El mayor esplendor de la moda de España fue con Carlos V y Felipe II”
Carlos
I y su esposa Isabel de Portugal. Copia de Rubens de un cuadro desparecido de
Tiziano. Dominio público.
La moda es un
fenómeno indispensable para conocer la sociedad. De la indumentaria trascienden
datos históricos fundamentales, como desvela Historia de la moda en
España. De la mantilla al bikini (Catarata), de la historiadora Ana
Velasco Molpeceres, quien sostiene que “vestir es definir una identidad”, individual
y colectiva. Del esplendor de la moda a la española con los Austrias al
fenómeno Zara, pasando por las figuras de los chulapos o Eugenia de Montijo, la
evolución del vestir nacional impregna (y se ve impregnada por) los cambios
sociales, políticos y culturales del país.
Licenciada en
Periodismo, graduada en Historia del Arte y en Geografía e Historia y doctora
en Español, la autora está especializada en estudios sobre moda, cambio social,
historia contemporánea y medios de comunicación. En este ensayo desgrana las
particularidades de las modas españolas y cómo son útiles para conocer los
cambios de las mentalidades.
Ana Velasco Molpeceres,
autora del libro “Historia de la Moda en España. De la mantilla al bikini”
(Catarata)
¿Qué
prendas ha dejado la historia de la moda española?
La península
ibérica tiene una rica tradición indumentaria. En ella tienen origen algunas
prendas que han marcado la apariencia durante siglos en Occidente. El verdugo,
una falda armada con aros que surgió a finales del XV, es clave, porque hasta
el siglo XIX, e incluso en el XX, definió el aspecto de las mujeres. También la
mantilla es importantísima.
En la moda
masculina, el traje a la española, negro, fue fundamental en Europa con los
Austrias, y es probable que de esas maneras haya algo en el actual traje de
hombre. También los cueros españoles finamente trabajados, el esparto, los
bordados y los encajes son muy afamados.
¿Cómo se aprecia la herencia
musulmana?
Es muy importante en la
historia de la moda española y europea, pues los tejidos fueron admirados.
Hasta el siglo XIV circulaban, fundamentalmente, a través de la península, y
fueron muy célebres, por ejemplo, las labores musulmanas, como también los
cueros y las sedas. En Córdoba, las manufacturas de cuero tuvieron tanta fama
por la fineza que se conocen hasta hoy como cordobanes.
Numerosas prendas y tocados
eran de Al-Ándalus, como los turbantes, las calzas moras, las camisas labradas
o los zaragüelles, que se siguen llevando en el traje tradicional valenciano...
Se puede ver la influencia también en el vocabulario (almexia, albanega,
albornoz). La visión de Al-Ándalus como enfrentado a las modas cristianas no es
correcta. No solo es que hubiera trasvases, es que también tenía mucho
prestigio.
Labrador con zaragüelles, calzones anchos de la indumentaria masculina
tradicional valenciana y murciana.
Dominio público
¿En qué época y cómo han
estado más relacionados política y moda?
Su relación es
constante. No se pueden separar porque la moda habla de la identidad, de cómo
nos reconocemos y nos reconocen. Al entroncar con el lujo, se relaciona con la
clase social, la movilidad o el estatismo y la representación del poder. En el
Antiguo Régimen esta relación era más fuerte.
Ahora, la
influencia de la contracultura y de la democratización y la industrialización
permiten vestir, en cierta medida, al margen de esas cuestiones. Se han borrado
las fronteras nacionales y de clase, porque se han popularizado unos gustos que
no son elitistas (camisetas, vaqueros, tatuajes). A la vez, la influencia de la
política en la moda es altísima también hoy, pues afecta a cuestiones de género
y de clase. Desde ese punto de vista, quizá la politización es mayor que nunca,
pues todo se lee en clave política.
¿Hasta qué punto la moda ha
sido sinónimo de estatus y diferencia de clases? ¿Cuándo se acabó con esta
circunstancia?
Al relacionarse con la
demostración de poder, la moda se vinculó muy pronto a las élites y las
dinámicas de ascensión social. Muchos expertos consideran que es en la Edad de
los Metales cuando este proceso se concreta, pues surgen unos protoestados con
élites que controlan los bienes de lujo y se relacionan por toda Europa. Por
otra parte, la moda moderna surge en torno a los siglos XIV o XV. Con la
burguesía y el surgimiento de novedades, ir a la moda cobra trascendencia.
