Santo Domingo
de Silos
Frontal estructurado a modo de retablo
dedicado a Santo Domingo de Silos; realizado hacia el año 1400, posiblemente en
Navarra, de autor desconocido. Obra realizada al temple sobre tabla que mide
102 x 188 cms. Actualmente en el Museo de Bellas Artes de Bilbao. (Ana Galilea
Antón)
https://bilbaomuseoa.eus/obra-de-arte/retablo-de-santo-domingo-de-silos/
PROLOGO
SANTO DOMINGO DE SILOS ha tenido suerte con sus biógrafos. A los pocos
años de su muerte, su discípulo Grimaldo recoge con amor los principales hechos
de su vida y milagros, de muchos de los cuales fue testigo ocular, y nos deja
tres libros escritos en un latín nada común para su tiempo.
Más tarde, Berceo inmortalizará el nombre de Santo Domingo de
Silos en el ameno campo de la literatura con sus ingenuas y deliciosas rimas en
román paladino.
Poco después, el monje Pero Marín relata en sus Miraculos Romanzados las maravillas que
obró el Redentor de Cautivos a mediados del siglo XIII, dejando a la posteridad
una de las más antiguas y encantadoras muestras de la incipiente prosa de la
lengua castellana.
En los siglos XVII y XVIII, los Padres Gómez Castro y Vergara
describen prolijamente, con entusiasta cariño, la historia y milagros de
nuestro Padre en el estilo agradable y enfático, propio de su época.
Finalmente, en nuestro inquieto siglo XX, el P. Rafael Alcocer nos
regala con una biografía completa de Santo Domingo, que es una obra maestra de
literatura y fina psicología, presentada con artístico primor.
Si a esto añadimos los largos capítulos que le dedican Dom Ferotin,
P. Serrano, etc., en sus respectivas historias de la Abadía, puede decirse que
es abundante y rica la biografía de Santo Domingo de Silos.
No obstante eso, como los libros de los autores antiguos andan tan
escasos que casi resultan una curiosidad bibliográfica, y el reciente del P.
Alcocer no está al alcance intelectual y económico de todos, hemos creído de
alguna utilidad condensar en estas sencillas páginas cuanto ellos dijeron, sirviéndonos
más largamente de la monografía del P. Rafael, porque resulta, a pesar de sus
apariencias un poco novelescas, la más completa y documentada.
Las hemos escrito sin arreos científicos ni pretensiones
literarilias, pensando únicamente en sus hijos de Silos, de Cañas y la Rioja y
en los muchos admiradores y devotos del Taumaturgo Español.
NACIMIENTO Y PRIMEROS AÑOS DE DOMINGO
Cuenta la tradición que Santo Domingo vino al mundo en el
célebre año mil de la era cristiana o en los albores del siglo XI, en la
pequeña y riente villa de Cañas, territorio de Nájera, que en aquellos tiempos
pertenecía al reino de Navarra. Llamábase su padre Juan, del noble linaje de
los Mansos, que entonces hallábase representado por dos familias: la
primogénita, que radicaba en la villa inmediata de Cañas de Ayuso, llamada hoy
Canillas, y la segunda en Cañas. El jefe de esta segunda rama era el honrado
caballero, padre da nuestro Santo, que resplandecía, más que por lo elevado de
su alcurnia, por su profunda fe religiosa y arraigadas virtudes cristianas. Con
ese carácter aparece siempre en las escasas referencias que le dedica el
biógrafo Grimaldo. En cambio, su madre, a quien Salazar y otros historiadores
modernos llaman Toda, no parece haber dado muestras de señalada piedad.
Entusiastas biógrafos de Domingo, han querido emparentar a sus progenitores con
las más nobles familias de Navarra y de Castilla; lo cierto es que, si bien
eran infanzones de linaje, su situación económica no debía de ser muy
desahogada, tal vez por no pertenecer a la rama primogénita, o por reveses de
guerras y de fortuna, tan frecuentes en aquel siglo.
Criaron a Domingo con el cuidado y esmero correspondiente a
su posición social, y desde temprana edad dio muestras de ser un joven
inteligente, despierto y de precoz seriedad, al parecer desproporcionada con el
menguado desarrollo de su naturaleza, ya corta para sus años.
Niño aún, semejaba hombre maduro; huyendo de los juegos propios de
sus compañeros, asistía a los Oficios divinos con tal gravedad y cordura, que
revelaba en él un profundo espíritu de fe, escudriñador de los misterios y
enseñanzas encerradas en los cultos litúrgicos.
Dice Grimaldo, tal vez exagerando un poquito, que no conocía más
que a sus padres en el pueblo, y aunque todos se maravillaban de su
retraimiento, no debía parecerles efecto de orgullo altanero de raza, pues supo
captarse la simpatía de todos sus convecinos, simpatía que llevaba consigo el
cariño, según la expresión de Berceo: De grandes e de chicos era mucho
amado.
Resumiendo los
primeros años de Domingo, bien pueden aplicársele aquellas palabras con que San
Gregorio sintetiza la niñez del Patriarca de Casino: que, venciendo a la
naturaleza la gracia, pasó de los términos de la infancia a una santa
ancianidad de costumbres.
Desde muy niño se había despertado en su alma la avidez de las
cosas divinas y de las letras; pero al entrar en la pubertad, a los catorce o
quince años, exigencias de la vida familiar vinieron a echar por tierra los
planes de estudios, pues sus padres se vieron precisados a confiarle la guarda
de sus ganados. Para cohonestar ante sus piadosos lectores un cambio tan
brusco y extraño, el monje biógrafo describe prolijamente cómo los antiguos
patriarcas y reyes, Moisés, Jacob, David, honraron y santificaron este oficio
al parecer humilde; pero todas estas digresiones no nos explican las verdaderas
causas, que debieron de ser las que dejamos antes señaladas.
Dócil y sumiso a sus mayores, el joven Domingo renunció por
entonces a sus sueños de estudiante, y durante los cuatro años que ejerció el
oficio de pastor trató de estudiar y conocer a Dios en el libro de la naturaleza,
ya que no podía hacerlo en los códices y pergaminos.
En aquellos graciosos valles y colinas no muy altas que rodean al
pueblo de Cañas, a la vez que se robustecía su cuerpo, su espíritu se iba
vigorizando también y adquiría aquel temple meditativo y sereno que comunica
insensiblemente la contemplación y convivencia con la naturaleza. La memoria de
las gentes del país ha sabido guardar cariñosa el recuerdo de la loma donde el
Santo pastoreaba de costumbre. Es un altozano, pobre de vegetación y muy próximo
al pueblo, junto al antiguo convento de Santa María.
Lo que le obligaba a permanecer horas enteras con su ganado
en un lugar casi baldío era su noble instinto de caridad. Por allí pasaban de
ordinario los pobres y peregrinos que iban a Compostela a visitar el sepulcro
del apóstol Santiago. Su corazón piadoso y compasivo, al verlos míseros o
cansados, les ofrecía generosamente la densa leche de sus ovejas para socorrer
sus necesidades. Y tantas veces debió de repetir este caritativo acto, que llamó
la atención de sus paisanos. Algunos vecinos notificaron al padre de Domingo
que su hijo no salía jamás de aquel cerro, yermo y baldio, y que no solamente
las ovejas carecían de pasto, sino que el zagalejo, demasiado sencillo,
regalaba con la leche a cualquier caminante.
Aunque interiormente gozoso de ver la nobleza del corazón de su
hijo, cuando éste se presentó por la noche, y puesto de rodillas, según tenía
de costumbre, le pidió la bendición, el padre, con algún ceño, le hizo cargo de
cuanto le habían dicho. Domingo escuchole con respeto, pero cuando hubo
terminado, le indicó que lo mejor era comprobar si su rebaño estaba desmedrado.
Al día siguiente el bueno de Juan Manso pudo ver con asombro que su ganado
era el más lucido que jamás pastó en los abundantes montes del contorno.
De este modo tan palpable y milagroso bendecía Dios la caridad de su
joven siervo, que sabía corresponder a las inspiraciones del cielo y a las
miras providenciales que sobre él tenía, pues como dice Grimaldo, aun
en la misma cuna le adoctrinaba; pensamiento que traduce Berceo con
aquel verso: Que lo iba ganando el Rey de Majestad.
La tradición local
ha guardado el recuerdo de otro prodigio obrado por el joven Domingo cuando aún
era pastor. En lo más fuerte del estío, movido de compasión al ver la sed
ardiente de sus compañeros, hizo brotar una fuente a unos doscientos pasos del
priorato de Santa María de Cañas, la cual aun hoy día lleva el nombre de Fuente
del Santo. Sus aguas, en el decurso de los tiempos, han obrado singulares
curaciones en los devotos que las han tomado con fe.
SANTO DOMINGO, SACERDOTE
Después de ejercer cuatro años el oficio de pastor, los
padres de Domingo, mejorada algún tanto su situación económica, pudieron
satisfacer aquellas bellas aspiraciones que el zagalillo creía rotas para
siempre. Secundando, pues, sus piadosos deseos de consagrarse a Dios en la vida
sacerdotal, le dedicaron como clérigo, tal vez con patrimonio de la familia, al
servicio y ayuda del sacerdote de la parroquia, con el cual aprendió los Salmos
de David, el canto eclesiástico y el Evangelio, enayándose en la lectura y
comprensión de los libros de la sagrada Escritura, pasionarios y homilías de
los santos Padres que más frecuentemente se recitaban en los Oficios divinos.
Así se fue desarrollando en él, avivada por su natural despejo, la
sed del estudio eclesiástico y a la par su vocación al sacerdocio. Para
conseguirlo tuvo que poner nuestro Santo toda la energía de su carácter.
Porque, si bien es verdad que en su niñez había recibido una seria instrucción
de las primeras letras, y, tal vez, los rudimentos del latín en el priorato
benedictino de Santa María, sin embargo, el emprender ahora y llevar adelante
los estudios señalados, debió costarle grandes esfuerzos por lo brusco del
cambio y porque sus facultades estaban ya desacostumbradas a esa clase de
trabajos.
Ponderando Berceo el ahínco con que se entregó a los estudios, dice
graciosamente:
Non facíe entre día luenga meridiana,
anduvo algo aprisa la primera semana.
No nos consta con certidumbre si hizo toda la carrera
eclesiástica en su pueblo, ya que solía haber especie de seminarios parroquiales;
o bien, cursó lo que llamaríamos hoy la teología, en la próxima ciudad
episcopal de Nájera. Lo cierto es que sabedor de todo don Sancho, obispo de
esta ciudad, y admirado de las virtudes y extraordinarios progresos del joven
Domingo en los estudios, determinó hacer con él una distinción bien señalada,
que es por sí misma el elogio más elocuente de las dotes intelectuales y
morales de nuestro Santo.
Disponía la disciplina conciliar de aquellos tiempos que los
diáconos y presbíteros no recibieran las órdenes sagradas hasta haber cumplido
los veinticinco y treinta años, respectivamente. A pesar de esta ley, el obispo
de la diócesis se decidió a conferir a Domingo el presbiterado cuando apena.s
contaba veintiséis años; de suerte que, a la edad en que Ios otros clérigos
recibían el diaconado, tuvo el Santo la dicha de celebrar su primera Misa, el
primer encuentro de su alma sacerdotal con Cristo, en el altar. Y es que el
suave olor de las extraordinarias virtudes y ciencia de Domingo se había
extendido por toda la comarca, cubriéndole de gloria y de prestigio.
Como por una escala de gracias y virtudes había subido
rápidamente a la sublime cumbre del sacerdocio. Berceo simboliza este rápido
progreso en los caminos de Dios con una comparación llena de gracia y de verdad:
Tal era como plata, mozo casto gradero,
la plata tornó oro cuando fue epistolero.
el oro margarita cuando fue evangelistero,
cuando subió a preste semejó al lucero.
SANTO DOMINGO EN EL DESIERTO
Una vez ordenado sacerdote, Domingo continuó en la villa de
Cañas viviendo con sus padres, pero adscrito a la iglesia parroquial. Según las
costumbres de la época, debía alternar con el párroco y demás sacerdotes en el
servicio y cuidado de la iglesia y celebración de la Misa mayor.
Aunque de ordinario el ministerio de la predicación estaba
reservado a los párrocos, las cualidades extraordinarias de nuestro Santo
dieron ocasión a que se le confiase el ejercicio de todos los oficios
sacerdotales. Domingo dirigía a los fieles la divina palabra, visitaba a los
enfermos, cuidaba a los pobres, componía a los querellantes; en una palabra,
vino a ser el verdadero padre espiritual de todos sus compaisanos.
Pero a su espíritu activo y sediento de más alta perfección
cristiana, de mayores horizontes espirituales, pareció grave obstáculo el vivir
con la familia y encerrado en un pueblo de escasa vecindad, donde quedarían
ahogados sus altos ideales con las menudas preocupaciones de la vida casera.
Por eso, al año y medio de su ordenación, resolvió dejar resueltamente el mundo
y retirarse al desierto para vivir a solas con Dios, entregado a la oración y
contemplación de las cosas divinas, cuyo amor abrasaba su alma juvenil.
Encontrábase entonces Santo Domingo en la floración lozana, física
y moral, de sus veintiochos años. Pequeño de cuerpo, pero bien proporcionado;
el rostro apacible y jamás ensombrecido; la nariz aguileña, que revelaba la
energía de su carácter; sus ojos grandes, muy vivos, con un mirar inteligente,
blando y sereno; con el correr de los años, una corona de cabellos blancos
cercará su larga calvicie; en todo tiempo su rostro reflejaba una especial y
serena simpatía que le inundaba de suave gozo -plenus modesta laetitia,
sobriae alacritatis- escribe Grimaldo.
Era entonces, por sus prendas morales ya relevantes, el
orgullo de sus padres y del pueblecito de Cañas. Previendo, pues, el dolor de
los unos y la resistencia de todos, huyó de ellos a escondidas, llevando por
todo patrimonio algunos libros de rezo y de piadosa lectura; y sin más viático,
se internó en los montes de Cameros o en la Sierra de San Lorenzo, donde
moraban entonces algunos solitarios. Dice su biógrafo que se alejó como un
ladrón meritorio -ut latro laudabilis-; y la frase es exacta,
porque Santo Domingo se hurtaba al cariño y provecho de los suyos, seducido por
otros amores más altos. Fue también un sacrificio muy grande para su corazón
noble y generoso.
Seguramente que, antes de salir de Cañas, tenía elegido el lugar y
su morada de ermitaño, pero puso especial cuidado en tenerlo secreto y durante
toda su vida a nadie le reveló; de suerte que todo lo que sobre este punto se
ha escrito son puras conjeturas, forjadas por la piedad de sus devotos, y rivalidades
inocentes de pueblos vecinos.
Más fácil es adivinar el género de vida que llevó en aquellas
soledades en el año y medio que las habitó, aunque él nunca quiso hablar a sus
discípulos, que le preguntaron repetidas veces sobre esta época callada y
hondamente fecunda de su vida. Lo guardaba como el secreto más regalado de su
alma. Fueron los días de las grandes penitencias corporales, de rigurosos
ayunos, de sufrimientos y privaciones de toda clase, de luchas internas, y tal
vez externas, con el demonio que le atormentaba con visiones fantásticas, con
imaginaciones lúgubres, con todas las baterías de su infernal poder. Fueron,
sobre todo, los días en que vivió más estrechamente unido con su Dios y
Criador.
La soledad, el paisaje austero de aquellos lugares, la
naturaleza en toda su desnudez impresionante, todo contribuyó a tonificar y
robustecer su espíritu intrépido y generoso. Durmiendo sobre el duro suelo,
comiendo míseramente, bebiendo el agua de los torrentes, llegó Santo Domingo no
sólo a domeñar las pasiones de su carne, sino que su cuerpo, pequeño y fibroso,
adquirió aquel temple y resistencia física que había de neccesitar en su larga
y trabajosa existencia.
Los biógrafos primitivos le comparan con Elías, el mayor de los
profetas, con Juan Bautista, el mayor de los nacidos, y con San Pablo, el
primer ermitaño; su cariño filial los llevaba a ponerle al lado de los grandes
maestros de la vida solitaria; a mí más me agrada figurármele como otro San
Benito en la cueva de Subiaco, empapando su espíritu de soledad y oración y
disponiéndose, sin sospecharlo, para la obra futura a que Dios le destinaba.
MONJE EN SAN MILLÁN DE LA COGOLLA
Cerca de treinta años tenía Santo Domingo cuando determinó
trocar la vida del desierto por la monástica benedictina. Al pie de aquellos
montes donde moraba, en un rincón donde va a morir el valle de Cañas, se alza
el monasterio del glorioso San Millán, que en el siglo XI era el centro de vida
religiosa más activo de Navarra. La numerosa comunidad, regida con frecuencia
por un abad-obispo, se aumentaba cada día con numerosas vocaciones. Allí se
dirigió nuestro Santo en busca de más aquilatada perfección.
El motivo secreto que, según Grimaldo, movióle a dejar la soledad,
fue el hallarse poco seguro de sí mismo y falto de experiencia en las luchas
del espíritu. San Benito, que abandonó también la vida solitaria por la
monasterial, dice en su regla que el primer género de vida es propia de
aquellos que ya son capaces de luchar a solas, después de haberse adiestrado
largamente bajo la dirección de experimentados maestros en los caminos de Dios.
A este motivo del monje biógrafo, Berceo añade otra razón tal vez
más poderosa. Sin ser monje, sabía que en la vida religiosa la mortificación
más dura no son los ayunos y penitencias, las privaciones corporales, sino el
áspero cilicio de la obediencia; el acto por eI cual el religioso se abandona y
sujeta a perpetua tutela, y en esto precisamente estriba su excelencia y
dificultad.
Por eso Berceo, en vez de disculpar al Santo, como si en esa
determinación pudiera haber decaimiento de su primitivo fervor, señala
acertadamente como razón meritoria de ese cambio, el deseo de abrazar una vida
más ardua y segura:
Por amor que viviesse aun en mayor penitencia
e non ficiesse nada a menos de licencia
asmó de ferse monje, et fer obediencia...
Dejando su familia y el mundo, había renunciado a los honores y deleites;
en el desierto había domeñado su carne y apetitos; ahora iba al monasterio a
doblegar y rendir lo que más cuesta: la propia voluntad.
