EL NACIMIENTO DEL INODORO
El
sifón, un tubo en forma de S, fue la solución que adoptó Alexander Cummings
para impedir que el olor de las deposiciones desechadas volviera a subir por el
desagüe del retrete.
Alexander Cummings patentó
en 1775 el inodoro moderno, que incorporaba un sifón en el desagüe.
El ebanista Joseph Bramah presentó varias mejoras en 1778 que
mejoraron su funcionamiento y su aislamiento. La imagen sobre estas líneas
muestra un retrete de 1880 con el mecanismo ideado por Bramah.
Asi, como suele
decirse, la civilización es la distancia que los humanos
ponen entre ellos y sus
excrementos, el retrete
sería un buen indicador del nivel de esa
civilización. Los romanos se
acercaron mucho a la idea actual del inodoro con su sistema de letrinas públicas con agua corriente, que se llevaba de
inmediato las deposiciones hacia una serie de cloacas subterráneas, de manera que los malos olores se mantenían en unos mínimos
aceptables.
Pero con el colapso del
Imperio este sistema
dejó de usarse y durante siglos los orinales se vaciaron por las ventanas al grito de
"¡Agua va!", lo que ayudó a
propagar el tifus y toda clase de enfermedades
infecciosas. En 1596, sir John
Harrington, ahijado de la reina
Isabel I, concibió un váter conectado a
un depósito de agua que arrastraba los deshechos al ser descargado.
Lo instaló en el
palacio real, pero el invento nunca llegó a difundirse porque
la reina –no se sabe por qué motivo– le negó la patente para fabricar más.
Puede que, como se ha argumentado, la ausencia de redes de
alcantarillado o de fosas sépticas hubiera frenado el uso
a gran escala del váter de Harrington, pero también puede pensarse que las clases altas habrían imitado a la reina y el
invento se habría difundido.
DOS SIGLOS MÁS TARDE
Debieron pasar
casi dos siglos para que otro inglés, Alexander Cummings,
retomara la idea e inventara el primer inodoro moderno. Este
relojero de Londres patentó en 1775 un retrete cuyo funcionamiento se regía
por el mismo principio que el de Harrington: una
descarga de agua limpia arrastraba los desechos. Su gran
innovación fue que el desagüe se
hacía a través de un sifón, una tubería en forma de
"S" que permite mantener el nivel de líquido en la taza, creando
una barrera de agua limpia que impide que los malos
olores retornen hacia el sanitario. Eso permitió instalar el
retrete en la propia vivienda sin
problemas.
El diseño del inodoro de Cummings con el sifón en
el desagüe.
Cummings insertó
sus inodoros en muebles de madera que los ocultaban de la vista cuando
no eran usados y que contenían el dispositivo que activaba el
mecanismo de descarga y desagüe. Sin embargo, el sistema no era perfecto. La cisterna goteaba con
frecuencia y la válvula instalada en el fondo de la taza para cerrar el sifón
tendía a atascarse.
Caricatura del siglo XVIII
que muestra diferentes aseos según el país.
UN MODELO MEJORADO
Joseph Bramah, un ebanista que había instalado varias
unidades del retrete de Cummings, se
fijó en los defectos de su diseño e ideó una válvula mucho más eficaz para cerrar el sifón, que
se mantenía limpia gracias al flujo del agua. Bramah añadió, además, una
segunda válvula para cerrar la cisterna, evitando así las filtraciones.
Las articulaciones de
estas válvulas, que funcionaban mediante muelles,
estaban diseñadas para permanecer siempre secas, de manera
que no se bloqueasen durante el invierno, cuando el agua
llegaba a congelarse. Una palanca abría ambas válvulas a la
vez y el chorro de agua llegaba al fondo del inodoro a través de un orificio
cubierto por una placa de metal que evitaba salpicaduras fuera
de la taza. En 1778, Bramah patentó su modelo y lo comercializó
con cierto éxito, pues era más fácil de manejar y más eficaz que el de
Cummings. En lo sucesivo, el aparato no dejó de perfeccionarse.
Joseph Bramah.
Albert Giblin creó un modelo en 1819 muy similar a
los actuales, sin válvula en la taza. En 1849, Thomas Twyford
fabricó los primeros inodoros de cerámica.
En la década de 1880, Thomas Crapper, que había adquirido la patente de
Giblin, inventó el flotante, el corcho que sirve para
cerrar automáticamente el flujo del agua en la cisterna.
Más trascendental
fue la ley del Parlamento británico de 1848 que obligó a
instalar inodoros en las nuevas viviendas, aunque pasarían décadas antes de
que el water closet o
"armario del agua" llegara a todas las casas.