Hoy sigue siendo una forma de
diferenciación de clases, aunque, por la influencia de los movimientos
sociales, la democratización y la contracultura, realmente es imposible saber
de qué clase social es alguien. Puedes tener millones e ir tatuado de pies a
cabeza, con unas Adidas, vaqueros rotos y camiseta, o ser el último de la
fila.
Tipos populares en la romería de San Eugenio. Obra de Inocencio Medina
Vera, 1910.
Catarata
Las revoluciones liberales de
principios del XIX marcaron una ruptura para los hombres que, en el caso de las
mujeres, se dilató hasta la Gran Guerra o incluso la Segunda Guerra Mundial.
Pero, probablemente, la gran ruptura venga con la era del plástico y la Guerra
Fría.
Piezas como las caderas
postizas fueron causa de excomunión. ¿Cuál ha sido la relación de la Iglesia
con la moda?
La Iglesia y el poder político
han ejercido injerencias en las modas. Pero nadie hacía caso de las leyes
suntuarias. De hecho, para saber qué se llevaba, en general basta con ver qué
se prohibía, pues esas leyes eran sistemáticamente desobedecidas. La Iglesia
intentó velar por la decencia, contra el despilfarro y lo sensual, cosa que
sigue haciendo.
Con Franco esta
influencia se puede ver claramente, pues la moda fue cuestión de debate
público, en particular en torno a las mujeres. Por ello, la moda fue y es un
escenario tan importante para el feminismo. Hoy también la Iglesia promueve esa
moralidad, aunque paulatinamente es más comprensiva. Otra cosa es su influencia
social, muy baja y cada vez menor.
A
su juicio, ¿cuál ha sido el momento histórico de mayor esplendor de la moda
española?
El mayor
esplendor fue la moda a la española, que se difundió con los Austrias, y en
particular con Carlos V y Felipe II. No obstante, en el XIX también tuvo su
importancia el majismo, que se promovió en torno a los majos y las majas y los
chulos y chulapas, así como al traje de flamenca o la bata de cola, con
mantillas y mantones de Manila.
Ilustración con varios tipos castizos en el Madrid del siglo XIX.
Esos
majos/chulapos hoy se ven como parte de la cultura popular madrileña. Usted
sostiene que su calado fue más hondo.
Aunque
normalmente se busca imitar a las élites, en diversos momentos han estado de moda
gustos populares. En el XVIII, el majismo fue un fenómeno crucial. La corte
gustó de imitar a los majos madrileños. Su influencia fue tal que el traje de
torero e incluso el toreo que hoy conocemos vienen de esa época. Otro momento,
más vinculado a las chulapas, llegaría a finales del XIX por la influencia de
la zarzuela.
¿Qué
supone la mantilla en la moda española?
Es un icono de lo
español. Es un manto rico que se puso de moda en torno al siglo XVII, en
oposición al tapado que las mujeres llevaban en la calle (unos mantos que las
cubrían enteras, dejando ver solo un ojo y las manos). Esto fomentaba
desórdenes y se condenó, en diversas leyes, promoviéndose la mantilla.
https://historiacolor.wordpress.com/2016/09/25/mujer-con-mantilla-1910/
María Luisa de Orleans vestida a la española en un retrato
de 1679.
Por otra parte,
la mantilla está asociada a los toros y la Semana Santa, pues a partir del XIX
perdió influencia frente a los sombreros, y su uso se redujo a esos contextos,
digamos tradicionales. Por eso también hoy se ve como “typical Spanish”,
aunque su historia es mucho más interesante. Sin embargo, es cierto que es un
símbolo de la mujer y la España de antes. Como en todos los estereotipos, algo
hay de verdad en esa asociación con la España negra. Pero también mucho mito.
El
franquismo paralizó el devenir de la moda. La visita de Eva Perón en 1947
supuso un punto de inflexión. ¿Por qué?
La dictadura fue
extremadamente perniciosa para la economía. Franco, por mucho que se hable del
“milagro económico español” en los sesenta, no supuso prosperidad. Los cuarenta
fueron durísimos, la industria estaba destrozada. La Segunda Guerra Mundial
impidió que, de haber habido producción, se hubiera podido exportar, y en el
país tampoco había un mercado interior.
