Alexandr Puchkin
[Aleksandr Pushkin o Alejandro
Pushkin]
Rusia: 1799-1837
Estimado habitante de Ciudad Seva:
Alexandr Puchkin (1799-1837) es el padre de la literatura rusa
moderna. Murió a los 37 años de edad en un duelo. Un dato biográfico curioso es
que su bisabuelo fue un niño esclavo raptado de África, quien por esfuerzo y
talento propios se convirtió en general y noble ruso. "El fabricante de ataúdes" (1831),
cuento que he seleccionado esta semana, trata sobre un fabricante de ataúdes
que se muda a un barrio nuevo.
El fabricante de ataúdes
[Cuento - Texto completo.]
Alexandr Puchkin
Los últimos enseres del fabricante de ataúdes Adrián
Prójorov se cargaron sobre el coche fúnebre, y la pareja de rocines se arrastró
por cuarta vez de la Basmánnaya a la Nikítinskaya, calle a la que el fabricante
se trasladaba con todos los suyos. Tras cerrar la tienda, clavó a la puerta un
letrero en el que se anunciaba que la casa se vendía o arrendaba, y se dirigió
a pie al nuevo domicilio. Cerca ya de la casita amarilla, que desde hacía tanto
había tentado su imaginación y que por fin había comprado por una respetable
suma, el viejo artesano sintió con sorpresa que no había alegría en su corazón.
Al atravesar el desconocido umbral y ver el alboroto
que reinaba en su nueva morada, suspiró recordando su vieja casucha donde a lo
largo de dieciocho años todo se había regido por el más estricto orden; comenzó
a regañar a sus dos hijas y a la sirvienta por su parsimonia, y él mismo se
puso a ayudarlas.
Pronto todo estuvo en su lugar: el rincón de las
imágenes con los iconos, el armario con la vajilla; la mesa, el sofá y la cama
ocuparon los rincones que él les había destinado en la habitación trasera; en
la cocina y el salón se pusieron los artículos del dueño de la casa: ataúdes de
todos los colores y tamaños, así como armarios con sombreros, mantones y
antorchas funerarias. Sobre el portón se elevó un anuncio que representaba a un
corpulento Eros con una antorcha invertida en una mano, con la inscripción:
«Aquí se venden y se tapizan ataúdes sencillos y pintados, se alquilan y se
reparan los viejos.» Las muchachas se retiraron a su salita. Adrián recorrió su
vivienda, se sentó junto a una ventana y mandó que prepararan el samovar.
El lector versado sabe bien que tanto Shakespeare como
Walter Scott han mostrado a sus sepultureros como personas alegres y dadas a la
broma, para así, con el contraste, sorprender nuestra imaginación. Pero en
nuestro caso, por respeto a la verdad, no podemos seguir su ejemplo y nos vemos
obligados a reconocer que el carácter de nuestro fabricante de ataúdes casaba
por entero con su lúgubre oficio. Adrián Prójorov por lo general tenía un aire
sombrío y pensativo. Sólo rompía su silencio para regañar a sus hijas cuando
las encontraba de brazos cruzados mirando a los transeúntes por la ventana, o
bien para pedir una suma exagerada por sus obras a los que tenían la desgracia
(o la suerte, a veces) de necesitarlas.
De modo que Adrián, sentado junto a la ventana y
tomándose la séptima taza de té, se hallaba sumido como de costumbre en sus
tristes reflexiones. Pensaba en el aguacero que una semana atrás había
sorprendido justo a las puertas de la ciudad al entierro de un brigadier
retirado. Por culpa de la lluvia muchos mantos se habían encogido, y torcido
muchos sombreros. Los gastos se preveían inevitables, pues las viejas reservas
de prendas funerarias se le estaban quedando en un estado lamentable. Confiaba
en resarcirse de las pérdidas con la vieja comerciante Triújina, que estaba al
borde de la muerte desde hacía cerca de un año. Pero Triújina se estaba
muriendo en Razguliái, y Prójorov temía que sus herederos, a pesar de su
promesa, se ahorraran el esfuerzo de mandar a buscarlo tan lejos y se las
arreglaran con la funeraria más cercana.
Estas reflexiones se vieron casualmente interrumpidas
por tres golpes francmasones en la puerta.
-¿Quién hay? -preguntó Adrián.
La puerta se abrió y un hombre en quien a primera vista
se podía reconocer a un alemán artesano entró en la habitación y con aspecto
alegre se acercó al fabricante de ataúdes.
