NATIVOS AMERICANOS:
EL CABALLO Y EL NUEVO
MUNDO
Los caballos
cambiaron para siempre la vida en las Grandes Llanuras
Dakota del Norte, Estados Unidos
Zoda,
cuyo nombre significa «gris» en lengua hidatsa,
participa en un programa de bienestar juvenil en Dakota del Norte.
Pendleton, Oregón
Destiny
Buck («Liebre del Destino»), de la tribu wanapum,
participa con su yegua Daisy en el certamen anual de
princesas indias de Pendleton, Oregón. Adoptados inicialmente para la guerra,
la caza y el transporte, los caballos se han convertido en compañeros inseparables
en los actos solemnes y en una nueva forma de exhibir el orgullo tribal.
Lapwai, Idaho
Nakia Williamson
monta por su tierra natal de Lapwai, en Idaho, un cruce entre appaloosa y akhal-teke. Esta última raza, procedente de Turkmenistán y famosa
por su valor y resistencia física, es una de las más antiguas del mundo. El
caballo que va tras él es un appaloosa de pura raza.
Arizona, Estados Unidos
Jones Benally recibió
a Moonwalker,
un caballo castrado retratado aquí justo fuera de los límites territoriales de
la nación del navajo en Arizona, de un paciente agradecido por los servicios
que le había prestado como curandero. La fotografía es muy simbólica
porque, según una creencia navajo, el rayo es la chispa que originó toda la
creación.
Reserva Fort Hall, Idaho
Woodrow «Woody» Teton,
de la tribu shoshone-bannock, se
dirige a una cacería de uapitíes en la Reserva Fort Hall de Idaho a lomos de Little Joe, un quarter horse. La combinación de
caballos y rifles transformó las culturas nativas americanas en el siglo XIX.
Los quarter son muy valorados para la caza y la ganadería.
Washington, Estados Unidos
Patricia Heemsah, de la tribu yakama del estado de Washington, sostiene una bolsa fabricada con
cuentas que utiliza en las danzas ceremoniales y para adornar a su caballo en
los desfiles.
Reserva Fort Hall, Idaho
Desde 2008 los miembros
de la federación de tribus shoshone-bannock
de la Reserva Fort Hall de Idaho tienen permiso para realizar una cacería
especial de bisontes de su rebaño de 300 cabezas. Randy «Leo» Teton, que le
tocó por sorteo participar en la cacería de 2013, disparó a este macho de
bisonte desde su caballo Little
Joe, a la derecha. «Tuve suerte», dice, porque el bisonte estaba
quieto. «Normalmente no paran de moverse, y a veces te embisten.»
Lame Deer, Montana
Jim, un semental de quarter horse, es el presente que ha
hecho la familia de la novia, Krystal Alden, al novio, Paul J. Hill, aquí
reunidos en su ciudad natal de Lame Deer, Montana. Cuando se casa una mujer cheyenne, la tradición exige que el
marido reciba un corcel para que le ayude a cazar y mantener a la
familia.
Caballos de carreras
Cuando su caballo
comienza a frenar, un jinete de la carrera de Relevos Indios celebrada en la
reserva de las tribus shoshone-bannock se desliza rápidamente por el costado
del animal. Los jinetes, que montan a pelo, tienen que dar tres vueltas a la
pista y efectuar un cambio de montura al final de cada vuelta.
Jinetes de nacimiento
Benson Ramone acompaña a
su hija Tashina, de 17 años, que compite en el rodeo de Fort Hall que se
celebra en la reserva de las tribus shoshone-bannock en Idaho. La equitación
«corre por nuestras venas –dice Benson–. Nacemos con este don». Benson pasó su
infancia en la nación de los navajo de Nuevo México, donde, según explica
«podías cabalgar largas distancias, no había cercas en aquella época».
Reserva Crow del sur de
Montana
En la Reserva Crow del
sur de Montana, Michelle Walking Bear («Michelle Oso Andante») trenza el
cabello de su hijo de 11 años para que no le moleste cuando cabalga. Su nombre
de pila es Dallas White Clay («Dallas Arcilla Blanca»), pero le suelen llamar
«Spur» («Espuela»). Es tan bueno montando que además de participar en rodeos a
menudo otros niños le piden que les amanse sus caballos.
