EN SIRIA HABITARON LOS PRIMEROS MONJES
CRISTIANOS
Si en todos los países y en todas las épocas de la historia religiosa
han aparecido movimientos de espiritualidad, tendentes hacia una vida más
evangélica, éstos se manifestaron de un modo espectacular en la provincia siria
durante los siglos IV, V y VI. ¿Quién fue el primer cristiano que se retiró a
la soledad para vivir «la vida angélica»? ¿Cuándo apareció la vida monástica en
Siria? Preguntas hasta hoy sin respuesta. La Historia religiosa de Teodoreto de
Ciro, documento básico para conocer la vida de los primeros gigantes de la
ascesis siria, nada nos dice del origen del movimiento monástico.
Hasta hace algunos años, se creía que el monacato sirio derivaba
directamente del egipcio, ya que se pensaba que el movimiento nació en el Valle
del Nilo y de allí se extendió a Siria, Mesopotamia y Palestina. Hoy, en
cambio, nos inclinamos por un origen autónomo del monacato sirio, acaso
paralelo al egipcio. El monacato sirio parece haber nacido fuera de toda
influencia extranjera. Esto no quiere decir que, en una etapa posterior, no
haya habido intercambios de influencias entre las instituciones sirias y
egipcias. «Creo, escribe J. M. Fiey, que hoy se está de acuerdo en afirmar que
el fenómeno monástico y después el cenobitismo nació y se extendió,
independientemente y casi simultáneamente, en Egipto y en
Palestina-Siria-Mesopotamia. Pero mientras el primitivo monacato egipcio tiene
figuras conocidas: Antonio, Pablo, Macario, etc., el monacato sirio no ha
conservado el recuerdo de sus grandes antepasados».
No es exagerado si
decimos que Siria estuvo en la vanguardia del movimiento monástico y que
conoció una vida religiosa tan próspera, si no más, como Egipto. Es sabido que
el historiador eclesiástico Teodoreto, obispo de Ciro, quiso demostrar, entre
otras cosas, escribiendo su Historia religiosa, que los monjes sirios no eran
inferiores a los del Valle del Nilo ni en número, ni en santidad, ni en proezas
ascéticas. El obispo historiador les compara, por su número, a las innumerables
flores que brotan cada primavera en los campos, donde cada una exhala su
perfume característico. Sin embargo, la historia del monacato sirio bajo sus
dos formas: anacorética y cenobítica, es casi desconocida. «La historia del
monacato sirio y de sus instituciones, escribe S. Jargy, ha sido la menos
estudiada y, por eso mismo, la peor conocida». Aparte de san Juan Crisóstomo y
Teodoreto de Ciro que escribieron sobre la vida de los monjes sirios, raros son
los autores que nos hablan de la primitiva vida monástica en Siria. No nos
queda otro recurso, si queremos conocer las instituciones monásticas, que la
investigación arqueológica, por cierto muy rica y poco explorada hasta la
fecha. La investigación arqueológica será la fuente principal del presente
estudio y gracias a ella nos será posible reconstruir, en parte, la vida de los
monjes de los primeros siglos.
La historia
religiosa de este período se caracteriza por una búsqueda de nuevas formas de
vida cristiana. En efecto, Siria es el terreno fértil donde aparecen las más
originales manifestaciones de vida solitaria, profundamente marcadas por el
espíritu individualista de la raza. Todas las formas de ascesis cristiana se
dan cita en las soledades sirias, desde el cenobitismo civilizado hasta el
anacoretismo semisalvaje. Teodoreto de Ciro se complace en enumerar las
singularidades carismáticas de sus conciudadanos y las técnicas ascéticas de
sus monjes cuando escribe:
“El enemigo común de los hombres, en su deseo de conducir la raza humana
a su perdición, ha encontrado innumerables vías de vicio. Paralelamente las
criaturas de la piedad (los monjes) han descubierto diferentes escaleras para
subir al cielo. Los más, innumerables, se reúnen en grupos (…), otros abrazan
la vida solitaria (…), hay quienes habitan bajo tiendas o en cabañas, otros prefieren
vivir en cavernas o en grutas. Muchos no quieren saber de grutas, ni de
cavernas, ni de tiendas, ni de cabañas y viven a la intemperie, expuestos al
frío y al calor (…). Entre éstos, hay quienes están constantemente de pie,
otros sólo una parte del día. Algunos cercan el lugar donde se encuentran con
una tapia, otros no toman tales precauciones y quedan expuestos, sin defensa, a
las miradas de los que pasan".
