martes, 15 de septiembre de 2020

 

LA UNAM Y SUS RECINTOS HISTÓRICOS

HACIENDAS DE MÉXICO

PRIVILEGIOS SEÑORIALES

Durante los primero años de la conquista española, los excedentes producidos por las comunidades indígenas bastaron para cubrir, por medio de tributos, los requerimientos alimenticios de los nuevos colonizadores. Pero una vez establecido el predominio de los conquistadores, surgió la necesidad de satisfacer tales abastos y el de otros bienes de consumo, de manera permanente, así como el deseo de obtener los ingresos y servicios señoriales que les aseguraran una categoría aristocrática a la que se sentían con derecho como recompensa por su labor de conquista.

            En 1522 el propio Hernán Cortés cumplió con esta exigencia de ingresos y de prestigio, implantando en la Nueva España, sin pleno consentimiento de la Corona castellana, una institución ya empleada en las islas del Caribe con la llegada de Colón: la encomienda. Aun cuando la encomienda tenía fundamentos feudales europeos, también encontró sustento en la organización tributaria del mundo indígena. Antes de la llegada de los hispanos, la mayoría de los pueblos indios entregaban contribuciones en especie y en servicios a sus gobernantes y a los señoríos a los que estaban sujetos –léase aztecas-. Con la conquista, los vasallos indígenas debieron dar tributaciones también al Rey de España, a través de sus funcionarios reales. Sin embargo, por medio de la encomienda, la Corona aceptó ceder –un tanto a su pesar pues obstaculizaba su hegemonía de Estado absoluto- parte de estos tributos a algunos de sus más destacados soldados, como premio a su labor en la empresa de conquista, y como una forma de empezar a arraigar a los nuevos colonizadores.

            Los encomenderos tenían derecho a recibir tributos en especie y servicios de mano de obra de parte de las comunidades indígenas que les eran asignadas o “encomendadas”, a cambio de lo cual, los beneficiados se obligaban a proteger y evangelizar a esos mismos indios. Esta institución, que fue hereditaria inicialmente, no incluía en ningún caso la concesión de tierras, ni baldía ni de indios, para los encomenderos, aunque éstos podían adquirirlas por otra vía, como de hecho lo hicieron.

            No obstante las limitaciones legales que impuso el gobierno español para evitar abusos de cualquier tipo, pronto la mayoría de los encomenderos exigieron más tributos de los pactados, descuidaron el adoctrinamiento, semiesclavizaron a los indígenas y se apropiaron de parte de sus bienes, entre los que con frecuencia se incluían sus tierras. Preocupada la Corona por tales arbitrariedades, presionada por numerosos frailes que las denunciaban, y temerosa de que los encomenderos se transformaran en una nobleza de tipo feudal que se saliera de su control y que rivalizara con su autoridad absolutista, ordenó una serie de medidas que fueron limitando en forma paulatina el poder de las encomiendas, hasta finalmente hacerlas desaparecer. Primero suspendió el otorgamiento de nuevas encomiendas, e incluso, intentó revocar algunas ya concedidas; luego les redujo el número de tributarios, de 6 mil que tenían en promedio, a 300; asimismo, les anuló el derecho de herencia indefinida. También limitó el tipo de tributos a dinero, alimentos y algunas mercancías, y transfirió su recaudación a funcionarios reales. Por último, prohibió las prestaciones gratuitas de servicios personales de los indios, autorizando sólo las que fueran remuneradas. Desde mediados del siglo XVI, el sistema de la encomienda empezó a debilitarse, pero no fue completamente abolido en toda la Nueva España sino hasta principios del siglo XVIII.

            Los españoles beneficiados por alguna encomienda obtuvieron ingresos generadores de capital y exentos de costos de producción, así como una mano de obra gratuita, al menos al principio. Y aunque legalmente no tenían derecho a tierras, muchos encomenderos las adquirieron, ya fuera comprándolas a los indios, recibiéndolas en lugar de tributos o simplemente usurpándolas. Al conjuntarse estos factores básicos de capital, trabajo y tierra, quedaron sembrados los fundamentos de lo que más tarde, y con nuevos elementos, constituiría el sistema de las haciendas. Un ejemplo, aunque un tanto excepcional, de una encomienda que derivó en un conjunto de haciendas, fue la del Marquesado del Valle de Oaxaca, propiedad de Hernán Cortés y sus herederos.

 

ADQUISICIÓN DE TIERRAS

De manera paralela a la encomienda, surgió, aunque con una vida mucho más prolongada, la forma legal de adquirir la tierra: la merced real. Las tierras descubiertas y conquistadas por los españoles pasaban automáticamente a ser propiedad de la Corona, excepto aquellas de la nobleza y de los pueblos de indios a los que se les respetó su legítimo derecho de pertenencia. De ahí que solo fuera posible obtener los derechos legales de propiedad mediante una concesión o merced real, ya fuera para tierras como para aguas; y a este trámite estaban sujetos los encomenderos. Desde 1523 la Corona otorgó gratuitamente las primeras mercedes a los conquistadores distinguidos, aunque en algunos de esos casos, tal dotación sólo fue el reconocimiento de un hecho consumado, ya que para entonces muchos españoles habían comenzado a ocupar tierras donde cultivar y asentar su futura residencia. De cualquier modo quedó claro que la Corona se reservaba el derecho, de ahí en adelante, de confirmar, regular y limitar las dotaciones de tierras y aguas de sus vasallos. Asimismo, la Corona ordenó que los repartos de tierras a los españoles no perjudicaran las propiedades de los indios, ya fueran comunales o privadas, pues sus sementeras no sólo representaban su principal medio de subsistencia, sino también de generar los tributos.