Acaso en las largas vigilias de la noche, anegado en
la contemplación, llegaba a sus oídos el eco lejano de las campanas de la gran
abadía riojana; y ese sonido muchas veces repetido, le debió parecer el
llamamiento de Dios que le invitaba a bajar de las montañas, como en otros
tiempos lo hizo San Millán, para asociarse al ejército de los fortísimos
cenobitas. Lo cierto es que un día, hacia el año 1030, se presentó Domingo a
las puertas del monasterio pidiendo ser admitido entre los monjes. Su aspecto
austero, su rostro delgado y macilento su barba larga y descuidada, su mísero
vestido, debieron impresionar al buen portero y a la comunidad.
Habiendo sobrellevado pacientemente las dificultades y pruebas a
que somete la regla benedictina a los aspirantes, sobre todo si son sacerdotes,
fue admitido en el noviciado, sometiéndose en todo a la regla común y dando
desde el principio ejemplo de sólidas virtudes. Vistióle la santa cogulla el
venerable abad don Sancho, que supo descubrir muy pronto en él las prendas
extraordinarias con que Dios le había enriquecido.
En los primeros tiempos de vida claustral se dedicó Domingo con
gran entusiasmo a completar su formación intelectual, aprovechándose de la rica
biblioteca del monasterio; allí estudió a Esmaragdo, el más autorizado
comentarista de la regla de San Benito, y, sobre todo, el famoso códice de San
Millán, donde se contenían las promulgaciones dogmáticas de los concilios
ecuménicos de la Iglesia y otros particulares ; verdadera enciclopedia donde
aparece recopilado lo más importante de las decretales pontificias y de los
concilios, muy especialmente los nacionales de España. En este libro se formó
nuestro Santo en la teología y el derecho; en él bebió la doctrina dogmática
que le convertirá más tarde en ardiente predicador de los pueblos y en defensor
intrépido de los derechos de la Iglesia. Esta formación cultural en sus
primeros años de monje nos explica muchos hechos de su actuación futura.
Con todo eso, no debió disfrutar largamente Santo Domingo de
esos ocios literarios, porque a los dos años de profeso le nombró don Sancho
maestro de los jóvenes que se educaban en el monasterio. Algunos han creído que
fue también maestro de novicios; pero esto no consta con evidencia. Uno de los
maravillosos esmaltes de la famosa arqueta de San Millán le representaba como
maestro con la insignia del cargo, al lado suyo un jovencito, y al pie esta
inscripción Dominicus infantium magister. Este cargo era
de los más importantes y delicados dentro de la organización monástica, y
exigía del que lo desempeñaba una abnegación y tacto nada comunes. El P.
Alcocer nos describe con una abundancia de datos, recogidos en documentos
contemporáneos, y a la vez con un análisis psicológico de máximo interés, el
desenvolvimiento de la vida ordinaria de los monjes y oblatos de aquella época
y la labor abnegada del maestro de los niños.
Por espacio de tres años, dia tras día., desempeñó
Santo Domingo este oficio, llegando a ser para toda la
comunidad un dechado perfecto de prudencia y observancia y
conquistándose el aprecio de todos con sus esquisitas maneras y desinteresada
abnegación. En este momento de su vida, hace Grimaldo el retrato moral de
nuestro Santo con amplias digresiones sobre sus virtudes, haciendo resaltar
sobre todo su humildad, paciencia, caridad inagotable y, por encima de todas
ellas, su perfecta obediencia. Así es como en poco tiempo llegó a ser
Domingo el modelo acabado del ideal monástico al cua.l convergían las miradas
de todos sus hermanos: omnibus sodálibus imitandus apparuit.
RESTAURADOR DEL PRIORATO DE CAÑAS
Semejante encumbramiento moral, tan rápidamente conquistado,
no pudo menos de suscitar ciertos recelos en algunos religiosos, que, más
antiguos en la casa, podían creerse postergados. Por envidia o buena fe, púsose
en tela de juicio su virtud y la objetividad de sus ideales. Fácil es decían,
obedecer cuando la obediencia trae consigo honores y cuando el trabajo se ve
recompensado con el cariño y el agradecimiento. Confíesele una misión dura y
desabrida y entonces veremos el verdadero valor de su obediencia.
El nuevo abad de la casa, el sucesor de don Sancho, era el
excelente don García, varón santo también y de gran talento. Ya antes de ser
abad estimaba mucho a Domingo y pensaba emplearlo en más alto oficio.
Aprovechó, pues, esta coyuntura, y con el fin secreto de ver si valía también
para la administración de las cosas temporales, resolvió, con el parecer de la
comunidad, enviar al maestro de niños a restaurar el derruído priorato de
Cañas, su pueblo natal. Era la misión dura y desabrida que deseaban los
descontentos. Domingo recibió la noticia con aquella serenidad amable que nunca
se nublaba en su rostro, a pesar de que aquella obediencia podía considerarse,
al decir de Grimaldo, como injuriosa. Pero el Santo vió en
ello la voluntad de Dios y aceptó con prontitud el mandato. Además de su
espíritu de fe, Berceo apunta otra razón que debió mover a nuestro Santo a
emprender generosamente aquel duro compromiso. Pensaba que el priorato que iba
a gobernar era la casa de la Virgen, que se hundía, y por amor suyo se sentía
con ánimos para todo.
Por algún
servicio facer a la Gloriosa...
Pláceme ir a la casa en la cual ella posa.
Frente al cerro que hoy llaman del Santo estaba el priorato de
Santa María de Cañas. Pobre era ya cuando Domingo pastoreaba su ganado por el
otero; pero al contemplarlo ahora, en 1035, desmantelado, sin enseres, sin
bienes, sin libros, el corazón del nuevo prior se acongojó
gravemente, dice Grimaldo. Debió pasar horas muy tristes el día de su
llegada. En cambio, para sus padres, parientes y para todo el pueblo de Cañas
fue una agradable sorpresa volverlo a ver después de varios años.
Pasada la primera impresión, el ánimo fuerte de Domingo se
rehizo en seguida y con gran confianza empezó la restauración del priorato. Lo
primero que reclamó su atención fue procurar el sustento de la pequeña
comunidad. Para ello contaba con la ayuda de su familia y con la caridad de los
buenos vecinos; pero este servicio de todos los días no podía prolongarse
indefinidamente.
Pronto se reveló en él una cualidad no sospechada: su acierto
en el manejo de los negocios temporales. Su gestión en este punto traspasó los
límites del más lisonjero éxito. Arregló cuentas atrasadas y redujo a buen
cultivo las propiedades del monasterio, de suerte que poco tiempo después pudo
ya vivir de su trabajo y del de sus monjes y procurar a la casa, con sus
economías, lo más preciso en ropas, ornamentos de iglesia y códices: todo lo
que se necesita en un monasterio para que la vida regular se desenvuelva sin
turbación ni estrecheces. Después, la idea que más le obsesionó fue la
reparación del edificio: ambicionaba para su Santa María una iglesia nueva,
pequeña, desde luego, pero que satisficiese su gusto de artista. Con ese fin
redobló febrilmente sus trabajos; en los campos, en el convento, en el pueblo;
por doquier se le veía siempre solícito y activo. Mas todo su esfuerzo personal
no hubiera bastado para llevar adelante tantas obras a la vez en el breve
espacio de dos años y medio. La acción fecunda, espiritual y temporal, del
Santo atrajo hacia su obra la admiración de las gentes, y con ella abundantes
recursos. No sólo de Cañas, sino de la comarca entera acudían las gentes con
mano generosa a depositar su ofrenda a los pies de Domingo. Así se comprende se
realizasen tan presto sus deseos.
Sólo faltaba una cosa: la consagración solemne de la nueva
iglesia, que debía hacerla el obispo de Nájera. Era éste aquel santo varón don
Sancho que desde hace doce años tenía particular afecto a Domingo. Él le había
ordenado de sacerdote, le había tratado repetidas veces en San Millán, y más
aún con motivo de la restauración del priorato de Cañas. Pero esta amistad
entre el joven prior y el anciano obispo estuvo a punto de romperse en esta
ocasión. Llamado por Domingo para el acto solemne, el buen anciano,
al visitar complacido las obras del restaurado monasterio, vio con alarma que
había en él mujeres y no quiso ver más. Hizo breve oración en la iglesia
y se salió bruscamente. -"No puede ser -dijo al prior, que le oía asombrado-
no puede ser; nuestra amistad ha concluido." Y sin atender razones ni
excusas de ningún género, con celo de santo y cólera de viejo, abandonó la
casa.
Bien sabía Dios que ni Domingo ni sus monjes tenían culpa en
este asunto. Aquellos buenos religiosos que habían aprendido a labrar la
tierra, levantar edificios, lavar sus ropas, coser sus hábitos y escribir
libros, sólo olvidaron aprender bien de cocina; y como al obispo había que
obsequiarle cumplidamente, el prior se vio obligado a llamar a su madre y
hermana, y éstas eran las mujeres que en aquel momento se hallaban en la casa.
Por eso el Señor salió por la honra de su siervo. Iba el obispo lleno de enojo
y montado en su mulo, cuando, al llegar a un recodo del camino, la bestia paro
en seco y no hubo espuela ni castigo que la obligase a pasar adelante. Viendo
que todos sus esfuerzos eran inútiles, don Sancho comprendió que Dios le
impedía seguir adelante, porque el prior debía de ser inocente. Tuerce, pues,
las riendas y se encamina otra vez al monasterio. Lleno de confusión, el
anciano obispo, sencillo y bueno en el fondo, se deshizo en excusas ante
Domingo y su madre, y al día siguiente hizo la dedicación de la iglesia con
asistencia y regocijo del pueblo de Cañas.
Hermosa debió ser la iglesia levantada por el Santo. Ya en tiempo
de Berceo se la consideraba como una reliquia, lo mismo que la cocina del
convento, obra de las manos del mismo Santo. El poeta la visitó con cariño y veneración:
Yo Gonzalo, que fago esto a su amor
yo la vi, assi vea la faz del Creador.
Una chica cocina asaz poca labor
y escriben que la fizo esse buen Confesor.
La fama de Domingo no hubiera alcanzado las proporciones de
que nos habla Grimaldo, según el cual se había dilatado hasta las más apartadas
y remotas regiones, si su actuación se hubiese concretado a lo que dejamos
dicho. Pero es que, al lado de esa actividad material, Santo Domingo se dio de
lleno al apostolado en todas sus manifestaciones, sobre todo a la predicación.
El ejemplo de su santa vida atrajo a muchas almas al estado religioso o a una
vida más ordenada y cristiana. Por persuasión suya, su padre y hermana
vistieron el hábito benedictino: aquél en el priorato de Santa María y ésta en
un próximo monasterio de monjas. Sin embargo, el varón de Dios, que con su
ejemplo y encendida elocuencia movía tantos corazones y se imponía a todos con
una fuerza irresistible, fue impotente para vencer la obstinación de su madre,
que no consintió renunciar a las vanidades del mundo, ocasionando a Domingo uno
de sus mayores pesares. Muy pronto, en cambio, tuvo que dejarlo por fuerza,
pues a los pocos meses de la consagración de la iglesia cerró sus ojos a la luz
de este mundo. Su hijo la dio honrosa sepultura en la capilla de nuestra
Señora, ofreciendo por su eterno descanso el santo Sacrificio de la Misa.
Desde aquel momento, libre de agobiantes preocupaciones materiales,
felizmente concluida la restauración del monasterio, pensaba entregarse más de
lleno a la misión que atraía su alma de apóstol: la de ganar almas para
Jesucristo.
SANTO
DOMINGO, PRIOR DE SAN MILLÁN
Desde el monasterio de la Cogolla se seguía con vivo interés
la obra que Domingo realizaba en Cañas. Los hechos habían superado con creces
las esperanzas del abad y esfumado las inquietudes de los monjes acerca de su
talento y virtud, concebidas al principio. Don García estaba plenamente
satisfecho, ahora podía realizar sus planes. A últimos del año 1038, monjes
llegados de San Millán notificaron a Domingo la orden de regresar a la
casa-madre, donde el abad, con aplauso de todo el convento, le nombró prior
mayor del monasterio, contra los deseos del Santo, casi por
fuerza, dice Grimaldo, porque su humildad rehuía los honores de tan
alto cargo.
Así, el antiguo maestro de oblatos después de tres años de
ausencia, entraba de nuevo en la casa para ejercer sobre todos los monjes la
eficaz influencia que emanaba de sus preclaras dotes, su austeridad de vida y
fiel observancia de la regla.
El cargo de prior tenía entonces una importancia extraordinaria,
sobre todo en este monasterio de San Millán, donde el abad, por ser
obispo y consejero del rey, tenía que hallarse con frecuencia fuera del
monasterio. A cargo, pues, del prior corría el gobierno inmediato de la
comunidad, que contaba entonces con más de doscientos religiosos; él debía
velar por la observancia y buen orden interior y atender al bien espiritual de
cada uno de los monjes. Así se explica cómo teniendo al frente San Millán un
prelado de los méritos y virtud de don García, a quien se considera como a uno
de los más santos abades de la casa, la disciplina regular había sufrido
menoscabo, y para repararla acudió al expediente de poner el gobierno interior
de la misma en manos de Domingo. Los resultados no pudieron ser más halagüeños.
Su ejemplo, austeridad, prudencia y mansedumbre hicieron florecer muy pronto la
ley del silencio, el culto por el Oficio divino y el fiel cumplimiento de la
regla. Nuestro Santo se mostró con todos humilde y caritativo, tomando por lema
de su gobierno el consejo de su Padre San Benito: Procure el superior
ser más amado que temido.
De cuenta del
prior corría también la administración de los bienes de la abadía, y ésta fue
otra de las razones que movieron a don García en la reciente elección de
Domingo, pues en Cañas había dado muestras de singular acierto. La actuación
del anterior prior don Gomesano, había sido funesta no sólo para la observancia
disciplinar, sino también para los intereses materiales, porque de cuando en
cuando, en apuros pecuniarios, se presentaba el rey de Navarra en la abadía y
el complaciente prior le dejaba llevar cuanto quería. Todo esto se proponía
evitar el discreto abad con la elección de Domingo, quien supo desplegar en el
desempeño de entrambos cometidos toda la energía y solicitud que le
caracterizaba. Desde el primer momento la inmensa mayoría de los monjes se puso
del lado de nuestro Santo, secundando sus planes y acertada dirección, excepto
la camarilla del rey y de don Gomesano, a quienes más que la prosperidad
material y espiritual de la casa le interesaba la consecución de sus medros
personales.
Desgraciadamente ocurrió que a los pocos meses de ser nombrado
prior Santo Domingo, cuando todo marchaba próspera y felizmente, murió el buen
abad don García y en su lugar fue nombrado el anterior prior don Gomesano.
Si la elección hubiese sido libre y estado en manos de los monjes,
es indudable que hubiera recaído en la persona de Domingo, pues nadie en la
casa gozaba de tantas simpatías y prestigio y nadie reunía cualidades tan
extraordinarias para el cargo. La inmensa mayoría de los monjes, todos los que
le aclamaron por prior, le hubieran elegido ahora para abad del monasterio.
Pero la prelatura la daba el rey a un monje en beneficio; ¿Y a quién iba a nombrar
don García sino a su amigo, el complaciente don Gomesano
A pesar de la poca simpatía personal que tenía para el Santo,
considerando la autoridad moral de Domingo, a todas luces indiscutible,
conservole el nuevo abad en el cargo de prior, ya que tantos beneficios
espirituales y temporales reportaba al monasterio. Pero bien pronto el enemigo
malo, en expresión de Grimaldo, sirviéndose de las pasiones de los hombres,
había de desbaratar aquel fecundo progreso y bello concierto espiritual en que
había puesto Santo Domingo la abadía de San Millán, especie de paraíso cerrado
cuya contemplación hacía exclamar al poeta Berceo :
i Beneita la claustra que guía tal Cabdiello!
¡Beneita la grey que ha tal Pastorciello!
DOMINGO, DEFENSOR DE LOS DERECHOS
ECLESIÁSTICOS
Gobernaba por entonces los reinos de Navarra y la Rioja don
García, hijo mayor del rey don Sancho.
Era el joven monarca hermoso de cuerpo, de distinguidas maneras y
nobles cualidades morales. Inteligente, generoso e intrépido, Berceo le
llama un firme caballero, noble campeador que venció a los
moros en fuertes batallas. Pero educado con mimos, ensombrecían su alma la ira,
la ambición y el orgullo. Pródigo a veces con los monasterios e iglesias,
luego, cuando se veía apurado por necesidades de la guerra, no respetaba ni
derechos sagrados ni sus propias donaciones. Ya hemos indicado que
anteriormente, en repetidas ocasiones, había acudido al monasterio de San
Millán en busca de sus riquezas, so pretexto de que era patrimonio de su real
familia, enriquecido, sobre todo, por su difunto padre Sancho el Mayor.
Por respeto o por miedo, los superiores no se atrevían a
resistir a las injustas presiones del ambicioso monarca. Desde que Domingo era
prior, no se había presentado el rey en la gran abadía, pues conocía su manera
de pensar con respecto a la inviolabilidad de los bienes eclesiásticos.
Pero por el año 1040, exhausto su tesoro por las prolongadas
fiestas de la boda y riquísima dote señalada a su esposa Estefanía, y creyendo
que el nuevo abad, su amigo don Gomesano, le apoyaría en sus pretensiones, se
dirigió al monasterio exigiendo de la comunidad una fuerte suma por sus
pretendidos derechos reales. Entonces tuvo lugar una escena de dramático
interés y que reveló toda la grandeza del alma de Domingo.
Reunidos en el capítulo del monasterio el rey y sus cortesanos con
el prior y los monjes, aquél expuso su demanda. Entonces el Santo, pálido y
sereno, se levanta ante el rey y le responde: "Señor, no puede ser; es
contra todo derecho eclesiástico que los bienes de las casas religiosas estén a
merced de sus patronos, y aunque ésta sea la costumbre, es un abuso condenado
por los concilios." El rey entonces se enardece, y con sonrisa que hiela,
le dice burlón: -Bien razonáis, legista semeiades, pero contra
tus muchas razones está mi derecho de no perder lo que fue de mis padres.
