en los territorios de habla española la lucha entre las
luces (el ansia de libertad, la apertura a todo lo que es humano, la fe en la
civilización y el progreso) y las tinieblas (el absolutismo, el rechazo de lo
nuevo por el solo hecho de ser nuevo, la defensa encarnizada de los intereses
creados). Esta lucha, que se da en todas las sociedades y en todas las épocas,
tuvo en el orbe hispánico características especiales.
Las luces están representadas ante
todo por el humanismo renacentista, en sus dos expresiones principales, la
nórdica o erasmiana y la italiana, expresiones que, una vez recibidas en
España, se fundieron sin dificultad en una sola (al contrario de lo que ocurrió
en Italia, donde Erasmo tuvo pocos admiradores decididos). El erasmista Juan de
Valdés era amigo de Garcilaso, el cual hizo que su amigo Boscán tradujera al
español El Cortesano de
Castiglione, libro que educó a miles de lectores europeos. Y Boscán y Garcilaso
renovaron a fondo la poesía castellana, adoptando de la italiana no sólo los
esquemas métricos, sino toda una visión de lo humano. Por lo demás, el amor a
las letras griegas y latinas fue el mismo en Erasmo y en los italianos (aunque
Erasmo haya preferido a los moralistas y a los historiadores, y los italianos a
los oradores y a los poetas). Juan, de Valdés tradujo del griego partes de la
Biblia; Garcilaso compuso poemas en latín.
El cardenal Cisneros, rector de la
política española durante la minoría de Carlos V, le ofreció a Erasmo, en 1516,
un puesto en España. Erasmo no aceptó la invitación, en parte por sus muchos quehaceres
y en parte porque España le parecía demasiado bárbara; pero en 1516,
justamente, se desató en España una oleada de traducciones de Erasmo sin
paralelo en ningún otro país europeo. Dos años antes, en 1514, el impresor de
la universidad de Alcalá, Arnao Guillén de Brocar, había publicado en un
espléndido volumen, envidia de Europa, la edición príncipe del texto griego del
Nuevo Testamento.6 Esta
universidad de Alcalá, fundada en 1508 por el propio cardenal Cisneros, fue
durante la primera mitad del siglo XVI el hogar por excelencia de las ideas
modernas. Su ímpetu innovador se contagió a la de Salamanca (aunque ésta,
fundada en el siglo XII, tenía demasiados compromisos con el pasado). Fueron
momentos privilegiados en la historia de la cultura hispánica. La labor de los
humanistas italianos residentes en Castilla, como Pedro Mártir de Angleria y
Lucio Marineo Sículo, y también en Portugal, como Cataldo Áquila Sículo, estaba
dando sus frutos. Pedro Mártir se felicitaba de haberse trasladado a un país tan
sediento de conocimientos y tan virgen de humanismo: decía que, de haberse
quedado en Italia, habría sido un pajarillo entre águilas o un enano entre
gigantes. En España, desde luego, fue un gigante. Una vez, durante un curso
dado en Salamanca sobre las difíciles (y divertidas) Sátiras de
Juvenal, los estudiantes lo levantaron en hombros y así, “en triunfo”, lo
llevaron hasta su aula. La literatura de nuestra lengua, en estos primeros
decenios del Renacimiento, se escribió en una atmósfera de entusiasmo.
En las Indias, como se llamaban las
posesiones americanas de España, la cultura que se fue implantando estaba hecha
de la misma sustancia que en la metrópoli. Es verdad que hacia 1550 las únicas
ciudades que podían llamarse centros de cultura eran México y Lima, y tal vez
Santo Domingo (la primera que tuvo universidad). Pero, proporcionalmente, los
ideales del Renacimiento y del humanismo penetraron en América en la misma
medida que en España. Fernández de Oviedo, imbuido de italianismo y lector de
Erasmo, es en Santo Domingo uno de los españoles más civilizados de su tiempo,
y su Historia uno de los
monumentos del humanismo, entendido éste en su sentido más amplio y generoso.
Diego Méndez, “el de la Canoa”, compañero de Colón en su último viaje y vecino
también de Santo Domingo, es famoso por el testamento (1536) en que dejó a sus
hijos su biblioteca, formada por solos diez libros, cinco de los cuales eran
traducciones de Erasmo. Fray Juan de Zumárraga, primer obispo de México,
reprodujo escritos de Erasmo y del erasmista Constantino Ponce de la Fuente.
(Años después, este doctor Constantino fue encarcelado bajo acusación de
luteranismo.) La Utopía del
inglés Tomás Moro, amigo de Erasmo, tuvo innumerables lectores, pero ninguno
tan extraordinario como Vasco de Quiroga, que quiso hacer realidad, en tierras
de Michoacán, los ideales de justicia de ese libro revolucionario. Y Francisco
Cervantes de Salazar, discípulo del erasmista Alejo Vanegas, no sólo tradujo a
Juan Luis Vives, otro gran amigo de Erasmo sino que, a imitación suya, compuso
unos Diálogos latinos impresos
en México (1554), tres de ellos acerca de México y de su universidad, aún
reciente pero ya activa.
Cuando murió Carlos V (1558), la
ciudad de México celebró sus exequias con un catafalco adornado de
composiciones poéticas en latín y en español (estas últimas en metros
italianos), de todo lo cual quedó constancia en el Túmulo
imperial de Cervantes de Salazar (1560).
Este Túmulo puede
servir de símbolo de un acontecimiento trascendental. Mucho de lo que había
vivido en la cultura española durante la época del emperador quedó sepultado
con él. Felipe II, constituido en campeón de la ortodoxia católica contra las
demás formas del cristianismo, inauguró un “nuevo estilo” nacional, absolutista
e intolerante. No es que la libertad intelectual haya sido completa en tiempos
de Carlos V. La Inquisición fue siempre muy poderosa, y la suspicacia de la
iglesia española -la suspicacia, concretamente, de las órdenes monásticas, en
particular la de los dominicos- frente a todo cuanto oliera a pensamiento
demasiado personal en materias teológicas, filosóficas y científicas era muy
aguda ya en el siglo XV. Cuando en 1478 (en vísperas del establecimiento
definitivo de la Inquisición en España) un catedrático de Salamanca, Pedro de
Osma, expuso ciertas ideas de un libro suyo acerca de la confesión sacramental,
la autoridad eclesiástica mandó clausurar las aulas como si estuvieran
endemoniadas, y, como dice uno de los documentos que relatan el suceso, “no
permitió que se abriesen hasta haber quemado públicamente la cátedra y el libro
en presencia de su autor, sin que se leyese [= sin que se diesen clases] en
ellas hasta bendecirlas”, esto es hasta exorcizarlas. Nebrija, discípulo de
Pedro de Osma tuvo sus conflictos con la Inquisición como los tuvieron después
otros dos catedráticos de Salamanca, fray Luis de León y Francisco Sánchez el Brocense. De hecho, todos los partidarios
de una ciencia libre de trabas, o sea todos los erasmistas, sufrieron en una
forma u otra la hostilidad del Santo Oficio.
Caso típico es el de Juan de Vergara,
traductor de Aristóteles y de las partes griegas del Viejo Testamento en la
Biblia Complutense, encarcelado durante dos años y medio sin otra razón que su
erasmismo (a pesar de que Erasmo nunca fue condenado por Roma). Entristecido
por la noticia, un estudiante español que se hallaba en París le escribía
(1533) a su maestro Vives: “Tienes razón: España está en poder de gente
envidiosa y soberbia, y bárbara además; ya nadie podrá cultivar medianamente
las letras sin que al punto se le acuse de hereje o de judío; impera el terror
entre los humanistas”. A ese mismo propósito le escribía Vives a Erasmo:
“Estamos pasando por tiempos difíciles, en que no se puede hablar ni callar sin
peligro”. Irónicamente, la última carta de Erasmo a Vergara, interceptada por
los inquisidores contenía un elogio de los viajes de esa comunicación con otras
gentes que es como “un injerto de la inteligencia”, y le decía: “Nada hay mas
hosco que los seres humanos que han envejecido en su pueblo natal, y que odian
a los extranjeros y rechazan cuanto se aparta de los usos del terruño”.
