EL SINDICALISMO VERTICAL
EN LA ESPAÑA FRANQUISTA: PRINCIPIOS DOCTRINALES, ESTRUCTURA Y DESARROLLO
Frente al concepto de sindicato, entendido como medio de protección
de los obreros contra los patronos y ligado a la idea marxista de lucha de
clases, en las primeras décadas del siglo XX cristalizará un nuevo tipo de
sindicalismo “armonicista” y corporativo, que invocará la colaboración entre
empresarios y trabajadores bajo la tutela del Estado. Esta corriente, desarrollada
en los países de régimen totalitario (principalmente Italia y Alemania), se
articuló en la España de Franco bajo los principios del nacionalsindicalismo,
basado en la estructuración sindical de la economía y del Estado mismo. Pieza
central de este proyecto fue el sindicato vertical, institución de
encuadramiento obligatorio para empresarios y trabajadores, llamado a ser la
“avanzada” del proyecto político falangista. Sin embargo, la práctica
convertiría a estas organizaciones en aparatos inoperantes, burocratizados y
dedicados en exclusiva a la desmovilización de la clase trabajadora. Este
artículo pretende explicar, partiendo de un análisis que combina la exégesis de
los textos legales y el contraste con las aportaciones doctrinales en torno a
la materia, los principios en que se basó el sindicalismo vertical durante el
franquismo, la estructuración orgánica de los sindicatos y el fracaso que, en
última instancia, constituyó esta experiencia.
I. INTRODUCCIÓN
Desde su
nacimiento, en el siglo XIX, los sindicatos constituyeron un órgano fundamental
de defensa de los trabajadores frente a los intereses de los empresarios. A
diferencia de los gremios medievales y las mutualidades del Antiguo Régimen,
los sindicatos aparecieron como reacción a las condiciones laborales creadas
por el capitalismo, asociaciones de trabajadores cuya influencia fue creciendo
a medida que se acentuaba el proceso de proletarización.1 Conforme avanzaba la
consolidación de los sindicatos como organizaciones de masas, se produjo de
forma paralela la conversión de los mismos en instrumentos políticos y órganos
de lucha al servicio de una ideología. El sindicato, por tanto, sería empleado
no sólo como una asociación laboral defensiva, sino como “ariete” para imponer
el triunfo de unas ideas e intereses políticos.2 El sindicalismo como
acción organizada para la defensa de los trabajadores y para la transformación
social y política estaría fuertemente ligado al concepto de lucha de clases,
que en España sería recogido por las organizaciones sindicales socialistas
(Unión General de Trabajadores, UGT) y anarquistas (Confederación Nacional del
Trabajo, CNT).3 El componente
esencialmente revolucionario de estos sindicatos, que proclamaban la huelga
general como el tránsito hacia un nuevo orden social, sería contestado por los
sindicatos católicos, desarrollados merced a las ideas expuestas por el papa
León XIII en la encíclica Rerum Novarum, que apostaban por la colaboración
entre patronos y obreros frente a la dialéctica de la lucha de clases.4
Hasta aquí se desarrolla lo que, desde
la cosmovisión franquista, se consideraban las dos primeras fases del
sindicalismo; es decir, el sindicato como instrumento defensivo y el sindicato
como instrumento político. La tercera fase de la asociación sindical, a la que
se adscribía el modelo español, era el sindicato considerado
como instrumento del Estado.5 Esta
última concepción se nutriría de los principios doctrinales corporativistas y
fascistas, quedando realizada principalmente en los países de régimen
totalitario: Italia y Alemania. El sindicalismo fascista italiano implantado
durante la etapa de gobierno de Mussolini consideraba a los sindicatos como
sustrato y fundamento de la sociedad, de forma que aquellas entidades quedaban
unidas, integradas y sometidas al Estado como herramientas a su servicio para
diseño e implementación de la política económica.6 Así,
empresarios y trabajadores permanecían encuadrados bajo sindicatos o
corporaciones profesionales que participaban en la formación de la voluntad
política del Estado en su más alto grado; es decir, en la legislación.7 Algo
similar cabe decirse de la organización sindical establecida por el
nacionalsocialismo alemán, con la particularidad de que el eje alrededor del
cual se organizaba el Estado no era el sindicato, sino la empresa, dentro de la
cual se realizaba la idea corporativa a través de la colaboración de
empresarios y empleados.8
La práctica sindical corporativa de
Italia y Alemania sería asimilada por las organizaciones fascistas españolas
que terminarían unificándose en torno a Falange Española a lo largo de la
década de 1930. La concepción falangista del corporativismo bebió, además, del
ensayo que durante la dictadura de Primo de Rivera había supuesto la puesta en
marcha de la Organización Corporativa Nacional,9 un
nuevo poder dentro del Estado y del mundo del trabajo, con plena capacidad
reguladora y sancionadora, que reconocía el derecho a la libre asociación,
aunque mediatizada por la corporación obligatoria.10 A
la vista de estas experiencias se formularía la teoría “nacionalsindicalista”,
basada en la estructuración sindical de la economía y del Estado mismo.
José Antonio Primo de Rivera afirmaba, en este sentido, que los sindicatos
eran, junto a las familias y los municipios, “entidades naturales” entendidas
como “unidad de la existencia profesional y depositarias de la autoridad
económica que se necesita para cada una de las ramas de producción”.11 Ramiro
Ledesma definiría algo más esta postura al propugnar un “Estado sindicalista”,
erigido en rector de la economía mediante la obligatoria sindicación de las
fuerzas del trabajo, de modo que la producción quedara polarizada y “atendida a
los altos fines del Estado”.12 Onésimo
Redondo, sin llegar al panestatismo de Ledesma, puntualizará también la función
fundamental de los sindicatos como “parte orgánica del Estado mismo”.13 Este
modelo aspiraba, en definitiva, a superar la lucha de clases a través del
sindicato vertical, con sindicación única y obligatoria, en el que quedarían
encuadrados patronos y obreros.14
Para la puesta en práctica de estos
principios teóricos, Falange Española de las Juntas de Ofensiva Nacional
Sindicalista (FE las JONS) crearía en 1934 y 1935, respectivamente, dos
agrupaciones, que constituirían el embrión del régimen sindical implantado tras
la guerra civil: la Central Obrera Nacional Sindicalista (CONS) y la Central de
Empresarios Nacional Sindicalista (CENS). Ambos sindicatos tenían un carácter vertical,
agrupando el primero de ellos a los obreros, y el otro, a los empresarios, si
bien ninguna de estas organizaciones tuvo trascendencia real, limitándose su
escasa actividad a “una propaganda entusiasta de los principios sociales y
aspiraciones de justicia social”.15 No
obstante, la creación de estas centrales adquirió valor jurídico como “fuente
originaria de un nuevo derecho” que quedaría reconocido en el artículo 29 de
los Estatutos de Falange Española Tradicionalista y de las JONS de agosto de
1937, donde se especificaba que correspondía al partido único crear y mantener
“las organizaciones sindicales aptas para encuadrar el trabajo y
la producción y reparto de bienes”, y que los mandos de dichas
organizaciones habían de proceder “de las filas del Movimiento”.16
II.
PRINCIPIOS BÁSICOS DEL SINDICALISMO VERTICAL
El sindicato vertical no fue una
institución cualquiera en el ordenamiento político-económico de la España
franquista, sino el instrumento a través del cual debía llevarse a cabo la
política social del nuevo régimen, el que había de imponer la disciplina entre
los elementos que participaban en todos los ámbitos de la producción y, en
definitiva, el que estaba llamado a llevar hasta sus últimas consecuencias la
llamada “revolución nacionalsindicalista”.17 La
creación, en enero de 1938, de un Ministerio de Organización y Acción Sindical
en sustitución del de Trabajo parecía indicar el predominio de las tesis
falangistas dentro del gobierno, de forma que los sindicatos se organizarían
conforme a los más estrictos principios del nacionalsindicalismo. No obstante,
Franco situó al frente de este departamento a un antiguo primorriverista, Pedro
González-Bueno, que simpatizaba con las ideas corporativistas, pero no estaba
dispuesto a poner en marcha el “Estado nacionalsindicalista” que demandaban los
“camisas viejas” de Falange, según el cual toda la economía debía quedar bajo
el control de un sistema sindical basado en un concepto de la propiedad
esencialmente totalitario.18 Los
tradicionalistas, los grupos católicos y la oligarquía financiera se oponían
igualmente a los planes falangistas, por lo que presionaron a Franco para que
la organización de los sindicatos no fuera más allá de un paternalismo
conservador.19
La impotencia de los falangistas a
la hora de poner en marcha su programa y los necesarios equilibrios que el
régimen se veía obligado a hacer para mantener un concierto entre las
corrientes políticas que lo integraban se puso de manifiesto en
la redacción del Fuero del Trabajo (FT), de marzo de 1938,20 disposición
normativa que sentaba las primeras bases ideológicas de la Organización
Sindical (OSE). Aunque el texto manifestaba en su preámbulo la doctrina
joseantoniana, al definir al Estado como “nacional, en cuanto instrumento
totalitario al servicio de la integridad patria, y sindicalista, en cuanto
reacción contra el capitalismo liberal y el materialismo marxista”, lo cierto
es que la influencia básica nacionalsindicalista no llegó a ser recogida en sus
aspectos más sustanciales dentro del articulado.
