La mitad del Universo. La fuerza femenina en los códices
mixtecos
Los dioses celestes viven arriba, sobre la franja de la que
cuelgan los astros, en el techo del mundo; abajo, los hombres pueblan el plano
horizontal de la Tierra. El inframundo es el lugar de los muertos y de las
divinidades frías y acuáticas. Así urdieron su cosmografía los indígenas
mesoamericanos antes del contacto con los europeos. Esa forma del orden que
explicaba la estructura vertical del Universo era reflejo de uno de los
arquetipos más antiguos y duraderos de la historia humana.
Este mapa mental del orden señala que el mundo no siempre fue así.
En el origen, antes de la creación del tiempo y de la invención del calendario,
la inmóvil deidad pareja, con su doble naturaleza femenina y masculina, decidió
partir al Universo y unir sus distintos niveles en sus extremos, en los ejes
del Cosmos: en los planos superiores quedaron las fuerzas masculinas,
calientes, luminosas, secas; en los invisibles bajo tierra, los poderes femeninos,
oscuros, húmedos, los relacionados con la muerte. Universo dinámico que juntaba
ambas fracciones de la naturaleza a través de esos axis mundi para
crear el ciclo de la vida y la fertilizante muerte; la idea de un tiempo que
corre a velocidades distintas para los dioses y para los hombres influía en el
territorio de las creaturas: estrellas, animales, plantas, piedras, los seres
humanos...
Xochiquétzal: la diosa del amor y la belleza. Tlazoltéotl: la
diosa de la pasión y la lujuria
El Significado en la cosmología
azteca
Para
comprender el significado en la cosmología azteca, es importante tener en
cuenta la visión que tenían los antiguos mexicanos sobre el amor y la
sexualidad. A diferencia de las concepciones modernas, los aztecas consideraban
que existían deseos permitidos y deseos prohibidos, y cada uno de estos
correspondía a una de las diosas.
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Xochiquétzal
representaba los encuentros juveniles, espontáneos y libres. Su belleza era
alabada y se decía que era preciosa como una flor. Era vista como una diosa que
inspiraba amor y atracción, especialmente entre los jóvenes. Su conexión con la
naturaleza y su papel en la fertilidad la convertían en un símbolo importante
en la sociedad azteca.
Tlazoltéotl,
por otro lado, era una diosa temida y venerada. Su papel como purificadora de
los pecados sexuales la convertía en una figura importante en los rituales de
confesión y penitencia. Su apariencia y su asociación con la lujuria reflejaban
la importancia que los aztecas otorgaban a la pasión y el deseo carnal.
Xochiquétzal
y Tlazoltéotl son dos diosas destacadas en la mitología azteca, cada una
representando diferentes aspectos del amor y la sexualidad. Mientras
Xochiquétzal personifica la belleza, la juventud y los encuentros libres,
Tlazoltéotl es una deidad de la pasión y la lujuria, pero también de la
purificación y la penitencia.
Aunque invisibles, los dioses fueron descritos físicamente,
plásticamente: no se descuidó representarlos cargados de signos de identidad;
con cuidado en los detalles se reprodujeron maneras, colores, gestos,
circunstancias, atavíos, entre otras características que se conocen o que se
adivinan y que daban cuerpo a un vocabulario cuya lectura conjuntaba el
aprendizaje de los códigos artísticos y la memorización de sus largas
biografías. Además, los dioses eran previsibles: su ubicación en el Cosmos
marcaba las vidas de los hombres, sus costumbres religiosas y sus prácticas
políticas. Esta cosmogonía era sobre todo una teogonía. Y la historia envuelta
en esta teogonía se desdoblaba en el trazo de líneas genealógicas que
legitimaban dinastías gobernantes y en relatos un poco amargos del poder.
El complicado entramado de fuerzas divinas y sus extensiones
terrestres y humanas es el núcleo de la aventura interpretativa a que invitan
Cecilia Rossell y María de los Ángeles Ojeda Díaz en su libro Las
mujeres y sus diosas en los códices prehispánicos de Oaxaca. Su punto
de partida permite entender extrañas historias de símbolos y de ejercicios
pautados del poder: encaminadas al estudio de las fuerzas femeninas, orientan a
la comprensión de la mitad del Universo, el de las divinidades maternas, de sus
lugares en el panteón antiguo, sus características singulares y proyecciones
generales de fertilidad y muerte, sus facetas guerreras y los modelos femeninos
que determinaban conductas y vidas completas en una sociedad preocupada por
mantener el equilibrio del Cosmos, siendo a su vez el manjar de los dioses.
