Libros
y bibliotecas en la
Baja
Edad Media
https://grafosfera.blogspot.com/2020/07/congreso-sobre-las-bibliotecas-en-la.html
1. UNA
EUROPA RENOVADA. LA ÉPOCA ROMÁNICA
Es
difícil marcar el inicio y el final de una edad histórica. El tiempo es
continuo y sólo pueden notarse las diferencias entre dos periodos con una
mirada de conjunto desde una perspectiva distante. La Alta Edad Media se
caracteriza por el predominio de la vida rural sobre la urbana y por el
protagonismo consiguiente de los monasterios sobre las catedrales. En España el
culto se regía por las normas establecidas en los concilios toledanos y los
documentos y libros se escribían en una letra nacional, la visigoda o mozárabe.
En la Baja Edad Media la población, más abundante, se concentra, la vida urbana
adquiere gran protagonismo y con ella las catedrales, pero el signo cultural
más distintivo es la aparición de las universidades. Si la creatividad fue
escasa en la Alta Edad Media, preocupada fundamentalmente por la conservación
de los textos y de la doctrina, en la Baja Edad Media aumentaron las obras
originales firmadas por su autor, tanto en latín como en las lenguas
vernáculas.
Queda
entre ambos períodos otro intermdio, al que llamamos románico porque en él
triunfó el estilo artístico de este nombre y con él iniciamos la exposición.
Doblado el cabo del milenio, que tantos terrores había producido ante el
inminente y temido fin del mundo, unificada la Iglesia por la política enérgica
del pontificado, perdido el temor a la fuerza del Islam, Europa emprendió una
marcha en el camino del progreso que se reflejó en un continuo aumento de la
población y en la mejora de las condiciones de vida. Creció la producción del
campo, desapareció la exclusiva tendencia al autoabastecimiento en las explotaciones
agrarias y se variaron los cultivos, atendiendo, sin abandonar los cereales que
continuaron siendo esenciales, a los que pudieran comercializarse, como los
hortícolas, la vid y las especies industriales, tales el lino y el cáñamo. Un
aumento de los animales de las granjas trajo, por un lado, una mayor fuerza de
trabajo y, por otro, una dieta alimenticia más abundante y rica para los
hombres.
La
expansión económica del campo dio lugar al renacimiento de las ciudades,
postradas desde la invasión de los bárbaros en el siglo quinto, a las que
confluyó el exceso de población rural y el de la mano de obra. Los campesinos y
comerciantes acudían a ellas para vender en los mercados semanales o en las
ferias anuales, y allí compraban los productos de una naciente artesanía. Se
generalizó el comercio, se constituyeron sociedades para operaciones de gran
envergadura dedicadas al tráfico con lejanas tierras, y aparecieron cambistas y
prestamistas para facilitar los medios de pago.
El
poder político residía en teoría en el emperador que presidía el Sacro Imperio
Germánico, pero a su lado había monarquías independientes, como la capeta,
débil, que en Francia había heredado el poder de los carolingios; los reinos
que se repartían los territorios de la Península Ibérica, empeñados en su lucha
secular contra el Islam, la monarquía inglesa, dominada por los normandos, como
el reino de Sicilia. Estas gentes del norte, después de haber saqueado las
costas de Francia, Inglaterra y la Península Ibérica, obtuvieron de los reyes
franceses un amplio territorio, el ducado de Normandía, desde el que
conquistaron Inglaterra y la isla de Sicilia, donde presidieron una sociedad
culta, que hablaba árabe, griego y latín, y facilitó el conocimiento en Europa
del pensamiento escrito en lengua árabe. En una situación marginal se mantenía
el Imperio Bizantino, que sobrevivía, como era su destino, resistiendo
La
urbanización sacó la vida cultural de los monasterios y facilitó su
asentamiento en las ciudades, donde las escuelas catedralicias, con otras
aparecidas a la sombra de los municipios, promovieron un renacimiento cultural.
Junto a ellas surgió una población estudiantil y apareció la figura del maestro
famoso, que ya no es un monje, sino un miembro del clero secular, que se
desplazaba de una ciudad a otra impartiendo enseñanzas.
Se
despertaron nuevas inquietudes intelectuales y se estudiaron con profundidad la
dialéctica y la lógica, que condujeron a la filosofía. También experimentó un cambio
la retórica, que no pretendía formar oradores (oratio se
entendía como plegaria, no como discurso), sino enseñar a escribir con
corrección pues cada vez estaba más generalizada la expresión escrita para
disposiciones de la autoridad, administrativas, contratos y cartas.
Paralelamente se desarrollaron con empuje los estudios de medicina y derecho.
Las
lecturas y comentarios de los monjes encerrados en sus monasterios se
orientaban exclusivamente a su perfección espiritual y buscaban su salvación.
En cambio, los que enseñaban en los centros urbanos, además de buscar su propia
salvación, tenían preocupaciones pastorales y se preocupaban de la de los demás
mediante la predicación y la preparación para los sacramentos. También, en
profundizar en sus conocimientos religiosos y seglares.
El
deseo de saber que sentían los profesores se sació con traducciones de obras
árabes, realizadas en Palermo, en la Sicilia normanda, y fundamentalmente en
Toledo, gracias, en gran parte, al patrocinio de sus arzobispos. Precisamente
por haber coincidido en Toledo durante largo tiempo personas interesadas en
conocer la ciencia árabe y en darla a conocer al resto de Europa, se popularizó
el concepto de Escuela de Traductores de Toledo, que no se entiende como
una institución, sino como un movimiento intelectual. Sin embargo, en Toledo
hubo una escuela ligada al arzobispo, como en otras sedes, en la que se
utilizaron los libros traducidos y los traductores probablemente impartieron
lecciones.
Toledo
fue la primera de las grandes ciudades musulmanas reconquistadas, al finalizar
el siglo once, por los cristianos, al cabo de tres siglos y medio largos.
Conservaba una gran tradición cultural ininterrumpida desde la época visigoda y
abundaban los hombres sabios, los libros y las bibliotecas. Allí coincidían y
se entendían los miembros de las tres grandes religiones occidentales,
musulmanes, judíos y cristianos, y, además, había muchas personas bilingües,
que hablaban árabe y romance.
Uno de los frutos de este entendimiento fue la labor traductora, que
normalmente se llevó a cabo vertiendo el texto árabe al romance, que el
traductor pasaba al latín escrito. El sistema parece tosco y produjo párrafos
oscuros, poco o nada inteligibles. Normalmente eran traducciones de la más
estricta literalidad, palabra a palabra, por un concepto erróneo de la
traducción y por el respeto que inspiraban los textos escritos y que los buenos
copistas, con buen acuerdo, no osaban corregir, aunque sospecharan que estaban
errados. Introdujeron necesariamente nuevas palabras procedentes del árabe cuando
en latín no existía la conveniente para designar el concepto. Con todo, los
resultados fueron aceptables por la propiedad e incluso elegancia que algún
traductor supo darle a su prosa latina. Después de todo, no se trataba de
traducir textos literarios, sino obras de pensamiento para las que bastaba un
lenguaje denotativo e inteligible.
Dos
centros de interés guiaron a los traductores: la ciencia y la filosofía.
Trataban de conocer el pensamiento griego, de gran prestigio, pero mal
representado en la literatura latina medieval. En vez de acudir a las fuentes
directas en Bizancio, presente en el sur de Italia, con el que Roma siempre
estuvo en contacto y con el que tuvieron buenas relaciones los Otones del Sacro
Imperio, prefirieron llegar a él a través de los comentaristas árabes porque
éstos lo habían analizado con detenimiento y lo habían completado con
aportaciones persas, indostánicas y propias. Quizá también porque a los
bizantinos les interesó más la literatura, desconocida por los árabes, que el
pensamiento científico.
El
inglés Roger Bacon en el siglo trece, cuando ya eran numerosas las obras
traducidas en Toledo, manifestaba que era preciso descubrir los secretos de la
filosofía estudiando las obras árabes. La importancia de este caudal de
traducciones fue reconocida por Renán, en el siglo XIX, cuando manifestó que
estas traducciones dividen la historia de la ciencia de la filosofía en dos
épocas enteramente diferentes.
Los
europeos tenían conciencia de que formaban parte de una comunidad política y
religiosa, presidida por los emperadores germanos y por los pontífices romanos.
La doble jefatura religiosa y política originó un grave conflicto porque un
grupo de clérigos de Roma se afanó por la reforma de la Iglesia y por independizarla
del poder temporal.
El renacimiento del poder de la Iglesia produjo una renovación del fervor
religioso, que empapó toda la sociedad y se manifestó, por ejemplo, en romerías
y cofradías, así como en un afán de proselitismo, impulsor de la evangelización
del este y norte europeos y de la lucha contra la herejía porque la inquietud
religiosa facilitó la aparición de herejías, como las de cátaros y albigenses,
y de órdenes religiosas. Una explosión en este sentido, apoyada en la
conciencia de poder de los reinos cristianos, fueron las Cruzadas, serie de
expediciones militares iniciadas al finalizar el siglo once para liberar los
Santos Lugares en manos de los infieles musulmanes desde hacía cuatro siglos.
Se
iniciaron con una espontánea expedición desorganizada compuesta de aventureros
y gentes ingenuas impulsadas por el fervor religioso que atizaban predicadores
voluntarios y fue deshecha por los musulmanes sin gran esfuerzo. Luego vinieron
hasta ocho en las que intervinieron monarcas y caballeros, cuyos resultados
fueron la conquista temporal de Jerusalén y de algunas ciudades más. La cuarta
cambió el rumbo por intereses comerciales y sus bárbaros guerreros asaltaron
Constantinopla, quemaron libros y bibliotecas, y causaron un gran daño al Imperio
Bizantino, que con dificultades se defendía de los musulmanes. Se despertó en
Europa un cierto interés por el exotismo oriental, pero fue pequeño el poso
cultural que dejaron. Ni unos se interesaron por los escritos árabes, ni los
otros por los latinos.