Cultura equina
West Yellowstone, Montana
Brooke Taylor posa junto
a Prairie,
un appaloosa registrado, cerca de West Yellowstone, Montana. Ambos
participan en la recreación anual de una parte de la ruta de 1.880 kilómetros
que recorrieron el jefe Joseph y los nez
percé por el norte de las Rocosas en 1877, cuando huían del Séptimo de
Caballería.
Un appaloosa llamado Harley posa con una pieza cayuse de finales del
siglo XIX
MÁSCARA: INSTITUTO
CULTURAL TAMÁSTSLIKT, 1996.016.0001, PENDLETON, OREGÓN
Máscara apsáalooke (crow), hacia 1860, Montana.
MUSEO NACIONAL DEL
INDIO AMERICANO, SMITHSONIAN INSTITUTION
Deborah Magee (amskapi pikuni),
máscara pies negros, 2008, Mont
MUSEO NACIONAL DEL INDIO
AMERICANO, SMITHSONIAN INSTITUTION
Máscara nez percé, 1875-1900, Idaho o Washington
COLECCIÓN EUGENE
Y CLARE THAW, MUSEO DE ARTE FENIMORE, COOPERSTOWN, NUEVA YORK
Máscara lakota, hacia 1860,
Dakota del Norte o del Sur.
MUSEO NACIONAL DEL INDIO
AMERICANO, SMITHSONIAN INSTITUTION
Un nez percé
sobre su caballo
Un pies negros con un
travois: un artilugio que utilizaban los nativos americanos para transportar
sus pertenencias.
Bear Bull,
un pies negros, junto a su tipi
Recreación de una incursión efectuada por siux oglala
Un pies
negros en el río Bow, Alberta.
Jinetes navajo en el cañón de
Chelly, Arizona.
En septiembre de 1874,
en Texas, el imperio ecuestre de los comanches tuvo un final sórdido y deplorable. Lo que sucedió
aquel año fue el preludio de profundos cambios en las Grandes Llanuras,
porque los comanches fueron de las primeras, y más
hábiles, tribus a la hora de adoptar el caballo tras su introducción en las
Américas de la mano de los conquistadores españoles.
A lomos de sus
cabalgaduras habían llegado a ser unos guerreros competentes, expertos, feroces
y despiadados, aterrorizando a las tribus indias vecinas, perpetrando iracundos
asaltos para frenar la proliferación de colonos blancos y la matanza de
bisontes, y en última instancia desesperando al propio ejército estadounidense.
Pero el 28 de septiembre de 1874, el mayor cuerpo de guerreros comanches aún
activo (junto a unos cuantos aliados kiowas y cheyenes) sufrió una emboscada, mientras estaban en sus tipis con
sus familias, en el llamado cañón de Palo Duro.
El ataque lo perpetró el Cuarto de Caballería,
al mando del coronel Ranald Slidell Mackenzie, destacado desde Fort Concho, en el oeste de Texas. Tras sorprender a los comanches y
sus amigos y echarlos del campamento, los hombres de Mackenzie incendiaron los
tipis, destruyeron la comida y las mantas almacenadas y se reagruparon en el
borde superior del cañón con los más de mil caballos que
acababan de capturar.
Los indios habían huido a pie. Mackenzie dirigió
sus tropas de vuelta a su campamento, a 32 kilómetros de distancia, y al día
siguiente ordenó matar a todos los caballos, excepto unos pocos centenares que
reservó para uso militar. «La infantería ató a los enloquecidos animales y
los condujo ante los pelotones de fusilamiento –escribe S. C.
Gwynne en su libro sobre los comanches, El imperio de la luna
de agosto–. El resultado fue una enorme pila de caballos muertos.» Un
total de 1.048, según consta en los archivos oficiales.
Los cadáveres se descompusieron allí mismo hasta
convertirse en un montón de huesos expuestos al sol durante años, «un
grotesco monumento que marcó el ocaso de la supremacía de las tribus ecuestres
en las llanuras». Un reducido remanente de comanches, capitaneados por su
gran jefe guerrero Quanah Parker, recorrieron a pie 320 kilómetros
hasta Fort Sill, en lo que entonces era Territorio Indio, y se
rindieron.