La causa principal de esta
disfunción existente entre la doctrina y el FT radica en “la diversidad de las
fuerzas políticas actuantes”.21 Inspirados
directamente en las obras de José Antonio estarán, por ejemplo, conceptos tales
como el derecho y el deber del trabajo, la empresa, el capital y la producción
nacional. Contrastando con las ideas falangistas, la función económica de los
sindicatos sufriría una merma considerable, quedando reducidos éstos a ser
solamente “un instrumento de colaboración que aconseja, orienta y proporciona
datos al Estado”.22 Tampoco
se respetó en el Fuero el principio joseantoniano de la propiedad sindical,
según el cual España había de convertirse en un “gigantesco sindicato de
productores”. Sí se consagraba, por el contrario, su antitética, la propiedad
capitalista, a la que se atribuía un “justo interés”.23 A
consecuencia de no establecerse la propiedad sindical, otro postulado básico de
la doctrina nacionalsindicalista, la imputación de la plusvalía a los
trabajadores de cada sindicato no podía tener tampoco realidad. Las relaciones
laborales siguieron basándose en el contrato de trabajo entre el propietario de
los medios de producción y el trabajador,24 sólo
que a partir de entonces se adoptaba una actitud cercana al cristianismo
social, según la cual “el empresario vuelve a ser patrono de sus obreros, es
decir, padre suyo”.25
El sindicalismo que estableció el
Fuero del Trabajo difirió, en definitiva, de su concepción por los fundadores
de la doctrina nacionalsindicalista. Y ello porque la estructura sindical
vertical se implantó sin configurar los presupuestos que podían haberla hecho
posible; esto es, destruir el sistema económico-social capitalista y
sustituirlo por la propiedad sindical. Más allá de las declaraciones formales,
subsistieron los intereses específicos de las clases sociales y, por tanto, las
tensiones entre ellas. Los sindicatos consagrados en el FT supusieron, por
tanto, una victoria matizada de los falangistas. El Fuero otorgó carácter
oficial a su propuesta sindical, pero al mismo tiempo diseñó un verticalismo
adaptado a un Estado en el que el falangismo era uno más entre diferentes
componentes ideológicos.26 Así
planteado, el sindicalismo franquista fue convirtiéndose poco a poco en “un
sistema asociativo profesional organizado con base pragmática”, cuyo objetivo
fundamental era “evitar que la dispersión de fuerzas o elementos implicados en
la producción pudiera crear tensiones colectivas”.27
Con el Fuero del Trabajo como norte
legal, el gobierno reordenó las organizaciones sindicales vinculadas a Falange,
integrando la CONS y la CENS en una nueva entidad unitaria para trabajadores y
empresarios en abril de 1938: la Central Nacional Sindicalista.28 En
la remodelación ministerial de agosto de 1939 se suprimió el Ministerio de
Organización y Acción Sindical, de forma que las competencias laborales fueron
devueltas al Ministerio de Trabajo, y las sindicales revirtieron en un nuevo
organismo, la Delegación Nacional de Sindicatos (DNS), dependiente del
Movimiento.29 La
recuperación del control de los sindicatos por parte del Partido único no
supuso, sin embargo, un verdadero avance del programa nacionalsindicalista.
Así, la Ley de Unidad Sindical, de enero de 1940, que establecía el
sometimiento a la disciplina verticalista de las asociaciones “creadas para
defender o representar total o parcialmente intereses económicos o de clases”,30 contemplaba
importantes frenos a las pretensiones falangistas de establecer su monopolio
sobre la representación del empresariado. Fuera de la DNS quedaron, por
ejemplo, las corporaciones de derecho público, que ejercían funciones de
representación sectorial, como las cámaras de Comercio, Industria y Navegación,
o las cámaras Agrícolas. Igualmente excluidas de las disposiciones de la Ley
estuvieron las entidades que agrupaban a la gran industria vasca y catalana,
como el Fomento del Trabajo Nacional de Barcelona, si bien se vieron muy
mediatizadas a la hora de vehicular directamente los intereses
empresariales.31
Para definir la personalidad de las
instituciones sindicales y consolidar la puesta en marcha de las mismas, se
promulgó, en diciembre de 1940, la Ley de Bases de la Organización Sindical
(LBOS),32 que
dio carta de naturaleza a los sindicatos nacionales. Cada uno de ellos estaba
especializado en una rama de producción, de forma que todo trabajador o
empresario que desarrollaba su actividad dentro de ese sector era puesto
automáticamente bajo la jurisdicción del correspondiente sindicato
independientemente de su voluntad. Aunque la obligatoriedad del encuadramiento,
es decir, el principio de totalidad, se convirtió en un rasgo característico de
la organización sindical franquista, la estricta afiliación se mantuvo libre
debido a las presiones provenientes del corporativismo católico y el
tradicionalismo.33 Los
afiliados poseían, al revés que los encuadrados, un carné sindical que indicaba
su involucramiento activo dentro del aparato. Los datos de alistados demuestran
hasta qué punto el modelo de sindicatos implantado por la dictadura generaba la
apatía de los trabajadores: mientras que entre 1940 y 1945 la afiliación había
pasado de poco menos de 2.000,000 a cerca de 3.900,000 efectivos, a partir de
la segunda mitad de los cuarenta la cifra se estancó en los 4.000,000, y en los
años posteriores el ritmo anual de crecimiento no llegaba al 1%, presentando
además una clara tendencia a disminuir.34
La LBOS proclamaba también el
principio de unidad o verticalidad en un doble sentido. Por un lado, rechazaba
el pluralismo sindical y confirmaba lo que desde 1936 era una realidad en la
zona rebelde: la prohibición de cualquier otra organización sindical. Por
otro, obligaba a empresarios y trabajadores, agrupados ambos bajo la condición
de “productores”, a integrarse de forma vertical y “armónica” en los
respectivos sindicatos nacionales, “unidades naturales de convivencia” donde se
superaría definitivamente la lucha de clases.35 Este
principio fue, en realidad, más retórico que real, pues dentro de cada
sindicato se reconoció la presencia diferenciada de dos secciones: la
económica, donde estaban agrupados los empresarios, y la social, donde se
hallaban los trabajadores. La idea de verticalidad se vio sensible y
progresivamente anulada al irse definiendo con el tiempo una creciente
autonomía en el seno de las diversas unidades sindicales, nutridas únicamente
por personas pertenecientes a una de las dos categorías humanas de la
producción. Lo más importante en este sentido fue la constitución y actuación
de las uniones, asociaciones, agrupaciones, grupos y subgrupos de trabajadores
y empresarios que se formaron a nivel nacional, provincial, comarcal y local, los
cuales elevaban a la organización sindical sus aspiraciones mediante la
celebración periódica de consejos.36
Así pues, el pensamiento idealista
sobre la función armonizadora del sindicalismo se vería pronto matizado en este
sentido: ya que no iba a ser posible evitar los conflictos individuales entre
patronos y obreros, los órganos sindicales cuidarían de resolverlos por la vía
de la “conciliación”, evitando en lo posible los litigios judiciales. En una
etapa posterior, la organización sindical acabó renunciando a la doctrina
nacionalsindicalista y reconoció la contraposición de intereses entre las dos
categorías forzosamente integradas bajo su estructura. La Ley de Convenios
Colectivos Sindicales de 1958 preveía la negociación como herramienta de
diálogo entre las secciones sociales y económicas, que adquirieron una
creciente fisonomía de grupos sustantivos yuxtapuestos. Aún más tarde, en 1962,
y ante la realidad innegable de los hechos, se hubo de admitir legalmente la
figura del “conflicto colectivo” de trabajo y asignar a los órganos sindicales
la misión de mediar en ellos.37 Las
innovaciones de este periodo significaban una contravención de la pura doctrina
nacionalsindicalista, consagrando “la desintegración de la empresa y... de la
comunidad nacional en partes reconocidas como antagónicas, con
intereses contrapuestos, que por eso buscan el llegar a un acuerdo, al que
luego se le reconoce carácter no ya contractual sino rigurosamente normativo”.38
La Organización Sindical era una
entidad de derecho público, una institución del Estado jerárquicamente
dependiente del gobierno y del movimiento. Esta subordinación convirtió a los
miembros de la OSE en funcionarios que accedían al puesto por oposición o
nombramiento ministerial, lo que fomentó la tendencia del sindicalismo oficial
hacia la burocratización. Se estima que entre finales de la década de 1940 y
mediados de la de 1950 la OSE pudo alcanzar un mínimo de entre 10,000 y 15,000
empleados.39 En
1977, esa cifra se había elevado por encima de los 35,000.40 Quienes
permanecieron durante largo tiempo en puestos de responsabilidad lo hacían con
pleno conocimiento de la naturaleza sometida e ineficiente de los sindicatos,
que no tenían capacidad para realizar presión a través de la huelga, ya que
estaba prohibida. De hecho, el FT estableció que los “actos individuales o
colectivos que de algún modo turben la normalidad de la producción o atenten
contra ella, serán considerados delitos de lesa patria”, añadiéndose a
continuación que la “disminución dolosa del rendimiento en el trabajo habrá de
ser objeto de sanción adecuada”.41 Los
cargos de elite servían, como mucho, de apoyo a carreras políticas que podían
culminar con un puesto en las cortes o en el gobierno. La verticalista era una
burocracia politizada y profundamente comprometida con la causa de la
supervivencia y consolidación del régimen surgido de la guerra civil que era el
que en definitiva justificaba su propia existencia como institución. En suma,
nos encontramos ante un ejemplo de lo que se ha dado en llamar “sindicalismo de
sumisión”, caracterizado por “supeditar los intereses de los trabajadores a los
intereses del Estado, siendo precisamente la configuración del Estado la que
marca la del sindicato”.42
Otro principio rector del
sindicalismo franquista era el de jerarquía, que suponía una auténtica correa
de transmisión entre sindicatos nacionales, Organización Sindical y
Estado, efectuada a través de militantes del Movimiento Nacional.43 La
encarnación en una misma persona de los cargos de secretario general del
Movimiento y delegado nacional de Sindicatos, a partir de 1951, venía a dar
gráficamente cumplida cuenta de la cuestión. La realización práctica de este
principio significó la dependencia jerárquica de las entidades sindicales