Se
produjeron reacciones ascéticas, como la impulsada por la nueva orden de los
cartujos, creada, 1084, por San Bruno en las soledades del valle de Grande
Chatreuse, que tuvo influencias en la difusión del libro, pues como estaban
obligados a guardar silencio y no podían servir a la religión predicando o
enseñando, se dedicaron, después de meditar y orar, a la copia de libros
rindiendo así un gran servicio a la comunidad cristiana. Para ello en sus
celdas individuales los cartujos disponían de pergamino, plumas y tinta.
Igualmente
pusieron interés en la copia de libros los miembros de la orden de San Agustín,
integrada por clérigos seculares que vivían en común y atendían a lo prescrito
en su regla. Renunciaron a los trabajos manuales y a la oración para dedicarse
más al estudio, a la actividad intelectual y a la labor pastoral. Un parecido
con los agustinos tenía los premonstratenses, de la orden de San Norberto, cuya
primera casa estuvo en Prémonté en la Lorena y cuya actividad principal se orientó
a la labor misionera.
Mayor
importancia que las tres tuvieron los cistercienses. Su orden fue creada, 1098,
por Roberto de Milesme en Citeaux, cerca de Dijon, y su principal miembro fue
el fogoso San Bernardo de Clairveaus. Pretendían volver a la simplicidad
primera de San Benito en el vestido, en la comida, en los edificios y en la
ornamentación de los templos, y renunciaron a los objetos lujosos, entre ellos
los libros con hermosas ilustraciones y encuadernaciones. Vivían en lugares
solitarios y disponían de hermanos legos, conversi, sin
formación intelectual, para las labores agrarias y oficios artesanales, lo que
permitía a los monjes disponer de más tiempo para la misa, el coro, la
meditación y la copia de libros, que debían estar escritos con tinta de un solo
color. Vetados quedaban metales preciosos y joyas en las encuadernaciones.
El
arte románico, que da nombre al período de los siglos once y doce, se
caracteriza por su robustez y por su nobleza. Es la expresión del poder
económico conseguido por la sociedad medieval y de la fuerza de la Iglesia, que
llenó Europa de nobles y sólidos edificios de piedra. Los canteros se
esforzaron en reflejar representaciones de monstruos exóticos, figuras
religiosas llenas de majestad al servicio del adoctrinarniento del pueblo y
escenas religiosas y de la vida civil, especialmente de actividades agrícolas.
Después de los canteros los ilustradores de los libros mejoraron el tratamiento
de las figuras divinas y humanas, hasta este tiempo envueltas en amplios
ropajes, como sacos, que sólo dejaban ver caras y dedos de las manos, aunque de
gran expresividad.
Siguen
los escritorios de los monasterios ocupando un primer lugar, en los que los
copistas, con cuidado y paciencia, venían trazando las letras, casi podíamos
decir dibujando, para reponer los libros litúrgicos gastados por el uso en el
oficio, y los escasos de perfeccionamiento espiritual que precisaban los
monjes. Pero junto a ellos tomaron impulso algunos escritorios catedralicios,
en los que trabajaban junto a clérigos profesionales laicos. También son
frecuentes, aunque en monasterios, las mujeres, sorores, dedicadas
a la preparación de los materiales trabajando al lado de los fratres. Con
independencia de los imprescindibles libros litúrgicos, destacan por su número,
volumen y riqueza una buena cantidad de biblias, entre las que abundan las
monumentales, en varios volúmenes. Van destinadas, más que a la lectura
privada, a su exhibición en los altares y a su uso en las ceremonias de las
fiestas solemnes. Obras de gran aliento y duración, como la construcción de sus
catedrales, llevan atractivas iniciales, en cuyo interior puede haber escenas.
Los
textos escritos se enriquecen con obras de los Padres de la Iglesia (Ios santos
Ambrosio, Jerónimo, Agustín y Gregorio Magno), las de Prudencio, Beda, San
Isidoro, Casiodoro e Hilario de Tours, más las de los autores contemporáneos,
cuya nómina muestra el resurgir intelectual, representados principalmente por
San Anselmo, San Bernardo, Abelardo, Gilberto de la Porré, Pedro de Auxeme y
Pedro Lombardo. Se puede observar, igualmente, un mayor interés por autores de
la Antigüedad, como Terencio, Flavio Josefo y Plinio.
España
sufrió una profunda transformación en el siglo once. La lucha secular a la
defensiva contra el islam cambió de signo y los reyes de taifas, minúsculos
estados en los que se fragmentó el todopoderoso califato del siglo anterior, se
vieron obligados a sufrir las correrías de los cristianos y a pagarles
tributos, las parias. No acabó inmediatamente la lucha porque de África pasaron
sucesivamente a la península dos poderosas fuerzas, los imperios almorávide y
almohade, que obligaron a castellanos, navarros y aragoneses a llevar a cabo
sus propias cruzadas.
Se
produjo, al mismo tiempo un cambio cultural decisivo, la renuncia a
consecuciones tradicionales muy queridas y la adopción de modas europeas,
referentes a la letra, sustitución de la vieja escritura visigoda por la
carolingia, y del culto mozárabe por el romano, que imponían los cluniacenses
al servicio del pontífíce buscando la unidad de la Iglesia. Los monarcas
españoles, y de forma destacada Alfonso VI, espoleados por los monjes
franceses, se afanaron, no sin encontrar resistencia en el clero y en la
caballería, por borrar viejas tradiciones y dar un aire nuevo a la liturgia.
2. LA BAJA
EDAD MEDIA. LAS UNIVERSIDADES
Los
últimos siglos medievales, los que configuran la Baja Edad Media, se
caracterizan por el poder alcanzado por los diferentes reinos, así como por la
decadencia del Imperio Germánico, que es simplemente una potencia europea más.
Francia interviene en la política de la Iglesia y consigue trasladar el
pontificado de Roma a Aviñón, 1305, dando lugar a una grave crisis en la
Cristiandad, el Cisma de Occidente, 1378-1418, porque llegó a haber dos papas,
no sin escándalo para los fieles, uno en Aviñón y otro en Roma. Hay un largo
conflicto, como lo indica su nombre, la Guerra de los Cien Años, entre Francia
e Inglaterra, por cuestiones feudales, pues los reyes de Inglaterra tenían posesiones
en Francia y eran vasallos de los franceses. Al finalizar la contienda los
duques de Borgoña terminan sumando a sus dominios los Países Bajos, donde
florece un conjunto de ciudades notables, y constituyen un estado poderoso,
rico y culto.
También
adquieren un protagonismo destacado por su fuerza política, su riqueza y su
cultura algunas ciudades italianas septentrionales, como Venecia, Génova y
Florencia, convertidas en repúblicas aprovechando la debilidad del Imperio
mientras que el sur de Italia y Sicilia son presas fáciles para invasores
extranjeros La Península Ibérica se encuentra dividida en cinco reinos,
Castilla, el más poderoso, Aragón, al que la finalización de su tarea
reconquistadora le impulsó a expediciones y acciones en Grecia y en Italia,
Navarra, encerrada entre sus poderosos vecinos, Portugal, nuevo reino que
también siente el atractivo de las empresas marineras, y Granada, último
bastión de al-Andalus que va a resistir a los cristianos hasta el final de
siglo quince, 1492.
El
aumento de los conocimientos y el desarrollo de la metodología, por un lado, y,
por otro, el crecimiento del número de alumnos y profesores dieron lugar a la
aparición, ya en el siglo XIII, de las universidades, que en un principio se
entendían como asociaciones de maestros y, a veces, también, de alumnos, como
en Bolonia, que, al igual que cualquier gremio, se orientaban al autogobierno,
es decir, a la independencia de los obispos y de las autoridades laicas, y a la
facultad de conceder licencia de enseñanza, mediante estatutos otorgados por el
Pontífice, con lo cual la cultura universitaria perdió localismo, ganó
universalidad y sirvió para la unidad intelectual de la Iglesia.
Antes
de acabar la tercera década del siglo trece estaban funcionando varias
universidades. La de París recibió el estatuto en 1215 y poco después las de
Montpellier y Toulouse, en Francia. En Inglaterra, las primeras fueron las de
Oxford y Cambridge; en España las de Palencia, trasladada después a Valladolid,
y la de Salamanca, que iniciaron sus actividades en 1212 y 1215,
respectivamente, y en Italia las de Padua y Nápoles, aparte de las de Bolonia y
Salerno, cuya actividad como escuelas se inició en el siglo doce, la primera
especializada en derecho, la segunda en medicina.
Se
dividieron en facultades, dirigidas por decanos y dedicadas a una rama de la
enseñanza: derecho, medicina, teología y artes. Esta última, cuyos estudios
comprendían gramática, lógica, aritmética, geometría, música y astronomía, es
decir, las artes liberales, y la filosofía, era la más concurrida. Sus estudios
duraban seis años, cursados por los alumnos normalmente entre los catorce y los
veinte años, concedía el título de bachiller, el nivel inferior de estudios. El
superior correspondía a la teología, materia en la que la universidad de París
sobresalió sobre todas las demás.
Los
profesores más importantes de las universidades no eran principalmente ni
monjes de monasterios ni miembros del clero regular. Normalmente pertenecían a
las nuevas órdenes mendicantes, franciscanos y dominicos, fundadas a principios
del siglo trece por San Francisco de Assís y Santo Domingo de Guzmán. Se
alojaban en sus casas, conventos, en las ciudades, se dedicaban a la
predicación y a la enseñanza y viajaban de casa en casa y de universidad en
universidad, siguiendo las instrucciones de sus superiores. Habían surgido para
combatir la herejía mediante instrumentos intelectuales y escribieron grandes
tratados, Summae, cuya denominación indica el deseo de dar
visiones globales, bien trabadas y sistemáticas, de diversas cuestiones,
naturalmente religiosas.
Los
rectores de los dominicos estaban tan interesados en la formación intelectual
de sus miembros que les autorizaban a adquirir libros y a conservarlos en su poder.
Es más, aunque a algunos les permitían dedicarse a la copia de libros, a otros
les incitaban a no perder tiempo en esta tarea y a encargársela a copistas
profesionales. Daban más importancia a la corrección del texto que a la
ilustración con miniaturas e iniciales adornadas. Los libros no deberían ser
para ellos objetos de lujo, sino simples instrumentos de trabajo.
