La china mexicana, mejor
conocida como china poblana
Catarina de San Juan, en un grabado del siglo xvii.
Carmen
Vázquez habla sobre un tipo de mujer que se hizo popular a mediados del siglo
XIX en la ciudad de México. Con una forma de vestir muy llamativa y una
conducta desenvuelta, la "china" se convirtió en el foco de atracción
de los hombres de todas las clases sociales, e incluso llamó la atención de los
extranjeros más encopetados que conocieron el país. Lo más probable es que el
nombre de "china" proviniera de su pronunciado origen mestizo y no de
algún nexo con las culturas orientales. Producto, pues, del mestizaje entre los
tres grandes grupos étnicos que conformaron la actual población mexicana
(indios, españoles y negros africanos), esta mujer era económicamente
independiente y gozaba de una autonomía que se reflejó en sus actitudes
sociales y, de manera especial, en su forma de concebir las relaciones
sentimentales.
Sin
ninguna relación con la mítica Catarina de San Juan, traída de Asia en el siglo
XVII y casada en Puebla con un esclavo chino, estas "chinas"
decimonónicas fueron pronto conocidas como "chinas poblanas", al
parecer debido a una desviación lingüística y al recuerdo histórico de aquella
china que murió en Puebla en olor de santidad.
La
autora de este artículo busca lo mismo en la etimología que en el folklore, lo
mismo en la literatura que en la crónica, para documentar esta curiosa relación
que hizo el imaginario popular del siglo XX entre un tipo de mujer ligera muy
exitoso y aquella mujer oriental que por su vida extraña inició el camino de la
beatificación religiosa en la Puebla del siglo XVII.
Introducción
Para tratar la historia de las chinas
mexicanas es necesario acercarnos primero a un tiempo de transición, que no
dejaba de ser antiguo régimen, pero que tampoco dejó de encaminarse a la
modernidad. Heredó de los tres siglos de la época colonial la costumbre de que
grupos minoritarios impusieran modelos de cómo debía ser la vida en sociedad.
De su propio tiempo, el periodo de 1821 a 1855, seguía la moda de distinguir
las razones del control, que podían ser por la salvación o la condena, por la
moral pública o por la higiene. Se impuso más que nunca la urgencia de aplacar
la sexualidad de la mujer sometiéndola al orden masculino, en lo que intervino
el código religioso y el de la moral que ahora se autodenominaba
"burguesa". La sociedad mexicana decimonónica destacó el valor de la
honra sexual, es decir, la virginidad de las mujeres solteras y la fidelidad de
las casadas, y en general la conveniencia de la reputación, haciendo énfasis en
la buena conducta.1 El matrimonio era lo
que permitía fundar la institución básica, la familia, que hacía descansar
sobre las mujeres el honor de los hombres.
Los patrones de comportamiento y los ideales
de belleza femenina de los criollos que gobernaron al país desde el
confesionario, la ley o el poder tuvieron que adaptarse a una realidad social
más compleja, representada por su mayoritario mestizaje étnico y cultural,
producto de los amoríos de hombres y mujeres de tres ramas: indígena, española
y africana, que fueron poblando el territorio a lo largo de su historia. En el
México colonial y en la sociedad que fue su heredera inmediata en los primeros
decenios del siglo XIX, sus habitantes en general no compartieron los valores
de su poderosa elite.
Un ejemplo de esto son las chinas,
personajes centrales de mi exposición. Se trata de un tipo de mestizas
mexicanas que protagonizaron una urbana y peculiar forma de intercambio
amoroso, que balanceó, junto con el matrimonio y la prostitución, la demanda
sexual de los varones. Su presencia física y apogeo se dio entre 1840 y 1855 en
la plenitud de los gobiernos criollos, en los que ellas se caracterizaron por
tener poco apego a las convenciones impuestas. Aunque desaparecieron hacia la
segunda mitad del siglo XIX, trascendieron en el imaginario mexicano, y desde
entonces están presentes en el estereotipo de la china poblana, que
ha llegado a convertirse en un símbolo de identidad,2 y que, según los
dictados oficiales más nacionalistas, representa las gracias y virtudes de la
mujer mexicana, asuntos a los que me referiré también en las páginas que
siguen.
Las chinas o
el amor por amor
Mathieu de Fossey coincidió, hacia 1857, con la opinión de Isidoro
Löwenstern, quien una década antes percibió que en México había menos mujeres
públicas que en las calles de París o en cualquier gran ciudad de Europa. Según
el primero, esto era así por la "facilidad con la que se [obtenían] los
favores de las mujeres y de las muchachas del pueblo". Agregó que ese tipo
de mujeres no se veía en ciudades y villas pequeñas de Francia y en general del
viejo continente, en las que "un hombre que no tuviera a su disposición
una prostituta, pasaría largos años antes de poder satisfacer su pasión".3
Este autor aludió en su comentario a las mestizas que se conocían
con el nombre de chinas. Joaquín García Icazbalceta contó que
eran mujeres que no servían a nadie y que vivían con comodidad, porque se
mantenían con su trabajo o gracias a un esposo o un amante. También recordó que
las distinguía una forma característica de vestir, pero sobre todo un aire
provocativo, airoso y desenfadado.4 Una
descripción de la mujer que estaba detrás de la china fue la
Cecilia de Los bandidos de Río Frío, novela de Manuel Payno que
retrataba la sociedad al mediar el siglo, y en la que ella representaba a la
mestiza que le gustaba su trabajo en un mercado, que era relativamente rica,
que se trasladaba sin problemas entre Chalco y la ciudad de México, pero sobre
todo que vivía sus amores con mucha libertad.5
El primero que en su tiempo describió el comportamiento sexual de
la china fue el mismo Manuel Payno en 1843.6 Con
su relato inauguró un estereotipo de china que tiene mucho que
ver con su leyenda poética y con el costumbrismo de las elites, que perpetuaba
a los tipos populares como salvaguarda ante los nuevos embates de la vida
citadina. Sin embargo, al decir del bibliófilo Joaquín García Icazbalceta, esa
opinión en general estaba muy cerca de algunas chinas que él
llegó a conocer en sus mocedades.7
Payno definió a la china como la mujer de ojos
ardientes y expresivos, cutis aceitunado, cabello negro y fino, pies pequeños,
cintura flexible, formas redondas, esbeltas y torneadas, sin educación
esmerada, muy limpia, que sabía leer, coser y cocinar al estilo del país, que
zapateaba jarabes y otros sones en los fandangos, y podía repetir de memoria el Catecismo del
padre Ripalda. Pensaba que era mujer celosa, aventurera, desinteresada y noble,
y que toda su existencia era "de un amor que no variaba ni con el
infortunio ni la prosperidad". Con respecto al honor y a la fidelidad,
la china —escribió nuestro autor— no tenía ideas estrictas:
era capaz de obtener la libertad de un esposo preso a cambio de sus favores.
