EL LADO OSCURO DE
LA PLATA
Siglo XVIII
Los pueblos mineros, que
surgían esporádicamente en las escarpadas montañas, eran el escenario de una
forma de vida particular, la cual reunía distintas manifestaciones culturales
que articulaban la interacción social. En ese sentido cabe preguntarse: ¿cuáles
eran las formas de diversión en los centros mineros?, ¿en qué medida
participaban los distintos sectores sociales en las fiestas públicas y
religiosas?, ¿cuál fue el papel del Estado y la Iglesia en la promoción y freno
de las diversiones?, ¿qué importancia tenían los juegos de azar en la vida de
las comunidades mineras?, ¿cómo se fue construyendo la identidad minera a
partir de ciertos rasgos que la distinguían de otras organizaciones sociales?,
¿de qué manera los entretenimientos propiciaron las relaciones íntimas entre
hombres y mujeres?. Es evidente que no tendremos respuestas contundentes para
resolver estos enigmas; sin embargo, intentaremos dar algunas pistas que
arrojen luz sobre estos problemas.
La ciudad de los sueños
Parece ser que todos los vicios y
desgracias tenían su origen en el descubrimiento de los yacimientos mineros.
Las crónicas y documentos históricos describen con detalle el deseo perverso de
unos hombres que viajaban, de un lado a otro, a lo largo del territorio, en busca
de fabulosas e indescriptibles ciudades, pues creían en la existencia de
pueblos edificados con ricos minerales y piedras preciosas; los hombres
hablaban de lugares maravillosos como montañas plateadas, lagos de mercurio,
peces dorados que viajaban en arroyos cristalinos y pueblos colosales con
puertas de esmeraldas.
A finales del siglo XVIII. Las leyendas
medievales sobre las ciudades de Cíbola y Quivira (1) habían enraizado en el
imaginario colectivo y, de manera diversa, se difundían por medio de las
“hablillas”; todos los pobladores, aún los de parajes más remotos, se enteraban
de la “voz de la bonanza”, la cual tenía la fuerza suficiente para mover
montañas.
Podemos suponer que buena parte de los
reales mineros tuvo su fuente de inspiración en el imaginario social. Los buscones – buscadores de minerales-
contaban historias que revelaban –para todos los creyentes – sitios fantásticos
colmados de inmensos tesoros. Las narraciones tenían un carácter y significado
distinto en cada uno de los estratos sociales pero siempre eran relatos que
encendían la imaginación y trazaban puentes con la invención de los deseos;
narraciones que cambiaban con el tiempo y con la manera de ser y pensar de los
novohispanos. Dichas historias brindaban la oportunidad de visitar o imaginar
las ciudades mineras, que en su gran mayoría habían sido descubiertas por la
casualidad, la fortuna, la ficción, el mito o la necesidad de viajar por el
tiempo (2).
Durante años y años, las “voces vulgares”
repitieron sin cesar un puñado de cuentos sobre los enigmas de las montañas y
los misterios que rodeaban a las minas. En algunas regiones, el mito
fundacional de las vetas estuvo relacionado con hechos verídicos, pero
imposibles de comprobar. Con frecuencia, en los relatos aparecían hermosos
paisajes habitados por mujeres de una enorme belleza, quienes invitaban al
viajero a su morada para colmarlo de riquezas y placeres. En otras ocasiones,
los protagonistas transitaban por caminos secretos; casi siempre, por la noche,
las montañas ardían y mostraban –sólo a los elegidos – sus crestas plateadas y
confesaban el secreto de sus entrañas, en algunas de las cuales guardaban
celosamente elefantes de plata (3). En algunas ocasiones, el velo que cubría a
las ciudades encantadas era recorrido por algún personaje terrenal como el
“indio aparecido”, quien poseía gallos de plata y súbitamente desaparecía en
las sombras de la noche, cuando los mortales intentaban indagar su procedencia
(4)
Dichas historias
incorporaban en sus argumentos la idea cristiana de la buena fortuna para la
gente humilde, devota y de “buen corazón”. En algunas leyendas, el protagonista
solía ser un arriero infatigable, campesino agradecido o buscón aventurero; los
protagonistas tenían como elemento común la pobreza. Por ello, un ser mágico
premiaba la humildad con los dones de la riqueza. Por ejemplo, las minas de
Tlalpujahua fueron descubiertas por unos pastores pobres de la hacienda de
Tepetongo, los cuales “habiendo prendido fuego una noche en el cerro nombrado
del Gallo, para protegerse del frío, a la mañana siguiente, despertaron hallaron plata derretida”. (5)
Podemos decir que, a lo largo de la época
colonial, las leyendas fueron un poderoso motor que estimuló la exploración e
inversión en territorios agrestes y, de manera paralela, despertaron en una
muchedumbre el deseo de deambular entre cerros y piedras en busca de minerales
ocultos. La credibilidad de los relatos se propagó ampliamente sin encontrar
límites de creencias ni geográficos. A este respecto, en 1800 el Justicia de
Autlán, Anastasio González, escribió que las “voces” (rumores) de minas ricas,
tapadas y ocultas, eran muy frecuentes entre los indios y habían acarreado
muchos engaños. En esa región era muy conocida la historia sobre la mina del
cerro de Cocama, la cual “ha sonado, según dicen, hasta algunos lugares de
España, pues muchos hombres han venido de distantes lugares en busca de ella”.
(6).
