GALICIA Y SU FIESTA DE SAMAÍN
LA NOCHE CELTA DE LOS DIFUNTOS
Como todos los años, la llegada del mes de noviembre marca el comienzo de
una festividad muy especial, con multitud de manifestaciones populares en todos
los rincones del país. Se trata del día
de difuntos, la celebración
cristiana consagrada a los fieles que ya no están con nosotros.
El día de los difuntos, o de los muertos,
sigue en el Santoral católico a la festividad de todos los Santos,
y existe constancia escrita de que sus orígenes se remontan hasta mil años
atrás, en los inicios del siglo XI d.C. Efectivamente, por aquella época la Orden Cluniacense se
encontraba en plena expansión, y uno de los abades más influyentes de la casa
principal, Odilon, decidió instaurar una jornada dedicada exclusivamente a orar
por la salvación eterna de los difuntos: el día
2 de noviembre.
En sus comienzos se dirigía solo a los monjes fallecidos de Cluny,
pero luego la Santa Madre Iglesia generalizó el rito, y lo hizo extensible a
todos los fieles difuntos de la comunidad cristiana universal.
Acantilados
en San Andrés de Teixido, cerca de Cedeira
Cruceiro
junto a Cedeira
Sin embargo, pocos imaginan que la jornada de los fieles
difuntos tiene en realidad unas raíces mucho más oscuras:
en Galicia y
en otras regiones de España, las fuentes se remontan incluso a épocas
anteriores al propio nacimiento de Cristo. Cedeira,
municipio de A Coruña situado en la desembocadura del río Condomiñas, en las
Rías Altas, celebra todos los años por estas fechas una original fiesta de
origen celta denominada Samaín.
Muchos estudiosos coinciden en señalar al
Samaín como el origen de la mayoría de las tradiciones asociadas a los muertos, desde
la propia festividad cristiana hasta otras manifestaciones hoy generalizadas
por los cinco continentes, incluido el
famoso Halloween de los disfraces y las calabazas
con forma de calavera.
La noche
de las calabazas
La profunda religiosidad de las gentes de
Cedeira y otros muchos pueblos gallegos ha
dado siempre una gran importancia a la comunión con sus muertos. Hasta no hace
mucho se pensaba que los difuntos visitaban por estas fechas las iglesias y
ermitas donde se celebraban misas por su alma, mientras que en las casas era
costumbre preparar alimentos a los parientes
vivos, pero pensados como una manera de honrar a los muertos.
Las ánimas volvían así por un día a sus
viejas moradas, para calentarse junto a la chimenea y comer en compañía de sus
familiares vivos, alejando así la tristeza definitiva del camposanto.
Herencia de un pasado ancestral, también resultaba frecuente prender una
hoguera común con ramas
de serbal o de tejo, consideradas antaño sagradas, para después
utilizar este fuego en el encendido de todas las lareiras de
la comunidad.
Durante el día de difuntos estaba
absolutamente desaconsejado alejarse de la aldea,
pues la relación de los vecinos debía hacerse únicamente entre ellos y sus antepasados.
Caballos
cerca de Teixido
Y es que en Galicia la muerte se vive de una
forma muy especial. Un cementerio gallego al uso estará siempre cerca del
pueblo, puesto que resulta habitual que los vecinos se acerquen hasta allí para
pasear y disfrutar de la tarde recordando a los ausentes. Se puede faltar a una
comunión, a un bautizo o a una boda, pero en Cedeira y en general en toda
Galicia, resulta muy grave no
asistir al día de difuntos o a la misa de “cabo de año”.
La vida transcurría durante esta jornada en
una calma sostenida, aunque no triste. Una jornada dedicada generalmente a las
visitas y en la que las cuatro comidas diarias, o el tradicional consumo de castañas asadas,
se hacía siempre en compañía de vecinos, familiares y amigos. La vuelta a casa
para honrar a los muertos era hecho consumado, hasta el punto de publicarse
esquelas en el que los datos del finado se acompañaban con un horario de
autobuses: aquel que contrataba la familia para recoger a los allegados en las
aldeas más distantes.