Autoras de un buen número de estudios especializados sobre los
documentos pictográficos indígenas, Rossell y Ojeda buscan ahora ampliar el
horizonte de lectores por medio de un libro de divulgación que llega a los
simples interesados en la historia antigua de Mesoamérica. Por cierto que este
libro no se rebaja a la autocomplacencia de las descripciones fáciles, sino que
busca dar un paso adelante de los conocidos análisis ya clásicos de Alfonso
Caso y sus revisionistas.
Rossell y Ojeda escogieron elaborar sus explicaciones a través del
fascinante y todavía abierto estudio de los documentos pictográficos
oaxaqueños. De estilo iconográfico conocido como Mixteca-Puebla,
"compartido por varias etnias que lo adaptaron a su cultura visual y a sus
lenguas", la exactitud de sus trazos que abreviaban símbolos y la riqueza
de sus paletas se desdoblaron hacia el último tramo prehispánico como un estilo
internacional que abarcó todo el altiplano central de México. Estos
códices fueron, quizás, el cuerpo narrativo de la civilización indígena desde
el Epiclásico (700-900 d.C.), con pleno desarrollo durante el Posclásico
(900-1500 d.C.) hasta mediados del siglo XVI.
Representa
una de las deidades más siniestras de la cultura mexica debido a su
representación sin cabeza y un par de serpientes en la parte superior que
simulan la sangre que brota de la herida; poseía cráneos, manos y corazones
humanos en medio de su cuerpo y una falda hecha de serpientes entrelazadas. Es
la diosa terrestre de la vida y la muerte y la madre de todos los dioses del
panteón azteca. Su hijo Huitzilopochtli fue quien la defendió valerosamente de
sus hijos que la querían matar encabezados por Coyolxauhqui. El motivo fue que
mientras Coatlicue hacía penitencia en el cerro de Coatepec, del cielo
descendió un hermoso plumaje que la diosa tomó en sus manos y guardó en su
seno. Cuando lo buscó para observarlo, se dio cuenta de que estaba embarazada,
lo que provocó la ira de sus hijos. La escultura fue encontrada en 1790 en las
obras de remodelación de la Plaza Mayor de la capital de la Nueva España.
https://culturacolectiva.com/historia/diosas-azteca-que-son-simbolo-de-vida-belleza-y-muerte/
Dos conjuntos de documentos de este estilo sobrevivieron a la
incuria y a las violencias de la historia: el Grupo Borgia y los códices
mixtecos, "valioso acervo con doce de los diecisiete códices prehispánicos
que sobrevivieron a la destrucción causada por la invasión europea. Sus
relatos, relacionados entre sí por narrar distintos fragmentos de una misma
historia, permiten reconstruir secuencias dinásticas y aun completar perfiles
biográficos".
Las autoras dividieron el trabajo en dos ensayos principales —los
dos primeros capítulos— y un glosario de divinidades a manera de apoyo. El
primer capítulo, de Cecilia Rossell, toma como base el análisis iconográfico y
epigráfico de las primeras ocho a nueve páginas del Códice Selden, de
las llamadas Historias de linajes o Tonindeye (término
que, por su significado literal, recuerda a Shakespeare: "relatos de reyes
difuntos") del Grupo Borgia, y completa su reconstrucción con las
secuencias paralelas del Códice Vindobonensis, el Becker I y
el Códice Colombino. La historia que aquí se cuenta es parte
de la del reino de Yucu Añute o Xaltepec en la lingua
franca náhuatl, en una suerte de culto a los ancestros por medio de la
lectura de escritos míticos, épicos y biográficos que pueblan la historiografía
prehispánica de la Gente de las Nubes —significado del gentilicio mixtecos—.