Téngase en cuenta
que los monjes sirios, y más particularmente los anacoretas, gozaban de una
gran libertad para organizar su vida. En general, vivían libres como los
pájaros del cielo, sin reglamento de vida, ni superior, al menos los del primer
período que va hasta el concilio de Calcedonia, año 451. Las sagradas
escrituras, las máximas de los ancianos y, sobre todo, la iniciativa personal,
eran las normas sobre las que basaban su espiritualidad. Cada solitario
consultaba sus fuerzas y, siguiendo el carisma que le dictaba la conciencia, se
comportaba como le parecía. Gracias a esta libertad de organización, el
monacato sirio produjo los más pintorescos y variados ejemplos de vida
monástica. Sin pretender ser exhaustivos, enumeraremos las diversas categorías
de monjes que marcaron al monacato sirio.
Los estacionarios o los monjes que se condenaban a la
statio o inmovilización absoluta. Se imponían como regla estar siempre de pie,
sin hablar ni alzar los ojos, sin extenderse para dormir. «Entre éstos, anota
Teodoreto, hay quienes están constantemente de pie, otros sólo una parte del
día». Teodoreto enumera entre los primeros a Moisés, Antíoco y Zebinas. Este,
no pudiendo conservar, al final de sus días, la posición vertical todo el
tiempo, se valía de un bastón como apoyo. Su discípulo Policronio, llegado a
viejo, se dejó persuadir por Teodoreto, y se construyó una estrecha celda.
Apoyaba su cuerpo en la pared y asi evitaba las caídas. La statio prolongada
agotó tanto a Abraham de Carres que no pudo caminar más. Abba «pasaba el día y
la noche de pie o arrodillado, ofreciendo oraciones a Dios». Otros, para
mantenerse en posición vertical, sobre todo cuando dormían, se ataban a un
poste o se hacían pasar una cuerda debajo de los sobacos o se ataban a una viga
del techo.
Esta terrible
ascesis seguía practicándose en el siglo X, ya que el célebre Rabban Yozedeq de
Mesopotamia «estaba constantemente de pie y caminaba siempre, ya orase, ya
recitase los salmos». Cuando, vencido por el sueño, su cuerpo le pedía un poco
de descanso, se acostaba sobre una tabla inclinada con el fin de que sus pies
tocasen tierra y así dormía.
Los dendritas, del griego donaron, árbol. Eran
anacoretas que vivían en los árboles, imagen de nuestros antepasados
paleolíticos. Construían sobre las ramas una especie de cabaña y allí pasaban
su vida. Otros se privaban de este «lujo», como el dendrita que vivía en el
siglo VII en un gran ciprés junto al pueblo de Irenin, provincia de Apamea. La
providencia le permitió caer al suelo varias veces. Para evitar este
inconveniente, se ató al tronco del árbol con una cadena de hierro. Así, cuando
perdía el equilibrio, no llegaba al suelo, sino que quedaba suspendido entre
cielo y tierra, esperando la llegada de un alma caritativa que le pusiese en
posición vertical.
La ascesis dendrita emigró de Siria a occidente, ya que vemos, en el siglo
XIII, a san Antonio practicando este género de penitencia junto a Padua. El
santo se hizo construir una especie de cabaña entre las ramas de un gran nogal
y allí pasó los últimos días de su vida.