Con
independencia de su labor universitaria y para el mejor cumplimiento de su
tarea evangélica, sus superiores se preocuparon por proporcionar a los padres
instrumentos útiles, como manuales para la predicación, colecciones de
sermones, concordancias bíblicas y exempla, anécdotas y
sucesos moralizantes sacados de biografías de los santos y de la vida
corriente. Labor complementaria de la predicación fueron las confesiones, que
los sermones generaban en gran número y la dirección espiritual de reyes,
nobles y personas de consideración. Para todo lo cual prepararon material
escrito.
Las
enseñanzas se impartían en latín, claro está, y el instrumento básico era el
libro, que se utilizaba para la lectura de textos de autoridades famosas, que,
a continuación, comentaba el profesor en la clase por lo que las universidades
fueron la principal causa del crecimiento de la producción de libros.
Los
estudios médicos medievales descansaron en las doctrinas de Hipócrates y
Galeno, los grandes médicos de la Antigüedad, a los que se sumaron después los
médicos árabes que habían recibido la herencia de los griegos y la
enriquecieron con sus experiencias y los conocimientos aportados por otros
pueblos incorporados a la comunidad islámica, sirios, persas e indios,
como Compendio de al-Razí, Canon de Avicena
y Collige de Averroes. Traducidos al latín fueron utilizados
en las universidades cristianas, incluso después de la invención de la
imprenta. Una obra importante a lo largo de toda la Edad Media en Bizancio, en
el islam y en el Occidente Europeo fue Materia médica del
griego Pedacio Dioscórides Anazardeo.
El
estudio del derecho tenía su base en el llamado Corpus iuris
civilis, conjunto de disposiciones que el emperador Justiniano mandó
preparar, bajo la dirección de Cayo Triboniano, entre los años 528 y 534.
Consta de cuatro partes, el código, doce libros, las lnstitutiones, cuatro
libros, un manual para los estudiantes, Digesta o Pandectas, cincuenta
libros, que contenían de forma abreviada el antiguo derecho, ius
vetus, y las Novellae, con las nuevas disposiciones
imperiales. Su estudio lo inició en Italia a mediados del siglo doce Guarnerio,
que pasa por ser uno de los fundadores de la que después sería Universidad de
Bolonia. Entre los comentaristas que le siguieron sobresalió Francisco Acursio,
el Glosador por antonomasia, cuya obra se denomina Glossa ordinaria.
La
base de la enseñanza del derecho eclesiástico fue Corpus iuris
canonici, cuya sistematización inició también en el siglo doce un
oscuro personaje, Graciano, monje camandulense que reunió cánones y decretos
esparcidos por distintos libros, añadió, luego, citas de los Santos Padres y
organizó la obra en dos partes, una visión general del derecho y una serie de
causas o casos legales. Al trabajo preliminar, llamado generalmente Decretum
Gratiani o simplemente Decretum, se sumaron
disposiciones pontificias posteriores, decretales, emanadas principalmente de
Clemente V, Bonifacio XI y Juan XXII, y los comentarios o glosas que
suscitaron.
Los
textos jurídicos estaban escritos en códices enormes y muy pesados hasta el
extremo de que no era sorprendente ver que los profesores y alumnos requirieran
la ayuda de algún trabajador para el traslado de los pesados volúmenes a las
aulas, donde su utilización era necesaria. Los textos ocupaban el centro de la
página y a su alrededor se escribían en letra menor los comentarios o glosas.
Incluso éstos eran rodeados de otros comentarios o notas, en letra más
informal, hechos por los mismos propietarios. La gran producción de manuscritos
jurídicos tuvo lugar en la universidad de Bolonia
Los
estudios más importantes se referían a la teología, cuyas clases se consagraban
en los primeros años al estudio de la Biblia, tradicionalmente presentada en
volúmenes de gran tamaño. Su destino era reposar en un atril para consultas
ocasionales y principalmente para su lectura en voz alta durante las comidas.
Su texto podía ir acompañado de glosas para una mejor interpretación de la
palabra divina.
En
España destacan algunas biblias, como la que se conserva en la Academia de la
Historia, en dos volúmenes y folio mayor, escrita en el siglo trece a dos
columnas y letra gótica con abundantes abreviaturas en pergamino. Contiene
ilustraciones de página entera e incluso de doble página. El rey Martín el
Humano, Último de la dinastía aragonesa, culto y aficionado a las humanidades,
encargó una biblia en tres volúmenes, que se guarda en la Biblioteca de
Cataluña. Escrita a finales del siglo catorce o principios del quince a dos
columnas en letra gótica clara, está pensada para la lectura, como muestran las
ilustraciones, que son ornamentales.
Como
consecuencia del crecimiento de los estudios bíblico a finales del siglo doce y
comienzos del trece se produjo un cambio, casi revolucionario, en la
presentación de la Biblia. Surgió un nuevo tipo en París de pequeño formato,
escrito en vitela muy fina a dos columnas con letras pequeñas y tinta negra.
Sólo lleva una cabecera de página y unas iniciales sencillas, en rojo y azul,
para señalar el inicio de los diversos libros, a los que se les anteponen los
prefacios atribuidos a San Jerónimo. Se fijó entonces la sucesión de los
diversos libros y se los dividió en capítulos a los que se asignaron números
divisorios, que aun perduran, idea atribuida al profesor de la universidad
parisina Esteban de Langton. Al final llevaba un diccionario de los nombres
hebreos en latín.
Por
último, el texto fue cotejado y corregido cuidadosamente, tarea en la que
intervinieron los estacionarios, muy interesados en la cuestión, y los
dominicos que acababan de establecer casas en las ciudades universitarias de
París, Oxford y Bolonia. El nuevo formato, que respondía a las necesidades del
clero secular y de los miembros de las nuevas órdenes mendicantes, tuvo un
éxito enorme en toda Europa, que corrobora el gran número de códices
supervivientes.
Los
últimos años de la enseñanza de la teología se destinaban a comentar las
sentencias, conjunto de materiales de escritores antiguos y modernos al
servicio de los estudios teológicos, ordenados por Pedro Lombardo, profesor de
la catedral de Notre Dame y luego obispo de París, cuya obra, Setentiarum
Libri IV o Magna Glossatura, está dividida en cuatro
partes y trata de la Trinidad y de Dios, de la creación y de los ángeles, de la
salvación y de los sacramentos. Fue, por su clara exposición, tan utilizada que
los ejemplares de las Sentencias se multiplicaron hasta el extremo
de ser la obra de la que han llegado a nosotros más manuscritos del siglo trece
y también fue acicate para la aparición de numerosas obras con los comentarios
de los profesores en clase.
Destacó
entre todo el dominico Santo Tomás de Aquino, el Doctor Angélico, autor
prolífico y responsable máximo de la doctrina escolástica, durante siglos la
oficial de la Iglesia Católica. Aparte de comentarios sobre las obras de Pedro
Lombardo y Aristóteles, de la Catena Aurea, comentarios a los
Evangelios con citas de los Santos Padres, y de la Summa contra
gentiles, su obra principal fue la voluminosa, aunque inacabada, Summa
Theologiae, según un copista medieval la obra más larga, prolija y
tediosa. Muestran la importancia de Santo Tomás durante la Edad Media los casi
dos mil manuscritos de sus obras que han sobrevivido, aunque fue sobrepasado
por los de Aristóteles, dos mil doscientas en latín.
3. EL
LIBRO GÓTICO
El
libro gótico, característico de la Baja Edad Media y cuya producción ocupa los
tres últimos siglos medievales, se caracteriza por los tipos de letra y por el
estilo artístico de las ilustraciones. En él encontramos ejemplares cuyo valor
reside exclusivamente en el contenido, pero también otros apetecidos por su
presentación, bondad de la materia escritoria, caligrafía cuidada y riqueza de
las ilustraciones, que les convierten en pequeñas obras de arte capaces de
enorgullecer a sus poseedores, como los muebles, las armas los ropajes o las
joyas. Antes de este tiempo los libros lujosos y caros se creaban para una
iglesia, un monasterio o un soberano poderoso. A partir de estos tiempos de
mayor riqueza, aspiran a su posesión los miembros de la alta nobleza.
Cada
vez hay más libros pequeños, delicados, de carácter secular o destinados a los
rezos de los laicos. Aparecen, por otro lado, cambios temáticos en la
ilustración, que se orienta a lo temporal y tiende a olvidar el simbolismo que
caracterizó a los tiempos anteriores. Dada la intercomunicación entre las
actividades artísticas al servicio de la religión y en manos de religiosos, el
estilo de la ilustración se asemeja al que domina y caracteriza la
arquitectura, la escultura y la pintura góticas.
Se
prestó mucha atención a los motivos decorativos y la ilustración siguió más al
texto. Se generalizó el texto rodeado por bandas decoradas, y esta disposición
gustó tanto que perduró hasta tiempos de la imprenta. En los fondos pueden
admirarse, como es natural, construcciones góticas y poco a poco van
apareciendo pequeñas escenas laterales, graciosas y preciosas, testimonio
valioso de la época.
Una
serie de hechos condujeron a una gran actividad escrituraria y a una creciente
demanda de libros; el desarrollo de la enseñanza y la manera de impartirla, que
exigía la toma de apuntes y un número de libros superior a los que venían
utilizándose en Europa; el crecimiento de la actividad comercial y contable y
el de la documentación administrativa, debido a que las autoridades tenían que
difundir sus decisiones ya que el desarrollo del derecho obligaba a más pruebas
documentales en los actos jurídicos.
La
producción de libros se realizará, además de dentro de las comunidades
religiosas, prácticamente las únicas productoras de libros en la Alta Edad
Media, fuera de ellas en servicios creados en las universidades, estaciones, y
en talleres laicos, cuyos artesanos, como los de las otras actividades
laborales, llegan a formar gremios para defensa de sus intereses. También son
escritos e ilustrados por clérigos o estudiantes que desean ganar un sueldo
complementario o conseguir los libros que precisaban.