Casi un siglo y medio más tarde, un historiador de
los comanches llamado Towana Spivey, de ascendencia chickasaw,
me refirió todos estos sucesos en el patio delantero de su casa de Duncan, Oklahoma.
Con la matanza de los caballos, dijo, se quebró «la espina dorsal de la
resistencia» de los nativos americanos. Sus pieles de bisonte, sus
alimentos, las herramientas de supervivencia, los medios de transporte y las
armas de guerra, así como la movilidad de su vida nómada, se esfumaron. Todo
perdido. El propio Quanah fue detenido. «Aquello supuso un golpe
tremendo para los comanches.»
Esta es la historia
tristemente célebre de Palo Duro, pero la realidad, me explicó Spivey, fue todavía peor. «Hemos oído hablar del exterminio en masa llevado a cabo
en el cañón de Palo Duro y de sus consecuencias», empezó diciendo.
Pero lo que nadie dice, añadió, es que en junio de 1875 el Ejército
estadounidense había reunido otros 6.000 o 7.000 caballos comanches en Fort
Sill. El coronel Mackenzie era ahora el comandante en jefe de la plaza y,
atendiendo a las recomendaciones del general Philip
Sheridan, basadas
en la lógica de que aquellos animales eran demasiado caros de alimentar y
demasiado valiosos para soltarlos, también
dio orden de matarlos.
«Abatirlos uno por uno se convirtió en
un problema», me contó Spivey. Era un despilfarro, un absurdo.
Finalmente, para ahorrar trabajo y munición, se convocó una subasta. Algunos
ponis comanches pasaron a manos de postores blancos. Y cuando
la transacción no vació por completo las cuadras, se reanudaron las
ejecuciones. Estas dos masacres de 1874 y de 1875, aunque aplastaron la
resistencia comanche, no acabaron con el vínculo entre el caballo y los pueblos
nativos americanos. Solo marcaron el
fin de la primera etapa, la de las poderosas tribus guerreras de las Grandes
Llanuras.
Otras tribus habían adoptado la monta. Desde las llanuras meridionales, este
nuevo animal, esta nueva «tecnología»,
esta nueva manera de cazar, combatir y viajar se había extendido hacia el
norte, desde los propios comanches, jumanos, apaches y navajos hasta los pawnee, cheyenes, lakotas, crow y algunos más. No todas las tribus abrazaron plenamente
la práctica; los mandan comerciaban
con caballos en sus asentamientos agrícolas de la cuenca superior del Missouri, pero nunca adoptaron la vida ecuestre. ¿Es esta una de
las razones por las que los mandan casi desaparecieron del mapa a causa de la
viruela, una enfermedad más dañina para las comunidades sedentarias que para
las nómadas? Algunos historiadores así lo creen.
El caballo había abierto un abanico de nuevas
posibilidades. Permitió a los hombres cazar bisontes de un modo más eficaz que
en el pasado, ampliar su radio de acción y realizar incursiones devastadoras
contra otras tribus. Liberó a las mujeres de
las cargas más penosas, como la de acarrear las pertenencias de un campamento a
otro. Alteró el equilibrio, en cuanto a crecimiento demográfico y expansión
territorial, entre las tribus cazadoras y las agrícolas en favor de las
primeras. También reemplazó al único animal
domesticado previamente en América del Norte, el perro, mucho más débil y pequeño y al que había que
alimentar con carne. Un caballo podía vivir de lo que procuraba la tierra,
comiendo lo que ni personas ni perros querían: hierba.
Tan apreciados eran los nuevos animales, que no tardaron en convertirse
en un símbolo de riqueza. Si un
hombre era astuto, ambicioso y tenía un poco de suerte, podía hacerse con una
buena manada; a partir de ahí los caballos sobrantes podían venderse, canjearse
o regalarse (en aras de obtener mayor prestigio), o, si el propietario bajaba
la guardia, también podían robarse. La acumulación de riqueza dio
paso a la estratificación social, y por primera vez hubo en las Grandes
Llanuras indios ricos e indios pobres. Junto
con esta novedad llegó otra: la adquisición de armas de fuego a los blancos, a
menudo mediante el trueque por pieles de castor o de bisonte o por caballos
vivos.