En ellos se narran desde el origen mítico de dos ancestros que nacen de la
tierra y de un árbol, los rituales que explican el carácter poderoso y sagrado
del fundador del linaje, la sucesión y alternancia de gobernantes entre las
líneas femeninas y masculinas, "hasta llegar al siglo XI, cuando en la
tercera dinastía resalta la participación de tres grandes mujeres: la reina 9
Viento —Q Chi—, de su hija, la princesa guerrera 6 Mono —Ñu Ñuu—
y la poderosa sacerdotisa 9 Hierba —Q Cuañe—, quien era su consejera y
protectora".
Un pertinente paréntesis de entrada permite al lector común entrar
en los cotos vedados de la especialización: Rossell explica de manera sencilla
estilos, formas, facturas y sistemas de escritura de los documentos
pictográficos indígenas, llave primera para quien se acerca a este arte
de la escritura —atracción que movió a Lord Kingsborough y al pintor
Agostino Aglio durante la primera mitad del siglo XIX, gracias a quienes
existen copias que permiten reconstruir fragmentos ahora casi perdidos, como
informaba Caso en su estudio sobre el Códice Selden—. En pocas
palabras, Rosell introduce al lector profano a ese inquietante universo de la
escritura de una civilización desaparecida: las pictografías prehispánicas lo
mismo se movían en la representación expresionista de las cosas tangibles, que
escondían detrás de líneas, colores, gestos o indumentaria los más complejos
atributos de los dioses y las metáforas de la guerra, la alianza política o el
paso del mundo invisible de las divinidades al visible de los mortales.
La investigación se desarrolló alrededor "de la
reconstrucción del contenido del códice, a través de la lectura semántica o del
sentido de las imágenes" mediante la aplicación de algunas técnicas
iconográficas. La comparación de las figuras de las imágenes del Selden con
las de otros documentos permitió la identificación de sus significados
posibles. La lectura de las inscripciones es el paso de entrada para conocer
los valores fonéticos en su lengua original, el dzavui o
mixteco. De hecho, ésta es una de las singularidades de la propuesta de Rosell
y Ojeda: regresar a la musicalidad, los ritmos y los signos, las literalidades
y las metáforas de la lengua que en su origen les dio significado.
Rossell nos descubre un orden de la escritura y la existencia de
reglas del relato: las historias de linajes reales tenían sus normas
narrativas: poseen "una estructura semejante que tiene su comienzo a
partir de un origen mítico, con el nacimiento milagroso del ancestro que da
principio a la dinastía del lugar". El illo tempore inicial
abre un abanico cronológico que remonta a los siglos VII y VIII, verdadero
puente entre la declinación de los grandes centros del periodo Clásico y el
florecimiento de grupos como el mixteco. La mayoría de las veces, después de presentar
el comienzo mítico, se cuentan los primeros sucesos del proceso de formación
del poder dinástico por medio de guerras, alianzas y matrimonios que siempre
tienen ubicación geográfica —ciudades, templos, cerros, cuevas, ríos—. En este
sentido, el género narrativo corresponde a hazañas de los ancestros, en el
lindero de la historia y el mito.
La autora de este ensayo ofrece, a modo de hipótesis, una
conjetura plausible: se trata de relatos que contenían un fondo ejemplar, ético
y ritual, "porque es muy probable que las vidas de sus principales
protagonistas se hayan tomado como modelos ejemplares y arquetípicos para los
soberanos, sacerdotes y guerreros que les sucedieron —para los hombres y para
las mujeres que desempeñaron estos papeles—, por lo que había que mostrar
detenidamente el ciclo de sus rituales y sacrificios, conflictos y alianzas,
ceremonias y matrimonios, remarcando sobre todo sus principales logros. [...]
Pero no así los hechos nefastos, ya que se trata de historias triunfantes,
donde se omiten las dificultades que no obtuvieron una solución positiva o
incluso la muerte de sus protagonistas, a menos que cumplieran una función
aclaratoria dentro de la secuencia del linaje".
Después del énfasis en el detalle narrativo histórico de los sucesos,
el recuento de los hechos se sustituye por el desfile de genealogías: mención
pictórica de alianzas matrimoniales, descendencias, movilidad geográfica de las
fuerzas dinásticas, entre otros asuntos señalados escuetamente en los
documentos, de los cuales el componente oral memorizado se ha perdido.