-Excúseme, amable vecino -dijo aquel con un acento que
hasta hoy no podemos oír sin echarnos a reír-, perdone que le moleste… Quería
saludarlo cuanto antes. Soy zapatero, me llamo Gotlib Schultz, y vivo al otro
lado de la calle, en la casa que está frente a sus ventanas. Mañana celebro mis
bodas de plata y le ruego que usted y sus hijas vengan a comer a mi casa como
buenos amigos.
La invitación fue aceptada con benevolencia. El dueño
de la casa rogó al zapatero que se sentara y tomara con él una taza de té, y
gracias al natural abierto de Gotlib Schultz, al poco se pusieron a charlar
amistosamente.
-¿Cómo le va el negocio a su merced? -preguntó Adrián.
-He-he-he -contestó Schultz-, ni mal ni bien. No puedo
quejarme. Aunque, claro está, mi mercancía no es como la suya: un vivo puede
pasarse sin botas, pero un muerto no puede vivir sin su ataúd.
-Tan cierto como hay Dios -observó Adrián-. Y, sin
embargo, si un vivo no tiene con qué comprarse unas botas, mal que le pese,
seguirá andando descalzo; en cambio, un difunto pordiosero, aunque sea de
balde, se llevará su ataúd.
Así prosiguió cierto rato la charla entre ambos; al fin
el zapatero se levantó y antes de despedirse del fabricante de ataúdes, le
renovó su invitación.
Al día siguiente, justo a las doce, el fabricante de
ataúdes y sus hijas salieron de su casa recién comprada y se dirigieron a la de
su vecino. No voy a describir ni el caftán ruso de Adrián Prójorov, ni los
atavíos europeos de Akulina y Daria, apartándome en este caso de la costumbre
adoptada por los novelistas actuales. No me parece, sin embargo, superfluo
señalar que ambas muchachas llevaban sombreritos amarillos y zapatos rojos,
algo que sucedía sólo en ocasiones solemnes.
La estrecha vivienda del zapatero estaba repleta de
invitados, en su mayoría alemanes artesanos con sus esposas y sus oficiales.
Entre los funcionarios rusos se encontraba un guardia de garita, el finés
Yurko, que, a pesar de su humilde grado, había sabido ganarse la especial
benevolencia del dueño.
Había servido en este cargo de cuerpo y alma durante
veinticinco años, como el cartero de Pogorelski. El incendio del año doce que
destruyó la primera capital de Rusia, devoró también la garita amarilla del
guardia. Pero tan pronto como fue expulsado el enemigo, en el lugar de la
garita apareció una nueva, de color grisáceo, con blancas columnillas de estilo
dórico, y Yurko volvió a ir y venir junto a ella con «su seguro y su coraza de
arpillera». Lo conocían casi todos los alemanes que vivían cerca de la Puerta
Nikitínskie, y algunos de ellos incluso habían pasado en la garita de Yurko
alguna noche del domingo al lunes.
Adrián en seguida trabó relación con él, pues era
persona a la que tarde o temprano podría necesitar, y en cuanto los convidados
se dirigieron a la mesa, se sentaron juntos.
El señor y la señora Schultz y su hija Lotchen, una
muchacha de diecisiete años, reunidos con los comensales, atendían juntos a los
invitados y ayudaban a servir a la cocinera. La cerveza corría sin parar. Yurko
comía por cuatro: Adrián no se quedaba atrás; sus hijas hacían remilgos; la
conversación en alemán se hacía por momentos más ruidosa. De pronto, el dueño reclamó
la atención de los presentes y, tras descorchar una botella lacrada, pronunció
en voz alta en ruso:
-¡A la salud de mi buena Luise!
Brotó la espuma del vino achampañado. El anfitrión besó
tiernamente la cara fresca de su cuarentona compañera, y los convidados
bebieron ruidosamente a la salud de la buena Luise.
-¡A la salud de mis amables invitados! -proclamó el
anfitrión descorchando la segunda botella.
Y los convidados se lo agradecieron vaciando de nuevo
sus copas. Y uno tras otro siguieron los brindis: bebieron a la salud de cada
uno de los invitados por separado, bebieron a la salud de Moscú y de una docena
entera de ciudades alemanas, bebieron a la salud de todos los talleres en
general y de cada uno en particular, bebieron a la salud de los maestros y de
los oficiales. Adrián bebía con tesón, y se animó hasta tal punto que llegó a
proponer un brindis ocurrente. De pronto uno de los invitados, un gordo
panadero, levantó la copa y exclamó:
-¡A la salud de aquellos para quienes trabajamos, unserer
Kundleute!
La propuesta, como todas, fue recibida con alegría y de
manera unánime. Los convidados comenzaron a hacerse reverencias los unos a los
otros: el sastre al zapatero, el zapatero al sastre, el panadero a ambos, todos
al panadero, etcétera. Yurko, en medio de tales reverencias recíprocas, gritó
dirigiéndose a su vecino:
-¿Y tú? ¡Hombre, brinda a la salud de tus muertos!