            Los españoles y los indios que recibían una merced de tierra –porque ambos tuvieron ese derecho- quedaban comprometidos, so pena de perderla y pagar una multa, a empezar, antes de un año, a cultivarla o explotarla para la crianza del ganado, a poblarla, a no ponerla en venta o en enajenación antes de cuatro o seis años, y a nunca venderla a las órdenes religiosas ni a los clérigos. Por supuesto que en la realidad no siempre se cumplieron estas disposiciones –encaminadas a evitar el acaparamiento de grandes extensiones de terreno por una sola persona-, por lo que el mercado y la especulación de tierras fue intenso desde el principio, propiciando un imparable latifundismo. Éste se desarrolló con más facilidad en aquellas regiones de la Nueva España que estaban menos pobladas, como las del norte, y cuya colonización fue más tardía y difícil, por lo que las dotaciones de tierra fueron ahí, desde el principio, más generosas.


http://saltoeneltiempo.blogspot.com/2018/05/consecuencia-para-america-de-la.html

         La nomenclatura que se empleó para definir el tipo, destino y extensión de los terrenos otorgados procedía del uso del castellano aplicado más de un siglo atrás durante la reconquista de la península ibérica. Las labores eran unidades empleadas para los cultivos agrícolas, y se medían por caballerías, que equivalían aproximadamente a 43 hectáreas. Las estancias se medían por sitios de ganado pues estaban destinadas precisamente a la crianza de ganado mayor (unas 1750 hectáreas) y menor (sobre 780 hectáreas), y por lo general eran tierras de menor calidad que las de labor. Se procuró, al menos durante el siglo XVI, que las extensiones concedidas por medio de merced fueran en cantidad limitada: un máximo por persona de 5 peonías, o 3 caballerías, o 2 sitios de ganado. Con regularidad, las propiedades mercedadas incluían derechos sobre aguas, pero en caso contrario debían solicitarse en trámite por separado. Ambos procedimientos administrativos eran largos y bastantes complejos, pues había la intención de que realmente se otorgaran tierras y aguas baldías o realengas (pertenecientes a la Corona o al Rey) y no las que ya eran privadas o comunales. Por esto mismo y por la insatisfacción que producía lo limitado de las extensiones que les eran concedidas, muchos colonos acudieron con frecuencia al trámite de varias mercedes por medio de prestanombres, o directamente a la ocupación y compra ilegal de terrenos, no sólo de indios sino también de españoles. A estas irregularidades se sumaron otras, como las causadas por las deficiencias en el deslinde de los terrenos, debido a la ausencia de personal capacitado, a la variación en las equivalencias de las medidas y a la imprecisión de los aparatos empleados en esa época, así como las generadas por corrupciones administrativas. No faltaron los funcionarios reales que incrementaron sus ingresos con la especulación de tierras y con la manipulación de las mercedes, convirtiéndose algunos de ellos mismos en prósperos terratenientes, pese a la prohibición legal que existía al respecto. Fueron comunes las sobreposiciones de derecho entre diferentes propietarios, generando conflictos que muchas veces se prolongarían durante todo el periodo colonial y aún después. Largos litigios por cuestión de linderos sostendrían hacienda con hacienda, haciendas con pueblos, pueblos entre sí, y cualquiera de ellos con el gobierno virreinal.

            Las mercedes fueron, pues, el medio para adquirir tierras, pero también para legalizar las ya ocupadas. Y a esta posibilidad acudieron tanto españoles como indios. Fue la manera en que estos últimos obtuvieron el reconocimiento de propiedad de parte del gobierno colonial, sobre las tierras que ya poseían desde la época prehispánica, o sobre las que adquirieron después. En algunas regiones, como en Puebla, las mercedes concedidas a los indígenas fueron minoría, pero en otras, por ejemplo en Oaxaca,  éstas representaron un alto porcentaje. No pocos caciques indígenas se convirtieron en acaparadores de tierras. Estas diferencias regionales en la retención de la propiedad de la tierra indígena, más tarde influyeron en que también fuera variable la dependencia de las comunidades campesinas respecto a las haciendas.

 

REPARTO DE LA MANO DE OBRA

Cuando la Corona prohibió el trabajo gratuito de los indígenas, los labradores españoles se vieron en dificultades para obtener la mano de obra que requerían, pues aquéllos no sentían la necesidad de buscar voluntariamente un trabajo asalariado toda vez que tenían cubierta su subsistencia económica. Para remediar esta situación se creó un sistema laboral pagado pero forzoso, conocido como repartimiento. Por medio de él, los indígenas tributarios (varones entre 15 y 60 años de edad) quedaron obligados no sólo a trabajar en forma rotativa y temporal en las labores agrícolas de los colonizadores, sino también en sus obras urbanas y mineras, y en las que llevaban a cabo los eclesiásticos: iglesias y conventos. La repartición de esta mano de obra estaba a cargo de funcionarios reales denominados corregidores de indios, los cuales asignaban de acuerdo con los caciques de los pueblos y con la demanda del mercado laboral, las cantidades de indios y sus destinos, todos ellos fuera de sus pueblos de origen. Las cuadrillas de trabajadores eran rotadas semanalmente, y a cada indígena le podían tocar hasta cuatro periodos al año. Los nobles estaban exceptuados del repartimiento, como también lo estuvieron en otro sistema que existió durante la época prehispánica, similar a éste.