Por una china se podía dejar de lado a una gran multitud de mujeres
sin poesía y llenas de defectos físicos y morales a las que, según él, los
"calaveras" llamaban "arañas".8 Al
decir de Payno, desde los quince años, al darse cuenta del valor de sus
atractivos, las chinas empezaban a usar el que llamó
"traje nacional", y que le parecía "tan elegante, tan peculiar
de México, tan lleno de gracia y de sal". Hablar de su ropa era nombrar el
"cuerpo seductor", vestido primero por una enagua interior con
encajes bordados de lana en las orillas que se llamaban "puntas
enchiladas". Sobre esa enagua iba otra de castor (así se llamaba a una
lana suave como el pelo de castor) o de seda, recamada de listones o de
lentejuelas. En la parte de arriba, una camisa fina bordada de seda o chaquira,
que dejaba ver parte de su cuello no siempre cubierto por su rebozo de seda,
manejado, según él, "con mucho donaire". Aunque no tuviera muchos
recursos, concluyó, no dejaba de llevar el zapato de seda y las enaguas
bordadas.
Guillermo Prieto se refirió en varias ocasiones a las chinas.
En su libro Memorias de mis tiempos dejó testimonio de sus
camisas descotadas —para él jaulas mal aseguradas "que impedían el vuelo
de sus tortolitas"— y del encaje que se detenía respetuoso al principiar
"la soberana pantorrilla" y mostraba la piel de media pierna,
incluida la de su pie pequeño, "breve —dijo—, como el suspiro".
También señaló que en los colores de su traje dominaban el verde, el blanco y
el encarnado, en la mezcla de las sedas, los algodones y el castor. Prieto
transmitió la idea de que las chinas podían hacer que los
hombres perdieran la posibilidad de su salvación.9
La china bailaba jarabes como "El
dormido", pero también zapateaba otros sones del país, como "El
periquillo" (que al decir de Guillermo Prieto "se adueñó de corazones
y pantorrillas"), y especialmente de la época en que Santa Anna le ganó a
Bustamante, los sones jarochos "El butaquito" y "La
petenera". También se bailaban ritmos hispanos con cierta "chunga
andaluza", y, además de "La petenera" y "La manta",
eran de los más gustados "La cachuca" y "El gato". En este
último privaba, concluye Prieto, el divertido lenguaje amoroso de doble sentido
tan gustado por los mexicanos, como el verso que decía: "Mamá mía su gato
me araña, con su cola peluda me asusta : digasté si será cosa justa, que se
vaya atrevido a mi cama."10
El hispano Niceto de Zamacois dio su versión sobre el que llamó
"adorador" de la china. Para él se trataba del ranchero
vestido con calzoneras adornadas con tres docenas de botones de plata, jorongo
vistoso, sombrero de ala ancha, y cigarro tras la oreja izquierda, imagen
característica del mestizo rico en un día de fiesta. Ellas le parecían mujeres
semejantes a las manolas de España, entre otras cosas por sus "ojos
árabes".11 En
contra de esta opinión y en favor de la mexicanidad de la china,
contribuyó notablemente el escrito que sobre ellas publicó José María Rivera en
ese mismo año, en un libro titulado Los mexicanos pintados por sí
mismos.12 Caracterizar
a los que se consideraban tipos populares y nacionales era una moda europea,
que entraba a México con una obra similar, publicada primero en Francia hacia
los años cuarenta y luego en España en 1851. En ésta la maja española —que por
cierto también usaba la falda a media pierna— ocupaba el lugar que en México
tenía la china, por su alegría, su incitación al amor y la
permanencia de sus gustos y costumbres, a pesar de sus compromisos
matrimoniales.13
Según Rivera, la china era una criatura linda y
fresca que había salido del pueblo, aunque, apuntó, no se supiera muy bien
"si las mujeres aztecas habían usado las puntas enchiladas o el rebozo
calandrio". Consciente de que muchas mujeres que pertenecían a la
"gente de bien" se ofenderían ante la exaltación de la china "plebeya",
la presentó precisamente como un paradigma que se oponía a la hermosura de las
que querían parecer inglesas, francesas o rusas. Con ellas quería confrontar el
que llamó su "tipo nacional y predilecto". Estaba seguro de que
frente a la china se amostazaban las que usaban corsé y
bullarengue (suplementos de lana y algodón que también se llamaban postizos),
que bebían whisky, bailaban polka, mazurca y usaban guantes y coloretes. En
pocas palabras, la china le parecía un conjunto de
tentaciones, capaz de hacerlo abandonar sus costumbres "pacíficas y
circunspectas" por la soltura y el desembarazo de la que no conocía el
corsé.14
En comparación con las mexicanas delicadas, lánguidas y
románticas, la china no padecía jaquecas, convulsiones de
nervios o desmayos, ni la aquejaban enfermedades morales ni de conveniencia.
Según Rivera, un buen número de piezas de cristal que había recibido del cristalero
era a cambio de una parte de sus atractivos femeninos. Escribió que hasta los
encopetados iban mansitos a la puerta de la casa de las chinas.
Notó también que ya por entonces (1855) empezaban a desaparecer, y que ya no se
les veía tan abundantes como en otros tiempos en la plazuela de Pacheco, en el
paseo de la Retama o en las canoas de Santa Anita. Para Rivera, la
legítima china de castor con lentejuela y camisa mal
encubridora que dejaba ver sus tentaciones entre rosarios, cruces y medallas,
de índole bondadosa y excelente corazón, estaba a punto de ser un tipo que
pertenecería a la historia.15
En general, las mestizas mexicanas también cautivaron a los
extranjeros. Entre otros, el viajero alemán Brantz Mayer describió su cuerpo,
su carácter y el que calificó como "andar de reina", aunque fueran
—dijo— las mujeres más vulgares. Escribió que aunque tenían la cara llenita,
nunca parecían demasiado gordas, y su vivacidad y entusiasmo siempre se veían
moderados y atenuados delicadamente por la suavidad de sus ojos. El color
oscuro de su tez le despertó algunos versos, y no le pasaron inadvertidos el
uso seductor del abanico en sus manos enjoyadas ni sus ojos hechiceros, con los
cuales, según él, ponían en juego una estrategia de graciosa coquetería
"que más de una vez forzó a muchos corazones intrépidos a pedir
merced".16
Para el francés Lucien Biart, que estudió medicina en Puebla hacia
los años cincuenta del siglo XIX, las chinas, a quienes nombró
"hijas ardientes del trópico", eran vivaces, alegres, cariñosas y muy
limpias; su belleza seductora se realzaba con su traje. Llama la atención su
descripción porque no estaba empeñado en convertirlas en un modelo nacional.
Según él, sus blusas con bordados mexicanos empezaban a ser imitadas en Europa.
Las señaló como mujeres jóvenes, robustas y bellas, de tez apiñonada y formas
esbeltas y redondas. Dijo que su modo de caminar era como de "ondulaciones
felinas", audaz, y subrayó su mirada provocadora y húmeda, y su chal de
seda que cubría y descubría sus pechos "con ritmo voluptuoso". Pintó
quizá lo más distintivo de la china al recordar que no era una
mujer fácil, y que necesitaba amar a un hombre para entregarse a él.17 Fue
el único que en su tiempo se refirió al origen del nombre de las chinas:
recogió las ideas vigentes de que se llamaban así por su cabellera rizada —en
México más comúnmente se le llamaba "pelo chino"—, y de que su nombre
aludía al mestizaje no sólo indígena y español, sino también africano, asunto
reflejado sin duda en el gusto de las chinas, que no sólo amaron a
los mexicanos. En 1846 el angloamericano George Ruxton opinaba que las
mexicanas preferían a los "güeros" (palabra con la que se designa a
los rubios en México), así como las sajonas de su país favorecían a los
morenos, aunque resaltó que muchas mexicanas compartían su gusto por los negros
genuinos, según él "muy admirados por ellas".18
¿La china de
Puebla?