Es precisamente esta profunda sensibilidad
hacia el mundo de los muertos la mejor muestra de la originalidad celta en
Galicia, y por supuesto el legado más extendido del Samaín, una fiesta druídica que se remonta
a los tiempos oscuros anteriores al cristianismo y a la cultura impuesta por
los pueblos civilizados.
Misterio
en el bosque gallego
Olvidada casi por completo, la fiesta de
Samaín comienza hoy a recuperarse y a celebrarse en un número creciente de
parroquias. Los ancianos de localidades como Noia, Catoira, Cedeira, Muxía,
Sanxenxo, Quiroga o Ourense todavía recuerdan una tradición coincidente con los días de Difuntos y Todos los
Santos, y que consistía en la elaboración
de feroces calaveras confeccionadas con una cubierta de calabaza: son
los famosos melones,
o calabazas anaranjadas de Cedeira; los calacús en
las Rías Baixas, o los bonecas con
remolacha en Xermade (Lugo).
En Cedeira la técnica era siempre la misma, y
consistía en vaciar con gran paciencia las calabazas colocándoles después
dientes de palitos y una vela encendida en el interior, con el fin de espantar a los malos espíritus en
las noches de transición entre el verano y el oscuro invierno.
Hoguera
para guiar a los difuntos
Era tradición antiquísima que los niños elaboraran
sus calaveras de “melón” con aspecto terrorífico, colocándolas después en las
esquinas o las ventanas para asustar
a todo el vecindario, y en especial a chicuelos de barriadas vecinas o a las mujeres que volvían del
rosario. Cualquier mal que anduviese merodeando por la
aldea quedaba así conjurado y lejos del hogar. Claro que esta hortaliza solo
pudo utilizarse a partir del siglo XVI, cuando fue transplantada a Europa con
los primeros galeones procedentes de América. En la festividad más antigua del
Samaín, las aldeas célticas utilizaban los cráneos de los enemigos vencidos en
batalla para iluminarlos y colocarlos en los muros de los castros.
De este rito salvaje procede la tradición
posterior de los cruceiros, las
cruces de piedra levantadas en las encrucijadas de numerosos bosques y
despoblados gallegos. Los cruceiros se rodeaban de amontonamientos de piedras
llamados milladouros,
con una finalidad similar a la de las calaveras,
y aún hoy existe entre viajeros y caminantes la
costumbre de depositar allí una piedra y solicitar un deseo a los espíritus que
rondan el lugar.
Cabo
Ortegal
El Samaín (en su origen gaélico, Samhain, que significa noviembre o “fin
del verano”) se celebraba hace miles de años en todo el
territorio celta hacia la noche del 31 de octubre al 1 de noviembre, con motivo
de la conclusión de la temporada de cosechas y la llegada del invierno.
Los druidas,
sacerdotes paganos de los celtas, consideraban
esta fecha como un momento perfecto para reverenciar a los ancestros que
visitaban sus antiguas aldeas, y para ello se santificaban
mediante ritos conducentes a lograr su intercesión. Fue en el siglo XIX cuando
la tradición del Samhain se exportó a Estados Unidos a partir de países como Escocia e
Irlanda, cuya población emigró en masa a Norteamérica a causa de las hambrunas
que asolaron Europa a mediados de siglo.
Este es el origen
del Halloween actual (término derivado de All Hallows’ Eve, ‘Víspera de Todos
los Santos’), una fiesta reimportada después a nuestro
continente en un intento de alienar nuestras tradiciones más arraigadas:
precisamente aquellas que dieron origen y significado al rito actual de
reverenciar a los muertos.
