La mujer en la Edad Media
La situación general de la mujer medieval se puede
condensar en dos únicas palabras: silenciada y sojuzgada.
Encuentro en el Golden Gate, de Jean Hey, finales del siglo XV.
Amor y matrimonio
rara vez iban de la mano; eran estados con frecuencia contrapuestos, que en las
vidas personales no solían coincidir. El matrimonio y el amor se tenían por
cosas muy dispares; hombres y mujeres veían muy claras las diferencias entre
ambos. “El matrimonio sella una responsabilidad, una obligación, al
tiempo que el amor se entrega libremente, sin que nada obligue. El amor no se
somete a leyes, mientras que el matrimonio debe estar reglamentado. Los amantes
se lo otorgan todo recíproca y gratuitamente, sin ninguna obligación de
necesidad, al paso que los cónyuges tienen que someterse por deber a todas las
voluntades el uno del otro”[1]. Se
ignoraba si algún día en la historia de la humanidad se llegaría a procurar que
matrimonio y amor coincidieran, y si eso sería un acierto o no; pero las gentes
aceptaban la situación como la única realista, asumiendo sus renuncias.
En teoría, las tres religiones monoteístas
prohibían las relaciones sexuales entre personas de diferente religión y, en
consecuencia, también los matrimonios mixtos. Sin embargo, en la práctica esto
no se cumplía, sobre todo entre musulmanes y cristianos. Existen numerosos
ejemplos de cristianas casadas con musulmanes, desde la reina visigoda Egilona, viuda de don Rodrigo,
pasando por las esposas de numerosos emires y califas (muchas de ellas hijas de
los reyes cristianos peninsulares), hasta Almanzor, que casó con la hija del
rey de Pamplona, Sancho Garcés, y que llevó también a su harem a
Teresa, hija del rey de Léon, Bermudo II, y a una hermana del conde de
Castilla. Los reyes y nobles cristianos entregaban las mujeres de su familia a
los musulmanes en virtud de pactos. Algunas regresaban a su origen
voluntariamente cuando podían, como es el caso de Teresa, que volvió a León
tras la muerte de Almanzor.
También se daba el caso contrario de
musulmanas casadas con cristianos y, como mejor ejemplo, tenemos el del rey de
Castilla Alfonso VI, unido en concubinato a Zaida, nuera de al-Mutamid de
Sevilla (viuda de uno de sus hijos), y casados finalmente tras la conversión al
cristianismo y el bautizo de ella con el nombre de Isabel, con la que el rey
(que de matrimonios anteriores sólo tenía hijas) logró su único hijo varón
legítimo y heredero de la Corona, don Sancho.
Pero la diferencia de tolerancia queda clara
también en estos ejemplos: mientras los descendientes de esas cristianas fueron
en al-Ándalus emires y hasta califas, el infante de Castilla moría en su
adolescencia, asesinado por sus propios caballeros castellanos durante la
batalla de Uclés, para impedir que ocupase el trono el hijo de quien antes
había sido musulmana; prefirieron poner la Corona en manos extranjeras.
“Entre
las clases populares también se daban casos de matrimonios mixtos, aunque a
veces resulta difícil dicernir entre uniones matrimoniales o concubinato. Era
bastante común que hombres cristianos tomaran como esclavas a jóvenes
musulmanas, con las que tenían hijos. Lo mismo ocurría en sentido contrario:
varones musulmanes tomaban como esclavas a jóvenes cristianas que, cuando se
convertían en madres de los hijos de su amo, adquirían el estatus de umm
walad, libres y
merecedoras del respeto público para ellas y sus hijos, y mayor estima que si
residieran en la sociedad cristiana” [2].
En el caso de la musulmana que diera hijos a un cristiano, por el contrario, no
contribuía este hecho a variar el estatus de la mujer. De nuevo queda clara la
diferente tolerancia musulmana en la sociedad medieval española.
Sometimiento y desigualdad de la mujer medieval.
