Mujeres
musulmanas y sus vínculos con cristianas y judías en la península ibérica
medieval
Las mujeres tenían prohibidas las relaciones amorosas, eróticas o
matrimoniales con personas de otra religión, tener hijos con un varón de otra
religión, o incluso amamantar a la niña o al niño nacido de padres de otra
religión; tenían vetado permanecer juntos bajo el mismo techo, compartir
comidas, festejos, o duelos. Pero, ¿cumplían, o podían cumplir, estas normas?
La documentación revela que eran muchas las ocasiones en que las necesidades de
la vida diaria hacían imposible su cumplimiento
Cierto día entré en casa del
cadí de Iwalatan tras haberme él autorizado y le encontré en compañía de una
mujer muy joven y de belleza maravillosa. Al verla quedé dudando y quise volver
atrás. Ella se rio de mí sin que le afectara rubor alguno. El juez me dijo:
‘¿Por qué te vas a ir? Es amiga mía’. Tal comportamiento me dejó perplejo,
porque este hombre es un alfaquí y ha peregrinado a La Meca.  
Mujeres de las tres religiones
juntas en un asunto común: la defensa de sus hijos. La “Matanza de los
inocentes” fresco de la catedral de Mondoñedo. Creative Commons
Este texto, tomado de A través del Islam, el
famoso libro de Ibn Battuta, lo incluye Javier Albarrán en su artículo “Ibn Batuta y las mujeres del Sahel”,
publicado en esta misma revista. De otras palabras de este libro (“la amistad
de hombres y mujeres entre nosotros está bien vista y no tiene nada de
sospechoso. Además, nuestras mujeres no son como las vuestras”), deduce
Albarrán que “a pesar de reconocerse como musulmanes, la explicación de la
divergencia de costumbres y de ‘ley islámica’ viene de la existencia de un
‘nosotros’ y un ‘vosotros’”. Esta observación – la presencia de un “nosotros” y
un “vosotros” -, me ha encaminado a pensar en las mujeres musulmanas bajo el
prisma de un “nosotras” y un “vosotras”, que puede aplicarse no sólo a
diferencias entre sociedades musulmanas de lugares distintos, sino también a
los espacios en los que estas mujeres vivieron cohabitando con mujeres de otras
creencias; entre ellas había siempre un “vosotras” las mujeres, o un “vosotras”
las pobres, o un “vosotras” las musulmanas. Un estudio del mundo femenino en la
península ibérica no puede hacerse sin contemplar las semejanzas y diferencias
entre mujeres de las tres comunidades religiosas, así como las relaciones que
mantuvieron entre ellas. Este último aspecto es el que voy a enfocar brevemente
en este artículo. 
Como resultado de la conquista de tierras de al-Andalus, muchas
familias musulmanas de los grupos sociales menos favorecidos se encontraron
viviendo en los reinos cristianos. A las mujeres musulmanas, como a cristianas
y a judías, se les planteaban nuevos desafíos. Tenían que afrontar un dilema:
cumplir con las leyes, y al mismo tiempo hacer frente a la práctica de la vida
diaria, cosas que no siempre coincidían, y que podían exponerlas a compromisos
y problemas. ¿Cómo eran las relaciones entre mujeres de diferente religión?
¿Cuándo se las ve juntas? ¿Cuándo, y cuánto, necesitan unas de otras? ¿Sus
relaciones se limitaban a lo necesario o tenían posibilidad de fomentar la
amistad o la sororidad? 
Las leyes religiosas de las tres comunidades – junto a otras
emanadas en los reinos – vetaban la relación entre personas de otra religión en
diversos aspectos de la vida. Las mujeres tenían prohibidas las relaciones
amorosas, eróticas o matrimoniales con personas de otra religión, tener hijos
con un varón de otra religión, o incluso amamantar a la niña o al niño nacido
de padres de otra religión; tenían vetado permanecer juntos bajo el mismo
techo, compartir comidas, festejos, o duelos. Pero, ¿cumplían, o podían
cumplir, estas normas? La documentación revela que eran muchas las ocasiones en
que las necesidades de la vida diaria hacían imposible su cumplimiento. A la
hora de relacionarse, ¿qué importaba más, la religión de una mujer que se
necesitaba para alguna tarea, o la utilidad que aportaba? ¿Las relaciones entre
mujeres de la misma religión serían diferentes a las que se tendrían con
“otras” que practicaban otra religión? ¿Era la tónica normal propia de una
sociedad multi-religiosa y multicultural?   
