EN TORNO AL RACISMO (I). El peligro amarillo
Tanto
los historiadores, económicos o no, como los sociólogos o los políticos somos
prisioneros en mayor o menor medida de una visión eurocéntrica que se ha
ido sedimentando a lo largo de los últimos siglos. Una de las referencias
obligadas es E. Said y «Orientalismo»:
Toda
época y toda sociedad recrea sus «otros». Lejos de ser algo estático, la
identidad de uno mismo o la del «otro» es un muy elaborado proceso histórico,
social, intelectual y político que tiene lugar en un certamen, en el cual
intervienen personas e instituciones de todas las sociedades. ([1978] 2009, p.
436).
Said demostró bien cómo la cultura europea había sido
capaz de manipular e incluso dirigir Oriente desde un punto de vista militar,
ideológico o científico. El Orientalismo -filtro bajo el cual se
interpretan realidades y emociones ocurridas en un «Oriente» único- es un
discurso en el sentido de Foucault, pero no es algo etéreo, es una
creación impuesta por una relación de poder y de complicada dominación.
Esperamos que esta pequeña serie sobre el racismo ayude a comprender
mejor otras realidades en tiempo de pandemia. Conversación
sobre la Historia.
Florentino
Rodao
Catedrático de la Universidad Complutense. Dept. International Relations and Global History. Es autor
entre otros libros de «La soledad del País vulnerable. Japón desde 1945»
(Crítica, 2019.
Muy a su
pesar, Japón se situaba geográficamente en el ámbito de lo oriental. Es decir,
de lo que no es occidental, puesto que la diversidad de culturas y países que
abarca el «Oriente» está delimitada solamente por la perspectiva eurocentrista.
Esta había sido una construcción ideológica con un enfoque muy claro y
conveniente que servía sobre todo para definir lo propio (occidental) frente a
lo diferente (oriental), pero en el caso de Japón se añadía una complicación
adicional, porque se asociaba geográficamente con una región y una construcción
ideológica donde se le veía como la excepción que confirmaba la regla. Mientras
que se le consideraba el contrapunto de unas imágenes, en otros momentos
formaba parte de ellas, tal como se comprueba con las dos visiones principales
del Oriente que afectaban a las relaciones con ese país, la del «peligro
amarillo» y la China. Ambas imágenes eran ambivalentes y podían expresar tanto
temor, desgobierno y superficialidad como su lectura alternativa, la del oriental amable, la del buen
japonés o la sofisticación de su cultura. Positivas y negativas, todas estas
interpretaciones estaban a disposición del perceptor occidental para hacer uso
de ellas según la conveniencia del momento, del contexto y de sus propios
intereses. Eran imágenes de los otros para uso exclusivo de uno mismo.
El
«peligro amarillo» históricamente se asociaba a Atila, al Gran Tamerlán o a las
invasiones mongolas. Su representación más famosa muestra a las naciones
europeas dibujadas como bellas mujeres que desde una alta montaña observan con
preocupación a un Buda levitando en la lejanía. Era producto del desasosiego
que provocaba la desproporción tan grande entre los pocos occidentales
dominadores y los muchos orientales dominados, y por eso se señalaba la región donde esa
desproporción era mayor, en las zonas más habitadas del planeta. Pero lo más
interesante de esta imagen es su versatilidad ante las intenciones políticas.
La evolución del «peligro amarillo» ha demostrado cómo puede ser utilizado en las
condiciones más diversas, contra enemigos del más variado pelaje y condición,
tanto políticos como comerciales, e incluso para defender a esos «amarillos» de
otros «amarillos». En cambio, en otros momentos ha sido desactivado hasta
parecer cómico, y en otros se ha empleado como señuelo erótico. El uso de esta
imagen en España es un ejemplo de la adaptación a las necesidades de cada
momento.
El peligro amarillo, grabado de 1895 a partir de una pintura
de Hermann Knackfuss (foto: Wikimedia Commons)
El dibujo
del Peligro amarillo indica la necesidad de Occidente de crear un
enemigo. El hecho de que fuera la mujer alemana la que señalara ese Buda
refleja una política imperial de Berlín que buscaba arrastrar a los demás
países en la concienciación de la amenaza, tal como constata que el dibujo
fuera hecho a instancias del káiser. Además, al representar la imagen de un
Buda se señalaba precisamente a uno de los sistemas de creencias menos
militantes del mundo. Por otro lado, denominar «amarillos» a una raza como la
mongoloide muestra la necesidad de encontrar una diferencia con la caucásica.
Este color fue asignado más con el objetivo de clasificar que de describir y,
ciertamente, en las narraciones sobre los japoneses de los siglos XVI y XVII no
se encuentra ninguna referencia a él. Además, Occidente no podía permitirse
perder el monopolio de un color de piel que implica pureza, virtud o decoro y a
los habitantes de Extremo Oriente se les atribuyó otro diferente, el amarillo,
que está asociado con lo viejo y con lo decadente e incluso con la enfermedad.