provinciales, comarcales y locales respecto de las de ámbito superior; y todas
ellas de la Delegación Nacional de Sindicatos y de sus delegaciones inferiores
a igualdad de ámbito territorial. Como consecuencia del principio de jerarquía,
los sindicatos eran dirigidos por una línea política o “de mando”, la cual
controlaba a la llamada línea social-económica, constituida a su vez por las
“agrupaciones naturales de los factores de la producción”.44 Así,
en virtud de la estructura piramidal y autoritaria con que se dotó a todo el
campo de relaciones sindicales, los diversos componentes de la línea política
de la OSE y los órganos superiores de las entidades nacionales de agrupación
fueron en todo momento cargos de designación enteramente discrecional. Sin
embargo, en la línea social-económica el principio jerárquico fue cediendo
terreno progresivamente ante el principio representativo, al permitirse, con el
paso de los años, elecciones de segundo y tercer grado para cubrir ciertos
puestos de la base sindical.45
Los principios de unidad, totalidad y
jerarquía, propios de la teoría nacionalsindicalista que inspiró el nacimiento
de la OSE, fueron modificándose de forma paulatina al compás del proceso
de aggiornamento que caracterizó a todas las instituciones del Estado
franquista. La obsolescencia que los sindicatos oficiales mostrarían ante los
retos que el desarrollo económico planteó al mundo laboral a partir de la
década de 1960 obligó a una profunda revisión de los fundamentos teóricos sobre
los que descasaba el sistema. A este propósito de actualización sirvió la Ley
Sindical (LS) de 1971, que vino a instituir como nuevos principios de la OSE
los de generalidad, representatividad, asociación, participación, libertad de
actuación y autonomía institucional y funcional normativa.46 No
obstante, desde un punto de vista legal, los cambios introducidos por la LS “no
afectaron a la permanencia de las notas de unidad, obligatoriedad y
carácter jurídico-público de los sindicatos”,47 de
forma que estos últimos permanecieron “en su lugar”;48 es
decir, respaldando un régimen de autocracia sindical y muy lejos de potenciar
la representatividad a la que aspiraban.49
III. ESTRUCTURA
SINDICAL
El punto de arranque o elemento base de
toda la estructura sindical franquista era la empresa. A través de ella se
producía el fenómeno de la sindicación, como “acto de incorporación automática
que se deriva de la propia naturaleza de la Organización Sindical”.50 Dicha
incorporación se efectuaba en todas las empresas, ya fueran públicas, privadas
o mixtas, que tuvieran por objeto la realización de una obra, explotación,
industria, servicio, negocio o actividad económica de cualquier naturaleza. En
el interior de la empresa, los trabajadores y técnicos formaban la sección
sindical, compuesta por todos ellos y encabezada por dos tipos de dirigentes:
los enlaces sindicales y los vocales jurados.51 El
funcionamiento de las mismas se ajustaba a las disposiciones referentes a las
uniones, de que hablaremos en seguida, y a los reglamentos propios de éstas, en
cuanto podían serles aplicables. Para su acción en la empresa, los citados
enlaces y vocales podían elegir delegados, los cuales habían de ser, pues, ante
los propietarios y los gerentes de la empresa, los representantes más concretos
de quienes prestaban servicios en cada unidad productora.52
Los enlaces estaban previstos para toda
empresa que tuviera más de cinco trabajadores, y su número variaba
progresivamente según las dimensiones de la misma. Representaban a los
trabajadores y técnicos dentro de ésta y los ligaban a los grupos sindicales
superiores en su calidad de electores para los dirigentes de dichos otros
grupos. Los vocales jurados, por su parte, eran enlaces cualificados en
empresas de cierta magnitud: aquellas que contaban con más de
cincuenta empleados fijos.53 Para
su designación se tomaba como base el resultado de las elecciones de enlaces.
Constituían, junto con el empresario o la persona que él designaba, el jurado
de empresa, que principalmente estaba llamado a ser el instrumento para la
participación del personal en la gestión de la compañía.54 La
sindicación de las secciones alcanzaba, junto a los componentes de las
empresas, a estas otras clases de personas: trabajadores autónomos, socios de
cooperativas y de grupos de colonización, y cualesquiera otros productores que
legalmente fueran equiparados a ellos. Esta equiparación no afectaba, sin
embargo, a los que prestaban servicios en la administración del Estado como
funcionarios.55
Con base en los diversos factores
humanos citados hasta el momento (trabajadores, técnicos, empresarios,
etcétera) se constituían las principales formas de agrupación simple, que eran
las uniones sindicales.56 Las
uniones se descomponían a su vez en agrupaciones, con fundamento en la
existencia de actividades diferenciadas dentro de cada rama de producción.57 Dentro
de ellas, por otra parte, los sindicados podían constituir asociaciones basadas
en una especialidad económica o profesional. Las uniones se constituían dentro
de cada una de las ramas de la producción legalmente establecidas, y eran de
dos tipos: de trabajadores y técnicos por una parte (las antiguas secciones
sociales), y de empresarios por otra (sustitutas de las secciones económicas).
Existían, como mínimo, a escala nacional, normalmente también a nivel
provincial y en algunos casos incluso en ámbitos locales o comarcales. Tenían
reconocida personalidad jurídica para el cumplimiento de sus fines de defensa y
promoción de intereses sectoriales, y en consecuencia la capacidad de
administrar recursos propios. Cada Unión se regía por tres órganos colegiados:
la junta general, la comisión permanente y el comité ejecutivo. La
primera elegía entre sus miembros al presidente de la unión. Aunque las
facultades concretas y el funcionamiento de estos órganos venían determinados
al detalle, en cada caso, por el estatuto del correspondiente sindicato
nacional y por los reglamentos que las propias uniones podían darse, la Ley
Sindical les reconocía, principalmente, las siguientes funciones de carácter
general: formar y actualizar los censos de empresas y de trabajadores, iniciar
y negociar en su ámbito los convenios colectivos, plantear de modo preceptivo
ante el respectivo sindicato nacional las situaciones de conflicto laboral colectivo
que se produjeran en dicho ámbito, y coordinar las actividades de las
agrupaciones y asociaciones en su seno.58
Las agrupaciones se constituían con
arreglo al esquema orgánico que establecían los estatutos de cada sindicato
nacional. Para adquirir personalidad jurídica independiente y establecer cuotas
específicas se requería el consentimiento mayoritario de quienes las
integraban. Cada una contaba con una junta general, una junta directiva y un
presidente, elegido por la primera entre sus miembros, que tenían atribuciones
análogas a las vistas en los órganos de las uniones.59 Por
otro lado, un determinado número de sindicados, fijado también por el estatuto
del sindicato nacional, podía solicitar la creación de asociaciones de
especialidad profesional dentro de la correspondiente unión. La junta
fundacional de la asociación redactaba los respectivos estatutos, que habían de
ser aprobados por la organización sindical. Una vez inscrita la asociación en
el Registro de Entidades Sindicales, no se podía inscribir otra “dentro de la
misma actividad económica o especialidad profesional y en un mismo ámbito
territorial”, aunque podían existir, dentro de cada sindicato nacional, tantas
asociaciones como actividades específicas con intereses peculiares existieran
en el mismo.60 La
inscripción significaba para las asociaciones adquirir personalidad jurídica y
la condición legal de entidades “de interés público” excluidas de la Ley de
Asociaciones. Es interesante notar que las asociaciones creadas dentro de cada
sindicato nacional podían “defender conjuntamente sus intereses en el marco de
la Unión correspondiente”. Cada asociación había de tener estos órganos:
asamblea general, junta directiva y presidente de la misma. Este último debía
ser elegido por la segunda, que a su vez lo era por la primera. Su mandato
duraba lo mismo que el de todos los cargos sindicales electivos: cuatro años.61
Junto a los órganos aludidos existían
otros destinados a coordinar la acción sindical de todas esas entidades
asociativas a nivel provincial y nacional. Se trataba de los respectivos
consejos de empresarios, y de trabajadores y técnicos, concebidos dentro
del proyecto de “remozamiento” de la OSE que se puso en marcha durante los años
sesenta.62 Podían
elegir a sus presidentes y vicepresidentes, y funcionaban en pleno y en
comisión permanente. Entre sus atribuciones, detalladas en el Decreto sobre
Régimen de las Organizaciones Profesionales Sindicales (DOPS) de 1972,63 son
especialmente llamativas estas: orientar la acción de las diversas uniones,
colaborar con la administración en el estudio de los problemas de interés común
y comparecer ante los órganos públicos para la defensa de los intereses
profesionales a su cargo.64 Apenas
hace falta subrayar la importancia de estos rasgos, que ponen de relieve la ya
mencionada tendencia a la progresiva separación funcional de las entidades
sindicales diferenciadas por clases sociales. Otra interesante muestra de lo
mismo es esta: la posibilidad legal de que los consejos, uniones, agrupaciones
o asociaciones nacionales se vincularan a los organismos internacionales de su
rama.65
Dentro del complejo sindical podían
constituirse, además, colegios profesionales sindicales, que agruparan a los
profesionales titulados que se encontrasen sindicalmente encuadrados. Sus
finalidades eran semejantes a las que tenían los colegios profesionales
clásicos, que siguieron actuando de forma paralela. Su creación se había de
hacer por decreto acordado en consejo de ministros. Es relevante añadir a este
respecto la posibilidad que se ofrecía a los colegios profesionales ya
existentes al margen de la OSE de integrarse en ésta sin perjuicio de que
conservaran sus atribuciones los órganos estatales (los ministerios)
competentes para intervenir en su ordenación.66 Sin
embargo, una mayoría de los mismos no eligió esta vía, sino que optaron por
mantenerse autónomos dentro de la lógica corporativista que los había
alumbrado. El empeño por absorberlos en el sistema sindical no tuvo éxito,
mucho menos después de que la Ley Constitutiva de las Cortes (LC) de 1942
viniera a conceder una representación específica a los colegios,67 hecho
que vino a consagrar implícitamente su independencia.