Aquellos fueron unos
cambios trascendentales que trajeron días de gloria para los nativos americanos pero
también unos efectos secundarios no tan gloriosos, en especial la aniquilación
indiscriminada de bisontes que se produjo ya en los años anteriores a la
llegada de los cazadores profesionales con fines comerciales. Asimismo, el caballo trajo consigo el recrudecimiento
de las guerras intertribales
y de la resistencia contra los colonos blancos y el Ejército, que acabó desembocando
en funestos episodios como los del cañón de Palo Duro, las Bear Paw Mountains
de Montana (donde los nez
percé del jefe Joseph fueron atacados cuando intentaban huir a Canadá) y Wounded
Knee, en Dakota
del Sur.
Hoy todo aquello es historia, pero los caballos siguen teniendo una importancia
vital para muchos nativos americanos, en especial para los de las tribus de las
Llanuras, para quienes este animal es un objeto de orgullo colectivo, un
símbolo de la tradición y de los valores ancestrales que los ayudan a
enfrentarse a un presente difícil: magnificencia, disciplina, valentía, amor a
otras criaturas vivas y la transmisión de conocimiento a través de las
generaciones.
El Pendleton Round-Up es
un gran rodeo en el que todo el mundo está invitado a participar, que se
celebra cada mes de septiembre en Pendleton, Oregón, a escasa distancia de
la Reserva India Umatilla. Incluye un concurso de danzas guerreras
y diversas modalidades de carreras de relevos, además de un espectáculo
nocturno al aire libre conocido como la exhibición de Happy Canyon.
La representación empieza con un fastuoso desfile por la localidad en el que
participa un grupo de jinetes indios vestidos de gala.
A continuación los jefes locales hacen su entrada triunfal en la arena del
recinto, seguidos por las muchachas, o «princesas», de la corte india
vistosamente ataviadas. En un remolque aparcado junto a los cercados, una mujer
de cincuenta y tantos años llamada Toni Minthorn, acompañante
oficial del cortejo, remendaba la suave funda de gamuza de una silla de montar
ceremonial mientras me describía el sentido de su misión: «Mi objetivo es
que las princesas vuelvan a montar a caballo». Su madre había sido princesa
en el Happy Canyon de 1955, y ella lo fue en 1978. De pequeña, Toni se crió
entre caballos como un muchacho, practicando skijoring en
trineos tirados por los caballos de la familia, emulando antiguas justas con
una lanza de madera o cabalgando en batallas imaginarias con su hermano y tres
hermanas. ¿Dónde aprendió sus habilidades hípicas? «Nací con ellas.»
Toni hacía mil cosas a la vez mientras hablaba conmigo: cosía la silla, daba
consejos de estilo y maquillaje a esta o aquella chica, emitía instrucciones a
través de su Bluetooth… El hogar de su infancia, en la pequeña localidad
de Spring Hollow, no tenía las comodidades de la vida moderna ni
juguetes para los niños, aunque en la mesa abundaba la carne de ciervo y de
alce. La pequeña Toni nunca tuvo una muñeca; cuando se enteraron sus compañeras
de la escuela, la compadecieron. ¿De verdad no tienes muñecas? «Yo me sentía
como la niña más pobre de la Tierra.» ¿Qué hacéis? Cabalgamos. ¿Tu
familia tiene caballos? Sí, les respondía ella, 47 cabezas. ¡Debes de ser muy
rica! «Y dejaba de sentirme pobre.»