Con respecto al origen de la ropa característica de la china,
y a su fuerte presencia en otras regiones de México, incluida la capital, se
discutió durante la época de su esplendor si había sido la ciudad de Puebla el
lugar de su cuna. En los retratos que hizo Claudio Linati en 1828 de los trajes
mexicanos más famosos, no la registró todavía. Fue hacia 1834 cuando el alemán
Carl Nebel oyó decir que el vestido había sido diseñado en Puebla. En una de las
primeras imágenes que dibujó de unas poblanas, las representó vestidas de
castor con lentejuela; esto refleja sin duda una idea que predominó en todos
los que desde el siglo XIX se ocuparon de desentrañar su origen.19 Payno,
por ejemplo, era de la opinión de que a la verdadera china habría
que buscarla en Puebla o en Guadalajara.
Hacia 1849, el mexicano Guillermo Prieto se interesó por
"averiguar la existencia de esa graciosísima especie femenil" y por
lo que llamó "el renombre de esa parte 'resaláa' de la invicta
Puebla". Sin embargo, grande fue su desilusión, porque, según contó, se
vio asimismo como aquel "francés de Cartagena que esperaba ver a todo el
verbo español vestido de torero". Aunque buscaba en cada mujer poblana a
una "china salerosa, con camisa descotada, breve cintura y zagalejo
reluciente", no vio ninguna escena diferente a lo que se podía ver por
entonces en la ciudad de México. Respecto al origen poblano de la china,
llegó a la conclusión de que eran los viajeros "sesudos y gravedosos"
los que buscaban circunloquios para averiguar su presencia en varias regiones
de México.20
Sin embargo, la idea de que el traje era originario de Puebla se
entrelazó en el siglo XX con el relato popular de la historia de una mujer
oriental que por azares del destino fue llevada finalmente a esa región de
México en el siglo XVII. Según Nicolás León, que escribió sobre ella en 1921,
se llamaba Mirra,21 y
había nacido en Delhi, región que se conocía en su tiempo como el Gran Mogol, y
en la Nueva España fue vendida como esclava con el nombre cristiano de Catarina
de San Juan, apelativo que le habían puesto los jesuitas en Filipinas. Apunta
el mismo autor que en Puebla se casó con el "chino esclavo Domingo
Juárez", de donde le vino a ella el sobrenombre de "La china".22 Al
morir, se imprimió su vida y circuló por toda Puebla; como en ella se le
atribuían supersticiones y falsos milagros, la Inquisición la recogió.23 Las
distintas versiones sobre su vida se han elaborado a partir de tres escritos
publicados poco después de su muerte.24 En
uno de ellos se dijo que, aunque se había casado, conservó su virginidad porque
dormía "con separación de lechos", y que a su muerte los poblanos la
consideraron santa multiplicando sus retratos vestida como beata, los cuales
también fueron prohibidos.25 Según
Francisco de la Maza se trataba de una visionaria que fue la única que se
atrevió a pedirle al Señor que no volviera a aparecérsele casi desnudo.26
Aunque durante la primera mitad del siglo XIX en dos ocasiones se
mencionó a Catarina de San Juan en el Calendario de Cumplido para 1840 y
en el Apéndice al diccionario universal de historia y geografía de
Manuel Orozco y Berra de 1855 —que repitió textualmente al primero—, nunca la
llamaron china poblana. Se referían entonces a la vida de esa mujer
originaria de la India, que trascendió porque se decía que hacía obras
piadosas, y porque fue enterrada en 1688 en medio de un cortejo de canónigos y
prelados en la iglesia de la Compañía de Jesús.
Nicolás León se vio precisado a escribir su ensayo, al que
consideraba también un "estudio etnográfico", porque desde fines del
siglo XIX —posiblemente conocía los escritos del coronel poblano Antonio
Carreón en su Historia de la ciudad de Puebla,27 y
de Ramón Mena en Anales del Museo Nacional de México— Catarina de
San Juan fue asociada con el uso del traje de china poblana. Mena
agregó a la leyenda que ella "vestía de zangala de vivos colores durante
los meses calurosos y templados".28 Para
Nicolás León no había indicios que permitieran probar que la manera de vestir
de Catarina de San Juan hubiera influido en el traje de las chinas de
carne y hueso de la primera mitad del siglo XIX mexicano,29 que
se le hacía más parecido al de las manolas españolas de esos tiempos, y negó
que tuviera un origen en el modo de vestir de "las indias mexicanas
antiguas". Apoyó su tesis después de revisar numerosos exvotos de los
siglos XVII y XVIII en varias regiones de México, en los que no encontró el
traje peculiar de las chinas que sí apareció retratado entre
1808 y 1868. Señaló por último que el traje de china se usaba
en el Distrito Federal, en Puebla, en Guadalajara y en Oaxaca.30 Aunque
muchos todavía piensan que a Catarina se debe el origen del traje, como Vito
Alessio Robles, quien escribió que la esclava vestía de "camisa blanca con
finos bordados, zagalejo de franela roja salpicada de brillantes lentejuelas y
chancletas de seda verde",31 hay
otras versiones que vinculan el traje de las chinas con la
ropa de las salmantinas españolas,32 con
la de las indígenas de la Chinantla oaxaqueña,33 con
la de las lagarteranas (de Toledo) y, como se dijo repetidamente desde el siglo
pasado, con la de la maja andaluza.34
Desde tiempos muy antiguos se acostumbraba el uso de abalorios,
aljófares y chaquiras,35 tanto
en el llamado Viejo Mundo, incluidos Asia y África, como en el Nuevo. Es
posible que Catarina de San Juan también usara algún tipo de adornos en su
vestido oriental, del que no quedó ninguna descripción. Una característica de
las chinas mexicanas es que bordaban sus castores con muchas
lentejuelas,36 planchitas
de metal brillante que se pusieron de moda desde fines del siglo XVIII, y sobre
todo a lo largo del XIX,37 como
lo atestigua, entre otros, Francisco de Goya en El pelele, óleo de
1792. En éste representó a unas cortesanas jóvenes muy divertidas que jugaban a
mantear un títere; en él relucen las pinceladas que, como puntos luminosos,
adornan una de las faldas de las lúdicas muchachas. Me parece más cercana la influencia
de la moda impuesta por algunas cortesanas españolas o criollas, con las que al
fin las chinas compartían un cierto estilo de libertad en
asuntos del corazón.
La reputación de las chinas
La moral de los mexicanos que se atribuían el control de las
"buenas costumbres" criticó la libre conducción de la china,
y de paso el uso oficial del vestido de poblana, aunque para algunos cronistas
románticos se tratara ya de un traje nacional. El mismo Payno que sucumbió a
los encantos de la china no pudo terminar su apología poética
sin hacer un juicio. Ella era un tesoro de hermosura en el que predominaban las
buenas cualidades, pero en donde, subrayó, las "malas" índoles se
desarrollaban, como en el lépero, a causa de su educación descuidada.38
Un fandango mexicano del siglo xix. En la imagen se aprecia a una china bailando con
sus atavíos característicos, al son de un arpa.
https://es.wikipedia.org/wiki/China_poblana
La censura también queda referida en el relato de Francis Erskine
Inglis, mujer de origen escocés, que llegó a tierra mexicana como esposa del
hispano Ángel Calderón de la Barca, primer embajador de España en México desde
que el país había logrado su independencia en 1821.39 Contó
en sus cartas que decidió vestir de "poblana" para un baile oficial
en enero de 1840, y que la esposa de un general le obsequió para ello un traje
muy lujoso. Dos señoras le ofrecieron los detalles necesarios de su uso y,
junto con sus consejos, le transmitieron "la satisfacción" que
generaba que hubiera decidido asistir al baile vestida de esa manera.