1. Los
sindicatos nacionales
El estudio del siguiente peldaño
organizativo dentro de la OSE nos pone en contacto con el concepto de sindicato
nacional. Aunque la Ley Sindical decía que eran “corporaciones de derecho
público”, en las que se integraban “las respectivas Uniones de empresarios y
trabajadores y técnicos”,68 en
la realidad constituían más bien complejos de asociaciones yuxtapuestas,
formados con vistas a finalidades preeminentes de composición o conciliación de
intereses dispares. La propia LS, que utilizaba el nombre de “organizaciones
profesionales” para referirse a los elementos que hemos enumerado hasta el
momento, hablaba ahora de entidades “de composición y coordinación”; y es de
notar que en su articulado se decía que los sindicatos nacionales se concebían
como instancias que asumían “funciones de armonización de los intereses de las
distintas organizaciones profesionales”, a la vez que representaban “los de
carácter común”.69 Si
se hace abstracción de la confusión, reiterada en su texto, que la LS mostraba
entre asociaciones o agrupaciones y órganos de gobierno de las mismas, se
advierte que los sindicatos nacionales parecían tener también, junto a su
carácter aparente de meras coaliciones, el de auténticos grupos definidos por
una idea de acción. Así sucedía siempre, pues el sindicato nacional propugnaba
medidas de gobierno favorables a su sector correspondiente de producción,
enfrentándose incluso a los intereses defendidos por otros sindicatos
nacionales. Precisamente por tener atribuida esta cualidad era por lo que se
juzgaban cauce para la participación de empresarios, técnicos y trabajadores en
la acción legislativa y administrativa del Estado, como veremos a continuación.70
Los sindicatos nacionales eran creados
por decreto del Gobierno sobre propuesta del congreso sindical elevada por su
presidente, el ministro de Relaciones Sindicales (hasta 1971, por el delegado
nacional de sindicatos). Sus estatutos y reglamentos eran elaborados por las
juntas generales respectivas y aprobados por el Ministerio de Relaciones
Sindicales, previo informe del Comité Ejecutivo. La mayoría de los sindicatos
fueron reconocidos como corporaciones de derecho público entre 1940
y 1942: Olivo; Industrias Químicas; Metal; Textil y Confección; Frutos y
Productos Hortícolas; Vid, Cervezas y Bebidas; Piel; Papel y Artes Gráficas;
Pesca; Seguro; Espectáculo; Construcción y Obras Públicas; Vidrio y Cerámica;
Hostelería y Actividades Turísticas; Madera y Corcho; Ganadería, y Transportes
y Comunicaciones. En 1945 se creó el del Combustible, y durante la década de
1950 los de Banca, Bolsa y Ahorro; Agua, Gas y Electricidad; Actividades
Diversas; Cereales; Azúcar, y Alimentación y Productos Coloniales.
Posteriormente se formaron los de Marina Mercante (1962); Prensa, Radio,
Televisión y Publicidad (1964), Actividades Sanitarias (1964), y Enseñanza
(1966).71
Cada sindicato nacional estaba regido
por un presidente y una junta general. Ésta se componía, “en forma paritaria”,72 de
vocales elegidos por las Juntas propias de las correspondientes uniones de
empresarios y de trabajadores y técnicos. Podía funcionar en pleno, en comisión
permanente y en comité ejecutivo. El presidente del sindicato nacional era
nombrado discrecionalmente por el delegado nacional de sindicatos y, desde
1971, por el ministro de Relaciones Sindicales en estas condiciones:
confirmando a la persona que le fuera propuesta por la junta del sindicato
nacional tras haber sido elegida por ella, con mayoría de tres cuartos de los
componentes, en primera, segunda o tercera votación; o eligiendo a una de las
cinco personas que, en otro caso, le propusiera el Comité Ejecutivo del
Sindicato Nacional. El cargo duraba los cuatro años del mandato sindical
general, pero su titular podía cesar antes por destitución libremente decidida
por el ministro previo informe del comité ejecutivo del sindicato interesado y
oído el comité ejecutivo sindical.73
Todo lo indicado se refiere a los
sindicatos tal como se manifestaban a escala nacional. Éstos resultaban, a su
vez, de la aglutinación de sindicatos a escala territorial, que, por lo menos,
eran en todo caso de extensión provincial. Según el Reglamento General de
Sindicatos (RGS) de 1973,74 su
creación tenía lugar mediante orden del Ministerio de Relaciones Sindicales a
propuesta de las organizaciones profesionales correspondientes. La organización
de los sindicatos provinciales era semejante a la de los nacionales. Así, los
delegados provinciales de la organización sindical y los consejos
sindicales provinciales intervenían respecto a ellos con funciones análogas a
las que tenían el ministro de Relaciones Sindicales y el Comité Ejecutivo
Sindical a escala nacional.75 Los
órganos de los sindicatos tenían atribuidas, junto a bastantes otras, estas
relevantes funciones: intervenir en la fijación de las bases mínimas para la
ordenación del trabajo; participar en la negociación de los convenios
colectivos; ejercer la conciliación antejudicial en los conflictos individuales
de trabajo; actuar en los conflictos colectivos incluidos los paros producidos
como consecuencia de los mismos, practicando las formas oportunas de mediación,
conciliación o arbitraje, y participar activamente en otras instituciones y
organismos de la Administración.76
Junto a los sindicatos nacionales
propiamente dichos, que abarcaban todas las actividades de cada uno de los
diversos ciclos económicos, existían otras entidades asociativas semejantes que
se entrecruzaban con ellos para encuadrar específicamente y atender a los
peculiares intereses sectoriales de todas aquellas personas que participaban en
un mismo estadio o tipo de actividad económica considerado en todos sus
aspectos. Eran típicamente las que integraban, respectivamente, a los factores
humanos de la producción y los servicios en la agricultura, la ganadería y el
comercio. En el primero de estos campos existían las hermandades sindicales de
lbradores y ganaderos,77 que
eran entidades mixtas de ámbito local, federadas a escala provincial a través
de las cámaras oficiales sindicales agrarias (COSA) y a nivel nacional en la
Hermandad Sindical Nacional de Labradores y Ganaderos.78 En
cuanto a las actividades mercantiles, se trataba de las federaciones sindicales
de comercio, constituidas a nivel provincial, e integradas en una federación
nacional.79 Añadamos,
respecto a todas esas entidades transversales, que las condiciones para su
creación y sus características estructurales y orgánicas eran semejantes a las
de los sindicatos. También importa señalar que la vinculación a las mismas
concurría con la pertenencia a los correspondientes sindicatos; así, por
ejemplo, los miembros de las hermandades de labradores y ganaderos se
incorporaban a nivel provincial a los diversos Sindicatos nacionales del sector
campo (el de Cereales, el de la Vid, el del Olivo, etcétera) a través de
las diferentes agrupaciones constituidas dentro de las uniones de trabajadores
y empresarios de dichas hermandades.80
2. El
complejo sindical
La suma de todas las instancias
señaladas formaba lo que se denominaba organización sindical. Este complejo
era, ante todo, y con más razón que los sindicatos nacionales, una pura
congregación artificial de asociaciones heterogéneas. Pero no se le puede negar
un carácter de auténtico supergrupo, en la medida en que albergaba una unidad
de ideas y aspiraciones. Así como las uniones eran coordinadas por los órganos
de los sindicatos nacionales, el complejo de todos éstos se encontraba regido,
a escala nacional y territorial, por los órganos de la OSE. Estos órganos eran
unipersonales y colegiados, con la particularidad de que los segundos estaban
compuestos por la suma de los primeros y cierto número de vocales electivos o
semielectivos, amén del secretariado técnico correspondiente. En la esfera
nacional, dichos órganos eran el ministro de Relaciones Sindicales, el Comité
Ejecutivo Sindical y el Congreso Sindical. En el ámbito provincial, los
delegados y los consejos sindicales provinciales. En las áreas más pobladas
también existían delegaciones y consejos sindicales comarcales o locales.81
El ministro de Relaciones Sindicales,
nombre que, como dijimos, recibió el delegado nacional de Sindicatos a partir
de 1971, estaba sujeto al mismo régimen de nombramiento y cesación que
cualquier otro ministro. Le correspondía representar personalmente a todo el
complejo sindical, articular la comunicación entre éste y el gobierno, elevar
los proyectos de disposiciones reglamentarias que hubieran de ser aprobadas por
decreto y adoptar las que dependían plenamente de su decisión. Nombraba y
removía a los delegados provinciales con informe preceptivo del Comité
Ejecutivo. Tenía, además, el importante poder de suspender los acuerdos
adoptados por los órganos directivos de las diversas conjunciones sindicales,
así como anular y aun disolver las propias entidades, por diversos motivos de
ilegalidad y principalmente cuando esas entidades realizaran actividades
contrarias a los principios del movimiento nacional o estuvieran “en pugna con
el cumplimiento de los fines de la comunidad nacional”.82 Igual
facultad tenían los delegados provinciales de la OSE en su ámbito territorial.