La asignación de este color, en definitiva, obedecía a la necesidad de
simplificar la división de los pueblos del mundo entre los civilizados y los
que estaban por civilizar y de que la raza dominadora tuviera en exclusiva una
característica que connotara su superioridad sobre las demás.
La
versatilidad de la imagen, por otro lado, permitía aplicarla a cualquier clase
de desafío, empezando por la raza mongoloide y siguiendo por cualquier pueblo
en presunta actitud amenazadora, ya fuera distinto en lo geográfico como en lo
cultural, «amarillo» o no. La amenaza podía abarcar, por tanto, no sólo a todo
aquel que tuviera los ojos rasgados, sino también a los indios e incluso a los
rusos, que no sólo eran blancos, rubios muchos de ellos, y no tenían los ojos
rasgados, sino que incluso compartían la misma cultura cristiana. Era definida
más por el receptor de ese «peligro amarillo» que por ese «amarillo» tan
«peligroso». Así, esta noción rondaba la mente de cualquier occidental cuando
oía hablar de un país lejano con una actitud amenazadora, fuera Japón, la Unión
Soviética o la India.
Tarjetas postales francesas de comienzos del s. XX sobre el
«peligro amarillo»(foto: visualizingcultures.mit.edu)
Además de
señalar las posibles amenazas militares o culturales a la civilización
occidental, el «peligro amarillo» también servía para intereses menos loables.
Sobre todo a raíz de la crisis de 1929 se utilizó cuando los nipones acabaron
conquistando un segmento de mercado importante en las colonias europeas. La
etiqueta made in Japan significaba algo muy diferente de lo que ha
implicado en la posguerra, lo barato y de mala calidad: una broma recurrente
era calificar a una persona de «japonesa» para indicar que su salud era muy
quebradiza. No obstante, permitió que muchos asiáticos pudieran comprar por
primera vez cepillos de dientes, lámparas, botones, telas e incluso bicicletas.
Así, aunque los productores metropolitanos habían desdeñado las mercancías con
escaso margen de beneficio, los productos japoneses se convirtieron en una
competencia indeseable para los gobiernos coloniales cuando comenzaron a
desbancar las exportaciones de las metrópolis. La amenaza tanto para los
industriales europeos como para las manufacturas locales provocó que los
distintos gobiernos coloniales en la India y en el sudeste asiático tendieran a
levantar barreras a la penetración comercial japonesa para, según decían,
detener el «peligro amarillo». La justificación era fácil, porque hubo
prácticas niponas no muy éticas, tales como el dumping o la manipulación del tipo de cambio
del yen, pero el principal objetivo de los que agitaron esa bandera era
mantener sus propios privilegios frente a los advenedizos. En un mercado que
siempre habían considerado propio, esas dos palabras eran más bien un reflejo
del poder blanco frente
a la alternativa amarilla, mientras que los otros amarillos (los colonizados) permanecían sin poder
decidir sobre su propio destino. El «peligro amarillo» también tuvo su
aplicación en conflictos de carácter más rutinario.
La lectura más útil del
«peligro amarillo» en Occidente, no obstante, no era para describir amenazas
contra los blancos, sino para justificar su propio colonialismo entre los orientales. Los
occidentales tendían a enumerar y describir a los gobiernos no controlados por
ellos mismos como especialmente déspotas y autoritarios, afirmando que la vida
de una persona tenía escaso valor ante el poder omnímodo de esos mandatarios
educados en la tiranía. La principal característica de los regímenes orientales pasó
a definirse con el llamado «despotismo asiático» y el ministro de España en
Tokio, Méndez de Vigo, por ejemplo, reflejó esa idea cuando aseveraba que la
sustitución del «hombre blanco» por el «hombre
amarillo» sería sin duda alguna «más inhumana, egoísta y
agresiva». Quizá quien con más éxito ha plasmado esa idea subyacente de
superioridad de la civilización occidental ha sido el ex comunista Karl A.
Wittfogel en su obra Oriental Despotism,
publicada por primera vez en 1957. Utilizando principios «macroanalíticos» ya
empleados, al parecer, por Aristóteles, Maquiavelo y Adam Smith, Wittfogel
escribió un erudito libro en que comparaba un buen número de sistemas
económicos, desde el bizantino al de los incas, para concluir que los regímenes
comunistas chino y soviético estaban caracterizados por una historia basada en
una burocracia aplastante, producto de la necesidad de mantener los sistemas de
irrigación. La única persona libre en estas sociedades que llamaba hidráulicas
sería el emperador o los dirigentes de los partidos comunistas respectivos,
pero sufrían de la «soledad total», tal como titula uno de los capítulos de su
trabajo. El «despotismo asiático», en definitiva, se podía aplicar a todos los
pueblos no occidentales, como el «peligro amarillo», y sirvió para interpretar
la ventaja productiva nipona como debida a la pobreza y la opresión a la que
estaban sometidos sus habitantes. Si la competencia comercial con los japoneses
fuera en igualdad de condiciones, los blancos ganarían.