            No obstante las reglamentaciones oficiales que había para tal efecto, el repartimiento forzoso estuvo plagado de irregularidades, no sólo a causa de los abusos cometidos por los españoles beneficiados, sino también por las corrupciones de los caciques encargados de organizar el reparto dentro de los pueblos. Con frecuencia se pagaba menos, o nada, a los indios repartidos; las rotaciones no coincidían con lo estipulado, o las cantidades de trabajadores y los tiempos de labor excedían a lo convenido. Por otra parte, hubo pueblos que, oponiéndose al repartimiento, enviaban menos trabajadores de los que se les ordenaba, o bien, a menudo presentaban al gobierno virreinal sus quejas por los abusos cometidos contra ellos.

            Después de varios intentos, finalmente el repartimiento destinado a las labores agrícolas fue abolido en 1632, aunque se siguió echando mano de él en épocas de mayor necesidad (siembras, cosechas, inundaciones), hasta fines del siglo XVII, y en algunos lugares aun durante el siglo siguiente. Con todo y sus altibajos, el repartimiento representó la base que alimento de mano de obra a las incipientes haciendas. Tiempo después, cuando ya estaba del todo consolidadas, algunas siguieron recibiendo de manera eventual este beneficio laboral.

 

CONGREGACIONES Y COMPOSICIONES

Uno de los motivos por los cuales el repartimiento decayó y finalmente desapareció de la Nueva España, fue el de la crisis demográfica y el consecuente descenso en la oferta de mano de obra. Se calcula que hacia finales del siglo XVI cerca del 80% de la población indígena había muerto a causa de múltiples epidemias y de las guerras de conquista. La elevada mortandad provocó el abandono de gran cantidad de campos de cultivo, también afectados por las plagas y por fenómenos meteorológicos. La escasez de alimentos desembocó en varias hambrunas que de igual manera contaron una alta cuota de muertes. Frente a esta situación en verdad catastrófica, el gobierno virreinal decidió reagrupar a los indios que sobrevivían dispersos y no habían emigrado a los centros urbanos, trasladándolos a nuevos asentamientos o a pueblos que aún existían. Este proceso de congregaciones intentó facilitar la evangelización, la recolección de tributos y el buen gobierno, así como la posibilidad de seguir alimentando al minado repartimiento.

            La crisis demográfica y la consecuente política de congregaciones, provocaron una importante reorganización en el acceso a las tierras. Por una parte, los pueblos de indios consolidaron sus propiedades al promulgar la Corona varias leyes que les otorgaban fundo legal, ejidos y terrenos comunales, muchas veces incluyendo aguas y montes. La circunscripción de 600 varas hacia cada punto cardinal, si bien garantizó a los pueblos una propiedad, con frecuencia también les limitó su futura expansión territorial.

            Así, con el paso de los años, muchos pueblos se vieron rodeados de propiedades privadas ajenas a ellos, lo que generó múltiples y prolongados conflictos y litigios por cuestiones de límites de tierras, aguas, montes y pastos, entre las comunidades y sus vecinos, ya fueran haciendas, ranchos o incluso otros pueblos.

            Por otro lado, las tierras abandonadas por los miles de difuntos y por los transterrados, fueron masivamente compradas, y en no pocos casos usurpadas por los labradores más audaces y emprendedores, primero españoles pero después también mestizos y criollos. Estas ventas masivas de tierras hechas por los indígenas, especialmente los caciques, más que la dotación de mercedes reales, fueron las que en realidad constituyeron el núcleo de formación de las nacientes haciendas y ranchos. Hacia finales del siglo XVI, las tierras no usufructuadas por los indios en los valles de México, Puebla-Tlaxcala y Toluca, por ejemplo, ya estaba ocupadas casi en su totalidad y los terrenos baldíos ya eran muy escasos. Esto no significa que los pueblos de indios se hayan quedado sin tierra; en numerosos sitios de la Nueva España estos mantuvieron las suficientes para extraer su subsistencia y aun excedentes, y muchas veces también tierras sobrantes para el arrendamiento. Los indígenas procuraron vender a los españoles sus peores tierras: las baldías, eriazas y cenagosas, lo cual también implicó, obviamente, que recibieran por ellas pagos muy bajos.

            Las múltiples irregularidades que se dieron en el proceso de obtención y compraventa de tierras durante gran parte del periodo colonial, se pudieron subsanar legalmente gracias a un instrumento jurídico creado por la propia Corona: las composiciones. Por medio de ellas, todos los propietarios que carecían de los títulos de los terrenos que ocupaban y trabajaban de hecho, sin importar la forma en que los hubieran adquirido, podían legalizarlos a cambio de un pago o “donativo” en efectivo entregado al gobierno virreinal. Fue una medida, junto con otras dirigidas a gravar las principales actividades económicas, que la Corona española empleó periódicamente con el fin de hacerse de los recursos monetarios que necesitaba para diversas empresas, principalmente militares, emprendidas en Europa y en otras partes de su vasto imperio colonial.

            Las principales composiciones de tierras que se llevaron a cabo en la Nueva España ocurrieron en 1643, 1696 y 1757, aunque su instrumentación completa duró años en cada una de esas ocasiones. En todas ellas participaron un gran número de haciendas, pues era un mecanismo ideal para poder consolidar y asegurar su propiedad territorial, y extenderla más allá de los límites que les habían concedido las mercedes reales. En ese sentido, la primera de las composiciones reviste una importancia especial, ya que a partir de entonces muchas propiedades agrícolas y ganaderas aseguraron uno de los factores fundamentales: la tierra, que les posibilitaría desarrollarse como unidades productivas más complejas y rentables; esto es, ser haciendas en sentido estricto.