-Rey glorioso-responde Domingo-, es cierto que todo la que posee la casa fue de
vuestros padres, pero dejó de serlo al dárselo a San Millán. Si queréis hacer
como ellos, defendedlos y aumentadlos. -¿Pretendes burlarte de mí, don monje?
Pues yo te juro arrancarte los ojos si resistes.
Y el Santo seguía sereno alegando razones, y el ánimo del rey
seguía cargándose de ira y despecho, amenazando arrancar la lengua y la vida a
aquel atrevido prior. Pero ni ruegos ni amenazas lograron doblegar la entereza
de Domingo, que terminó diciendo: -Señor, podéis quitarme la vida, pero es lo
más que podéis: el alma sólo es de Dios.
Esta obstinación exacerbó de tal manera la cólera del
monarca, que, fuera de sí, como león embravecido, estuvo a punto de lanzarse
contra el Santo, arrollando aquel cuerpo diminuto con empuje feroz; pero logró
dominarse, y temblando de coraje, salió de allí seguido de cortesanos y monjes,
todos amedrentados y sobrecogidos.
Al verse solo, Domingo cayó de rodillas pidiendo a Dios con el
corazón deshecho que tomara su vida, si preciso fuera, pero que defendiese la
libertad de su Iglesia.
Pasado el primer momento de estupor, todos comprendieron que aquel
acto tenía una importancia trascendental, pues la contienda no era solamente
por intereses materiales; era una lucha de principios que iban a ponerse frente
a frente. Si el rey hubiera querido, podía disponer a su antojo de los bienes
del monasterio, pues la fuerza estaba de su parte; pero quería llevarlos con
apariencia de legalidad y para ello necesitaba la aquiescencia del prior. Por
eso volvió a los pocos días, dice Grimaldo, con ánimo de rendir la voluntad de
Domingo. Según la tradición, esta vez, en lugar de razones, que no quería.
escuchar don García, el Santo reunió en el altar mayor las más preciosas
alhajas de oro y plata que poseía el monasterio y las puso junto a la urna que
contenía los sagrados restos de San Millán ; llevó al rey a la iglesia y con la
serenidad y entereza de siempre, le dijo: -Señor, he aquí los tesoros de la
casa; si te atreves a quitárselos a Dios y al glorioso Patrón de tu familia,
llévatelos; pero conste que ellos son sus legítimos dueños.
Las circunstancias del lugar, la actitud misma del Santo,
impidieron por el momento que estallase la ira que agitaba el corazón del
monarca, pero salió de la iglesia jurando vengarse del único hombre que se
había atrevido a resistir su voluntad y su orgullo.
SANTO DOMINGO, DESTERRADO
Apenas salido de la iglesia, el rey tuvo una larga
entrevista con el abad Don Gomesano, aturdido y tembloroso, presentó mil
excusas, diciendo que no hubiera creído al prior capaz de tan grande desacato.
El monarca se quejó de que en su propio monasterio se albergase tan brava
rebeldía; era, pues, necesaria una sanción para que la corona no quedase
desairada y cundiera el mal ejemplo del prior; de lo contrario, tomaría
terrible venganza.
El abad hubiera debido defender a su prior, que se exponía
noblemente por la defensa de la Iglesia y de la casa; pero, complaciente y
servil con el monarca a quien debía la mitra, consintió en deponer a Domingo
del cargo de prior y enviarle desterrado lejos de San Millán. Movíanle, además,
egoísmos personales, pues dice claramente Grimaldo que sentía contra éI secreta
y ulcerada envidia, sobre todo desde que los últimos acontecimientos habían
agigantado el prestigio y la fama de nuestro Santo. Para disimular, le nombró
prior de una dependencia casi deshabitada.
Con inmensa pena de los monjes que veían en él la
columna de la observancia y el padre y modelo que sus almas, salió Domingo de
su monasterio de San Millán, y humilde y sereno, confiando en el Señor, se
dirigió al mísero priorato de San Cristóbal, llamado también Tres
Celdas, sito en bravíos montes, entre Ledesma y Pedroso, donde le
destinaban para ver si la pobreza y desamparo le hacían cambiar de actitud y de
criterio.
Después de tan rudo combate, encontró el siervo de Dios en
aquellas tristes soledades la paz y el sosiego de su alma; como no tenía
ambiciones, allí hubiera pasado gustoso el resto de su vida en íntima unión con
Dios, alejado de las pasiones humanas; pero no pudo lograr sus deseos.
En la pasada contienda, la victoria material estaba del lado del
rey; pero, moralmente, el triunfo había sido de Domingo. La entereza con que el
prior de San Millán había defendido los derechos eclesiásticos, no sólo fue encomiada
en los monasterios de Navarra, sino que su nombre traspasó las fronteras y
llegó a Castilla aureolado por la fama de sus virtudes y entereza; y este
prestigio, cada día creciente, de Domingo, exacerbó de nuevo los resentimientos
del rey. Apenas habían transcurrido seis meses, cuando don García volvió sañudo
a la carga con sus pretensiones, buscando al Santo en su humillado retiro,
acusándole de haber llevado consigo grandes riquezas del monasterio y
exigiéndole nuevos tributos. Este porfiado encono y calumniosas insidias del
monarca llenaron de noble melancolía el ánimo del santo quien con mansa firmeza
dijo: "Magnífico rey, no he recibido de vos ni monasterio en beneficio, ni
tierras en feudo con que pueda serviros, y como además nada tengo de lo que me
acusáis, nada puedo daros. Señor, ya veo que quieres robarme la paz necesaria
para servir a mi Dios; pero confío en que Él me deparará un rincón cualquiera
donde pueda entregarme a su servicio. No busco ni quiero más que la paz."
Desde aquel momento resolvió alejarse para siempre de su tierra e
ir a buscar, lejos de la jurisdicción de su rey, ese bien supremo que
ambicionaba su alma.
Tenía entonces Domingo cuarenta años; encontrábase, por
tanto, en la plenitud pujante de su vida. Humanamente hablando, su porvenir
parecía roto para siempre; y sin embargo, por caminos extraños, Dios le llevaba
derecho al lugar que había de ser el más rico florón de su corona y al cual
iría indisolublemente unido su nombre.
Cuando salió de Tres Celdas no había formado
proyecto alguno. Llegó a San Millán para despedirse de sus hermanos y pedir el
consentimiento de su abad. Don Gomesano no le negó su licencia; al contrario,
para evitar nuevos conflictos y buscando su conveniencia propia, le envió a una
pequeña posesión que el monasterio tenía en las inmediaciones de la ciudad de
Burgos; así todos quedaban conformes.
En los comienzos del año 1041, Santo Domingo abandonaba
definitivamente su monasterio, y después de despedirse de sus parientes en
Cañas, tomó la ruta de Castilla. Iba solo, abandonado, pasando por las casas
benedictinas que jalonaban el camino de Burgos; y que el otoño anterior había
visitado con su autoridad de prior. Berceo nos le describe cruzando la sierra a
pie, con paso menudo, bebiendo aguas frías, su blaguiello
fincando, hasta que llegó a la corte del buen rey don
Fernando.
Pero si marchaba
solo, su fama y nombre glorioso iban delante; por eso se encontró en
Burgos con un recibimiento que estaba lejos de imaginar. Su biógrafo
Grimaldo nos hace una descripción brillantísima. El rey, el obispo, los nobles
y el pueblo entero tomaron parte en el regocijo como si se tratase de la
entrada triunfal del Cid Campeador. Era para bendecir a Dios -dice- ver a
hombres y mujeres cantar y bailar de júbilo teniendo a Domingo como un precioso
tesoro enviado por la poderosa mano del Señor. Llamole el rey a palacio y en
presencia de todos le saludó con cariño:
Prior, dixo
el rey, bien seades venido,
de voluntad me place que os he conocido...
Para don Fernando y para todos, Domingo, aun en su
desgracia, era el prior de San Millán, título que la fama había asociado a su
nombre. Y como reparación de la injusticia que cometiera con él su
hermano don García, le ofreció su protección y una morada en palacio.
Mas el Santo, a quien ni las pasadas persecuciones, ni las
presentes alabanzas y parabienes lograron sacar fuera de sí, sereno y humilde,
pidió al monarca licencia para vivir retirado en la ermita que pertenecía al
monasterio de San Millán, sirviendo en ella a la Virgen María.
Por el momento el monarca condescendió con sus deseos, pero en la
mente del buen don Fernando había surgido el proyecto de aprovechar las
extraordinarias dotes de que Domingo había dado muestras en Cañas y en la
Cogolla, en provecho de algún monasterio necesitado de su reino.
EL RESTAURADOR DE SILOS. - ECCE
REPARATOR VENIT
El monasterio de Silos, bajo la advocación de San Sebastián,
era uno de los más antiguos de la provincia de Burgos. La tradición hace
remontar su origen a los tiempos de Recaredo. Lo que sí resulta indudable es
que, antes de la dominación agarena, había en dicho lugar un edificio
religioso, servido por clérigos o monjes. Cuando los musulmanes invadieron
España, corrió la dura suerte de muchas iglesias y monasterios, pero logró
sobreponerse trabajosamente a la catástrofe. Por eso, cuando Fernán-González reconquistó,
en el primer tercio del siglo X, el castillo de Carazo y la cuenca del Arlanza,
el victorioso conde encontró nuestro monasterio en pie, con una comunidad
benedictina organizada. Fernán-González, en un famoso privilegio que aún
subsiste, exime a dicho monasterio de la jurisdicción condal y le concede ricas
y extensas posesiones; de esta donación arranca la historia auténtica de la
abadía de Silos. Sus abades alcanzan la categoría de dignatarios eclesiásticos,
y la casa llega a un florecimiento muy grande.
Pero a fines del siglo X esa prosperidad se menoscaba; las tropas
de Almanzor asolan sus posesiones, y al desastre económico sigue la disminución
de la observancia regular. Los monjes viven en continuo sobresalto, y más de
una vez tienen que buscar refugio en la vecina fortaleza.
A principios del año 1041, el monasterio de San Sebastián estaba
casi abandonado. Perdido su antiguo prestigio y gran parte del patrimonio, todo
anunciaba un fin poco glorioso, pues el puñado de monjes que lo habitaba
vegetaba y languidecía tristemente:
eran estos bienes
pobres de sayas y de mantos;
cuando habían comido fincaban no muy hartos.
Entre ellos había un religioso anciano, piadoso y bueno,
llamado Liciniano, que día y noche pedía al Señor y a San Sebastián que mirasen
por su casa y no la dejasen perecer. La oración que en sus labios pone Grimaldo
no puede ser más conmovedora. Al fin el Señor escuchó su plegaria enviando el
reparador tan deseado.
Muy poco tiempo llevaba nuestro Santo en su retiro de la ermita, a
las afueras de la ciudad de Burgos, cuando el buen rey don Fernando, movido tal
vez por los ruegos del padre del Cid Campeador, que tenía sus posesiones
colindantes con las de Silos, determinó aprovechar las dotes extraordinarias de
Domingo en la restauración del monasterio de San Sebastián de Silos. Con ese
fin reunió a los magnates de su corte y les propuso la idea. Grimaldo nos ha
conservado el discurso del monarca, donde se hace memoria de la antigua
grandeza y esplendor del cenobio, y para volverle a su prístino estado, propone
como prelado a Domingo, espiritual, prudente, industrioso, que con la ayuda del
rey y de los grandes, pueda llevar a cabo tan hermosa obra. Acogen todos con
entusiasmo la idea, y poco después la noticia llegaba a oídos del Santo,
llevada por las voces jubilosas del pueblo, que aplaudió con frenéticas
aclamaciones la resolución del monarca. Semejante elección, tan clamorosa y
unánime, venía a ser como una protesta y reparación de la injusticia cometida
con Domingo por el rey de Navarra.
Mucho debió costar al siervo de Dios abandonar su retiro,
pero la voluntad de lo Alto se manifestaba de una manera tan palmaria, que
habría sido temerario el rehusar. No sabemos si por entonces vacaba la dignidad
abacial, o si renunció a ella. el interesado; lo cierto es que dicho
nombramiento a favor de Domingo halló grata aceptación en San Sebastián de
Silos.
En una mañana de invierno de 1041, después de pasar al pie
del famoso Castillo de Carazo, testigo de tantos días azarosos para los
cristianos y los monjes del contorno, descendía de la sierra al valle de
Tabladillo el vistoso tropel de caballeros que el rey don Fernando mandó
acompañar al obispo y al nuevo abad de Silos para darle posesión del monasterio.
Cuando la comitiva llegó a las puertas de la abadía, los monjes se
hallaban cantando la Misa que celebraba el piadoso Liciniano. Terminado el
evangelio, el sacerdote se volvió a los fieles, y movido de cierta inspiración
celestial, en vez de saludarlos con la fórmula acostumbrada, exclamó lleno de
gozo: Ecce reparator venit: Aquí llega el restaurador. Los
monjes, sin darse cuenta, llevados del mismo espíritu, contestaron: Et
Dominus missit eum: y el Señor nos le ha enviado. Y, efectivamente, en
aquel momento Santo Domingo penetraba en la iglesia con todo su acompañamiento.
Terminada la Misa., la pequeña comunidad se agrupó gozosa en
torno de Domingo, del obispo y de los nobles. El prelado, después de presentarle
al nuevo abad, les habló del interés que el rey tenía por la restauración del
monasterio y del amor que les mostraba enviándoles un varón tan
esclarecido. Los monjes agradecieron con lágrimas la merced que el cielo, por
medio del monarca, les hacía:
i Bendito
sea el rey que faz tales bondades!
Después tuvo lugar la bendición abacial, en cuya ceremonia
el obispo entregaba al nuevo electo, con toda solemnidad, el báculo pastoral y
la regla benedictina, implorando sobre él las bendiciones del cielo.
Con tan felices augurios y tan bellas esperanzas inauguraba Domingo
la nueva y más fecunda etapa de su vida. Tan cumplidamente iba a responder a la
confianza y anhelos que todos habían puesto en él; tan de lleno se iba a
entregar a la restauración de su monasterio, que la posteridad, agradecida, a
los pocos años de su muerte, uniría para siempre su nombre glorioso al de
Silos, y la que fue hasta entonces la abadía de San Sebastián, se llamará en
adelante SANTO DOMINGO DE SILOS.
LOS PRIMEROS TRABAJOS Y LAS TRES
CORONAS
Diríase que, en los planes de Dios, toda la vida de Santo
Domingo hasta este momento, había tenido por objeto disponerle para la obra que
en Silos iba a realizar: la restauración, o, mejor dicho, la creación de
uno de los más bellos monasterios benedictinos de la España medioeval.
Pero, a pesar de esa preparación en el orden
espiritual, moral y económico que la experiencia de la vida le había
comunicado, Santo Domingo tuvo que hacer frente a grandas dificultades de todo
género que pusieron a ruda prueba su talento y virtud.
Apagados los ruidos de los festejos de su toma de
posesión, el Santo se encontró con las espinas de la realidad. Al recorrer el
monasterio que se le había confiado, vio los pobres edificios casi en ruinas,
la iglesia desmantelada, sembradas por todas partes la desolación y la incuria.
Sin embargo, el cenobio no carecía de posesiones; en Peñacoba, en la vega de
Tabladillo, en Contreras, en Carazo, poseía viñas, campos y dehesas; pero
¡en qué estado se encontraban! Además, el antiguo prelado se había retirado al
adjunto edificio de San Miguel, llevándose lo más saneado de las rentas.
Recordó los primeros días de la restauración del priorato de Cañas, y como aquí
la labor era mucho mayor, pues se trataba de una abadía, comprendió que su esfuerzo
tenía que ser enorme. Lo mismo que allí, comenzó por procurar el sustento
necesario a sus monjes; y aunque en los grandes apuros contaba siempre con la
eficaz ayuda del rey, todo el empeño del Santo fue valerse de su propio trabajo
y de la buena administración de sus rentas. Para conseguirlo, tuvo que visitar
las posesiones de la abadía, exigir tributos, aclarar cuentas; en una palabra,
poner en orden y marcha los negocios temporales, que tal vez había embrollado,
en beneficio propio y de su familia, el prior de San Miguel.
Al lado de esta actividad material hubo de desarrollar otra
que exigía más prudencia y caridad. Era levantar el ánimo de sus hijos,
sujetarlos blandamente, sin estridencias, al yugo de la observancia, que por
las insinuaciones de Grimaldo, se adivina estaban en tan lastimoso estado como
el temporal. Componiase la comunidad de monjes ancianos, fervorosos, pero un
poco descuidados; para imponerse a todos y ganarlos tuvo que desplegar el joven
abad toda la discreción, prudencia y suavidad de su alma, atrayéndolos, sobre
todo, con su buen ejemplo, abnegación y constancia.
Después, como la fama de su santidad comenzó a atraer
nuevas vocaciones, sobre Domingo pesaba el arduo trabajo de su formación
espiritual; todo lo cual le obligaba a velar día y noche con redoblado empeño
para atender a tan múltiples ocupaciones.
Hubo momentos de terrible prueba. Sucedió que a la
ordinaria escasez de recursos que el abad superaba con penosos esfuerzos, el
año 1043 se perdieron en Castilla las cosechas, siguiéndose un hambre general
que se extendió por gran parte de Europa. La abadía de Silos sintió también el
duro aguijón de la necesidad. En los años que llevaba Domingo de abad había
tratado de hacer frente a la situación económica y asegurar el vivir de los
monjes con la explotación de la huerta y demás fincas de la casa; pero,
malogrados este año sus afanes por la pérdida total de la cosecha, contempló
angustiado el porvenir que aguardaba a sus hijos, ingeniándose de mil modos
para
Turbados los monjes, sin el temple de alma de su Padre, con
indecible alarma acuden a su abad, y después de hacerle responsable de todo con
palabras irritadas, le presentan el dilema: "Confiados en tu providencia,
nos juntamos aquí para servir a Dios, y ahora vemos que sólo nos resta perecer
de hambre en el monasterio, o volver al mundo con peligro de nuestras
almas; ¿qué hacemos?".