Las tres grandes religiones monoteístas discriminaban y discriminan a la
mujer. El sometimiento de la mujer musulmana no era muy diferente al de
cristianas y judías, con excepción de la poligamia, que también se daba entre
judíos. Pero no podemos juzgar al islam del esplendor de al-Ándalus desde la
perspectiva y visión del islam actual, pues es ahora, precisamente, cuando
atraviesa su etapa de mayor decadencia y crisis, muy lejos del nivel cultural
que entonces imperó; y, a mayor cultura, menor discriminación.
Las musulmanas se cubrían con el velo, pero
tampoco las judías podían salir sin su manto, ni las cristianas sin toca. De la
misma manera que tampoco podían salir solas a la calle, y menos las doncellas;
judías y cristianas salían acompañadas por una “dueña” si eran de clase alta, o
por la madre, abuela o persona de respeto en las clases modestas.
Respecto al papel de la mujer en la sociedad
medieval, los protocolos notariales nos dejan ver una actividad más realista
que la que nos han transmitido los conocimientos teóricos, por lo que habría
que puntualizar:
1- Frente a
las comunidades judía y cristiana, la peculiaridad musulmana es el harem. Pero sólo los hombres muy ricos podían permitirse un harem, y, aun así,
el marido necesitaba el permiso de la primera esposa para tomar una segunda
esposa, y el de ambas para tomar una tercera. No se les permitía más de cuatro
esposas, aunque sí concubinas. Si las esposas anteriores se negaban, el esposo
no podía imponerles la nueva mujer, quedandole como única salida repudiarlas o
solicitar el divorcio. El repudio se hacía ante el juez, quien no aceptaba lo
que el varón caprichosamente pretendía sin causas muy fundadas y con
presentación de pruebas. En las causas de divorcio la mujer musulmana no estaba
desprotegida, sino que sus familiares y el juez (qadĩ) velaban por sus intereses.
Además, también los judíos podían tener más
de una esposa.
“Como
contrapeso a la existencia del harem, se daba entre las musulmanas
algo que las féminas de los reinos cristianos no llegaron ni a soñar. Las
mujeres, sobre todo las de las clases altas, así como las de la nobleza y la
realeza, necesitaban su médica. El gran harem del Califa, del Emir o de
cualquier hombre adinerado, compuesto por esposas, concubinas y esclavas, más
el resto de la familia femenina como las hijas, madre, madrastras, hermanas y
otras familiares, al no poder ser tratadas por hombres, disponían de médicas,
como tenían, asimismo, maestras, calígrafas, teólogas instructoras en el Corán
e incluso maestras de música” (“La
Cruz y la media Luna“)[3].
2– El trabajo de
musulmanas y cristianas fuera del hogar en al-Ándalus no era excepcional, sino
relativamente frecuente. En el proceso textil, por ejemplo, la mujer participaba
en todas las fases, desde la producción de la fibra, pasando por el hilado, la
tintura de paños, la curación y blanqueo de lienzos, luego como tejedoras,
bordadoras y empleadas en la Real Fábrica de Tejidos del Tyraz; abundaban las
artesanas, las pergamineras, copistas, iluminadoras o miniaturistas,
encuadernadoras en la industria librera, etc. Está documentado que, de los
aproximados 230 copistas que trabajaban en los talleres del arrabal de los
Pergamineros de Córdoba (al-Rahbãd
al-Raqqaqĩm), 170 eran mujeres, tanto musulmanas como cristianas andalusíes. Por
otra parte, existe aún una calle en Córdoba, llamada de las Alfayatas (alfayate significa
“sastre”), que prueba que este oficio fue acaparado en Córdoba por las mujeres.
No tuvo parangón en los reinos cristianos de la época el que las mujeres
pudieran acaparar gremios, como en estos casos de la España musulmana.