Como una trampa a la
imaginación y al deseo de fortuna, la explotación de las minas implicaba
aventurarse por tierras extrañas, zonas de un mundo ajeno y subterráneo,
lugares misteriosos, ocultos y secretos que no pertenecían a los hombres, sino
al rey de las profundidades. No obstante, los mitos sobre las minas constituían
parte de las distintas concepciones culturales de una comunidad de “iniciados”,
dispersos por el territorio y empeñados en una búsqueda de más de tres siglos.
También dichas crónicas eran la guía y orientación, relato e historia,
reconocimiento y conquista, descubrimiento y colonización de nuevas tierras.
A finales del siglo XVIII, según los
oficiales reales, los pueblos mineros estaban habitados por indios, españoles,
mestizos, mulatos, mulatos negros y castas; dichas categorías eran utilizadas
con el fin de reducir la complejidad social. Claramente sabemos que cada uno de
estos estamentos encerraba una amplia gama de grupos étnicos diferentes, los
cuales acrecentaban su diferenciación por la situación geográfica, formas de
vida, relaciones de vecindad, lengua, recuerdos transmitidos por la tradición,
costumbres y otros elementos. Los pueblos mineros eran una especie de unidad
multicultural constituida por un conjunto de hechos materiales, discursos y
códigos morales que le daban un sentido peculiar al desarrollo social. En otras
palabras, dicha amalgama social adquirió modos culturales específicos según
cada una de las regiones y según las influencias y tradiciones aportadas por cada
uno de los componentes raciales en la interacción social y circularidad
cultural.
A pesar de todas las diferencias, podemos
intuir la existencia de un proceso de construcción de una afinidad social,
caracterizado por una tendencia acelerada de hábitos culturales comunes de tipo
mestizo. (7). Dicha tendencia impuso sus valores culturales sobre el lento
intercambio sexual entre los distintos grupos raciales. Es decir, las formas
mestizas culturales adquirieron una dinámica en las congregaciones mineras,
debido a los vínculos y convivencias raciales; de este modo, el espacio social
encontró una forma de evolución mediante el trabajo concreto de la explotación
y beneficio de los minerales y a través de ciertas prácticas donde la población
encontró algunos nexos para construir su identidad. Por su parte, el mestizaje
biológico rompió, en forma paulatina, las barreras de las rígidas estructuras
sociales y del comportamiento (relativamente) endogámico de la mayoría de los
grupos étnicos. (8)
La forma general, la
construcción de los pueblos mineros fue acelerada: de la noche a la mañana, los
reales aumentaban su vecindario. En muchos casos, el caserío solía tener una
vida efímera y un destino triste pues las parvadas de trabajadores cambiaba de
clima con las estaciones del año; de montaña en montaña, buscaban ricos
minerales para mejorar sus condiciones de vida.(9) “Debido a ello, muchos de
los reales no pasaron de ser simples “escarbaderos” y algunos gozaron de
espectaculares bonanzas momentáneas, arruinándose por el súbito agotamiento de
las vetas. De los pueblos abandonados sólo quedaron agujeros en la tierra,
sombras de los olvidados ancestros y un puñado de leyendas.
La historia sublime de los metales
brillantes y de la formación de inmensas fortunas, estaba ceñida con una
realidad áspera y llena de conductas consideradas como perversas. Por lo
general, los pueblos mineros perdían su lustre y notoriedad debido a la
composición y prácticas sociales. En este sentido, el paisaje descrito por
Francisco Mourelle, que visitó las famosas minas de Guanajuato en 1790, atraído
por la curiosidad de la enorme producción de plata, nos permite tener una
imagen de algunas de las conductas más reprobables del centro minero. Mourelle
escribió que los minerales eran extraídos con “avaricia, ambición y codicia”:
los hombres, empresarios y trabajadores, eran movidos por el afán, la pasión,
la miseria y el apetito de poseer riquezas. Para conseguir su objetivo,
llegaban a desafiar las leyes divinas, su propia naturaleza y a efectuar
ciertos hechos “impronunciables”. En cierta medida, el trabajo del minero
degradaba a los sujetos racionales, era realizado principalmente por hombres
incultos, toscos y groseros, “esqueletos vivientes que llevaban una vida
triste”. A pesar de la brillantez de la plata, Mourelle añadió una frase
lapidaria: en Guanajuato vive la “escoria de la humanidad”. (10)
Los viajeros no fueron los
únicos que criticaron en su discurso los horrores y desdichas provocadas por el
trabajo en las minas. Las comunidades indígenas que estuvieron condenadas al
repartimiento, dejaron valiosos testimonios respecto a la terrible situación
que padecieron. Por ejemplo, en 1757, el gobernador de Tulancingo apeló a las
autoridades virreinales con el fin de que los indios de esa comunidad no
prestaran sus servicios en la hacienda de beneficio del Salto, en Real del
Monte., entre otras razones, expuso que los hombres eran maltratados y los
obligaban a ir a lugares de “temperamento frío”, de tal modo que los indios
veían quebrantada su salud y al poco tiempo regresaban a sus pueblos a morir.
Además, al ausentarse, los indios
desamparaban a sus mujeres e hijos, abandonaban sus sementeras, dejaban de
contribuir con el tributo y no cumplían con los ritos y ceremonias religiosas.
El trabajo de la hacienda era muy “recio” y no para gente “bisoña”, pues al
realizarlo de manera imperfecta, los mayordomos y mandones azotaban y
encarcelaban a los indígenas. Asimismo, solían sufrir frecuentes enfermedades y
accidentes fatales. Y sin duda, todos aquellos que iban a trabajar en la
hacienda del Salto se “pervertían”. (11)
Las autoridades escribieron que los
mineros eran soberbios, se tenían en alta estima y despreciaban a los de su
entorno. Inclinado a sembrar chismes,
enredos y engaños, mostraban falta de rectitud y un apetito insaciable por perturbar
el orden; sus acciones eran de una maldad extrema y corrompían las costumbres.