La extensión temporal de los relatos pintados, la indudable
relación narrativa de sus contenidos y el desfile de personajes heroicos que se
repiten, empuja a imaginar un hecho inquietante aunque tal vez incomprobable: a
despecho de lo que hasta ahora se ha afirmado —entre el aserto de los antiguos
cronistas que mencionan la enorme destrucción intencionada de pinturas y
documentos indígenas, y la indudable habilidad singular de una técnica de
pintura y escritura—, es posible conjeturar que algunos documentos, como las
historias de linajes dzavui, no hubiesen sido tan numerosos
como se ha pensado, y que los códices "históricos" que hoy se pueden
consultar no son apenas jirones de vastas bibliotecas pictográficas sino un
número representativo de los que en realidad existieron. Cuando menos su límite
cuantitativo fue planteado desde su propósito original, en sí mismo elitista:
"Al parecer —afirma Rossell—, era un privilegio de los señoríos
victoriosos escribir su historia como un atributo de su hegemonía, pues los
relatos que llegaron hasta nosotros son de aquellos linajes que aún conservaban
el poder a la llegada de los españoles —incluso a pesar de la intervención de
los aztecas en la Mixteca poco antes—. Por lo que tal vez podría presumirse que
a los vencidos en la guerra les destruían sus registros o les impedían
continuar con ellos".
Es decir, han llegado a nuestra época sin demasiada pérdida
aquellos códices que hablaban de linajes vivos en el siglo XVI y no de aquéllos
cuyas historias se habían cancelado antes de la llegada de los conquistadores
mexicas y españoles. La destrucción mayor de los libros pintados con contenido
político sería, como en el caso de Izcóatl en el centro de México hacia el
mediodía del siglo XV, durante el periodo prehispánico y no posteriormente.
Rossell entra de lleno al corazón de su análisis explicando el
carácter de la fuerza femenina primordial que aparece en los relatos: es una de
las energías creadoras, Omecihuatl —Mujer Dual—, parcela de
una divinidad andrógina que desdoblaba sus mitades femenina y masculina como
principio de todos los dioses. Dioses que plásticamente mostraban su antigüedad
genésica al ser representados como viejo y vieja, ancianos portadores de largos
penachos. Su lugar era el más alto de los cielos, donde permanecían inmóviles;
no necesitaban dinamismo, pues eran anteriores al correr del tiempo del
calendario. Debajo de ellos, también encima de las estrellas —si atendemos a
las figuras del Códice Vindobonensis—, otras dos ancianas parejas,
la tercera de ellas ya portadora de nombres calendáricos y atributos de los
dioses del viento, inventor de la escritura, cargador del Cosmos y creador del
hombre, y de la muerte, destino final del fluir de la fuerza divina que se
recrea y fenece.
En Apoala, Río de los Linajes, del Árbol Sagrado, eje del mundo,
nacieron la primera mujer y el primer hombre, en ese orden si leemos la imagen
del mismo Vindobonensis. Estos primeros humanos son la semilla
de los linajes de la Mixteca. Otros más nacieron de la tierra. Alguna otra
pareja de dioses, en un relato proporcionado por el Códice Selden (que
recuerda el origen de los chalcas que rescata Chimalpain en otra latitud del
mundo prehispánico), desciende del cielo sobre un cerro abierto por un dardo y
al que se liga el Señor 11 Agua, cabeza de linaje. El códice consigna también
que el Señor 2 Hierba nació de otro árbol sagrado, de cuyas ramas cuelgan
serpientes cósmicas. Rossell sugiere que ambas tradiciones míticas surgieron
históricamente de la existencia de un mito genésico muy antiguo en la zona con
la superposición de otro que impusieron grupos externos que conquistaron la
zona y fundaron dinastías propias: "junto con la invasión militar, ponen
en marcha mecanismos para establecerse, entre los que se encontraban desde la
concertación de alianzas con los antiguos señores mixtecos hasta la realización
de matrimonios con los miembros de la nobleza local. Con ello forman una
poderosa dinastía, la de los nuevos señores de la Mixteca, quienes habrían de
unir a la estirpe de los hombres que nacen de los árboles con la de aquellos
que provienen de la tierra".
