jueves, 2 de julio de 2020

LA  CAZA  DE  BRUJAS



Entre los siglos XV y XVIII, las autoridades de muchos paÍses europeos desencadenaron una feroz represión contra los supuestos adoradores del diablo. Miles de ellos fueron perseguidos y condenados, muriendo en la hoguera. No hay duda de que la brujería fue uno de los fenómenos más dramáticos de la Europa moderna y sus consecuencias fueron terribles: decenas de miles de personas acusadas de connivencia con el diablo, la mayoría humildes mujeres, fueron objeto de terribles oleadas de persecución en las que salió a relucir la radical intolerancia de su época.

Entre mediados del siglo XV y mediados del siglo XVIII se produjeron entre 40.000 y 60.000 condenas a la pena capital por ese concepto a la que cabe añadir aquellos que murieron como consecuencia del trato infligido durante la detención y, asimismo, los muchos que sufrieron linchamiento como sospechosos de brujería, al margen de cualquier proceso formal o legal y que, por tanto, no fueron debidamente registrados. Por ello, la cifra real será sin duda muy superior.



Aunque la creencia en la brujería está documentada desde épocas muy remotas de la historia de Europa, fue a partir del siglo XIII cuando la idea se convirtió en una auténtica obsesión y empezaron a desencadenarse persecuciones organizadas por la Iglesia. La identificación entre magia y herejía fue un proceso gradual. En 1233, el papa Gregorio IX promulgó la bula Vox in Rama, en la que se acusaba a una imprecisa secta de herejes alemanes de adorar a animales monstruosos, cometer sacrilegios y practicar rituales orgiásticos. Acusaciones semejantes se vertieron a principios del siglo XIV contra los templarios, en el gran proceso que se organizó contra ellos tras la supresión de la orden militar. Posteriormente, en 1326, la bula Super Illius Specula, de Juan XXII, equiparó definitivamente las prácticas o las creencias mágicas con la herejía, permitiendo que se aplicasen también a estas últimas los procedimientos inquisitoriales normales. Por último, en 1484 el papa Inocencio VIII, en la bula Summis desiderantes affectibus, formuló una condena radical de todos aquellos que cometieran actos diabólicos y ofendieran así la fe cristiana. “Muchas personas de ambos sexos se han abandonado a demonios, íncubos y súcubos, y por sus encantamientos, conjuros y otras abominaciones han matado a niños aún en el vientre de la madre, han destruido el ganado y las cosechas, atormentan a hombres y mujeres y les impiden concebir”, aseguraba la bula; se abría la veda.

La lucha contra la herejía sirvió pues, de pretexto para los episodios de caza de brujas que surgieron con creciente frecuencia a partir del siglo XV. Esto ocurrió en la Suiza franco- provenzal, así como en el norte de Francia. En 1459, en la ciudad de Arras, entonces bajo soberanía de los duques de Borgoña, la condena de un ermitaño por magia demoníaca provocó una serie de confesiones en cadena, debidamente ayudadas por la tortura, que terminaron con 29 acusaciones y 12 ejecuciones. El eco del asunto provocó la intervención del duque Felipe el Bueno, que logró frenar lo que ya parecía una psicosis colectiva. Los condenados fueron rehabilitados muchos años más tarde, en 1491.

El período más intenso de caza de brujas se sitúa, en cualquier caso, en la segunda mitad del siglo XVI y se prolongó hasta 1660 porque la intelectualidad europea y racionalista se obsesionó con el demonio y mezcló esta idea con la de las brujas. Sin duda, no es casualidad que esta fase se corresponda, en parte, con la llamada “pequeña era glacial“: un empeoramiento climático que trajo malas cosechas y carestías; fenómeno que parece haber afectado a varias áreas de Europa en diferentes momentos entre 1580 y 1630, al que siguió la trágica oleada de peste de 1630. El empeoramiento del clima, las malas cosechas y la peste azotaron el continente a finales de siglo, mientras que la persecución de brujas se intensificaba coincidiendo con las crisis económicas.