En la sociedad andalusí las mujeres estaban
discriminadas por el simple hecho de serlo – las leyes sobre la herencia son
buen ejemplo -, o por el grupo social al que pertenecían – como en todas las
sociedades, las mujeres son más o menos vulnerables dependiendo del nivel
económico de la familia -; al permanecer en territorios conquistados por los
reinos del Norte entró en escena un nuevo motivo de discriminación, el credo
religioso, que afectó a mujeres musulmanas y judías. Sin embargo, cabe defender
la hipótesis de que la religión no planteaba problemas graves en la vida
ordinaria de las familias, que las relaciones interreligiosas eran normalmente
pacíficas, y que el conflicto surgía por otras razones. La religión se
utilizaba como arma arrojadiza cuando surgía un conflicto de otra índole, o
cuando venía bien a la comunidad dominante. Los credos religiosos no frenaban
los vínculos entre mujeres, entre ellos la amistad.   
Las relaciones que reunían a las mujeres eran
principalmente relaciones de trabajo; buena parte de los intercambios tuvieron
como escenario principal la casa o los lugares a los que habían de acudir para
cumplir con las necesidades domésticas. No faltaban vínculos por otras razones;
se reunían para celebrar hitos de la vida que tenían la casa como escenario:
bautizos, circuncisiones, fadas, y bodas. El mundo de la casa era, pues, un
espacio de intensas relaciones entre mujeres. Vamos a examinar tres escenas
domésticas y una festiva que conducían a entablar vínculos entre ellas. 
Primera
escena doméstica: de nacer y de morir 
Encontramos a Marién, una mora de Toledo, en
la cámara donde daba a luz la reina de Navarra Leonor de Trastámara
(1363-1416), fue la comadrona que la atendió cuando nacieron sus hijos Isabel
(1396) y Carlos (1397). Como ella, otras mujeres musulmanas se dedicaban al
oficio de comadrona o partera, y, a pesar de los impedimentos religiosos, que
prohibían atender a mujeres de otra religión, cristianas y judías acudían a
ellas cuando las necesitaban. Lo que era normal en aquel tiempo, que una mujer
de parto recibiera la ayuda de las vecinas, estaba prohibido si no eran de la
misma religión; cabe suponer que no cumplían la ley, como muestran los casos de
parteras o comadronas conducidas ante la justicia.  
Se ayudaban porque se necesitaban unas a
otras en el momento difícil del parto. En muchas ocasiones una parturienta no
tenía oportunidad de elegir, en algunos sitios ni siquiera había una
“profesional de los partos”, pero donde sí había, no podían pararse a
contemplar si la religión de la parturienta coincidía con la de la comadrona.
Juana de Álava, una mujer cristiana de Daroca, fue atendida en sus partos por
comadronas moras y judías. Y viceversa, Catalina de Llenana, cristiana vecina
de Medinaceli, decía ante el tribunal de la Inquisición de Sigüenza que “todas
las moras e judías paren con ella porque no tenían otra partera”. Si las
mujeres de los grupos populares acudían a quienes tenían más cerca, la fama de
algunas comadronas llevaba a las mujeres de los grupos poderosos a llamar a
quien consideraban más experta, sin importar ni la religión ni la distancia. En
la documentación hay noticias de parteras moras, con fama de ser las mejores,
cuyos nombres han quedado por ser quienes atendían los partos de reinas e
infantas. Otra partera de nombre Marién, ejercía en Guadalajara durante el
reinado de Juan II. 
Junto a comadronas, hay que apuntar a mujeres
musulmanas contratadas como nodrizas, independientemente del credo de la
familia del niño o niña al que amamantaban. Tenían fama de tener buenas ubres y
abundante leche y algunas familias recurrían a ellas. En juicios de la
Inquisición queda de manifiesto la práctica, así como los castigos, a quienes
quebrantaban la ley. 
También aparecen mujeres musulmanas en
escenarios luctuosos. Bien notorias eran las plañideras que acompañaban a los
entierros, aunque también los cristianos tenían prohibido contratarlas. No
podían ejercer el oficio al acompañar al muerto, ni en las misas de cabo de
año, tal como indica El Libro de los Ordenamientos de Sevilla, que dice que no traigan “moras
nin judías para facer llanto al enterramiento”. 
Segunda escena doméstica: de señoras y criadas 
Encontramos a Marién, la burgueña, esclava en
la casa de una familia de Zaragoza que la compró a unos mercaderes dedicados al
tráfico lucrativo de estas mujeres. Marién había tenido “suerte”, pues eran
afortunadas las esclavas que podían entrar al servicio de una familia, para la
que trabajaban como criadas, mancebas, mozas o sirvientas. Eran muy necesarias
en casas de familias que podían cargar con su mantenimiento, tanto en al
Andalus como en los reinos del Norte.  