 

CARACTERIZACIÓN DE LAS HACIENDAS

 

Las haciendas no surgieron en un momento dado o en una fecha específica. Tampoco fue un sistema de producción preconcebido teóricamente, al cual se le diera existencia práctica a partir de un decreto legal. Las haciendas fueron tomando forma a partir de una serie de circunstancias históricas, de la conjunción de varios instrumentos legales, y como respuesta a una variedad de necesidades, principalmente alimentarias, de la sociedad novohispana. Transcurrió un largo lapso, casi cien años, entre el momento en que se dieron las primeras condiciones –entre ellas la conquista misma- y el tiempo en que acabaron de articularse en una misma unidad los demás elementos de lo que posteriormente se conocería como hacienda. Los ritmos en que fueron conjuntándose los diferentes factores, así como los momentos en que las haciendas ya estaban constituidas como tales, fueron variables en las distintas regiones del territorio nacional, debido a las igualmente variables características geográficas, productivas, demográficas y de colonización.

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            Las dotaciones de mercedes reales y las ventas de propiedades indígenas habían proporcionado el terreno inicial; las composiciones vinieron a dar la legitimidad de su posesión. Finiquitada la encomienda, el repartimiento dotó de la mano de obra requerida, aunque este sistema decayó por su carácter compulsivo y por tener que ser negociado con los pueblos. La crisis demográfica redujo la cantidad de trabajadores disponibles, pero amplió el mercado de tierras o facilitó la apropiación de las mismas aprovechando los abandonos que provocaron las congregaciones; aunque al mismo tiempo ofreció a los labradores la posibilidad de incrementar su producción para sustituir las demandas alimentarias de la población urbana, que ya no alcanzaban a satisfacer las comunidades indígenas disminuidas. Al abolirse oficialmente el repartimiento de indios, se propició una liberación del mercado laboral asalariado, aunque al principio escaso por la crisis demográfica. Entonces, las haciendas idearon sus propios mecanismos para reclutar, retener y reponer esa limitada fuerza de trabajo, único medio para incrementar su producción. Los indígenas sin tierra o con muy poca, se contrataron ahora voluntariamente, empujados por las necesidades y atraídos por los ofrecimientos: salarios, préstamos de dinero, raciones de alimentos y casa dentro de la finca, lo que significaba permanencia y seguridades. Así, cuando corría la primera mitad del siglo XVII, quedaron asentadas las características básicas y estables de lo que serían las haciendas.


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            No obstante los diferentes tipos de haciendas que existieron, es importante indicar aquellos elementos que les fueron comunes, y gracias a los cuales es posible hablar de haciendas como un género. Con esa consideración se puede decir, entonces, que la hacienda era una propiedad cuya actividad económica se realizaba dentro del sector agrario, con diversificaciones en la agricultura, la ganadería, la extracción, la manufactura y el comercio. Tenía un acceso estable, ya fuera por posesión propia o por ciertas formas de control, a la tierra y el agua (recursos naturales), la fuerza de trabajo (recursos humanos) y los sistemas comerciales. Poseía una amplia infraestructura material –concentrada en su mayor parte dentro de una sección de la hacienda conocida como “casco”- destinada a la producción, administración, almacenamiento, vivienda, comunicación y a los servicios religiosos, todo lo cual le proporcionaba una relativa autonomía económica y social. Tenía una organización laboral de cierta complejidad, compuesta por los trabajadores eventuales y los permanentes; estos últimos, retenidos generalmente por medio del endeudamiento (peonaje). (Ver imagen de arriba)

            A partir de estas características fundamentales se desarrollaban otras, que podríamos llamar secundarias, y que proporcionaban las diferencias en las tipificaciones de las haciendas. Entre ellas están: la clase y los volúmenes de producción; la ubicación geográfica y los modos de acceso a los recursos naturales; la amplitud de su mercado y las respuestas a las variaciones en la demanda de los productos y sus precios; el origen de los capitales invertidos y el destino de las ganancias; la adquisición y el manejo de créditos financieros; el nivel de rentabilidad como unidad productiva; la existencia de terrenos dados en arrendamiento y en aparcería; el grado de autosuficiencia o de  dependencia económica como otros centros productivos y comerciales; la capacidad de reclutamiento y de retención de la mano de obra; el nivel de complejidad en la organización laboral y las relaciones de trabajo; las dimensiones y el valor de la propiedad y de su infraestructura material; la capacidad de almacenamiento y del manejo de los excedentes; la vinculación de los dueños con redes familiares, clientelistas o institucionales; la periodicidad y las causas en el cambio de propietarios, y el desarrollo de las técnicas de explotación, producción, manufactura y transporte.

Periodo de consolidación

La consolidación y primer apogeo de las haciendas transcurrió entre mediados del siglo XVII y el final de la etapa colonial. Durante ese tiempo, gran parte de la organización económica y social del país, y no sólo la del sector agrario, giró en torno de las haciendas, constituyendo toda una forma de vida que integraba elementos rurales y urbanos, individuales y colectivos, civiles y religiosos: no obstante este lugar hegemónico que alcanzaron y que las llevó a su primera etapa de apogeo, las haciendas nunca dominaron del todo a las comunidades indígenas, ni tampoco dejaron de pasar por momentos críticos, aunque éstos jamás pusieron en peligro el sistema como tal.