El embajador Santiago Méndez de Vigo
(segundo por la izquierda) con el teniente general Alberto Castro Girona, la
esposa de éste, el diplomático José Rojas y Moreno y Hachiro Arita, ministro de
Exteriores de Japón, en audiencia celebrada el 7 de julio de 1940 en el palacio
imperial Meiji Kyuden (foto de la colección familiar de Inmaculada Hernández
Castro-Girona, autillodecampos.blogspot.com)
Las
implicaciones sobre la necesidad de que los blancos actuaran para solventar esos problemas
eran claras, porque les reafirmaba su magnanimidad hacia aquellos que no habían
tenido la suerte de nacer así. Los occidentales debían ayudar a esas razas inferiores a blanquearse o,
por utilizar un término de Méndez de Vigo, a «humanizarse», en una tarea
denominada de muy diversas formas, tales como «destino manifiesto» o «la carga
del hombre blanco». Los imperios coloniales, al sostener que lo mejor para esos
pueblos dominados por el despotismo era ser guiados por un pueblo civilizado
que les llevara por el camino del progreso, se convencían a sí mismos de lo
conveniente de su dominio y, de paso, a algunos de los dominados.
En tiempos
de calma, ese «peligro amarillo» se trocaba en paternalismo. La simpatía hacia
esos oprimidos orientales,
por tanto, era la otra cara de la moneda del gobernante déspota, porque
los orientales eran
buenos por naturaleza, infantiles en muchas ocasiones, y merecían afecto y
cariño para que pudieran aprender el camino del progreso. Esta visión se
superpuso con el erotismo porque tuvo su plasmación en el sector de población
más sugerente para los colonizadores, las mujeres. Así, la carrera colonial no
se vio impulsada sólo por la conveniencia de librar a los oprimidos del yugo despótico
sino por múltiples fantasías sexuales, tales como las Mil y una noches, el Kamasutra o
las mousmée,
una palabra tomada del japonés [musume, hija] que significa joven prostituta en francés. El
ejemplo más claro fueron las novelas coloniales, cuya estructura básica
consistía en la historia de un occidental que, durante su estancia temporal en
un país exótico, narraba cómo era este centrando la trama en su relación con
una nativa. La mujer acababa totalmente prendada de él, de tal forma que al
llegar la hora de la despedida invariablemente renunciaba a su vida anterior y
dependía de la voluntad del occidental. En unas ocasiones acababa marchándose
con él, en otras enloquecía y en otras se suicidaba, pero siempre abrazaba
la superioridad occidental, tal como ocurre en la ópera Madame Butterfly, donde las
costumbres retrasadas niponas
la llevaban a cometer seppuku. Las novelas coloniales también evocaban esa
superioridad con la que se autojustificaban los imperios coloniales.
Cartel de la serie de
películas «La amenaza amarilla» (1916)(foto: Wikimedia Commons)
España
agitó la bandera de ese ambivalente «peligro amarillo». Fue a finales del siglo
XIX, cuando la debilidad de la colonia en las islas Filipinas hacía temer un
ataque desde cualquier otro país. Para el «moribundo» imperio español, tal como
se expresaba entonces, esa etiqueta se acopló perfectamente a las escasas
posibilidades de victoria que concebía. Porque conocía bien su escaso margen de
actuación frente a las apetencias de cualquier otro país europeo en Filipinas
(o frente a Estados Unidos en Cuba), el cual no le permitía más que defender
sus posesiones en el campo diplomático, tal como había ocurrido con la
mediación del papa León XIII ante Alemania a propósito de la Micronesia de
1885. En cambio, frente a las ambiciones de China y Japón España pensó que era
posible defender las Filipinas por las armas. Su mejor argumento para espolear
los ánimos de lucha fue el «peligro amarillo». Así, los planes de la Marina
definieron a ambos países como los enemigos a batir y de ahí nació el interés
de Madrid por la Armada japonesa (la china era cada vez menos peligrosa). Las
páginas de la Revista General de Marina, la puesta en marcha de un plan naval para la defensa de
Rodríguez Arias en 1885 o el nerviosismo oficial de España al ser fronteriza
con Japón desde 1895, al norte de las islas Batanes de Filipinas, tras ceder
Pekín la isla de Taiwan tras la guerra chinojaponesa, son ejemplo de ello.