Otra reunión importante es la Crow Fair, una
feria que se celebra a mediados de agosto en Crow Agency, Montana, y
que atrae a participantes de Pine Ridge, en Dakota del Sur,
de Fort Hall, en Idaho, y de otros puntos del país. La
tórrida tarde en la que llegué, los organizadores estaban muy ajetreados, en
medio de una multitud alegre y feliz. Un maestro de ceremonias nos dio la
bienvenida a aquella edición anual del «rodeo exclusivamente para
indios» de la nación crow y a su campamento adjunto, bautizado
ostentosamente como «Capital mundial
del tipi». El programa incluía carreras de caballos de mil metros,
pruebas de sprint, monta de toros, monta de caballos broncos con silla, lazo
por parejas, lazo femenino (en el que el novillo es derribado por mujeres) y la
más salvaje y espléndida de todas las pruebas, los Relevos Indios (Indian
Relay), que se promociona como «los cinco minutos más emocionantes en tierra
india». Hay días en que los cinco minutos pueden ser tres, sin contar el tiempo
invertido en atrapar caballos a la fuga y recoger del suelo a los concursantes
caídos.
Los Relevos Indios son una competición por
equipos. Cada equipo está formado por un jinete, tres caballos y tres
esforzados ayudantes encargados de sujetar y mantener bajo control a los dos
caballos que quedan libres mientras el jinete salta de uno a otro, para
completar un circuito a lomos de cada uno de los animales. Ningún caballo está
ensillado. Como hay un mínimo de cinco equipos por prueba eliminatoria
intentando ejecutar estos cambios de montura a pelo, deteniendo a los caballos
que se acercan al galope y azuzando a los siguientes, todo eso en un abarrotado
tramo de pista, los Relevos Indios son a veces un poco caóticos. Pero cuando no
reina la confusión, son sublimes.
Un jinete diestro puede parar el caballo en seco, deslizarse por el costado del
animal hasta llegar al suelo, dar unas zancadas rápidas, montar el siguiente
caballo, agarrar las bridas y salir al galope. El equipo que hace los dos
relevos de manera fluida podría ganar la competición por una amplia ventaja,
independientemente de quién tenga el caballo más veloz. Pero esa es la teoría,
lo que sería una carrera ideal. En la primera ronda eliminatoria que vi en Crow
Fair dos jinetes chocaron en la línea de atrás y se cayeron; uno quedó tendido
en la pista, y el maestro de ceremonias pidió que enviaran una
ambulancia. «Es una prueba muy dura –dijo el tipo sin una
pizca de solidaridad–. Solo toman parte los indios más curtidos. Si
fuese fácil, la harían los chicos del coro.»
Más tarde fui a hablar con Thorton (todos le llaman «Tee») Big
Hair, o «Pelo Grande», un joven fornido pero de carácter bonachón
que ejercía de comisario de las carreras en la Crow Fair de ese año. Llevaba
una camiseta azul, un sombrero vaquero de paja y una hebilla de cinturón que lo
distinguía como campeón del mundo de Relevos Indios, ganada en Sheridan, Wyoming.
Demasiado corpulento para montar, Tee ostentaba el vigente título de «mejor
catcher del mundo», como él mismo presumía sin grandes aspavientos, y ni él
sabía cuántas veces había sido arrollado por el caballo entrante al que debía
inmovilizar. En ese momento estaba exultante –y sospecho que también aliviado–
por lo bien que habían transcurrido las carreras de la jornada, y me aseguró
que los dos jinetes accidentados estaban fuera de peligro. La competición
hípica corría por las venas de Tee Big Hair, según pude comprobar en las
conversaciones que sostuve con él y su familia durante un par de días.
Dennis Big Hair, padre de Tee y patriarca de 71 años, llevaba el
cabello cortado a cepillo debajo de un sombrero Resistol blanco. Me senté junto
a él en la zona de las cuadras, cerca del puesto de galletas con salsa gravy
regentado por su mujer. Dennis me contó que cuando tenía 14 años ganó el Derbi
de los Indios Crow, una de las carreras tradicionales más antiguas de esta
tribu. Hacia la misma época venció en una Governor’s Handicap,
y por supuesto también había corrido los Relevos Indios. Entonces pesaba 45
kilos, recordó con añoranza; nada que ver con los 110 kilos actuales. Me contó
que su secreto era terminar la vuelta arrimándose mucho al caballo siguiente,
desmontar a toda prisa, dar dos pasos, saltar desde atrás sobre la grupa y
salir disparado. Como en las películas del Oeste. Con una rapidez vertiginosa.