            La falta de capital y de liquidez desembocó en constante hipotecas, y la abundancia de éstas, aunadas a administraciones deficientes y a los múltiples pagos entregados a la iglesia (diezmos, censos, capellanías, obras pías), provocaron la quiebra de muchas haciendas o un frecuente cambio de propietarios. Eventuales crisis agrícolas y de mercado (como el de la minería), orillaron a muchas de ellas a poner sus tierras menos productivas bajo el sistema de arrendamiento y aparcería, o bien a vivir momentos de involución o autarquía, sobre todo en la región del norte. Sus espacios comerciales se ampliaron cada vez más, y fueron especialmente lucrativos los de aquellas haciendas que abastecían los centros urbanos y mineros. Sin embargo, lo precario de los caminos y de los medios de transporte, así como las fuertes restricciones a las exportaciones novohispanas impuestas por la Corona, les impidieron llegar más allá de un mercado regional.

            No obstante las limitaciones establecidas por el gobierno español respecto de las propiedades agrícolas de la Iglesia, la mayoría de las órdenes religiosas y numerosos clérigos llegaron a poseer gran cantidad de haciendas. Estas adquisiciones fueron por medio de la compra, pero más comúnmente por las donaciones testamentarias hechas por devotos feligreses, y a través de embargos por hipotecas vencidas, ya que entonces las instituciones eclesiásticas eran la principal fuente de crédito. Destacaban por su enorme extensión, óptima administración y elevada productividad las haciendas de la Compañía de Jesús. Al decretarse en 1767 la expulsión de los jesuitas, sus bienes fueron incautados y puestos a remate, con lo cual sus latifundios quedaron desmenbrados y pasaron a manos de ricos hacendados seglares.

            En 1804 el gobierno de los Borbones asestó otro golpe a los bienes eclesiásticos, sólo que esta vez no se redujo a los de una comunidad sino a los de todas, ni tampoco redundó en beneficio de otros hacendados sino más bien en su perjuicio. Una real cédula ordenó entonces entregar a la Real Hacienda el capital que se extrajera de la venta de los bienes raíces de la Iglesia, así como el capital líquido que ésta poseía. Como dicho circulante estaba invertido en préstamos hipotecarios a miles de hacendados, además de mineros, obrajeros y comerciantes, éstos quedaban obligados a redimirlos en un plazo menor al estipulado originalmente. La aplicación de ésta cédula, conocida como la consolidación de vales reales, no pudo ser radical y se prolongó hasta 1809. Durante todos estos años se desató en contra del gobierno metropolitano una airada protesta y una constante resistencia por parte de los afectados, que no sólo era la Iglesia sino también los principales grupos económicos del Virreinato, los cuales para entonces ya estaban conformados mayoritariamente por criollos. El sistema crediticio se derrumbó y el sector agrícola entró en una grave crisis, y junto a él, las relaciones entre la Iglesia y el Estado, y las de la colonia con la metrópoli. La gota derramó el vaso, y al año siguiente la Nueva España se incendiaba con una guerra de independencia.

Elevadas murallas, torreones almenados y troneras protegían los cascos a manera de fortalezas

Hacienda y Ganadería San Pedro Tenexac. Si bien data del siglo XVIII, es un patrimonio de la familia Bretón, que la adquirió en 1892. Gracias a su conservación e historia, fue nombrada como Patrimonio Histórico de la Nación.

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LA TRANSICIÓN

Entre el movimiento de independencia y la paulatina pacificación nacional impuesta por la dictadura porfirista a partir de los años ochenta, las haciendas no tuvieron modificaciones importantes en su sistema; vivieron un periodo de relativo estancamiento y de transición. Aunque en ese largo periodo mediaron las reformas liberales, éstas no tuvieron un efecto de consideración hasta que se logró la consolidación del Estado mexicano y de su forma republicana de gobierno.

            Las guerras civiles y de intervención extranjera, así como las numerosas rebeliones campesinas e indígenas, entre las que destaca la de los mayas en Yucatán y la de los yaquis en Sonora, convulsionaron al país durante gran parte del siglo XIX, y alteraron indudablemente la vida cotidiana de las haciendas. Las diferentes fuerzas militares y de insurrectos, así como los múltiples y crecientes grupos de bandoleros, las saquearon una vez tras otra, afectando sus niveles de producción; la leva o reclutamiento forzoso que los ejércitos hacían de los campesinos y los peones mermó su mano de obra; la inseguridad de los caminos incrementó la dificultad der transportar las mercancías, produciendo una contracción de su comercio. Muchos hacendados tuvieron que invertir parte de sus recursos en la adquisición de armas para sus trabajadores y en la fortificación de los cascos para poder defenderlos de los frecuentes asedios, en los cuales a veces se incluía el rapto del patrón o de su administrador para obtener jugosos rescates. Todos estos riesgos propiciaron, entre otras cosas, el ausentismo de los hacendados de sus propiedades y su reclusión en las ciudades, donde además de tener mayor seguridad contaban con mejores condiciones para llevar a cabo sus contratos comerciales.

            No obstante, este prolongado huracán no iba en contra de la existencia como tal de las haciendas, por lo que pudieron sobrevivirlo, y algunas de manera bastante airosa, aprovechando la crisis en que estaban sumidas muchas otras. Muy pocos hacendados sufrieron la incautación de sus fincas, y cuando esto sucedió se debió más bien a razones políticas al haber apoyado en forma abierta y consistente la causa de alguno de los grupos en lucha. Al respecto, uno de los casos más sobresalientes fue el de la familia Sánchez Navarro, dueña en Coahuila de uno de los más grandes latifundios del país, y cercana colaboradora del imperio de Maximiliano de Habsburgo. A la caída del archiduque, el gobierno republicano confiscó todos los bienes de los Sánchez Navarro, con lo que su enorme latifundio pasó a manos de una nueva generación de hacendados norteños. *

(*)El Emporio del marquesado de Aguayo y el de los Sánchez Navarro

Por su extensión territorial de 149,982 kilómetros cuadrados, Coahuila es el tercero en tamaño en México. Y uno de sus municipios, Ocampo, es el municipio más extenso en nuestro país. Indudablemente que Coahuila es un estado grande, y no solo lo digo por su tierra sino también por su gente y por su historia. Precisamente desde tiempos de la colonia, abarcaba tierras que llegaban hasta el río Missisippi. Pero también Coahuila fue escenario de la conformación de los latifundios más grandes e importantes de nuestro país: el marquesado de Aguayo que luego pasa a formar parte de la familia Sánchez Navarro.