No obstante, se requería audiencia previa del comité ejecutivo o del
consejo sindical provincial, y se dejaba a salvo la posible revocación de la
medida por la jurisdicción competente. Hay que señalar, por último, la facultad
que el ministro y los delegados territoriales tenían de ordenar inspecciones en
la sede social de las uniones, agrupaciones y asociaciones, las cuales debían
ser realizadas preferentemente por funcionarios de carrera pertenecientes a los
cuerpos de la organización Sindical.83
Bajo la presidencia del ministro, el
comité ejecutivo reunía a otros veintiún miembros, de los cuales quince eran
elegidos por cooptación. Entre éstos figuraban los presidentes de los consejos
Nacionales de empresarios y de trabajadores y técnicos, así como tres
presidentes de sindicatos naciones y cuatro de uniones. Le competía, entre
otras cosas, coordinar la acción de los consejos nacionales de trabajadores y
técnicos y de empresarios, ejecutar los acuerdos del congreso o su comisión
permanente y conocer de los conflictos entre los factores de la producción para
sugerir posibles soluciones.84 Por
su parte, el congreso sindical era el órgano colegiado máximo de todo el
complejo. Lo presidía igualmente el ministro de Relaciones Sindicales, tenía
como vicepresidentes natos al presidente del Consejo Nacional de Trabajadores y
Técnicos, y al del Consejo Nacional de Empresarios, y había de estar compuesto
en sus dos terceras partes, como mínimo, por representantes de esos consejos.
Entre sus atribuciones podemos citar aquí las siguientes: definir el criterio
del sindicalismo oficial en las cuestiones de interés general; establecer las
directrices generales en materia electoral, y fijar las bases con arreglo a las
cuales se tenían que designar en cada Legislatura a los procuradores sindicales
en Cortes. El Congreso Sindical funcionaba en pleno y en comisión permanente.
El primero se había de reunir al menos cada dos años.85
Para terminar, hemos de aludir, con
referencia a todos estos órganos del complejo sindical, a diversas funciones de
promoción y provisión que les estaban encomendadas y que les daban carácter de
un especial departamento administrativo. Eran principalmente las siguientes:
crear y sostener servicios y organismos de crédito, formación profesional,
deporte y recreo, etcétera; establecer oficinas de colocación; fomentar la
participación de los técnicos y trabajadores en los beneficios y en la gestión
de las empresas, básicamente las públicas; constituir y convocar consejos
económico-sociales para estudiar los problemas económicos en diversos
ámbitos territoriales y promover soluciones a la administración; y, con
vistas a todo ello, formar cuadros de dirigentes y técnicos, realizar
estadísticas y sostener medios propios de información y comunicación.86
A la OSE se le atribuía también una
acción asistencial, que articulaba a través de las obras sindicales: artesanía
(promoción de la enseñanza de oficios artesanos, comercialización de productos
y fomento de cooperativas), colonización (estimulación en la tarea de mejora de
la agricultura española y la reforma social y económica de la tierra),
cooperación (velaba por el fomento de las cooperativas), educación y descanso
(ayudaba a la accesibilidad a los empleados de los beneficios de la cultura
física, artística, intelectual y deportiva a través de, entre otros medios, la
constitución de “grupos de empresa”, “residencias” y “hogares del productor”),
formación profesional (vinculada al aprendizaje de oficios por parte de los
hijos de los sindicados), hogar (construcción de viviendas a bajo precio) y
previsión social (en colaboración con el Instituto Nacional de Previsión, ayudaba
al eficaz funcionamiento del sistema de seguridad social, sobre todo en el
sector agrario).87 A
través de los programas de las obras sindicales, el Estado franquista disponía
de un cauce para ejercer el paternalismo con los grupos sociales menos
favorecidos y un medio efectivo para difundir la ideología y organizar el
tiempo de ocio.88
Como todo esto requería una sólida base
económica, los citados órganos administrativo-sindicales eran expresión de una
especial persona jurídica pública, denominada también organización sindical,
que no se confundía con las demás personificaciones de las entidades
asociativas sindicales concretas. El patrimonio de la OSE, entendida en ese
sentido, estaba sujeto a un régimen jurídico independiente, y en su gestión
habían de participar los factores humanos de la producción por medio de sus
representantes. Se nutría de bienes muebles e inmuebles y de las aportaciones
de los sindicados, que se denominaban “cuotas sindicales”. El poder económico
de la Organización Sindical se apoyó, además, en la incautación de los bienes
de los sindicatos de clase afectos al Frente Popular a través de la Comisión
Interministerial Calificadora de Bienes Sindicales Marxistas.89 En
1972, el patrimonio inmueble fue estimado por encima de los 8,000 millones de
pesetas, a lo que habría que unir el valor de los numerosos medios de
comunicación a su servicio. En referencia a estos últimos, hay que resaltar su
elevado número e implantación territorial, lo que pone de manifiesto el amplio
aparato de propaganda con que contaba la OSE: en la anterior fecha, el número
de periódicos y emisoras de radio sindicales se elevaba a 27. Además de ello,
pero sin duda incrementado el poderío económico del sindicalismo oficial, la
“cuota sindical” llegó a reportar más del 50% del total de ingresos de la
organización.90 En
torno al 15% de esta cuota se detraía del sueldo de los trabajadores, mientras
que la cantidad restante era pagada por el empresario.91
IV. PRESENCIA
SINDICAL EN LAS INSTITUCIONES POLÍTICAS
La estructura sindical impuesta por el
régimen franquista no sólo tuvo efectos sobre el cuerpo social y económico a
través de la reorganización de las relaciones laborales, sino que también
contribuyó decisivamente a la puesta en marcha de un nuevo modelo de
representación política. Los sindicatos oficiales se integraron en el engranaje
político del “Nuevo Estado”, erigiéndose en herramienta fundamental para la
articulación de la denominada “democracia orgánica”. Desde el principio, la OSE
se hizo presente en un sinnúmero de instituciones públicas, de base local,
provincial y nacional. A través del llamado “tercio sindical”, los
representantes de los sindicatos fueron ocupando puestos en los consejos
locales, provinciales y Nacional del Movimiento, en los ayuntamientos, en las
diputaciones provinciales y en las Cortes Españolas, así como en otros ámbitos
de la administración como las comisiones del Plan de Desarrollo, los órganos de
gestión de la seguridad social o los altos organismos consultivos del Estado,
como el Consejo del Reino, el Consejo de Estado o el Consejo de Economía
Nacional. En 1973, por ejemplo, había aproximadamente 17,600 concejales de
procedencia sindical, 12,900 representantes en los consejos locales del
movimiento, algo más de 500 en los consejos provinciales y 140 en las
diputaciones provinciales.92
La importancia cuantitativa de la
presencia sindical en todas las áreas de la vida política del país da cuenta
del peso de la OSE y de su poder a la hora de influir en los distintos
foros de decisión del régimen. Ahora bien, el hecho de que la Organización
Sindical estuviera representada en una institución no significaba,
necesariamente, que asumiera poderes políticos efectivos. Así, estaba
representada en el Consejo de Administración del Banco de España; pero ello no
le proporcionaba influencia alguna sobre la política monetaria y financiera.93 En
otros casos, participaba en instituciones que carecían de poderes ejecutivos.