EL ORIGEN DEL BIDÉ
Para algunos es un
accesorio imprescindible de la higiene íntima, para otros una manera inútil de
ocupar espacio en el lavabo. Pero el nacimiento del bidé, una pieza de baño
común en varios países del mundo, se remonta a otros usos más inesperados.
René Louis de
Voyer de Paulmy, marqués de Argenson y ministro del monarca francés Luis XV, relata en sus memorias una curiosa escena:
un día, al ser recibido en audiencia por Madame de Prie, se la encontró sentada a horcajadas en un
curioso mueble en el que se disponía a lavarse sus partes íntimas, al parecer al mismo tiempo que hablaba con
él. Esa es la primera mención escrita que se tiene del bidé, un instrumento
cuyo uso se considera bastante más antiguo y sobre cuyos orígenes no hay
consenso, aunque se sitúan en la Edad Media.
El nombre proviene
del francés antiguo bidet, un tipo de caballo pequeño parecido a un
poni, hoy extinto, que usaban las damas y niños de la nobleza para sus paseos;
y hace referencia a la posición en la que hay que sentarse, igual que cuando se
cabalga. Su función más
obvia es la higiene íntima, como complemento al baño: en una época donde tener bañera era un
privilegio incluso entre la nobleza y el grueso de la población tenía que
conformarse con corrientes naturales, servía para limpiar las partes más
olorosas del cuerpo los días en los que no podían bañarse.
MÉTODO ANTICONCEPTIVO
Pero más allá de
la higiene corporal, el bidé tenía otra
función igual de importante: la de método anticonceptivo, que si bien de eficacia dudosa, era lo
máximo que se podía esperar. Este habría podido ser, incluso, su uso original:
las prostitutas usaban recipientes parecidos para limpiarse después de tener
relaciones, esperando evitar embarazos y enfermedades venéreas.
A pesar de este
posible origen humilde, durante el siglo XVIII el bidé se popularizó entre
las nobles, primero en Francia y en Italia y más adelante en
otros países del sur de Europa. Para las mujeres que tenían una relación
extramatrimonial (estuvieran casadas o no), era un modo de limitar el riesgo de
quedar embarazadas de sus amantes; y para las casadas, una manera de evitar
contagios a causa de las aventuras de sus maridos. Su uso anticonceptivo no era
ningún secreto: a la reina de Nápoles María Carolina de Habsburgo-Lorena, que
quiso instalar uno en su palacio de Caserta, le hicieron notar que eso podía
darle mala fama ya que se trataba de un “instrumento de meretriz”, advertencia que
ella ignoró.
Esta pieza del
Museo Histórico Regional Carmen de Patagones, Argentina, muestra como era un
bidé abierto en el siglo XIX.
Foto: CC
UN ÉXITO DISCUTIBLE
El éxito del bidé
en realidad duró menos de dos siglos, ya que su difusión entre la mayoría de la población fue casi a
la par con la ducha, que suplía mejor su función higiénica. Solo en la segunda mitad del siglo XIX
empezó a haber instalaciones para agua corriente en las casas, y no se
generalizarían hasta el XX. Para entonces, el uso del bidé había estado tan
restringido que la mayoría de la población simplemente no le veía la utilidad
-a pesar de lo cual algunos países, como Italia o Portugal, hicieron
obligatoria su instalación en los baños-.
Pero a lo largo de
su relativamente breve historia el
bidé fue a menudo objeto de polémica, precisamente por su uso anticonceptivo. Su presencia parecía sugerir una vida
lujuriosa por parte de sus propietarias, como le señalaron a la reina de
Nápoles, y en los burdeles era el único mueble del que disponían las
prostitutas además de la cama. La Iglesia criticaba ferozmente su uso,
sugiriendo incluso que se usaba para practicar abortos.
Otros le dieron
usos más inventivos: haciendo honor al origen del nombre -los caballos bidet-, Napoleón lo usaba para aliviar el escozor en las posaderas y
los muslos después de cabalgar. Lo valoraba
tanto que incluso le dejó en herencia a su hijo su preciado bidé rojo, lo que
dio una enorme publicidad al utensilio y aumentó inmediatamente su popularidad
entre la nobleza francesa.
Aunque hoy se
encuentre en creciente desuso, este instrumento de baño ha tenido una
importancia crucial en la historia europea: sin él tal vez habrían nacido otros
herederos entre los grandes linajes, algunas traiciones habrían sido
descubiertas, y la higiene y salud de las clases dirigentes habrían sido más
deplorables. Independientemente de que nos parezca más o menos útil, nunca
sabremos cómo habría sido la Europa moderna sin el bidé.
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