Playa de
Lumebo, en el Ferrol. Rías Altas
Durante la noche del 31 de octubre los druidas
se desplazaban hasta los bosques más alejados y recogían bayas de muérdago,
una planta parásita que crece en las ramas de los árboles. Para ello utilizaban
cierta hoz especial, fabricada de un material sagrado y considerado símbolo de
pureza en la tradición celta: el oro. Tras la recolección depositaban las bayas
en un pequeño caldero, donde más tarde se efectuaría la cocción de pócimas
curativas y mágicas destinadas, entre otras cosas, a las prácticas de
adivinación.
Los vecinos acudían a los druidas para obtener pronósticos sobre
aspectos tales como casamientos, la incidencia del tiempo o la suerte que había de depararles el
futuro.
Se tiene constancia de un rito adivinatorio
que ha sobrevivido hasta fechas recientes y que consistía, curiosamente, en
“pescar” y pelar manzanas: para ello se sumergía una cantidad variable de estas
frutas en un recipiente amplio, a fin de que cualquiera que quisiese probar
suerte se acercara a atrapar alguna de ellas.
Aquella persona que lo lograse en primer
lugar sería la primera de la aldea en casarse. Finalmente se procedía a pelar
las manzanas en la
creencia firme de que cuanto más larga fuera la mondadura, mayor sería la vida
de quien la peló.
Asando
castañas
En la noche de difuntos, las hadas y los trasgos eran libres de
deambular por los caminos y las inmediaciones de la aldea. Su
magia ocasionaba un sinnúmero de daños debido a las peculiaridades de esta
jornada, la cual no pertenece ni a un año ni al siguiente, y por tanto resulta
ideal para sembrar el caos. Se atrancaban las puertas de las casas para evitar
que nadie entrase pidiendo limosna, en especial si lo que pedían era comida,
leche o sopa.
Algunos valientes se arriesgaban a abrir: de
tratarse de un hada el hogar obtendría suerte y fortuna para el siguiente año;
pero si el visitante era un trasgo las maldiciones se abatirían sobre la
familia, y todo serían calamidades
y desastres sin fin.
Al caer el día los druidas encendían hogueras
en lugares específicos, para lo cual utilizaban ramas sagradas recolectadas en
lo más profundo del bosque. Su función no era solo ahuyentar a los malos
espíritus sino también guiar a los muertos en la oscuridad, a fin de
facilitarles el camino a la aldea y participar en las honras preparadas por sus
familiares.
Los vecinos solían disfrazarse con pieles y
cabezas de animales para asustar o despistar a los espectros,
en la creencia de que pasarían de largo al confundirlos con otras bestias. Y
asimismo era tradición efectuar numerosos sacrificios de reses. Un acto, por
otro lado, no necesariamente asociado a celebraciones de tipo místico, ya que
entonces al igual que ahora la comunidad debía aprovisionarse de carne y de
pieles para hacer frente a los duros meses de invierno.
Atardecer
en el puerto de Cariño
Hacia el
día de difuntos
Más adelante, los
ritos celtas encaminados al mundo de los muertos derivaron en Galicia hacia la
tradición de la Santa Compaña.
Algunas veces llevan un ataúd en el que va un familiar del que presencia el
paso. Este no tarda en morir.
Puede suceder que el que encuentra el paso a altas horas de la noche se vea obligado a seguir al cortejo portando una cruz y un caldero.
El acompañante puede transmitir su "empleo" si en una de las
excursiones de los difuntos se encuentra con otra persona. Le da la cruz y el
caldero y él queda libre mientras que la persona a quien se los ha dado es la
que pasa a acompañar a los espectros.
Pero sin duda, nada hay más eficaz que evitar
alejarse del hogar durante esas horas
consagradas a los muertos. Un consejo ciertamente valioso,
puesto que el que encabeza la comitiva es en realidad una persona viva, que ha
sido condenada a portar una cruz delante de la procesión espectral, y que solo
quedará libre cuando pueda traspasar su condena a otro… Dicho esto y sin ánimo
de estropear la fiesta a nadie… ¡A
disfrutar de la noche más tenebrosa del año!
Puesta de
sol en Ortegal
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