Todos se echaron a reír, pero el fabricante de ataúdes
se sintió ofendido y frunció el ceño. Nadie lo había notado, los convidados siguieron
bebiendo, y ya tocaban a vísperas cuando empezaron a levantarse de la mesa.
Los convidados se marcharon tarde y la mayoría
achispados. El gordo panadero y el encuadernador, cuya cara parecía
envuelta en encarnado cordobán, llevaron del brazo a Yurko a su garita,
observando en esta ocasión el proverbio ruso: «Hoy por ti, mañana por mí.» El
fabricante de ataúdes llegó a casa borracho y de mal humor.
-Porque, vamos a ver -reflexionaba en voz alta-; ¿en
qué es menos honesto mi oficio que el de los demás? ¡Ni que fuera yo hermano
del verdugo! Y ¿de qué se ríen estos herejes? ¿O tengo yo algo de payaso de
feria? Tenía ganas de invitarlos para remojar mi nueva casa, de darles un
banquete por todo lo alto, ¿pero ahora?, ¡ni pensarlo! En cambio voy a llamar a
aquellos para los que trabajo: a mis buenos muertos.
-¿Qué dices, hombre? -preguntó la sirvienta que en
aquel momento lo estaba descalzando-. ¡Qué tonterías dices? ¡Santíguate!
¡Convidar a los muertos! ¿A quién se le ocurre?
-¡Como hay Dios que lo hago! -prosiguió Adrián-. Y
mañana mismo. Mis buenos muertos, les ruego que mañana por la noche vengan a mi
casa a celebrarlo, que he de agasajarles con lo mejor que tenga…
Tras estas palabras el fabricante de ataúdes se dirigió
a la cama y no tardó en ponerse a roncar.
En la calle aún estaba oscuro cuando vinieron a
despertarlo. La mercadera Triújina había fallecido aquella misma noche y un
mensajero de su administrador había llegado a caballo para darle la noticia. El
fabricante de ataúdes le dio por ello una moneda de diez kopeks para vodka, se
vistió de prisa, tomó un coche y se dirigió a Razguliái.
Junto a la puerta de la casa de la difunta ya estaba la
policía y, como los cuervos cuando huelen la carne muerta, deambulaban otros
mercaderes. La difunta yacía sobre la mesa, amarilla como la cera, pero aún no
deformada por la descomposición. A su alrededor se agolpaban parientes, vecinos
y criados. Todas las ventanas estaban abiertas, las velas ardían, los
sacerdotes rezaban.
Adrián se acercó al sobrino de Triújina, un joven
mercader con una levita a la moda, y le informó que el féretro, las velas, el
sudario y demás accesorios fúnebres llegarían al instante y en perfecto estado.
El heredero le dio distraído las gracias, le dijo que no iba a regatearle el precio
y que se encomendaba en todo a su honesto proceder. El fabricante, como de
costumbre, juró que no le cobraría más que lo justo y, tras intercambiar una
mirada significativa con el administrador, fue a disponerlo todo.
Se pasó el día entero yendo de Razguliái a la Puerta
Nikítinskie y de vuelta: hacia la tarde lo tuvo listo todo y, dejando libre a
su cochero, se marchó andando para su casa.
Era una noche de luna. El fabricante de ataúdes llegó
felizmente hasta la Puerta Nikítinskie. Junto a la iglesia de la Ascensión le
dio el alto nuestro conocido Yurko que, al reconocerlo, le deseó las buenas
noches. Era tarde. El fabricante de ataúdes ya se acercaba a su casa, cuando de
pronto le pareció que alguien llegaba a su puerta, la abría y desaparecía tras
ella.
«¿Qué significará esto? -pensó Adrián-. ¿Quién más me
necesitará? ¿No será un ladrón que se ha metido en casa? ¿O es algún amante que
viene a ver a las bobas de mis hijas? ¡Lo que faltaba!»
Y el constructor de ataúdes se disponía ya a llamar en
su ayuda a su amigo Yurko, cuando alguien que se acercaba a la valla y se
disponía a entrar en la casa, al ver al dueño que corría hacia él, se detuvo y
se quitó de la cabeza un sombrero de tres picos. A Adrián le pareció reconocer
aquella cara, pero con las prisas no tuvo tiempo de observarlo como es debido.
-¿Viene usted a mi casa? -dijo jadeante Adrián-, pase,
tenga la bondad.
-¡Nada de cumplidos, hombre! -contestó el otro con voz
sorda-. ¡Pasa delante y enseña a los invitados el camino!