Una de las últimas afirmaciones de los
ideales de libertad del humanismo se encuentra en El
concejo y consejeros del príncipe del erasmista Fadrique Furió Ceriol,
español europeo educado en el “estilo Carlos V”. Declara Furió que todos los
modos de pensar son buenos, mientras los hombres que piensan sean buenos:
“Todos los buenos, agora sean judíos, moros, gentiles, cristianos o de otra
secta, son de una mesma tierra, de una mesma casa y sangre; y todos los malos
de la mesma manera”; y afirma también que quienes dicen “que todo es del rey, y
que el rey puede hacer a su voluntad, y que el rey puede poner cuantos pechos
[impuestos] quisiere, y aun que el rey no puede errar” (cosas todas que se
dijeron en efecto en la España de Felipe II), son “enemigos del bien publico”.
La historia vino a poner en estas
palabras de Furió la misma ironía que en las de Erasmo cuando le hacía al
prisionero Vergara el elogio de los viajes. El
concejo y consejeros del príncipe se imprimió en Amberes en 1559.
Ahora bien, justamente ese año de 1559 es el del triunfo definitivo del
absolutismo y del oscurantismo (para decirlo en terminología moderna) sobre el
deseo de libertad y de progreso. A los tres años de heredar la corona, y a un
año apenas de la muerte de su padre, Felipe II mostró en 1559 lo que iba a ser
su reinado (y el de sus sucesores). En el campo del pensamiento, los
antierasmistas habían ganado la batalla. En ese año de 1559 habían obtenido una
victoria espectacular: Bartolomé Carranza, arzobispo de Toledo, favorable a la
libertad de pensamiento, fue encarcelado y destituido de su puesto. Felipe II
apoyó siempre con brazo fuerte a los contrarreformistas triunfadores, y éstos
le juraron fidelidad absoluta y demostraron teológicamente aquello que, según
Furió, sólo un enemigo del bien público podría decir: “que el rey puede hacer a
su voluntad”. Felipe II y sus sucesores tuvieron casi rango de deidades (Es
penoso ver cómo sor Juana Inés de la Cruz exalta hasta las nubes al imbécil
Carlos II.) Pocas veces en la historia de los pueblos modernos ha habido una
coalición tan íntima, y tan duradera además, entre Iglesia y Estado. Lo
anterior a 1559, incluyendo el proceso contra Juan de Vergara, había sido
apenas un ensayo. Ya se habían promulgado varios Índices de libros prohibidos,
pero el del fatídico año de 1559, hecho bajo la supervisión del inquisidor
Fernando Valdés, dejó muy atrás en severidad a sus predecesores. Las obras de
Erasmo fueron confiscadas y quemadas, y lo único que de él se toleró fueron los
tratados de gramática y retórica. Se pusieron en el Índice las obras completas
de no pocos escritores españoles, comenzando con aquellos que habían huido de
la península para ser libres en el extranjero, como Juan de Valdés y Miguel
Servet, cumbres del pensamiento religioso europeo. Totalmente prohibidas
quedaron las traducciones de la Biblia, pues su lectura vino a considerarse
“fuente de herejías”. (Lo curioso es que Fadrique Furió Ceriol había publicado
un diálogo latino, Bononia, en que
defendía lo contrario, argumentando erasmianamente que los apóstoles y
evangelistas se habían servido del idioma hablado por el pueblo.) El solo deseo
de estar al corriente de las novedades europeas era peligroso. Se elaboraron
refinados mecanismos de control de la imprenta, y la importación de libros
extranjeros quedó sometida a estrechísima vigilancia. La herejía se identificó
por completo con la infamia social, de tal manera que los sospechosos de
desviarse mínimamente del catolicismo oficial, o sea de lo que Erasmo llamaba
“usos del terruño”, quedaban automáticamente “deshonrados”. Como remate de
todo, en ese año de 1559, en noviembre, por decreto de Felipe II, les quedó
prohibido a todos sus súbditos salir al extranjero a estudiar o a enseñar, para
evitar contagios con ideas no “oficiales”.7
El liderazgo intelectual quedó
definitivamente en otras naciones. Un Galileo, un Descartes, un Newton hubieran
sido imposibles en los dominios de Felipe II y su dinastía. El helenismo, tan
promisor en tiempos de Cisneros y de Carlos V, quedó prácticamente muerto; la
tipografía helénica llegó a desaparecer del todo, y los pocos que sabían griego
se hacían sospechosos (podían leer los evangelios en su lengua original, o sea
que “se apartaban” de la mayoría que sólo sabía leerlos en la traducción de la
Vulgata). España; el país de Europa que en esta segunda mitad del siglo XVI
estaba en posición ideal para ser la adelantada de los estudios árabes (y no
sólo por el contacto excepcional que había tenido durante siglos con el Islam,
sino porque aún vivían en su territorio miles de personas que hablaban y leían
y escribían árabe), fue durante Felipe II máxima desdeñadora de lo árabe. El Arte y el Vocabulista
arávigo de Pedro de Alcalá nunca tuvieron sucesores. Fue en Francia y
en Holanda donde se inició, a fines del siglo XVI, el arabismo moderno. (Cuando
los “ilustrados” del XVIII quisieron hacer una clasificación de los manuscritos
árabes existentes en El Escorial, tuvieron que acudir a un experto extranjero,
el maronita sirio Miguel Casiri.) También se le fue a España de las manos otro
liderazgo: el del hebraísmo. La edición del texto hebreo de la Biblia
Complutense había sido obra de judíos conversos, en particular Pablo Coronel,
autor además del léxico hebreo-latino impreso al final del Viejo Testamento.
Era natural que fueran conversos o descendientes de conversos los sabios en
esta materia. Hacia 1570 había cuatro grandes hebraístas en España: Alonso
Gudiel en la universidad de Osuna, y fray Luis de León, Gaspar de Grajal y
Martín Martínez de Cantalapiedra en la de Salamanca. Todos, salvo el último,
eran de origen converso. La persecución desatada contra ellos en 1572 es una de
las muestras más repugnantes del antisemitismo oficial (Gudiel murió
tragicamente en la cárcel). Durante estos acontecimientos, otro humanista,
Benito Arias Montano, publicaba en Amberes (1569-1573) la llamada Biblia Regia, políglota como la Complutense;
pero los sabios que se encargaron de la edición del texto hebreo no fueron ya
españoles.
En la época de Carlos V, desde Juan
Luis Vives, que en 1520 hablaba del triste papel que hacían en Europa los
españoles, llenos de “concepciones bárbaras de la vida que se transmiten unos a
otros como de mano en mano”, hasta Andrés Laguna, que en 1557 decía que sus
paisanos se habían granjeado el aborrecimiento de todos los europeos (los
turcos inclusive) a causa de su soberbia, nunca dejaron de escucharse voces que
llevaron a cabo una auténtica labor de autocrítica nacional. En la época de los
Felipes esas voces fueron metódicamente reprimidas.