Manuela Marín en su famoso libro Mujeres
en al-Ándalus cuenta una historia peculiar, referente a una familia de
buena posición, que podría iluminar lo que las criadas significaban para las mujeres
de los grupos sociales elevados. La historia cuenta “una escena doméstica de la
vida de Abu Marwan al-Yuhanisi”. Un matrimonio se ocupaba de ayudar en su casa:
el hombre, Abu Ishaq Ibn Aysun, dedicado a las necesidades de la familia en el
exterior de la residencia, y su mujer al servicio de la casa y a amamantar a la
hija de Ibn Marwan. Un día Abu Ishaq y su esposa se ausentaron para ir a
Guadix. Cuando Ibn Marwan llegó a casa se encontró con su mujer bañada en
lágrimas, desesperada porque al faltar la sirvienta, ella se había tenido que
ocupar del cuidado de sus hijos. 
Sirvientas, esclavas o libres, eran
esenciales en hogares de al-Andalus, y lo fueron también en hogares de otras
religiones cuando la población musulmana se quedó dentro de las fronteras de
los reinos cristianos. Como consecuencia de la conquista, musulmanas pobres
entraron al servicio de familias que las necesitaban en pueblos y ciudades. Su
situación era frágil, al ser vulnerables por razón de género, de religión y de
nivel social. Si una mujer musulmana perdía el contacto con su familia y
comunidad, corría el riesgo de convertirse en prostituta en una localidad
cristiana. Algunas de ellas, como los hombres también, servían como esclavas o
concubinas en hogares cristianos. Ambos trabajos, prostitutas en burdeles y
sirvientas o esclavas en hogares cristianos, se convirtieron en algo común para
las mujeres musulmanas. La servidumbre de criadas, esclavas o mozas, podía
extenderse a otro tipo de “servicio”: el oficio de la prostitución, que,
ejercido por mujeres musulmanas pobres pasó a ser un servicio doméstico.
Utilizadas para el placer de los hombres, las mujeres musulmanas han sido
consideradas un trofeo de guerra de los conquistadores, como si la conquista
hubiera sido no sólo política sino sexual. Aunque es una idea interesante, que
podría explicar por qué la figura romantizada de la bella mora es un tropo de
la literatura española de finales de la Edad Media, la verdad es probablemente
más prosaica: el abuso y la violencia definían las relaciones entre mujeres
musulmanas y hombres cristianos, y las mujeres no sólo sufrían a manos de sus
clientes, patrones o señores, sino también de los hombres de sus propias
comunidades, ávidos de ganar dinero vendiendo como esclavas a mujeres transgresoras
de las reglas de la comunidad que no las permitían mezclarse con hombres de
otra religión.
 
Los contactos cotidianos entre señoras y
criadas generaban relaciones complejas y diversas. Se conocen conflictos por
denuncias de criadas que llevaban ante la justicia casos de malos tratos. Buen
ejemplo se encuentra en el proceso a la familia Arias Dávila: Fátima, una
esclava mora, señalaba que “un sábado tenía esta testigo en una bodega, a una
ornilla, una adafina que abía traydo de casa del dicho Frayme (donde les hacían
la adafina) y entró un perro y ge la comió, sobre lo qual la fizo atar a este
testigo la dicha Elbira, su ama, a una escalera, e le fizo dar a un hombre
suyo, en su presençia, de açotes”. Las señoras no las castigaban por ser de
otra religión, sino por descuidos o mala conducta en la casa, algo que no solo
afectaba a las criadas moras, sino a sirvientas de cualquier religión. 
Las malas relaciones son más evidentes en
momentos de crisis, tal como revelan los juicios de la Inquisición. El enfado,
la frustración o el odio de criadas o esclavas que habían sido despreciadas o
maltratadas salía en esos momentos. Cuando tenían oportunidad de denunciar a
sus señoras y vengarse de ellas no la perdían. Antes del tribunal de la
Inquisición, ¿no se extrañaban del comportamiento de sus señoras? Fue al
comenzar los interrogatorios de ese tribunal cuando dejaron de verlo normal
para tenerlo por delito. Al hacer las denuncias se puso de manifiesto que
tenían buena memoria.  