Sin embargo, el agrado no era compartido por los más moralistas.
Además, el asunto se mezcló con la política y con la imagen que los mexicanos
querían dar a España sobre sus costumbres. A la misma casa de los embajadores
se presentaron tres ministros de Estado, Almonte, Diez Canedo y Gonzaga Cuevas,
para pedirle que desechara la idea de asistir con ese traje porque, le dijeron,
las chinas eran femmes de rien, que "no usaban medias".
La dignidad de la esposa de un ministro español, concluyeron, impedía que se
pusiese ese traje ni aun una sola noche. En una esquela reservada, un hombre
mayor apellidado Arnaíz, que ella definió con ironía como una persona "que
disfrutaba el privilegio de meterse en todo lo que le daba la gana",
insistió en que el traje era el de "una mujer de reputación poco
envidiable". Muchas señoras principales de la ciudad se sumaron a esta
petición, agregando que no era recomendable "en una solemnidad
pública".
Como escribió Antonio Saborit, "la ciudad, abriga[ba] los
fingimientos de su alta sociedad".40 Aunque
en el discurso político criollo de la época del afrancesado presidente
Anastasio Bustamante la reputación de las que portaban el traje de
"poblana" quedó en entredicho, la realidad hubo de contradecirlos. El
traje seguía siendo muy gustado, incluso por las "señoras de alto rango"
en sus fiestas campestres. La misma esposa de Calderón de la Barca dio cuenta
de que una de sus mejores amigas, la señora Adalid, vistió un costoso vestido
de "poblana" en un festejo privado. El conjunto agradó mucho a la
cronista, quien anotó que su amiga se veía muy bonita, y concluyó que el
atuendo "si bien no era a propósito para un baile en la capital, no
despertaba objeciones en el campo".
Desde 1854 el francés Ernest de Vigneaux notó que, en general,
cada vez eran más las mujeres mexicanas que usaban el vestido de seda y el
zapato de raso al estilo europeo.41 Hacia
1873 un cronista poblano sugirió que la desaparición de las chinas y
de su traje se debió a la instalación de las grandes fábricas textiles, que
desmantelaron a las antiguas empresas familiares de tejedores productoras de
los castores, las bandas, los listones, los rebozos, las camisas de algodón y
las chinelas de raso.42 Según
García Icazbalceta, hacia 1899 habían desaparecido "el traje y los modales
que lo distinguían". Las crónicas no dieron cuenta del paradero de sus
portadoras.
Guillermo Prieto, hacia 1870, rememoró que las chinas alborotaban
las conciencias en los días santos de la Semana Mayor, y en relación con la
enagua dijo que "las más características eran las de castor rojo con picos
verdes y salpicadas de brillantes lentejuelas de plata".43 El
mencionar por primera vez los "picos verdes" o forma de zigzag con
que se adornaban las faldas se mezcló en la imaginación de muchos mexicanos con
el dicho "andar de picos pardos", heredado de Francia a través de la
lengua española.44 Aunque
en un principio significaba "bribonear", "perder el
tiempo", para la segunda mitad del siglo XIX se asociaba también con los
goces del sexo ilegítimo. Al analizar una litografía de Carl Nebel que
representa a varias chinas, el crítico de arte Justino Fernández
interpretó que la terminación del encaje de las enaguas en puntas era el
vestido de las "mujeres alegres que usaban trajes de picos", y de
donde, según él, "venía el dicho de andar de picos pardos".45
El Refranero popular mexicano, valga la redundancia,
mexicanizó también la expresión, y la sintetizó con el uso del traje de picos.
Para los lectores de sus páginas, "andar de picos pardos" era ir de
parranda con mujeres casquivanas; aprendieron además que el dicho provenía de
la orden de un presidente municipal de la ciudad de Puebla que obligó a todas
las mujeres de la vida galante a llevar en la parte inferior de la falda
"unos picos de color pardusco".46 Estas
versiones se repiten constantemente en los que reproducen todavía la historia
de las chinas o la de su traje. Picos verdes y puntas enchiladas se
mezclaron con los andares y vestidos de picos pardos, y la memoria histórica de
la china a partir de su ausencia ya no pudo disociarse del
mundo de las meretrices.47
Gracias a las chinas, la sexualidad durante la primera
mitad del siglo XIX fue más allá del binomio matrimonio-prostitución. Ellas se
convirtieron en una especie de heroínas populares del nacionalismo criollo, y
se hizo su apología aunque la doble moral censurara su comportamiento. El
costumbrismo retrataba a grupos sociales que de verdad existían, pero
inauguraba al mismo tiempo con su recreación literaria la construcción de
modelos ideales que, de alguna manera, sirvieron para fortalecer desde entonces
el imaginario nacionalista y unificador.
La memoria de la china siguió presente en las
crónicas liberales de la segunda mitad del siglo XIX, época en la que se
resaltaron los avatares del burdel, las historias de amor y de infortunio de
las mujeres públicas, así como la posibilidad de la redención de su pecado.
Las chinas desaparecieron de la sociedad mexicana al mismo
tiempo que la prostitución se institucionalizaba con reglamentos, políticas
sanitarias y permisiones, y el romanticismo tardío convertía ahora a la
prostituta en la heroína de sus relatos. Con la china se
produjo un proceso curioso: la "impúdica" también tendría una imagen
salvadora. Al tiempo que se asoció su comportamiento con el de las mujeres
públicas, otros ensalzaron su vestido como el traje nacional por excelencia, y
a su portadora como un dechado de los valores de la mujer mexicana. García
Icazbalceta dio cuenta de que para fines del siglo XIX ya estaba perpetuada en
estampas y en figuras de cera o de barro, y que, desde la segunda mitad de
dicho siglo, aparecía en la escena artística como china poblana,
representante del jarabe tapatío48 que
fue considerado baile nacional, a pesar de la gran variedad de otros sones muy
del aprecio de los mexicanos.
La mexicanidad o la salvación de la china
La exaltación nacionalista de la china en el
siglo XX, concretamente entre 1920 y 1940, no cuestiona la leyenda de que
eran poblanas. Cuenta con el antecedente de que, ya durante la
segunda mitad del siglo XIX, se le consideraba representante de la mexicanidad,
y abre sus páginas hacia 1919, con el privilegio que los amantes de la danza
clásica tuvieron, de haber visto a la famosa Ana Pávlova legitimar en baile de
puntas un jarabe tapatío vestida como china poblana.49 La china se
convertiría a partir de entonces en un símbolo de identidad femenina, al
encarnar a la idealizada mujer del charro posrevolucionario,
con el que baila un eterno jarabe tapatío.50 Como
dice Tania Carreño, la china poblana ha ocupado junto a
su charro el "lugar común pero a la vez privilegiado del
carácter de lo mexicano".51 En
la década de los treinta, cuando la figura del charro llegó a
su momento de mayor gloria, la china aparecía abundantemente
en distintos discursos, pero, en segundo lugar, como mera acompañante del
prototipo de la masculinidad mexicana, viril y cumplidora.