«Ahora ya no lo hace nadie», dijo con una nota de desdén, cual viejo
cascarrabias. Ese estilo de monta y las incursiones para robar furtivamente los
caballos a otras tribus eran dos estupendas tradiciones de su tiempo caídas en
desuso.
Si algo ensombrece la Crow Fair es la proximidad (apenas tres
kilómetros) al lugar en el que se libró la batalla de Little Bighorn, donde
un monumento a los guerreros indios que participaron en aquella contienda corona
un promontorio al pie de Last Stand Hill. En el monumento
conmemorativo hay pinturas, una lista de los caídos y diversas inscripciones,
entre ellas una cita de Toro Sentado: «Cuando yo era niño
los lakota gobernaban el mundo. El sol salía y se ponía en sus dominios.
Enviaron al combate 10.000 hombres a caballo».
El sombrío recuerdo de Little Bighorn parece desvanecerse en cuanto se inician
las actividades en la pista; pero aun así puede haber episodios tristes. La
tarde siguiente a mi conversación con Tee Big Hair, un purasangre llamado
Ollie’s Offspring se rompió la pata por la espinilla, de puro esfuerzo, cuando
estaba a 20 metros escasos de ganar la última carrera. De las gradas se elevó
un gemido unánime de angustia. El caballo tuvo que ser sacrificado, delante de
5.000 personas, y evacuado con un tractor.
A la mañana siguiente,
al hablar de nuevo con Tee, vi que el suceso le había afectado. «Me ha
dolido en el alma», dijo. Su padre le había aconsejado que lo
afrontara con filosofía, a la manera de los crow. Pero Tee me confesó que no
era tan fácil de aceptar, por sus sentimientos hacia estos animales y los
servicios que prestan. Se golpeó el pecho con el puño y proclamó: «Es amor,
ni más ni menos. Uno debe proteger a su caballo».
Los relevos indios no
son la única gesta que evoca las grandes dotes para la equitación que tuvieron
los nativos americanos en el pasado. En el Omak Stampede, un rodeo que se celebra
en Omak, Washinton, una
localidad lindante con la Reserva
India Colville, el
broche final de cada día es una ronda eliminatoria de la famosa (infame para
algunos) Carrera Suicida. Ideada por un publicista blanco
en 1935, la prueba tiene sus raíces en las antiguas carreras de resistencia. En ella se admite a cualquiera que
esté lo bastante loco como para conducir a su caballo por un abrupto descenso
(una pendiente de 62 grados: un risco vertical desde el punto de vista de un
equino) hasta el río Okanogan.
Antes de la Carrera Suicida algunos jinetes rezan en un lugar ceremonial o
engalanan a sus caballos con plumas de águila. Otros se
limitan a ajustarse el casco y el chaleco salvavidas, y se encomiendan a la
suerte. Más de una docena de animales llegan al agua casi en el mismo instante,
atraviesan a nado la sección más profunda del cauce, se encaraman por la margen
opuesta y entran al galope en la arena del rodeo hasta la iluminada línea de
meta, un punto en el que sus jinetes –al menos los más hábiles y afortunados–
están empapados pero siguen sobre sus monturas. Humane
Society, una sociedad protectora
de animales estadounidense, critica este espectáculo, que en las últimas
décadas ha causado la muerte de más de 20 caballos. El
veterinario oficial del evento, Dan DeWeert, me expuso su
particular punto de vista: «Esta es una carrera fantástica… siempre que
no se requieran mis servicios».