Se
llama gótica la escritura utilizada en Europa durante los tres últimos siglos
medievales. La denominación de gótica se la dieron, en sentido peyorativo, los
humanistas del Renacimiento para mostrar hacia ella la repugnancia que les
inspiraba la arquitectura de esa época. A ellos les gustaba la carolingia, a la
que llamaban romana. En realidad, la letra gótica no es más que una evolución
de la carolingia.
Los
primeros síntomas de esta evolución aparecieron en el siglo doce, en el
nordeste de Francia, cuando las letras, por la precisión de escribir con más
rapidez, fueron perdiendo redondeces y tendiendo a ser angulosos sus perfiles
curvos.
Luego se
generalizaron rasgos caligráficos y ornamentales innecesarios, buscando la
belleza del conjunto.
Precisamente
la característica común, a pesar de la variedad de estilos, es el sacrificio de
la individualidad de cada letra por la armonía del conjunto. A Petrarca le
pareció una escritura más para la contemplación que para la lectura, pues,
frente a la carolingia de letras claras, separadas y bien definidas, la gótica,
por las numerosas abreviaturas y la ambigüedad, artificiosidad y recargamiento,
resulta difícil de desentrañar.
Así
como la unidad del tipo de letra puede obedecer a influencia de las
universidades, su variedad dentro de la unidad se puede explicar por la
extensión geográfica, por la categoría de los escritos y por la competencia de
los escribas. Los monjes escribían en los siglos anteriores sólo por la
salvación de su alma. Ahora las cosas han cambiado, pues, aunque hay escribas
profesionales que se ganan su vida al servicio de las universidades o de las
cortes, otros actúan por libre y tienen que conseguir clientes mostrando la
variedad y belleza de su trabajo y su disposición a adaptarlo a los deseos de
los que pagan.
Con
las universidades aparecen numerosas personas que precisan los libros para sus
estudios y posteriormente para el ejercicio de la actividad profesional, ya
fuera el derecho, la medicina, la cátedra o la predicación.
El libro
no es ya sólo un depósito de la inmutable sabiduría antigua, sino, además, un
instrumento para conocer las nuevas ideas. Aparecen nuevos grupos sociales
interesados en la lectura, que gustan de los libros por su contenido, aunque
también hay grandes príncipes bibliófilos que encargan para ellos libros
bellamente escritos, e ilustrados y redactados en lenguas vernáculas, pues no
dominan el latín, coto cerrado de una escasa minoría. Por unas y otras razones
fue preciso reinventar la industria y el comercio del libro, hecho que se
produce precisamente en las universidades, por la conveniencia de contar con
textos correctos.
Se
crearon estaciones o librerías, confiadas a un estacionario o
librero, cuya necesidad en cada estudio general, como entonces se decía, o
universidad, como ahora diríamos, reconocen Las Partidas que
ordenan que los estacionarios tengan en sus estaciones libros buenos y
legibles, con textos y glosas correctos, para alquilarlos a los escolares a fin
de que los copien o puedan rectificar los errores, cotejándolos. de los
ejemplares propios. El estacionario debe ser autorizado por el rector, quien
sólo le concederá la licencia después de haber ordenado que personas doctas
examinen los libros del aspirante para saber si son buenos, legibles y
correctos. Los rectores también fijarán el precio que, por alquiler, debía de
cobrar al lector el estacionario, quien, además, tenía que responder de los
libros cuya venta le confiaban y respetar la comisión señalada para la venta.
El
alquiler y copia de la obra se hacía por el sistema de la pecia, pieza
o trozo, nombre que se daba a cada uno de los pliegos o cuadernos en que se
fragmentaba el exemplar o modelo, texto corregido y aprobado
por la universidad. La pecia consistía normalmente en un
binión, una piel doblada dos veces para que ofreciera ocho páginas. El propio
estudiante, o el profesor, podían realizar personalmente la copia de sus
libros. Pero los que disponían de dinero pasaban el encargo al estacionario,
que contaba con los elementos precisos para la fabricación: preparación de las
pieles, realización de las copias, corrección o colación, encuadernación y, en
caso preciso, iluminación.
El sistema
de la pecia, aparte de evitar la difusión de los errores de la
copia, tenía la ventaja de que varias personas podían estar copiando
simultáneamente el mismo libro, lo que permitía que se acelerara su acabado en
el caso de que varios copistas trabajaran en la misma obra, o que varias
personas copiaran para sí la misma obra al mismo tiempo.
La
abundancia de papel motivó una nueva modalidad de consecución de libros en las
universidades, que empezó a sustituir a la pecia en la segunda
mitad del siglo catorce, la pronunciatio, en virtud de la cual
el profesor, u otra persona por encargo suyo, dictaba para su copia los libros
de uso obligatorio por los alumnos.
Los
escribas o amanuenses, ya pertenecieran al clero, ya fueran simplemente laicos,
se unieron para la defensa de sus intereses en gremios, especialmente cuando
actuaban por libre. Los que trabajaban en las curias pontificias, reales o
señoriales, así como los de las universidades, estaban respectivamente bajo la
dirección del papa, de los reyes, de los señores o del rector.
El
papel, como sabemos, fue usado en la España musulmana en mayor proporción que
el pergamino cuando, a partir del siglo diez, el establecimiento de fábricas lo
permitió. Pronto se consolidó la industria papelera y fue capaz de producir una
mercancía de buena calidad en los molinos cordobeses, junto al Guadalquivir, y
toledanos, al borde del Tajo.
Su
empleo tardó en difundirse en la España cristiana y en Europa, en parte porque
la producción de pergamino era suficiente, dada la escasa utilización de la
escritura; en parte también porque se pensaba que su duración era corta y, en
parte, finalmente, porque no parecía una materia escritoria noble, y así Pedro
el Venerable, abad de Cluny, en su Tractatus contra judaeos, escrito
a mediados del siglo doce, compara despectivamente con los libros que estaban
en uso entre los cristianos y que, por tanto, parecían nobles, los hechos de
papel, rasuris veterum pannorum, de desechos de paños viejos,
que parece identificar con libros en árabe y en hebreo que habría visto en su
visita a España. Esta falta de consideración social se refleja en que se usó
para borradores y notas, como las tabletas de cera, para documentos privados y
para algunos manuscritos mezclado con pergamino cuando éste escaseaba.
El
libro cristiano más antiguo, de los que han llegado a nosotros, escrito en
España sobre papel, es un Misal del rito toledano o mozárabe,
conservado en el monasterio de Silos, que quizá data del siglo once, y que es
descrito como "de pergamino de trapos" en un inventario de los libros
del monasterio del siglo trece, conservado en la Nacional francesa. De los 157
folios de que consta, solo treinta y ocho son de papel; los ciento diecinueve
restantes, de pergamino. Sus dimensiones, 190 x 134 mm, aunque originariamente
debieron de ser algo mayores, pues ha de haber sufrido varios cortes. El papel
es grueso y resistente, y las fibras de lino poco refinadas. Las hojas están
encoladas con una fuerte capa de almidón. El satinado era absolutamente
necesario para que no se embotara el cálamo con la pelusa del papel ni la tinta
calara como en un papel secante.
Se
conservan algunos documentos del siglo doce escritos en papel en el Archivo
Histórico Nacional y en el Diocesano de Toledo. Son contratos privados de
ventas, donaciones y finiquitos de cuentas, y representan una escasa minoría
frente a los numerosos procedentes de Toledo de estos tiempos escritos sobre
pergamino. El papel, llamado papyro toledano, procedería de los molinos de
paños o trapos existentes junto al Tajo, sobre cuya existencia hay noticias
documentales.
El
reconocimiento oficial del papel como materia escritoria figura en La
Partida III, donde se indica qué documentos deberían escribirse en
pergamino tradicional y cuáles en el nuevo pergamino de paño. En general, los
documentos importantes, los que debían durar, irían en pergamino; en cambio,
los que fueran una autorización o una orden de corta vida y los dirigidos a
numerosos destinatarios, deberían ir en papel.
En
el Levante español adquirió, en tiempos musulmanes, fama como lugar productor
de papel de alta calidad la ciudad de Játiva y todavía en Marruecos se
llama satbí, jativense, al papel antiguo y de calidad. Después
de la conquista, 1244, su actividad prosiguió sometida a la regulación de los
reyes aragoneses, que imponían las tasas oportunas a la producción, vigilaban
su calidad y reglamentaban su comercio. La producción de Játiva, pero también
la de otros lugares de Cataluña de cuyos molinos tenemos noticias desde
principios del siglo trece, fue tan importante, que, en la segunda mitad de
este siglo, y gracias a la proximidad del mar, se exportaba a Bizancio,
Sicilia, Narbona, Perpiñá, Marsella, Túnez y otras ciudades mediterráneas.
Precisamente este papel español era utilizado por los notarios del sur de
Francia a mediados del siglo trece.
En
el siglo catorce la gran producción de papel pasó de España a Italia, donde se
importaba desde el siglo doce y donde el rey normando Roger de Sicilia, 1145, y
el emperador Federico II, 1231, prohibieron su uso en las cancillerías para
diplomas y documentos públicos, temiendo su carácter perecedero.
La
localidad italiana de Fabriano se convirtió en el siglo catorce en un gran
centro papelero. Sus industriales introdujeron novedades como la sustitución de
las ruedas de los molinos por paletas, lo que permitió una pasta más uniforme,
o el cambio de las colas vegetales por otros animales, que mejoró el satinado.
Los italianos exportaron enseguida a Europa, incluso a España, por la calidad
superior de su papel y por la agresividad comercial de los papeleros lombardos,
que emplearon por primera vez, siglo trece, un dibujo grabado en la hoja, la
filigrana o marca del fabricante, que se conseguía con los hilos del entramado.
La filigrana ha servido para la datación de manuscritos sin fecha y para la
fijación de su procedencia.
Pudo
atenderse la demanda creciente del papel por la extensión del cultivo de
plantas textiles, cáñamo y lino, y el aumento de los desechos de cordeles y
sacos, así como el de telas, cuyo uso se generalizó frente al anterior, casi
exclusivo, de la lana.