 

El territorio en el que se desarrollaron las persecuciones más virulentas y numerosas fue Alemania. La gran mayoría de los procesos se produjeron entre los siglos XVII y XVIII y la cifra total de víctimas oscila entre 22.000 y 25.000 (aunque hay autores que la elevan a 30.000), lo que representa la mitad del total europeo. En las primeras décadas del siglo XVII, en particular, estalló una auténtica psicosis colectiva en el suroeste del país, en torno a ciudades como Bamberg, Maguncia, Eichstätt o Würzburg, donde se desarrollaron procesos masivos en los que condenados y ejecutados se contaban por centenares. Los procesos de brujería en las ciudades alemanas alcanzaron cotas inusitadas de violencia y salvajismo. En el suroeste de Francia, un juez de Burdeos, Pierre de Lancre, lanzó una pesquisa que llevó a la hoguera a 80 supuestos brujos, mientras que otros 500 sospechosos fueron absueltos, debido principalmente a su corta edad. La fragmentación política del Sacro Imperio Romano Germánico favorecía que cada ciudad se enfrentaba al problema por su cuenta y lo salpicara de odios locales, factor clave para entender este proceso. La tensión religiosa entre católicos, luteranos, calvinistas y demás “herejías” elevó la brutalidad de la persecución. Los procesos masivos y el intercambio de acusaciones entre vecinos eran el pan de cada día en algunos territorios alemanes. Los procesos masivos y el intercambio de acusaciones entre vecinos eran el pan de cada día en algunos territorios alemanes. “Hay niños de tres y cuatro años, hasta 300, de los que se dice que han tenido tratos con el Diablo. He visto cómo ejecutaban a chicos de siete años, estudiantes prometedores de 10, 12, 14 y 15 años. También había nobles“, escribió un cronista sobre los procesos que se llevaron a cabo en Würzburg en 1629.



En Inglaterra, hasta 1640 se ha calculado que no se quemó a más de 44 personas. Sin embargo, durante el período de guerra civil iniciado en 1640, cuando el poder central era débil y los conflictos religiosos estaban exacerbados, se produjeron persecuciones terribles. Por ejemplo, entre 1644 y 1648 el juez Matthew Hopkins condenó a muerte a 200 personas.

En la península escandinava la brujomanía llegó más tarde, pero cuando lo hizo causó estragos. En 1668, un juicio que llevó a la hoguera a 30 personas, acusadas de secuestrar niños y de tener tratos con el diablo, dio lugar a una caza de brujas generalizada por todo el país. Trescientas personas fueron ejecutadas, casi todas mujeres. En 1675, en tres pequeñas aldeas del centro de Suecia que sumaban 670 habitantes mayores de 15 años, fueron ejecutadas 71 personas: 65 mujeres, dos hombres y cuatro chicos. La base principal de la acusación fueron las “confesiones” de niños que contaban historias fantásticas sobre cómo las brujas los habían llevado a Blockulla, la residencia del diablo en la mitología nórdica.

 

Muy al contrario de lo que podría creerse en base a la tan propagada “leyenda negra”, la muy católica España quedó libre en buena medida de las explosiones de violencia contra las supuestas brujas, de modo que el número de víctimas resultó muy bajo si lo comparamos con el de la Europa central y septentrional. No en vano, los datos tumban fácilmente la historia que los enemigos del Imperio español inventaron con el fin de desacreditar a la potencia hegemónica del momento. El mérito de ello corresponde a la tan difamada Inquisición, que aquí era especialmente eficaz. En 1526 una junta de juristas en Granada determinó que en adelante los casos de brujería serían competencia de la Inquisición y poco después se establecieron una serie de normas estrictas para los inquisidores, que debían comprobar si los acusados habían sufrido torturas, en cuyo caso las confesiones serían rechazadas. De todos los procesos inquisitoriales que se desarrollaron entre 1540 y 1700, solo el 8% fueron por causa de la brujería y en total, se condenó a la hoguera por brujería a 59 mujeres en España en los 125.000 procesos que llevó a cabo el Santo Oficio entre los siglos XVI y XIX. En cualquier caso hemos de tener en cuenta que en los territorios que conformaban la Corona española, la jurisdicción ordinaria y la religiosa (los obispos) contaban entre sus funciones habituales la represión de la superstición, con lo cual la mayoría de casos pasaron por sus manos y no por la Inquisición, cuyo registro era más minucioso.