Es posible que el vacío de información —y de hipótesis y
conjeturas— que explicarían el final del mundo urbano del Clásico (con Teotihuacan
y Monte Albán dominando en los valles del centro y sur) y el inicio de la etapa
del poder en otras ciudades —como Cholula— pueda comenzar a llenarse con la
epigrafía de estos raros documentos y las supervivencias culturales de algunos
símbolos y convenciones plásticas, como el signo del año entre los mixtecos.
Pero también surgieron técnicas de pintura y lectura propios: una de las
características únicas de los códices prehispánicos de esta zona es la de
proporcionar los nombres propios y los sobrenombres calendáricos de sus
personajes. Lo que en los documentos de otras latitudes se obviaba —ya fuera
por razones de tabú o por economía narrativa—, en los estudiados por Rossell y
Ojeda resulta en una de las formas de la complejidad cultural y de atención en
la escritura que plásticamente se resuelve en signos-atavío. El sobrenombre se
representaba con una figura pintada cerca de o en la cabeza del personaje.
Hacia finales del siglo VII fue la Señora 1 Muerte Ca
Mahu, Adorno del Sol, quien nació de un portentoso árbol llameante. Se
trata de la única mujer consignada en los códices prehispánicos que es ancestro
mítico y origen de una dinastía femenina. En estos relatos de comienzo se
relaciona con detalle la factura del bulto sagrado —en el caso del Selden, por
personajes ancianos— y los rituales por los que el protagonista tiene acceso al
poder (acciones como el diálogo de sacerdotes y dioses, gobernantes y
hombres-dioses que arrojan ofrendas a los ríos), y las ceremonias de matrimonio
que explicarían el valor de la alianza de sangre en la conjunción y
afianzamiento de los linajes. Los ritos de iniciación, rígidamente pautados,
repartían las fuerzas divinas que debían cubrir a los gobernantes: los hombres
dirigidos por las fuerzas de arriba, celestes, solares diurnas, lumínicas; las
mujeres hacia abajo, al inframundo, el lugar frío de la muerte, oscuro y
nocturno, asiento de la Señora 9 Hierba, nombre de divinidad y de mujer diosa.
El bulto sagrado con las reliquias portadoras de fuerza era el
instrumento de unión cosmogónica: uno de ellos representa a Xochiquetzal-Ita Tnumii, arquetipo
de conductas femeninas, patrona de las mujeres nobles, las pintoras-escribanas
y las guerreras. Rossell sugiere que pudo ser una costumbre ritual que no sólo
marcó la biografía del primer ancestro y el comienzo de la hegemonía de una
dinastía o de una ciudad, sino que debió repetirse con la ronda de las
generaciones de gobernantes; sin embargo, añade, la economía del relato marcaba
sus reglas en el arte de escribir pintando: el lectorrapsoda podría repetir de
memoria el ritual en cada sucesión gobernante sin que se hiciera necesario
consignarlo en el documento. Asimismo, la naturaleza de los linajes queda al
descubierto en la lectura propuesta por Rossell: aunque predominantemente
patrilineales, "en el caso de que no existieran descendientes varones,
entonces el trono lo podía heredar una hija; pero que en ello solían surgir
dificultades, ya que cuando ella contraía matrimonio, su reino pasaba a
incorporarse al de su marido. Sin embargo, [...] esto sucedía sólo cuando se
trataba del gobernante de un reino más poderoso que el de ella". Tal fue
el caso, al parecer, del gobierno de la Señora 6 Mono en la Mixteca —o de la
cacique guerrera de Cholula al amanecer del periodo virreinal, según mostraron
en su lectura del lienzo de ese lugar Luis Reyes y Francisco González
Hermosillo—.