Quien fundó el marquesado de Aguayo, fue Agustín de Echeverez y Subiza, originario de Navarra, España y quien se casó con una rica dama saltillense llamada Francisca de Valdés Alceaga y Urdiñola. Don Agustín nombrado gobernador del Nuevo Reyno de León en 1682. A él se le debe la expedición a la Bahía del Espíritu Santo que Alonso de León hizo a Texas para buscar a los franceses y promovió el establecimiento de San Miguel de la Nueva Tlaxcala, actual Bustamante, Nuevo León. Fue dueño de cerca de 80 mil hectáreas, con la cual conformó el latifundio más importante en su tiempo en la Nueva España. un territorio con el tamaño de la mitad del estado actual de Coahuila.

En realidad, muchos de los terrenos del marquesado venían a su vez del patrimonio que forjó el poblador y uno de los fundadores de Saltillo, don Francisco de Urdiñola. Este personaje había nacido en España en 1552 y llegó a la Nueva España para después pasar a las empresas de pacificación y conquista de la Nueva Vizcaya. En 1591, promovió el establecimiento de San Esteban de la Nueva Tlaxcala y de San Isidro de las Palomas, origen de lo que actualmente es Arteaga. Acaparó mercedes y tierras en el sur de Coahuila que en ese entonces pertenecía a la Nueva Vizcaya, que llegó a gobernar entre 1603 y 1615. Falleció en 1618. Tanto Urdiñola como Echeverez y Subiza, dejaron a Patos, actual General Cepeda y a Parras como lugares de residencia.

Luego el patrimonio del marquesado de Aguayo, pasó a ser de la familia Sánchez Navarro. Propiamente se puede decir que el fundador de un linaje que conformó uno de los latifundios más grandes de América, se llama Bernardino Sánchez, originario de Saltillo, hijo de Martín Sánchez y de Melchora Navarro, hija de uno de los principales fundadores de Saltillo y quien se casó con María de la Fuente.

Uno de sus descendientes, el padre Miguel Sánchez Navarro, nacido en Saltillo en 1730, hijo de Cristóbal Sánchez Navarro y de Josefa Rodríguez, se dedicó a ampliar sus influencias tanto terrenales como de almas. Estudió en el colegio que los franciscanos mantenían en Guadalupe, Zacatecas. En 1755 fue nombrado cura de la parroquia de Santiago en Monclova y comenzó a hacerse de propiedades agrícolas, sitios ganaderos, tiendas de raya y molinos para conformar el latifundio más grande América, llegando a comprar a partir de 1762 de las propiedades del marquesado de Aguayo. Con esos recursos y presencia, en 1811 se hizo prebendado de la Catedral de Monterrey. Es sabido que con su peculio mandó construir el templo de Santiago Apóstol en Monclova. Murió en 1821, dejando sus bienes a su sobrino Melchor, que agrandó el latifundio al comprar las propiedades de la familia Garza Falcón en el norte del estado.

Otro de los Sánchez Navarro que aprovechó su posición dentro de la iglesia para adquirir propiedades, fue José Ignacio, quien nació en 1781. Una vez ordenado sacerdote, ocupó los curatos del Pilón, actual Montemorelos y Saltillo en 1819. Una figura relevante dentro de los bandos políticos, pues le tocó estar de lado de quienes proclamaron la independencia, miembro del Consejo de Gobierno de Coahuila y diputado al Congreso de la Unión por Coahuila en 1832. Patriota y nacionalista, quien con su peculio cuidó a los heridos de la Batalla de la Angostura el 22 y 23 de febrero de 1847. Fue senador y vivió en la ciudad de México hasta su muerte ocurrida en 1851.

Quien se benefició de la acumulación de tierras y capitales, fue Melchor Sánchez Navarro, quien era propietario de 63 sitios de ganado mayor, 19 de ganado menor y 25 caballerías de tierras. En 1844 adquirió las tierras del marquesado de Aguayo, que abarcaba tierras en Coahuila, Durango y Zacatecas.

El clan Sánchez Navarro hizo de Monclova el centro económico de Coahuila en la primera mitad del siglo XIX. Pero no tuvieron una elección apropiada en tiempos de la intervención francesa, pues apoyaron al Imperio de Maximiliano y por eso Benito Juárez expropió sus terrenos en los que surgieron municipios como San Juan de las Sabinas y otros en la zona carbonífera. Fueron propietarios de lugares como Palau, Castaños, La Soledad, Hoyos, Cieneguilla, San Vicente, Hermanas, San José del Oro y San Ignacio del Paso Tapado. Descendientes de ellos, son don Juan Sánchez Navarro que catapultó al grupo Modelo y el actor Manolo Fábregas, que en realidad era Sánchez Navarro Fábregas, pues era nieto de la actriz Virginia Fábregas.

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Suntuosas decoraciones en fachadas y patios mostraban el prestigio del dueño y la fortuna de la hacienda. Hacienda El Carmen, Jalisco.