Las mujeres eran las instructoras de sus
hijos e hijas en los primeros rudimentos del oficio paterno y, a través de
dotes y herencias familiares, aportaban capital que se invertía en las reformas
necesarias del taller y en la mejora de herramientas y máquinas, además de que
solían ser las vendedoras en mercados, zocos y ferias de los productos
manufacturados en sus talleres. Ellas destacaron en la producción de miel y
cuidado de las colmenas, en trabajos derivados de la cera, y como triperas,
panaderas, horneras, etc.
3– También los
mayores avances sociales a favor de las mujeres se dieron en la España
musulmana: las primeras pensiones de viudedad de toda Europa surgieron en la
España del s. IX (al-Ándalus); reinando Abd al-Rahmãn II, se legisló para
proteger a las viudas por medio de azidaques
y anafacas, que eran los bienes dotales y los alimentos
que correspondían a las viudas tras la muerte de sus maridos. No se dieron
avances como estos en los reinos cristianos.
4– Existía
también en al-Ándalus un cargo público, al-sahĩb
al-mazalĩm o “señor de las injusticias”, que protegía tanto a hombres como a
mujeres que reclamaban por sentirse víctimas de la Administración o de
sentencias judiciales; era una especie de Defensor del Pueblo, pero con
capacidad jurisdiccional.
5– Entre las
cristianas, las monjas consiguieron una independencia que las seglares nunca
soñarían. También es digno de mención el hecho de que en las sociedades
cristianas medievales más feudales existía el derecho de pernada, por el que el
noble señor feudal tenía libertad de disponer de las mujeres e hijas de
cualquiera de sus vasallos y, en general de todas las mujeres afincadas en sus
dominios.
Concluimos con un ejemplo de la influencia
social y cultural que algunas mujeres musulmanas pudieron llegar a ejercer en
su comunidad. (Fragmento de El
Collar de Aljófar):
“Wallãda era muy amada por sus conciudadanos.
Sus versos, siempre en constante superación, circulaban de mano en mano por calles
y zocos. Las gentes se hacían lenguas de su talento, de su belleza, de su
valentía. Lo que en otras fuera criticado a ella se le celebraba: que osara
asistir sola a las tertulias de sus colegas masculinos, que hiciera uso del
lenguaje con la libertad propia de ellos, que se aventurase por plazas,
jardines y mercados sin cubrirse con el velo y con el hermoso y rubio cabello
suelto. No obstante, los puritanos, sobre todo los alfaquíes, la reprobaban
porque temían a toda mujer que aunara en su persona belleza, poder, saber y
libertad.
La princesa renunció al matrimonio, pero no
al amor. Procuró sanear su economía, precisamente para lograr preservar su
independencia. En su sociedad, solo una copiosa hacienda y la ausencia de
hombres convertían a la mujer en dueña de su vida. Tras la muerte de su padre,
el califa Muhammad al-Mustakfi, vendió sus derechos dinásticos y consiguió
reunir un capital como para poder vivir con esplendidez, comodidad y, ante
todo, con la independencia que deseaba. A comienzos del otoño de 1026, Wallãda
hacía realidad los sueños largamente acariciados: transmitir su formación
literaria y musical, creando en su palacio una escuela femenina, y abrir salón
un día semanal para celebrar veladas literarias con poetas y escritores. En la
escuela impartiría sus conocimientos en dos turnos; uno, para mujeres de la
nobleza y, otro, para esclavas.
Se daba la rara paradoja en al-Ándalus de que
las mujeres más libres eran las esclavas, ya que podían salir solas, sin la
escolta de un hombre o de un eunuco y sin verse obligadas a cubrirse, y tenían
acceso a la cultura y a todo tipo de saberes _poesía, música, canto, danza, el
arte de la conversación, etc._, pues las esclavas tenían como principal misión
la de agradar a sus señores, entretener, acompañar y ser solaz en su ocio. Una
esclava muy pulida podía llegar a valer una fortuna.