También se devela la geografía del poder, sin la cual el sentido
del linaje quedaría en el plano puramente mítico y narrativo: se explica
Tilantongo, ciudad sagrada, depositaria y dispensadora de fuerza política y
religiosa, polo alrededor del cual giraban los señoríos de Xaltepec, y los
espacios-puente entre el territorio de los dioses y el de los hombres, a los
que se tiene acceso ritualmente, como Mictlantongo o Templo de la Muerte, o la
Cueva del Murciélago, o el Lugar del Cráneo, donde se dirimían los conflictos
sucesorios, o las aberturas que llevaban al interior de la tierra —como el
viaje de la Señora 6 Mono del Códice Selden—, o los juegos de
pelota como puertas del inframundo. En este entorno, las mujeres gobernantes,
guerreras y sacerdotisas que aparecen en los códices estudiados por Rossell y
Ojeda, tenían una relación estrecha con las diosas protectoras, no sólo por su
pertenencia a familias dominantes o aun por su conexión con alguna fuerza divina
por medio de la influencia calendárica, sino precisamente por ser mujeres
—señal de género que este libro permite entender sin extremar las
interpretaciones propuestas como uno de los mecanismos dinamizadores del
panteón prehispánico—.
La lectura de las pictografías dista de ser completa. Muchas son
las dudas y las lagunas que se cubren apenas con esbozos de hipótesis. Sin
embargo, la comparación con las historias paralelas de los distintos libros
pintados, con un margen de equivocación razonable, permite establecer
relaciones y complementar las líneas generales de la historia. "Lo que
había sucedido en el ámbito de las deidades y las mujeres-diosas en el tiempo
de los orígenes, y que quedó registrado en el relato de los mitos, se
representa en los rituales donde se imitaban estos actos ejemplares. Pero
también se reproducía en el comportamiento de los miembros femeninos de la
nobleza, las cuales se ubicaban en un plano intermedio entre los seres
sobrenaturales y los humanos, por lo que debió haber repercutido en la vida y
la conducta de todas las mujeres en general." Esta última afirmación es,
tal vez, uno de los puntos menos convincentes del ensayo de Rossell: los
comportamientos normados por los arquetipos que cubren la totalidad de las
vidas no pasa de ser una conjetura generalizadora que, en todo caso, habrá que
probar con el mismo rigor con el que las autoras ofrecen a lo largo del libro
lecturas e interpretaciones de lo femenino en diosas y gobernantes, éstas sí
convincentes.
En el mismo tenor comienza el segundo capítulo, de María de los
Ángeles Ojeda Díaz, que trata sobre las diosas del Códice Borgia. Plantea
que sus atributos y características proyectan arquetípicamente valores y
maneras de las mujeres mixtecas del último tramo de historia prehispánica. Con
fortuna, invierte los términos de la conjetura y se plantea como recíproca
correspondencia. A ello le permite la riqueza esencial del panteón indígena:
"Hasta los conjuntos de cualidades, funciones, procesos y conductas se
personificaron en sus dioses. En este esquema de organización numenístico
explicado en la mitología, la mujer aparece en igualdad con el hombre." Su
punto de partida es la distinción de género: ser mujer implicaba tener "su
propia filosofía de vida en la que incluían ciertos poderes, cualidades o
bienes inherentes a su feminidad. En este sentido, tenían sus propios espacios,
cultos y rituales y es factible que tuvieran cofradías y clanes donde se
ayudaran unas a otras en la búsqueda de estas cualidades y poderes contenidos
en su feminidad". El arquetipo, en estas mentalidades que rodeaban las
conductas y conceptos en torno a la religión, se volvía canon de individuos y
de su cifra social: "no se llega a ser verdaderamente mujer —u hombre—
salvo imitando a los dioses, viviendo de acuerdo con modelos extrahumanos o
teotipos". Afirmación inquietante la de Ojeda Díaz, toda vez que regresa a
la discusión la inexistencia de una idea de destino individual a la manera
occidental, y propone como contraparte la de un código religioso que refleja —y
en esa medida determina— la vida y la historia: la mujer y el hombre forman
parte de la teodisea que da sentido y movimiento al universo.