En
la segunda mitad del siglo catorce aparecen molinos papeleros en la proximidad
de otras ciudades italianas, como Padua, Génova y Venecia. El transporte del
papel resultaba caro por el peso y cuando la exportación no se podía hacer por
navegación fluvial o marítima y había un buen mercado, como en las proximidades
de París, los emprendedores comerciantes italianos crearon o favorecieron la
creación de molinos fuera de Italia, en Troyes y París, primero, y ya en el
siglo quince, en los Países Bajos, Inglaterra, Alemania y Austria. La demanda
de desechos de trapos fue tan grande que obligó a poner los molinos cerca de
grandes urbes donde abundaban, así como a la organización de la recogida, que
algunos consiguieron en exclusiva de las autoridades para determinadas
regiones.
4. EL
LIBRO EN LATÍN
La
gran mayoría de los libros continuaron escribiéndose en latín. El primer puesto
es para los litúrgicos, que usaban a diario los sacerdotes para sus
obligaciones religiosas. Fueron muy leidos los salterios, que suelen tener una
apariencia sencilla porque sirvieron para enseñar la lectura a los novicios y
muchos fueron copiados por sus propietarios. Sin embargo, desde los tiempos
carolingios, algunos se ilustraron bellamente para los emperadores y los grandes
duques. Una pieza notable es el Salterio Anglo-catalán, que se
inició, al comienzo del siglo trece, en Canterbury, se terminó en Cataluña y
hoy se guarda en la Nacional francesa.
El contenido
del breviario, formado por oraciones, himnos y salmos, de uso diario por
sacerdotes, monjes y monjas puede variar entre las órdenes religiosas y las
diócesis. Suelen ser de pequeño tamaño para sostenerlos en las manos y con
frecuencia los copiaron sus propietarios. Pero no faltaron breviarios de mayor
tamaño, bellamente ilustrados para personas ricas, laicos y eclesiásticos.
Un
misal notable de principios del siglo quince es el Misal de Santa
Eulalia, catedral de Barcelona, encargado por el obispo Armengol al
ilustrador Rafael Destorrent. Del final del período y de estilo renacentista es
el Misal rico de Cisneros, siete volúmenes y 1.560 hojas de 46
x 33 cm, escritos e iluminados en Toledo, con gran riqueza de colores y oro,
orlas, franjas laterales, letras de gran tamaño, medianas con salida, peones e
iniciales pequeñas. Desde el siglo pasado se encuentra en la Nacional. Otro
notable misal, aunque ligeramente de menor tamaño, pero del mismo estilo, es el Misal
del Infantado, el más valioso de los hechos en España para una persona
privada. Igualmente fue destacado el encargado por la reina Isabel para la
catedral de Granada. Otra joya del arte renacentista, con profusión de oro y
color, es el Libro de los Prefacios de la catedral toledana
realizado en la primera mitad del siglo dieciseis. La decoración es muy rica y
variada, candelabros, escudos, medallones, motivos vegetales, animales y
angelotes o putti. Las hermosas ilustraciones tienen más
espíritu pagano que evangélico pues incluso las escenas humildes, como el
nacimiento de Jesús o la adoración de los pastores, muestran una riqueza más
propia de los prelados toledanos que del humilde hijo de María.
En
España hay unos conjuntos de libros de coro sobresalientes, como los encargados
para el monasterio de El Escorial, 219 volúmenes de 108 x 75 cm, que tiene
numerosas, grandes y muy bellas ilustraciones, viñetas, orlas, iniciales
mayores y peones, más variada y rica decoración como orlas, medallones, óvalos, putti, pájaros,
insectos, jugosas frutas, guirnaldas florales, lámparas, bacantes e incluso
carros romanos, toda una locura de paganismo. Su principal artista fue Fray
Julián de Fuente el Saz, que también hizo para el mismo monasterio otra obra
notable, aunque de menores dimensiones, el Capitulario. Entre
las varias colecciones de libros de coro destaca la del monasterio de
Guadalupe, hecha primeramente en el siglo quince y posteriormente rehecha en el
dieciséis.
En
la Baja Edad Media se despertó gran interés por los libros de horas destinados
a los laicos, hombres, pero principalmente mujeres, que contenían textos
evangélicos y de meditación, distribuidos por las horas de su lectura. Los
destinatarios eran reyes, reinas, miembros de la alta nobleza, pero también
mercaderes enriquecidos. Su tamaño, pequeño, permitía sostenerlos con la mano y
leerlos en cualquier lugar, dentro de la casa o en el campo. Normalmente eran
ejemplares personalizados, hechos para una persona determinada, cuyo nombre podía
figurar en el libro. Además, los textos evangélicos eran los del breviario de
su diócesis y entre los santos que aparecían en las ilustraciones figuraban los
de su devoción particular. En la base de su aceptación se encuentra el auge de
la devoción a María, que merecía en ellos un trato especial, razón por la que
se les llamaron horas u oficios de la Virgen María.
Estaban escritos con letra clara, de fácil y atrayente lectura, y muy
ilustrados hasta el extremo de que las ilustraciones ocupaban más espacio que
el propio texto. Abundaban los detalles ornamentales, como portadas que
parecían retablos, iniciales adornadas, orlas con medallones, motivos florales
y zoomorfos. Las escenas religiosas, como es natural, con graciosos
anacronismos, se repiten en gran parte en unos y en otros porque ilustran los
mismos textos evangélicos y se refieren fundamentalmente a la vida de Jesús y
de la Virgen. También pueden aparecer leyendas medievales, vidas de santos y
motivos paganos referentes al calendario con las actividades agrícolas propias
de cada uno de los meses. Pueden considerarse enciclopedias gráficas en
imágenes.
Bellamente
encuadernados, están escritos sobre pergamino excelente, con bellos colores,
entre los que no solía faltar el oro, aunque también se utilizó la técnica de
la grisalla, que emplea blancos, negros y grises para conseguir calidad de
relieve en piedra, de gran delicadeza. Pronto se convirtieron en objetos de
lujo, como las joyas o las pieles, más para mostrar y hojear que para leer. Por
ello se utilizaron para regalos en fiestas familiares, como bautizos y bodas.
Los
ilustraron profesionales que, como artesanos, se agrupaban en gremios y para
acceder a ellos tenían que presentar una obra que debía ser aprobada por sus
futuros colegas. Hay grandes artistas, incluso pintores de caballete, que no
desdeñaron este trabajo, en apariencia inferior. Pero los jefes de los
talleres, en su afán por acumular ganancias o hacerlas mayores, con frecuencia
emplearon peores materiales o hicieron el trabajo con excesiva rapidez.
El
descenso de calidad que a veces se produce, así como la repetición mecánica, se
debió al aumento de la demanda entre los burgueses y la pequeña nobleza, que no
podían abonar las elevadas cantidades de la alta nobleza o los reyes. De todas
formas, algunos de estos modestos ejemplares muestran la huella de una lectura
frecuente. La atracción por los libros de horas no decayó con la llegada de la
imprenta y los impresores continuaron imprimiéndoles durante bastantes años,
iluminados como los manuscritos.
El
mayor y más rico libro de horas y una de las obras más bellas de la miniatura
medieval, hoy en el Museo Condé de Chantilly, es Tres riches heures du
duc de Berry. El titular de la obra, Juan, hermano del rey de Francia
Carlos V, fue un gran coleccionista que reunió en sus castillos animales
exóticos y trescientos manuscritos, entre ellos dieciocho breviarios, dieciséis
salterios y quince libros de horas, como otro notable, Petites Heures.
No
abundaron los libros de horas en España, pero algunos notables produjeron,
entre otros, Bernat Martorell, Archivo municipal de Barcelona, Francisco
Flórez, capilla real de Granada, y Leonardo Crespí, que iluminó el Salterio-Libro
de Horas de Alfonso V el Magnánimo, British Library, con viñetas,
orlas y miniaturas de página entera.
Nos
queda por ver un grupo formado por los destinados a la formación espiritual,
que se leían de forma ocasional, no diariamente como los anteriores. Unos, no
muchos, eran traducciones de los escritores griegos. Otros corresponden a los
Padres de la Iglesia latina.
Aparecieron
libros que llegaron a ser populares y tener gran difusión. El espejo de
salvación humana está compuesto de unos cinco mil versos en latín duro
y fue escrito con la pretensión de mostrar que la vida de Jesús estaba
prefigurada en el Antiguo Testamento y por ello, en las ediciones ilustradas,
suelen aparecer enfrentadas escenas de uno y otro. Su popularidad fue tan
grande que se conservan más de doscientos códices. También gozó de
popularidad Vitae sanctorum a predicatore quodam, más conocida
como La leyenda áurea o dorada. Su autor, oculto en el predicatore
quodam, un dominico, fue Jacobo de la Vorágine, que llegó a ser
arzobispo de Génova y redactó la obra en el siglo trece recogiendo tradiciones
orales y escritas. Es un ameno santoral, del que se conserva una traducción
castellana en El Escorial hecha para los Reyes Católicos.
Notable
fue la fama de la obra de Guyart des Moulins, Bible Historiale, adaptación
al francés de la Historia scholastica, que a su vez lo era de
la historia bíblica, realizada en la segunda mitad del siglo trece por Pedro
Comestor, discípulo de Pedro Lombardo. Tuvo mucha difusión por su carácter
histórico y se conservan más de setenta manuscritos, muchos bellamente
ilustrados por haber sido lectura favorita de reyes y grandes señores. A todas
ha superado en popularidad y pervivencia lmitatio Christi que
ha sido atribuida a Tomás Kempis, y que no ha cesado desde que se escribió, en
el siglo quince, porque, traducida a la mayoría de las lenguas, tras la
aparición de la imprenta ha continuado imprimiéndose hasta nuestros días.