El
gobierno de Manila estaba angustiado ante la posibilidad de una alianza entre
invasores «amarillos» y filipinos rebeldes o, lo que se denominaba entonces, la
unión de las razas orientales. Los planes estratégicos contaban con la posibilidad de
una victoria inicial japonesa aprovechando la sorpresa y la dispersión de la
flota hispana en Filipinas, pero se temía sobre todo que los invasores pudieran
desembarcar en el archipiélago en esos primeros momentos y provocar una
revuelta que haría imposible su recuperación. Así, aunque Manila no tuvo
ocasión de dar muestras fehacientes de tal aprensión porque el gobierno japonés
mantuvo siempre una buena relación con Madrid (tanto durante la revolución
filipina como durante la guerra con Estados Unidos), prueba de este temor es
que se prohibió la emigración japonesa en los dominios españoles, tanto en las
Filipinas como en la Micronesia, a pesar de los seguros beneficios económicos
que sus ciudadanos habrían podido reportar a un plazo más largo. Como otras
naciones europeas, los españoles sintieron ese temor «amarillo», y tomaron
medidas bajo los efectos de un mapa cognitivo parecido.
Soldados tagalos del
Ejército Filipino de Liberación tras la capitulación española, con bandera del
Kaputinan y uniformes españoles (foto: 1898miniaturas.com)
Lo cierto
es que el miedo a lo «amarillo» fue más real para Madrid que para otros países.
A la fragilidad hispana se unía la creciente fortaleza de sus adversarios orientales filipinos y japoneses. Durante el sitio
de Manila en 1898, rodeados por norteamericanos y filipinos katipuneros, los
españoles negociaron secretamente su rendición con los primeros para que sólo
entraran ellos en Intramuros e impedir a los filipinos el festín de la
victoria. Temían que si Manila caía en sus manos hubiera una orgía de sangre y
de violación de mujeres. Esto sugiere que la diferencia más temida no era
racial, porque entre los rebeldes de Katipunan había cada vez más sangre
española, y tampoco cultural, ya que podían entender mejor el español que los
norteamericanos y muchos de ellos eran cristianos, apostólicos y romanos
(algunos también masones.) El temor era más bien político: los españoles
sitiados temían a los pobres.El «peligro amarillo» no sólo ponía de manifiesto
el desasosiego ante un cambio racial, también denotaba el miedo a que se
intranquilizaran los que ocupaban los escalones más bajos de la sociedad.
Después de
la derrota en Filipinas ese «peligro amarillo» desapareció de España. La
escasez de inmigrantes, los pocos productos japoneses que llegaron y su pobre
situación en el ámbito internacional hicieron que ese temor se percibiera sólo
de manera tangencial. José Antonio Primo de Rivera, por ejemplo, mencionó en
algún discurso la «barbarie asiática», pero ni fue en muchas ocasiones ni lo
veía como un peligro inmediato, y tampoco figuraba entre las principales
amenazas. Su visión fue principalmente descriptiva. Sin apenas contacto con esa
«barbarie», más que temor o simpatía, en la España del siglo XX predominaba la
indiferencia.
Portada de Puck
Magazine de 1898 (foto: Library of Congress)
La imagen
de China como nación, por otro lado, implicaba dos elementos negativos: el
desgobierno y el vendedor ambulante. La anarquía política y social en el
antiguo Imperio Celeste predominaba entre las noticias: se informaba de
violencia entre los señores de la guerra, de las luchas entre el Partido
Nacionalista o Guomindang y los comunistas, y de los ataques vandálicos que
incluían asesinatos de misioneros católicos. El cónsul de España en Shanghai,
por ejemplo, comentaba la «especial moralidad y psicología
del oriental» que permitía «que de la noche a la mañana se unan para hacer negocios los mortales
enemigos de la víspera», o que «todo se puede esperar de la moralidad del asiático», observaciones que demuestran que la superficialidad de
su imagen impedía comprender muchos matices que eran resueltos con
descalificaciones automáticas. La conclusión lógica de la percepción exótica
era asegurar que los chinos eran incapaces de gobernarse a sí mismos y que la
intervención exterior era beneficiosa. Las concesiones extraterritoriales en su
país, por tanto, no se veían como una afrenta a la soberanía china, sino antes
bien, como remansos de paz en un país convulso y como ejemplos evidentes de
modernización y progreso. Estos islotes de ocupación extranjera eran ventajosos
para los propios chinos, en definitiva, a pesar de que ellos se opusieran.
El segundo
elemento de la imagen de China en España era el vendedor de baratijas. Era más
popular, posiblemente procedente de la experiencia con los culíes en Cuba,
trabajadores asiáticos que trabajaban en un régimen cercano a la esclavitud, y
reflejo de las escasas oportunidades de los españoles de a pie de ver a
personas tan diferentes. También, menos elaborada, a tenor de una cancioncilla
de entonces que nos ha sido transmitida por un japonés:
Al chino le gusta el vino,
al chino le gusta el pan,
al chino le gusta todo
menos trabajar.