Cuando llegó
Evita Perón hizo un despliegue de poder con su ropa e impactó con su glamur.
Coincidió con el fin de la Segunda Guerra Mundial y la vuelta de la moda a la
normalización.
El
franquismo encontró en la moda un método de propaganda. ¿Cómo la utilizó?
A partir de los
cincuenta se fomentó la moda hecha en España como propaganda. Se apoyó a los
diseñadores, en particular a los de la Cooperativa de la moda española, fundada
por Pedro Rodríguez, pero poco más. Como hoy. La moda española se sigue
utilizando como forma de propaganda de lo español. Eso es algo positivo, la
moda es cultura y mueve mucho dinero y trabajo. Debe dejar de verse como algo
frívolo.
El modisto español Marbel en
Nueva York, en una información recogida por 'Mundo Hispánico' en 1955.
¿Qué
supusieron los años sesenta para la moda española?
A nivel
internacional, una modernización de la apariencia. En España, una relajación de
la moral nacionalcatólica y la apertura a las tendencias internacionales, la
nueva sociabilidad y la cultura juvenil propia de la Guerra Fría. El bikini es un símbolo de la modernización, aunque sin
olvidar que ese fue el discurso interesado de la dictadura.
¿Cómo no vamos a
ser un país de primera si la gente viste como en las películas extranjeras? La
moda fue ambivalente en eso. Los españoles parecían modernos, pero no lo eran.
La dictadura fue enormemente represiva. Por eso en los ochenta hubo otra
muestra de modernidad en la ropa y las maneras, contra el franquismo
sociológico que estaba relativamente cómodo o transigía con los bikinis y los
vaqueros.
La emperatriz Eugenia de
Montijo con mantilla en una fotografía de 1856
¿Qué
figura de la moda española es su favorita?
Admiro a Eugenia
de Montijo. Entendió que la moda era política, e hizo de sí misma una forma de
promoción del Segundo
Imperio. Puso de moda en Francia las
mantillas, que curiosamente en España se veían como poco modernas, ya que se
prefería lo francés.
Su figura está
poco valorada, pese a que hizo muchas cosas. En torno a ella se construyó la
industria de la moda como la entendemos hoy, y fue un inglés, Worth, quien
extendió ese modelo. En 2020 se cumplió el centenario de su fallecimiento, y me
parece necesario recordarla, insistiendo en su noción de moda política.
Mujer y
moda: vestidas para avanzar
HIJOS DE LOS AÑOS VEINTE
Una
joven “flapper” fumando mientras lee. Fotografía de 1922. (Dominio público)
“Aunque parezcan
vanas nimiedades, las prendas de ropa desempeñan, por lo que dicen, funciones
más importantes que la de abrigarnos. Cambian nuestra visión del
mundo y la visión que el mundo tiene de nosotros”. Son palabras de
Virginia Woolf en su novela Orlando, una biografía paródica de su
amante Vita Sackville-West publicada en 1928.
El protagonista,
Orlando, es un aristócrata del siglo XVII que, tras un largo sopor, despierta
convertido en mujer. Siendo, en esencia, la misma persona, su inesperado cambio
de genitales le aboca a vivir hilarantes situaciones y a alternar
la vestimenta femenina con la masculina. No es lo mismo,
descubre, hablar, escribir, atraer miradas, ser escuchados o, simplemente,
moverse con soltura cuando un corsé, unos tacones o unas enaguas
nos encasillan en primorosas jaulas doradas de fragilidad,
torpeza y decoro.
Woolf publica su
ironía sobre los límites de género al final de una década en que todas las
mujeres de su generación, incluso las más tradicionales, los están
cuestionando. Y lo hacen desde uno de los pocos terrenos que siempre han pisado
con fuerza: la moda. Si su Orlando es andrógino, no lo son menos las flappers, que adoptan costumbres como fumar, beber,
conducir, cruzar las piernas o llevar el pelo corto, hasta entonces reservadas en exclusiva a los
hombres.