De
la historiografía castellana destacamos dos historias hechas para Doña
Berenguela, madre de Fernando III, Chronicon mundi, de Lucas
de Tuy, el Tudense, e Historia Gothica, de Rodrigo Jiménez
Rada, arzobispo de Toledo, hombre de gran cultura y servidor del rey en
empresas importantes
Los
comentarios al Apocalipsis de San Juan, reunidos en el siglo octavo por Beato
de Liébana, a los que se llama beatos, merecieron un puesto destacado en la
Alta Edad Media por la belleza de sus expresionistas ilustraciones, una de las
páginas más brillantes del arte español. Siguieron copiándose fuera de España
en letra carolingia iluminados en un estilo muy alejado del mozárabe de la Alta
Edad Media. Destaca por su arte el Apocalipsis figurado de los duques
de Saboya, que se conserva en El Escorial. Obra sobresaliente por sus
ilustraciones, que inició en 1432 Jean Bapteur y acabó seis décadas más tarde
Jean Colombe, no tiene relación alguna con la tradición mozárabe, pero es una
aportación al arte de su tiempo.
El
deseo de adoctrinar a la población ignorante, que no sabía leer o tenía
dificultades en la comprensión del texto, dio lugar a las llamadas biblias
moralizadas, en las que la ilustración ocupa más espacio que el texto
y parecen consecuentemente biblias gráficas. Las ilustraciones, encerradas en
medallones ordenados en sendas columnas, ocupan la casi totalidad de la página,
quedando el texto reducido a unas pocas líneas estrechas con una inicial
destacada. Parecen aclaraciones de la ilustración, algo así como los pies que
en los actuales libros llevan las figuras. Las biblias moralizantes, por su
riqueza, eran caras y estaban destinadas a los reyes o a los miembros de la
alta nobleza. Pero el afán de divulgación gráfica se extendió al finalizar la
Edad Media a lo que se llama Biblia pauperum, algunas de las
cuales fueron posteriormente impresas. No iban, no obstante, el nombre,
destinadas a pobres de dinero, sino de conocimientos. Son de corta extensión y
las ilustraciones del Antiguo y Nuevo Testamento se limitan a unos pocos
episodios.
Señalemos
que en el siglo trece se advierte una resurrección de la poesía latina
religiosa, de carácter anónimo, en general, aunque se conocen o sospechan los
nombres de algunos autores, como Jacopone da Todi y Tomás Celano, a los que se
atribuyen respectivamente la autoría de dos muy populares, Stabat mater
dolorosa y Dies irae, dies illa.
La
otra cara de la moneda se encuentra en las creaciones desvergozadas de los
goliardos, vagabundos con algunos estudios, que sonaban en las tabernas (meum
est propositum in taberna mori). La secularización en el siglo
diecinueve de los bienes eclesiásticos permitió encontrar un códice con una
antología de estos poetas, que se denominan Carmina Burana por
haberse encontrado en el monasterio alemán de Beuron.
5. LAS
LITERATURAS VERNÁCULAS
Característica
de la Baja Edad Media es la literatura en lenguas vernáculas, las habladas en
diversos territorios por las gentes, que tratan de abrirse un hueco en el campo
de la comunicación escrita, anteriormente dominada de forma exclusiva por la lengua
latina, que utilizaba la escritura más que la palabra oral. En cambio, las
primeras composiciones en lenguas vernáculas fueron orales y sus autores,
juglares, trovadores y escaldas las recitaban en las cortes y en las plazas
para recreo de grandes y chicos, hombres y mujeres de toda condición que no
dominaban la escritura, sólo accesible a unos pocos. No tenían una finalidad
estética, aunque debían ser entretenidas para despertar y mantener el interés
de la audiencia. Su función principal resultó ser la cohesión de los vínculos
sociales, la participación en actitudes, mediante la narración de acciones
referidas a personajes muy famosos, míticos, con los que se identificaba la
comunidad.
En
Europa se advierten dos corrientes, la nórdica, que se desarrolla en tierras
que no fueron romanizadas, y la meridional, característica de los reinos
formados en el desaparecido Imperio Romano, que hablaban, en principio, el
latín, y terminaron evolucionando a una serie de lenguas románicas.
En
las tierras escandinavas existieron desde los primeros siglos de nuestra era
manifestaciones literarias, los Edda, tradiciones poéticas
recogidas por escrito en el siglo trece. También unas narraciones en prosa
denominadas Saga, con las aventuras de personajes como Eirich,
que viajó a Groenlandia o el rey ostrogodo Teodorico, conquistador de Italia,
llamado Teodorico de Bern, Verona, donde estableció la capital de su reino y
cuya fama llegó hasta tan lejanas tierras.
El
documento más antiguo de las literaturas germánicas es la traducción de la
Biblia hecha en el siglo IV o V, que se conserva en la Biblioteca Universitaria
de Upsala. Es el famosísimo Codex Argenteus, escrito en
Bizancio sobre pergamino teñido de rojo con letras doradas y plateadas, que
corresponden a un alfabeto original basado en las runas nórdicas y con
influencias de los alfabetos griego y latino. No es un texto popular,
autóctono, sino importado y el instrumento para que el pueblo godo conociera
los fundamentos de la nueva religión cristiana a la que se habían convertido
los dirigentes.
También
en Germania e Inglaterra clérigos cultos pusieron por escrito en fecha temprana
cantares populares, como Cantar de Hildebrando, compuesto en
el siglo octavo, en el que un padre en un desafío mata a su hijo, desconociendo
el parentesco que los unía, o el de Boewulf, personaje
histórico que luchó en el siglo sexto contra los francos, y en el cantar, que
tiene cuatro mil versos, murió en lucha contra un dragón.
En
la Romania, la Europa surgida de la descomposición del Imperio Romano, la mayoría
de la gente tampoco sabía leer, y entre los pocos que sabían, sólo una parte
reducida de clérigos era capaz de entender el latín, la lengua escrita.
Recurrieron a notas o glosas con la traducción de palabras del texto a la
lengua hablada por ellos, el árabe en al-Andalus y los primeros balbuceos del
castellano en los monasterios del norte.
A
partir de finales del siglo once algunos escritores recogieron las
composiciones populares, las centraron en unas pocas acciones dramáticas y les
dieron forma definitiva al consignarlas por escrito. Son los llamados cantares
de gesta o hazañas, como la Chanson de Roland, sobre la
retirada de Carlornagno y la muerte a manos de los musulmanes españoles en
Roncesvalles del joven protagonista. La fama de la Chanson de
Roland se extendió por toda Europa, aunque no llegan a diez los
manuscritos supervivientes, todos de presentación sencilla y sin ilustraciones.
El texto escrito, destinado a un círculo minoritario, no alcanzó la difusión de
las composiciones orales, aunque fue admirado en los escritorios. Sólo en el
siglo diecinueve, al ser impreso, pudo conocerlo el gran público.
El Poema
del Cid, otro gran cantar de gesta europeo, fue escrito a mediados del
siglo doce por un poeta desconocido y su único manuscrito está en la actualidad
en la Biblioteca Nacional. El público no pudo conocerlo hasta que a finales del
siglo dieciocho lo editó el bibliotecario Tomás Antonio Sánchez y lo imprimió
Antonio Sancha dentro de una Colección de poesías castellanas.
También
en Alemania, a principios del siglo trece, un autor anónimo escribió, basándose
en leyendas anteriores, el Cantar de los Nibelungos,
Nibelungenlied, historia de Sigfrido y de la pretensión de rescatar el
tesoro arrojado al Rin. En el Cantar, a cuyo conocimiento
generalizado en los tiempos moderno han contribuido las óperas de Wagner,
intervienen, mitificados personajes históricos, como Atila y el rey Teodorico.
Frente
a los cantares de gesta, eminentemente populares, se escribieron
narraciones, roman curtois o novela cortés, aunque roman significaba
simplemente lengua romance, es decir, francés. Un lugar destacado le
corresponde a la serie sobre temas del rey Artús y tiene por escenario Bretaña,
y de ahí el nombre de materia de Bretaña que se da al conjunto. Se narran
acciones fantásticas, con trama amorosa y espíritu caballeresco, como las
aventuras de Perceval y la búsqueda del Santo Grial, la copa que Jesús utilizó
en la última cena, y los trágicos amores de Tristán e Isolda, sobre los que se escribieron
varias versiones en alemán y francés. Al principio, los autores de estas obras,
origen de las novelas de caballerías, utilizaron el verso, pero terminaron
escribiendo en prosa.
Enorme
popularidad alcanzó el largo poema, más de veinte mil versos, Roman de
la Rose, cuyos primeros cuatro mil los escribió Guillermo de Lorris en
la primera mitad del siglo trece, y fue acabado, cuarenta años más tarde, por
Jean Copinete o de Meun. Es la narración de un sueño y, para Petrarca, la obra
literaria francesa más importante. En la Biblioteca de la Universidad de
Valencia se guarda un códice del siglo catorce con 177 ilustraciones muy
bellas, que perteneció a los duques de Calabria, descendientes de Alfonso el
Magnánimo.
Probablemente
los libros estaban en un atril y eran leídos en voz alta por un servidor en las
reuniones familiares. Había una gran variedad de temas que atraían a los
nobles, a la alta burguesía adinerada, a profesionales que habían estudiado en
las universidades y a comerciantes prósperos, por ejemplo, la poesía
trovadoresca en Francia y de los Minnesinger en Alemania, que cantaban
canciones de amor destinadas principalmente a las damas, narraciones
históricas, anoveladas y centradas en dos temas principales, la guerra de Troya
y las hazañas de Alejandro Magno. También por obras de viajes a tierras
exóticas, la caza, relaciones amorosas, animales, como los bestiarios, plantas,
como los hervales, caballos y torneos, juegos, heráldica, fábulas, astrología,
agricultura, química, música, cocina y pintura.
En
Italia se produjo un distanciamiento de la cultura escolástica, cuyo epicentro
estaba en la Universidad de París. Siguiendo la tendencia general, aunque con
algún retraso con relación a Francia y a España, brotó con gran fuerza una
literatura en romance, a la que se llamó Stil nuovo, que llegó
a las cumbres más elevadas con Dante Alighieri, 1265-1321, en Vita
Nuova, serie de poesías líricas en las que canta a Beatriz, a la que
conoció en su infancia, y especialmente en el gran poema Comedia, que
él denominó así porque empezaba con terror y acababa felizmente y porque estaba
escrita en lengua vulgar, no en latín.