Por otra parte, en tiempos de Carlos V
no hubo casi ningún escritor español que no fuera devoto de su rey (es muy
representativo el soneto de Hernando de Acuña que celebra la hegemonía española
y sueña con “un Monarca, un imperio y una Espada” para todo el mundo), y esa
devoción fue fruto espontáneo del entusiasmo. Pero a partir de Felipe II el
patriotismo se fue convirtiendo, cada vez más, en consigna. Alonso de Ercilla
intercaló en su Araucana visiones heroicas de las batallas de Saint-Quentin y
de Lepanto; Fernando de Herrera dedicó a don Juan de Austria dos odas
encomiásticas, una por la victoria de Lepanto y otra por el escarmiento que les
dio a los pobres moriscos de las Alpujarras. Cervantes era seguramente sincero
cuando decía que la batalla de Lepanto fue “la más alta ocasión que vieron los
siglos pasados ni esperan ver los venideros”. Algo de fervor patriótico y
católico hay en El Brasil restituido,
comedia de Lope de Vega que celebra la reconquista de Bahía de manos de los
holandeses por una escuadra hispano-portuguesa, o en comedias de Calderón como
la que celebra las victorias de Wallenstein contra los protestantes y la que
celebra (como el famoso cuadro de Velázquez) la toma de Breda Pero ¿qué decir
del libro de 1631 en que un numeroso coro de poetas -Lope de Vega entre ellos-
festejó como hazaña sobrehumana, digna de Júpiter, el que Felipe IV, en un coto
cerrado, y detrás de una barrera, y rodeado de cortesanos y de criados, hubiera
matado un toro de un arcabuzazo? En cuanto a los elogios prodigados a Carlos II
y a su aberrante política, son sencillamente grotescos.8
El único caso ilustre de crítica del
imperio en el siglo XVII es el “memorial” versificado, atribuido con toda
verosimilitud a Quevedo, en que el autor le dice a Felipe IV que es inhumano
mantener en Europa una ilusión de dominio a costa de la sangre y el bienestar
de los españoles. Pero entre la crítica abierta y la adulación descarada
quedaban vías intermedias. Una de ellas era la reticencia, que es el arte de
decir cosas sin decirlas. En 1609, Bernardo de Aldrete sugiere con un discreto
“y no digo más” que la represión de los moriscos de las Alpujarras fue
demasiado salvaje. De manera parecida el historiador José de Sigüenza, en 1600,
en el momento en que casi va a decir lo que piensa de la manera innoble como
Fernando el Católico y su brazo militar Gonzalo Fernández de Córdoba (alias “el
Gran Capitán”) se apoderaron del reino de Nápoles, se para en seco y estampa
sólo este comentario: “Aquí se quedan mil hoyos y pleitos que se averiguarán el
Día del Juicio”. La represión convirtió a los escritores de lengua española en
grandes maestros del arte de la reticencia, de la cautela, de cierta
“hipocresía heroica”, como alguien la ha llamado. Y el más grande de esos
maestros fue Cervantes.
Otra vía intermedia es la
imparcialidad artística. Así como el Velázquez de la Rendición
de Breda pone en los rostros holandeses (calvinistas) la misma nobleza
que en los españoles (católicos), así también el Ercilla de la Araucana presta a los indios chilenos y
a sus dominadores un mismo alto nivel de cualidades humanas. Ni siquiera los
corsarios ingleses Francis Drake y John Hawkins aparecen como monstruos en la Dragontea de Lope de Vega. Por lo
demás, la desproporción entre lo celebrado y la manera de celebrarlo se pierde
de vista cuando el resultado es una obra de arte. La victoria de Saint-Quentin
fue insignificante, pero El Escorial es ciertamente un edificio estupendo.
También la rendición de Breda fue un episodio intrascendente. Las hazañas
exaltadas por muchos poetas y prosistas y autores teatrales del siglo XVII se
reducen a menudo a nada, son exageración pura. En manos de escritores como
Quevedo y Calderón, la hipérbole llega a veces a la cumbre del arte. (Góngora,
también maestro de la hipérbole, es siempre más complejo: exalta ciertamente a
los monarcas, pero en un largo pasaje de las Soledades deplora
muy de veras los males que la codicia de los exploradores y conquistadores
trajo a la humanidad.)
Desde el punto de vista de la historia
de la lengua, los breves datos que anteceden tienen una doble importancia. Por
una parte, explican el relativo raquitismo y atraso del vocabulario castellano
en todos aquellos sectores (política, economía, ciencia, filosofía, etc.) en
que los demás países del occidente europeo se adelantaron a España -raquitismo
y atraso cuyas consecuencias siguen siendo actuales-. Y, por otra parte, ayudan
a comprender la naturaleza peculiar del lenguaje literario español del siglo
XVII, su especialísima riqueza. Algo que no consiguió coartar Felipe II fue la
fantasía. Más aún: es como si la obra de quienes escribían en España hacia
1615, hombres criados bajo el austero régimen de Felipe II, fuera producto, más
que de genios individuales, de una como necesidad social, colectiva, de hallar
nuevas entradas y salidas en un edificio cuyas puertas estaban tapiadas. La
literatura de nuestra lengua eclipsaba en esos momentos a todas las demás. En
1615 Lope de Vega llevaba escritos, entre muchísimas otras cosas, varios
centenares de piezas teatrales. En 1615, un siglo después de los inicios de ese
humanismo erasmiano que Felipe II sofocó, Miguel de Cervantes -“un ingenio
lego”, poseedor, como Shakespeare, de “poco latín y menos griego”- publicaba la
Segunda parte del Quijote, envidia
de todas las literaturas y culminación de no pocas de las ideas de Erasmo. En
1615, menos de un siglo después del injerto de los modos italianos en la poesía
española, circulaban de mano en mano, manuscritas, las Soledades de Góngora. Finalmente, en
1615 se hallaba en pleno auge otra literatura, no la del humor y la fantasía,
sino la del desengaño y el ascetismo razonado, producto también de un estado de
ánimo colectivo que de ninguna manera había sido el dominante en tiempos de
Carlos V.
ESPAÑA Y EUROPA
En el escenario europeo de los siglos
XVI y XVII los españoles estuvieron bajo las candilejas y cuajaron en “figura”
o “tipo”. El resto de Europa los vio como paradigmas de grandes virtudes o de
grandes vicios, y así lo español fue unas veces modelo digno de imitación y
otras veces objeto de repudio o de risa. En un extremo está Castiglione, que
alaba la “gravedad sosegada, natural de España”, y en el otro quienes, habiendo
leído por ejemplo la Brevissima relación de
Las Casas en una de sus muchas traducciones, sienten a España como la
encarnación de la crueldad y el fanatismo, o quienes inventan y transmiten
historietas sobre la vacuidad y fanfarronería de esos hombres que pisan fuerte
y hablan a voces dondequiera que van. Los españoles, por su parte, fueron muy
conscientes de su papel en el mundo y de las reacciones que provocaban. Se
explica que ciertos españoles modernos se sientan retrospectivamente halagados
por los juicios laudatorios, y escriban alegatos en defensa de España contra la
“leyenda negra” originada en Las Casas.
Una cosa que llamó la atención de los
demás europeos fue el exagerado sentimiento de la honra,
de la hidalguía, de la grandeza, que llegaron a tener los
españoles. Es un hecho que ese exagerado sentimiento fue, en buena medida, la afirmación
de los “valores” nacionales contra una Europa que llamaba humorísticamente
“pecadillo de España” (peccadille d’Espagne,
peccadiglio di Spagna) la falta de fe en la Santísima Trinidad, dogma
rechazado por los judíos y los musulmanes, de manera que se enderezó contra
todos los españoles el ofensivo mote de marranos que
ellos habían lanzado contra moros y judíos. En el sentimiento de honra confluían,
pues, la superstición de la “limpieza de sangre” y la ostentación de ortodoxia,
pero también los humos de quien ha dejado de ser un don nadie y quiere subir
más y más, y lo antes posible. Para esos españoles hipersensibles, el
tratamiento de vos (perfecto análogo, hasta entonces, del vous francés y del voi italiano) vino a ser
insuficientemente respetuoso, o sea ofensivo, de manera que sus subordinados
tuvieron que cambiarlo, casi de la noche a la mañana, por el nuevo e incómodo
de vuestra merced. La rapidez de la sustitución se puede ver gráficamente en la
cantidad de formas por que atravesó ese pronombre entre 1615 y 1635 (y no
durante los siglos que de ordinario requieren los cambios lingüísticos) para
llegar a usted: por una parte, vuesarced,
voarced, vuarced, voacé y vucé; por otra, vuasted,
vuested, vusted y uced (además del bosanzé
o boxanxé de los moriscos).