Es lo que ocurría con el Consejo de Economía Nacional, destinado originalmente
a actuar como think tank de la política económica del régimen, pero
que en la práctica nunca logró ejercer una influencia relevante.94
Era en el seno de las Cortes donde la
capacidad de influencia de la representación sindical rindió sus mayores
frutos, por cuanto la Cámara ostentaba la condición de “órgano superior de
participación del pueblo español en las tareas del Estado”.95 El
grupo sindical de las Cortes fue un importante instrumento a través del cual la
OSE se procuró voz dentro de la cúspide institucional de la dictadura,
defendiendo los intereses del verticalismo frente a cualesquiera posibilidades
de retornar a la libertad sindical preexistente a la dictadura y
constituyéndose en baluarte de las aspiraciones del sector falangista o “azul”
dentro del entramado de “familias” políticas del régimen.96 Para
la consecución de estos fines, el grupo sindical de las Cortes adquirió una
notable organización, rompiendo en buena medida con la dinámica de trabajo
individualista habitual en el cuerpo legislativo, alimentada por la
inexistencia de partidos políticos que agruparan la actividad de los
parlamentarios. Esta coherencia interna se manifestó en la creación de una
secretaría permanente, a través de la cual se coordinaban los esfuerzos
relativos a la redacción y presentación de enmiendas y a la formulación de
ruegos, preguntas e interpelaciones. Por esta actividad en la Cámara, se llegó
a afirmar sobre algunos procuradores sindicales que desempeñaron un papel
comparable al de los whips ingleses, al menos en lo que respecta a la
animación de las reuniones de las comisiones legislativas.97
La Ley Constitutiva de las Cortes de
1942 cifró la participación sindical en un tercio del total de los
procuradores. Con la nueva redacción de la LC, que en 1967 impuso la Ley
Orgánica del Estado, se limitó su número a un máximo de 150 asientos.98 La
provisión de todos ellos estaba sujeta a una notable arbitrariedad, controlada
en todo momento por la línea política o “de mando” para que de ninguna manera
pudiera llegar a las Cortes ningún candidato desafecto. Eran procuradores natos
los presidentes de los sindicatos nacionales, el de la Federación Sindical
Nacional de Comercio, el de la Hermandad Sindical Nacional de Labradores y
Ganaderos, los presidentes y secretarios de los consejos nacionales de
empresarios y de trabajadores y técnicos, los secretarios generales y adjunto y
los vicesecretarios de Organización Administrativa y Obras Sindicales. Además,
cada sindicato nacional designaba, en elecciones celebradas por las respectivas
juntas de las uniones nacionales, a tres procuradores, que debían representar
respectivamente a los trabajadores, a los técnicos y a los empresarios. Sin
embargo, para ser candidato se precisaba ser o haber sido procurador sindical;
haber sido propuesto por quince presidentes de sindicatos provinciales o serlo
por cincuenta vocales pertenecientes a las juntas nacionales del sindicato
correspondiente.99
La Hermandad de Labradores y Ganaderos
elegía doce procuradores conforme a los criterios antes expuestos, a razón de
cuatro por cada una de estas tres categorías profesionales: cultivadores
directos, arrendatarios o aparceros y trabajadores asalariados. Por cooptación
entre sus respectivos órganos directivos, la Federación Sindical de Comercio
elegía dos procuradores, al igual que los seis tipos de cooperativas
sindicales: campo, crédito, mar, consumo, industriales y viviendas. Por último,
se elegía un procurador por cada uno de estos ámbitos económicos: cofradías
sindicales de pescadores; gremios artesanales; asociaciones de pequeñas y
medianas empresas, y Federación de Asociaciones de la Prensa. El número de los
procuradores restantes venía determinado por la diferencia entre la cantidad de
los que resultaban investidos como natos y electivos, y la cifra legal máxima
de 150. Los candidatos eran propuestos por el Comité Ejecutivo Sindical,
para que la Comisión Permanente del Congreso Sindical eligiera entre personas
que ejercieran funciones sindicales ejecutivas o de asesoramiento en organismos
sindicales centrales o en provincias de categoría especial.100 La
concurrencia de candidatos, en estas circunstancias, era en general limitada.
Baste como ejemplo el hecho de que para las elecciones del 9 de octubre de 1971
sólo se prestaron 179 candidatos para cubrir los 101 puestos vacantes. En el
caso de los obreros, para 28 escaños hubo 36 candidatos, lo que demuestra hasta
qué punto se cuidaba la OSE de que los nombres de las listas estuvieran libres
de toda sospecha de “subversión”.101
En las frecuentes batallas políticas
entre el sector “azul” y “opusdeísta” del tardofranquismo, el tercio sindical
de las Cortes fue un instrumento empleado por los dirigentes del primero para
lograr sus objetivos. En 1969, por ejemplo, con motivo de la toma de juramento
del príncipe Juan Carlos como sucesor de Franco en la jefatura del Estado, 53
procuradores sindicales elevaron un escrito al presidente de las Cortes
solicitándole una votación secreta, en vez de la nominal pública prevista. La
maniobra tenía que ver con el poco apoyo que el futuro rey concitaba entre la
mayoría de los cuadros del régimen, especialmente entre los falangistas.
Conscientes de que la férrea obediencia a Franco les impediría expresarse de
manera pública en contra de una decisión del dictador, impulsaron la votación
secreta en la confianza de que el número de no es se pudiera acrecentar. A
pesar de sus esfuerzos, el procedimiento se varió y el resultado fue
ampliamente favorable al candidato a sucesor.102
Más allá de esta labor obstruccionista,
el trabajo de los procuradores sindicales se centró en la formulación de ruegos
y preguntas, la mayoría de los cuales tenían un carácter puramente corporativo,
en el sentido de que cada representante elevaba cuestiones para informarse o
reclamar sobre el sector específico de su representación.103 Llama
la atención, en este sentido, que las preguntas sobre conflictos colectivos y
temas sociolaborales sufrieran un evidente abandono por parte de los
procuradores sindicales. No hubo la menor inquietud por ni tan siquiera
discutir sobre temas tales como la estructura cerradamente oficialista de la OSE,
su funcionalidad en el complejo social e institucional del país, sus
fondos, la necesidad de autentificar sus niveles de representación, su
dependencia respecto del Estado, los derechos y libertades en el ámbito
sindical o la actitud de la línea jerárquica de los sindicatos ante problemas y
conflictos concretos. Otros aspectos presentes en la realidad sociolaboral de
aquella España, como el de las horas extraordinarias, el pluriempleo,
determinados extremos de la contratación laboral, el marco procedimental de los
convenios colectivos, la representación de los trabajadores en su diálogo con
la parte empresarial, el régimen de cooperativas, la participación en los
beneficios o la información de los obreros sobre la marcha económica de las
empresas, tampoco suscitaron mayor atención de los procuradores sindicales.104
Si las Cortes fueron la principal
plasmación de la “democracia orgánica” a nivel nacional, la puesta en marcha de
las elecciones municipales en 1948, conforme a la Ley de Bases de Régimen Local
de 1945, lo fue en la administración local. En su virtud, la OSE disponía
también en los ayuntamientos de un “tercio sindical”, que era elegido por
compromisarios nombrados por las uniones de trabajadores y técnicos y de
empresarios de los sindicatos. El carácter de esta votación era altamente
restringido, dado que sólo existían diez compromisarios por cada puesto de
concejal a elegir y el proceso electoral estaba plagado de obstáculos
destinados a evitar que personalidades que no comulgaran con la identidad
política del régimen entraran en los consistorios. La elaboración de los censos
de votantes era abordada con una voluntad deliberadamente discriminatoria,
excluyendo de facto a los desafectos. A la hora del recuento de votos, el
fraude se convertía en una práctica habitual, siendo designados con antelación
a las votaciones las personas que habían de resultar elegidas. No obstante, las
elecciones municipales por el tercio sindical eran acogidas con cierta
inquietud por la jerarquía de la OSE, que temía la victoria de candidaturas de
filiación católica, carlista o, genéricamente, derechista, pero alejada de la
ortodoxia nacionalsindicalista. Por ese motivo, desde la secretaría general del
movimiento se ejercía sobre la Organización Sindical una presión para que ésta
colaborara con el esfuerzo de asegurar el control falangista sobre las
elecciones: desde el partido se imponían candidatos, de forma que la labor de
los organismos sindicales quedaba reducida a asegurar el triunfo de la
candidatura que previamente les había sido señalada por el mando político.105 Algunos
representantes de las uniones de técnicos y trabajadores se quejaban
también de que las personas promocionadas para ocupar los cargos de concejal
por el tercio sindical procedían mayoritariamente de las uniones de
empresarios, mientras que a los representantes de “lo social” se les reservaba
una presencia minoritaria.106
Estos datos revelan la profunda crisis
de representatividad que padeció el sindicalismo oficial, la cual fue
agudizándose conforme la dinámica económica comenzó a hacer más visible la
carencia de funcionalidad de esta estructura. Sin duda, aquella situación
expresaba la conveniencia de repensar todo el proceso a través del cual estaban
llegando los representantes del mundo sindical a las instituciones políticas.107 En
esta línea, pretendía actuar el proyecto de reforma impulsado durante la década
de 1960 por el ministro secretario general del movimiento y delegado nacional
de Sindicatos, José Solís, el cual tenía por objeto ampliar la vía
representativa de la Organización Sindical, potenciando las elecciones
sindicales, y demandar tanto una mayor autonomía de la misma frente al Estado
como capacidad para intervenir en la fijación de la política económica.108 Para
desarrollar la faceta representativa, el propio Solís negoció con el líder
sindical comunista, Marcelino Camacho, una más activa participación de los
trabajadores en las elecciones sindicales. El problema era que mientras Solís
trataba de llevar a cabo una política de integración que legitimara a la OSE,
Camacho sólo pretendía la ruptura con el sistema una vez ocupados los cargos
representativos del vertical.109
En paralelo, Solís mantuvo un pulso con
los tecnócratas en torno a la política económica. Así, en la negociación colectiva,
los sindicalistas oficiales rebasaban a menudo los límites salariales fijados
por el equipo económico del gobierno.110 Esta
situación provocó agrios debates en el seno de la clase política franquista,
como se puso de manifiesto con el proyecto de reforma sindical aprobado en el
IV Congreso Sindical, celebrado en Tarragona en mayo de 1968.111 Las
críticas no se hicieron esperar desde el sector tecnócrata del gobierno. El
primero en manifestarlas sería Laureano López Rodó, el cual argumentaba que, de
prosperar el plan de Solís, “solo podría gobernar en España quien tuviera en
sus manos la Organización Sindical: es el único grupo, en las Cortes, en el
Consejo Nacional y en el Consejo del Reino, que obedece a una disciplina
política”. Carrero Blanco fue aún más contundente: “la Organización Sindical, o
más exactamente, los altos cargos de la misma... pretenden de hecho el asalto
al poder”. Franco, que según confesó a este último “venía patinando con los
Sindicatos desde 1937”,112 cesó
a Solís aprovechando el “escándalo Matesa” y puso al frente de la OSE a Enrique
García-Ramal, un burócrata secundario del vertical sin poder específico dentro
del régimen.113 A
partir de entonces se iniciaría la decadencia irreversible de los sindicatos
franquistas.