Por la agresividad y violencia desarrollada, fueron catalogados como altaneros,
desobedientes, atrevidos, insolentes, descarriados y con suma falta de respeto
a las órdenes de los superiores. (12)
Podríamos aventurar la
hipótesis de que las autoridades utilizaron todos estos adjetivos, creencias y
juicios con la finalidad de construir una imagen maligna y contraponerla a
otras formaciones sociales. Pero más allá de la estricta normativa y estrechos
principios morales, las ideas mostraban parte de una realidad incomprensible
para muchos. Por diversas prácticas sabemos que las sociedades mineras dieron
muestra de una forma de vida distinta, construida con base en ciertos valores
culturales diferentes de los practicados en otros pueblos y ciudades; y
opuestos a las idealizadas y obedientes comunidades indígenas. Muchos de los
estilos de la vida minera, en cierto sentido, resultaban indescifrables y
peligrosos, por estar constituidos por una muchedumbre casi ingobernable.
También es probable que, con base en estos
testimonios y prácticas inteligibles, muchos escritores de época contribuyeran
con un discurso peyorativo y denigratorio contra los centros mineros. En
distintos textos encontramos que dichos lugares eran considerados como centro
de vicio, parajes donde habitaba el diablo, teatros de crueles crímenes,
escenarios de escandalosas conductas extraviadas en el juego, el robo, la
embriaguez, las riñas, sitios donde se corrompía y pervertía a los naturales
con prácticas sexuales relajadas y viviendo en un desorden generalizado,
producto de una multitud de vagos y hombres perdidos que dañaban las costumbre
de las poblaciones. Cabe señalar que dichos discursos no estaban del todo
errados ya que, años después, los mismos hombres, con desamparo espiritual y
material, se convirtieron en los principales grupos contestatarios y formaron
parte activa de las tropas insurgentes.
La ciudad del vicio
Como apuntamos, los reales
eran considerados –por funcionarios y eclesiásticos – centros de vicio, lugares
donde se perdían las buenas conciencias y se impugnaban las costumbres
ancestrales. Este tipo de juicios se hacía, principalmente, por los excesos en
las diversiones públicas, los juegos de azar, el alto consumo de bebidas
embriagantes y las conductas sexuales relajadas. En este aspecto, José
Perfecto, cura del real de Nuestra Señora del Rosario, en Sonora, escribió que
en el centro minero había tal desorden en toda la sociedad que una buena parte
vivía en la infelicidad “y muchos dicen que estamos en Francia, por el
libertinaje de las costumbres, y por tan malos ejemplos de las cabezas” (13)
Quizá podamos encontrar una
posible explicación a esta forma de vida llamada “libertina”, por tres
factores: en primer lugar, el gran desarraigo de los pueblos mineros. La
constante movilidad, les permitía tener frecuentes contactos de intercambios de
valores culturales, lo que posibilitaba una mayor experimentación con los
estilos de vida de una muchedumbre. En segundo lugar, los pueblos mineros
gozaron de una alta capacidad económica y este hecho los distinguió de la
mayoría de los centros urbanos de la Nueva España: los cuantiosos caudales que
circulaban en los reales brindaban la oportunidad de establecer negocios
redituables de divertimiento, que fungían como un complemento indispensable de
la producción minera. De hecho, los habitantes poseían un alto poder de
consumo, que aprovechaban para deleitarse con los cuantiosos abastos de
mercancías y participar de las placenteras transgresiones. Por último, como ya
se ha mencionado, la mezcla racial permitía la formación de comunidades
domésticas diversas, las cuales deambulaban con valores sociales entre los
cerros y la interacción social provocaba a largo plazo, la transformación de las
costumbres.
A lo largo de la época
colonial, por medio de la legislación y doctrina cristiana, las autoridades
políticas y eclesiásticas intentaron crear una especie de “dique moral” para
frenar los desmanes en los pueblos mineros. Para conseguir tal objetivo, ambas instancias
conjuntaron sus intereses y unieron sus recursos –hasta cierto punto- para combatir a todas aquellas formas de vida
y prácticas sociales que consideraban reprobables, ilegales, pecaminosas y
delictivas.