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            Como parte de las Leyes de Reforma, en 1856 se promulgó la que ordenaba la desamortización o disolución de los bienes inmuebles de las corporaciones religiosas y las comunales de los pueblos, privando a ambas entidades de la capacidad jurídica para poseerlos y administrarlos. Entre otras cosas, con esta política se pretendía, en teoría, eliminar los latifundios improductivos, elevar la producción agrícola e impulsar a la incipiente clase media rural. Independientemente de los efectos que esta ley tuvo con respecto al poder de la Iglesia y al bienestar de las comunidades indígenas, parece ser que la cantidad de pequeños y medianos propietarios que surgieron como consecuencia de esta reforma, fue tan de poca monta que no llegó a modificar estructuralmente al sector agrario como se intentaba. Más bien, las haciendas más fuertes encontraron la oportunidad de acrecentar sus propiedades, convirtiéndose en nuevos latifundios; otros hacendados de menos nivel mejoraron entonces su situación al convertirse en prestanombres de las fincas religiosas que con esa artimaña evitaron su disolución. También ingresaron al círculo de grandes propietarios rurales algunos comerciantes y unos cuantos extranjeros. En términos generales, al fracasar el desmembramiento de los latifundios y al desaparecer el contrapeso de la Iglesia en el sector rural, los hacendados civiles, en su conjunto, salieron fortalecidos de esta reforma agraria, que lejos estuvo de ser una reforma social. La oligarquía agraria quedaba bien asentada para emprender su era de “modernización”.

EL APOGEO

Con el régimen de Porfirio Díaz, las haciendas vivieron su último apogeo, pero quizá el más intenso, al conjuntarse una serie de factores económicos, políticos y sociales que fueron muy favorables a su desarrollo. Durante esa época la población creció considerablemente, y por ende también la demanda de productos y la oferta de mano de obra. La febril multiplicación de vías ferrocarrileras permitió que el transporte de las mercancías fuera más rápido, más distante y de mayor volumen, a la vez que amplió el alcance de los mercados, que de regionales pasaron a nacionales e internacionales. Mejoró la fuerza motriz con la introducción de la electricidad, y las comunicaciones con el tendido de líneas telegráficas y telefónicas; y de éstas, así como de la de ferrocarril, los hacendados fueron usufructuarios, pero también muchos se colocaron como dueños o accionistas. Creció como nunca antes la demanda mundial de productos tropicales, como el café, el azúcar, el henequén y las maderas preciosas. Fueron abolidas las alcabalas que establecían impuestos al traslado de los productos, reduciendo su costo comercial. Hubo un incremento en la inversión de capitales foráneos en el sector agrario, y algunos extranjeros se convirtieron en prósperos hacendados. Se importaron maquinaria, animales, semillas y tecnología agrícola, con lo que se amplió para muchas haciendas la posibilidad de mejorar sus niveles de productividad y rentabilidad. Se multiplicó el número de bancos, aumentó el dinero circulante y se reabrieron las líneas de crédito financiero.

            Sin embargo, todos esos factores tuvieron su porción de efectos negativos, que a la larga contribuyeron a agudizar las contradicciones del régimen porfirista y del proceso de modernización e inserción al sistema capitalista-industrial, en el cual quedaron inmersas las haciendas. Además, tales factores no pudieron ser aprovechados de igual manera por todas las haciendas, ni tampoco en las diferentes regiones de México. Por eso, en esta etapa de la historia de las haciendas es cuando se multiplican sus características secundarias, lo cual ahonda las variaciones de su tipificación. Los latifundios del norte cristalizaron peculiaridades que muy poco tenían que ver con las plantaciones del sureste, o las de éstas con las de las haciendas del altiplano central. Por ejemplo, la abundancia de mano de obra que existía en la zona del centro frenó el aumento salarial, mientras que su escasez en otras grandes zonas del país provocó mejoras en las condiciones de trabajo (en el norte) o la sobrexplotación, la deportación y la retención forzosa y esclavista (en el sureste). La desigual distribución de la creciente población generó, en la región central, donde era más densa, una mayor presión sobre la tenencia de la tierra y un aumento de los conflictos sociales, mientras que en la región norteña, donde seguía siendo escasa, facilitó el crecimiento de los latifundios. Por otra parte, la “maquinización” del campo, uno de los termómetros de la modernización, en general fue tardía y bastante reducida. Las máquinas eran costosas, difíciles de reparar y su manejo exigía de personal especializado, por lo que su adquisición no siempre era rentable, sobre todo frente a una abundante y barata mano de obra. Sólo las haciendas con gran capital fueron capaces de vencer estos problemas, con lo cual se agrandó la distancia que las separaba de las fincas tradicionales, que continuaron siendo mayoría. Éstas también tuvieron dificultad para obtener créditos a largo plazo y con bajos intereses de parte de los bancos.

            Las inclemencias del tiempo, la insuficiente estructura de riego y la fuerte demanda de otros productos, hicieron riesgosa o poco rentable para muchos hacendados la producción de alimentos básicos, por lo que éstos fueron deficitarios y hubo necesidad de importarlos, sobre todo en épocas de crisis agrícolas, que no fueron pocas. La modernización de las haciendas generó desempleo o cambios en las relaciones laborales, dejando desprotegidos a los trabajadores del tradicional paternalismo. La explotación intensiva de los terrenos de la hacienda provocó el desplazamiento de arrendatarios y medieros que ahí cultivaban, muchos de los cuales, tiempo después, volverían armados a reconquistar sus espacios perdidos.