Adrián tampoco tuvo tiempo para andarse con cumplidos.
La portezuela de la verja estaba abierta, se dirigió hacia la escalera, y el
otro le siguió. Le pareció que por las habitaciones andaba gente.
«¡¿Qué diablos pasa?!», pensó.
Se dio prisa en entrar… y entonces se le doblaron las
rodillas. La sala estaba llena de difuntos. La luna a través de la ventana
iluminaba sus rostros amarillentos y azulados, las bocas hundidas, los ojos
turbios y entreabiertos y las afiladas narices… Horrorizado, Adrián reconoció
en ellos a las personas enterradas gracias a sus servicios, y en el huésped que
había llegado con él, al brigadier enterrado durante aquel aguacero.
Todos, damas y caballeros, rodearon al fabricante de
ataúdes entre reverencias y saludos; salvo uno de ellos, un pordiosero al que
había dado sepultura de balde hacía poco. El difunto, cohibido y avergonzado de
sus harapos, no se acercaba y se mantenía humildemente en un rincón. Todos los
demás iban vestidos decorosamente: las difuntas con sus cofias y lazos, los
funcionarios fallecidos, con levita, aunque con la barba sin afeitar, y los
mercaderes con caftanes de día de fiesta.
-Ya lo ves, Prójorov -dijo el brigadier en nombre de
toda la respetable compañía-, todos nos hemos levantado en respuesta a tu
invitación; sólo se han quedado en casa los que no podían hacerlo, los que se
han desmoronado ya del todo y aquellos a los que no les queda ni la piel, sólo
los huesos; pero incluso entre ellos uno no lo ha podido resistir, tantas ganas
tenía de venir a verte.
En este momento un pequeño esqueleto se abrió paso
entre la muchedumbre y se acercó a Adrián. Su cráneo sonreía dulcemente al
fabricante de ataúdes. Jirones de paño verde claro y rojo y de lienzo
apolillado colgaban sobre él aquí y allá como sobre una vara, y los huesos de
los pies repicaban en unas grandes botas como las manos en los morteros.
-No me has reconocido, Prójorov -dijo el esqueleto-.
¿Recuerdas al sargento retirado de la Guardia Piotr Petróvich Kurilkin, el
mismo al que en el año 1799 vendiste tu primer ataúd, y además de pino en lugar
del de roble?
Dichas estas palabras, el muerto le abrió sus brazos de
hueso, pero Adrián, reuniendo todas sus fuerzas, lanzó un grito y le dio un
empujón. Piotr Petróvich se tambaleó, cayó y todo él se derrumbó. Entre los
difuntos se levantó un rumor de indignación: todos salieron en defensa del
honor de su compañero y se lanzaron sobre Adrián entre insultos y amenazas. El
pobre dueño, ensordecido por los gritos y casi aplastado, perdió la presencia
de ánimo y, cayendo sobre los huesos del sargento retirado, se desmayó.
El sol hacía horas que iluminaba la cama en la que
estaba acostado el fabricante de ataúdes. Éste por fin abrió los ojos y vio
frente a él a la criada que atizaba el fuego del samovar. Adrián
recordó lleno de horror los sucesos del día anterior. Triújina, el brigadier y
el sargento Kurilkin aparecieron confusos en su mente. Adrián esperaba en
silencio que la criada le dirigiera la palabra y le refiriese las consecuencias
del episodio nocturno.
-Se te han pegado las sábanas, Adrián Prójorovich -dijo
Aksinia acercándole la bata-. Te ha venido a ver tu vecino el sastre, y el de
la garita ha pasado para avisarte que es el santo del comisario. Pero tú has
tenido a bien seguir durmiendo y no hemos querido despertarte.
-¿Y de la difunta Triújina no ha venido nadie?
-¿Difunta? ¿Es que se ha muerto?
-¡Serás estúpida! ¿O no fuiste tú quien ayer me ayudó a
preparar su entierro?
-¿Qué dices, hombre? ¿Te has vuelto loco, o es que aún
no se te ha pasado la resaca? ¿Ayer qué entierro hubo? Si te pasaste todo el
día de jarana en casa del alemán, volviste borracho, caíste redondo en la cama
y has dormido hasta la hora que es, que ya han tocado a misa.
-¡No me digas! -exclamó con alegría el fabricante de
ataúdes.
-Como lo oyes -contestó la sirvienta.
-Pues si es así, trae en seguida el té y ve a llamar a
mis hijas.
FIN
“Grobovschik” (“Гробовщик”),
Povesti pokoynogo Ivana Petrovicha Belkina,
(Повести покойного Ивана Петровича Белкина)
Los relatos de Belkin, 1831
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