Para saber si son razonables estas hipótesis sobre el modelo
divino y, en particular, en la diferenciación del género, y a diferencia de
estudios previos sobre los documentos indígenas que buscan lecturas
"literales", en este caso privilegia el análisis de los glifos —desde
bases metodológicas de la iconografía— de las ocho diosas que registra el Códice
Borgia, y utiliza sólo como apoyo la información etnohistórica
posterior a la Conquista. A manera de respaldo de sus lecturas, acude a otros
códices del Grupo Borgia y del Vindobonensis. Las
ocho diosas cuyas características iconográficas y religiosas repasa Ojeda Díaz
son Ñu Ñuhu (Tlazoltéotl), Ñu Ita Tnumii (Xochiquetzal), Ñu
Yavui (Mayahuel), Ñu Dziyo Yuu Cuii (Chalchiuhtlicue), Dzehe
Ñuhu (Cihuatéotl), Ñu Te-Cuvua Yuu Tnoo (Itzpapalotl), Ñu
Huahi (Chantico), y Ñu Andaya (Mictancíhuatl), a lo
largo de 180 iconos que, fiel al propósito de divulgación del libro, desglosa
sin los retruécanos que hacen inaccesibles otros estudios. Todas las diosas
pertenecían al panteón global de las culturas del centro de México, por lo que
su análisis resulta doblemente provechoso.
Comienza con Ñu Ñuhu-Tlazoltéotl,
diosa en la que "convergen casi todos los atributos propios de la gran
madre-tierra, de tal manera que en el Códice Borgia podemos
rastrear iconográficamente imágenes que nos llevan a concepciones telúricas muy
antiguas, antecedentes directos de las diosas-madres". Su figura, en el
centro de la Tierra, es fertilizada por el agua que le arroja el dios del
agua Ñu Dzavui (Tláloc) (Borgia), trabaja el
parto con el cuerpo en la tierra y la cabeza en el aire (Laud), es madre madura
y protectora, y es también mujer guerrera (Cospi). Su desdoblamiento es visible
en algunos momentos de las vidas femeninas: elementos identitarios, como la
madeja de algodón en su tocado, o la pintura facial, fueron dibujados para
recordar hechos de mujeres armadas y en posición de pelear (Laud).
Ñu
Ita Tnumii-Xochiquetzal es la amante divinizada, joven que descubre su
potencial sexual; es asimismo diosa tutelar del canto, la danza, la alegría,
las flores, patrona de pintores, bordadoras, tejedoras, escultores y plateros.
De sus cabellos nació la primera mujer-diosa, madre del dios Cinteotl. Fue
también una divinidad belicosa (Cospi), y su nombre es el de la primera mujer
muerta en guerra, de acuerdo con un documento virreinal temprano. Como modelo
arquetípico, marcó la conducta de sus sacerdotisas, compañeras de los guerreros
jóvenes solteros.
Ñu Yvui-Mayahuel, diosa de la fertilidad exuberante, protectora de los
vientres maduros de donde surge la vida; es también la nodriza, y su
iconografía recuerda la Diana de Efeso: "Se dice que tenía 400 pechos
—innumerables— con los que simbolizaba su poder nutritivo, a quien los dioses
transformaron en maguey a causa de su fertilidad" (códice Vaticano). Se
le representaba con su quechquemitl y falda con signos del
agua, y un tocado del que surge un manantial con motivos vegetales, símbolos
todos de la fertilidad.
Ñu
Dziyo Yuu Cuii-Chalchiuhtlicue está relacionada con Mayahuel desde el
punto de vista iconográfico como modelo de la madre nutricia: "los
atributos de la diosa se refieren al aspecto acuático, medio de acción de la
deidad por sus características fecundantes y germinativas, fuente de vida por
excelencia [...] Pero era igualmente importante como factor de pureza, en el
que estaban implicadas ceremonias rituales de lavar el cuerpo con agua. Porque
las abluciones purifican, regeneran y permiten el renacimiento". Se le
representa con yelmo en forma de cabeza de serpiente y nariguera de turquesa;
en los códices adivinatorios del centro de México, como el resto de las
divinidades, se le maneja como un poder ambivalente: si bien es la causa de la
fertilidad, también lo es del agua que corre, de la engañosa suerte de lo
inestable.
Dzehe Ñuhu-Cihuateotl era la gran madre, modelo de las mujeres muertas en
parto —esa guerra particular por dar la vida—. A estas mujeres se les
consideraba divinas, séquito del sol, guerreras caídas y, por tanto, los
fragmentos de sus cuerpos eran codiciados por la fuerza mágica que cargaban. Su
iconografía las muestra con gesto terrible, con una franja sobre el rostro a la
altura de los ojos, el vientre flácido de la recién parida —causa de su muerte—
y adornos de plumones que señalan su sacrificio.