El Nuevo Mundo suministró un ancho
teatro para esta clase de exhibiciones. En 1591 el doctor Juan de Cárdenas,
español que llevaba menos de quince años de residir en México, publicó aquí un
libro en que contrasta la discreción de los habitantes de la Nueva España con
la desconsideración y arrogancia de los españoles recién llegados a la
península, a los cuales aplica no uno, sino dos apodos: chapetones y gachupines.9 Fernández
de Oviedo cuenta la representativa historia del gachupín García de Lerma,
mercader vulgar e inculto que, tras conseguir mediante astucias ser nombrado
gobernador de Santa Marta (región de la actual Colombia), ordenó al punto que
le dijeran, no vuestra merced, sino vuestra señoría, haciéndose servir “con
mucha solemnidad y ceremonias” como si fuera todo un grande de España, “y de no
menos espacio se limpiaba los dientes después que acababa de comer, dando
audiencia e proveyendo cosas, que lo solía hacer el católico rey Fernando o lo
puede hacer otro gran príncipe”.
Las ceremonias y el limpiarse muy
despacio los dientes (con esa “gravedad sosegada” que elogió Castiglione)
estaban bien para los grandes. Pero es como si cada español se hubiera sentido
entonces un grande. Para el resto de Europa, los españoles eran los fanfarrones
por antonomasia, los Rodomontes reencarnados (Rodomonte es el caudillo de alma
“altiva y orgullosa” que muere a manos de Ruggiero al final del Orlando furioso). A fines del siglo XVI
comenzaron a circular en todas partes, menos en España, en un castellano no
siempre muy fluido, y con traducción a la lengua del país en que se imprimían,
series de Rodomontadas españolas, frases pronunciadas por “el Capitán don Diego
de Esferamonte y Escarabombardón”, o bien por “los muy espantosos, terribles e
invincibles capitanes Matamoros, Crocodilo y Rajabroqueles”, de las cuales vale
la pena leer algunos ejemplos:
¿Qual
será aquella grandíssima desvergonçada que no se enamorará deste muslo
esforçado, deste braço poderoso, deste pecho lleno de fuerças y valentía?…
Voto
a Dios, bellaco, si voy allá te daré tal bastonada con este palo, que te haré
entrar seis pies dentro de tierra, que no te quedara mas del braço derecho afuera
para quitarme el sombrero [= para quitarte el sombrero en honor mío] quando
passare.
Si
voy a ti, te daré tal puntapié llevándote arriba, que cargado de diez
carretadas de pan, más miedo ternás de la hambre que de la caída.
Otro aspecto de lo mismo es la
costumbre de las largas sartas de apellidos. Quevedo la satirizó en el Buscón, donde hay un personaje llamado Don
Toribio Rodríguez Vallejo Gómez de Ampuero y Jordán (“no se vio jamás nombre
tan campanudo, porque acababa en dan y
empezaba en don, como son de
badajo”), pero fueron sobre todo extranjeros los que se rieron de ella. Hay en
Voltaire un Don Fernando de Ibarra y Figueroa y Mascareñas y Lampourdos y
Souza, y en Alexandre Dumas un Don Alfonso Oliferno y Fuentes y Badajoz y
Rioles. Uno de los últimos avatares de esa imagen es el nombre que da James
Joyce, en un pasaje del Ulysses, al
representante de España ante una especie de concilio: Señor Hidalgo Caballero
Don pecadillo y Palabras y Paternoster de la Malora de la Malaria.
Los testimonios sobre la manera de ser
de los españoles tienen un doble interés. El poeta italiano que habla de cómo
en Nápoles se ha puesto de moda besar ceremoniosamente las manos y hasta
“sospirare forte alla spagnuola”, acusa a sus habitantes de ser “quasi più
spagnuoli che napolitani”, pero al mismo tiempo declara que eso es lo que está
sucediendo. Estos testimonios son muy abundantes. El novelista Carlos García
afirmaba en 1617 que el rey de Francia, Luis XIII, “el día que quiere hacer
ostentación de su grandeza al mundo, se honra y autoriza con todo lo que viene
de España: si saca un hermoso caballo, ha de ser español; si ciñe una buena
espada, ha de ser española; si viste honradamente, el paño ha de ser de España;
si bebe vino, ha de venir de España”; y por los mismos años el dramaturgo Ben
Jonson enumeraba en un pasaje de The
Alchemist las cosas españolas admiradas por los ingleses: de nuevo la
espada y el caballo gennet, o sea jinete, arabismo que significaba el caballo
de sangre árabe y la persona que lo montaba), y también el corte de barba, los
guantes almizclados, las gorgueras, las caravanas, y una danza, la pavana
(aprendida por los españoles en Italia). La expresión buen
gusto, inventada al parecer por Isabel la Católica, fue adoptada o calcada
por el inglés (gusto), el francés (goût), el italiano (buon
gusto) y el alemán (Geschmack).
Muchas otras cosas propagaron los
españoles: juegos de naipes, técnicas de guerra, usos mercantiles, la guitarra,
la costumbre de fumar (aprendida en el Nuevo Mundo, sobre todo en México),
etc., y todas ellas estuvieron acompañadas de algún reflejo lingüístico,
particularmente los exóticos productos que España llevaba a Europa desde sus
vastos dominios coloniales. La palabra calebasse,
en francés, no designa la calabaza europea, que naturalmente ya tenía nombre,
sino la americana; la palabra spade,
en inglés, nombre de uno de los palos de la baraja, es la palabra española espada; la palabra chicchera,
en italiano (pronunciada KÍKKERA), es adaptación de jícara,
del náhualt xicalli.
He aquí una lista abreviada de
vocablos españoles adoptados por la lengua francesa en los siglos XVI y XVII: grandiose, bravoure, matamore (matamoros, o sea ‘valentón’), fanfaron y fanfaronnade, hâbler (que no
es ‘hablar’, sino ‘hablar con fanfarronería’), compliment
y camarade; alcôve (alcoba), sieste,
pícaro, duègne (dueña, vieja que cuida a una jovencita), mantille, guitare, castagnette (coexistían
en español castañuela y castañeta); chaconne,
passacaille y sarabande; créole, métis, nègre y mulâtre; ouragan (huracán), embargo, caravelle, canot (canoa), felouque (coexistían en español falúa y faluca); cacao,
chocolat, maïs, patate, tomate, vanille (vainilla), tabac y cigare.
El italiano, él inglés, el alemán, el
holandés y otras lenguas europeas adoptaron también casi todos esos vocablos,
nueve de los cuales no son de raigambre española antigua, sino que se
originaron en el Nuevo Mundo. Las lenguas más remotas, como el ruso, el polaco
y el húngaro, tomaron sus hispanismos por mediación del francés o del italiano.