Sin embargo, es posible registrar que el origen de su traje siguió
preocupando a algunos que escribieron sus distintas opiniones en los años
veinte y treinta,52 y
también en las dos décadas que siguieron, hasta culminar en 1950 con la más
completa bibliografía sobre la china poblana y sobre Catarina
de San Juan elaborada por Rafael Carrasco Puente.53 En
los años cuarenta, en la escenificación, la composición musical, los poemas,
las leyendas, las reediciones a propósito de la polémica sobre su vestido,54 y
en la película que se llamó China poblana, protagonizada por la
actriz mexicana María Félix, fue reivindicada la china por
ella misma, dignificación en la que curiosamente no hubo charros.
Es interesante detenernos en el filme que se estrenó el 12 de
abril de 1944 y estuvo dos semanas en la cartelera del cine Lindavista.55 No
se puede encontrar ahora una copia en los acervos de las filmotecas, pero
registró su paso una crítica periodística que no fue muy favorable, y una
portada de Revista de Revistas de ese año que ofreció el
retrato de la Félix vestida como las chinas de la primera
mitad del siglo XIX. Se trata de una síntesis de las distintas versiones que
alimentaron el imaginario mexicano durante los siglos XIX y XX sobre la china
poblana y sobre Catarina de San Juan, y, a partir de esta última
centuria, de la identificación de ambas.
https://es.wikipedia.org/wiki/China_poblana
Conocemos algunos datos del guión a partir de las investigaciones
de Emilio García Riera,56 quien
dio cuenta de que el de la china no era el único traje que la
actriz usaba, pues compartía el papel estelar con el de la mujer del primer
embajador español en México, nombrada en la película "Marquesa",
durante aquel episodio de su vida en enero de 1840, cuando quería asistir a un
baile oficial vestida como poblana. Aunque la esposa de Calderón no
fue Marquesa hasta el año de 1876, esto no importó en la historia necesitada de
títulos de nobleza para calar más hondo en el sentimiento popular. Con las
dudas de la "aristócrata" sobre cómo vestirse para la fiesta empezaba
la cinta, lo que daba pie a que se recordara la ideología de los más
conservadores que, durante el siglo XIX, rechazaron el traje de las chinas por
considerarlas "mujeres de nada", y al mismo tiempo el imaginario que
las asociaba con las prostitutas desde fines del siglo XIX y a lo largo del XX.
Afortunadamente, ella se permitía dudar de las críticas porque oyó la historia
de Catarina de San Juan, quien protagonizó un tórrido pero breve romance
—aunque en realidad Catarina odiaba y temía el sexo—,57 y
terminó sus días en éxtasis en un convento en el que murió en olor de santidad
vestida de monja. Con este argumento renovaban la vieja idea de la sociedad
masculina de que la mujer era "santa" o "puta", en una
permanente ola que iba y venía de la degradación a la sacralización porque
incitaba al pecado y a la condena, pero tenía también la posibilidad de la
salvación en el amor y la caridad. Después de imaginar a Catarina, la
"Marquesa" aparecía en el baile en traje de china,
desafiante de los prejuicios morales contra ellas. Recordaba que las historias
de santas-enamoradas-vestidas-como-meretrices seguían presentes en el gusto de
los creadores de estereotipos y en sus públicos, pero también que era posible
el equilibrio entre los polos, del que habla por sí sola la historia de
las chinas mexicanas.
Epílogo
García Icazbalceta sugirió que el vocablo "china" era de
origen americano, más precisamente quechua, con el que en el México antiguo se
nombraba a las niñas y a las muchachas. Esto se ha aceptado generalmente,
aunque persiste la duda respecto del paso de esa lengua al Valle del Anáhuac o
a otras regiones más al sur. Lo que sí se puede documentar es que en el siglo
XVI, en casi todos los países del continente, los españoles designaban con esa
palabra primero a las mujeres indígenas, y luego a las mestizas que contrataban
como criadas o mancebas. Las fuentes indican también para la época colonial que
el vocablo chino o china se aplicaba al hijo
de negro e india en la ciudad de Puebla, y que, en los siglos XVII y XVIII,
decir mulato o chino era decir lo mismo.58.
En cuanto a la herencia indígena que podrían tener las chinas,
es posible establecer algún lazo con los pormenores de la vida amorosa del
México prehispánico. Roberto Moreno de los Arcos escribió sobre las "ahuianime o
alegradoras" en un documentado trabajo en el que destacó el hecho de que
había tantas palabras para definir a la "mujer deshonesta" como a la
"carnal y lujuriosa" o a las que llamaron "prostitutas
honestas",59 y,
tal vez, las segundas podrían tener algo que ver en la memoria de una parte de
la historia familiar y social de las chinas. Tampoco descarto la
posibilidad de que su traje contara con algunos elementos del mundo indígena
colonial mexicano, como la camisa de algodón y las llamadas puntas enchiladas o
enaguas bordadas, como puede apreciarse en una litografía sobre el modo de
vestir de una mujer indígena durante la primera mitad del siglo XIX.60
Del mundo español, las chinas heredaban el sentir
de los que se acogían al "remedio de los desesperados de España de pasar a
las Indias", al decir de Miguel de Cervantes en "El celoso
extremeño", donde según él las nuevas tierras eran además "añagaza de
mujeres libres".61 Se
acercaban también a lo hispano, con sus rasgos muy similares a los de las majas
y manolas de Andalucía y Madrid, que florecieron por los mismos tiempos que
las chinas.62 Para
los hombres españoles, los cabellos de las mujeres morenas suscitaban
enamoramiento, sobre todo si eran rizados,63 y
no eran otros los cabellos de las chinas.
Durante la primera mitad del siglo XIX, una de las clasificaciones
llamadas "eruditas" elaborada para designar a las múltiples
"castas" producto del variadísimo mestizaje mexicano decía que
el chino surgía de la relación de la española con el morisco,
siendo éste, a su vez, el que nacía de los amores de mulatas con españoles.64 La
hipersensualidad de las mujeres negras era un asunto abundantemente tratado en
todo tipo de fuentes tanto españolas como americanas, y es una herencia también
en la manera de ser de las chinas. Los hombres y mujeres hispanos
no adquirieron en América la costumbre de mezclarse con africanos y africanas.
La sociedad española del siglo XVI, sobre todo la andaluza, también contó con
un fuerte grupo negro que se fue mezclando al pasar el tiempo.65 La china mestiza
que floreció en México entre 1840 y 1855 superponía en el imaginario del país
el mundo amoroso de sus ramas indígena, española y africana, pero, al mismo
tiempo, el del español y negro propio de la España que conquistó y repobló al
"nuevo continente".