Tras las guerras civiles que arrasaron la
capital y condujeron a la caída del Califato, el salón literario de Wallãda fue
acogido por la intelectualidad cordobesa como una ilusión en medio de la cruda
realidad, como la linterna marina que emerge en la lóbrega noche del océano,
como el espejismo de un oasis que viene a hacer creer que ya se alcanza el fin
de la sed y la esterilidad. A Córdoba le era menester soñar que había recobrado
ya su esplendor y prosperidad. Desde que el salón abriera sus puertas el primer
día, ya hizo presagiar que iba a convertirse en el alma de Córdoba. Allí
acudieron ben Hazm, ben Šuhayd, ben Zaydũn, ben
Hayyãn y
otros muchos afamados poetas y escritores del momento, además de políticos,
escultores, arquitectos, médicos, filósofos, gramáticos, astrónomos…
Durante los largos años en que Wallãda
recibió a los sabios, artistas y políticos cordobeses, en su salón se platicó
de Historia, de Filosofía, de Poesía, de Política, de Medicina, de Teología, de
Música, de Magia, de Astronomía y de otras ciencias. Allí se crearon estilos
literarios, surgieron modas y usos que luego toda Córdoba y al-Ándalus
siguieron. Allí se halló solaz entre grandes refinamientos, se tomaron graves
resoluciones políticas, se conspiró y diéronse a conocer por primera vez
teorías científicas.
El corazón de Wallãda resolvió detenerse el
mismo día que los invasores almorávides lograron entrar en la ciudad. Al tiempo
que se luchaba en las calles contra ellos, entraba la anciana princesa poeta en
la misericordia de Alá. Ella, de quien tantas veces se dijo que era el alma de
Córdoba, que en sus versos, en sus salones y en su forma de vida latía el pulso
de la ciudad que la viera nacer, se apagó el día de la caída de la capital, de
tal manera que hasta su muerte venía a tener para la noble ciudad un sentido.
En su entierro fue acompañada por el llanto de todos los cordobeses, sin
distinción de clases ni de partidos; con ella se enterraba una era”.[4]
Ateniéndonos a las experiencias y
subculturas, al trabajo y las relaciones de las mujeres medievales, se pueden
vislumbrar entre las líneas de los documentos históricos su presencia y su
subversión. Las mujeres de las tres comunidades urdían tramas invisibles de
solidaridad y cultura popular que cubrían lo que estaba prohibido en las
creencias, los ritos y las costumbres de sus culturas; de esa manera
contribuyeron a la permanencia de su identidad en una sociedad multicultural[5].
[1] – La
Cruz y la Media Luna, de Carmen Panadero.
[2] – “cristianas,
musulmanas y judías en la España medieval “, de María
Jesús Fuente (edit. La Esfera de los Libros).
[3] – “La mujer
en al-Ándalus: reflejos históricos de su actividad y categorías sociales
“, de Mª Jesús Viguera Molins; “El velo o chador
“, de Juan Vernet; “cristianos, musulmanes y judíos en la España medieval. De la
aceptación al rechazo “, de Julio Valdeón; “Las
mujeres medievales y su ámbito jurídico “, de Cristina
Segura; “La Cruz y la Media Luna”, de Carmen
Panadero.
[4] – Fragmento de “El Collar
de Aljófar “, de Carmen Panadero.
[5] – “Cristianas,
musulmanas y judías en la España medieval “, de Mª Jesús
Fuente.
La mujer en la
Edad Media (II)
Y por centrarnos
especialmente en las tres grandes comunidades (cristiana, musulmana y judía),
que tanto peso han tenido en nuestra Historia y nuestra Cultura, a pesar del
tiempo transcurrido, en muchas cosas nos sería fácil poder reconocernos en
ellas.
En aquel artículo,
que comenzaba diciendo La situación general de la mujer medieval se
puede condensar en dos únicas palabras: silenciada y soyuzgada, comparábamos
fundamentales aspectos de la vida de las mujeres en las tres grandes culturas e
hicimos hincapié en que la peculiaridad musulmana —frente a judías y
cristianas— era el harem, pero que éste no resultaba
entonces sorprendente para las otras dos comunidades. Por ello, desterremos los
tópicos creados desde nuestra perspectiva actual. El sometimiento de la mujer
musulmana no era muy diferente al de cristianas y judías, ni siquiera respecto
a la poligamia, que también se daba entre judíos… e incluso entre los
cristianos.