Este terreno es bien sabido
que los Borbones mostraron especial interés por regular la vida de la sociedad
novohispana; sus autoridades impulsaron un proyecto de control social que
abarcó los ámbitos de administración económica, preservación del orden y
salvaguarda de los valores espirituales. De esta manera, la hacienda pública,
apoyándose en distintas oficinas, reguló el comercio y la circulación de los
naipes, gallos, aguardiente de caña, tabaco, pulque, lotería y otras rentas,
para lo cual se renovaron y crearon distintos estancos. Las transgresiones
fueron atendidas por los cuerpos de policía y tribunales especiales. Y el
“pasto espiritual” fue materia de la Iglesia y sus miembros. (14)
Las autoridades civiles y
religiosas, por medio de la práctica administrativa, confeccionaron un vasto
cuerpo normativo, el cual delimitó la frontera entre la permisividad y lo
prohibido, frontera por demás tenue como un velo. Cabe agregar que, entre
telones, la Corona, con ayuda de la iglesia, se convirtió en el mayor
beneficiario de los llamados vicios; dichos recursos económicos tuvieron como
fuentes la producción, circulación, consumo y multas impuestos a los
transgresores. Sin embargo, el monopolio estatal del vicio dejó hendiduras que
algunos grupos aprovecharon en beneficio propio construyeron caminos clandestinos
y abrieron ciertos espacios para burlar la vigilancia y mantenerse fuera del
ámbito legal (15)
Durante las últimas décadas
del siglo XVIII, existió un elevado número de diversiones permitidas, las
cuales se diferenciaban por naturaleza, costo económico, intención y espacios
sociales que ocupaban. Sin pretender una relación exhaustiva, mencionaremos por
ejemplo el juego de la sortija, el de los tejos, las alcancías y el cándido
entretenimiento de la “maroma”, el cual era una especie de volantín que instalaban
temporalmente en las plazas de los pueblos. Asimismo, los habitantes gozaban,
con cierta frecuencia, de las representaciones teatrales, efectuadas en el
atrio de la iglesia, en la plaza y hasta en el panteón, siendo las obras
puestas en escena por actores profesionales o espontáneos. Algunas comedias
eran pieza clave en el proceso de evangelización y otras escenificaban temas
profanos. (16)
Pero sin duda, la reina fue
la fiesta brava, que adquirió un arraigo profundo. Las corridas de toros fueron
un mecanismo significativo de interacción social, cuya tradición se remontaba
hasta los primeros años de la conquista, y llegaron a gozar de gran aceptación.
Se realizaban para celebrar el nacimiento y cumpleaños de los monarcas, el
aniversario del santo patrono, la llegada de los virreyes y otros festejos
similares. Los toros se alternaban con un buen número de espectáculos de
distinta naturaleza como desfiles, mascaradas, maromeros, fuegos artificiales,
comedias, loas, danzantes, músicos, carreras de liebres, cómicos, peleas de
gallos y pirámides, entre otros.
En la medida de lo posible,
todos los sectores participaban de la fiesta taurina; algunos realizaban
cuantiosos aportes o simplemente pagaban su boleto de entrada para acomodarse
en algún rincón del coso. Hombres y mujeres se disputaban los asientos, desde
los humildes petates, pasando por los bancos y sillas, hasta los taburetes de
terciopelo de carmesí, ocupados por las personas de mayor lustre. Las fiestas
eran fastuosas y de gran pompa, se tiraba la casa por la ventana; por esta
razón, las celebraciones requerían de importantes recursos económicos para
efectuarse. En el caso de las corridas ofrecidas a la llegada del virrey conde
de Gálvez, el Tribunal de Minería tuvo que desembolsar la cuantiosa cantidad de
2,843 pesos, con el fin de obtener un palco y asistir a las funciones.
En 1790, con motivo de la
proclamación de Carlos IV, en distintas ciudades del reino tuvieron lugar
magnas corridas de toros. En el caso de Guanajuato, las fiestas dieron inicio
el 27 de diciembre y con tal motivo se levantó un monumental tablado,
construido con una riqueza exquisita para demostrar el poder minero. La
diputación local del gremio montó lo que sería quizá la primera exposición
minera en Nueva España, en la que se exhibieron las diferentes empleadas en la
extracción y beneficio de minerales.
Durante los actos el pueblo recibió una fabulosa cantidad de monedas de
oro, plata y cobre acuñadas con el busto de Su Majestad e imágenes simbólicas
del cuerpo de minería. Después de las corridas, los asistentes disfrutaban de
la música y del permiso para bailar hasta las diez de la noche. (18)
De hecho, los espectadores
tenían la costumbre de prolongar la fiesta brava hasta la madrugada; la música
invitaba a bailar a hombres y mujeres, dando la oportunidad a las danzas
pecaminosas y aprovechando la oscuridad para perderse entre los rincones
ocultos de los tablados. La venta de pulque, chinguirito otras bebidas embriagantes, propiciaba
contundentes borracheras y riñas de consecuencias fatales. La convivencia de
hombres y mujeres creaba un ambiente favorable para adelantar los placeres del
matrimonio y la prostitución. Por estas acciones reprobables, las corridas de
toros fueron duramente criticadas en distintas épocas y llegaron hasta
suspenderse. Además el discurso modernizador ilustrado, las atacó de forma
despiadada, por considerarlas un espectáculo digno de los pueblos más atrasados y bárbaros. En este contexto, José
Joaquín Fernández de Lizardi, con su mordaz estilo, señaló que “los hombres son
más feroces que las bestias”, porque los espectadores veían “expirar a los
suyos sin compasión”. (19)
La ciudad del juego
Las diversiones prohibidas
o ilícitas encontraron en los reales una atmósfera propicia para su
desenvolvimiento centrada en los juegos de azar como naipes, peleas de gallos,
lotería, pelota, dados, biribís, billar y otros, que fueron entretenimientos
cotidianos en los centros mineros. Cabe señalar que el conjunto de diversiones
seguía muy de cerca el auge y decadencia de los ciclos económicos de la
minería. Por los documentos revisados podemos afirmar que, en las épocas de
bonanza, las autoridades adoptaron una política tolerante respecto a todo tipo
de distracciones; por el contrario, en las etapas de depresión, endurecían sus
acciones y los arrestos y castigos se multiplicaban. En los momentos de crisis,
la pobreza de los desempleados establecía una serie de mecanismos para frenar
los posibles desórdenes. Sabían que la muchedumbre era una amenaza latente y en
cualquier momento podía lanzarse a la senda de la violencia y el crimen.