En 1546, en presencia del papa y de un
obispo francés, delegado de Francisco I, Carlos V pronunció un discurso de
desafío al rey de Francia; el obispo sé quejó de no haber entendido bien, y el
emperador le espetó la célebre respuesta: “Señor obispo, entiéndame si quiere,
y no espere de mí otras palabras que de mi lengua española, la cual es tan
noble que merece ser sabida y entendida de toda la gente cristiana” -auténtica rodomontada (o, si se quiere, versión
suavizada del “requerimiento” que los capitanes de Carlos V hacían a los
indios), tanto más notable cuanto que ese hombre que decía “mi lengua española” la aprendió a los
veinte años y nunca la habló limpia de acento extranjero. En 1619 Luis Cabrera
de Córdoba, el historiador de Felipe II, afirmaba que éste había logrado ver la
lengua castellana “general y conocida en todo lo que alumbra el sol, llevada
por las banderas españolas vencedoras, con envidia de la griega y la latina,
que no se extendieron tanto”.
Ya en la Italia de 1535, según
testimonio de Juan de Valdés, “así entre damas como entre caballeros” se tenía
por “gentileza y galanía” hablar español. Cervantes decía en 1615 que en
Francia “ni varón ni mujer deja de aprender castellano”. En 1525, cuando las
fuerzas de Carlos V derrotaron al rey de Francia, la situación era muy
distinta. Cuenta un historiador que, mientras Francisco I atravesaba el campo
de batalla con sus captores españoles, se topaba a cada paso con grupitos de
franceses igualmente capturados, y “él los saludaba alegremente diciéndoles por
gracia que procurasen de aprender la lengua española, y que pagasen bien a los
maestros, que hacía mucho al caso”. Lo dijo de chiste (“por gracia”), pero fue
eso lo que hizo Luis XIII en enero de 1615: tomó un maestro de español -y es de
suponer que le pagó bien- porque hacía mucho al caso, ya que en octubre iba a
contraer matrimonio con una hija de Felipe III.
Al lado de los que aprendían español
“por gentileza y galanía” estaban los muchos que lo hacían por conveniencia.
Como decía en 1659, en no muy buen español, el flamenco Arnaldo de la Porte,
autor de una gramática y un diccionario españoles para uso de sus compatriotas:
“Nos está de verdad la lengua española necesaria por los infinitos negocios que
se han cada día de tratar en las cortes de Madrid y de Bruselas, y por otras
pláticas y estudios privados que consisten en explicar la mente de los authores
españoles”. Casi un siglo antes, Benito Arias Montano había propuesto fundar en
Lovaina una verdadera cátedra de lengua española en beneficio de los súbditos
de los Paises Bajos, “por la necessidad que tienen della, ansí para las cosas
públicas como para la contratación”, o sea para el comercio. (No de otra
suerte, el día de hoy; miles de politólogos y economistas necesitan en todas
partes saber inglés.)
Para responder a esa necesidad,
durante mucho tiempo, sobre todo entre 1550 y 1670, salió de las imprentas
europeas una cantidad impresionante de gramáticas españolas y de diccionarios
que relacionaban el español con alguna o algunas de las otras lenguas. Dos de
las gramáticas más antiguas se imprimieron justamente en Lovaina: Útil y breve institución para aprender los
principios y fundamentos de la lengua hespañola (1555) y la Gramática de la lengua vulgar española (1559);
las dos son anónimas. Entre los autores extranjeros de gramáticas españolas
están el italiano Giovanni Mario Alessandri (1560), los ingleses Richard
Percivale (1591), John Minsheu (1599) y Lewis Owen (1605), los franceses Jean
Saulnier (1608) y Jean Doujat (1644), el alemán Heinrich Doergangk (1614) y el
holandés Carolus Mulerius (1630). Entre los autores de diccionarios, el
italiano Girolamo Vittori (1602), el inglés John Torius (1590) y los franceses
Jean Palet (1604) y François Huillery (1661). Otros hicieron las dos cosas:
gramática y diccionario. Los más notables son el inglés Richard Percivale
(1591), el francés César Oudin (1597, 1607), el italiano Lorenzo Franciosini
(1620, 1624), el ya mencionado Arnaldo de la Porte (1659, 1669) y el austriaco
Nicholas Mez von Braidenbach (1666, 1670). Franciosini y Oudin fueron
traductores del Quijote. Oudin, que publicó también unos Refranes (1605) con
traducción francesa, tuvo el acierto de incluir en la segunda edición de su
diccionario (1616) un Vocabulario de
xerigonza, que no es sino el de germanía de
Juan Hidalgo. Si se tiene en cuenta que esta lista de autores no es completa, y
que sus gramáticas y diccionarios tuvieron por lo común gran número de
reediciones, adaptaciones, refundiciones y aun traducciones (la Grammaire et observations de la langue
espagnolle de Oudin, por ejemplo, se tradujo al latín y al inglés), se
entenderá mejor lo que fue, en esa coyuntura de la historia, la necesidad
europea de aprender la lengua española.
En comparación con la lista anterior,
la de autores españoles es exigua. En cuanto a diccionarios bilingües, el único
importante es el Vocabulario de las dos
lenguas toscana y castellana de Cristóbal de las Casas, publicado en
Sevilla en 1570 (y muy reeditado a partir de 1576, aunque ya no en Sevilla,
sino en Venecia). También puede mencionarse el muy tardío Diccionario de las lenguas española y francesa de
Francisco Sobrino (1705). Pero, aunque poco numerosos, los autores españoles de
gramáticas destinadas a extranjeros merecen una mención aparte por la
importancia que tiene su labor para la historia de la lengua. La necesidad de
explicar las peculiaridades del castellano en su realidad viva los obligó a
prescindir de las categorizaciones latinas de Nebrija y a reflexionar por cuenta
propia. Muchas de las gramáticas de autores extranjeros, en particular la de
César Oudin, se hicieron también a base de conocimento directo de la lengua
hablada, pero los españoles tenían la ventaja inestimable de poseer como
materna esa lengua cuya estructura se empeñaban en explicar. Casi todos ellos
fueron, además, hombres de cultura superior. Los más señalados, aparte de los
autores de las ya citadas gramáticas anónimas de Lovaina, son éstos: Francisco
Thámara, humanista, traductor de Erasmo (Suma
y erudición de gramática, Amberes, 1550); Alfonso de Ulloa, dedicado en
Italia al negocio librero (Introdutione…
lingua castigliana, Venecia, 1553) ; Cristóbal de Villalón, otro erasmista
(Gramática castellana, Amberes, 1558); Juan Miranda (Osservationi
della lingua castigliana, Venecia, 1565, gramática muy reeditada y muy
plagiada por las que se publicaron después); Antonio de Corro, uno de los
grandes protestantes españoles, compañero de Casiodoro de Reina (Reglas gramaticales…, Oxford, 1586);
Ambrosio de Salazar, establecido en Francia y dedicado sólo a la enseñanza del
español (Espexo general de la gramática…,
Rouen, 1614) , y los también profesores Juan de Luna (Arte
breve y compendiosa…, París, 1616), Jerónimo de Tejeda (Gramática de la lengua española, París,
1629) , Marcos Fernández (Instruction
espagnole, Colonia, 1647) y Fransisco Sobrino (Nouvelle
grammaire espagnolle, Bruselas, 1697).
