martes, 16 de enero de 2018

CRÓNICAS DEL UNIVERSAL
LA SEGUNDA GUERRA MUNDIAL
BENITO MUSSOLINI

El Estado en contra del crimen

Por Benito Mussolini (17 de febrero de 1933)

A los numerosos problemas que plantea la necesidad de asegurar a todos los pueblos un bienestar más grande, ha venido a sumarse otro más: el de la manera de poner al Estado al abrigo de ciertas influencias, cuyos efectos son cada día más desmoralizadores y perniciosos. Los progresos de la ciencia y de la cultura han dado magníficos resultados, pero los utilizan igualmente los elementos malsanos y de allí resulta que la organización del crimen ha seguido a un paso casi paralelo al de cualquiera otra modalidad de la actividad humana.

     Los criminales han adoptado el teléfono, el telégrafo, los aeroplanos; han sabido utilizar los descubrimientos de la física; los medios de que pueden disponer los criminales deben ser objeto, justamente por lo tanto, d nuestra preocupación. Pero, sin embargo, cuando el Estado es fuerte, no debe alarmarse por ello y sí estar en aptitud de ejercer una estrecha vigilancia. No tiene derecho a existir ningún Estado que no sepa mantener el orden.

     Con el crimen no se puede temporizar ni hacer concesiones de ninguna especie una vez que se reconoce que es un elemento de desmoralización. De allí se sigue lógicamente que debe ser perseguido y aniquilado. Un Estado bien organizado no puede permitir que haya en su seno un conjunto de fuerzas destructoras. Situación semejante no implicaría nada más la presencia de un Estado dentro de otro, sino la de un Estado abiertamente hostil que comprometería la integridad y autoridad del Estado original.

     Consentir en que se temporice o en que se entre en transacciones con el crimen, equivale, en cierta forma, a autorizarlo. En efecto no se puede condenar en forma real y definitiva el crimen si hay una tendencia a no reprimirlo sino a medias. Hay que oponerle un solo frente y combatirlo sistemática y despiadadamente. Las escaramuzas en su contra sólo sirven para provocar otras más en su defensa y no llegan jamás a la batalla decisiva. Hay que escoger: o se rechaza el crimen radicalmente mediante medidas preventivas dictadas al efecto, o sólo se castiga a aquellos que caen por accidente en manos de la Policía y que, por lo regular, son los criminales menos peligrosos y menos malvados. Si se adopta esta última aptitud, se reconoce en forma implícita la impotencia parcial de la ley con los criminales.

     La ley de un país es cuestión de honor para un Estado y en interés de todos está que prevalezca. Cuando hay una intentona cualquiera de desafío al Estado por la transgresión de sus leyes, es menester aplastarla al nacer y poner a los rebeldes en la imposibilidad de repetir sus maniobras criminales. De otro modo, queda burlado el honor del Estado y, a partir de ese momento, deja de representar la voluntad suprema de la nación.

Una asociación criminal cualquiera plantea un problema, por sí sola constituye una amenaza que ningún Estado puede ni debe tolerar. La actividad destructora de tales asociaciones es un mal para la sociedad y, a la vez, una causa de debilitamiento de la autoridad del Estado. Sus ataques organizados en contra de las autoridades constituidas no pueden no pueden ser desdeñados por el Estado. La respuesta de éste debe traducirse en la supresión completa de aquellos que están del otro lado de la barricada; organismos que fuera de la ley no tratan sino de apoderarse de las riendas del Gobierno aunque sólo operen dentro de un radio bien determinado. El Estado debe mantenerse íntegro en sus elementos todos y no puede tolerar ninguna actividad ilegal, aunque ésta se mantenga dentro de los límites estrechos y perfectamente limitados. El hecho de absolver o autorizar actos cualesquiera sean, que constituyen una infracción a las leyes, fácilmente sirve de precedente para cometer otros más punibles que hacen más grave el reto lanzado al Estado.

     A mi llegada al poder dime cuenta de que también nosotros teníamos que habérnoslas con cierto número de organizaciones criminales. En muy poco tiempo logramos, primero, tenerlas bajo una estrecha vigilancia y, en seguida, suprimirlas radicalmente. La “mafia”, por ejemplo, no sólo servía a sus fines particulares sino que llegaba a ejercer cierta influencia en las elecciones. En esa época, nuestra Policía apenas si disfrutaba de alguna autoridad, estando, como estaba, a merced de dos orientaciones políticas encontradas: la de la prudencia sin energía y, al revés, la de la energía sin prudencia. Fue preciso investirla de una autoridad con responsabilidad propia y abandonar el sistema de darle órdenes ambiguas que estaban destinadas, antiguamente, menos a servir de amenaza a las organizaciones criminales que a encubrir a los funcionarios y cómplices suyos colocados en las altas esferas y que no tenían el valor de asumir la responsabilidad que les correspondía y de proceder con energía en contra de cualquier organización fuera de la ley y, por consiguiente, enemiga del Estado.

     Las organizaciones criminales temen más a la energía de un gobierno que al empleo de la fuerza, porque se dan cuenta de que una vez perdida su influencia, acaban también sus actividades extralegales.

     Para llegar a tal resultado, es necesario obrar sin consideraciones de ninguna especie, aún con las personas que disfrutan de cierta popularidad o autoridad sobre las masas. Y, más aún: aquellos a quienes urge atacar primero son precisamente los personajes colocados más alto y que, por un amor malentendido de la paz y por una indulgencia fuera de lugar, y escuchando la voz egoísta del interés personal o cediendo a un deseo equívoco de popularidad, dejan de cumplir con sus deberes y traicionan la causa de la moral social, de la que deberían ser el más sólido apoyo. Así es como sucedía que en Sicilia algunas organizaciones se ocultaban detrás de los intereses electorales.

     Una democracia sincera y digna es aquella que contribuye al progreso del pueblo, la que protege e instruye a las masas y sabe castigar, cada vez que es necesario, el crimen y a los malhechores. Jorge Washintong, en diferentes ocasiones en el transcurso de su vida, nos dio magníficos ejemplos de esa severidad indispensable, enfrentándose a los más bajos y amenazadores instintos de la multitud, o a una opinión pública insuficientemente preparada. Cuando ocurren circunstancias parecidas y se dan ejemplos de esa clase es cuando se da uno cuenta del valor genuino de un hombre de Estado.

     Cuando en el año de 1849, supo Giuseppe Mazzini que en la ciudad de Ancona se cometían crímenes del orden común so capa de móviles políticos, envió allá a Felipe Ordine como comisario extraordinario y le dio instrucciones tan despiadadas que no tardaron en acabar los atentados criminales.

     Aún podría citar otros casos en la historia de Italia. Entre otros, el del papa Sixto V que nos da un ejemplo típico: condenó a muerte a un hombre culpable de parricidio a pesar de fue aprehendido cuarenta años después de cometido el delito.

     En lo que me concierne personalmente, puedo declarar, con la conciencia tranquila, que mi gobierno nunca ha dejado de cumplir con deber tan fundamental hacia la sociedad.

--------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------

PD. A QUIEN LE QUEDE EL SACO QUE SE LO PONGA.

Continuará......

La Segunda Guerra Mundial, 1933-1939, desde el Universal, México, Editorial Cumbre, S.A., 1989.





No hay comentarios:

Publicar un comentario

  Las Cosmogonías Mesoamericanas y la Creación del Espacio, el Tiempo y la Memoria     Estoy convencido de qu hay un siste...