A pesar de los castigos y restricciones,
los sitios clandestinos de juego proliferaron en las regiones mineras y todo
tipo de personas acudía a esos garitos. Por ejemplo, en el real de Zimapán,
hacia finales del siglo XVIII, la diputación minera local denunció al
subdelegado ante el virrey, porque fomentaba “el vicio del juego de cartas”.
Los diputados se quejaron de que los operarios de minas y haciendas dedicaban
mucho tiempo al juego y dejaban de asistir a las labores. Asimismo, los
propietarios mineros perdían por causa del juego importantes caudales de los
avíos, herramientas y utensilios indispensables para el trabajo, en algunos
casos, se quedaban sin liquidez para cubrir los salarios de los dependientes.
En concreto, los naipes afectaban seriamente la marcha de los negocios mineros.
(20)
Cuando llegó a Zimapán, Ramón de Jáuregui
–subdelegado – se percató de la empresa redituable que podía realizar si tenía
capacidad de organizar y dirigir los centros de azar. Con este fin, estableció
una serie de mesas de juego para los hombres “distinguidos y plebeyos” y para
mejorar la supervisión, Jáuregui abrió garitos en las Cajas Reales, Alcaldía,
en la casa de la comunidad del Pueblo, a las afueras de la cárcel y en la
morada de Mariano Arévalo, el sastre local. Las casas se diferenciaban por
calidad de status de las personas que concurrían: mientras los “arrastraderos”
fueron reservados para los habitantes humildes, en las Cajas reales se
fomentaba la exclusividad y sólo se permitía la entrada a “gentes decentes”. De
la misma manera, dichos antros se diferenciaron por el monto de las apuestas
que en ellos se arriesgaban y el cobro se hacía a los apostadores. (21)
Las casas de juego parecían
baratillos, porque existía una enorme cantidad de implementos de trabajo,
verduguillos, espadas, mangas, frazadas, enaguas, ceñidores, mascadas o
pañuelos, cotones y otros. Los jugadores que empeñaban dichas prendas tenían
como plazo máximo dos meses para recuperarlas; pero pasado dicho tiempo, los
artículos se remataban al público y los propietarios no recibían demasía. A todos
los jugadores que quedaban sin recursos y con una deuda crecida, Jaúregui los
enviaba como trabajadores forzados a la mina de Lomo de Toro y a las haciendas
de beneficio de San Antonio y el Carmen, con el fin de desquitar las deudas.
En las minas y haciendas de beneficio, era
difícil cobrar esas deudas de juego, pues los barreteros tenían como salario
2/1/2 reales diarios, los peones “grandes” 2, los muchachos 1 ½ y los
chiquillos uno. Mientras permanecían como forzados, los operarios solicitaban a
los administradores préstamos para ciertos gastos, como la compra de “pan,
semita y cigarros”. Al finalizar la semana, los dependientes remitían el resto
de los ingresos al subdelegado. En algunos casos, las madres o esposas de los
presos le suplicaban algunos reales para solventar sus necesidades y para salir
del paso, Jáuregui otorgaba las mitas
del salario devengado, por lo cual el operario solía permanecer en las labores
forzadas por varias semanas e inclusive meses, hasta saldar totalmente las
deudas de juego.
La presencia de gente acaudalada en los
reales, generaba lugares muy exclusivos para los juegos de azar, frente a los
de más baja estopa. En
este caso, a finales del siglo XVIII, la escasez de trabajadores en Guanajuato provocó
una redada general entre los supuestos “vagabundos”. Las autoridades
virreinales ordenaron detener a todos los hombres viciosos, holgazanes y tahúres.
Así, en octubre de 1796, Juan Antonio Riaño, coronel de los reales ejércitos,
capturó a José Quiroz por el delito de vagancia y por ser un conocido coyme. La
historia de Quiroz era muy parecida a otras: español de 59 años, minero
matriculado del Real de Catorce y Guanajuato, por muchos años dedicado al
ejercicio de su profesión sin mucho éxito; el desempleo lo aprovechaba para
demostrar su habilidad en el juego de cartas, pero se distinguía por
practicarlo con “personas decentes y de distinción”.
Antes de la
captura, Quiroz acondicionó una casa de juego en el sitio conocido como “el
Hospital”; poco tiempo después, mudó su domicilio y alquiló una casa en “el
callejón de Bueno”. La clientela era muy selecta y sólo invitaba a personas de
confianza, entre los que se encontraban el marqués de Rayas y algunos parientes
de las familias acaudaladas Otero y Obregón. En la casa de juego se cuidaba que
no hubiera desorden, trampas, ni fraudes y que las partidas se realizaran “con
toda limpieza. El que tenía suerte para ganar, ganaba, y el que no, perdía”.
Los asistentes ganadores entregaban una gratificación de 8 o 10 pesos al dueño
de la mesa de juego.