Por
otra parte, surgió un movimiento intelectual, el humanismo, cuyos
miembros sentían enorme interés por el estudio de la lengua latina, pero se
desinteresaban del pensamiento medieval. Les entusiasmaba y se sentían
orgullosos de su pasado romano y consideraban el latín como su lengua, en la
que encontraban el encanto de su dulzura y sonoridad, y al que trataban de liberar
de su exclusiva dedicación a la Iglesia, porque el grupo estaba constituido
mayoritariamente por laicos que vivían de su trabajo como profesores o en las
cancillerías, aunque, al final, en él se integraron hombres con altas
posiciones en la Iglesia.
Característica
común de todos ellos fue su obsesiva búsqueda de obras perdidas de la
Antigüedad romana. Registraron personalmente bibliotecas y, cuando no les
resultaba posible hacerlo personalmente, encargaron a otros que buscaran por
ellos. Celebraron cada hallazgo con un triunfo. Se adueñaron de los códices que
pudieron y, si esto no era posible, los copiaron y revisaron cuidadosamente.
Llegaron a poseer buenas bibliotecas personales. Pero su bibliofilia era
especial pues copiado y corregido el texto, cesaba el interés por los viejos
manuscritos y, en muchos casos, los dejaron perder, normalmente cuando, unos
años más tarde, se hicieron ediciones impresas.
El
movimiento lo inició Francesco Petrarca, 1304-1374, autor de unas famosísimas
poesías, Cancionero, escritas en italiano, que él no tuvo en
mucho, pues de lo que se sintió orgulloso fue de sus escritos, prosa y verso,
latinos. Fue el primer hombre que en los tiempos modernos formó una biblioteca
particular de autores clásicos latinos.
No
estaba interesado ni por la lógica ni por la metafísica ni por las ciencias
naturales. Se sentía, por consiguiente, alejado de la escolástica y de
Aristóteles, y próximo a Platón y a San Agustín. Le preocupaban los valores
humanos y el alma, la humanitas frente a laferitas, y
entendía la primera como filantropía, aunque sus sucesores llamaron a los
estudios que había emprendido Petraca sobre la Antiguedad studia
humanitatis, de ahí el origen de la palabra humanista, similar a
legista o jurista, para designar a la persona dedicada a los estudios de
gramática, retórica, historia, poesía y filosofía moral.
Boccaccio,
1331-1375, gran admirador de Petrarca, cultivó el latín, aunque la fama
posterior le vino por sus narraciones ligeras, cortas, frívolas y con aire
moralizante escritas en italiano en el Decameron. Su amor a
los viejos códices hizo que se le saltaran las lágrimas al ver el estado de
abandono en que se encontraban los de Montecasino. Sus obras en italiano y
traducidas a las lenguas europeas fueron muy leídas.
Notable
cazador de manuscritos fue Poggio Bracciolini, que en cuatro viajes pudo sacar
o copiar de las bibliotecas francesas, suizas y alemanas (Cluny, Saint Gall,
Fulda, catedral de Colonia, entre otras) en su calidad de secretario
pontificio, valiosos manuscritos. A él se debe la instauración de la letra
humanística, como imitación de la carolingia, que Poggio y sus colegas
llamaban littera antiqua. Finalmente debemos recordar a
Lorenzo Valla, 1407 -1457, al que se debe el adjetivo gótico en sentido
despectivo e injurioso, que ha sido aplicado a la escritura y al arte
posteriores al románico.
Al
comienzo del siglo trece vivió a dos pasos de aquí en el Monasterio de San
Millán de la Cogolla Gonzalo de Berceo, el primer escritor castellano de nombre
conocido y autor de poemas en honor de la Virgen y también sobre Alejandro
Magno. Deseaba escribir para el pueblo, de forma clara y sencilla, utilizando
la técnica poética, de cuyo dominio se sentía orgulloso. Sin embargo, sus obras
tuvieron escasa difusión hasta el siglo dieciocho cuando fueron publicadas por
Tomás Antonio Sánchez.
Figura
señera en la cultura española, y en el libro, fue el rey Alfonso X que ha
recibido por su labor el calificativo de El Sabio. Nacido en Toledo e hijo de
Fernando III, se sintió atraído por el estudio y se preocupó de conocer y dar a
conocer el pensamiento encerrado en los libros escritos en árabe, siguiendo la
trayectoria de los que vinieron a la ciudad en la centuria anterior. En
realidad, al rey le preocupaba la felicidad de sus súbditos y esta es la
explicación de su gran labor editora, pues su papel en los libros que se le
atribuyen no fue el de autor, sino el de editor porque se preocupó de
seleccionar las obras, de reunir los colaboradores, traductores y redactores,
pagados y acogidos por él, y de hacer un conjunto bibliográfico que iba desde
la ciencia, la historia, la doctrina y ordenamientos jurídicos a las simples
obras de entretenimiento.
Como
su pretensión era dotarles de instrumentos intelectuales, escogió como medio de
expresión su querido castellano, en vez del latín que se usaba en toda Europa,
y era entendido, pero mal, por las personas de formación superior. Por otra
parte, ya su padre había ordenado que los documentos salidos de la real
cancillena, salvo algunas excepciones, fueran redactados en castellano para
conocimiento de sus oficiales y del pueblo.
Pasando
por alto las obras científicas o pseudocientíficas y las de entretenimiento,
nos limitamos a recordar cuatro. La que tuvo más difusión y estima fue Las
Siete Partidas, cuya finalidad era recoger y actualizar la legislación
de sus reinos. No tanto éxito tuvieron sus importantes obras históricas, Grande
e general Estoria, historia universal, intento demasiado ambicioso,
y Estoria de Espanna, conocida posteriormente como Primera
Crónica General y terminada en el reinado de su hijo Sancho IV, que
tuvo la originalidad de incluir prosificados leyendas y cantares de gesta.
La
obra más personal, que muchos se inclinan a pensar que fue redactada por el
propio rey, es las Cantigas, conjunto de poesías en honor de
la Virgen en gallego, que se conservan en cuatro códices, uno en la Nacional
madrileña, otro en Florencia y dos en El Escorial, de éstos el denominado Códice
Príncipe es, desde el punto de vista literario, el más completo y
valioso con 427 cantigas en 361 folios, escrito y quizá ilustrado por
Gundisalvo en el siglo trece en letra gótica a dos columnas con algunas
palabras en rojo e iniciales con rasgos salientes. Su ilustración es escasa. En
cambio, en el otro códice, de 256 hojas, aunque de menos cantigas, 193, la
ilustración es muy rica, con series de seis u ocho escenas por página en las
que se narran gráficamente cada uno de los milagros. El conjunto es un
documento muy valioso para conocer aspectos de la vida en el siglo trece y
desde el punto de vista artístico, la obra maestra de la miniatura de la Baja
Edad Media española, como la de los beatos es la de la Alta Edad Media.
El
rey contó con un taller en la corte para copiar sus obras, en delicado
pergarnino y con caligrafía cuidada, taller que continuaron sus sucesores y en
los que se produjeron obras de lujo para el entretenimiento, como La
Crónica Troyana, Libro del Caballero Cifar y Libro de la
montería de Alfonso XI, o de la literatura sapiencial, como Los
castigos del rey don Sancho, y obras legislativas, como el Ordenamiento
de Alcalá. Frente a estos libros al servicio de la corte, un clérigo
toledano Juan Ruiz, escribió una de las obras más destacadas de la literatura
española, Libro de Buen Amor; alegre canto a la vida que se
ofrecía en el reino de Toledo donde convivían las tradicionales culturas
medievales españolas. Se conserva en tres códices sencillos y permaneció
inédito hasta finales del siglo dieciocho cuando lo publicó el benemérito
bibliotecario Tomás Antonio Sánchez.
Una
obra sobresaliente por su tamaño, presentación cuidada e ilustraciones es la
llamada Biblia de Alba, que se guarda en la casa ducal,
escrita en castellano y cuya traducción fue encargada por Don Luis de Guzmán,
gran maestre de la orden de Calatrava, al judío Mose Arragel de Guadalajara.
6. LA
LECTURA Y LAS BIBLIOTECAS
La
urbanización del final de la Alta Edad Media trajo un aumento considerable de
lectores, de libros y de bibliotecas. Las escuelas catedralicias mantuvieron
colecciones de libros, de no muchos volúmenes y no faltaron profesores que se
interesaran por la posesión de algunos libros sobre los temas de su particular
interés. Aumentó el número de bibliotecas a partir del siglo trece con la
aparición de las universidades al servicio de profesores y alumnos. Reunieron
mayor número de libros que las monacales y catedralicias porque fueron
concebidas como instrumentos de trabajo y las enseñanzas se apoyaban en la
lectura y comentario de un texto.
Las
bibliotecas universitarias estaban fragmentadas en colecciones pertenecientes a
las facultades o colegios. La consulta y lectura estaba reglamentada y en
general los libros se dividían en dos secciones, libraria magna, con
libros de consulta, que no se podían prestar y debían ser consultados al pie de
la estantería pues, además, estaban encadenados, libri catenati, y
la libraria parva con los destinados al préstamo, libri
distribuendi. Es fácil imaginar que entre ellos no había libros
lujosos por sus ilustraciones y adornos.
Los
profesores, especialmente los miembros de las nuevas órdenes mendicantes,
dominicos y franciscanos, que se orientaron principalmente a la enseñanza,
dispusieron de libros propios y de bibliotecas en sus conventos proporcionadas
por la orden. También poseían libros los que, tras estudiar en las
universidades, ejercían actividades liberales, como la medicina y el derecho,
la mayoría referentes a su profesión, pero otros de temas religiosos,
filosóficos, históricos o literarios, de acuerdo con sus aficiones.
A
partir del siglo trece, como hemos visto, experimentan un desarrollo las
literaturas vemáculas, que cada vez contaban con un público más amplio entre
los que sabían leer, pero no eran capaces de entender el latín. Este es el caso
de reyes, nobles y muchas damas aristocráticas, que encargaban libros
bellamente ilustrados, no escritos en latín, que leían directamente o, con más
frecuencia, encargaban a un capellán o a un criado que se los leyera.