La notoria africanidad de las chinas mexicanas
fue un rasgo compartido con otras chinas de América a lo largo
del siglo XIX. En Uruguay y en Argentina, por ejemplo, eran las mujeres de los
gauchos. Según Fernando Assunçao, desde los tiempos heroicos de las patriadas
del gauchaje seguían a los soldados como miliqueras o cuarteleras.66 Aunque
este autor dijo que la china de la toldería era "india
pura, harapienta y hedionda",67 nuevas
investigaciones han demostrado que entre las chinas cuarteleras había
criollas, algunas indias, pero sobre todo muchas morochas, zambas, negras, y de
"infinitas variaciones étnicas, que surgieron de la convivencia y la
mestización" de los indígenas con los europeos y los africanos en
Argentina y Uruguay a partir del siglo XVI. En la época del dictador argentino
Rosas, contemporáneo por cierto del mexicano López de Santa Anna, los
descendientes de más fuerte presencia negra formaban parte de las tropas
oficiales.68 Su china les
era fiel; los seguía de cuartel en cuartel; de guerra en guerra, en las buenas
y en las malas; eran sus esposas, amantes, novias, parejas estables o
momentáneas, y a sus cuartos iban los soldados y en general los hombres solos de
las pampas a buscar compañía. Como las chinas mexicanas, las
argentinas y uruguayas se caracterizaron por favorecer en sus reuniones la
música y el baile.69
Las chinas de México han trascendido a su propia
historia. El gusto por perpetuar su imagen desde la segunda mitad del siglo XIX
está fuertemente emparentado con su mundo amoroso y con su leyenda forjada
desde el primer escrito de 1843 sobre ellas. Aunque en nuestros tiempos se ha
olvidado su origen, la ideología oficial se apropió de su figura, porque
reconocía y sigue reconociendo el gusto natural por ellas manifiesto en las
niñas que la encarnan en bailables, de las que queda el recuerdo con la
indispensable pose en un estudio fotográfico. También por el hecho de ser
representantes de las tres ramas más importantes del mestizaje mexicano, y
porque siempre han sido bailadoras de jarabes. Finalmente porque en su ropa
llevan los tres colores de la bandera mexicana: el verde, el blanco y el rojo,
en atuendos en los que suele ondear desde fines del siglo XIX el águila
nacional bordada con lentejuelas, entre picos verdes y puntas enchiladas.
La china ha perdurado, asimismo, por decidirse que era la
compañera imaginaria del charro. Pero más allá de los "machotes" con
los que se ha asociado, vale la pena recordar a aquellas de las que escribió
Guillermo Prieto que "alegraban las almas y sostenían la bandera de la
tradición apasionada".70 Asuntos
que no suenan nada mal en la inquietante pregunta sobre los fundamentos de la
identidad, que para el género femenino tiene en las chinas una
parte muy lúdica. Sin duda, ella aporta otros valores a un estereotipo
nacionalista que, a pesar de serlo, se resiste a morir en la cultura popular de
los mexicanos.
Notas
* Una
parte de este trabajo fue presentada como ponencia en el IX Congreso
Internacional de Historia de América: Extremadura y América, pasado, presente y
futuro, en la mesa dedicada a las mujeres. El congreso se llevó a cabo en las
ciudades extremeñas de Badajoz, Jerez de los Caballeros y Zafra del 25 al 29 de
septiembre de 2000. Esa primera versión siguió creciendo hasta llegar a la que
ofrezco ahora. Agradezco al doctor Sergio Ortega Noriega sus valiosos
comentarios a este texto, y a Cecilia Gutiérrez Arriola y a Maricela González
por haber tomado las fotografías que lo acompañan.
1.
Julia Tuñón, El álbum de la mujer, 1821-1880, vol. 3,
México, Instituto Nacional de Antropología e Historia, 1991, p. 22.
[ Links ]
2.
Para conocer lo que sucede entre 1920 y 1940 con la china en
tanto símbolo de mexicanidad, véase Ricardo Pérez Monfort, "Indigenismo,
americanismo y panamericanismo en la cultura popular mexicana de 1920 a
1940", en Cultura e identidad nacional, México, Fondo de
Cultura Económica, 1994, pp. 348-349;
[ Links ] y
del mismo autor, Juntos y medio revueltos. La ciudad de México durante
el sexenio del general Cárdenas y otros ensayos, México, Universidad Obrera
y Socialista, 2000, pp. 53-79 y 165-167.
[ Links ] También
es importante en este sentido el trabajo de Aurelio de los Reyes, "El
nacionalismo en el cine, 1920-1930. Búsqueda de una nueva simbología",
en IX Coloquio Internacional de Historia del Arte. El
nacionalismo y el arte mexicano, México, Universidad Nacional Autónoma
de México, Instituto de Investigaciones Estéticas, 1986, pp. 271-292.
[ Links ]
3.
Mathieu de Fossey, Le Mexique, París, Henri Plon Editeur, 1857, p.
550. [ Links ]
4.
Joaquín García Icazbalceta, Vocabulario de mexicanismos, México,
Tipografía y Litografía La Europea, 1899.
[ Links ] Véase china.
5.
Manuel Payno, Los bandidos de Río Frío, México, Porrúa, 1945.
[ Links ]
6.
Payno, "Viaje a Veracruz", en El Museo Mexicano, México,
1844, t. III, pp. 233-235.
[ Links ]
7.
Sin embargo, García Icazbalceta no estaba de acuerdo con que Payno les asignara
como compañero al "lépero sucio y malhechor".
8.
"Araña" era según García Cubas una manera de nombrar a las
meretrices. Véase El libro de mis recuerdos, México, Imprenta de
Arturo García Cubas, 1904.
[ Links ] Cito
aquí la edición de México, Patria, 1950, p. 440.
9.
Guillermo Prieto, Memorias de mis tiempos, 1828-1840,
México, Porrúa, 1985, p. 127.
[ Links ]
10. Ibidem,
pp. 151-153 y 191.
11.
Niceto de Zamacois, "Mercado de Iturbide, antigua plaza de San Juan",
en México y sus alrededores, México, Decaen, 1855-1856, p. 31.
[ Links ]
12.
José María Rivera, "La china", en Los mexicanos pintados por
sí mismos, México, Símbolo, 1946, edición facsimilar de: México, Imprenta
de M. Murguía y Compañía, 1854.
[ Links ] Lleva
este año cuando la obra en realidad se concluyó en 1855.
13. Los
españoles pintados por sí mismos, Madrid, Gaspar y Roig Editores, 1851, p.
216. [ Links ]
14.
El no usar corsé es una característica que en general se atribuye a las
mestizas mexicanas. Rivera apunta que si la china viera un
corsé, pensaría que era un instrumento para "el martirio de santa Úrsula y
sus once mil vírgenes".
15. Ibidem,
pp. 90-99.
16.
Brantz Mayer, México, lo que fue y lo que es, México, Fondo de
Cultura Económica, 1953 [1a. edición: 1844], pp. 77-79.
[ Links ] Mayer
vino a México en calidad de secretario de la legación norteamericana el 12 de
noviembre de 1841, y estuvo aquí un año.
17.
Lucien Biart, La tierra templada, escenas de la vida mexicana 1846-1855,
México, Jus, 1959, pp. 250-251.
[ Links ]
18.
George Ruxton, Aventuras en México, México, El Caballito, 1974, 245
pp., p. 63. [ Links ] Ruxton
vino a México en 1846. La primera edición de su libro, en inglés, data de 1847.
Era miembro de la Royal Geographical Society y de la Ethnological Society.
19.
Carl Nebel, Viaje pintoresco y arqueológico sobre la parte más
interesante de la República Mexicana en los años transcurridos desde 1829 hasta 1834,
prólogo de Justino Fernández, México, Porrúa, 1963.