La casa tenía
puertas “excusadas” para que entraran los jugadores con el mayor disimulo
posible, evitando ser descubiertos por los justicias. Las puertas ocultas
comunicaban la sala de juego con la vivienda del presbítero Antonio Fernández,
quien mantenía una amistad muy cercana con Quiroz y además era uno de los
asiduos concurrentes a las partidas de cartas, a las que invitaba a jugar a sus
amigos más cercanos. Quiroz declaró que las puertas excusadas habían sido
abiertas para el uso privado del sacerdote, con el fin de ofrecerle mayor
comodidad y discreción. Las puertas tenían salida a distintas calles y
simulaban incomunicación con la casa de juego y las habitaciones privadas del
cura. Igualmente, las puertas evitaban la presencia de tahúres, “mirones,
fulleros y advenedizos con mala fe y alborotadores”. En la mesa de juego estaba
prohibida la entrada a los hijos de familia, cajeros o empleados y personas que
dependían de otras. Con el fin de guardar el mayor secreto y discreción, el
círculo exclusivo de jugadores manejaba una “contraseña”, con la cual
garantizaban sólo la asistencia de “personas de honor”. Quiroz intentó librarse
del confinamiento carcelario por medio del pago de una fianza y apeló al poder
de su clientela influyente, pero sus ruegos resultaron en vano y las
autoridades lo condenaron al destierro. (22)
En general el juego de
naipes, con sus secretos, deudas y magia, iba acompañado del furor de las
peleas de gallos ya que ambas diversiones eran complementarias y formaban una
simbiosis. La población minera sentía una desmedida pasión por los gallos y
esta afición abarcaba a los distintos estratos sociales, desde la gente más
modesta hasta la élite más acomodada. Las peleas de gallos fueron una parte
fundamental en las celebraciones de fiestas religiosas y profanas.
En las zonas
mineras existió un buen número de palenques. Hacia 1780, en Guanajuato había
cuando menos tres, localizados en la Plaza Mayor y a las afueras de las minas
de la Valenciana y la Cata.(23) En el caso de Zacatecas, la Diputación de
Minería fungió como asentista y controlaba las peleas de gallos, teniendo
dependencias similares en Pánuco, Jerez, Sierra de Pinos, Nieves, Fresnillo,
Sombrerete y Mazapil. Este hecho es una prueba evidente de que el negocio
estaba muy extendido y resultaba redituable.(24)
Los gallos fueron más
populares que las corridas de toros pues se jugaban todo el año y las peleas
podían realizarse en cualquier rincón. Con frecuencia, los aficionados asistían
al medio día a una “tapada de gallos” y, culminaba la lucha de los emplumados,
sin moverse del mismo lugar, la diversión solía prolongarse hasta la madrugada
con una partida de cartas amenizada con música y baile. Los asientos en el
palenque estaban divididos en tres grandes secciones: el presidio, las jaulas y
el patio o valla. Los asistentes pagaban, generalmente, por once peleas de las
llamadas “comunes”, medio real o hasta 2 reales, dependiendo del lugar
escogido, pero cuando se lidiaban “gallos de mar afuera” y tapadas pagaban el
doble.
Es importante tener en cuenta que, por lo
general, las peleas de gallos sólo tenían autorización para efectuarse los días
festivos. Sin embargo, en 1583, Nicolás de Armas, asentista general del reino,
con el fin de aumentar las ganancias y promover las apuestas, solicitó ante las
autoridades virreinales que se permitiera el juego de gallos a lo largo de la
semana en varias ciudades mineras, sobre todo en aquellas que tenían una
población abundante y los habitantes no sólo se dedicaban a las labores propias
de ese ramo. Después de una larga negociación entre distintas instancias, la
Corona autorizó el juego diario. Pero quedaron prohibidas las peleas de gallos
durante los días de trabajo” para evitar la holgazanería entre los operarios.
La existencia de gallos a
lo largo de la semana respondía a todos los intereses involucrados en el
negocio, tales como granjeros, importadores, asentistas, comerciantes,
apostadores, gravámenes fiscales y funcionarios públicos. Con el fin de cuidar
el conjunto de intereses, las autoridades impusieron una multa de mil pesos
para todas las peleas clandestinas; la infracción se distribuía por partes
iguales entre la real Cámara, el asentista general y el denunciante (25). No
obstante las limitaciones, las peleas ilegales proliferaban, realizándose de
manera clandestina en casas, calles, corrales y todo paraje aislado, donde la
vigilancia fuera escasa. Entre quienes movían estos “negocios” a espaldas de
los asentistas estaba un buen número de funcionarios reales. Sólo por dar un
ejemplo, podemos decir que, en 1742, el oidor supernumerario de Guadalajara,
Sebastián Calvo, fue destituido de su cargo porque no sólo participaba en las
lides locales, sino que patrocinaba peleas en las minas de Sombrerete, con
gallos de su propiedad. (26)
Las peleas de gallos,
permitidas, daban inicio por lo regular al medio día; en algunos lugares se
fijó como horario las tres de la tarde, con el fin de no interponerse con las
obligaciones religiosas. Una vez que el público entraba a la plaza, el “gritón”
anunciaba el combate, informaba el nombre, tamaño, peso, color y lugar de
origen de los gallos; éstos habían sido previamente sometidos a un
entrenamiento y armados don filosas navajas azules que relumbraban en los
redondeles. Para dar más colorido, las
armas se amarraban a las patas de los gallos con hilos brillantes de seda
china; el triunfo dependía de la habilidad del amarrador y del soltador. Los
corredores iban de un lado a otro levantando apuestas. Y al grito de “cierren
las puertas señores”, comenzaba la lucha.