Es notable el contraste entre
semejante proliferación de gramáticas españolas para uso de extranjeros y la
falta de interés de los españoles por las lenguas extranjeras, salvo la
italiana, que muchísimos conocían por la simple lectura, sin necesidad de
manuales. Rarísimos españoles de estos siglos supieron hablar alemán, holandés,
inglés y aun francés. ¿Por qué iban a aprender lenguas extranjeras, si los
extranjeros se encargaban de aprender la castellana? La difusión europea de
nuestra lengua está implicada en la famosa “profecía” de Nebrija. Por eso es
digna de mención la Gramática para
aprender a leer y escrivir la lengua francesa de Baltasar de
Sotomayor, impresa en Alcalá en 1565 junto con un Vocabulario
francés-español hecho por el francés Jacques Ledel (“Jacques de
Liaño”). Sotomayor no piensa como pensaba Nebrija. “La grandeza de España ha
venido en tanta pujanza” -dice-, que un español alerta necesita “tener
conocimiento de las más lenguas que en Europa se hablan”. A la corte acuden
personajes de lugares sujetos a España que no hablan español, y “hácese
desagradable el trato, y muchas veces perjudicial y dañoso”. Remedio: aprender
idiomas. “Dos principalmente me parece que son los más necesarios, italiano y
francés.” Otra razón: la actual reina de España es francesa (Isabel de Valois,
tercera mujer de Felipe II), y “uno de los mayores entretenimientos” de la corte
es el trato con las damas, “de las cuales muchas son francesas”.10
Mano a mano con la difusión de la
lengua de España iba la de su literatura. Podemos tomar como ejemplo el caso de
Alfonso de Ulloa, que en la portada de su gramática, para atraer compradores,
anunciaba una explicación de las palabras difíciles de La Celestina, y que editó, refundió y
tradujo, siempre en Venecia, gran número de best sellers españoles, de interés
histórico como la Vida de Carlos V y
la Vida de Colón atribuida a su
hijo Fernando Colón; de interés moral como el Diálogo
de la dignidad del hombre de Fernán Pérez de Oliva, el libro sobre la
“honra militar” de Jerónimo Ximénez de Urrea y el Remedio
de jugadores de Pedro de Covarrubias (consejos a los enviciados en los
juegos de naipes); pero sobre todo de interés literario: novelas como la
anónima Questión de amor y el Proceso de cartas de amores de Juan de
Segura, las Epístolas de fray
Antonio de Guevara, las Cartas de
refranes de Blasco de Garay y otras más. Para lectores de fuera de
España, pero interesados en la literatura española, se compusieron
continuaciones del Lazarillo y
de la Diana, respectivamente por
Juan de Luna y por Jerónimo de Tejeda, autores ambos de gramáticas. Fuera de
España se compusieron unos Diálogos muy
apazibles que corrieron por Europa en castellano y en ediciones
bilingües (traducción francesa por Juan de Luna, italiana por lorenzo
Franciosini); fuera de España, naturalmente, se compusieron las Rodomontadas españolas, que corrieron en la
misma forma (la traducción italiana, por Franciosini). No pocas obras
literarias se reeditaron mucho mas en el extranjero que en España. Sobre todo,
es asombrosa la cantidad de traducciones de libros españoles que se hicieron en
Europa durante estos dos siglos, comenzando con las novelas de Diego de San
Pedro, Cárcel de Amor y Arnalte y Lucenda, y siguiendo con La Celestina, los escritos todos de Antonio
de Guevara y Pero Mexía y muchísimos más. Para las traducciones del Quijote véase la nota [al pie]. 11
La mayor parte de los grandes autores
religiosos fueron traducidos también a las lenguas europeas. (La descripción
bibliográfica de todo lo que se tradujo llenaría fácilmente un volumen del
tamaño de este que el lector tiene en las manos.) ( N.E. Se refiere a la
edición completa de Los 1001 años de la
lengua española.)
Por último, la literatura española
sirvió de inspiración y de estímulo a las demás. Guevara no sólo le dio a La
Fontaine la idea de “El villano del Danubio”, sino que inspiró en Inglaterra
toda una teoría de la prosa artística, el “eufuismo”: el libro de John Lyly, Euphues, tbe Anatomy of Wit homenaje al wit (‘ingenio’) del fraile español,
traslada al inglés los artificios retóricos del Marco
Aurelio. Madeleine de Scudéry y Madame de La Fayette se inspiraron en las
novelescas Guerras de Granada de
Ginés Pérez de Hita; Honoré d’Urfé, en la Diana de
Montemayor; Jean-Pierre Florian, en la Galatea de
Cervantes; los moralistas La Bruyère y La Rochefoucauld, en Baltasar Gracián;
Paul Scarron imitó las poesías burlescas de Góngora; Le
Cid y Le Menteur de
Corneille son adaptaciones, respectivamente, de Las
mocedades del Cid de Guillén de Castro y de La
verdad sospechosa de Ruiz de Alarcón; y si el Don Juan de Molière no es imitación
directa del de Tirso de Molina, es porque en sus tiempos el personaje creado
por el dramaturgo español pertenecía ya al legado literario europeo gracias a
las traducciones e imitaciones que se habían hecho sobre todo en italiano y en
francés. También los escritores religiosos franceses se inspiraron en la
riquísima producción ascético-mística de España. (Uno de ellos, san Francisco
de Sales, fue lector asiduo de obras como el Libro
de la vanidad del mundo y las Meditaciones devotíssimas del amor de Dios de
fray Diego de Estella, publicadas en 1562 y 1576 respectivamente, muy
reeditadas hasta el siglo XVIII, traducidas al francés, al italiano, al latín,
al inglés, al alemán, al holandés, al polaco, al checo, al eslovaco y hasta al
árabe, muy reeditadas asimismo en algunas de estas traducciones -y quizás no
leídas ya por nadie en nuestros tiempos.)
NOTAS
* En la presente selección se marcan
con puntos suspensivos entre corchetes los párrafos suprimidos. [E.]
1. De hecho, el cardenal Cisneros se
puso al frente de un ejército en 1509, y logró quitarles a los moros el puesto
africano de Orán. La reconquista del Santo Sepulcro fue un sueño mesiánico que
reapareció en 1571 a raíz de la victoria cristiana contra los turcos en
Lepanto, acción ensalzada por Fernando de Herrera y sublimada por Cervantes,
que salió de ella con el brazo izquierdo lisiado (y por eso en estilo retórico
se le llama el Manco de Lepanto). Gracias a tal victoria, decía Francisco de
Medina, amigo de Herrera, “veremos extenderse la majestad del lenguaje español,
adornada de nueva y admirable pompa, hasta las últimas provincias donde
vitoriosamente penetraren las banderas de nuestros ejércitos”. (¡Ya se
imaginaba el buen Medina a bereberes, egipcios, palestinos, sirios, turcos y
armenios hablando español!)
2. En el afán recolector de refranes
debe haber pesado el ejemplo de Erasmo, recopilador y comentador de “adagios”de
la antigüedad clásica. (la primera edición de sus Adagios contiene
800; pero Erasmo, infatigable, fue aumentando el número en las sucesivas
ediciones hasta llegar a 3800.) Además de los Adagios,
Erasmo recopiló los Apotegmas de la antigüedad (dichos memorables, frases
sentenciosas o agudas que alguien dijo en tal o cual ocasión, como el “Pega
pero escucha” que dijo Temístocles en la batalla de Salamina, o el “¿Tú
también, hijo mío? que dijo Julio César al ser apuñalado por Marco Bruto).
Apotegmas y adagios tienen en común el servir como de esmalte de la lengua en
la conversación. Hubo también muchas colecciones de apotegmas españoles. La mas
famosa es la de Melchor de Santa Cruz, Floresta
española de apothegmas, o Sentencias sabia y graciosamente dichas de algunos
españoles, publicada en 1574, y muy reeditada e imitada. los apotegmas llevan
siempre una explicación, cosa que suele suceder también con los refranes
(refranes “glosados”); pero éstos pueden presentarse “por el orden del a, b,
c,” o sea en orden alfabético, cosa imposible en el caso de los apotegmas, que
se agrupan más bien por materia o por tema.
3. Nótese la aclaración en letra castellana. Quiere decir que los
vocablos árabes se han transcrito en caracteres latinos. El Vocabulista se
dirige a personas que apenas comienzan a saber árabe y que van a estar en
contacto, no con la lengua escrita, sino con la hablada. Los evangelizadores
acudían a él cuando oían una palabra desconocida, y la buscaban en el orden
alfabético familiar para ellos. También en el título del Arte hay una
aclaración: es una gramática “para ligeramente saber la lengua aráviga”: para
saberla de oídas, no por escrito; una gramática muy elemental, pero urgente.
