CRÓNICAS
DEL UNIVERSAL
LA
SEGUNDA GUERRA MUNDIAL
BENITO
MUSSOLINI
El
Estado en contra del crimen
Por Benito Mussolini (17
de febrero de 1933)
A los numerosos
problemas que plantea la necesidad de asegurar a todos los pueblos un bienestar
más grande, ha venido a sumarse otro más: el de la manera de poner al Estado al
abrigo de ciertas influencias, cuyos efectos son cada día más desmoralizadores
y perniciosos. Los progresos de la ciencia y de la cultura han dado magníficos
resultados, pero los utilizan igualmente los elementos malsanos y de allí
resulta que la organización del crimen ha seguido a un paso casi paralelo al de
cualquiera otra modalidad de la actividad humana.
Los criminales han adoptado el teléfono,
el telégrafo, los aeroplanos; han sabido utilizar los descubrimientos de la
física; los medios de que pueden disponer los criminales deben ser objeto,
justamente por lo tanto, d nuestra preocupación. Pero, sin embargo, cuando el
Estado es fuerte, no debe alarmarse por ello y sí estar en aptitud de ejercer
una estrecha vigilancia. No tiene derecho a existir ningún Estado que no sepa
mantener el orden.
Con el crimen no se puede temporizar ni
hacer concesiones de ninguna especie una vez que se reconoce que es un elemento
de desmoralización. De allí se sigue lógicamente que debe ser perseguido y
aniquilado. Un Estado bien organizado no puede permitir que haya en su seno un
conjunto de fuerzas destructoras. Situación semejante no implicaría nada más la
presencia de un Estado dentro de otro, sino la de un Estado abiertamente hostil
que comprometería la integridad y autoridad del Estado original.
Consentir en que se temporice o en que se
entre en transacciones con el crimen, equivale, en cierta forma, a autorizarlo.
En efecto no se puede condenar en forma real y definitiva el crimen si hay una
tendencia a no reprimirlo sino a medias. Hay que oponerle un solo frente y
combatirlo sistemática y despiadadamente. Las escaramuzas en su contra sólo
sirven para provocar otras más en su defensa y no llegan jamás a la batalla
decisiva. Hay que escoger: o se rechaza el crimen radicalmente mediante medidas
preventivas dictadas al efecto, o sólo se castiga a aquellos que caen por
accidente en manos de la Policía y que, por lo regular, son los criminales
menos peligrosos y menos malvados. Si se adopta esta última aptitud, se
reconoce en forma implícita la impotencia parcial de la ley con los criminales.
La ley de un país es cuestión de honor
para un Estado y en interés de todos está que prevalezca. Cuando hay una
intentona cualquiera de desafío al Estado por la transgresión de sus leyes, es
menester aplastarla al nacer y poner a los rebeldes en la imposibilidad de
repetir sus maniobras criminales. De otro modo, queda burlado el honor del
Estado y, a partir de ese momento, deja de representar la voluntad suprema de
la nación.
Una asociación criminal
cualquiera plantea un problema, por sí sola constituye una amenaza que ningún
Estado puede ni debe tolerar. La actividad destructora de tales asociaciones es
un mal para la sociedad y, a la vez, una causa de debilitamiento de la autoridad
del Estado. Sus ataques organizados en contra de las autoridades constituidas
no pueden no pueden ser desdeñados por el Estado. La respuesta de éste debe
traducirse en la supresión completa de aquellos que están del otro lado de la
barricada; organismos que fuera de la ley no tratan sino de apoderarse de las
riendas del Gobierno aunque sólo operen dentro de un radio bien determinado. El
Estado debe mantenerse íntegro en sus elementos todos y no puede tolerar
ninguna actividad ilegal, aunque ésta se mantenga dentro de los límites
estrechos y perfectamente limitados. El hecho de absolver o autorizar actos
cualesquiera sean, que constituyen una infracción a las leyes, fácilmente sirve
de precedente para cometer otros más punibles que hacen más grave el reto
lanzado al Estado.
A mi llegada al poder dime cuenta de que
también nosotros teníamos que habérnoslas con cierto número de organizaciones
criminales. En muy poco tiempo logramos, primero, tenerlas bajo una estrecha
vigilancia y, en seguida, suprimirlas radicalmente. La “mafia”, por ejemplo, no
sólo servía a sus fines particulares sino que llegaba a ejercer cierta
influencia en las elecciones. En esa época, nuestra Policía apenas si
disfrutaba de alguna autoridad, estando, como estaba, a merced de dos
orientaciones políticas encontradas: la de la prudencia sin energía y, al revés,
la de la energía sin prudencia. Fue preciso investirla de una autoridad con
responsabilidad propia y abandonar el sistema de darle órdenes ambiguas que
estaban destinadas, antiguamente, menos a servir de amenaza a las
organizaciones criminales que a encubrir a los funcionarios y cómplices suyos
colocados en las altas esferas y que no tenían el valor de asumir la
responsabilidad que les correspondía y de proceder con energía en contra de
cualquier organización fuera de la ley y, por consiguiente, enemiga del Estado.
Las organizaciones criminales temen más a
la energía de un gobierno que al empleo de la fuerza, porque se dan cuenta de
que una vez perdida su influencia, acaban también sus actividades extralegales.
Para llegar a tal resultado, es necesario
obrar sin consideraciones de ninguna especie, aún con las personas que
disfrutan de cierta popularidad o autoridad sobre las masas. Y, más aún:
aquellos a quienes urge atacar primero son precisamente los personajes
colocados más alto y que, por un amor malentendido de la paz y por una
indulgencia fuera de lugar, y escuchando la voz egoísta del interés personal o
cediendo a un deseo equívoco de popularidad, dejan de cumplir con sus deberes y
traicionan la causa de la moral social, de la que deberían ser el más sólido
apoyo. Así es como sucedía que en Sicilia algunas organizaciones se ocultaban
detrás de los intereses electorales.
Una democracia sincera y digna es aquella
que contribuye al progreso del pueblo, la que protege e instruye a las masas y
sabe castigar, cada vez que es necesario, el crimen y a los malhechores. Jorge
Washintong, en diferentes ocasiones en el transcurso de su vida, nos dio magníficos
ejemplos de esa severidad indispensable, enfrentándose a los más bajos y
amenazadores instintos de la multitud, o a una opinión pública
insuficientemente preparada. Cuando ocurren circunstancias parecidas y se dan
ejemplos de esa clase es cuando se da uno cuenta del valor genuino de un hombre
de Estado.
Cuando en el año de 1849, supo Giuseppe
Mazzini que en la ciudad de Ancona se cometían crímenes del orden común so capa
de móviles políticos, envió allá a Felipe Ordine como comisario extraordinario
y le dio instrucciones tan despiadadas que no tardaron en acabar los atentados
criminales.
Aún podría citar otros casos en la
historia de Italia. Entre otros, el del papa Sixto V que nos da un ejemplo típico:
condenó a muerte a un hombre culpable de parricidio a pesar de fue aprehendido
cuarenta años después de cometido el delito.
En lo que me concierne personalmente,
puedo declarar, con la conciencia tranquila, que mi gobierno nunca ha dejado de
cumplir con deber tan fundamental hacia la sociedad.
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PD. A QUIEN LE QUEDE EL SACO QUE SE LO PONGA.
Continuará......
La
Segunda Guerra Mundial, 1933-1939, desde el Universal, México, Editorial Cumbre, S.A., 1989.
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