Una
de las grandes bibliotecas del siglo trece, por la cantidad, pero
principalmente por la riqueza de los volúmenes, fue la que reunieron Alfonso X
el Sabio y su hijo Sancho IV para que sus colaboradores pudieran preparar y
escribir las obras unidas a sus nombres. Los códices no debieron de estar todos
juntos ordenados en una sala. Eran trasladados, como el equipaje, con el rey
cuando este cambiaba de residencia y normalmente se guardaban en arcones. Sus
sucesores acrecentaron la biblioteca y muchos de estos volúmenes llegaron a
poder de Isabel la Católica y Felipe II. Entre las bibliotecas de la nobleza,
destaca la del marqués de Santillana, poeta y bibliófilo, que encargó códices
muy bellos en Italia, bastantes de los cuales se encuentran hoy en la Biblioteca
Nacional.
Los
reyes franceses, empezando por San Luis, fueron amantes de los libros, muy en
particular de los bellamente ilustrados. Uno de ellos, Carlos V, los guardaba
en una torre del Louvre, se sentía atraído por las obras narrativas e
históricas en francés, menos por las escritas en latín, y ordenó la traducción
de Padres de la Iglesia, como San Agustín, de filósofos de la Antigüedad, como
Aristóteles, e incluso de autores modernos, como Petrarca. También fueron
buenos bibliófilos sus hermanos, Luis de Anjou, que llegó a ser rey de Nápoles,
Juan de Berry y Felipe el Atrevido, duque de Borgoña.
El
prototipo de la biblioteca bajomedieval al servicio de la aristocracia es la de
los duques de Borgoña, que gobernaban Borgoña y el Franco Condado, al este de
Francia, y los Países Bajos al noroeste. En Dijon Juan sin Miedo había reunido
unos doscientos cincuenta códices y su hijo y sucesor, Felipe el Bueno, aumentó
la colección de modo considerable hasta superar los ochocientos. Al duque le
gustaba escuchar a diario la lectura en voz alta de sus libros escritos en
francés, ya fueran obras originales o traducciones, unas y otras copiadas con
una clara letra bastarda y adornadas con bellísimas ilustraciones. El rey
Felipe II, propietario y admirador de la colección, ordenó que quedara
instalada en Bruselas como biblioteca real.
Bibliotecas
importantes fueron las de los normandos en Sicilia, favorecedores de las
traducciones del árabe y del griego, con obras en latín, griego y árabe, la papal
de Aviñon, Avenionensis, que llegó a reunir dos mil volúmenes
y se disolvió cuando cesó el cisma. También fue rica y selecta la del rey
Matías Corvino en Budapest, que tuvo corta vida pues en 1526 fue conquistada la
capital por los turcos.
Pero,
sin género de dudas, las más notables fueron las surgidas en Italia, cuyos
creadores, por un lado, buscaban manuscritos latinos antiguos y griegos
rescatados de Bizancio. Por otro, encargaban libros lujosos bellamente
ilustrados por los mejores artistas. Aunque no se puede dudar de su amor a la
cultura escrita, estaban motivados fundamentalmente por la presunción.
En
Florencia reunió un millar de volúmenes Coluccio Salutati, muerto al iniciarse
el siglo quince, cantidad superior a la conseguida por su paisano y
contemporáneo Niccolo Niccoli. Les superó Cósimo de Medici el Viejo, primera
mitad del siglo quince, fundador de varias bibliotecas, y cuyos descendientes,
entre los que destaca Lorenzo el Magnífico que da forma definitiva a la que
sería llamada Laurenziana Medicea, se preocuparon igualmente de reunir libros
valiosos. Otros bibliófilos notables fueron el cardenal Bessarion, bizantino
radicado en Italia, que donó su magnífica biblioteca, en la que había más de
quinientos manuscritos griegos, a la ciudad de Venecia y fue el origen de la
Biblioteca de San Marcos o Marciana.
Nicolás
V, uno de los más afamados cazadores de manuscritos, recreó en la segunda mitad
del siglo quince la Biblioteca Vaticana, pues, aunque desde los primeros
tiempos había habido una biblioteca en la residencia papal, los libros fueron
dispersados repetidamente por avatares históricos. Los papas siguientes,
Gregorio IV y Sixto IV, se preocuparon de aumentar la colección y de instalarla
dignamente. Así los escasos trescientos volúmenes que reunió Nicolás V se
transformaron en más de tres mil al finalizar la centuria. Posteriormente continuó
creciendo en calidad y cantidad hasta convertirse hoy en una de las más ricas
del mundo.
Otra
biblioteca notable fue la creada por los reyes aragoneses en Nápoles formada
por códices lujosos ilustrados por los mejores artistas, que además de códices
griegos, latinos e italianos tenía bastantes en castellano. Al caer el reino de
Nápoles en poder de los franceses, 1495, éstos se llevaron a París más de un
millar. Otros códices han terminado en la Biblioteca Universitaria de Valencia,
en donde se estableció el duque de Calabria, hijo del último rey de Nápoles, y
algunos llegaron a la Biblioteca escurialense.
Merece
una mención entre las otras bibliotecas renacentistas, la formada por Federico
de Montefeltro, duque de Urbino, más apasionado por los bellos códices que por
la lectura. Llegó a superar el millar de códices, entre los que no permitió que
se pusiera ningún libro impreso.
7. LA
ENCUADERNACIÓN
La
encuadernación, que fue necesaria cuando cambió la forma del libro del rollo al
códice, se perfeccionó con dos planchas, las tapas, una delante y otras detrás,
y con el lomo por la parte del cosido. Las tapas al principio eran simples
pieles; después fueron de madera recubierta de piel y más adelante, cuando se
generalizó el uso del papel, normalmente se acabó sutituyendo la madera por
cartón. Cuando algunos libros eran tenidos en gran estima, la piel se adornaba
con grabados repujados, simples dibujos geométricos o también signos religiosos
como la cruz e incluso con joyas.
La
decoración fue enriqueciéndose con el paso del tiempo y de los motivos
geométricos y vegetales se pasó en la Baja Edad Media a representar personas y
animales y a la inclusión de motivos heráldicos y simbólicos. La nueva técnica
de repujar se vio favorecida por inventos, la rueda o rodillo, que permitía
hacer una larga incisión, y la plancha, cuya impresión ocupaba una amplia
superficie. A este tipo de encuadernación sencillo, se le viene llamando
monástica por haberse generalizado su uso en los monasterios y se
caracterizaba, en ocasiones, al no llevar cuero, por estar la madera de pino o
de nogal al descubierto.
En
cambio, los ejemplares destinados al culto que tenían que reposar en el altar a
la vista de lo fieles, fueron enriquecidos con tapas de marfil, láminas
metálicas, o de cuero decorado con elementos metálicos, y piedras preciosas y
con grabados en relieve de temas religiosos, que a través de una artística
composición dieron belleza y magnificencia al libro. La encuadernación lujosa
se inició en Bizancio y como después se desarrolló en Europa Occidental se la
llama bizantina y también de orfebrería o de altar porque recordaban el lujo de
los relicarios bizantinos. Normalmente la tapa embellecida es la superior, la
que se presenta al público. Ésta y la inferior, suelen llevar clavos de cabeza
gorda o bollones, para preservar la piel cuando el libro debía pennanecer
abierto. Fue relativamente corriente, cuando se disponía de ellas, la
utilización en ejemplares lujosos de placas de marfil romanas. A veces, al
finalizar la Edad Media la piel de la encuadernación se recubrió de terciopelo,
brocados y seda.
En
el islam el libro fue más objeto de uso que de lujo y en los libros de lujo se
puso la atención preferentemente en la caligrafía. Al libro, destinado a la
lectura, se le pedía que fuera manejable y resistente. La piel podía ser de
cabra, que se trabajaba muy bien en Córdoba, y de ahí el nombre de cordobán, o
de carnero, más basta y de menor calidad. Los musulmanes tuvieron dos tipos de
encuadernación, caja y carpeta. En la primera, la tapa de arriba cierra sobre
pestañas laterales; en la segunda, sobresale la piel de la tapa superior, que
dobla y se cierra como un sobre o una carpeta. La superficie de la tapa se
adornó con decoración vegetal o geométrica, encerrada en recuadros hechos con
hierros calientes. El libro se cerraba con un broche o manecilla y también con
un simple lazo.
Una
encuadernación muy rica de tipo bizantino es la realizada, a finales del siglo
diez, en el monasterio de Richenau para el Evangeliario de Otón III.
Está cuajada de joyas y en el centro lleva una placa de marfil con una escena
religiosa, hoy en la Biblioteca Bávara.
Se
conservan algunas tapas españolas de encuadernaciones lujosas de los siglos
doce y trece, como la de Evangeliario de la reina Felicia de
Aragón y algunas en las catedrales de Gerona y Tortosa ilustradas con la
Crucifixión y el Pantocrator. En el siglo trece las grabaciones exteriores de
las tapas tienden a asemejarse a las interiores. Aparecen edificios y escenas
de la vida, animales fantásticos y reales, y continúan los motivos geométricos
de origen musulmán.
En
España se generalizó una decoración nacional llamada mudéjar, porque había sido
realizada por artesanos mudéjares, musulmanes que vivían entre los cristianos.
Utilizaban el estezado, humedeciendo previamente la piel para que recibiera
bien la impresión, y el gofrado, impresión en seco mediante hierros calientes.
Los motivos mudéjares, geométricos, tienen origen copto, y fueron heredados por
los musulmanes. El color de la piel suele ser leonado, rojo oscuro, morado e
incluso negro. El cierre se hacía con tiras de la misma piel que enganchaban en
ojales o pletinas. Después se impusieron broches metálicos, que recibían un
tratamiento artístico como las cantoneras, los bollones y los clavos
protectores. Al final de estos tiempos, se colorearon los cortes, en los que
solía ponerse el título, en vez de en el lomo, como se hizo unos siglos
después.
https://www.vallenajerilla.com/berceo/florilegio/escolarsobrino/librosybibliotecas.htm

No hay comentarios:
Publicar un comentario