Libertad
de movimientos, movimientos por la libertad
¿De dónde sale
este afán emancipador, que tanto escandaliza a sus abuelas victorianas? Se
trata, en parte, de una consecuencia imprevista de la Primera Guerra
Mundial. Con los hombres en el
frente, muchas mujeres europeas y norteamericanas asumen trabajos
tanto sanitarios como administrativos. Su papel en las fábricas y en
el campo pasa de accesorio a fundamental. En casa, toman decisiones sin
preguntar. Necesitan ser prácticas y eficaces. No pueden permitirse el lujo de
marearse por falta de aire, ni desperdiciar una mano útil en sostener
sombrillas o en recogerse la falda a cada escalón.
Un grupo de jóvenes en
Minnesota en 1924.
Volverse
imprescindible ayuda a obtener derechos. Las sufragistas, que ya han ganado sus primeras batallas en Nueva
Zelanda, Australia, Finlandia o Dinamarca, se apuntan nuevos
tantos. En Canadá, desde 1917, pueden votar las viudas de guerra o las
mujeres vinculadas al Ejército. En 1918 votan por primera vez las británicas
mayores de treinta años y las soviéticas. En 1920, todas las estadounidenses. En
la neutral España, solteras emancipadas y viudas casi lo logran un poco después:
estuvieron a punto de ejercer el sufragio activo en unas municipales previstas
para 1925, que finalmente no se celebraron.
Después de la
contienda, las más jóvenes y atrevidas se negarán a abandonar las pequeñas
parcelas de territorio masculino conquistadas. Se acabó eso de dar recitales de
piano en casa e ir a todas partes con carabina. Las formas rectas y el cabello
corto se adueñan de la moda. Hacia el final de la década, hasta las amas de
casa más convencionales llevarán ya el peinado Bob: ondulado o
liso, corto en la nuca y algo más largo por delante, pero nunca
por debajo de la barbilla. Para las más osadas quedará el estilo
Eton: conciso, engominado, indistinguible de cualquier corte
masculino. En el colmo de la provocación, unas pocas bohemias se atreven con
corbatas, americanas, esmoquin y monóculos.
Adiós,
corsé, adiós
Para la mayoría,
el estilo garçonne no es tan extremo. Se reduce, simplemente,
a mostrar una silueta tubular, lo más recta posible. Esto requiere un aire
adolescente innato o mucha arquitectura interna para disimular senos y caderas.
Se acabó el corsé, sí, pero la nueva comodidad tiene sus límites. El
sujetador tiene por objeto aplastar el pecho, en vez de realzarlo. Las
caderas se suavizan con fajas elásticas. Para las más curvilíneas hay modelos
que van desde la axila hasta la ingle. El efecto se refuerza con una
combinación de tirantes, media combinación o un conjunto holgado de camisola
y culotte.
Escaparate de una tienda de
moda en los años veinte.
En casa es
perfectamente lícito recibir a las visitas ataviada con un pijama
de seda, que debe lucirse, eso sí, con zapatos de tacón. La era de los
pantalones elásticos y las deportivas aún queda lejos.
Donde sí reina el
confort absoluto es en vestidos, abrigos y conjuntos. Se distingue entre
prendas de día, de media tarde o de noche, pero todas destacan por desdibujar
la figura y favorecer el movimiento. La línea de corte cae en la cadera. Las
faldas, ligeramente evasés, llevan volantes, plisados, tablillas o godets para
pasear viendo escaparates, subir y bajar de automóviles y tranvías o disfrutar
a placer de los nuevos bailes. Las zancadas del
tango o los saltos y aleteos del charlestón serían impensables sin la ropa que los hizo posibles.
La nueva mujer
del siglo XX participa en todo el circuito comercial de la moda. Hay modistos
extraordinarios, como Paul Poiret o Jean Patou, pero las nuevas
reinas del diseño tienen nombre femenino. Coco Chanel, minimalista
por excelencia, inventa los trajes de punto y despoja al negro de sus tintes
fúnebres, sacralizando el little black dress que aún hoy forma
parte de cualquier fondo de armario. Elsa Schiaparelli lleva
a la moda la extravagancia del Surrealismo. Madeleine
Vionnet idea fluidos drapeados y profundos escotes de
espalda. Sonia Delaunay crea coloristas
estampados art déco, Varvara Stepanova traslada
el Constructivismo a prendas deportivas o de trabajo.
La aviadora Amelia Earhart.