La Organización Sindical no desempeñó
un papel protagonista ni en la definición ni en la implementación de la
política económica franquista. Las ambiciones nacionalsindicalistas en tal
sentido se vieron frustradas por la decisión del régimen de canalizar su
política económica a través de organismos gubernamentales, dejando a los
sindicatos una función complementaria. A pesar de ello, los sindicatos actuaron
como instrumentos colaboradores y ejecutores materiales de decisiones
alumbradas en el seno del gobierno y los organismos de la administración a él
asociados. Una de las funciones económicas que, de manera más reiterada, le fue
encomendada a la Organización Sindical fue la de distribuir entre los empresarios
las materias primas e inputs que estuvieron sometidos a
intervención estatal durante la etapa de autarquía. Así, los sindicatos
distribuían productos tan variados como cueros a los fabricantes de calzado,
cebada a los industriales cerveceros, azúcar para las destilerías licoreras, gasolina
para los transportistas, hierro y cemento para la construcción o papel para las
imprentas. Otras facetas destacadas de la participación sindical en la
maquinaria intervencionista del régimen fueron las relacionadas con la
ejecución de labores relacionadas con la recogida de productos intervenidos,
que los empresarios debían vender obligatoriamente a organismos públicos,
la regulación de importaciones y exportaciones de ciertos artículos, y la
participación en el proceso de establecimiento de expedientes para la
autorización o denegación en la apertura y ampliación de instalaciones
industriales.114 La
OSE llevó a cabo estos trabajos no sin roces con los distintos organismos
gubernamentales de intervención económica, especialmente los ministerios de
Industria, Comercio, Agricultura y Hacienda, y, desde los años sesenta, la
Comisaría del Plan de Desarrollo, debido precisamente a que los dirigentes
sindicales sentían que aquéllos no los aceptaban como colaboradores, sino como
apéndices subsidiarios del aparato de actuación económica.115
En el terreno específicamente laboral,
el franquismo tuvo como objetivo prioritario suprimir la lucha de clases, es
decir, poner fin a la conflictividad derivada de las relaciones entre
trabajadores y empresarios. Los ideólogos del régimen, bebiendo de la teoría
corporativista y nacionalsindicalista, estaban convencidos de que no bastaba
con ilegalizar los sindicatos obreros horizontales, sino también su “hábitat”:
las instituciones y procesos de negociación y concertación colectivas.116 Es
por ello que, hasta los años cincuenta se atribuyó al Estado la fijación de las
condiciones de trabajo por medio de reglamentos u ordenanzas, entendiendo las
mismas como las mínimas, ya que podían mejorarse en las empresas, aunque
también las debía aprobar la administración, o por acuerdos individuales.
Efectivamente, la normativa laboral consagrada en 1942 decía que era
“competencia exclusiva del Ministerio de Trabajo la aprobación, aplicación e
inspección de las leyes de trabajo”, y a continuación afirmaba que sería
“función privativa del Estado” toda regulación sistemática de las condiciones
mínimas a que habían de ajustarse las relaciones laborales.117 Con
ello se establecía un modelo “unitario”, en el que el Estado gozaba de una
posición monopolista en todo lo relativo a la fijación de dichas condiciones.118
La legislación sindical promulgada
durante los años posteriores no hizo sino confirmar a los sindicatos como meros
colaboradores del Ministerio de Trabajo, con potestad para elaborar
propuestas e informes para la reglamentación laboral, pero sin capacidad
normativa de ningún tipo. Esta infravaloración sindical provocó que las
relaciones de la OSE con el Ministerio de Trabajo no siempre fueran fáciles.
Que el responsable de este Departamento fuera, entre 1941 y 1957, un falangista
como José Antonio Girón de Velasco, podría hacer pensar equivocadamente en una
política prosindical. Sin embargo, Girón se mostró en la práctica muy poco
proclive a otorgar un papel relevante a la Organización Sindical y, además, sus
relaciones con los sucesivos delegados nacionales de sindicatos fueron
tirantes: a Gerardo Salvador Merino119 le
veía como un rival potencial en la carrera por convertirse en el hombre clave
de la política social del régimen, y a Fermín Sanz-Orrio le acusaría de haber
dirigido la OSE con “ramplonería”.120
En 1958, con el sindicalista Sanz-Orrio
recién nombrado ministro de Trabajo, el sistema de reglamentaciones elaboradas
unilateralmente por el Estado fue sustituido por otro de “convenios colectivos”
en el que la Organización Sindical actuaría como representante tanto de los
empresarios (a través de las secciones económicas) como de los trabajadores
(mediante las secciones sociales).121 Algunos
autores consideran que la introducción de los contratos colectivos obedeció a
la necesidad de ligar los salarios a la productividad.122 Otros
la vinculan al proceso general de liberalización y de reducción del papel
económico del Estado desarrollado por el régimen a partir de esa fecha;123 o
a la exigencia de la Organización Internacional del Trabajo (OIT), a la que
pertenecía España desde 1956, de adaptarse a sus directrices.124 No
faltan los que entienden que la Ley de Convenios Colectivos fue el resultado de
la presión del movimiento obrero, pues consideran un “factor fundamental
la reaparición, a partir de los años 1951-1953... de un alto y generalizado
nivel conflictual”.125 En
cualquier caso, la capacidad para fijar las condiciones de trabajo dio a los
sindicatos poder y protagonismo, siendo utilizados los convenios colectivos por
las autoridades sindicales como un medio de incrementar su peso dentro de la
clase política franquista, al usarlos para hacer frente a las políticas
económicas de los tecnócratas. Hay que matizar que aunque la iniciativa en
materia de negociación colectiva era competencia exclusiva de la OSE, ésta
siempre se encontró tutelada por el Ministerio de Trabajo, el cual tenía
necesariamente que aprobar lo acordado. En el caso de que empresarios y
trabajadores no llegaran a un acuerdo, o el mismo no coincidiera con el
criterio del gobierno, el Ministerio tenía capacidad para dictar normas de
obligado cumplimiento.
La Ley de Convenios Colectivos
significaría, a la larga, una victoria pírrica para la Organización Sindical. Y
ello porque su articulado suponía una contravención de la filosofía
“armonicista” que había alumbrado el nacimiento del sindicalismo vertical, al
reconocer implícitamente un conflicto de intereses entre empresarios y
trabajadores. Todo el discurso superador de la lucha de clases quedaba, en la
práctica, invalidado. La existencia de la negociación colectiva implicaba la
elección de representantes obreros y, por tanto, una puerta abierta a que
personas no relacionadas con la burocracia sindical ocuparan puestos dentro de
la estructura de base. Algunas organizaciones obreras se aprovecharon de esta
circunstancia y comenzaron a infiltrarse progresivamente en el interior de la
OSE con objeto de socavarla desde dentro. Era la táctica del “entrismo”.126 Aunque
ciertos sindicatos de clase, como UGT, CNT o Solidaridad de Trabajadores Vascos
(STV), se mostraron reacios a practicarla y optaron por el boicot sistemático,127 otras
organizaciones católicas que trabajaban en los medios obreros, como la Juventud
Obrera Católica (JOC) y la Hermandad Obrera de Acción Católica (HOAC),
decidieron participar en las elecciones, al igual que la Unión Sindical Obrera
(USO).128 Pero
sobre todo lo hicieron los comunistas, que apostaron por apoyar, impulsar y
controlar las denominadas comisiones obreras (CCOO), que se convirtieron
en el sindicato más activo y representativo de la oposición antifranquista.