En efecto, también
los judíos podían tener más de una esposa. La poligamia entre los judíos de
Europa fue mucho más frecuente en las comunidades mediterráneas, en particular
en el sur de Francia y en la Península Ibérica —en las comunidades hebreas
aragonesas persistía la poligamia aún en el siglo XIII—, pero fue
desapareciendo poco a poco durante la Baja Edad Media. En ocasiones los padres
de la mujer exigían a su futuro esposo un compromiso formal de que no
repudiaría jamás a su esposa. Así mismo, era por entonces muy usual entre los
judíos que en el contrato de los desposorios el contrayente se comprometiera a
tratar siempre bien a su esposa, lo que incita a sospechar que los
malos tratos a las mujeres por parte de sus maridos debía de ser moneda usual.
Y entre los cristianos medievales peninsulares
también se dio la poligamia, sobre todo en los siglos VII, VIII y IX, ya que
proliferaban las sectas que, tiempo atrás, habíanse asentado de la mano del
arrianismo —sabelianistas, adopcionistas, casianistas, acéfalos y un largo
etc.— y que, como él, eran todas antitrinitarias, es decir, que no aceptaban el
dogma de la Santísima Trinidad, ayunaban los viernes, rechazaban la veneración
de las reliquias y practicaban la poligamia.
Ninguna de las mujeres de las tres grandes
religiones monoteístas podía salir a la calle sin cubrirse, bien con el velo,
con el manto o con la toca. La autora Nadia Lachiri, en su
trabajo “La vida cotidiana de las mujeres en al-Ándalus”, nos
aporta un aserto muy común entonces en defensa del velo: “No tiene
precio lo que el ojo no ve. ¿Alguien confiaría a una desvelada la educación de
su hijo?” Estas frases las pongo yo en boca de un personaje en mi
novela “El Collar de Aljófar”, en la boca de un
hombre, claro.
Sin embargo, no hay constancia de que el velo fuera
una obligación religiosa de las mujeres musulmanas; todo indica que se inició
como imposición de los varones, que se convirtió en un uso social al ser
asumido, sobre todo, por las madres para poder casar mejor a sus hijas, y que finalmente
ellos procuraron que se asociara a lo religioso para ejercer mayor presión. De
este modo —y, al igual que en este uso, también en otros muchos y, asimismo, en
las otras dos comunidades— fue como las religiones se pusieron al servicio del
varón.
Debemos recalcar que en las tres culturas eran los
hombres los que inculcaban e imponían a las mujeres las virtudes de pureza,
castidad y virginidad; precisamente los que luego ponían mayor interés en que
las perdieran.
En la vida cotidiana en el hogar de las mujeres
medievales existía un elemento emblemático que definía la vida femenina: la rueca. Era uno de los enseres que no podía faltar en
ningún hogar de las tres comunidades imperantes, porque era uno de los
quehaceres más habituales de las mujeres de la época y su uso se remontaba
hasta la antigüedad. La llevaban siempre en el ajuar inicial al casarse, y las
más humildes, aunque no aportaran más dote que esa, la rueca sí la llevaban.
Había un dicho en al-Ándalus que decía: “Si no lo hilas, no lo comes”.
Era básico en una casa saber hilar, tan básico como
cocer el pan, y seguía siéndolo en la segunda mitad del siglo XV, a finales de
la Baja Edad Media y ya en los umbrales del Renacimiento. Está documentado que,
en Ciudad Real, allá por los años 1480-1490, solían verse los sábados por las
calles ir y venir a muchas mujeres, solas o en grupos, con sus ruecas y
sus husos en las manos, que decían que iban a reunirse en
casas de amigos, vecinos o familiares para hilar. Pero, en verdad, no iban a
hilar; eran familias judías conversas que se reunían para celebrar el Sabbath.