La competencia
asiática como amenaza para la economía occidental, caricatura norteamericana de
la década de 1870 (foto: www.oakton.edu)
Lo peor de
la imagen del chino, no obstante, es su vaguedad; abarca una diversidad enorme
de pueblos y culturas mongoloides. Esta asimilación muestra diversas
características de la relación de Occidente con Asia, como son la satisfacción
perceptual, la frivolidad, el interés por el reflejo de lo propio o la
despreocupación política.
La imagen
de lo impenetrable de la cultura china trasluce que el interés aparente por su
cultura se queda en relatos exóticos enfocados a satisfacer el deseo de conocer
algo anecdótico. Era suficiente escuchar un relato sugestivo con descripciones
de tipismo o verles dibujados en un grabado o enmarcados en una foto que
confirmaran las opiniones previas sobre su salvajismo o sobre lo extraños o
raros que eran. Sin embargo, no había interés por penetrar en esa cultura. Ya
que era tan complicado conocer su mundo, se rechazaba buscar explicaciones
complicadas o hacer indagaciones profundas para desentrañar las dudas, porque
una de las características de las visiones de estos pueblos es precisamente su
superficialidad. Por expresarlo de otra forma, no había interés porque dejaran
de ser orientales. El exoticismo salvaba las conciencias occidentales; con
saber unos pocos datos era suficiente.
La contraposición
entre las imágenes de la modernización de Japón y el atraso de China,
visualizada en una pintura de la era Meiji (foto: visualizingcultures.mit.edu)
Para los
japoneses, en segundo lugar, la frivolidad de la visión de los chinos que abarcaba
a todos aquellos de ojos rasgados era un engorro. Como es de imaginar, no les
gustaba ser confundidos con ese pueblo considerado ocioso, vago y poco fiable.
Por ello, a nivel individual se esforzaban por mostrar su prosperidad y
un status superior
tanto en lo económico como en lo relativo a la asimilación de «las formas
civilizadas». Pero la confusión también afectaba al plano nacional, porque
junto a su imagen positiva siempre se recordaba la negativa de China, lo que
fue uno de los motivos para su intervención en este país. Tokio no sólo buscó
equipararse con los occidentales en la política colonial, sino resaltar
asimismo su contraste con los otros al mostrar los esfuerzos por «poner orden»
y «civilizarlo». China era el reflejo de cómo podía estar Japón si no hubiera
emprendido el camino de la universalización en 1868 y sirvió para que se ufanase ante propios y
extraños de los logros conseguidos.
Japón representado
como «niño prodigio» por su occidentalización, en una caricatura de Punch del
año 1894 (foto: visualizingcultures.mit.edu)
Su
esfuerzo tuvo un relativo éxito porque, al margen de los hechos reales, Japón
se benefició de la tendencia de las imágenes a la simetría. Si había un chino malo, debía de haber otro chino bueno. Frente al chino malo, tramposo y
astuto, se consolidó la imagen del japonés amante de su país, occidentalizado y
que trataba de ayudar a Europa en su labor civilizadora. El orden japonés se
convirtió en el contraste de la anarquía china al acoplarse su política en
China con el estereotipo del «buen salvaje»: el japonés pasó a ser el «buen
extremooriental» o «el buen chino». Además, ante las posibles dudas sobre el
presunto daño de la colonización europea en China, ahí estaba el caso de Japón
como ejemplo de sus ventajas. Fue producto de una tendencia de las imágenes a
equilibrar la cognición.
Los
beneficios, sin embargo, fueron temporales porque el origen de esa percepción
no estaba controlada por los nipones, sino por las necesidades de Occidente. Si
se analiza la historia de la percepción norteamericana de los asiáticos, por
ejemplo, es posible observar que siempre ha existido una compensación entre la
imagen de China y la de Japón. Cuando ha habido problemas con unos, la
tendencia predominante ha sido a resarcirse con la imagen favorable de los
otros. Si en el siglo XIX dominó la admiración hacia Japón como un país abierto
frente al retraso y al estancamiento chinos, a partir de la guerra
chino-japonesa la imagen predominante pasó a ser la del salvaje militarista
japonés frente al chino cultivado e intelectual, la cual volvió a dar un giro
de 180 grados tras el ascenso de Mao Zedong al poder y la rehabilitación de
Tokio en la posguerra. Siempre se ha querido buscar un amigo junto al enemigo:
si había unos que les rechazaban, seguro que otros estaban abiertos al mensaje civilizador. Cabría pensar si
habría sido posible distinguir a un chino bueno de la China de otro chino malo también de la China, pero en las
imágenes del Asia Oriental no ha predominado la sofisticación. Al contrario,
todos los de ojos rasgados eran chinos. La visión era como las dos caras de una misma moneda.