[ Links ] La
primera edición de esta obra data de 1835.
20.
Guillermo Prieto, "Ocho días en Puebla", en El Siglo Diez y
Nueve, 22 de julio de 1849.
[ Links ]
21.
La ortografía de este nombre varía en las distintas fuentes que se ocuparon de
ella. Yo empleo la que usó el Calendario de Cumplido para 1840.
22.
Nicolás León, "Catarina de San Juan y la china poblana", en Cosmos,
1921-1922, reproducido por Vargas Rea, México, 1946, p. 25.
[ Links ]
23. Ibidem,
p. 23.
24.
Francisco de la Maza, Catarina de San Juan, México, Conaculta,
1990, pp. 26-27. [ Links ] Se
trata del Sermón del jesuita Francisco de Aguilera de 1688; de
los tres volúmenes del jesuita Antonio Ramos, Prodigios de la
omnipotencia y milagros de la gracia en la vida de la venerable sierva de Dios
Catharina de S. Joan, de 1689, 1690 y 1692, y de Compendio de la
vida y virtudes de la venerable Catarina de San Juan del Br. José del
Castillo Graxeda, de 1692. Ramos y Graxeda fueron confesores de Catarina.
25. Enciclopedia
de México, director J. Rogelio Álvarez, edición especial para Encyclopaedia
Britannica de México, México, 1993, t. IV.
[ Links ] Véase
Catarina de San Juan.
26.
Francisco de la Maza, op. cit., p. 83.
27. Enciclopedia
de México, op. cit.
28.
Ramón Mena, "La china poblana", en Anales del Museo Nacional
de México, 1907, p. 580.
[ Links ] Este
trabajo se reprodujo al año siguiente en las Memorias de la Sociedad
Alzate, vol. XXVI, núm. 7, pp. 243-247.
[ Links ]
29.
Esta versión es también la de Hugo Leicht, Las calles de Puebla, op.
cit. Manuel Toussaint afirmó que todavía en 1828 el traje de la china no
existía como "símbolo popular", en el prólogo a la edición de Claudio
Linati, Trajes civiles, militares y religiosos de México [1a.
edición: Bruselas, 1828], México, Universidad Nacional Autónoma de México,
1956. [ Links ] Véase
también Catarino Gómez Bravo, "La china poblana", en El
Universal, 1952, [ Links ] y
la Enciclopedia de México, op. cit., en
cuya edición de 1978 hay un grabado de 1841 de una china.
30.
Nicolás León, op. cit., p. 80.
31.
Véase Vito Alessio Robles, Acapulco en la historia y en la leyenda,
México, Imprenta Mundial, 1932,
[ Links ] texto
reeditado por la editorial Botas en 1948, p. 155 de la edición de Botas. Véase
también José Manuel López Victoria, Leyendas de Acapulco, 1942;
Louise A. Stinetorf, La china poblana, Nueva York, Bobbs-Merril
Company Inc., 1960, [ Links ] y
Humberto Musacchio, Diccionario enciclopédico de México ilustrado,
México, Andrés León, 1989,
[ Links ] t.
1.
32.
Anónimo, "Verdades que duelen. México se está volviendo una ciudad sin
relieve", en El Ilustrado, 26 de octubre de 1933.
[ Links ]
33.
Manuel de J. Solís, "Origen verdadero del traje de china poblana",
conferencia de la Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística, 1942.
[ Links ]
34. Enciclopedia
de México, op. cit., pp. 773-775.
35.
En el Diccionario de autoridades de la Real Academia Española, Madrid,
Gredos, 1964, edición facsimilar de la de 1726,
[ Links ] queda
registrado que la chaquira era el grano de aljófar, abalorio o vidrio muy
menudo. Dice que en el Perú los había de oro hueco y que eran piezas de tanta
pequeñez que fueron admiradas en España. Se ha repetido que las chaquiras eran
llevadas por los españoles para vender a los indios del Perú: véase, por
ejemplo, J. García Icazbalceta, op. cit. Me interesa resaltar el
hecho de que en América ya se conocía ese tipo de adornos antes de la llegada
de los españoles, aunque la palabra chaquira se empleara a partir de la
conquista.
36.
La voz lentejuela venía de "lenteja" (paillette) que en una de
sus múltiples acepciones significaba, desde el siglo XIV, pequeño tallo de oro
o de plata con que se decoraba un vestido. Las lentejuelas eran unas diminutas
planchitas de metal, por lo general redondas y con un agujero en medio, por el
que se cosían a las telas para que éstas destellaran con el movimiento del
cuerpo, Dictionnaire historique de la langue française, vol. M-Z,
París, Le Robert, 1992, p. 1402.
[ Links ]
37.
La primera vez que un diccionario registra la palabra lentejuela es en 1786.
Véase Esteban de Terreros y Pando, op. cit. J. Corominas dice que
se registró académicamente desde 1817 (Diccionario etimológico, castellano e
hispánico, Madrid, Gredos, 1980).
[ Links ]
38.
Payno, Viaje a..., op. cit., p. 235.
39.
Francis Calderón de la Barca, La vida en México, t. I, México,
Hispanoamericana, s. f., pp. 110-111, 117-119 y 324-325.
[ Links ]
40.
Antonio Saborit, "Tipos y costumbres. Artes y guerras del callejero
amor", en Nación de imágenes, la litografía mexicana del siglo XIX,
México, Museo Nacional de Arte, 1994, p. 62.
[ Links ]
41.
Ernest de Vigneaux, Viaje a México, México, Secretaría de Educación
Pública, 1982, p. 57. [ Links ]
42.
Anónimo, El ferrocarril mexicano, estudios de economía política al
alcance de todos, Imprenta del Hospicio de Puebla, 1873, pp. 42-43.
[ Links ]
43.
Guillermo Prieto, "Semana Santa de antaño", reproducido en La
Colonia Española, el 14 de abril de 1879.
[ Links ]
44.Esteban
de Terreros y Pando, Diccionario castellano con las voces de ciencias y
artes, Madrid, [ Links ] imprenta
de la viuda de Ibarra, hijos y compañía, 1786. Dice que viene del
francés: Chercher des becs dans l'oscurité.
45.
Justino Fernández, prólogo a la edición de Carl Nebel en 1963, op. cit.,
pp. X-XI.
46.
Miguel Velasco Valdés, Refranero popular mexicano, México, Costa
Amic, 1998, p. 131. [ Links ]
47.
Hugo Leicht dice en 1934 que la voz china quería decir
"niña, muchacha, mujer del pueblo bajo, criada, mujer india, querida,
mujer pública", en Las calles de Puebla, Puebla-México,
imprenta A. Mijares y hno., pp. 112-113; [ Links ] Gonzalo
Aguirre Beltrán, en La población negra de México, México, Fondo de
Cultura Económica, 1946, p. 179,
[ Links ] dice
que en el siglo pasado "China, lépera o prostituta connotaban una misma
cosa".
48.
García Icazbalceta, op. cit.
49.
Alberto Dallal, La danza contra la muerte, México, Universidad
Nacional Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Estéticas, 1993, pp.
99-103. [ Links ] La
Pávlova no fue la única artista extranjera que vistió el traje: hacia 1936 la
ecuatoriana conocida como La Montalva bailó sobre un sombrero vestida de china en
Bellas Artes, después de haber triunfado con el mismo baile en el Town Hall de
Nueva York, Alberto Dallal, La danza en México en el siglo XX,
México, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, 1994, pp. 59 y 65.