La rueca era la tapadera; así hacían creer que trabajaban en sábado y
despistaban a los confidentes de la Inquisición, muy activa y dura en la Ciudad
Real de entonces.
En los juicios ante el Tribunal de la Inquisición,
las defensas de las mujeres judías juzgadas alegaban siempre
lo mismo: que, si ellas encendían candelas el viernes por la noche, si vestían
ropas limpias el sábado, si comían solo la carne sacrificada por judíos y
quitaban toda la grasa a la carne, etc. era porque así lo habían aprendido de
sus madres. Esos eran los usos culinarios y costumbres que aprendieron desde
niñas, cuando sus madres les enseñaron a llevar una casa, y ellas se limitaban
a imitar lo que vieron hacer a sus madres. Así mismo, cuando más tarde fueron
juzgadas las mujeres moriscas por la Inquisición, también
alegaron lo mismo: que se limitaban a reproducir lo que vieron hacer en sus
casas y que no sabían hacerlo de otra manera.
Y es que, en el hogar, la madre (y eso en todas las
comunidades) ha tenido siempre ese papel: la educadora. Por eso fue en la casa,
en los hogares, donde judíos y musulmanes obligados a convertirse preservaron
sus usos y costumbres. La mujer de las tres religiones, sumisa por obligación,
era en la vida real la gran rebelde que se ocupó de mantener vivas las
tradiciones. Por ello, aunque los reinos cristianos peninsulares hubieran
ganado en los campos de batalla, la lucha que perdieron al intentar imponer su
religión la perdieron en los hogares, que las mujeres convirtieron en sus
últimos bastiones de resistencia cultural.
De poco servía que
las religiones las hubieran hecho desaparecer de los espacios públicos y
ámbitos de poder. Es paradójico lo que ocurría con las judías en lo relativo a
la religión: se les prohibía todo papel en la sinagoga, ni siquiera podían
asistir a las ceremonias de iniciación de sus hijos en la religión ni se les
permitía presenciar sus circuncisiones, pues estaban totalmente excluidas de
las manifestaciones externas de su religión, y sin embargo fueron las
salvadoras de la misma cuando, en épocas de persecución, se vieron confinados y
obligados a limitar su práctica al ámbito de los hogares, donde sobrevivió gracias
a las mujeres, que en aquellas circunstancias fueron las más activas defensoras
del judaísmo.
También las
cristianas tenían su papel muy limitado en la vida religiosa pública de su
comunidad: baste recordar que tampoco podían estar presentes en la ceremonia
del bautismo de sus hijos. Pero era en la familia, en el espacio privado al que
se limitaba a la mujer, donde únicamente tenía posibilidad de transmitir sus
valores, y bien que supo aprovecharlo.
Las judías, que en
los albores de la Edad Media aún mantenían una igualdad respecto al varón que
databa de sus orígenes, la fueron perdiendo paulatinamente debido a la aculturación y
la asimilación con las otras dos grandes comunidades, porque
las tres culturas se influenciaron entre sí.
Para rehacer las
vidas de las mujeres medievales hemos tenido que recurrir a documentos
oficiales de la época y, sobre todo, a los protocolos notariales;
hay que leer entre líneas y analizar los datos (cuando los hay) sin hacer caso
de los intermediarios, de las fuentes, que eran todos hombres, pues ellos
han sido siempre los dueños de la memoria colectiva y, sobre todo, los
hombres de iglesia, los que supuestamente menos deberían saber de mujeres. Lo
que sabemos de las mujeres medievales no se lo debemos a ellos precisamente.