Los acemetas, del griego akemetoi o «los que no
duermen». Los sirios les llamaban chahore «o los que vigilan». Eran monjes que
vivían en comunidad y se turnaban por grupos en el coro con el fin de asegurar,
día y noche, la laus perennis o la recitación continua del oficio divino. Los
acemetas interpretaban a la letra las palabras de Jesús: «Es preciso orar en
todo tiempo y no desfallecer» (Le 18, 1). De esta manera la comunidad, en
cuanto tal, no dormía y estaba siempre presente en la oración. El tiempo no
ocupado por la oración, lo empleaban en el apostolado y en el servicio a los
necesitados. Aunque esta institución prosperó, sobre todo, en la región de
Constantinopla, tuvo sus orígenes en Siria. Alejandro, su fundador (muerto en
el 430), se estableció primeramente a orillas del Eufrates, jefe de una
comunidad de varios centenares de monjes. Aquí ejerció un fecundo apostolado en
la conversión de las tribus árabes de la estepa. Después, queriéndose instalar
en Antioquia, se encontró con la oposición del obispo Flaviano y, buscando
cielos más clementes, emigró a Bizancio.
El cenit de la más
ruda ascesis fue alcanzado por los monjes-pastores
o boskoí, en griego. Este es un término usado por el historiador Sozomeno para
designar a ciertos ascetas de costumbres salvajes. Vivían a la intemperie, en
la campaña, caminando a cuatro patas como los animales y alimentándose de
hierbas que pacían a la manera de las ovejas. Los obispos Lázaro y Jacobo
provenían de esta categoría de anacoretas.
Los más
desconcertantes anacoretas que poblaron las soledades sirias fueron los
dementes, dementes por Cristo,
saloi, en griego. Estos, para practicar la humildad y el desprecio de sí
mismos, vagabundeaban de día por los pueblos, haciéndose pasar por débiles
mentales o poseídos del demonio. La noche la consagraban a la oración solitaria
e intensa. El más ilustre representante de esta categoría de anacoretas fue san
Simeón el Loco, cuya vida fue escrita por su contemporáneo Leoncio, obispo de
Neápolis en Chipre (muerto en el 650). Originario de Emesa, hoy Homs, Simeón
pasó 39 años de vida solitaria a orillas del río Arnón, en la región oriental
del mar Muerto. Cansado de estar solo, decidió volver a su patria y dar ejemplo
inaudito de humildad a sus conciudadanos. Llegado a Emesa, entró a la iglesia
en el momento en que se celebraban los santos misterios. Provisto de un
tirabeque y de nueces, orientó su puntería hacia el altar, apagando una a una
las velas. Después subió al pulpito y comenzó a bombardear a las mujeres con
los proyectiles que le quedaban.
Su conducta
excéntrica llegó a la inmoralidad fingida. Un comerciante de vinos llegó a la
conclusión de que Simeón no era tan loco como le creían en Emesa y le dio
trabajo en su casa. Simeón, para huir de la vanagloria y hacer cambiar a su amo
de parecer, se propuso algo insólito. Durante la noche se filtró en la alcoba
donde dormía la mujer del comerciante y se hizo sorprender por el marido.
Echado de la casa a grandes gritos, el comerciante repetía, a quien quería
oírle, que Simeón era el más perverso de los hombres. Esto era precisamente lo
que buscaba el asceta. La santidad de Simeón fue reconocida después de su
muerte.
Los vagabundos, con este término queremos designar a
las malas hierbas de la pradera de Teodoreto. Eran monjes que, abusando de la
virtud de los otros, erraban de pueblo en pueblo, de casa en casa, perturbando
la paz de la Iglesia y del Estado. Era la mejor manera, según ellos, de
manifestar su condición de extranjeros y advenedizos en este mundo.
Sustrayéndose a toda disciplina, se imponían la más rigurosa ociosidad. «Por su
conducta no son monjes, dice de ellos el obispo Isoyahb, y por su hábito no son
seglares». San Jerónimo, desde su retiro de Caléis, lanza contra esta categoría
de monjes las invectivas más virulentas de su pluma. Los vagabundos fueron
condenados por diversos concilios regionales, prueba de que las malas hierbas
difícilmente se extirpan.