La tarde siguiente tuve ocasión de
conversar con una encantadora mujer de cabello cano, Matilda «Tillie» Timentwa Gorr, en su
tenderete de cuentas y tejidos artesanos del campamento indio. Mientras los
tambores de un consejo tribal retumbaban en nuestros oídos, me contó algunas
cosas sobre su familia, cuya vinculación a los caballos se remontaba por lo
menos hasta su abuelo, el jefe Louie
Timentwa, criador y tratante que había llegado a poseer
300 cabezas. Muchos de aquellos animales habían sido capturados en estado
salvaje –los llamados mustangs o
cimarrones– en las montañas de los alrededores. Tillie recordaba que cuando
su padre era joven, el abuelo Louie lo enviaba al monte con una instrucción muy
precisa: no regresar a casa montado en el mismo caballo. «Y nunca lo hizo», me aseguró ella. Su padre echaba el lazo a un mustang, le vendaba los
ojos, lo maneaba y luego lo ensillaba. Seguidamente le aflojaba la maniota,
saltaba sobre su lomo, le desataba la venda, se agarraba con fuerza durante el
corcoveo, y al fin lograba domeñarlo y llevarlo a casa. Su montura habitual lo
seguía por propia iniciativa. De todos modos, la pericia en la monta no se
limitaba a los miembros masculinos de la familia. La hija de Tillie, Kathy, participó en la
Carrera Suicida el año en que cumplió los 18. Fue una mala experiencia: la
embistieron por detrás, el caballo cayó al suelo, ella se fracturó la pierna y
hubo que matar al pobre animal. Tillie no consintió que volviera a participar
en la prueba.
Otra albacea de aquel legado cultural era Mary Marchand, una enérgica
octogenaria con 211 descendientes, y matriarca de las Tribus Confederadas de la Reserva
Colville. Mary y uno de sus hijos, Randy Lewis, se
acomodaron junto a mí frente a la rampa de la Carrera Suicida mientras
charlábamos sobre los viejos tiempos. Tiempo después de nuestro encuentro Mary
falleció, y fue muy llorada por su comunidad. Pero aquel día estaba animada y
llena de vida; lucía una blusa bordada de tonos azules, un collar de cuentas y
hueso de alce tallado, y una visera de color lavanda donde se leía la palabra «Harvard». Tal
y como ella las recordaba, en
las antiguas carreras de resistencia, que cubrían unos ocho kilómetros a través
de las montañas, los jinetes hacían saltar a sus caballos sobre rocas y
troncos, corrían ladera abajo y a veces incluso nadaban en los ríos. Les
pregunté desde cuándo existían aquellas carreras. «Oh, vaya...», empezó a decir la anciana, perdida por un momento en el tiempo y la
memoria. Fue Randy quien le dio voz: «Desde que tenemos caballos».
Estas costumbres no solo son tribales, sino que
impregnan el ámbito familiar. El extenso clan de Tee Big Hair constituye un
claro ejemplo; otro lo descubrí en la persona de una joven pies negros
llamada Johnna Laplant, una amazona alta y esbelta procedente
de Browning, Montana, apasionada de los caballos. La
primera vez que la vi fue en el Pendleton Round-Up. Vestía de azul
y cabalgaba un purasangre castrado de pelaje marrón oscuro en la Carrera
Femenina, una prueba caracterizada por la monta a pelo y en la que participan
mujeres indias. Johnna compitió ferozmente y salió victoriosa.
Entonces surgieron las complicaciones. Una adversaria cayó al suelo. El caballo
que se había quedado sin jinete y los auxiliares que cabalgaban tras él lanzándole
lazos resultaron una combinación fatal para Johnna y sus contrincantes, que se
las vieron y desearon para detener sus caballos una vez cruzada la meta. Al ver
la persecución de los auxiliares, el caballo de Johnna se confundió y siguió
corriendo.
Mientras tanto otra joven participante a lomos de un purasangre bayo dejó que
su caballo diera media vuelta y arrancara a galope por la pista en sentido
contrario. Todos presentimos lo que se avecinaba, miles de espectadores en las
gradas pensamos a un tiempo «no… no… no…», hasta que ocurrió. El
bayo esquivó a un caballo que venía de cara y se estrelló frontalmente contra
el castrado de Johnna, quien voló por los aires y se desplomó en la arena. Los
dos animales y la otra mujer cayeron también. Johnna permaneció inmóvil,
tumbada en el suelo. El castrado logró levantarse, pero aparentemente se había
roto la pata anterior derecha. A Johnna se la llevaron en camilla.