Ñu
Te-Cuvua Yuu Tnoo-Itzpapálotl era la Madre Tierra en sus aspectos funerarios y de
sacrificio, mariposa de obsidiana como la personificación del instrumento del
sacrificio. Era patrona de las ancianas sabias y de las magas poderosas. Su
cuerpo rayado en rojo y blanco, el rostro con signos inequívocos de la muerte,
tiene garras de jaguar. Era temible habitante de las encrucijadas, donde
acechaba para causar enfermedades. Como arquetipo fue también la primera mujer
sacrificada.
Ñu Huahi-Chantico era la diosa del hogar, patrona de joyeros, lapidarios y
pulidores de piedra. Quizás se trate de un numen muy antiguo, sobreviviente de
los vaivenes culturales que transformaban todo el tiempo al panteón
prehispánico, siempre presente porque sus rituales se desarrollaban en la
privacidad familiar, lejos de los conflictos por el poder y por la sumisión de
los dioses tutelares al dominante del grupo en el gobierno.
Ñu Andaya-Mictlancihuatl,
patrona del Lugar de la Muerte, relacionada con 9 Hierba, diosa y mujer a la
que se le pedía consejo y apoyo en los rituales de asunción del poder, como se
vio en las historias de mujeres que se narraron en el capítulo anterior. Es
representada como esqueleto con la indumentaria femenina. Devora a los hombres
pero también es la que posibilita el surgimiento continuo de la vida (y cuyo
papel pudo asombrar a Joseph Campbell, quien expresó que la función del mito ha
sido la conciliación del alma humana frente al misterio terrible del Universo:
morir para dar vida). La misteriosa Señora Muerte, mujer-diosa y gobernante,
tuvo un perfil sibilino y belicoso.
Completan este par de
largos ensayos un glosario de nombres del panteón indígena prehispánico en
náhuatl y mixteco antiguo y moderno, con las imágenes de los dioses de los
códices. Este instrumento fue coordinado por Rossell y participaron Ojeda Díaz,
Alejandra Cruz, Ubaldo López, Filiberto Gutiérrez y Valentín Peralta.
Las mujeres y sus diosas
en los códices prehispánicos de Oaxaca recuperan buenas
historias de género, sin los excesos distanciadores que no pocas veces campean
los relatos de este terreno historiográfico. Las suyas son mujeres dignas de
biografías románticas que sobrepasan el terreno de la historia factual.
Ubicarlas en el doble horizonte mítico e histórico, acercándose a los ritmos
con los que se pronunciaban sus nombres y los tonos de sus colores en los
documentos pintados, es una de las virtudes que encontrará el lector. Rossell y
Ojeda abren la posibilidad de entenderlas como entidades numinosas, como las
entendieron los antiguos.
Información sobre el autor:
Salvador Rueda Smithers. Licenciado en historia
por la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma de
México (UNAM). Maestría en estudios de arte, por la Universidad Iberoamericana.
Fue titular de la Dirección de Estudios Históricos del Instituto Nacional de
Antropología e Historia (INAH) (1995-2002) y desde 1975 es investigador historiador
de esta institución. Actualmente ocupa el puesto de director del Museo Nacional
de Historia, Castillo de Chapultepec, perteneciente al INAH, cargo que ya ha
había desempeñado entre 1990-1992. Es miembro del consejo de editores de la
revista Historias (Dirección de Estudios Históricos del INAH); de los consejos
editoriales de Estudios de Historia Contemporánea (Instituto
de Investigaciones Históricas, UNAM) y de la Gaceta de Museos (Coordinación
Nacional de Museos y Exposiciones del INAH). Ha publicado muchos libros como
autor único y en colaboración con otros, entre los cuales se encuentran El
diablo de la Semana Santa. Discurso político y orden social en la ciudad de
México en 1850 (1991), El paraíso de la caña (1998)
y La esencia de México (2000).
https://www.scielo.org.mx/scielo.php?script=sci_arttext&pid=S1607-050X2006000300011
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