Para los inquisidores españoles, la brujería era un mal menor en el que incurrían mujeres de baja extracción sin ningún tipo de influencia social o religiosa. En España este fenómeno nunca alcanzó los niveles de fanatización del norte de Europa y la Inquisición moderna no alteró sus procedimientos y la mecánica de los procesos con respecto a las brujas. Incluso hubo eclesiásticos que descartaron la validez de los testimonios de las brujas, como el obispo de Ávila, Alfonso de Madrigal que en 1436 afirmó que “los aquelarres eran fantasías producto de drogas” o el dominico castellano y obispo de Cuenca, Lope de Barrientos, quien se preguntó “qué cosa es esto que dicen, que hay mujeres, que se llaman brujas, las cuales creen e dicen que de noche andan con Diana, deesa de los paganos, cabalgando en bestias, y andando y pasando por muchas tierras y logares, e que pueden… dañar a las criaturas“, a lo que él mismo se respondía en ese texto que nadie ha de tener “tan gran vanidad que crea acaescer estas cosas corporalmente, salvo en sueños o por operación de la fantasía“.

La actuación del tribunal durante los siglos XVI y XVII se orientó más bien hacia la reinserción de las acusadas de brujería en el seno de la Iglesia, más que a la pena de muerte. Como en el caso de Isabel García que en 1629 confesó ante el tribunal inquisitorial de Valladolid habérsele aparecido Satanás, con quien pactó la recuperación de su amante“; fue “únicamente” castigada a abjurar de levi y a cuatro años de destierro. Condena excesiva a los ojos de una persona de nuestro tiempo, sin duda, pero tengamos en cuenta lo que sucedía en Europa central en ese momento….. Los inquisidores españoles desconfiaban de lo que las brujas decían sobre sí mismas y la mayor parte de los procesos tendieron a considerar que todo aquello se había producido por una neurosis colectiva que había que erradicar.

En Portugal fueron quemadas cuatro mujeres y en Italia, donde los procesos empezaron pronto, no fueron frecuentes y las condenas a muerte no fueron muchas (36), gracias, como en España, a las instrucciones de la Inquisición. El «Simposio Internacional sobre la Inquisición» celebrado en el Vaticano, en 1998, dio las siguientes cifras de personas quemadas vivas: en Alemania, 25.000 sobre 16 millones de habitantes; en Polonia y Lituania, 10.000 sobre 3,4 millones; en Suiza, 4.000; en Dinamarca y Noruega, 1.350; en Reino Unido, 1.000; en Italia, 36, 16 en España y cuatro en Portugal.

El número de ejecutados fue muy superior en los países protestantes que en los católicos. Al tiempo que arreciaba la caza de brujas en numerosas regiones de Europa, surgieron voces críticas que ponían en cuestión la realidad de las acusaciones sobre posesiones diabólicas.En el siglo XVIII, las críticas contra la creencia en las brujas se hicieron aún más insistentes. Montesquieu y Voltaire fueron igualmente radicales en tachar de supersticiones tanto las creencias en las brujas como las de sus acusadores; para ellos, la caza de brujas no había sido otra cosa que un gran fraude, facilitado por la ignorancia y el oscurantismo, que sólo el Siglo de las Luces era capaz de superar. Si bien la mayoría de los testimonios eran producto de la psicosis colectiva, si existían estas prácticas en distintos rincones de Europa. La Iglesia persiguió a las brujas porque creían que hacían una competencia terrible al propio cristianismo. Eran mujeres que afirmaban que también podían intermediar con el otro mundo.

 

https://quevuelenaltolosdados.com/2019/08/03/la-caza-de-brujas/



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