Según el espectador, Rafael Landívar, la
pelea continuaba de esta manera: “vuelan las plumas por el vago viento, y del
vientre rasgado y de las entrañas escápanse, al momento: y el luchador,
habiendo ya regado el ancho coso, con caudal sangriento, sucumbe a su destino
desgraciado. El vencedor con alas de oro haciendo estremecer el arrogante
pecho, exhala triunfante de la victoria del cántico sonoro. (27)
Además de los juegos de
azar antes descritos, en los reales existieron otros entretenimientos para
apostarle a la fortuna e intentar cambiar el futuro. Otro de los juegos de azar
socorridos fue el juego de la pelota, promocionado originalmente por los
comerciantes vascos y sus dependientes; sin embargo, pronto se generalizó el
gusto y adquirió fuerza entre la sociedad novohispana. Como bien dice Juan
Pedro Viqueira:“el juego de pelota no desviaba a los comerciantes del
primordial propósito de su vida: enriquecerse. Altas apuestas corrían en la
cancha, volviendo los encuentros mucho más emocionantes” (28) La pelota fue
considerad como un entretenimiento que ofrecía un rato de esparcimiento al
espectador y, a la vez, un ejercicio que ayudaba a fortalecer la salud de los
contrincantes. Sabemos que en una de las principales ciudades mineras,
Zacatecas, fue construido “un magnífico juego de pelota que deja de parecerse
al de Oyarzun. Provincia de Guipuzcoa, aunque no puede rivalizar con el modelo
original. (29)
Consideraciones finales
Las utopías fueron el
vehículo que permitió la búsqueda incansable de minerales preciosos, ideas que
edificaron ciudades y escribieron historia. Las Leyendas de El Dorado
intensificaron la construcción de mitos y símbolos, lenguaje que sirvió para
articular los deseos y esperanzas de la sociedad novohispana. En los reales,
congregaciones de escarbadores reinventaron mundos imaginarios que desafiaban
las fuerzas mágicas de las tinieblas, vencían a los espíritus malignos de las
profundidades, arrancaban los tesoros ocultos en las entrañas de la tierra y
conformaron una identidad cultural propia.
Resulta innegable que en la gran mayoría
de los reales mineros, la sociedad
--multiétnica— incorporó valore ajenos, elementos extraños y modos de
vida distintos. Las diferencias permitían una cohesión, sostenida en una
estructura socio-cultural mestiza. La amalgama racial de los valores morales,
del espíritu e intelecto permeaba los estilos de vida, orientaba las
perspectivas futuras, estimulaba la dinámica social y hacía aflorar la
inconformidad. La disidencia se convertía fácilmente en herejía, la
transgresión en excomunión, el delito en confinamiento. Las relaciones sociales
permitidas, generaron de forma paralela un submundo clandestino, que tenía
reglas independientes de las leyes civiles y religiosas.
Es evidente que la sociedad
minera encontró en los espacios de divertimento un ambiente propicio para la
interacción social; ámbitos donde la gente común convivía, se comunicaba y
transmitía sus experiencias personales. En los días festivos, una vez cumplidas
las obligaciones religiosas, el vecindario promovía la libertad y el disfrute
de los placeres, irrumpía las costumbres, creaba vínculos de parentesco y
constituía una fuerza política. Este conjunto de hechos aislados le da sentido
a la idea de los funcionarios y eclesiásticos de que en los reales mineros la
gente se “pervertía”. Desde nuestro punto de vista, la gente se alejaba de los
patrones culturales tradicionales y creaba otros distintos, que en su momento
fueron duramente atacados por los sectores que custodiaban “el buen orden y la
moral social”.
Las manifestaciones culturales en los
pueblos mineros desgarraban los valores de las comunidades campesinas,
constituían una nueva relación social frente a las sociedades tradicionales,
pero, sobre todo, modificaban la naturaleza del trabajo. <la explotación de
los minerales imponía un tiempo y ritmo distinto, en el cual la disciplina
laboral tenía como principio trabajar, producir y descansar, lo que contradecía
los anteriores estilos de vida de los operarios.
Claro está
que la riqueza generada por la explotación de los metales preciosos beneficiaba
a grandes sectores sociales; pero es verdad que unas cuantas manos acumularon
una desmedida opulencia, prestigio y poder. Esta situación explica, hasta
cierto punto, los altos contrastes de la sociedad minera, la cual estaba
constituida por la élite más acaudalada, pasando por una serie de grupos
intermedios con un decente nivel de vida, hasta las personas más miserables.
El análisis
de las distracciones nos revela el rostro de la convivencia y la segregación
social. Es verdad que los entretenimientos provocaban una interacción entre los
distintos grupos sociales, pero cada uno ocupaba un lugar determinado y jamás
llegaban a mezclarse del todo, porque en dichos ámbitos existió una estructura
jerárquica diferenciada por la clase, la etnia y el género. Cada una de las
diversiones tenía sus reglas, protocolos y ritos, que los jugadores respetaban
hasta el límite de la trampa y la transgresión pues tenían una especie de pacto
expresado a través de un lenguaje, símbolos y códigos que sólo los enterados
descifraban. Más allá de la frontera del discurso moralista del estado y la
iglesia, los juegos de azar reinaban sobre las sensaciones indescriptibles que
estimulaban el gozo y aventura, ambiente cargado de miradas turbadas e
inquietantes, momentos de posibilidad para decidir y modificar el futuro,
abundantes sueños de riqueza e incontrolables deseos de fortuna.
La tolerancia
manifestada por la iglesia y las autoridades civiles en torno a las diversiones
se puede explicar por el hecho de que eran partícipes, en cierta medida, de los
beneficios económicos, control político y prestigio social que se desprendían
de las mesas de juego. Ambas instancias fueron, hasta cierto grado, cómplices
para promover relajamientos y libertinajes entre la sociedad y a la vez, en
determinados momentos, impusieron políticas estrictas que, por otro lado,
tuvieron un éxito relativo.
Por último,
en el caso de las complejas relaciones sociales de los reales mineros,
distinguimos un ambiente empapado de violencia, expresado a través de
manifestaciones culturales e inspiraciones individuales. Aderezadas con la
música, el canto y la danza, dichas expresiones estaban dotadas de los bajos
instintos y sublime vocación, que desafiaban el temor a Dios y a las leyes de
los hombres. En la vida minera, una muchedumbre errante promovía una conducta
moral distinta y reflejaba su sed insaciable por las pasiones humanas.