El Santo oyó en silencio la queja de sus monjes y el dolor
traspasó su corazón; por no darles más pena, no les echó en cara su falta de
confianza en Dios. Levantó sus Ojos al cielo llenos de lágrimas y con ferviente
oración pidió al Señor que sustenta las aves del cielo se apiadase de su
pequeña grey para que no se dispersase y se perdiese. Y viendo una palomita que
alegre escarbaba buscando su sustento, añadió: "Señor, creador de la vida,
todo lo que vive te alaba a su manera, te bendice y te ama. Bendícenos a todos
los que estamos aquí para que todos perseveremos."
Apenas había acabado su oración, en el instante mismo de salir del
templo, llegó a las puertas de la abadía un mensajero del rey don Fernando.
Bajó Domingo con sus monjes y éstos quedaron admirados al escuchar
de labios del recién llegado: "El señor rey os saluda, y sabiendo la
necesidad que padecéis, con toda urgencia me ha enviado a fin de que vosotros
remitáis a su intendente las acémilas necesarias para el acarreo de sesenta
cuartillas de grano."
Maravillados de la prontitud con que el Señor respondía a las
oraciones de su siervo, llenáronse los religiosos de vergüenza por su desacato
y falta de fe y le pidieron perdón humildemente. El Santo se le dio generoso y
con blandas palabras los exhortó y consoló del dolor de su pecado.
Terminado el conflicto, Domingo se dispuso a continuar como
siempre en su empresa; pero la actitud poco noble de sus monjes, aunque
disculpándola y perdonándola, le contristó gravemente, porque revelaba la
pusilanimidad de sus almas y su poco aprovechamiento espiritual.
Tal vez fue en aquella ocasión cuando el Señor le consoló y
confortó con la visión de las tres coronas, que él quiso comunicar
detalladamente a sus discípulos predilectos -entre ellos al mismo Grimaldo-
para alentarlos a su vez en el camino del bien.
-"Estaba anoche en el lecho -les dijo- y de pronto me vi
junto a un río caudaloso que se dividía en dos corrientes, una blanca como la
leche, y la otra de color de sangre. Sobre el bravo torrente vi un puente de
cristal, largo y estrecho, tan estrecho como el filo de un cuchillo. Al otro
extremo del puente había dos bellísimos mancebos, vestidos de blanco, con
brillantes franjas de oro, que me invitaban a pasar. El uno tenía en sus manos
dos coronas de oro refulgente, y el otro una sola, pero de tan subidos quilates
y tan bellamente engarzada de piedras preciosas, que superaba siete veces el
valor de las primeras. El varón que tenía las dos coronas me llamaba con
instancias, invitándome a que pasase donde ellos estaban; pero considerando yo
la estrechez y fragilidad del puente, me excusaba cuanto podía. -Bien puedes
venir sin temor alguno- repetía. Finalmente, instado por sus exhortaciones,
crucé el estrecho y cristalino puente, saliendo los dos a mi encuentro; y
ofreciéndome las dos primeras coronas, me dijo el Ángel del Señor: Estas
coronas te las envía Dios por tus méritos. Yo, entonces, lleno de gozo, le
respondí: -¿Por qué méritos me envía Dios tan rico galardón y tan dignos
mensajeros? -La primera- responde el celestial mancebo -te la da Jesucristo
porque, siguiendo sus pasos, abandonaste el mundo y sus halagos y abrazaste el
estado religioso. Esta segunda diadema te la envía el Señor por la restauración
del monasterio de Cañas, dedicado a su Santísima Madre, y por la virginidad que
has guardado toda tu vida. Si las quieres poseer en el cielo, debes perseverar
hasta el fin en tus buenos propósitos. Finalmente, esta tercera corona de
brillantes, la más preciosa de todas, te la tiene reservada el Señor porque
desde los cimientos has de restaurar el monasterio de Silos, devolviéndolo a su
antiguo esplendor y hermosura, y en premio también de las muchas almas que has
de ganar para el cielo. Sé, pues, constante para que ellas ciñan tus sienes en
la gloria.
-Esto me dijo el Ángel-concluye Domingo- y desapareció la visión
que en sueños había tenido. Os lo he referido, carísimos hermanos, para que,
perseverando en el servicio de Dios, merezcamos ser compañeros de su
gloria."
Con esta maravillosa descripción inaugura Grimaldo el relato
de los prodigios que obró Dios con su siervo Domingo. En adelante, su historia
la convertirá el biógrafo en un tejido de hechos extraordinarios realizados por
el Santo en vida y después de su muerte.
Es lástima que con este motivo omita darnos detalles de su
obra y labor cotidiana llevada a cabo durante más de treinta años. Trataremos
de eslabonar los principales hechos, sirviéndonos de los breves detalles que
incidentalmente inserta en su relato.
LA RESTAURACIÓN MATERIAL DEL
MONASTERIO
Confortado con semejante visión y promesa, el Santo se
dedicó con más ahinco a la obra comenzada. En los primeros años de estrecheces
sólo pensó en salir adelante reparando el edificio a medida que lo iban
exigiendo las necesidades y el aumento constante de personal; pero cuando su
prudente administración y las limosnas de los devotos aumentaron las rentas y
caudal del monasterio, Domingo, espíritu delicado y artista por temperamento,
ideó realzar los edificios de la casa e iglesia con tal suntuosidad que su
abadía llegase a ser una de las más bellas de Castilla; y su plan se realizó
cumplidamente.
A este respecto, su biógrafo y discípulo Grimaldo nos dice
únicamente que omite el hablar de lo elegantemente que restauró el monasterio y
con cuánto trabajo y contradicciones reedificó y amplió la iglesia y
dependencias de la casa medio derruida, porque está a la vista de todos. A la
vista de sus contemporáneos, desde luego; pero las generaciones futuras le
hubiéramos agradecido más la descripción detallada de las obras del Santo que
el relato de tantos milagros como nos ha dejado.
El templo de Dios fue el objeto primario de sus cuidados e ideales,
y de tal modo amplió y transformó la iglesia antigua de San Sebastián, que,
completada con la cúpula y atrio por sus sucesores, llegó a ser una de las más
bellas basílicas románicas de España, parecida a la catedral antigua de
Salamanca. Desgraciadamente, en el siglo XVIII fue demolida tan venerable
fábrica, quedando únicamente como muestra, la puerta lateral del transepto que
comunica con el claustro, llamada hoy la puerta de las Vírgenes.
El número cada día
creciente de religiosos exigía constantes obras en la casa; pero el Santo
quería que su comunidad se desenvolviese holgadamente, y para ello pensó
organizar y levantar los lugares regulares al estilo de las grandes abadías,
con su claustro central, su sala capitular, su refectorio, etc. ; todo ello
digno y capaz.
Una circunstancia feliz vino a secundar sus deseos. Hacia 1056, el
antiguo abad de San Miguel, don Munio, y su sobrino Nunio, fascinados por la
santidad de Domingo y ejemplar observancia de la nueva comunidad, determinaron
incorporarse a ella, entregando al Santo el adjunto priorato de San Miguel, la
iglesia y todas sus posesiones, librería y demás enseres, abrazando la reforma
como simples religiosos. Este acrecentamiento y donación, la más notable del
patrimonio silense durante el gobierno del Santo, facilitó notablemente los
planes de Domingo; no sólo por las inesperadas riquezas que aportaba, sino
porque al recibir el priorato de San Miguel pudo ampliar sus proyectos y
desenvolver con más orden y simetría los diversos lugares regulares.
En esta segunda época de su gobierno, caracterizada por las
grandes construcciones, tomó Silos y sus alrededores un aspecto nuevo de
movimiento y actividad, que llenó de vida el valle de Tabladillo; por aquel
entonces se comenzó la construcción de la sala capitular en el sitio llamado
hoy el gallinero del Santo, y el maravilloso claustro
románico, que es la joya más original en su estilo y que eternizará en la
historia del arte el nombre de Santo Domingo de Silos.
Es indiscutible que este conjunto de obras artísticas no se
terminó en vida de nuestro Padre; pero bien podemos llamarlas suyas, porque él
las comenzó y dio incremento y bajo su influjo moral se llevaron a cabo. Con
razón pueden cantar sus hijos todos los años en el aniversario de la
consagración del claustro: Estos lugares santos han sido construidos
por un Santo; santificaos en ellos.
La ejecución de
estos proyectos revela el temple artístico del Santo y su espíritu activo,
práctico y organizador. Para ello contaba, como hemos dicho, con los ingresos
siempre crecientes de las posesiones y granjas de la abadía, con las donaciones
del rey don Fernando y de los nobles de su corte, que cada día admiraban más la
santidad y prestigio de Domingo; y con las limosnas de los peregrinos, atraídos
por la fama y milagros del Santo.
Chicos y grandes, ricos y pobres, todos querían contribuir a la
obra que el abad Domingo estaba levantando en Silos. De ese modo Dios bendecía
la santidad y buena observancia de sus monjes. Berceo lo resume graciosamente:
El rey y los pueblos dábanles adjutorio
unos en la eglesia, otros en refitorio
otros en vestuario, otros en dormitorio...
Una de las más acertadas donaciones que el rey hizo
al monasterio fue a raíz de la batalla de Lamego (1057), concediéndole una
parte de los moros cautivos en ella, maestros canteros escogidos, con alma de
artistas, que dejaron grabadas en los capiteles del claustro las filigranas más
delicadas del arte oriental.
Pero un día estos cautivos estuvieron a punto de dejar para siempre
su trabajo. Se encontraba el Santo en su visita anual a las granjas y
dependencias de la casa, y habiendo llegado a Clunia con sus compañeros,
terminada la refección, se retiraron a descansar. Para Domingo no fue largo el
reposo y un sueño extraño turbaba su espíritu: veía a los cautivos de la abadía
forzar la puerta mal guardada, y, cautelosamente agazapados, huir a través de
los campos y montes y esconderse en una cueva antes de amanecer. El Santo se
despierta sobresaltado y comprende que aquel sueño insistente es un aviso del
cielo. Pero como era de noche y no quería romper el silencio mayor ni aun fuera
de casa, se contentó con despertar quedamente a los monjes para adelantar el
rezo del Oficio divino. Terminada la Hora de Prima, el abad contó a los
acompañantes lo que había pasado en su monasterio. Unos le creyeron aviso del
cielo y otros dudaron; hasta que, al poco rato, se presentaron mensajeros
venidos de Silos con la triste noticia.
Alarmados y ansiosos, se dispersaron por distintos caminos,
prometiendo dinero al que los encontrase. Entre tanto Domingo, con sus fieles
acompañantes, sin turbarse un momento, se dirigió, sin vacilar ni desviarse un
punto, a la cueva que en sueños le había Dios indicado. Allí, en efecto,
esperaban los infelices con sobresalto el término del largo día para proseguir
durante la noche su camino, hasta que algún día amaneciesen muy lejos de Silos,
en su patria perdida...
Pero de pronto se presenta ante ellos el abad bondadoso, y
cabizbajos, volvieron con él al monasterio a continuar su tarea de magos. Éste fue
uno de los milagros más provechosos que hizo el Santo en favor de su casa y
también de las artes.
Dicien todos que era
fecho maravilloso
debie ser escrito a honra del glorioso.
LABOR ARTÍSTICA E INTELECTUAL
Era para alabar a Dios ver cómo el monasterio de Silos había
llegado a ser, bajo la dirección de Domingo, el modelo y ejemplar de todas las abadías
castellanas de su tiempo.
Dentro y fuera de la casa trabajaba con ahínco por el esplendor y
prosperidad de la misma. La hueste de religiosos, formada por el Santo, podía
atender debidamente a los Oficios divinos y a los menesteres y artes conventuales.
Si en el plan de San Benito cada abadía debe contar con todo lo necesario para
bastarse a sí misma, mucho más imprescindible lo era en este apartado rincón de
Castilla. Por eso, al lado de obreros y albañiles, los monjes desarrollaban una
actividad semejante en los diversos oficios.
La iglesia se hallaba bien servida con bellas y artísticas alhajas:
arquetas de marfil, regaladas por Fernán-González; la casulla llamada del
Santo, de seda azul tejida en oro, y de la cual conservamos un trozo como
preciosa reliquia. Ante el altar de San Sebastián pendía una corona votiva, la
más curiosa de España, a la cual adaptó el Santo la famosa cabeza de un ídolo
romano. Por encargo e inspiración de Domingo elaboraron los orfebres el cáliz y
patena llamados del Santo, que constituye hoy día la joya más preciada del
Tesoro de Silos y una de las más maravillosas de la orfebrería española.
De este modo, el temperamento artístico de
Domingo le llevaba a escoger para el culto de Dios lo más delicado y primoroso
del espíritu humano.
Pero al lado de las artes y por encima de ellas,
para el monje están los estudios; es el distintivo glorioso de la orden
benedictina y fue uno de los grandes amores de Domingo, tal vez una de las
causas que le movieron a trocar la vida del desierto por el claustro de San
Millán. Ya le vimos estudiando los códices de aquella abadía y cómo la falta de
libros en Cañas fue una de las cosas que más le contristaron, porque, como
decía el adagio de entonces: Claustro sin librería, castillo sin
armería. En cambio, al llegar a Silos, a pesar de la ruina y mal
estado de los edificios, encontrose con el Armarium o
biblioteca, no tan mal provista, pues se conservaban algunos códices muy
notables de los buenos tiempos silentes del siglo anterior. Claro que la mejor
parte se la había llevado don Munio al priorato de San Miguel. Pero cuando años
más adelante, según hemos referido, se incorporó a la floreciente comunidad de
San Sebastián, ese lote considerable de libros litúrgicos y clásicos pasó a
engrosar la biblioteca monasterial.
Más Santo Domingo no podía contentarse con eso. Los códices en aquellos
tiempos eran compra dos y solicitados con afán, constituyendo su copia, muchas
veces artísticamente miniada, la ocupación favorita de los monjes, después del
Oficio divino. ¡Bendita la mano que escribe, decía un
contemporáneo, y procura a los otros el bien! Orad, leed, cantad y
escribid, decía un abad de entonces a sus religiosos. Por eso nuestro
Santo, que tan solícito procuraba el pan material a sus monjes, les proporcionó
con mucho más empeño el pan de su espíritu y de la inteligencia, sin reparar en
gastos ni sacrificios, logrando así formar en Silos una de las más ricas
bibliotecas de Europa y la primera en códices visigóticos de cuantas se tiene
noticia en el mundo. Esto por sí solo hubiera inmortalizado el nombre de
Domingo y de su casa en el campo de las letras.
Toda una escuela de copistas y miniaturistas floreció durante el
gobierno del santo abad. En ella trabajaba el viejo Blasco, de poca
inspiración, pero de letra clara, firme y bella. Las iniciales las iluminaba el
monje Juan, más ilustrado y artista, que debió ser algún tiempo el jefe de la
escuela. Más pronto tuvo que dejar el puesto al famoso Ericón, de arte delicado
y originalísima fantasía, que puso en largos trabajos todo su cariño y
paciencia. Todavía se conserva en París una obra suya magnífica, que contiene
los veinte libros de las Etimologías de San Isidoro y que terminó pocos meses
antes de la muerte del Santo. Como miniaturista descuella entre todos el que
había de ser prior de la casa, don Pedro. Su estupendo ejemplar del Apocalipsis,
que se halla en Londres, es una obra maestra y única en su género. A su lado
aparece con gloria otro monje, Domingo.
Por las notas marginales que a veces se encuentran al fin de
las obras copiadas, se adivina el esfuerzo, la paciencia e ilusión con que la
habían realizado; y la satisfacción que sentían al acabar un trabajo que les
había llevado años enteros de heroicos esfuerzos.
Y no era ésta la única ocupación que Domingo daba a sus
monjes. Cuando los recursos del monasterio lo permitieron, estableció también
la escuela monástica como la que él había dirigido de joven religioso en San
Millán. Los cuadernos escolares de aquel tiempo, conservados en Silos, prueban
claramente que la escuela de niños oblatos se abrió en Silos bajo el gobierno
de Santo Domingo.
En los ratos libres él mismo debía dedicarse a su
instrucción, como lo testifica un cuaderno de las Interrogaciones de la
Fe y otras materias escolares, en el cual escribió el Santo,
aprovechando una hoja en blanco, el recibo de una partida de libros.
En esta escuela monacal se formaron, bajo la
dirección de Domingo, los ilustres copistas de los santos Padres, que a la vez
estudiaban los clásicos latinos, donde aprendieron a manejar con elegancia la
lengua de Horacio.
Entre estos sabios merecen especial mención dos cuyos nombres han pasado
a la historia para gloria de su Padre y de la abadía: Grimaldo, el
piadoso autor de la vida de Santo Domingo, parco en noticias y
amplio en digresiones, pero que escribe con soltura, notable para su tiempo, el
latín clásico de entonces. El otro es el cronista llamado Silense, más
elegante como latino y más concienzudo como historiador, pues su crónica es
notabilísima por el espíritu crítico y sereno con que está escrita, muy
superior al de todos los historiadores de su tiempo. El P. Alcacer ha probado
cómo el Silense fue realmente un monje de esta casa.
RELACIONES
CON LA CORTE Y EMBAJADAS
Vamos a resumir en este capítulo lo que pudiéramos llamar
sus relaciones oficiales, que nos pondrán de manifiesto la influencia social
que Santo Domingo tuvo en la corte y reino de Castilla.
Favorecido por la constante y bienhechora amistad del rey don
Fernando, le hizo uno de sus principales consejeros, como lo eran también otros
tres santos abades que entonces florecían en la provincia burgalesa: San Íñigo
de Oña, San García de Arlanza y San Sisebuto de Cardeña; juntos aparecen los
cuatro suscribiendo donaciones de reyes y magnates y tomando parte en los
principales acontecimientos de la época.
En la primera parte de su abadiato, o sea, hasta 1054, Domingo, por
las urgentes necesidades de su casa, aparece muy poco por la corte de Castilla;
pero a medida que aumentan su fama y sus milagros, su presencia es requerida
como indispensable.
La primera misión oficial que le confió don Fernando fue para él
muy delicada y no tuvo el éxito apetecido. Por ambición y resentimientos
personales; el rey de Navarra, su perseguidor don García, había invadido el
reino castellano, y don Fernando le envió con San Íñigo para ver si le hacían
desistir de su temeraria empresa, proponiéndole un arreglo amistoso.