Para Occidente.
Caricatura de Punch sobre la guerra
chino-japonesa de 1895 (foto: visualizingcultures.mit.edu)
La
asociación de los habitantes del sureste asiático a lo chino, en tercer lugar,
recalca la superficialidad de esa imagen, pero denota también otras ambiciones.
Es necesario matizar la calificación de los asiáticos surorientales como
chinos, en parte porque entonces no existía el concepto de Asia Suroriental,
desarrollado a partir de la Segunda Guerra Mundial, pero también porque la
región se veía más como una amalgama de influencias, solapada además con el
otro gran foco de la imagen oriental, lo árabe. Por último, porque los pueblos de estas zonas
eran percibidos principalmente a través de los países colonizadores. Así, los
franceses se preocupaban de conocer y diferenciar a sus súbditos indochinos,
quienes eran percibidos por las semejanzas con sus colonizadores, los holandeses
hacían lo propio con los de las llamadas entonces Indias Orientales, y así
sucesivamente. Todos eran chinos excepto los dominados por uno mismo, en gran medida
porque la metrópoli, al buscar su reflejo en su colonia, se interesaba más por
sus habitantes como parte de ella.
Fernando de Antón del
Olmet, marqués de Dosfuentes (foto: Wikimedia Commons)
Para
comprender la desatención política hacia los chinos conviene recordar que un
embajador de España, el marqués de Dosfuentes, en despacho oficial a sus
superiores, los describió «como 450 millones de macacos
cortados por el mismo patrón, o mejor dicho, el mismo muñeco de celuloide
repetido 450 millones de veces, como muñeco de celuloide de una fábrica
monstruosa». Fue un caso excepcional, como es de imaginar.
Se cuentan historias de Dosfuentes durante la guerra civil que indican una
excentricidad cercana a la locura, y si se le destinó a China fue precisamente
para evitar las repercusiones políticas que sus inmoderadas declaraciones
habían tenido en otros países, como Venezuela. Lo extraño, no obstante, es que
no fuera expulsado ni recibiera amonestación por ello ni por ninguna otra de
sus manifestaciones. Porque el enfado de un gobierno asiático o de su opinión
pública por unos comentarios destemplados ha tenido menor importancia que el de
otros lugares del planeta. El traslado de Dosfuentes a China evidencia que
Extremo Oriente fue hasta hace pocas décadas un destino de compromiso adonde
iban llegando los casos más difíciles de la diplomacia hispana. Los problemas
diplomáticos en Asia eran menos problema.
En la
actualidad, en definitiva, perdura esa imagen polivalente del chino, como la
del «peligro amarillo», y conviene recordarlo porque este desinterés por acabar
con la vaguedad inherente de su significado connota la pervivencia de una
actitud de superioridad que ya debería ser simplemente un recuerdo del pasado.
Peligrosos y despóticos, pero también simples y sensuales; pobres, herméticos y
traicioneros, pero también abiertos a la influencia occidental; más
desarrollados que los africanos y menos que los occidentales. Los orientales eran buenos y eran
malos y sólo estaban esperando a que Occidente les llevara por el buen camino.
De nuevo era una visión ambivalente en la que la importancia de los aspectos
positivos y los negativos podía cambiar según el momento y hacer que la balanza
se decantara dependiendo de los intereses y las ambiciones del momento. Al
igual que las imágenes de Japón.
Fuente: Versión abreviada de Franco y
el imperio Japonés. Imágenes y Propaganda en tiempos de guerra, 2002,
pp.52.56.
Portada: L’Asie contre l’Europe, ilustración sobre la guerra
ruso-japonesa de 1904-1905 en L’Arc-en-ciel, nº 6 (foto: visualizingcultures.mit.edu)
https://conversacionsobrehistoria.info/2020/04/18/en-torno-al-racismo-i-el-peligro-amarillo/
EN TORNO AL RACISMO (II).
El regreso de Fu Manchú: chinos y racismo en
la España del Covid -19
Jesús Izquierdo Martín
Universidad
Autónoma de Madrid. Codirector del programa de radio Contratiempo.
Historia y Memoria (Radio
Círculo de Bellas Artes)
Hay
secuelas de esta desoladora pandemia que parecen pasar desapercibidas, como si
no existieran en nuestro imaginario colectivo, como si no formaran parte de
nuestra cultura política. Sin embargo, están ahí, dando sentido a una gran
parte de las vidas que llenan este país tan familiar como extraño. Algunas merecen
nuestro respeto porque retroalimentan vínculos de solidaridad, reciprocidades
que parecen imposibles en las modernas sociedades liberales. Otras, sin
embargo, resultan, cuando menos, condenables. Y uno de estos corolarios ha sido
la reactivación del racismo; un racismo que se despliega sobre grupos humanos
con los que creamos distancias porque la crisis nos ha unido, pero,
paradójicamente, con el pegamento que emplea como materia prima la exclusión
del otro, el distinto, el diferente: “moros”, “gitanos”, “sudacas”, “negros” y,
en este inmediato presente, “chinos”.