Meses después volví a coincidir con ella en Missoula, Montana,
y me dijo que su purasangre marrón había sobrevivido. Al final no hubo
fractura, solo sufrió una lesión muscular de la que fue recuperándose poco a
poco. En cuanto a ella, tuvo conmoción cerebral y un corte en el cuero
cabelludo a la altura de la nuca, donde un caballo le pisoteó la cabeza, con
abundante sangrado. Pero ahora se encontraba bien y había participado en
algunos eventos a lo largo del último verano. Había ganado de nuevo la Carrera
Femenina de Pendleton. Y había actuado de catcher en el equipo de relevos de su
primo, un tal Narsis Reevis.
Narsis, de 30 años, más bien larguirucho, tenía un papel importante en
el relato de Johnna. Había estado presente en el accidente de Pendleton y fue
uno de los primeros que acudió en su auxilio. Al enterarse de que la caída no
era grave, se esfumó para participar en la prueba de Relevos Indios, y
conquistó la victoria. Era un maestro en esta especialidad. Su estatura le
permitía utilizar la misma técnica que el veterano Dennis Big Hair.
Narsis había enseñado a cabalgar a Johnna. «De no ser por él –dijo
la joven–, hoy no sabría nada sobre caballos.»
Visité a Narsis en Browning, una población situada en una reserva
al este del Parque Nacional Glacier. Me habló de su abuelo, Lloyd «Curly» Reevis,
un vaquero de profesión ya entrado en años que lo había acogido en las cuadras
que tenía a su cargo cuando era un chiquillo. En su día Curly había competido
en diversos rodeos, sobre todo como lacero. «Son los únicos caballos con los
que crecí, buenos caballos de lazo –afirmó Narsis–. Alcanzan
gran velocidad y son muy receptivos a las riendas.» Sus tíos Steve y Tim
Reevis, excelentes jinetes, también habían estado allí, ayudando al pequeño en
su aprendizaje. Posteriormente Steve colaboró en la película Bailando con lobos
como especialista, mientras que Tim trabajó nueve años en un espectáculo del
Salvaje Oeste en Euro Disney.
El día que conocí a Curly Reevis me encontré con un personaje
regio, de constitución robusta. Tenía 79 años. Llevaba un sombrero vaquero de
color negro y una chaqueta a juego. Su rostro estaba surcado de arrugas
profundas, tenía las orejas alargadas y en los ojos se apreciaba un destello de
ingenio. Me reveló algunos datos sobre la historia familiar de los Reevis.
Primer punto que debía saber: su ascendencia era mitad francesa y mitad pies
negros. Segundo punto: los caballos. «Teníamos caballos por todas partes»,
dijo refiriéndose a su infancia. Caballos en los cercados, caballos salvajes
corriendo libremente; subían a la cima de una colina, miraban a su alrededor y
veían caballos. «En la reserva, esa era nuestra vida», resumió.
Esa era su vida: familia y caballos. Su
historia recordaba de algún modo la que me había descrito Toni Minthorn,
en Pendleton, al referirse a la niña pobre sin una muñeca pero con 47 caballos.
Y cuadraba también con lo que me había explicado Johnna, que era bisnieta de
Curly. Del mismo modo que Narsis le había enseñado a montar, y los tíos Tim y
Steve habían enseñado a Narsis, y anteriormente alguien había enseñado a Curly,
ahora Johnna instruía a sus primos más pequeños. Las niñas de entre seis y ocho
años de la reserva y varios chicos algo mayores ya daban muestras de confianza
a lomos de una montura y de un talento floreciente como jinetes bajo la tutela
de una heroína familiar, la prima alta y esbelta que había ganado dos veces en
Pendleton. Puede que la cadena de transmisión no sea eterna, pero es muy
valiosa.
Uno asimila las aptitudes y la pasión que ha
heredado de sus antepasados; aprende el método de sus mayores y hace suya esa
pasión; consigue perfeccionarse, convertirse en un experto, y luego es generoso
con la pericia adquirida; cuida con amor y sensatez de sus animales; pasa el
testigo de la tradición familiar a parientes más jóvenes. Fortalece así la
unión y el orgullo de su familia. Ese es el Relevo Indio por excelencia.
https://historia.nationalgeographic.com.es/a/nativos-americanos-caballo-y-nuevo-mundo_8048/24
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