A pesar de la veneración que el monarca navarro profesaba al abad
de Oña, no quiso recibir su embajada de paz. Tal vez la presencia de su antiguo
vasallo, el rebelde prior, como solía llamarle, excitó de nuevo su cólera. Lo
cierto es que los arrojó violentamente del campamento con terribles amenazas, y
sin atender razones, se lanzó al combate, y perdió la vida en el primer
encuentro. El desdichado monarca tuvo el consuelo de morir en
brazos de San Íñigo, que le confortó en sus últimos momentos. Entretanto
Domingo oraba con lágrimas por la salvación de su antiguo señor.
Años más tarde, hacia 1061, le vemos emprender una misión y
viaje de carácter muy distinto. Su amigo don García, abad del cercano
monasterio de Arlanza, tuvo la buena inspiración de trasladar a su abadía los
venerandos restos de San Vicente, Sabina y Cristeta, mártires de Ávila, que
yacían abandonados desde que aquella ciudad estaba en poder de los moros.
Consultó su plan con Domingo y ambos hablaron al rey, que aceptó el proyecto
con entusiasmo propio de su profunda piedad cristiana. Organizóse entonces una
vistosa cabalgata compuesta de obispos, abades, nobles y guerreros, que marchó
en busca de los santos cuerpos. El paso de la comitiva a su vuelta por villas y
aldeas fue un verdadero triunfo y un vivo despertar de devoción y de fe.
Inmensas muchedumbres acudían a venerar a los mártires, y muchos los
acompañaron hasta el monasterio de Arlanza, donde se celebraron solemnísimas
fiestas.
Antes de depositar los santos cuerpos en el altar, el rey y
muchos magnates y prelados solicitaron del abad don García alguna partecita del
sagrado despojo.
Sólo nuestro Santo, que, según
Berceo, había sido el alma de aquella embajada y que había traído sobre sus
hombros el preciado tesoro, regresó a su monasterio con las manos vacías. Sus
hijos esperaban traería a su iglesia alguna parte considerable; por eso, al
salir a recibirle rebosaban de gozo; de gozo por la vista del Padre amado y
también por el don que, seguramente, les había guardado. Por eso, después de
los alegres saludos, al darse cuenta de que nada traía, murmuraban tristes y
desconsolados. El Santo, habiendo escuchado sus quejas, los consoló
cariñosamente diciendo: Hijitos míos, no os disgustéis; pues si sois
buenos, yo os aseguro que no os faltarán reliquias. Un santo
tendréis entre vosotros por cuyo amor Dios bendecirá la casa.
Andad, mis amados, que no tendréis que envidiar nada a los monjes vecinos.
Entonces, ni él ni
sus hijos comprendieron el sentido de estas misteriosas palabras, pues no se
daban cuenta que profetizaba sobre su propio cuerpo. Pero años más tarde,
cuando el sepulcro glorioso de Domingo obraba tantos milagros, comprendieron
los monjes el alcance de aquella profecía del Santo.
El éxito y resonancia que tuvo esta primera traslación
de reliquias, movió al rey don Fernando, dos años más tarde, a intentar otra
semejante. Estaba terminando en León la basílica de San Juan Bautista, que
había escogido para sepultura suya, y quiso enriquecerla con las reliquias de
Santa Justa, mártir de Sevilla. Con este fin encargó a los obispos de León y de
Astorga fuesen a buscar el santo cuerpo, dándoles una carta para el rey moro de
aquella ciudad. Como los restos de la Santa no aparecían, pensaban ya en su
regreso cuando San Isidoro reveló en sueños al obispo de León el lugar donde
estaba su propio cuerpo. Pero el mismo día que fue descubierto, moría el santo
obispo leonés, según se le había predicho en la visión. Pocos días después, la
embajada cristiana salió de Sevilla llevando los cuerpos de San Isidoro y San
Alvito, despidiéndoles afectuosamente el rey moro y su corte. Al llegar a la
frontera de Castilla los aguardaba el rey con muchos magnates y Santo Domingo
de Silos, quienes, en viaje triunfal, llegaron con las sagradas reliquias hasta
las puertas de León. Allí se suscitó un conflicto que solucionó la autoridad y
prestigio del abad de Silos. La catedral y la nueva basílica se disputaban la
posesión de los santos cuerpos. Los pareceres se dividieron, y entonces
Domingo, con la autoridad que todos le reconocían, dio solución al conflicto;
mandó encaminar los caballos que llevaban los restos, a la puerta del Arco, y,
en llegando allí, dióles un ligero golpe con la varita. Los animales, movidos
como por sobrenatural impulso, se separaron, dirigiéndose el uno, con el cuerpo
de San Albito, a la catedral; y el otro, con el de San Isidoro, a la Iglesia
colegiata, que después se llamó de San Isidoro. Así quedó resuelta la
controversia por intervención del Santo, con beneplácito de todos.
En 1065 moría en León el buen rey don Fernando. No sabemos
si Santo Domingo le asistió en sus últimos momentos con otros obispos y abades
que el rey convocó junto a su lecho; lo cierto es que para el abad de Silos fue
una de las pérdidas más dolorosas de su vida, y para el monasterio la de su más
insigne bienhechor.
La jura del nuevo rey don Sancho obligó a Domingo a
presentarse en la corte a últimos de febrero del 1066. El joven monarca le
apreciaba y distinguía grandemente, y todos los años le gustaba verle a su
lado. El Santo aprovechaba estos viajes para los negocios de la casa. En 1069,
en una de sus visitas al rey, se encontró con su amigo y vecino de posesiones,
el Cid Campeador, y juntos firmaron un documento a favor de San Pedro de
Arlanza. Por última vez se vio con el futuro héroe de Castilla en el postrer
viaje que hizo el Santo a Burgos, un año antes de su muerte, con motivo del
famoso juramento que el nuevo rey Alfonso VI hubo de prestar en Santa Águeda, a
requerimiento del Cid.
Estos frecuentes viajes a la corte le habían puesto en contacto con
los principales personajes de su tiempo, que se sentían atraídos por la
afabilidad y elevado espíritu del Santo y que más tarde, entre ellos Rodrigo
Díaz, habían de favorecer largamente a su monasterio por amor y veneración
suya.
Uno de los que más cariño y confianza le profesaron fue el conde
gallego Pelayo Peláez, quien, viéndose afligido por molestísima ceguera,
después de haber gastado muchos dineros en médicos y medicinas, desesperando
encontrar remedio humano, acudió a su buen amigo el santo abad de Silos. Cuando
se presentó en el monasterio, Domingo dolióse de su desgracia y turbóse al
saber que de él esperaba el remedio. Vencido por la caridad y amistosa
compasión, celebró al día siguiente la santa Misa por el conde, y, después de
hacer larga y fervorosa oración, bendijo un poco de agua y, lavando con ella
los ojos apagados de Peláez, les devolvió la luz y con ella la alegría y
felicidad al enfermo...
APOSTOLADO EXTERIOR DEL SANTO
Por frecuentes que fuesen en su largo abadiato, de cerca de
treinta y tres años, estos viajes de Santo Domingo a la corte y sus relaciones
con los magnates, no dejaban de ser algo excepcional en su vida ordinaria. Ésta
la dedicaba de lleno a la formación de sus monjes y al engrandecimiento
espiritual y material de su casa. Pero en su actividad extraordinariamente
fecunda hallaba tiempo para dedicarse al ministerio exterior, en bien de las
almas.
Señor, Padre de muchos, le llama ingenuamente Berceo,
pero con mucha verdad. Padre, primero de, sus hijos los monjes de Silos, a
quienes procuraba con cariños de madre el pan de sus cuerpos y, sobre todo, el
de sus almas ; pero Padre también de cuantos acudían a él en demanda de luz para
sus almas y de salud para sus cuerpos. Y esta paternidad espiritual de Domingo
irradiaba muy lejos, fuera del monasterio, por medio del ministerio sacerdotal
y predicación de la divina palabra.
Hoy día no nos sorprende que los religiosos benedictinos se
dediquen al ministerio de la predicación; pero en tiempo de Santo Domingo, era
muy poco frecuente aun entre el clero secular. En este sentido, Santo Domingo fue
un innovador, y su ejemplo fue seguido por algunos monjes de su época. El abad
de Silos no sólo predicaba en las parroquias e iglesias sometidas a su
jurisdicción, sino que aprovechaba los viajes y visitas a las granjas y
dependencias de la abadía. para dirigir a los pueblos la palabra de Dios, pues
las gentes estaban ansiosas de oír la doctrina cristiana de labios de un Santo
que con frecuencia autorizaba su predicación con milagros.
Caso significativo y digno de particular mención es el
ocurrido en Monterrubio, distante unos veinte kilómetros de Salas de los
Infantes. Había llegado el Santo en sus excursiones apostólicas a dicho pueblo,
y era tal el concurso de gentes que se apiñaba para oír su palabra, que se vio
precisado a predicar fuera de la iglesia; en esto le presentaron un pobre
leproso, lleno de llagas, quien, arrojándose a sus pies, le pedía limosna.
Domingo, lleno de compasión, fue a celebrar la santa Misa por el leproso a la
capilla de San Martín. Acabado el Sacrificio y hecha ferviente plegaria al
Señor de las misericordias, coge al enfermo, le desnuda de sus harapos, le
limpia sus llagas, y después de lavar todo su cuerpo con agua mezclada con sal,
aquel pobre hombre quedó limpio y sano de su lepra, como el Amán de la
Escritura.
Fácilmente se dejan comprender los maravillosos efectos que harían
sus sermones entre aquellas gentes rudas e ignorantes, pero de arraigadas
creencias, cuando los oían acompañados de semejantes prodigios.
Otro caso también interesante y que nos revela un aspecto de
vida religiosa peculiar de aquella época, fue el de la Beata Oria, reclusa.
Aunque casi todos los historiadores silentes se inclinan a
creer que esta bienaventurada vivió en una celdilla junto a la iglesia de San
Sebastián de Silos, lo más probable es que sea la misma religiosa que llevó ese
género de vida en San Millán y cuya vida escribió el mismo Berceo.
Lo cierto es que, siendo todavía muy joven, despreció los halagos
y riquezas del mundo y acudió al varón de Dios pidiéndole el hábito religioso y
poniéndose bajo su dirección espiritual. Domingo debía ser entonces prior de
San Millán, e hizo construir junto a la iglesia de aquel monasterio una
celdilla, donde vivió emparedada. Pasaron muchos años, el Santo vino a Castilla
y entregóse de lleno a la restauración del monasterio de Silos; hasta que un
día recibió aviso de su hija espiritual Oria de que se hallaba combatida por
las más terribles tentaciones y torturas del demonio. Aparecíasele en su
estrecha reclusión en figura de horrible serpiente, que amenazaba devorarla, y
haciendo espantosas figuras, le impedía la oración y la paz.
El mensajero expuso al Santo los duros tormentos de aquella alma y,
comprendiendo que eran engaños del demonio, a toda prisa -dice Grimaldo- se
puso en camino para visitarla y consolarla. Llegó a San Millán, celebró el
Santo Sacrificio de la Misa, dióla la comunión bajo las dos especies
sacramentales, y habiendo rociado después con agua bendita la celdilla desde la
ventana, se desvaneció para siempre el terrible fantasma de la serpiente,
dejándola confortada hasta que acabó felizmente su heroica carrera en este
mundo.
No sabemos si el santo abad de Silos hizo muchos viajes a la
Rioja, su tierra natal. Es probable no volviese hasta después de la muerte del
rey don García. Por lo menos, sus primeros biógrafos no mencionan ningún otro
en particular. Tal vez fue en éste de la Beata Oria cuando acudió a consolar y
animar a su amigo y homónimo Santo Domingo de la Calzada.
Cuenta la tradición que este penitente solitario se dedicaba a
socorrer a los peregrinos que iban a Santiago de Compostela, siguiendo el
famoso itinerario de que nos hablan las historias de su tiempo. Dábale mucha
aflicción ver los malos caminos que tenían que atravesar, y determinó hacerles
un puente que sanease aquellos parajes, donde él tenía establecido un hospital,
a cuyo alrededor se formó la ciudad que hoy lleva su nombre.
Dificultades de todo género, por parte de los hombres y de
los elementos, le hacían titubear en sus propósitos; entonces nuestro Santo,
sabedor de sus trabajos y contratiempos, acudió a visitar y conversar con él,
animándole a proseguir sus intentos, como lo realizó cumplidamente.
Con esta piadosa leyenda, los riojanos han unido para siempre
la memoria de sus dos santos paisanos que en el siglo XI y siguientes
alcanzaron tanta popularidad y fama.
CAPÍTULO
XV
CARIDAD Y
MlLAGROS DE DOMINGO
Padre de muchas almas fue Santo Domingo, porque supo iluminarlas
con su doctrina y llevarlas a Dios; pero Padre también de muchos corazones,
porque derramó a manos llenas los torrentes inefables de su misericordia. Al
lado de su robusta serenidad y fortaleza, hace resaltar Grimaldo en nuestro
Santo, como distintivo peculiar, la bondad de su alma, siempre pronta a
derramarse en beneficio de sus prójimos. Bien puede decirse que todos sus
milagros los hizo empujado por ese sentimiento de tierna misericordia para con
los dolores humanos.
En aquella época de guerras con los moros, y a veces de los reyes
cristianos entre sí, era frecuente el bandolerismo en los pueblos alejados de
la corte. Muy cerca de Silos, en una roca bravía llamada Yecla, moraba un
individuo, por nombre García Muñoz, que era el terror de la comarca por sus
terribles instintos e insaciable ferocidad; hasta se atrevió a invadir las
tierras del monasterio. Los labradores le temían y no osaban defender sus
mieses, y como único recurso fueron a quejarse al varón de Dios, Domingo. El
Santo, que había desafiado las iras de un rey, no vaciló en entrevistarse con
aquel hombre feroz, reprochándole con entereza y caridad sus desmanes. Nada
consiguió por entonces, pues a los pocos días le presentaban muestras de nuevos
latrocinios. El Santo cogió las gavillas y con ellas en la mano se presentó
ante el altar de San Sebastián, pidiendo la conversión de aquel hombre y el
consuelo de los perjudicados. Su oración fue en gran manera eficaz, pues al día
siguiente los familiares del bandolero le llevaron ante el Santo, presa de
terrible enfermedad, pidiendo se apiadase de él. El buen abad, juzgando que la
salud corporal había de perjudicar el alma de aquel desgraciado, trató de
salvar a ésta a todo trance; y él, que era fuerte con los orgullosos y manso
con los afligidos, con solicitud de padre le movió a penitencia de sus pecados
y ferocidades, le confesó y administró los sacramentos y le preparó a bien
morir. Poco después expiraba García entre sus brazos, arrepentido y feliz de
que el Señor se hubiera apiadado de sus crímenes por intercesión de Domingo.
Muchos fueron los enfermos, ciegos, cojos y lisiados a
quienes Domingo curó durante su vida por medio de la oración y, sobre todo, por
la celebración de la santa Misa, que era su recurso predilecto; aquí
resumiremos únicamente tres de carácter familiar, que nos revelan ciertos
matices de su alma sencilla y, a veces, bondadosamente irónica.
Tenía el monasterio un criado llamado Juan, activo y fiel, a quien
Santo Domingo amaba con particular afecto. Desde la ventana de su celda le veía
el abad un día y otro salir con la yunta a su trabajo. Pero pasaron unos
cuantos sin que el Santo le viese por ninguna parte, e ignorando la causa, le
mandó llamar, como padre que se interesa por el bien de los suyos. -¿Qué
te ha ocurrido -le pregunta-, estás triste o enfermo? El
criado se calla, pero saca del seno una mano horriblemente llagada por un
maligno tumor. El roce de las vestiduras al sacar la mano arrancó un quejido al
paciente. Condolido de la pena de su criado, con paternal afecto le dice el
Santo: No te apures; confía en la misericordia de Dios; pero no pongas
tu esperanza en ningún hombre, ¿me entiendes?, en ninguno. Anda,
vete tranquilo al trabajo y verás cómo sanas. Cuando Juan se hubo
retirado, el abad llamó a varios monjas y se dirigió con ellos a la iglesia,
donde celebró la santa Misa por el enfermo. Terminada ésta, el Santo va en
busca del criado, pero ya venía el buen Juan a su encuentro alborozado y
mostrando a todos su mano limpia y sana: el tumor había desaparecido como por
encanto, sin quedar rastro de sus desgarraduras. Los monjes no se admiraron
mucho del prodigio, pues casi a diario veían operarse, por intercesión de su
abad, casos semejantes.
Se conoce que el criado Juan tenía bien cuidada la huerta
del monasterio: era de buenos puerros el huerto bien cuidado, dice
Berceo. De puerros y algo más, pues despertó la codicia de algunos ladrones,
que una noche penetraron en la huerta para hacer acopio y marcharse. Pero su
intento se vio defraudado por extraña manera. Empujados por fuerza misteriosa,
en vez de arrancar las hortalizas se ponen a cavar en un barbecho y, sin darse
cuenta, prosiguen afanosos su trabajo en tan ruda tarea hasta el amanecer.
Entonces el Santo llama al mayordomo, sonríe misteriosamente y le manda
preparar suculento almuerzo para algunos obreros. Él, entretanto, se dirige a
la huerta, donde aquellos hombres continúan aún en su tarea. -Vaya -Les
dice-, ya habéis trabajado bastante; Dios os lo premiará.
Venid conmigo, que tenéis preparada la comida. Ellos, avergonzados,
siguieron al Santo, que, sonriente y cortés, los llevó al refectorio, donde
desayunaron. Únicamente, al entregarles el jornal por su trabajo, les dijo
suavemente: Amigos, os perdono la mala intención;
Mas tales trasnochadas mucho non las usedes.
Otro caso curioso y que nos revela el don de profecía y
donaire del Santo es el de aquellos falsos mendigos que se quisieron aprovechar
de la conocida e inagotable caridad de Domingo. Para moverle a compasión, se
despojaron de sus buenos vestidos, los escondieron en la calleja detrás de la
iglesia de San Pedro y, con pobres harapos, se presentaron al abad pidiéndole
limosna. El Santo, que había visto en espíritu su intención y la que habían
hecho, al verlos, apenas si pudo contener la risa. Con buenas palabras les dijo
que trataría de remediar su miseria, y, por primera providencia, los mandó
sentar a la mesa. Entretanto, despachó a un monje en busca de dichos
envoltorios al lugar señalado, y con candorosa y algún tanto burlona sonrisa,
les fué entregando a cada uno su hatillo. Al salir a la calle se dieron cuenta
de su chasco:
Diz el uno: aquella la mi saya semeja;
diz el otro: conozco yo la mi capilleja...