Infiltrarse en los sindicatos oficiales para poder llevar a cabo un trabajo de
captación, agitación y obstrucción fue el arma más efectiva utilizada por los
comunistas contra la dictadura.129
El punto de inflexión se produjo en las
elecciones sindicales de 1966, en las que se experimentó una mayor
participación, favorecida por la propia OSE en un intento de aumentar su
representatividad. Muchos miembros de CCOO obtuvieron mayorías aplastantes en
ciertas grandes empresas de cinturones industriales.130 Cuando
se dieron cuenta de las actividades desplegadas por estos enlaces y vocales
jurados de filiación comunista, los dirigentes del vertical intensificaron la
represión y trataron de congelar las negociaciones colectivas.131 Aunque
las presiones de los jerarcas sindicales condujeron a un cierto reflujo de
estas candidaturas en las elecciones de 1971, el anquilosamiento de las
estructuras políticas del régimen y las dificultades derivadas de la crisis
económica iniciada en 1973 provocaron un fortalecimiento del movimiento obrero,
que acudió a los comicios sindicales de mayo de 1975 con la decidida intención
de “ganar en todos los centros de trabajo”.132 Agrupados
bajo las llamadas “candidaturas unitarias y democráticas”, la conjunción de
CCOO y USO ocupó la gran mayoría de los cargos de las secciones sindicales de
empresas grandes y medianas, y obtuvo resonantes éxitos en ciertas factorías de
Madrid y Barcelona, como SEAT, Roca, Siemens, Olivetti o Gallina Blanca, donde
alcanzaron casi el 80% de los votos emitidos. El éxito fue tal que incluso en
el segundo nivel de representación sindical se produjeron sensibles victorias.
Así, en las agrupaciones de Metro, Electricidad, Editoriales, Hospitales y
Telefónica, entre otras, las candidaturas obreras alcanzaron más del 60% de los
puestos.133
El cerco de las organizaciones obreras
clandestinas sobre la OSE fue reforzado por la actitud de instancias como la
OIT o la propia Iglesia católica. Así, el Grupo de Estudio de la Oficina
de la OIT que viajó a España en marzo de 1969 para examinar la situación
laboral y sindical recriminaba, en su punto 1.153, que se encontraran “sujetas
a la legislación penal acciones que constituyen actividades sindicales
genuinas”.134 Respecto
a la OSE, denunciaba la preponderancia de la línea política y la falta de
representatividad de los congresos sindicales.135 A
estas críticas se sumó también la Iglesia, que en un documento del Episcopado
insistía en la necesidad de una mayor autonomía de los sindicatos, así como en
una representatividad más auténtica, haciendo hincapié en la promoción de
“medios eficaces” para solucionar “los posibles conflictos”.136 Del
desprestigio de la Organización Sindical y de la disfuncionalidad de la misma a
la hora de regular las relaciones laborales da cuenta la decisión de muchos
empresarios de establecer conversaciones directamente con comisiones obreras.
La negociación, al margen de los sindicatos oficiales, se hacía sobre todo en
los temas referidos a salarios y jornadas de trabajo. Incluso las grandes
multinacionales actuaron puenteando a la estructura del vertical.137
El éxito del “entrismo” contribuyó a
revelar la fisonomía de la OSE como un incómodo “monstruo” burocrático
infiltrado por miembros de la oposición.138 Su
decadencia continuó tras la muerte de Franco. El ministro de Relaciones
Sindicales del primer gobierno de la monarquía, Rodolfo Martín Villa, intentó
una última reforma basada en el mantenimiento de una sola central sindical y el
traspaso de las funciones asistenciales y laborales que tenía la OSE a otros
ministerios. Sin embargo, la presión mantenida por las organizaciones
sindicales ilegales y el incremento de la conflictividad laboral a lo largo
1976 hicieron inviable el proyecto de Martín Villa y convencieron a los
reformistas del régimen de que todo plan de supervivencia del vertical
conduciría irremediablemente al fracaso.139 El
gobierno Suárez comprendió esta situación y procedió al reconocimiento de las
libertades sindicales. Así, el nuevo ministro de Relaciones Sindicales, Enrique
de la Mata, mantuvo un discurso claro a favor de la libertad y el pluralismo
sindical, lo que se explicitó en una serie de reuniones “a título personal y
oficioso” con UGT, USO, CCOO, STV y otras centrales obreras todavía ilegales.140 En
octubre de 1976, como producto de estas conversaciones, el gobierno aprobó la
creación de una Administración Institucional de Servicios Socio-Profesionales,
organismo transitorio encargado de “transformar las actuales estructuras” de
los sindicatos oficiales para “adecuarlas a las exigencias de la realidad
sociológica y el marco institucional vigente”.141
La completa legalización de los
sindicatos obreros no se produjo hasta abril de 1977, después de que el
gobierno sacara adelante la Ley de Regulación del Derecho de Asociación
Sindical, que venía a finiquitar la OSE como espacio único de encuadramiento
para trabajadores y empresarios. Por exigencia de la OIT, esta norma debió ser
tramitada como proyecto de ley en las Cortes, dado que la citada organización
exigía la intervención de una “asamblea legislativa”, cualquiera que fuera su
naturaleza, para reconocerle legitimidad.142 Algunos
procuradores sindicales no dejaron pasar la ocasión para introducir enmiendas
con la esperanza de que la burocracia sindical del Estado pudiera seguir
controlando las organizaciones constituidas, advirtiendo que “destruir de golpe
lo que hay” equivalía a “entrar inconscientemente en un caos”.143 Fue
el canto del cisne de los sindicatos verticales franquistas. En los meses
siguientes, los funcionarios de la OSE se integraron en otras administraciones
del Estado, mientras que buena parte de su patrimonio fue repartido entre las
dos grandes organizaciones obreras que dominarían el panorama sindical en las
décadas posteriores, UGT y CCOO.144
NOTAS
1
Lorwin,
Val R., “Sindicalismo”, en Sills, David L. (dir.), Enciclopedia
Internacional de las Ciencias Sociales, Madrid, Aguilar, 1979, t. IX, p. 640.
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12
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17
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Yagüe, Marino, El sindicato vertical, Salamanca, M. Quero y Simón Editor,
1938, p. 19. Para la comprensión de la dimensión que tuvo el
nacionalsindicalismo en sus aspectos ideológicos y culturales nos remitimos a
los autores de referencia sobre el fascismo en España: Thomàs, Joan
Maria, Lo que fue la Falange, Barcelona, Plaza & Janés, 1999;
Rodríguez Jiménez, José Luis, Historia de Falange Española de las JONS,
Madrid, Alianza, 2000; Ellwood, Seelagh, Historia de Falange Española,
Barcelona, Crítica, 2001; Saz, Ismael, Fascismo y franquismo, Valencia,
Universidad de Valencia, 2004; Gallego, Ferrán y Morente, Francisco
(eds.), Fascismo en España, Barcelona, El Viejo Topo, 2005, y Gallego,
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20
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núm. 505, 10 de marzo de 1938, pp. 6.178-6.181. Es obvia la analogía entre el
FT y la Carta del Lavoro (1927) italiana. No en vano, en la
elaboración del primero intervino el agregado laboral de la embajada italiana,
Ernesto Marchiandi, que se encargó de asesorar al gobierno español y reforzar
la naturaleza fascista del texto. Véase. Payne, Stanley G., Fascism
in Spain, 1923-1977, Madison (WI), University of Wisconsin Press, 1999, p. 298.
21
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de Bedoya, Javier, Memorias desde mi aldea, Valladolid, Ámbito Ediciones,
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53
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54
Sobre
los antecedentes del régimen de jurados de empresa y las dificultades del
sindicalismo vertical para impulsarlo, véase Montoya Melgar, Alfredo, “La
participación de los trabajadores en la gestión de la empresa y los
antecedentes del régimen de jurados”, Diecisiete lecciones sobre
participación de los trabajadores en la empresa, Madrid, Universidad de Madrid,
1967, pp. 27-46; Alonso Olea, Manuel, “Instituciones de participación de los
trabajadores en la empresa”, Estudios jurídicos en homenaje a Joaquín
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del, “Creación y funcionamiento de los jurados de empresa”, Diecisiete
lecciones..., cit., pp. 47-72.
55
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56
LS,
art. 17.
57
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81
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arts. 34 y 35.
82
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83
DOPS,
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119
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Merino, firme defensor de la autonomía sindical, despertaba el recelo de
sectores de la derecha católica, de los círculos empresariales e incluso del
ejército. Coincidiendo con la crisis ministerial de 1941 sería cesado de todos
sus cargos, e incluso expulsado de FET y de las JONS bajo la acusación de haber
pertenecido a la masonería. Sobre su trayectoria biográfica, véase Thomàs, Joan
Maria, La falange de Franco. Fascismo y fascistización en el régimen
franquista (1937-1945), Barcelona, Plaza & Janés, 2001, pp. 188-199.
120
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Ludevid,
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https://revistas.juridicas.unam.mx/index.php/historia-derecho/article/view/10213/12239
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