Tercera
escena doméstica: de la casa a la calle  
Encontramos a varias Marién en documentos de
la corona de Aragón, donde buena parte de la población musulmana permaneció
cuando la frontera de al-Andalus se fue desplazando hacia el sur: una Marién,
encargada del comercio de hierro, otra Marién, hortelana de Huesca, una tercera
Marién de Marquent, “maestra mora” que vivía en Calatayud (Zaragoza) en 1487, y
otras Marién de profesión desconocida, que en los documentos aparecen como
“pobres”. No sería arriesgado suponer que estas “pobres” eran criadas que
trabajaban en las casas, y hacían parte de las tareas domésticas fuera de
ellas, pues entre sus obligaciones estaba hacer labores que no gustaban a las
señoras: ir a la fuente a coger agua, al río o al lavadero para lavar la ropa,
al horno a cocer el pan, etc. 
Entre las muchas Marién, nombre muy popular
entre las mujeres musulmanas, después de Fátima o de Axa, había también
pastoras, serranas, ayudantes de maestro albañil, amasadoras en obras de
construcción, peluqueras, curanderas, vendedoras ambulantes o en su tienda,
juglaresas, atabaleras, tamborinas, etc. Como en al-Andalus, también había
muchachas cantoras musulmanas en las cortes reales de Castilla y Aragón, en
particular en tiempos de los reyes Alfonso X y Sancho IV de León y Castilla, y
Pedro IV y Juan II de Aragón.  
Ya fueran criadas o practicaran otro tipo de
oficios, las mujeres tenían oportunidad de coincidir con otras en los espacios
donde acudían para realizar trabajos; en el río, en el horno, o en la plaza, o
en lugares donde se juntaban para hilar, tomar el sol y charlar, las moras se
encontraban con las “otras”. Buen ejemplo de los contactos entre mujeres de
diferente religión se observa en un suceso ocurrido en el call de Barcelona en 1301. Una pescadera cristiana
entró en ese barrio judío a vender, y pocas horas después una esclava musulmana
encontró el cuerpo sin vida de un recién nacido. Se interrogó a la pescadera
cristiana, a la esclava musulmana y a varias comadronas judías que tenían
clientas cristianas. No se encontró culpable. 
En las relaciones de trabajo difícilmente se
planteaban problemas por cuestiones de religión. Cuando algunas actividades
estaban vetadas, siempre se encontraba una fórmula para poder ejercerlas. En el
reino de Valencia, las curanderas mudéjares sanaban mediante hierbas o remedios
caseros, a pesar de que los Furs (Fueros de Valencia) prohibían el ejercicio
de la medicina a las mujeres, excepto si atendían a niños pequeños o a otras
mujeres, pero cuando una curandera alcanzaba buena fama, no había impedimento
para contratarla incluso por las autoridades municipales, como ocurrió en
Castellón, donde a mediados del siglo XV invitaron a establecerse a una
curandera mudéjar, porque “fos fet plaer que fer li pusque per la bona obra que
y fa”. En realidad, cabe pensar que en esos casos la diferencia no la
establecía la religión, sino la posición social o la necesidad de acudir a
servicios de una mujer estimada por su trabajo. 
Una escena festiva: dos hitos a celebrar (nacimiento y
matrimonio)   
Marina, una conversa de Berlanga, acusada
ante el tribunal de la Inquisición de Sigüenza, confesó que un día “fue a
visitar una mora parida e comió de su fruta”. No le había importado la religión
de la mujer, se había limitado a seguir la costumbre de la vecindad, pero había
incumplido la norma que prohibía visitar a gentes de otra comunidad y comer con
ellos. No sólo ayudaban en el parto, las vecinas visitaban a la recién parida,
y compartían la celebración en el hogar; en el caso de las musulmanas, amigas y
vecinas solían asistir a la ceremonia de las “fadas”. Las moras no solían
acudir a bautizos, pues se celebraban en la Iglesia, aunque no faltaban
ocasiones en que visitaban lugares de oración de las “otras”. Hay testimonios
de vecinas que confesaban ante el tribunal de la Inquisición de Sigüenza haber
ido con gentes de la localidad a la sinagoga a oír predicar a un judío, o a la
mezquita, a ver “a çela de los moros”. 
Otro hito importante en la vida del hombre,
el del matrimonio, promovía también las relaciones interreligiosas. Aunque la
asistencia a bodas de parejas de otra religión estaba prohibida, como señalaban
las leyes de Castilla y de Aragón, o el ordenamiento de judíos y moros de Juan
II de Castilla decía que “moros y judíos no vayan a sus bodas ni entierros”,
hay menciones a la asistencia de bodas entre miembros de las distintas
comunidades. En 1304 el rey Jaime II de Aragón ordenó al Batlle de Morvedre que
prohibiese a los conversos participar en bodas de musulmanes. Tanta prohibición
hace sospechar que era práctica común.  
La participación activa de las mujeres en
tareas de socialización de la comunidad musulmana, como bodas – o convites de
boda – y entierros, muestra la intensidad de las relaciones intercomunitarias.