Cerraremos este capítulo contando el primer milagro
que obró en favor de un cautivo cristiano, porque con él se abre la serie de
los innumerables que después de su muerte le harán acreedor al título de Moisés
Segundo y Redentor de Cautivos.
Por aquella época
y durante varios siglos, hasta después que acabó la Reconquista, afligía a los
cristianos de España un mal más cruel a veces que la misma muerte. En las
guerras y razzias que hacían los moros a tierras cristianas se
llevaban cautivos a cuantos encontraban, para venderlos luego y entregarlos a
una vida de esclavitud terriblemente dura, con peligro además de perder sus
almas.
Entre aquella turba de miserias y dolores humanos, que casi a
diario se presentaban en el monasterio de Silos pidiendo al Santo el remedio de
sus necesidades, se presentó un día una familia de Soto y contaron al abad cómo
un hijo suyo, llamado Domingo, había caído en manos de los sarracenos y llevaba
ya mucho tiempo sufriendo los horrores de las prisiones. Condolidos de su
situación, los parientes y amigos vendieron sus cortos haberes para alcanzar su
rescate, y no pudieron reunir la suma señalada; y ahora acudían a él, como a
Padre de bondad conocida, para que los ayudase en tan grave necesidad. El
relato de tan honda tragedia conmovió el corazón de Domingo:
El Padre piadoso empezó de llorar;
amigos, diz, daría si toviesse que dar;
y como no contaba con dineros les entregó un hermoso caballo que había
en casa, para ayudar al rescate. Pero les dio también algo que valía mucho más;
después de consolarlos con blandas palabras, les prometió interesar en sus
oraciones al que todo lo puede, para que amparase a su hijo.
Y ¡caso prodigioso!; al día siguiente, mientras el abad celebraba
la Misa por el cautivo, allá en tierra de moros, Domingo de Soto, que tanto
había penado, sintió que sus grillos se rompían, y alegre y con cautela salió de
la cárcel sin ser notado de los moros que estaban alrededor. Llegó felizmente a
casa de sus padres, con los hierros, a cuestas, cuando ellos menos le
esperaban, y al punto comprendieron que aquella milagrosa liberación se la
debían al santo abad de Silos. Rebosantes de gozo y gratitud, fueron al
monasterio a dar gracias a Domingo, y, al contar por menudo las circunstancias
y hora de su salida, comprobaron que se había visto libre en el momento que el
Santo ofrecía por él la santa Misa.
De este modo inauguraba Santo Domingo en la tierra la obra
portentosa de caridad que durante muchos años había de ser su ocupación
predilecta desde el cielo.
PRECIOSA MUERTE DE SANTO DOMINGO
Corrían los años, y, con ellos, la actividad material y
espiritual del monasterio de Silos iba aumentando. El santo abad estaba en
todas partes donde había trabajo: en la iglesia, en el claustro, en el
escritorio, en la escuela de niños, animando a todos con su sonrisa y buenas palabras;
pero él iba envejeciendo visiblemente. En los últimos años, la muerte se había
llevado sus mejores amigos: primero, al buen rey don Fernando; poco después,
con trágica muerte, a su hijo don Sancho; finalmente, a su amigo y vecino el
abad de Arlanza, en 1072. El Santo parecía sentir ya la nostalgia del cielo.
Las fuerzas de su cuerpo se rendían al peso de sus 72 años, tan cargados de
fatigas; su cuerpo, menudo y extenuado, necesitaba el apoyo de aquel báculo
sencillo de avellano, que aún conservamos como preciosa reliquia. Su espíritu
se mantenía firme y sereno, pero la fatiga del otoño de 1073, después de los
últimos esfuerzos para la distribución de Las cosechas, le rindieron del todo y
cayó enfermo para no levantarse más. Su querido discípulo Grimaldo nos ha
dejado un relato extenso y lleno de unción de su preciosa muerte.
Al sentirse enfermo, y antes que la fiebre le rindiese en el lecho,
puso en orden, con diligente cuidado, todos los negocios del monasterio, y con
esfuerzo supremo hizo una larga y cariñosa exhortación a sus hijos animándolos
a proseguir, generosos, en el servicio de Dios, fuente de gracia y prosperidad.
Comprendiendo después que se acercaba el término de sus trabajos,
siete días antes de su muerte, el 14 de diciembre, mandó llamar al prior y
mayordomo de la casa y les dio orden de preparar todo la necesario para recibir
a los reyes y al obispo, que llegarían en breve. Era posible, y aun casi
esperada, la venida del obispo al monasterio para el miércoles 18, festividad
de la Virgen María, pues hallándose de visita, quería pasar esa fiesta con los monjes;
pero el rey y la reina se hallaban muy lejos de Burgos, y los monjes
comprendieron que por entonces no podían venir a Silos; por eso pensaron que
tal vez la fiebre hacía delirar al enfermo. Eso, no obstante, cumplieron lo que
les había mandado. El martes 17, al anochecer, presentase el obispo de Burgos
don Gimeno, íntimo amigo del Santo, y dejando para el día siguiente la visita
del enfermo, se retiró a descansar. El miércoles, muy de mañana, volvió Santo
Domingo a llamar a los dos religiosos, preguntándoles si habían cumplido el
encargo de disponer lo preciso para recibir a los reyes. Ellos, apenados,
creyendo que el varón de Dios deliraba, con respeto y cariño le dijeron que
todo .se había cumplido y que, efectivamente, el obispo había llegado la
víspera por la noche con algunos familiares, pero que los reyes no podían venir
de ningún modo aquellos días: ¿Cómo?, les replica el Santo con
alguna viveza; ¿estáis seguros que los reyes no han venido? En
verdad os digo que han llegado a casa esta noche, al primer canto del gallo y
que han estado conmigo en la iglesia hasta ahora y me han convidado
a tomar parte, para dentro de tres días, en el banquete inefable de la gloria.
Ya mi gozo es cumplido.
Entonces se
abrieron los ojos de aquellos buenos monjes y comprendieron que hablaba del Rey
celestial y de su Santísima Madre, y que los preparativos materiales tenían por
objeto que se haliasen preparadas las cosas necesarias para el día de su
entierro. Probablemente el Santo debió de encargar a sus dos confidentes
guardasen el secreto de esta visita celestial hasta después de su muerte. Entre
tanto, acabada la misa mayor, el obispo fue a visitar y consolarse con el
enfermo, comunicándose en la intimidad sus dos corazones gemelos. Acabada la
plática, el prelado pidió al Santo la bendición, pues le urgía retirarse y
continuar su viaje. Domingo le rogó le hiciese compañía un día más para hablar
de las cosas del cielo y partiese cuando Dios lo indicara; pero
el obispo insistió en la necesidad de su partida, sin comprender los motivos
secretos que el abad tenía para pedirle se quedase con él. Por eso el Santo
añadió con alegre semblante: Id, pues, con la bendición de Dios; pero
veréis cómo regresáis muy pronto. Y así aconteció.
El viernes por la mañana, a las siete, cuando apenas amanecía,
Santo Domingo llama a los monjes que le velaban y les encarga que con toda
urgencia avisen al obispo para que vuelva lo antes posible, pues ya
están aquí los reyes que se dignan visitarme. Uno de los religiosos,
adivinando el sentido de estas palabras, se echa a llorar y le dice: -¿Qué
es esto, Padre? ¿Acaso ha llegado la hora de tu partida? -Sí, hermano querido,
ha llegado; pero he pedido treguas a mis celestiales huéspedes hasta que venga
el obispo. Después se cerró en augusto silencio y no contestó a
cuantas preguntas le hicieron.
Mientras llegaba el prelado, acordaron darle el santo Viático
que le confortase en los últimos momentos y le diese fuerzas para el viaje de
la eternidad. Las campanas del monasterio lanzaron sus clamores, y la ermita de
San Pedro y las iglesias del alrededor, conforme al rito mozárabe, unieron la
voz de las suyas a las de la iglesia mayor. Con la solemnidad que prescribe
nuestra antigua liturgia, lleno de emoción, administró el prior a Domingo el
Cuerpo de Cristo, que el Santo recibió con gozo inefable después de dar el
ósculo de paz y amor a cada uno de sus hijos, que se iban acercando a su lecho
lloroso y conmovido.
La noticia de que el abad Domingo agonizaba se derramó con alarma
por el pueblo, y los mensajeros que iban en busca del obispo la llevaron más
lejos. Cuando llegó el venerable obispo don Gimeno, el largo dormitorio de los
monjes se hallaba lleno de gente que había venido de fuera. De la cámara
abacial salía el susurro de sollozos de los monjes que con lágrimas de piedad
veían acabarse la vida de su Padre. El buen obispo no pudo tampoco contener las
suyas y, hondamente conmovido al ver cuán santamente moría el siervo de Dios,
le dijo, como despedida, estas consoladoras palabras: ¡Oh Padre amadísimo!;
damos gracias al Señor de que, al fin, triunfando de esta vida de dolores,
pasas al descanso de la gloria. Te suplicamos no te olvides de
nosotros al verte seguro. Ruégale mucho al Señor por todos nosotros, que
todavía luchamos inciertos, para que algún día nos encontremos
todos juntos contigo en el cielo, reinando allí para siempre.
Al pronunciar el
prelado las últimas palabras Santo Domingo, incorporándose un poco, levantó los
ojos y manos al cielo, y como abrazando algo que sus ojos veían, lentamente las
cruzó sobre el pecho, y como en dulce y relajadísimo sueño, cerró para siempre
sus ojos, a la vez que se abrían a su alma los resplandores eternos de la
gloria...
En el mismo instante en que el Santo expiraba, dos jóvenes monjes,
que se hallaban presentes, vieron brillar sobre la cabeza del Santo tres
coronas de oro fulgurantes y bellas ; y precedida e iluminada por el nimbo
esplendoroso de estas tres coronas, vieron subir al cielo el alma de su Padre.
Con seguridad, termina diciendo el piadoso cronista, estas tres coronas eran
las mismas que le habían ofrecido los Ángeles en aquella visión
referida, cuando le alentaron en los comienzos de la restauración del
monasterio de Silos.
SEPULTURA,
CANONIZACIÓN Y GLORIA PÓSTUMA
Santo Domingo murió el viernes 20 de diciembre de 1073. La
noticia de su muerte se extendió rápidamente por todo el valle y los pueblos de
la comarca, despertando en todos los corazones un sentimiento de pena profunda,
porque perdían un Padre en la tierra, y otro de consuelo, porque contaban con
un intercesor en la gloria. Reunióse una aglomeración inmensa de gente -abades
y priores, monjes de las posadas, pueblos y clerecías, vasallos y señores-
deseosos de contemplar, por última vez, aquel Santo amable que había prodigado
a manos llenas la misericordia y la caridad. Más que fúnebre cortejo, la
conducción del cuerpo santo al sepulcro parecía una comitiva triunfal o un
preludio de su canonización.
Presidió los actos litúrgicos funerarios, tan hermosos en el rito
mozárabe, su fiel amigo don Gimeno, acompañado de las lágrimas de amor de los
monjes y de alabanzas y gratitud de la muchedumbre. Terminada la misa, llevaron
los restos sagrados a la modesta sepultura que habían abierto en el ala norte del
claustro frente a la antigua puerta de la iglesia, donde permaneció cerca de
tres años. El sitio preciso de su enterramiento aparece hoy cubierto con un
hermoso monumento que reproduce la imagen del Santo revestido de pontifical,
sostenida por tres magníficos leones, y en una de las caras laterales está el
epitafio que compuso su biógrafo y discípulo Grimaldo.
Hablando el poeta de la sepultura del Santo, dice:
metieron
gran tesoro en muy grand angostura,
lucerna de grand lumme en lenterna oscura.
Pero muy pronto aquella linterna
oscura, aquel humilde sepulcro que en el claustro encerraba el cuerpo de
Domingo, comenzó a brillar con grandes prodigios. Confluían a él tan crecido
número de enfermos en busca de salud, que vino a ser uno de los más gloriosos
de entonces. Y de tal modo creció la devoción popular y milagros de Santo
Domingo, que, apenas transcurridos tres años de su preciosa muerte, el obispo
de Burgos don Gimeno, con asentimiento del rey, de los grandes y del pueblo,
determinó canonizar a Domingo en la forma que entonces se usaba.
Para proceder con cautela, por expresa voluntad de Alfonso VI,
consultó con los obispos vecinos y con los abades de Castilla, y unánimemente
convinieron en elevar al restaurador de Silos al honor de los altares,
transportando sus sagrados restos a la iglesia con toda solemnidad.
Tuvo lugar la ceremonia el año 1076. Jamás había visto el valle de
Tabladillo fiestas y regocijos tan brillantes: obispos, abades, condes y
pueblos enteros tomaron parte en la traslación del santo cuerpo a la iglesia,
colocándole un altar que dedicaron al Santo y que se encontraba al fin de la
nave, ante el altar de San Martín. De este modo comenzaba Domingo a recibir los
homenajes solemnes de la Iglesia católica.
En adelante, desde ese sencillo altar-sepulcro de piedra,
obrará innumerables milagros; ante él se postrarán los reyes de Castilla;
millares de cautivos, como veremos después, vendrán a depositar en él los
testimonios de su liberación. Durante más de tres siglos será el centro de
peregrinación más concurrido, después de Santiago de Compostela, y muchos de
los que allí se dirigían, visitaban primero al Taumaturgo español.
¡Cuántas veces, al
abrir la puerta de la iglesia, al amanecer, encontraban los monjes el espacioso
atrio, levantado por don Fortunio, completamente atestado de enfermos y
peregrinos que aguardaban con ansia el momento de depositar a los pies del
altar de Santo Domingo su confiada plegaria o su gratitud más efusiva!
A los pocos años de su muerte, tanto la fama popular como los
documentos oficiales comenzaron a llamar al monasterio de San Sebastián con el
nombre de Santo Domingo, a pesar de que el glorioso mártir seguirá siendo el
titular de la iglesia.
Puede decirse que, en adelante, la historia de la abadía va
vinculada a la historia de la devoción y culto de Santo Domingo. Su
engrandecimiento moral y económico dimana de la devoción y gratitud de los
reyes y pueblos para con el Santo. Suben y decrecen en igual proporción.
Y no fue sólo en Silos donde tuvo culto Santo Domingo; en
muchas provincias y pueblos fronterizos se levantaron templos o dedicaron
altares en honor del Patrón de Castilla, Lumen de las Españas, como
le llama Berceo; de más de cincuenta iglesias ha llegado memoria hasta
nosotros.
Cuando las peregrinaciones comenzaron a escasear, sus hijos, los
monjes, fundaron aquella famosa cofradía o Hermandad de Santo
Domingo, que en el siglo XV contaba en todos los reinos de la
Península con más de cincuenta mil asociados. Es el manto de honor con que
España entera cubría los restos venerandos y bienhechores del Redentor
de Cautivos. Pocos santos han logrado, a través de los siglos,
disfrutar por tan largo tiempo de la predilección de los pueblos, avivada
constantemente por innumerables milagros.
Vamos a cerrar el presente capítulo relatando la fiesta gloriosa
que tuvo lugar en 1088 y que fue como la confirmación solemne por el Legado del
Papa de la primera canonización del Santo, ocurrida doce años antes.
Muerto Santo Domingo, la numerosa y bien formada comunidad, que fue
la obra maestra de su vida, eligió por sucesor suyo al monje Fortunio, que
gobernó la abadía cerca de cuarenta años, mostrándose digno discípulo del Santo
y continuando con gran entusiasmo las obras por él comenzadas.
Su primera preocupación fue terminar la iglesia y el claustro de
abajo, y lo hizo con tal celo, que, a los quince años después de la muerte de
Domingo, se pudo proceder a su consagración. Las circunstancias permitieron que
ésta se hiciese con una solemnidad extraordinaria.
En 1088, don Fortunio se hallaba en el concilio de Husillos, que
presidía el cardenal Ricardo, Legado del Papa en España. El abad de Silos invitó
a los prelados presentes a llegarse a su monasterio, que los múltiples milagros
de Santo Domingo estaban haciendo celebérrimo. El Legado y algunos otros
aceptaron la invitación, deseosos de ver las maravillas que en Silos tenían
lugar casi a diario. Si hemos de creer a los historiadores del siglo XVII,
halláronse juntos en esta ocasión en Silos los cuatro cardenales de la Iglesia
romana, el arzobispo de Toledo y los obispos de Burgos, de Aux y de Roda; los
biógrafos primitivos sólo nos hablan del cardenal Legado y de muchos obispos y
abades. De Bispos y abbades avie y un fonsado -dice Berceo
traduciendo a Grimaldo.
De todas suertes, nunca había contemplado esta abadía una
ceremonia tan importante. El arzobispo de Aux consagró la iglesia y altar mayor
dedicado a San Sebastián; el prelado de Burgos, el altar de la nave derecha a
la Virgen, San Miguel y San Juan Evangelista; y el de Roda, el de la nave
izquierda a San Martín y San Benito, y el altar de Santo Domingo. Presidió toda
la ceremonia el cardenal Legado, asistiendo una muchedumbre innumerable de
clérigos y laicos.
Un acontecimiento milagroso vino a coronar la fiesta, causando viva
impresión en todos los circunstantes. Estaban terminando la misa, cuando se
presenta un cautivo con sus grilletes en la mano, que venía a dar gracias a su
generoso libertador Santo Domingo. Un movimiento de curiosidad cundió por toda
la muchedumbre, obligando al cautivo a subir las gradas del altar. Delante de
los prelados y de la inmensa concurrencia contó el buen Servando, que así se
llamaba el cautivo, el modo verdaderamente milagroso con que Santo Domingo le
había librado de su terrible cautiverio. A través del texto de Grimaldo,
testigo presencial, se siente palpitar la emoción y dramatismo del relato, más
emocionante todavía en aquellas circunstancias en que lo refería.
Natural de Cuzcurrita, en la Rioja, cautiváronle los moros y le
llevaron a Medinaceli. Su amo le cargó de grillos y cadenas y le cerró en
terrible calabozo, donde sufrió largo tiempo todas las incomodidades y dolores.