La misoginia de la Iglesia en esa época era de todo menos cristiana; no
es ya que se discutiera sobre si la mujer tenía alma, que también, es que
además le achacaban todos los vicios. San Antonino, obispo
de Florencia, escribió una letanía de “cualidades” que atribuía a las mujeres
por la que la Iglesia actual debería cuestionarse su canonización. Entre otras
perlas, dice de ellas: “Animal
avaro, bestia insaciable, carne concupiscente, garganta charlatana, peste
ingeniosa, nodriza de ruinas, artífice de odio, etc.” Y San Isidoro,
que es tenido por un santo serio, decía que la mujer siempre debía estar bajo
la potestad de un varón para “evitar
ser engañada por la ligereza de su espíritu y por su incapacidad para
gobernarse a sí misma”. Y añadía: “Las mujeres suelen darse a la
bebida por placer cuando ya por su edad no pueden ser lujuriosas”. Cabe
preguntarse: ¿qué clase de madres tuvo esta gente para que las odiasen tanto?
Los escritores judíos, sin llegar a ese extremo,
utilizaban a la mujer como término de comparación con la cobardía, la mentira y la ignorancia.
Los musulmanes andalusíes, curiosamente, eran los que tenían mejor opinión
de sus mujeres, lo que no quita para que, como nos dice Julio Valdeón en
su trabajo “cristianos,
musulmanes y judíos en la España medieval”, las compararan con las
botellas pues decían: “Son
débiles, se rompen con facilidad y no soportan la presión”. Sin
embargo, los juicios que hubieron de soportar las conversas moriscas ante la
Inquisición demostraron todo lo contrario, según dice Mª Jesús Fuente —y
quién no concuerda con ella en esto—: en esos juicios demostraron ser “mujeres fuertes, que se mantuvieron
enteras y soportaron la presión”. Pero, además, en contraste con la
opinión de esos “santos” cristianos, ahí tenemos la figura de Averroes defendiendo en su obra el derecho a la
educación de la mujer y hablando de sus cualidades desaprovechadas por
escatimárseles dicha educación; o la figura de Avenzoar, el gran médico andalusí, que entre
la saga de médicos familiares también educó a sus hijas y una nieta como
médicas, sobre todo una de sus hijas, Umm`Amra bint Merwãn ben Zohr,
fue médica de la Corte almohade. Avenzoar demostró que, a la hora de transmitir
sus conocimientos a sus descendientes, no discriminó a sus descendientes
femeninas.
Médica medieval
En mi artículo anterior ya citado, “La mujer en la Edad Media”, se
afirmaba que, en lo familiar, “frente
a las comunidades judía y cristiana, la peculiaridad musulmana es el harem”. Pero
es que el harem era el corazón del hogar y debemos verlo sin los tópicos
orgiásticos creados en Occidente. Olvidemos ese harem pintado
por artistas y reproducido en películas occidentales, donde las mujeres,
cubiertas escasamente por cuatro velos (cuando los llevaban), eran servidas por
una legíón de esclavas y eunucos. Ese tipo de harem sólo se lo podía permitir
el califa o el sultán. Pero el harem, en una familia de clase
media, rara
vez estaba formado por más de dos esposas, estando limitado en
cualquier caso por ley hasta el número de cuatro. Así mismo, en el harem vivían
las abuelas hasta que morían, las hermanas y las hijas del dueño hasta que se
casaban, los hijos varones hasta la pubertad, las nodrizas, ayas, maestras,
lectoras del Corán… En el harem las mujeres cuidaban a los dependientes y
enfermos de la familia y, si eran de clase media o modesta, trabajan en la casa
—limpiaban, cocinaban lavaban ropa, cosían… En el harem se
criaban y educaban los hijos, en el harem se
trabajaba y en el harem se
rezaba. Era el ámbito donde una mujer musulmana hacía lo mismo que la cristiana
en su sala de estar.
No se puede perder de vista, además, que el esposo musulmán necesitaba
la autorización de la primera esposa para tomar una segunda, o las de las dos
primeras para tomar una tercera. Si no otorgaban su permiso, no le quedaba al
varón otra opción que el repudio o el divorcio. Un divorcio andalusí bien
gestionado (con intervención de los padres, el juez, y a veces alfaquí o ulema)
proporcionaba a la esposa su identidad como mujer libre, dejaba de ser posesión
del varón y se convertía en dueña
de ella misma. Es decir, no volvía a la posesión de su padre,
igual que acaecía con las viudas. En al-Ándalus no regían las costumbres y
legislaciones musulmanas extranjeras, alguna de ellas consistente en que la
viuda era desposada por el hermano del marido muerto y pasaba a la propiedad
del cuñado, en teoría para protegerla. En nuestra península este uso no se
observó porque estaba hasta mal visto.