Los festejos locales, especialmente en pueblos medianos o pequeños, reunía a
miembros de las tres comunidades; a las fiestas religiosas y populares locales,
propias de la comunidad cristiana, no faltaban individuos de las otras dos
religiones, incluso entrando en las iglesias cristianas. Lo prohibía el
concilio de Valladolid de 1322 y la normativa del rey Juan II de Castilla que
ordenaba que “ningún judío ni moro ni judía ni mora no sean osados de entrar ni
entren en ninguna iglesia ni monasterio”. Pero en las fiestas de un pueblo,
¿quién renunciaba a participar? 
En parte de las prohibiciones de asistir a
festejos o duelos venían motivadas por el temor a compartir comidas y bebidas
prohibidas para las distintas comunidades, prohibición que se encontraba en
códigos de envergadura, como las Partidas, y en normas de algunos lugares que afianzaban la
prohibición.  
Necesidad, amistad, sororidad
Tantas restricciones de asistir a festejos de
los “otros” conducen a pensar que las relaciones entre los “nuestros” y los
“vuestros”, y las “nuestras” y las “vuestras” no eran habitualmente
problemáticas, e incluso, en ocasiones, como en otras sociedades
multiculturales, podían ser amistosas. Si no hubiera sido así, habría sido
innecesario establecer tantas prohibiciones y repetirlas de vez en cuando.
Junto a la necesidad de relacionarse en distintos ambientes, y posiblemente por
el roce que se desprende de esas relaciones “ineludibles”, las mujeres llegaban
a hacerse amigas, independientemente de la religión que practicaban. La amistad
entre mujeres, fuera cual fuera su religión, debió de ser común y fluida, tal
como ponen de manifiesto los documentos del tribunal de la Inquisición. De
hecho, las delaciones de criptojudaísmo a finales del siglo XV y comienzos del
XVI y de criptoislamismo a lo largo del XVI fueron posibles por el contacto tan
directo y próximo en que vivían, y habían vivido, las tres comunidades. 
Los vínculos entre mujeres, desarrollados en
diversos ámbitos, muestran cómo, independientemente de su religión, mantenían
una red de relaciones dentro y fuera del hogar. Las Marién citadas, como las
Axas y las Fátimas, eran amigas de otras musulmanas y de mujeres de otras
religiones. La amistad podía llevar a connivencia de un grupo femenino de
diversa religión si necesitaba unirse para conseguir algo, aunque no fuera
precisamente bueno, como darle una paliza a otra vecina. Este pudo ser el caso
de la agresión que sufrió María Martín, vecina de Teruel, en 1331; fue atacada
en la calle con piedras y fustas por varias personas: Hamet “el Cuende”,
Marieta, la esposa de Hamet, María, la criada del converso García Gonçales,
Uzeyt, esposa de Alí el alamín de los sarracenos de Teruel, y María Meiá, hija
de Gonçalvo Garcia; sin embargo, es probable que el ataque, del que María
Martín quedó inválida, se debiera a sospechas de adulterio, no a motivos
religiosos. 
Otros documentos aportan casos de amistad
entre mujeres. En el juicio a Juana la platera testificó María, vecina de
Ariza, que la acusaba de que al recibir la noticia de que había muerto un moro,
había dicho “Dios le perdone en su ley”, y la testigo la rectificó diciendo que
nadie podía salvarse sino en la ley cristiana, a lo que Juana la platera
respondió “que lo desía porque estaban delante vnas moras y porque tenía
amistad con ellas”. 
Las relaciones de amistad entre mujeres
musulmanas, o entre éstas y mujeres de otras religiones ¿podrían calificarse de
sororales? Lo fueron para las mujeres musulmanas si se tiene en cuenta la
definición del DRAE que define la sororidad como “relación de solidaridad entre
las mujeres”. Pero también serían sororales bajo el prisma de la sororidad
defendida en un libro reciente, Historia de la sororidad. Historias de
sororidad: “dar
cuenta de las expresiones, formas y prácticas en las que se ha declinado
cotidianamente, en cada situación, atendiendo a los condicionantes y a la
multiplicidad de pertenencias – clase social, raza, religión… – y de
circunstancias vitales posibles”.  
Para finalizar, no se puede dejar de destacar
el papel de las mujeres musulmanas cuando al-Andalus desaparece: fueron ellas
las que salvaguardaron la cultura (costumbres, lengua, gastronomía…) y la
identidad de la comunidad musulmana (de la parte de sus miembros empeñados en
su supervivencia), aunque hubieron de hacerlo de manera oculta. Esa es otra
apasionante historia. 
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