[ Links ]
50.
No sólo la chinaestá asociada al charro. También
aparece en la escena como su compañera la mexicana "Adelita" o la
mujer vestida de "charra".
51.
Tania Carreño King, El charro, la construcción de un estereotipo
nacional (1920-1940), México, INEHRM, Federación Mexicana de la Charrería,
2000, p. 19. [ Links ]
52.
Véase Luis Castillo Ledón, "La china poblana", en El
Universal, año IX, t. XXX, p. 3;
[ Links ] Enrique
Fernández Ledesma, "La china poblana a través de los tiempos",
en Excélsior, 30 de enero de 1927;
[ Links ] Frances
Toor, Mexican Folkways, México, Talleres Gráficos de la Nación,
1930, [ Links ] en
donde se reproduce un grabado de J. G. Posada que representa a una china bailando
el jarabe; el artículo anónimo "El jarabe, baile de la china
poblana", en Anales del Museo Nacional de Arqueología, t. II,
1937; [ Links ] y
de Magdalena Mondragón, "Los vestidos mexicanos y su origen",
en Hoy, año I, vol. IV, 1938.
[ Links ]
53.
Rafael Carrasco Puente, Bibliografía de Catarina de San Juan y de la
china poblana, México, Secretaría de Relaciones Exteriores, 1950;
[ Links ] libro
reeditado un año después en Puebla por el grupo literario Bohemia Poblana.
54. Ibidem. Este
autor señala para la década de los cuarenta, además de los que ya he citado,
Gregorio de Gante, "China poblana", escenificación en el recital
poético en honor del ejército, en El Universal, núm. 9255, 26 de
abril de 1942; [ Links ] José
Rubio Contreras, "La china poblana", poesía, en Poetas y escritores
poblanos, Puebla, Casa Editora Nieto, 1943;
[ Links ] "La
china poblana" del compositor Roberto Parra Gómez, 1944; Enrique Cordero,
"Puebla, ciudad de leyendas", en Revista de Revistas, 7
de abril de 1947, [ Links ] y
del mismo autor "Catarina de San Juan y la china poblana", en Bohemia
Poblana, núm. 7, Puebla, diciembre de 1948.
[ Links ]
55.Clasa
Films, dirección de Fernando Palacios, argumento cinematográfico de Santiago
Ureta, adaptado por Fernando Palacios; intérpretes: María Félix, Miguel Ángel
Ferriz, Tito Novaro, José Goula, Miguel Inclán, Gloria Iturbe, Antonio R.
Frausto; filmada en agosto de 1943.
56.
Emilio García Riera, Historia documental del cine mexicano, 1943-1945,
vol. 3, México, Universidad de Guadalajara, 1992, pp. 62-63.
[ Links ]
57.
Francisco de la Maza, op. cit., p. 82.
58.Gonzalo Aguirre Beltrán, op. cit., p. 179. Por
su parte, María Concepción García Sáiz en Las castas mexicanas. Un
género pictórico americano, México, Olivetti, 1989, pp. 27 y 47,
[ Links ] analiza
más de cincuenta series de pinturas de castas durante el siglo XVIII y propone
una tabla taxonómica en la que chino puede ser el descendiente
de lobo y negra, de lobo e india, de mulato e india, de coyote y mulata, de
español y morisca, y de chamicoyote e india. Señala además que la india es la
única que mantiene su identidad en todos los cuadros, mientras que las mezclas
tienen varias posibilidades. Agrega a la china cambuja como
producto de negro e india y al chino albarazado como resultado
de la unión del barcino y la mulata.
59.
Roberto Moreno, "Las ahuianime", en Historia
Nueva, núm. 1, México, Fournier, 1966, pp. 14-15.
[ Links ] En
náhuatl, a las personas carnales y lujuriosas se les designaba ahuilnenqui,
que quiere decir, según Moreno de los Arcos, "la que da placer en
vano" o "la que en vano retoza con la gente". En "Amor
venal II" en Sábadode Unomásuno, 7 de mayo de
1994, [ Links ] el
mismo autor señala al respecto que parece obvio que no se está tratando de
prostitutas propiamente dichas, sino simplemente de mujeres lujuriosas.
60.Véase India
frutera de Edouard Pingret. Como ha señalado María José Esparza
Liberal en "El jarabe, la representación plástica del baile popular",
en Jarabes y fandanguitos, imagen y música del baile popular,
México, MUNAL, marzo-abril de 1990, p. 30,
[ Links ] a
pesar del romanticismo que priva en los viajeros y de que a muchas de sus obras
les pusieron los títulos con posterioridad, es posible apreciar en la pintura
una rica amalgama de imágenes que nos acercan al objeto estudiado, sea el
baile, sus personajes o su atuendo.
61.
Miguel de Cervantes, "El celoso extremeño", en Novelas
ejemplares, México, Porrúa, 2000, p. 165 [1a. edición: 1613]
[ Links ].
Véase también de este autor la novela ejemplar "La gitanilla", mujer
joven, bailadora, que se jactaba de que en asuntos de amores, con ella andaba
siempre la libertad desenfadada sin dejar de ser honesta, pp. 7 y 17.
62.
Un diccionario de la lengua castellana de 1846 decía de la maja que era una
persona que no pertenecía a la gente fina, y "que afectaba libertad y
guapeza", Novísimo diccionario manual de la lengua castellana,
Barcelona, Imprenta del Fomento, 1846.
[ Links ]
63.
Un piropo dice: "Olé la garlopa que echó fuera esa viruta", en José
Manuel Gómez Tavanera (editor), "El curso de la vida en el folklore
español", en El folklore español, Madrid, Instituto Español de
Antropología Aplicada, 1968, p. 106.
[ Links ]
64.
Gonzalo Aguirre Beltrán, op. cit., p. 177.
65.
Isidoro Moreno, "Plurietnicidad, fiestas y poder: la presencia negra en
Andalucía y América Latina", ponencia presentada en las VIII Jornadas
Internacionales "Inca Garcilaso". ¿Préstamos interculturales? El
mundo festivo en España y América, Montilla, Córdoba, 20 a 23 de septiembre de
2000. [ Links ] Dice
este autor que aunque la historia de los negros ha sido silenciada en España,
puede probarse por lo menos en la sociedad andaluza del siglo XVI que la
plurietnicidad se reforzaba con la presencia de un 10% de negros, que se fueron
mestizando a lo largo del tiempo hasta quedar sólo en la población como simples
rasgos fenotípicos.
66.
Fernando O. Assunçao, El gaucho, Montevideo, Nacional, 1963, p.
540. [ Links ]
67. Ibidem,
p. 214.
68.
Andrés M. Carretero, Tango, testigo social, Buenos Aires, Peña
Lillo, Ediciones Continente, 1999, p. 26.
[ Links ]
69.
Que en el caso sureño de América significó un antecedente más que se suele
agregar a la historia de los espacios sociales amorosos donde fue surgiendo el
tango. Ibidem, pp. 26, 32 y 138.
70.
Guillermo Prieto, Memorias de mis tiempos, op. cit., p.
127.
https://www.scielo.org.mx/scielo.php?script=sci_arttext&pid=S0185-12762000000200004
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