Por fin, Dios se apiadó de él por mediación de su siervo Domingo, pues estando
una noche durmiendo, se le aparece el Santo, vestido con su cogulla, y
llamándole por su nombre, le manda que salga de la cárcel y se vaya a su
tierra. Para ayudarle a quebrar los grillos, echóle desde arriba un trozo de
madera; rompiéronse aquéllos cual si fuesen de barro:
molió todos los
fierros con esse dulz madero
non moldrie mas aina ajos en el mortero...
Arrojóle después una soga, con que ató su cuerpo, y el mismo
Santo le sacó de aquel oscuro calabozo. Al encontrarse arriba el cautivo, echóse
a sus plantas y entonces el bondadoso abad le dio buenos consejos, Le explicó
la manera de salir de la ciudad y le mandó llevase los grillos a su monasterio
en señal de agradecimiento. Al punto desapareció, y el buen Servando salió de
tierra de moros sin que nadie le viese, hasta llegar sin percance a Castilla, y
allí estaba ahora en la abadía de Silos para dar gracias al Padre de
bondad. Terminado el relato, mostró a todos los hierros de su prisión,
y los colgaron como trofeo sobre el sepulcro del Santo...
El cardenal Legado ratificó la canonización de Santo Domingo,
y de vuelta a Roma, dio cuenta al Papa de lo que había visto y
ejecutado, siendo confirmada su decisión por el Romano Pontífice:
Predicólo
en Roma Don Ricard el Legado
Fo por santo complido, del Papa otorgado...
EL
TAUMATURGO ESPAÑOL
Con el nombre de Taumaturgo -hacedor de milagros- se
conoció durante muchos siglos en España a Santo Domingo de Silos. Y,
efectivamente, pocos santos ha habido en la Iglesia católica a quienes Dios
haya favorecido tan espléndidamente con el don de hacer milagros como el santo
abad de Silos.
Ya hemos visto que no escasearon en su vida y que después de
muerto abundaron de tal manera, que, a la vuelta de dos años, el obispo
de Burgos le elevó a la dignidad de los altares.
Desde entonces se convirtió su sepulcro en una perenne
peregrinación venida de todos los reinos cristianos de la Península. Entre los
grupos de peregrinos que se dirigían a Silos nunca faltaban enfermos, que
venían a implorar la curación de sus dolencias; ciegos de nacimiento o de
enfermedad, cojos y mancos; sordos y mudos; tullidos y paralíticos; sobre todo,
endemoniados a quienes sus parientes traían atados a veces con fuertes cadenas
de hierro.
Para cuidar y socorrer tantos enfermos, se levantó un hospital, y
un lazareto para leprosos. Allí descansaban durante algún tiempo y luego los
llevaban a la capilla o altar del Santo Taumaturgo. Aquí permanecían en oración
los enfermos días y noches, pues no siempre obraba el milagro en el primer
momento; la curación, en ocasiones, se hacía esperar semanas enteras. De
repente, cuando manifestaba el Santo su poder, empezaban los mudos a alabar a
Dios y a su bienhechor, los ciegos a ver, los cojos a andar, entre las
aclamaciones y alabanzas de los presentes.
Como nuestro Señor Jesucristo, Santo Domingo tuvo un poder
especial sobre los poseídos del demonio. La mayor parte de los milagros se
obraban durante la celebración de la santa Misa -una misa especial que se decía
a primera hora en su sepulcro-, por ser el medio que usó el Santo con
predilección durante su vida. Hubo enfermos y energúmenos, como la famosa
endemoniada de Canales, que se pasaban semanas y aun meses pidiendo la ansiada
curación, que al fin les concedía casi siempre el Taumaturgo, de suerte que
todos volvían sanos y satisfechos a sus casas. Ninguna enfermedad, por
incurable que fuese, dejó de hallar remedio en la tumba del glorioso Santo.
Oficina de salud, parece que le hizo Dios para todos
los dolores humanos. Pasan de 150 los que expresamente, y con todos los
detalles auténticos, nos cuenta Grimaldo, ocurridos en unos cuantos años desde
la muerte del Santo hasta que él escribió su vida. Se necesitaría copiarlos
todos para darse cuenta del ambiente, circunstancias y demás detalles que nos
revelan el vivir de aquel tiempo.
Nos los presenta venidos de Galicia, Navarra, Aragón y
Palencia, haciendo largas y penosas jornadas hasta llegar a este rincón de
Castilla. Naturalmente, abundan más los casos ocurridos con gentes de los
pueblos vecinos. Parece que esos nombres, que aun hoy nos son familiares,
tienen en el lenguaje de Grimaldo y Berceo un sabor añejo y evocador, a la vez
que un sello de autenticidad. Lástima grande que a la muerte del biógrafo
ningún otro monje prosiguiese la relación de los prodigios que se fueron
sucediendo en los siglos posteriores.
Copiaremos algunos de los más conocidos, empezando por el
popular de la Mujer de la serpiente. Una mujer llamada Godina,
natural de un pueblo cerca de Santiago de Galicia, se echó a dormir en el campo
y, apenas se había quedado dormida, entrósele por la boca una serpiente, y con
la violencia, se despertó la mujer despavorida, procurando impedir que el
reptil entrase del todo en su cuerpo; pero su esfuerzo fue inútil, y durante
varios meses sintió en sus entrañas las angustias y tormentos de tan terrible
huésped. Después de haber gastado su hacienda en medicinas, invocó a Santo
Domingo, quien, apareciéndosele en sueños, le dijo: Vete a mi
monasterio, que en mi sepulcro hallarás remedio para tu mal. No dudes,
hija, de mi palabra. Despertó la enferma y alegre y confiada se puso
en camino para el monasterio de Silos. Llegó a un monte que llaman Cervera,
desde donde se contempla el valle de Silos; allí suplicó a los acompañantes la
dejasen descansar, pues se hallaba muy fatigada. Apenase había quedado dormida,
cuando la serpiente que traía en sus entrañas salió por la boca, causándole
terribles desgarraduras en la garganta.
Espantarnos los presentes de la monstruosidad de la serpiente y
acudieron presurosos a matarla. Fueron después al monasterio, donde la enferma,
curó de repente de sus heridas, y colgaron la serpiente como trofeo en la
capilla del Santo. Con el tiempo fue substituida por una de metal de la misma
longitud, a quien la devoción popular atribuía la virtud de curar el mal de
garganta.
El caso siguiente es de los menos prodigiosos; pero le
contaremos por referirse al biógrafo del Santo.
Galindo se llamaba un hombre natural del reino de Aragón,
criado del monje Grimaldo. Estaba, pues, una noche en su cama, y el diablo le
atormentó cruelísimamente, repitiendo los azotes durante tres noches seguidas,
hasta que Galindo se encomendó muy de veras a nuestro amadísimo Padre.
Multiplicaba furioso el demonio los golpes, hasta que se presentó visiblemente
Santo Domingo, quien, luchando a brazo partido con el demonio, le arrojó de
aquella morada a los infiernos. Lastimado Satanás, se quejó al Santo
diciendo: ¿Por qué me arrojas de mi propia casa y de este
hombre que de derecho es mío? Dicho esto desapareció.
Agradecido Galindo al Santo, fue al día siguiente a la iglesia de
San Esteban de Gormaz (pues se hallaba en dicho pueblo) llevando una vela, que
puso en el altar del Protomártir. Cogióle la noche en fervorosas oraciones, y
habiéndose al fin quedado dormido, vio que entraban en la iglesia dos varones:
uno alto y hermoso, San Esteban, y el otro pequeño y calvo con un báculo en la
mano, Santo Domingo. Habiendo llegado al altar mayor, preguntó San Esteban al
abad: -¿Quién es aquel que está echado en el suelo? -Déjale
descansar -respondió Domingo-, que el demonio le molestó las
noches y, con el auxilio de Dios, le libré de su opresión. Es un criado del
monje don Grimaldo, que está escribiendo mi Vida y Milagros. Llegóse
luego a Galindo y, habiéndole despertado, le dijo: -Vete, y di a tu señor
que acabe el libro de mi vida, que yo le daré el premio que merece su
trabajo. Desapareció la visión, y el criado, vuelto al monasterio,
refirió al monje lo que el Santo le había indicado.
ALFONSO EL
SABIO Y SANTO DOMINGO
Ya dijimos que todos los reyes de Castilla vinieron a
venerar el sepulcro del Taumaturgo español. San Fernando, por ejemplo, firmó
varias escrituras en este monasterio; pero ningún monarca fue tan devoto del
Santo como Alfonso X el Sabio, y ninguno, a su vez, se vio tan milagrosamente
favorecido por el abad de Silos como el hijo de San Fernando. Pero Marín,
testigo ocular incontestable, nos refiere tres milagros relacionados con el
monarca, que vamos a resumir aquí:
Una de las veces que vino de joven el infante, cuando aún no era
rey de Castilla, llegó al monasterio trayendo aherrojado con fuertes
cadenas un escudero de Palencia, condenado a muerte. El
culpable estaba cerrado en una casa contigua al monasterio y, al oír tocar a
misa del Santo, se encomendó a él, y al punto se vio libre de sus cadenas,
yendo a refugiarse al sepulcro de su libertador. Los monteros del infante
corrieron a echarle mano, pero el abad se interpuso en favor del desgraciado.
Apelaron a don Alfonso, quien, enterado del caso, dijo al abad: -En algo se
entromete Santo Domingo, pues este escudero forzó a una mujer, y yo había
determinado matarle; pero parece que el Santo no lo quiere, y sería desacierto
que yo fuese contra él. Así que, por esta vez, vaya en paz el escudero, pero
que no se desmande de nuevo, porque no le valdrá el auxilio de Santo Domingo.
De mayor trascendencia, y decisivo tal vez en el desarrollo de la
unidad nacional que se iba forjando en España, es el hecho siguiente:
A principios de 1255, Alfonso el Sabio, ya rey de
Castilla, volvió al monasterio, donde pasó cinco días. Graves preocupaciones
pesaban sobre él. Vizcaya se había revelado, Navarra y Aragón tenían graves
conflictos con Castilla; de suerte que veía su reino en grave aprieto. Veló el
rey ante el sepulcro del Santo buena parte de la noche, pidiéndole acierto para
resolver estos conflictos, tanto mayores para él cuanto entendía más de letras
que de armas. Vuelto a la hospedería, echóse a dormir; en el sueño se le
apareció Santo Domingo, asegurándole se resolverían satisfactoriamente al cabo
de tres meses los asuntos que le inquietaban, con tal que se mostrase
fuerte: Reges eos in virga ferrea. Muy de mañana mandó llamar
al abad, pidiendo que un monje le dijese misa ante el sepulcro del Santo, acabada
la cual, poniendo su diestra sobre la tumba, prometió una gran donación al
monasterio, si se cumplía la profecía del Santo. Poco después, acompañado del
abad y mayordomo hasta la varga de Contreras, se dirigió a Vizcaya a someter a
los rebeldes.
Al, cabo de veintisiete días regresaba al monasterio, tras feliz campaña
contra los vascos, y después de habérsele sometido en Vitoria Teobaldo, rey de
Navarra. Entre tanto, el cronista Pero Martín había dicho por el rey todos los
días una misa en el sepulcro del Santo, a petición del monarca. Habiendo velado
toda la noche ante el cuerpo santo, partió el rey con el abad a Soria, y
estando allí, dispuesto ya para atacar a Aragón, presentóse el rey Jaime con
sus hijos, deseoso de hacer con don Alfonso un tratado de paz, afianzado por
medio de casamientos de familia, como se realizó con satisfacción de todos.
Entonces declaro el rey al abad de Silos la promesa que el Santo le había hecho
en sueños y cómo se había realizado en el tiempo señalado; por lo cual, en
señal de gratitud, concedió al monasterio de Silos la martiniega o
derecho que el monarca tenía en la villa, que es lo que los monjes le habían
pedido. El hecho, ampliamente referido por Pero Marín, está confirmado por un
privilegio real de 1256.
Años adelante encontramos de nuevo al Rey Sabio en Silos,
donde presenció un milagro notable. Entre los peregrinos que se hallaban en
Silos la vigilia de San Miguel había un marino de Bermeo que,
andando por el mar, había perdido el habla y el oído. Por ser de su tierra, el
abad le dio posada en el monasterio mientras estuviese en Silos. Asistiendo a
los maitines de San Miguel se quedó un poco dormido, y de pronto vio salir del
sepulcro a Santo Domingo acompañado de dos niños vestidos de blanco. Se le
acerca el Santo, y te dice: -Juan, ¡por qué no hablas? Viendo
que guardaba silencio, añadió: -Pues yo te he conseguido de Jesucristo que
oigas y hables. Entonces quiso Juan besarle las manos, pero no le vio
más. En cambio, oyó cómo comenzaba la Misa y las campanas, y a voces,
exclamó: -Yo soy Juan el mudo; y hame sanado Santo
Domingo. Asombráronse todos los que estaban en la iglesia y le
llevaron delante del rey, quien le mandó contar su historia, y después de
trajearle cumplidamente, le llevó consigo a Belcaire.
EL
REDENTOR DE CAUTIVOS
He aquí el título más glorioso y más justamente merecido de
Santo Domingo de Silos.
Por muchos y muy notables que fuesen los milagros de toda clase
obrados en vida y después de muerto, palidecen todos ante el número y calidad
de los prodigios que obró en favor de los cautivos cristianos durante más de
tres siglos. Ya dijimos, hablando del cautivo Domingo de Soto, que ésa era la
más terrible y espantosa tribulación que afligió a la España de la Reconquista,
Por eso, Nuestro Santo, movido de su inagotable caridad, llevó a cabo la obra
social más meritoria de aquellos tiempos: el rescate de cautivos, misión a la
que se dedicará más tarde la gloriosa Orden de la Merced.
No es, pues, extraño que Berceo llame a Santo Domingo
repetidas veces Redentor de Cautivos, Patrón y Lumen de las Españas,
Padre de Castilla, Adalid de las Buenas Justicias y otros epítetos
semejantes; ni que los biógrafos del siglo XVII le apelliden Moisés
Segundo; ya que, como el del Antiguo Testamento, sacó millares de
cristianos de las mazmorras agarenas.
Cerca de trece mil se calcula el número de cristianos libertados
por Santo Domingo en el decurso de los tiempos, Grimaldo cuenta algunos
ocurridos en su época; después, en el siglo XII, fueron aumentando
progresivamente, hasta llegar a su mayor incremento a mediados del XIII.
Hubo entonces un monje piadoso, de esclarecida memoria,
llamado Pero Marín, de quien ya hemos hecho mención, que recogió los acaecidos
en su tiempo, es decir, durante los reinados de Alfonso el Sabio y su hijo
Sancho el Fuerte. Nos habla detalladamente de cuatrocientos cincuenta, de los cuales, doscientos
siete tuvieron lugar en el solo año de 1285. Su relato constituye uno de
los primeros y más exquisitos balbuceos de la prosa castellana, y es
'singularmente extraño que no hayan alcanzado la fama de otras obras
contemporáneas menos sabrosas e interesantes.
Nos duele de veras que el carácter popular de este libro y el fin
con que está escrito no nos permita transcribir textualmente las ingenuas
expresiones y el estilo sencillo y arcaico de Pero Marín. Para dar una idea a
los lectores, copiaremos, casi literalmente, los dos primeros milagros, que son
de los más conocidos e importantes.
CÓMO SACÓ A PELAYO DE GRANADA
En el año 1232 yacía un cautivo en Granada, por
nombre Pelayo, y estuvo allí cuatro años. Un sábado por la noche, al primer
canto del gallo, vino Zafra, la mora, su señora, a la prisión en que yacía y
mandóle que pusiese a cocer unas madejas, que estuviesen cocidas para la mañana
del domingo, que si no, le daría cuarenta azotes. El cautivo, estando cociendo
las madejas, dio un gran suspiro, y dijo la mora: - ¿Por qué suspiras ahora?
Dijo el cautivo: -Los cristianos tal día como mañana nos alegramos y no
trabajamos, y si ahora estuviera en mi tierra no cocería madejas. Dijo la mora:
-Hijo de perro, cuando esta caldera vaya a tu tierra, entonces irás tú con
ella. Pero tú nunca irás; y sí mañana por la mañana no están cocidas las
madejas, el día será malo para ti. y la mora fuese a descansar. Y estando el
cautivo atizando el fuego cantó el primer gallo y entró una gran claridad por
la casa, y el cautivo tuvo gran miedo y se encomendó a Dios y a Santo Domingo.
Y una voz le dijo: -Vete, hijo, échate a andar, que Dios te ha hecho merced.
Dijo el cautivo: -¿Quién sois vos? Dijo la voz: -yo soy Santo Domingo. Toma la
caldera y llévala a mi casa, pues la quiero para mí. Tomó el cautivo la
caldera y salió tras la claridad y halló la puerta del corral abierta y también
las puertas de la ciudad, y cuanto duró la noche no se le ocultó la claridad
hasta que Llegó a tierra de cristianos. Trajo la caldera al monasterio y está a
la cabeza del cuerpo santo y tienen en ella agua bendita...
CÓMO SE
APARECIÓ MAHOMAT, ADALID DE CÓRDOBA
En la era de 1270 (año 1232), sábado, media noche, ocho días
de mayo, salió Mahoma, Adalid de Córdoba, a hacer correrías a
Andújar, y pasando por el puente de Alcolea, dos leguas de Córdoba, encontró en
medio del puente un hombre con gran claridad, y dijo el moro en latín: - ¿Quién
va? Dijole la claridad: -Yo soy Santo Domingo de Silos. Dijo el moro: -¿A
dónde vas? Dijo Santo Domingo: -Voy a Córdoba a sacar cautivos. El moro
volvióse con su compañía a Córdoba antes de amanecer, pues tenía en la cárcel
quince cristianos cautivos, y púsoles a todo el cepo en los pies y las cadenas
en las gargantas y las esposas en las manos, y púsose a guardar la cárcel con
su compañía. Y a cuantos moros supo que tenían cautivos les mandó avisar que
los guardasen bien porque Santo Domingo estaba en la ciudad. Y los guardaron
con grandes prisiones. A primera hora del día, miró sus quince cautivos y no
halló ninguno ni tampoco los hierros. Avisó a los otros, fueron a ver a los
suyos y tampoco hallaron ninguno. Y hallaron de menos aquel día ciento
cincuenta y cuatro cautivos que sacó Santo Domingo de Córdoba.