De los
primeros nunca hemos sabido modificar una actitud que está profundamente
arraigada desde que acuñamos la idea de “reconquista”, una idea que solo
pretendía legitimar la vinculación entre la vieja dinastía visigoda y la nueva
monarquía conquistadora. El franquismo fue incluso más allá al aplicar el
estigma del “otro moro” incluso a los muertos rifeños que le dieron los
primeros éxitos tras el fracaso del golpe de Estado de 1936. Véase el documental
del director marroquí Driss Deiback, Los perdedores (2006). Sus imágenes remiten, entre otras cosas, a la
incapacidad de la dictadura para enterrar a aquellos muertos rifeños
conservando sus pautas culturales. Quedaron así, como pruebas mortuorias de
vidas despreciadas, esos cementerios desparramados por la península, restos mal
inhumados de otros vencidos en la guerra que, se supone, habían triunfado junto
a sus colonizadores nacional-católicos.
Cementerio militar
musulmán en Griñón (Madrid)(foto: M.R./El Independiente)
De los
gitanos, mejor ni hablar. Pueden seguir levantando asociaciones que combatan
las contraposiciones estereotípicas que de ellos hemos edificado. Ahora bien,
la sombra del árbol de la intolerancia no las deja crecer. Un gitano ha sido,
es y será un segundón, pese al flamenco y Camarón. Apelar al nicaragüense
Eleazar Blandón, el temporero devastado este verano por un golpe de calor en
los campos murcianos y abandonado por sus patronos hasta la muerte en un centro
de salud, no es más que volver a dar cuenta de nuestra tenacidad por construir
un otro pseudo-humano más cercano al mundo de las cosas inmundas que al
universo de los ciudadanos respetados. Pero, descuiden, no nos veremos
afectados. Moneda de bajo valor en el mercado de la España grande y libre. Y de
los hombres y mujeres de “color”, lo más suave es señalar que continúan siendo
una de esas pieles en las que reflejamos nuestra distinción, como alteridad
negativa que deslinda la frontera entre el nosotros y la geografía imaginada
más allá del Estrecho de Gibraltar -o del Sahara, si se me apura-; un espacio
conjeturado como hábitat natural de arcanas tribus que solo sangran pobreza y
muerte, donde son inimaginables estructuras políticas complejas como los
antiguos imperios de Mali, Kanem, Gran Zimbabue o el Imperio de Ghana. O los
reinos de Aksum y del Congo. A nosotros solo nos corresponde pensar que los
incontestables restos arqueológicos de aquellos entramados políticos tienen que
ser europeos, porque Europa siempre fue, es y será referente del progreso.
Morimos como ellos, pero sus muertes no tienen comparación con nuestra vida, la
vida del verdadero español, la de los Abascales, los Casados y la de esta clase
media que hace de carne de cañón de los distraídos ricos, quienes seguramente
ni se asomaron a los balcones ni aporrearon cacerolas. Estaban más bien
dedicados a curiosear el mundo desde ningún lugar, sin temer que algún
“despreciable” ocupara su espacio de privilegio. Los “otros” sencillamente no
han contado, cuentan o contarán. Nunca lo han hecho, no lo hacen ni lo harán.
Agosto de 2020:
manifestación de temporeros pidiendo su realojamiento tras el incendio del
asentamiento de chabolas en el que vivían en Lepe (Huelva)(foto: Paco
Fuentes/El País)
Pero en esta crisis sanitaria
el rostro de la negatividad ha sido ocupado por esa construcción subjetiva a la
que nos remitimos con desdén como “el chino”. La investigadora en la
Universidad Autónoma de Madrid, Núria Canalda Moreno, ha
estudiado bien este fenómeno, esta evidencia que ha demostrado la necesidad
española –y occidental, que se lo digan a Donald Trump- de hallar un culpable
para una pandemia en la que desde el principio perdimos el control. Nos da
igual que detrás de ese “rostro de ojos rasgados” se esconda un singapurense,
un tailandés o un coreano; tampoco nos importa que su origen sea transnacional,
que proceda de territorios de Asia pero que por nacimiento y crianza sean
españoles, de segunda, tercera o cuarta generación. Ellos mismos han acuñado un
concepto, “chiñol”, para identificar su identidad en España. Pero aquí, entre
nosotros, son simplemente chinos, el rostro de la enfermedad. No escuchamos su
acento andaluz, extremeño o gallego, una entonación procedente de vidas
compartidas como conciudadanos; no apreciamos que puedan ser señeros en la
cultura y la economía de este país. Son solo eso: chinos. No asumimos que hayan
gestado un movimiento de contestación al racismo inculpatorio, enarbolando la
campaña #NoSoyUnVirus, o que fueran los primeros en cerrar sus tiendas en una
lógica de responsabilidad que fue de inmediato calificada como una asunción de
culpabilidad. O que en nuestras universidades reclamaran a las autoridades una
y otra vez el uso de mascarillas, mientras profesores y estudiantes los
mirábamos con una mezcla de sorna e incredibilidad. Repito: simplemente son
chinos y, ya lo sabemos, el virus no solo tiene rasgos raciales, también tiene
nacionalidad.