Y es que la
nueva mujer, o al menos la nueva mujer adinerada, se atreve a nadar en vez de limitarse a “tomar baños”. Esquía o monta a caballo en pantalón, juega al
golf o al tenis, hace gimnasia, se broncea. Las tenistas Suzanne Lenglen y
Helen Wills se cuentan entre los primeros referentes deportivos. La
aviadora Amelia Earhart, primera en cruzar el Atlántico,
lanza una línea de maletas y ropa de viaje. Por fin hay famosas activas y
valientes a las que imitar.
Glamur
para todas
Poiret se burla
de Chanel acusándola de lograr que las duquesas parezcan dependientas. Algo de
razón tiene. La simplicidad de sus diseños, o “pobreza de lujo”, como él la
llama, facilita la aparición del prêt-à-porter. Por
primera vez es posible vestir a mujeres muy distintas sin precisión milimétrica.
Con unas cuantas tallas generales y unos pocos ajustes, todas pueden lucir el
mismo modelo.
En un intento de
esquivar la piratería, las grandes marcas de París venden sus
patrones a las boutiques más exclusivas del
mundo. Aun así, proliferan las copias no autorizadas: revistas de patrones,
modistas locales, tiendas de provincias, talleres de confección para venta por
catálogo reproducen en masa el look de las socialites y
las estrellas de cine.
El tweed o el
punto, tejidos inesperadamente revalorizados, no son tan caros. Y
una milagrosa fibra artificial pone en jaque a la seda: el rayón. Brillante,
barato, producible en cantidades industriales, el rayón está al alcance de
todos los bolsillos. Peluqueras, camareras y secretarias pueden sentirse y
vestir como princesas. Y, lo que es aún mejor, pagárselo ellas mismas.
Los complementos
se vuelven fundamentales. Que se lo digan, si no, a la pintora Maruja
Mallo. Paseando por la madrileña Puerta del Sol junto a Margarita Manso, Salvador Dalí y
Federico García Lorca, se les
ocurrió quitarse el sombrero en un alarde de ingenua rebeldía. “Nos apedrearon,
llamándonos de todo”, contaría Mallo años después. De esta anécdota surge
el apelativo “las Sinsombrero”, para referirse a las artistas e
intelectuales, largamente olvidadas, de la Generación del 27.
Pintura de Hugo Boettinger del año 1926.
Aunque todavía
resulta impensable salir sin encasquetarse el característico sombrero cloché o,
en su defecto, un turbante o boina, la década de los veinte ve nacer un cúmulo
de pequeñas rebeliones estilísticas, todas ellas fruto de la relativa
independencia de unas pocas pioneras. La bisutería ya no es de mal gusto. El
maquillaje vistoso, otrora reservado a las prostitutas, se adueña de los
salones respetables, con el rojo como protagonista en labios y uñas.
Elizabeth Arden y Helena Rubinstein tienen parte de culpa.
Para desmayo de
los puritanos, el pie gana protagonismo a medida que los bajos se acortan y las
medias, de satinado color carne, simulan la piel desnuda. En 1925, el año en
que se publica El gran Gatsby, las faldas ya están por encima de la
rodilla. Un récord histórico que las más coquetas aprovechan para mostrar, como
al descuido, blondas y ligueros. En España, la Iglesia católica
llama a las muchachas al orden y las insta a organizarse en
grupos de guardianas de la moral que, paradójicamente, acabarán dotando de
cierta autonomía incluso a las conservadoras.
La de los veinte
es la década en la que Lee Miller pasa de modelo a fotógrafa, en
la que Cecilia Payne-Gaposchkin descubre que las estrellas están compuestas de
hidrógeno, en la que Zelda Fitzgerald planta cara a su célebre esposo publicando
una novela sobre su vida en común, en la que Georgia O’Keefe pinta
con flores la sexualidad femenina, en la que Margarita Nelken escribe
buena parte de sus ensayos feministas y Virginia Woolf reivindica, en Una
habitación propia, la independencia económica como abono indispensable del
talento.
Atribuir a la
moda todos estos logros sería desbarrar, pero tampoco sería justo desvincularla
de ellos. Pintarse los labios, bailar sin corsé, aprender
mecanografía o vender perfume fueron gestos de libertad para toda
una generación de mujeres corrientes. Parafraseando a Jacqueline Herald,
tras el crac del
29 los bajos de los vestidos
se desplomaron tan bruscamente como las acciones. Algo tendrá que ver.














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