Otros, los estilitas, del griego stylos,
columna, para evitar el vagabundeo, vivían sobre columnas, en una inmovilidad
casi absoluta. Gracias al ascendiente de su fundador, san Simeón el Grande, el
estilitismo se propagó prodigiosamente en Siria, suscitando numerosas
vocaciones entre sus conciudadanos. Otra numerosa categoría de monjes sirios
fueron los reclusos o recluidos
voluntarios. Eran ascetas que, para evitar el mundanal ruido, se encerraban
en celdas estrechas, donde no hablaban más que con Dios.
En la primitiva
fauna monástica no podemos olvidar a los
hipetros, del griego ypethrios o monjes viviendo a la intemperie. Teodoreto
les clasifica en dos grupos: (1) los que se encerraban en recintos no
cubiertos, hechos de piedra sin argamasa, en donde el sol les tostaba en verano
y el hielo les torturaba en invierno y (2) los que, despreciando el más modesto
recinto, se exponían, inmóviles, a la curiosidad general, de tal manera que la
gente podía verles y palparles. El fundador de esta ascesis parece haber sido
san Marón. Este vivía al aire libre en el períbulo de un templo pagano, situado
«sobre una cima venerada por los paganos», seguramente sobre la actual montaña
de Qalaat Kalota, a 25 kilómetros al noroeste de Alepo. San Marón tenía junto a
sí una tienda, como precaución en caso de lluvia muy intensa, pero raramente se
guarecía en ella. San Marón tuvo muchos émulos. La misma ascesis fue practicada
por su discípulo Jacobo el Grande, que vivía en una montaña «a 30 estadios de
nuestra ciudad», es decir, a unos 5 kilómetros de Ciro. No tenía «ni tienda, ni
cabaña, ni recinto». El cielo le servía de techo. Un crudo día de invierno,
habiendo descuidado de guarecerse en una cueva, fue sepultado en la nieve. Así
permaneció tres días. Al cabo de este tiempo, unos campesinos que pasaban por
el lugar le sacaron de aquel frigorífico, usando palas y picos. Teodoreto
añade: «Todo el mundo podía verle combatir, hasta tal punto que rechazaba las
necesidades inevitables de la naturaleza». Finalmente, agotado por las
terribles penitencias, cayó enfermo de un flujo de bilis, después sanó y se
mantuvo firme hasta su muerte.
Otro discípulo de
san Marón fue Limneo, que practicó la misma ascesis sobre una eminencia que
domina el pueblo de Tárgala. Este asceta tuvo un colega en santidad llamado
Abba el Ismaelita, el cual, acostumbrado desde su nacimiento a vivir al raso,
juzgaba superfluo el más modesto techo. «Cuando helaba se ponía asiduamente a
la sombra y en la más fuerte canícula buscaba el ardor del sol». Monjes a la
intemperie fueron: Eusebio que vivía cerca del pueblo de Asijas, Moisés, el
cual, para sentir más rigurosamente las variaciones de temperatura, se
estableció sobre una cima que domina el poblado de Rama y Juan. Este cortó un
almendro que en verano le procuraba un poco de sombra, «con el fin de privarse
de este placer».
También hubo
mujeres que se impusieron esta ruda penitencia. Maranna y Cira, nobles damas de
Alepo, se encerraron en un recinto sin techo, situado en un arrabal de la
ciudad. Obturada la puerta a cal y canto, «soportaron la lluvia, la nieve y el
sol». El obispo de Ciro, haciéndose eco de esta euforia mística de sus
conciudadanos, añade: «Podría citar otros muchos en nuestras regiones, en las
montañas y en las llanuras, tan numerosos que es difícil enumerarlos y más aún
escribir sus vidas».
https://www.infocatolica.com/blog/historiaiglesia.php/1108091125-los-comienzos-del-monacato-cr

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