            En términos generales, la política agraria del Porfiriato favoreció, en la práctica, a una élite  terrateniente cada vez más poderosa, no obstante que en la teoría se intentaba fortalecer a la clase media rural, de acuerdo con los principios liberales. En ese sentido, resultaron un fracaso los proyectos de colonización, de deslinde y venta de los terrenos baldíos, y de desamortización de las tierras comunales de los pueblos, todos iniciados tiempo atrás pero intensificados durante el Porfiriato.  Muy pocos extranjeros se arraigaron como colonos, no obstante las grandes facilidades que para ellos les otorgaba el gobierno mexicano; de ahí que hayan sido insignificantes la modernización agrícola y la competitividad frente a los latifundios que se esperaba llegarían por ese conducto. Los terrenos baldíos fueron acaparados por pocas familias de hacendados y por las mismas compañías deslindadoras. Los pueblos continuaron una fuerte resistencia para evitar que sus tierras fueran desmembradas, aunque muchos las perdieron en manos de haciendas y de compañías deslindadoras; los pleitos por tierras, aguas y montes se multiplicaron, aunque no sólo con los pueblos sino también entre las haciendas mismas y con los aguerridos pequeños y medianos propietarios que trataban de defender a toda costa sus reducidos espacios de desarrollo económico.

LA CRISIS FINAL Y SU DISOLUCIÓN

Si el proceso de formación del sistema de las haciendas fue prolongado, el de su disolución no lo fue menos. Sus casi 300 años de existencia habían creado raíces muy vastas y profundas en el desarrollo económico y social de México. Pero aun así, las haciendas por sí mismas no fueron causa única, y mucho menos principal, de la revolución armada que estalló en 1910. Como todo movimiento d esa naturaleza y dimensión, sus causas fueron múltiples, su desarrollo ambivalente y complejo, y sus efectos diversos y prolongados. La mexicana no fue una revolución exclusivamente agraria, aunque algunos de sus más importantes caudillos hayan tenido ese objetivo como su principal bandera.


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            La tímida postura de Madero fue rebasada con creces por la de Zapata. Éste exigió la devolución de las tierras que, pertenecientes a los pueblos, habían sido tomadas ilegalmente por las haciendas, además de la entrega incondicional de fracciones de los latifundios para dotar de ejidos a los campesinos sin tierra. En las zonas del centro sur, donde los ejércitos zapatistas dominaron militarmente, muy pocas haciendas quedaron en pie, pues fueron invadidas, expropiadas y repartidas. Fuera de ahí, salvo esporádicas excepciones, las demás haciendas del país se mantuvieron bastante enteras, no obstante que las disposiciones legales y bandos revolucionarios las habían amenazado de muerte.

            En enero de 1915, Venustiano Carranza promulgó una ley agraria que ordenó en tiempo y forma la restitución y dotación de tierras, pero reservó su final aprobación al Poder Ejecutivo. A partir de entonces fueron frenadas las reparticiones de las haciendas y más aún sus invasiones, y muchas de las que habían vivido este fenómeno fueron devueltas a sus propietarios. Conforme el carrancismo fue triunfando, la reforma agraria fue siendo desplazada de los intereses prioritarios del gobierno revolucionario. Innumerables campesinos vieron frustradas sus aspiraciones de poseer alguna parcela, mientras que no pocos caudillos, incluido Francisco Villa, se convirtieron en hacendados.



Los principales perjuicios que las haciendas recibieron durante la revolución fueron a causa de los asaltos, saqueos y requerimientos forzosos de los diversos grupos armados, así como por las interrupciones de las vías de comunicación y transporte. Pero estos hechos no atentaban en contra del sistema de la hacienda como tal. Lo que sí incidió en este aspecto fue la abolición del peonaje, la limitación de las horas del trabajo, la obligación de instalar escuelas y asistencia médica (algunas ya lo tenían desde antes), y el establecimiento de un salario mínimo, aunque esto último perdió su valor benéfico debido a la inflación y a la pérdida de las prestaciones tradicionales que hasta entonces concedían la mayoría de las haciendas a sus trabajadores permanentes. En algunas regiones del país varias de estas disposiciones oficiales no fueron implantadas sino hasta muchos años después.

            Con base en la Constitución de 1917, los siguientes gobiernos repartieron varios millones de hectáreas de tierras para ejidos, pero aun así, una enorme cantidad de haciendas en gran parte del país, continuaban sin perder su integridad territorial. Numerosos latifundistas habían dividido legalmente sus propiedades entre los miembros de su propia familia, pero conservando su unidad administrativa; otros recurrieron al amparo de inafectabilidad agraria.

         No fue sino hasta la década de los años treinta cuando en realidad la reforma agraria se llevó a fondo. Se revivieron entonces momentos tan violentos como los de la primera etapa revolucionaria. Los agraristas invadieron y saquearon haciendas, en tanto que éstas defendían su territorio con fuerzas armadas propias. Pero esta vez no hubo marcha atrás. El gobierno federal dictaminó, de “jure y de facto”, la destrucción total de las grandes propiedades rurales, y de ellos no se salvaron ni aquellas que poseían elevada y moderna productividad. Paradójicamente, los últimos en recibir derechos legales para obtener dotaciones de tierra fueron los peones de las haciendas, los calpaneros, tal vez porque éstos habían sido siempre, junto con los propietarios, sus principales defensores.

            El sistema de haciendas había muerto y los hacendados habían sido desarticulados como grupo de poder. Como testimonio de la otra pujanza que alcanzaron aquellos centros de producción agropecuaria, sobrevivieron algunos cascos, retenidos por sus antiguos propietarios y sus descendientes, o por nuevos dueños amantes de la vida rural.

 

 

Rendón Garcini, Ricardo, “Haciendas de México”, en Leyendas y Tradiciones, la UNAM y sus recintos históricos, Recopilación: Itzel Vega Morales, UNAM-DGIRE, junio 2007.

















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