NOTAS
1 Para las leyendas medievales véase
Gurría Lacroix, Jorge: “La minería, señuelo de conquista y fundaciones en el
siglo XVI novohispano”, en La minería
en México, México, 1978, págs.. 39-65. Weckman, Luis: La herencia medieval de México, 2
vols, México, 1984. 2 Entre otros títulos pueden verse
Corona Núñez, José: Rincones
michoacanos; leyendas y breves datos históricos de algunos pueblos de
Michoacán, s. I., 1938; Lanuza, Agustín: romances tradiciones y leyendas guanajuatenses, 2ª. Ed., México, 1941; Rublúo Islas, Luis: Tradiciones y leyendas hidalguenses, Pachuca,
Hgo., 1976; López Riesgo, Alfonso: La
maravillosa tarasca y el prodioso tesoro de Tayopa, Hermosillo, son.
1986. 3.- Gámiz, Everardo: Leyendas durangueñas y biografías de los
hombres más célebres del estado de Durango, México, 1930. 4.- Porras Muñoz, Guillermo. El nuevo descubrimiento de San José del
Parral, México 1988. 5 archivo General de la Nación,
México (en adelante AGN), Historia, vol. 73, exp. 17, 1789. 6 AGN, Minería, vol 31, exp. 8., 1800 7 En torno al problema de la cultura
mestiza, véase Esteva Fabregat, Claudio: Población y mestizaje en ciudades de
Iberoamérica: siglo XVIII en Revista de
Indias, vol. XXXII, Madrid,
enero-diciembre de 1972, págs.. 551-604 8 Carmagnani, Marcelo: “Demografía y
sociedad:: la estructura social de los centros mineros del norte de México
1600-1720” en Historia Mexicana, vol. XXI, núm. 3 México, enero-marzo de 1972,
págs.. 419-459; Brading, David A: “Grupos étnicos, clases y estructura
ocupacional en Guanajuato (1792)” en Ibidem,
págs. 460-480; Pérez Toledo, Sonia y Klein, Herbert S: “La población de
la ciudad de Zacatecas en 1857)” en Historia
Mexicana, vol. XLII, núm. 1,
México, julio-septiembre de 1992, págs.. 77-102 9 “Informe de Sombrerete de las minas
de Pabellon y Vetanegra” en Colección
Genáro García, Austin, Texas, rollo 166. 10
“Viaje de don Francisco Mourelle a las minas de Guanajuato en
noviembre de 1790” en Rionda Arreguín, Isauro, comp: Testimonios sobre
Guanajuato, Guanajuato, 1989, págs.. 103-1036 11 AGN, Minería, vol. 148, exp. 11,
1757 12 Los conceptos citados aparecen con
frecuencia en diversos documentos. Como ejemplo representativo puede
consultarse AGN, historia, vol. 133, exp. I 13 AGN, Inquisición, vol. 1372, exp.
7, 1810 14 Un estudio de tipo legal sobre
estos problemas es el de Viqueira alban, Juan Pedro: ¡Relajados o reprimidos? Diversiones públicas y vida social en la
ciudad de México durante el siglo de las luces, México, 1987. 15 En 1804, el arzobispo de la ciudad
de México, Francisco Javier de Lizana, publicó una carta pastoral con el fin
de delimitar la frágil frontera entre los juegos permitidos y de azar. Teniendo
como base los principios de la religión y las leyes civiles y religiosas
sobre el exceso en la vida mundana.
Ambas instancias no pretendían prohibir totalmente las distracciones
pecaminosas, porque había muchos intereses involucrados, además de los
distintos procesos productivos que estaban encadenados a la vida libertina.
Lizana y Beaumont, Francisco Xavier de: Carta
pastoral en la que el ilustrísimo señor…, arzobispo de México instruye a los
fieles de su arzobispado sobre el juego y los arreglos que en él se hallan, México,
Imprenta Mariano Zúñiga y Ontiveros, año de 1804, 43 págs. 16
Las críticas de teatro se difundían a través de periódicos de fines
del siglo XVIII, véase por ejemplo la Gazeta
de México. 17
AGN, Minería, vol 41. Exp. I, 1789 18
Rangel, Nicolás, Historia del
toreo en México: época colonial (1529-1821). México, 1924, págs.. 132-133 19
Fernández de Lizardi, José Joaquín: La conferencia entre un toro y un caballo” en El Pensador Mexicano, tomo III, núm 14, México, 1814 20
AGN, Vo. 7, exp. 3, 1797 21
Ibidem, vol. 6, exp. 6, 1789 22
Ibídem, vol 385, exp. 2, 1796
23 AGN, Gallos, vol. 2, exp. 12, 1803
24
Ibídem, vol 2, exp. 3, 1804. 25 Ibidem, vol I. exp. 4, 1795 26 Sarrablo Aguareles, Eugenio: El
Conde de Fuenclara embajador y virrey de Nueva España, Sevilla, 1966, T.
2, págs.. 226.227 27
Landívar, Rafael Rusticatio
mexicana, libro decimoquinto, México, s.e., 1924 28
Viqueira, J.P. “¿Relajados o
reprimidos?...pág. 246 29
Langue, fréderique: Mines,
terres et societé a Zacatecas (Mexique) de la fin du XVIIe siècle a
l”independence, Paris, 1992, pág. 175 http://estudiosamericanos.revistas.csic.es/index.php/estudiosamericanos/article/view/400/406 |
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