Ilustración de Lisa
Wool-Rim Sjöblom para la campaña No soy un virus
Esta doble identificación del
virus –racial y nacional- se ha incrustado bien en la identidad de los
españoles. No estamos, en esto, al margen de otros lugares donde este proceso
ha calado con intensidad. No se trata de citar países. Pero nosotros hemos
sublimado esa identidad negativa en un momento de pandemia en el que necesitábamos
rehacer nuestra condición colectiva. Aquí el estereotipo ha funcionado con
mayor intensidad quizá porque carecemos de tradición en la convivencia con lo
asiático. Y además ya no teníamos suficiente con los arquetipos catalán y vasco
para levantar nuestra españolidad. Para poner rostro al virus no alcanzaba ni
un Valentí Almirall ni un Sabino Arana, aunque seguro que alguno de los
abanderados y “cacerolones” esté sintiendo la tentación de hacerlo durante el
rebrotar del virus. Era más fácil no bajarse del carro de la ignorancia e
identificar el rostro del virus en ese ya sospechoso “asiático” que no se deja
ver, a escondidas en su “tienda de chinos”, entre baratijas y pantallas de
vídeo cuarteadas en programas de televisión y cámaras de vigilancia. Ponerle
rostro nacional a un virus no es difícil cuando se conoce el lugar de
procedencia. Tampoco es complicarlo racializarlo: solo requiere reducir a una
única etnia las 56 existentes en China y luego extender ese único grupo humano
a todo aquel sujeto que proceda del Extremo Oriente. El acto de estereotipación
es sencillo y logramos poner cara a un ser no vivo. Ni más ni menos.
Más
complejo resulta buscar en una comunidad nacional –la china- intenciones para
contaminar a los demás, al menos para quien esto firma. Pero una vez dibujado
el rostro, adjudicamos propósitos y, por lo tanto, responsabilidad. Y así nos
exculpamos al tiempo que nos incluimos en un colectivo sufriente y victimizado.
No somos responsables de la ineficiencia de la gestión de la crisis del Covid-19.
Solo hay uno y tiene un rostro bien perfilado. Simplemente es la faz de un
chino. Lo chino abarca así toda la barbarie o, planteado en otros términos,
todo lo azaroso que los modernos europeos creímos haber controlado dentro de
nuestras fronteras. Porque el concepto de barbarie siempre ha ido de la mano de
las ideas de albur y de horda. Chinos, chinos y más chinos.
Pese a lo
que diga la teoría liberal, las identidades no se constituyen voluntariamente;
más bien son resultado de procesos supra-intencionales o sub-intencionales de
reconocimiento grupal. Es más; necesitamos identidad para operar
intencionalmente y siempre vienen asentidas por los demás. La identidad grupal
requiere además de una alteridad, la constitución del otro en el que reflejar
lo que creemos no ser; y lo peor es que generalmente también necesita de la
construcción de una subalternidad: un otro distinto pero situado debajo de
nuestra humanidad. El sociólogo Alessandro Pizzorno o la filósofa Gayatri
Spivak, entre otros, han venido reflexionando sobre
este asunto desde hace décadas. Son resultados socio-históricos. Pero, como
otras edificaciones del tiempo, las naturalizamos, instituyéndolas como
verdades trascendentes. Este es el origen de la asignación de un rostro chino
para un virus sin vida, sin nación, sin raza que, sin embargo, da sentido a las
vidas de estos españoles temerosos que buscan en los confines del mundo la cara
de la enfermedad. Parece, como me recordaba mi amigo y escritor Alfons
Cervera, el retorno de aquel personaje maligno que
aparecía en los tebeos de Roberto
Alcázar y Pedrín (1941-1976); ese Fu Manchú asiático y
conspirador que tanto exotismo y orientalismo desplegó en la España franquista.
Aquel número 1083, editado en 1973, El
regreso de Fu Manchú, parece así renacido, como un espectro que
pone viejo rostro a una nueva maldad: el asiático Covid-19. Y nos exculpa.
Portada: «The Mongolian Octopus» en la revista
australiana The Bulletin, 31 de enero de 1880 (foto: https://www.nma.gov.au/)
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