Desde la toma de Toledo, en 1085, la corona de Castilla había estado en contra
de la conversión forzada de los moros. Pero a fines del siglo XV esto había
cambiado, y fray Hernando de Talavera, antes de la toma de Granada, se había
visto obligado a protestar, en su Cathólica
impugnación, contra la conversión forzada, contra los procedimientos
inquisitoriales de que eran víctimas los moros y contra la discriminación que
los conversos, españoles nuevos, sufrían de parte de los españoles viejos.
Talavera fue un apóstol de la conversión por la razón, no por la fuerza. En
1496 publicó una Breve doctrina que contenía lo esencial del cristianismo, y
después auspició la traducción de un libro escrito en latín que, con
argumentos, “convencía” de la falsedad del Corán (Reprobación
del Alcorán, 1501). En Granada organizó cursos de árabe, destinados a los
predicadores. Hasta hizo imprimir libritos con algunas misas y algunos pasajes
de los evangelios en traducción árabe. Es difícil saber qué logros obtuvo.
Pero, si el contacto lingüístico hubiera abarcado el árabe escrito (y el
mahometismo es una “religión del Libro”), su empresa habría tenido mucho mejor
éxito. Desgraciadamente no había aún tipografía árabe. En todo caso, muy pronto
cambió el viento: se decretó la conversión forzada, y libros como la Cathólica impugnación quedaron
prohibidos. Hay que observar que el cardenal Cisneros mandó quemar en una plaza
de Granada miles de libros árabes.
4. El Diario del primer viaje registra
lo que el Almirante iba pensando y sintiendo a partir del 12 de octubre: su
tristeza por no hallar especias ni metales preciosos (que era lo más
importante); su esperanza de hallarlos más tarde; su extrañeza e incomprensión
frente a los seres humanos que ningún europeo había visto; y, sobre todo, su
asombro ante la naturaleza de las nuevas islas: “muchos árboles muy disformes
de los nuestros” (muy disformes: nada
parecidos), “tan disformes de los nuestros como el día de la noche, y assí las
frutas, y assí las yerbas y las piedras y todas las cosas”, sin olvidar los
“peces tan disformes de los nuestros que es maravilla”, jaspeados y pintados
como gallos, y de tan hermosos colores “que no ay hombre que no se maraville y
no tome gran descanso a verlos”. En cambio, Hernán Cortés se complacerá,
después, en subrayar las semejanzas entre
España y las nuevas tierras en que él ha penetrado: el cacique de Iztapalapa
tiene “unas casas nuevas, que son tan buenas como las mejores de España”; en
Cozalá hay “tales y tan buenos edificios, que dizen que en España no podían ser
mejores”, entre ellos una casa de aposentamiento y fortaleza que es mejor y más
fuerte y más bien edificada que el castillo de Burgos”; México-Tenochtitlán “es
tan grande como Sevilla”, y tiene una plaza “tan grande como dos vezes la de la
ciudad de Salamanca”; Tlaxcala “es muy mayor que Granada y muy más fuerte”; en
México “hay a vender muchas maneras de filado de algodón…, que parece propriamente
alcaicería de Granada en las sedas, aunque esto otro es en mucha mayor
quantidad”; también “venden colores para pintores quantos se pueden hallar en
España”; hay frutas de muchas manera”, en que hay cerezas y ciruelas que son
semejables a las de España”; “hay hombres como los que llaman en Castilla
ganapanes, para traer cargas”; y el colmo: en Cholula hay “mucha gente pobre…
que piden como hazen los pobres en España”. Era, pues, natural que los
territorios por él conquistados se llamaran la Nueva
España.
5. En 1769, exactamente 250 años
después de la llegada de Cortés a Veracruz, un arzobispo de México, Francisco
Antonio de Lorenzana, citando las conclusiones de los concilios americanos de
fines del siglo XVI, prohibió a sus curas y vicarios enseñar la doctrina en
lenguas indígenas, y los obligó a emplear el castellano hasta en el trato
diario con sus feligreses indios, “para que aprendan y se suelten a hablarle
aun en aquellas cosas de comercio, trato económico y de plaza, que ellos llaman tianguistlatollí“. Lorenzana añadía una
razón personal: los obispos deben dialogar con el pueblo, y no podía pedírsele
a él que aprendiera los idiomas hablados en su inmensa arquidiócesis “mexicano,
otomí, huasteco, totonaco, mazahua, tepehua, zapoteco, tarasco y otros
innumerables” (en Cuautitlán y Tlalnepantla, a pocas leguas de la ciudad de
México, tenía que haber predicadores en español, en náhuatl y en otomí).
Lorenzana era casi tan iluso como lo habían sido los señores del Consejo de
Indias de Madrid, que hacia 1596 redactaron una “cédula”, destinada al virrey
del Perú, en la cual se prohibía a los indios el empleo de su lengua nativa
(cédula que Felipe II, cuerdamente, no aprobó). El hecho es que si en España
sobrevive una lengua prerromana, el Vasco, en Hispanoamérica sobreviven
innumerables lenguas prehispánicas.
6. El Nuevo Testamento es el tomo
final de la llamada Biblia Complutense” (Complutum era el nombre romano de
Alcalá), pero fue el que se imprimió primero. El texto griego original va
acompañado de la “Vulgata”, o sea la traducción latina de san Jerónimo que
durante diez siglos habla sido el único alimento bíblico de la cristiandad. Dos
años después, en 1516, Erasmo publicó su propia edición del texto griego del
Nuevo Testamento, acompañándolo de una nueva y revolucionaria versión latina.
Pero la tipografía griega de la edición erasmiana es inferior a la del Nuevo
Testamento de Alcalá, calificada por los conocedores como la más bella de todos
los tiempos. Los primeros volúmenes de la Biblia Complutense (1515-1517)
Contienen el Viejo Testamento, y su disposición es mucho mas compleja: el
lector que la abre en una pagina cualquiera se encuentra con seis textos: 1) el
hebreo original; 2) la antigua versión caldea (o siríaca); 3) la traducción
griega de “los Setenta”, hecha por los judíos helenizados de Alejandría en el
siglo III a.C. (la tipografía de esta parte es más pequeña y mucho menos
elegante que la del Nuevo Testamento); 4) la Vulgata de san Jerónimo; 5) una
traducción latina literal de la versión caldea; y 6) una traducción latina
literal de la versión griega.
7. Añádase que los inquisidores del
tiempo de Felipe II, además de exacerbar la censura contra la libertad de
pensamiento, la extendieron a la “libertad de lenguaje”. El contraste con la
época de Carlos V es aquí especialmente marcado. Obras como La lozana Andaluza (1528), que todavía
a comienzos del siglo XX escandalizaba a Menéndez Pelayo, o como el Cancionero de obras de burlas y provocantes a
risa (1519), donde hay piezas extraordinariamente libres, desenfadadas
y “verdes”, como la ya mencionada Carajicomedía,
dejaron de ser posibles. De haber vivido en tiempos de Felipe II el canónigo
sevillano Diego López de Cortegana, que tradujo en 1513 el Asno de oro de Apuleyo, donde hay
escenas muy fuertes para mentalidades castas (y que tradujo también, en 1520,
la Querella de la paz de
Erasmo, invectiva contra la estupidez de las guerras), ciertamente hubiera
tenido que dedicarse a otros quehaceres. La España “oficial” de Felipe II fue
muy gazmoña en todo lo relativo al sexo. Las escenas o expresiones “libres” de
la literatura española existente, comenzando con La
Celestina, fueron metódicamente castigadas”.