Y ocurrió que a la vuelta de dos años vino el moro sobredicho a
pagar el tributo al rey don Fernando a Burgos y preguntó al rey qué santos
había en su reino. Contestándole el rey: -Tenemos a Santiago, San Facundo y
otros muchos. Dijo el moro: -¿Cuál es el que saca los cautivos? Dijo el
rey: -Santo Domingo de Silos. Dijo el moro: -Ese es, señor; y voy a decirte lo
que me aconteció con él: Una noche salí de Córdoba con mi compañía e iba a
correr a tierra de cristianos, y pasando de noche por el puente de Alcolea, vi
una gran claridad y pregunté quién era. Y díjome que Santo Domingo de Silos,
que iba a Córdoba a sacar cautivos. Y contó al rey lo que dejamos dicho arriba.
Y dijo el rey: -Mándote que vayas a su monasterio y que veas dónde descansa y
toda su casa. Y el rey dióle quien le guiase, y vino el moro aquí y entró en la
iglesia y vio aquella figura de la imagen que está sobre el altar y dijo que en
aquella figura le viera la noche que le encontró en el puente de Alcolea. Y el
rey don Fernando contó todo esto y como se lo dijera el moro.
Así pudiéramos seguir copiando deliciosos relatos. Generalmente son
los mismos cautivos los que al llegar a Silos con sus cadenas cuentan a los
monjes y al pueblo, reunido a toque de campana, las peripecias de su redención.
El cronista usa casi siempre de las mismas expresiones, pero con mil detalles
distintos, algunos verdaderamente asombrosos. De ordinario, se presenta el
Santo lleno de luz en la mazmorra, rompe milagrosamente los hierros de los
cautivos, los invita a salir tras él y en pocas horas los pone en tierra de
cristianos. Desde allí se vienen ellos solos a Silos con las cadenas. En
ocasiones, deja alguno en la cárcel porque es mal cristiano y tiene dinero de
sobra para rescatarse. Otra vez no quiere sacar a una mujer por no haber
cumplido un voto, pero los compañeros de prisión interceden y el bondadoso
Santo la libra también. Un día son cinco mujeres arrebatadas por los moros en correrías;
una de las cuales, Catalina, es llevada al alcázar del rey de Granada como
concubina y del cual tiene dos hijos. Santo Domingo se le aparece, la manda
coger el hijo pequeño y traerlo a Silos, donde es bautizado en la capilla del
Santo...
Tal vez los cautivos, en la explosión de su alegría al verse entre
cristianos, adornaban un poquito el relato de sus aventuras. Acaso no siempre
la evasión se debía a la intervención del Taumaturgo.
A veces le hacen cómplice de cosas verdaderamente extrañas, pero
que nos revelan la ingenuidad de aquellos siglos de fe y confianza ilimitada
que todos tenían el santo abad de Silos. De todos modos, para cautivos y moros,
Santo Domingo era la obsesión, buena o mala, que se presentaba en todas partes
como un conquistador.
Tantos grillos y cadenas se reunieron en la iglesia de Silos
-algunos quedan todavía a la entrada de su actual capilla-, que llegó a ser
proverbio en España: No te bastarán los hierros de Santo Domingo de
Silos, frase que se solía decir a los muy revoltosos e insubordinados.
Muchos cautivos que no podían llegar hasta aquí, colgaban sus
cadenas en las iglesias de sus respectivos pueblos.
Cerraremos este capítulo con el relato del famoso
milagro del Moro del Arca, contado ya por Pero
Marín, pero enriquecido de detalles pintorescos por los biógrafos posteriores.
Vivía en Granada un moro llamado Aboazar, que en distintas
ocasiones había comprado doce cristianos. Uno a uno los adquirió, y uno a uno
se los fue quitando milagrosamente Santo Domingo de Silos. No escarmentado,
compró otro, llamado Domingo, natural de Jódar. Receloso el sarraceno no le
aconteciese con éste igual que con los otros, discurrió guardarle con singular
empeño, porque al día siguiente tenía bodas Aboazar y quería sacrificar este
cristiano en honra de sus mayores. Así, pues, temiendo que aquella noche se le llevase
Santo Domingo, previno su astucia un arca, de la cual salía una cadena que
ataba al amo y al cautivo y que sujetó en el suelo. Temiendo dormirse
profundamente, puso encima del arca, como despertadores, un perro, un gallo y
una gallina, presumiendo no tendría el Santo poder de cerrar la boca de
aquellos animales; y así se echó tranquilamente a descansar.
El cautivo, que sabía la suerte que le aguardaba al día
siguiente, lleno de angustia, acudió al redentor de cautivos, suplicando a
Santo Domingo le socorriese en tan terrible aprieto. Oyóle el piadoso Padre y,
con una acción verdaderamente maravillosa y nunca vista, libró al esclavo del
peligro y castigó la locura que creía poder burlar su divino poder.
Cuando todos estaban dormidos, en un rápido y prodigioso
vuelo, trasladó Santo Domingo desde Granada a su monasterio al moro, al
cautivo, al perro, gallo y gallina sobre la misma arca en que se
hallaban. De pronto oyó el moro campanas, y sin advertir dónde estaba, preguntó
al esclavo qué cencerros eran aquéllos. A lo que respondió el buen
Domingo: -No son cencerros, que son campanas de cristianos. Bajaban
los monjes a cantar la primera misa del alba y, a las voces del aturdido
sarraceno, acudieron a ver la novedad. Sacaron al cautivo del arca y, llenos de
admiración y gozo, dieron gracias a Dios y a Santo Domingo.
Es tradición que Aboazar el moro se convirtió, a la vista de
tan estupendo milagro, y se quedó en Silos al servicio del monasterio de su
libertador espiritual.
Recogieron los monjes el perro, el gallo y la gallina y los
guardaron como recuerdo del portento.
Conservase hoy-dice el P. Castro- la casta de gallinas, que a
más de cuatrocientos años vinieron de tierra de moros; son blancas como la
nieve y tienen las patitas amarillas. Su habitación es el claustro y su jardín.
Van a comer al refectorio cuando tocan la campana y, de ordinario, son más
puntuales que los monjes, de cuyas manos toman la comida. Venérenlas todos casi
como reliquias y las llaman las gallinas del Santo. Esto era
en el siglo XVII.
Por nuestra cuenta añadiremos que con la exclaustración de 1835
desaparecieron tales gallinas, quedando únicamente como recuerdo el lugar donde
moraban, que aun hoy día llamamos El Gallinero del Santo.
SANTO
DOMINGO, ABOGADO DE FELICES PARTOS
La Beata Juana de Aza.- Por los
años de 1170 vivía en Caleruega la noble familia de Guzmán, que, si bien había
tenido dos hijos, Antonio y Mamerto, pero, habiendo abrazado ambos la vida
religiosa, se veía sin sucesor de su linaje y posesiones.
Para conseguir de nuevo descendencia, se valió de la
intercesión de Santo Domingo de Silos, de quien era muy devota doña Juana de
Aza. Así, pues, vino a visitar su sagrado cuerpo, asistiendo nueve días con sus
noches ante su altar, como acostumbraban los peregrinos de aquella época,
tiempo que ocupó en fervorosas oraciones.
El séptimo día apareciósele Santo Domingo de Silos, revestido de su
cogulla monacal y resplandeciente de gloria, diciéndole afable y
sonriente: -Concebirás un hijo que será la luz de la Iglesia y la
destrucción de las herejías.
Consolada doña
Juana con esta celestial visita, ofreció al Santo el hijo de la promesa, al que
había de poner el nombre de Domingo en honor de su glorioso intercesor. Pasado
algún tiempo y hallándose encinta, tuvo la señora de Guzmán una visión en que
le pareció llevaba en su seno un perro blanco y negro con una antorcha en la
boca, visión que coincidió con la promesa de Santo Domingo de Silos, pues el
color blanco y negro del animalito simbolizaba el hábito de la Orden que había
de fundar, y la antorcha la luz de su doctrina y predicación.
Cumplió doña Juana su promesa, y al nacer el hijo púsolo por nombre
Domingo, que el fundador de la Orden de Predicadores había de cubrir de gloria
singular.
Consignan las tradiciones del monasterio de Silos que el santo niño
Guzmán se educó en esta abadía con los jóvenes escolares. El P. Pérez, hijo de
Silos y arzobispo de Tarragona, lo dice expresamente, aunque no hay documentos
de la época que lo confirmen. Lo cierto es que Santo Domingo de Guzmán visitó
varias veces el monasterio de Silos cuando era canónigo de Osma y que toda la
vida tuvo particular devoción a nuestro Padre. Al fundar en Madrid un convento
de religiosas de su Orden, le puso bajo la advocación de Santo Domingo de
Silos.
Este prodigio dio ocasión a que fuese considerado Santo
Domingo como abogado de felices partos y que acudiesen implorando su valimiento
las estériles.
No es posible precisar la época en que esta devoción especial
a nuestro Santo empezó a tomar incremento, pues desde el siglo XIII, en que
escribió Pero Marín sus Miráculos Romanzados, hasta el XVII,
en que aparecen los nuevos biógrafos del Taumaturgo español, ningún monje de la
casa tuvo la idea de escribir los milagros, tanto de cautivos como de toda
clase, que seguramente siguió obrando Santo Domingo de Silos.
Lo cierto es que, al cesar la terrible obsesión de los cautivos con
el triunfo definitivo de España sobre los moros, el santo abad comenzó a ser
más invocado y conocido como abogado de felices partos. Los autores del siglo
XVII y XVIII nos la presentan como una devoción universalmente reconocida y
propagada. Los PP. Yepes, Castro y Vergara citan casos verdaderamente
prodigiosos ocurridos en su tiempo y de que fueron a veces testigos oculares.
Citaremos uno solamente, pues en una forma u otra, más o
menos milagrosa, se reproducen con frecuencia, aun en nuestros días.
En Villanueva de Horcajo, cerca de Talavera, una mujer tuvo
tres días atravesada la criatura sin poder darla a luz. No hallándose remedio a
tanto peligro, llamaron al cura para que le administrase los sacramentos. El
buen sacerdote, acabada la confesión, la exhortó a que se valiese de la
intercesión de Santo Domingo de Silos. Hízolo con gran confianza y al instante dio
a luz felizmente, quedando libre de tan manifiesto peligro, con admiración de
todos.
El báculo y cinta del Santo.-Ignoramos
igualmente la época en que, a este mismo respecto, comenzóse a venerar el
báculo que en su ancianidad usaba nuestro Padre y que, como dejamos dicho, es
una de las más venerandas reliquias que de él nos quedan. En el siglo XVI
ya era frecuente aplicarle como remedio, en los trances de partos peligrosos. y
los duques de Frías, señores de la villa de Silos en 1455, le hicieron cubrir
con la rica chapa de plata que hoy le guarda, en agradecimiento por la
protección que el Santo dispensó a doña Juana de Mendoza, su mujer.
Otras nobles damas castellanas alcanzaron también el
privilegio de que les enviaran el báculo de Santo Domingo cuando estaban
próximas al alumbramiento. En 1608 visitó el monasterio doña Margarita de
Austria, esposa de Felipe III, y con gran devoción pidió esta reina el báculo
para el mismo efecto poco tiempo después.
Para no exponer la santa reliquia al peligro de un continuo viaje,
quedó reservado el privilegio a las reinas de España, que lo han solicitado
siempre en las diversas épocas que la monarquía estuvo al frente de la nación.
Con el fin de satisfacer la devoción de las personas que se
encomiendan al Santo Taumaturgo durante su embarazo y desean ser protegidas por
él en ese trance, desde el siglo XVI se vienen sacando medidas del báculo en
cintas de seda o paño, tocándolas siempre a dicha reliquia y también a la urna
que contiene las cenizas de Santo Domingo.
Es incalculable el número de Cintas que se han
repartido doquier llega la devoción al Santo, siendo muchas las personas que
experimentan la protección especial del Taumaturgo español en alumbramientos
difíciles y en toda clase de peligros.
SANTO
DOMINGO y SU MONASTERIO
No podemos dar fin a este librito sin reseñar brevemente la extraordinaria
protección y amor que Santo Domingo ha tenido a su monasterio, manifestado más
de una vez con milagros.
"Una de las cosas -dice el P. Yepes- que más han tenido en pie
esta casa fue el particular cuidado que ha tenido el glorioso Santo Domingo de
mirar por ella. Y si bien todos los santos se interesan por sus respectivas
iglesias y lugares donde descansan sus restos..., pero de ninguno he leído,
aunque he pastado hartas vidas de personas que están gozando de Dios, que tan a
ojos vistas esté velando y teniendo cuidado por su casa como Santo Domingo por
la suya, celando por la observancia e intereses materiales y
espirituales."
Puede afirmarse que Santo Domingo no ha dejado de ser el abad de su
monasterio, debiendo considerarse como un milagro de su paternal protección el
que se haya conservado hasta el presente, a través de las vicisitudes de los
tiempos.
Ya en el siglo XIII, cuando el Santo se aparecía a algunos
cautivos, les decía recordasen a sus monjas no descuidasen la limpieza de su
altar y el alumbrado de la iglesia. Pero cuando sobre todo Santo Domingo cela
por la buena observancia de su monasterio es en los siglos XVII y XVIII. Los
historiadores de ese tiempo nos refieren casos de máximo interés familiar.
Repetidas veces despertó a los sacristanes para que atizasen
las lámparas del Santísimo y de su altar. Otras daban palmadas en el claustro
cuando los monjes se quedaban hablando inconsideradamente en tiempo de silencio
mayor. En Ocasiones tocaban la campanilla de su altar llamando al orden a los
transgresores o avisando de la próxima muerte de algún religioso.
Son muchos los casos de todo género que nos refieren testigos
oculares dignos de todo crédito. Diríase que Santo Domingo gustaba de vivir en
comunicación con sus hijos para sostenerlos en el camino del bien; y esa
solicitud paternal del Santo con los monjes fomentó en ellos un amor y
entusiasmo por su Padre verdaderamente extraordinarios. En los historiadores de
los últimos siglos antes de la exclaustración, a través del estilo un poco
amanerado de la época, se siente palpitar un cariño y admiración hondamente
filiales por el santo Taumaturgo, que tal vez la generación presente está lejos
de igualar.
Esta tierna devoción al Santo se manifestó no sólo en palabras,
sino en obras bien elocuentes. Cuando en el siglo XVIII el estado ruinoso de la
antigua iglesia y la incomprensión del arte románico movieron a los monjes de
Silos a edificar una iglesia nueva, según los gustos de la época, el amor a su
Padre les inspiró la idea de levantar una capilla aparte donde rindiesen culto
a sus sagrados restos, que trasladaron desde el antiguo sepulcro de
piedra a la hermosa urna de plata que hoy los contiene. Con motivo de la
traslación de las reliquias e inauguración de las obras, tuvieron lugar
solemnísimas fiestas, cuya descripción nos ha dejado el Padre Vergara, uno de
los que más eficazmente contribuyeron a los gastos de las mismas. Él costeó
además los cuadros que adornan la capilla del Santo, que reproducen los
principales episodios de su vida.
En estas fiestas se desbordó el entusiasmo de los hijos del
monasterio de Silos y acrecentóse mucho la devoción de los pueblos al Santo
Taumaturgo, que manifestó su poder curando milagrosamente a una mujer de
Barbadillo del Mercado.
Vinieron después los años aciagos de la invasión francesa y
expulsión de las órdenes religiosas, junto con el inicuo despojo de sus
posesiones. Entonces los monjes de Silos, con el celo que les infundía el amor
de su Padre, defendieron valientemente los tesoros y reliquias del monasterio
de la rapacidad de los unos y salvajismo de los otros. Merecen especial mención
y eterna gratitud el Padre Domingo de Silos Moreno, natural de Cañas y obispo
de Cádiz, y el P. Echevarría, que murió siendo obispo de Segovia. Gracias a
ellos han llegado hasta nosotros tesoros de inestimable valor espiritual y
artístico.
Luego se sucedieron los tristes y demoledores años en que la casa
de Domingo quedó desierta y en que, día tras día, se fueron desmoronando los
edificios. Hasta que en 1880 Santo Domingo, que velaba por su obra, atrajo a
estos desiertos los nuevos restauradores: los benedictinos franceses de la
Congregación de Solesmes.
Muchas veces oímos decir en su ancianidad al venerable restaurador
y primer abad Dom Guepín, que la restauración de Silos en el siglo XIX era uno
de los milagros mayores de Santo Domingo.
Humanamente hablando, era de las abadías peor acondicionadas de
cuantas le ofrecieron a su llegada, y sin embargo, el Santo le atrajo con
fuerza irresistible. Desde entonces -ha pasado medio siglo- el vergel silense
ha vuelto a florecer con más hermosa y creciente lozanía. Se ha creado una
comunidad numerosa y culta, que lleva por doquier la devoción y amor a Santo
Domingo de Silos, el cual sigue siendo el verdadero abad de su casa. En el
monasterio no se puede dar un paso sin tropezar con un recuerdo suyo: el
claustro, la capilla que contiene sus cenizas, los hierros de los cautivos, la
Cámara Santa donde vivió y murió; el cáliz ministerial que dedicó a San
Sebastián; el báculo, las arquetas, los códices que usaba explicando la regla
benedictina; y, sobre todo, su espíritu y la singular protección que dispensa a
sus moradores.
Hoy día ha vuelto a revivir en parte la devoción a Santo Domingo de
Silos, viva en sus hijos y propagada por ellos en todas las partes del mundo. Y
al hablar de sus hijos no me refiero únicamente a los monjes que en su casa se
han formado sino también a los hijos del pueblo de Silos y a sus
entusiastas paisanos de Cañas y La Rioja, que también sienten muy hondo el amor
a nuestro Padre Santo Domingo.
Pablo C. Gutiérrez (Benedictino)
Vida y milagros de Santo Domingo de Silos
Narración popular
Tercera Edición
(Para celebrar el
noveno centenario de la muerte de Santo Domingo,1073-1973)
Abadía de Silos,
1973
https://www.vallenajerilla.com/berceo/silos/vidamilagrosdomingosilos.htm

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