8. Carlos II no llegó ni siquiera a
matar un toro de un arcabuzazo. Lo que le celebraron los poetas fue una
“ínclita hazaña”, una “heroica acción” de tipo distinto. El 28 de enero de 1685
paseaba el rey con algunos de sus cortesanos, en coche, por las orillas de
Madrid, cuando vio a un humilde cura que, acompañado del sacristán, llevaba el
viático a un enfermo. Con enorme pasmo de los cortesanos, y de algunas mujeres
que lavaban en la poca agua del río Manzanares, el rey cedió su coche al cura y
al azorado sacristán, se puso al estribo, “de gentilhombre”, e hizo que sus
paniaguados acompañaran a pie al Santísimo hasta casa del moribundo. La
convocatoria a los poetas fue inmediata, y no menos inmediata la respuesta: el
3 de febrero, menos de una semana después de ejecutada la heroica acción, los
poetas de Madrid se reunieron en casa de don Pedro de Arce, uno de los
cortesanos, para leer un número increíble de composiciones encomiásticas. La
convocatoria llegó con natural retraso a tierras americanas, y varios poetas de
la Nueva España, uno de ellos Sor Juana, unieron su voz a la de sus colegas
peninsulares. (Es notable cómo algunos de esos celebradores del pobre Carlos II
dicen que un rey devoto del Santísimo Sacramento vale infinitamente más que un
rey que gana batallas militares o diplomáticas.)
9. Para la palabra chapetón, que originalmente significaba ‘inexperto,
bisoño’, no se ha hallado explicación convincente. La historia de la palabra cachupín (gachupín)
es curiosa. En la Diana de
Montemayor hay un personaje que dice.- “Yo os prometo [= ‘os aseguro’] a fe de
caballero, porque lo soy, que mi padre es de los Cachopines de Laredo…”, o sea
que como prueba irrefutable de su calidad de hidalgo aduce ese linaje paterno.
Laredo, poblacho sin lustre, tenía el mérito supremo de hallarse en la costa
cantábrica, entre la Montaña de Santander y el país Vasco. En Laredo no había
habido nunca ninguna “mala raça” de moros ni de judíos. La arrogancia de
montañeses y vizcaínos, para los cuales todos los demás españoles -leoneses,
castellanos, levantinos, extremeños, andaluces- eran sospechosos de poca
“limpieza de sangre”, no dejó de hacer ruido; y, como la Diana fue leída por todo el mundo, los
Cachopines de Laredo se hicieron proverbiales. En 1605 son mencionados por
Cervantes (en el Quijote) y por el
poeta Andrés Rey de Artieda. La mención, en los dos casos, está hecha con
cierto retintín de burla, pues ¿cómo averiguar si quienes así presumían habían
nacido en efecto en Laredo, y si en Laredo había en efecto un linaje de
apellido Cachopín? Un soneto famoso, escrito en México antes de 1604 por un
criollo (“Vine de España por el mar salobre/ a nuestro mexicano domicilio…”),
zahiere al peninsular que llega a la Nueva España dándose humos y pisando
fuerte, siendo que allá “tiraba la jábega en Sanlúcar” (en Sanlúcar, cuya
playa, según Cervantes, era un hervidero de pícaros). Por otra parte, los
Cachopines de Laredo no eran atezados como la masa de los españoles, sino
rubios y ojiazules. En la escala de aprecio racial, donde negros y gitanos
ocupaban los escalones ínfimos, ellos ocupaban el más alto. (En una ensaladilla
de Navidad introduce Góngora a unos gitanos que le cantan a Jesús recién
nacido: “A vos, el Cachopinito, / cara de rosa…”)
10. Hubo otra Gramática francesa, que en la primera
edición (Douai, 1624) tiene como autor a fray Diego de la Encarnación, y en la
segunda (Madrid, 1639) a Diego de Cisneros, seguramente porque dejó de ser
fraile. Cisneros desconoce el precedente de Sotomayor, pues dice: “Si bien se
hallan muchas gramáticas en francés de pocos años a esta parte para aprender
español, sola ésta hay en español para aprender francés”. (Este Diego de
Cisneros tradujo las “Experiencias y varios discursos de Miguel, señor de
Montaña, o sean los Ensayos de Montaigne,
pero su traducción quedó inédita.) Por otra parte, el andariego Juan Ángel de
Sumarán publicó en Ingolstadt, en 1626, un Thesaurus
linguarum que contiene cuatro gramaticas: española para italianos (o
sea en italiano), española para franceses, y francesa y alemana para
hispanohablantes (la gramática alemana es caso único). Y un francés que
hispanizó su nombre como “Bartelmo Labresio de la Puente” publicó en París en
1666 unos Paralelos de las tres lenguas,
castellas, francesa e italiana, que contiene tres gramáticas: francesa e
italiana para hispanohablantes, y española para franceses. El primer manual para
aprender inglés es el de James Howell, Gramática
de la lengua inglesa, prescriviendo reglas para alcançarla (Londres,
1662).
11. Son apenas unas diez las ediciones
del Quijote publicadas en
Madrid a lo largo del siglo XVII. En cambio, las publicadas en castellano
durante el mismo lapso en ciudades de habla no castellana -Lisboa, Valencia,
Barcelona, Bruselas, Amberes y Milán- son en total unas veinte. Y estas cifras
palidecen ante las de las traducciones: los lectores de francés pudieron leer
el Quijote en su lengua, a lo
largo del siglo XVII, en mas de veinte ediciones. Las primeras traducciones
fueron la inglesa de Thomas Shelton (1612) y la francesa de César Oudin (1614).
Siguieron, ya completo el libro en sus dos partes, la italiana de Lorenzo
Franciosini (1622) y la holandesa de Lambert van der Bosch (1657), notable por
ser el primer Quijote adornado con láminas. La primera versión alemana completa
(1682) no se hizo del español, sino del francés. Traducciones más tardías, y no
siempre completas, son la rusa (1769), la danesa (1776), la polaca (1786), la
portuguesa (1794), la sueca (1802), la húngara (1813), la checa (1838), la
rumana (1840), la griega (1860), la Servia (1862), la turca (1868), la
finlandesa (1877), la croata (1879), la búlgara (1882) y la catalana (1882). A
fines del siglo XIX comenzaron a aparecer versiones a lenguas más exóticas”: el
japonés, el hebreo, el vascuence, el bengalí, el lituano, el árabe, el tagalo,
el chino, etc. Los bibliófilos cervantinos, secta parecida a la de los filatelistas,
no pueden prescindir de la Historia
dómini Quijoti Manchegui taducta in latinem macarrónicum per Ignatium Calvum,
curam missae et ollae (1905), ni de las traducciones parciales al
esperanto (1905, 1915). Hay que añadir que en francés, inglés y otras lenguas
las traducciones existentes son varias. Por otra parte, fueron también
extranjeros los que primero se ocuparon de anotar y comentar el Quijote. A mediados del siglo XVIII, un
erudito español, fray Martín Sarmiento, después de expresar el deseo de una
edición anotada, añadía: “Dirá alguno que será cosa ridícula un Quijote con comento. Digo más ridícula
cosa será leerle sin entenderle”. (No se conocía el Quijote sino
superficialmente; las partes sin aventuras risibles no se leían. Para los
contemporáneos del P. Sarmiento, “ser un Quijote” era ser un necio atolondrado,
un loco a veces peligroso. Estaba bien dedicar un comento a la Divina Commedia, ¡pero no al Quijote!) El primero que satisfizo, y con
mucha seriedad, el deseo del P. Sarmiento fue un ingles, John Bowle, en 1781.
Selección de Los 1,001 años de la lengua española
https://ciudadseva.com/biblioteca/
https://ciudadseva.com/texto/el-apogeo-del-castellano/
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