Sin embargo, dicha costumbre sí se practicó entre los hebreos; la ley
judía creó una institución peculiar conocida con el nombre de “levirato”,
que decía: “Cuando
unos hermanos vivan juntos y uno de ellos muera sin tener un hijo, la mujer del
difunto no habrá de casarse fuera con hombre extraño; su cuñado se llegará a
ella y la tomará por esposa y cumplirá con ella la ley del levirato. El
primogénito que ella dé a luz deberá llevar el nombre del hermano difunto, para
que su nombre no sea borrado de Israel”.
Mujeres hilando y tejiendo
Respecto al divorcio habría que añadir que en los reinos cristianos de
la época la mujer no podía aspirar a tal cosa, y en la comunidad judía las
mujeres estuvieron sometidas a unas normas
patriarcales que las conducían a ser las seguras
perdedoras en todos los pleitos que emprendieran contra sus maridos, por más
pruebas y testigos que presentaran.
Por otra parte, la mujer judía casada no era propietaria de ningún tipo
de bienes, ni siquiera de los privativos heredados de sus padres, ya que todos
pertenecían al marido. No obstante, las leyes judías castellanas eran respecto
a este asunto bastante más propicias para la esposa que la legislación hebrea
en general. En efecto, la legislación judía de Castilla sobre sucesión de
bienes y herencias dictaminaba bastantes disposiciones favorables para la
mujer, entre las que se pueden mencionar:
1- Llegada a la pubertad, a los doce años
y medio, la mujer está en su pleno derecho de recibir en propiedad todo cuanto
le corresponda por herencia o por cualquier título legal.
2– Si muere un padre judío dejando un hijo
varón y una o varias hijas solteras, tendrían todos derecho a la herencia por
partes iguales, y sólo si el varón es primogénito tendrá derecho al doble que
sus hermanas, en virtud del precepto bíblico que privilegia la primogenitura.
3- Si un padre judío muere dejando sólo
hijas, estas tendrán todo el mismo derecho a la herencia, sin distinción alguna
entre casadas y solteras.
Según avanzamos en mi anterior artículo “La
Mujer en la Edad Media”, en al-Ándalus fue frecuente el trabajo
de las mujeres fuera del hogar, incluso informamos de que llegaron a acaparar
algunos gremios. Pero también pudo la mujer andalusí descollar en el trabajo intelectual y creativo.
Las musulmanas de al-Ándalus fueron las primeras en ser valoradas por algo más
que por ser buenas esposas y madres: por ser buena poeta, buena cantora o
música, buena copista, partera, médica, etc. El cronista al-Maqqarĩ, al hablar de la superioridad literaria de al-Ándalus, afirma que las
mujeres también contribuyeron a aquella superioridad, y el francés Louis de Giácomo nos
informa sobre “la parte importante que tuvo la mujer en
todas las manifestaciones del espíritu y muy particularmente en las
producciones poéticas en al-Ándalus”. Entre ellas no solo destacaron mujeres de
la nobleza, como la princesa omeya Wallãda en Córdoba o Itimad
al-Rumaiqqiya (esposa de al-Mutamid de Sevilla), sino
también de todos los niveles sociales, incluidas las esclavas.
Músicas en la edad media
Sería imposible citarlas a todas en este espacio, porque son legión y se
han escrito libros enteros, antologías poéticas dedicadas solo a las mujeres
andalusíes que destacaron en esta especialidad, pero citaremos a algunas de las
más importantes: de los siglos VIII-IX, Hassana al-Tamimiyya, Qamar y Mut`a, la
esclava de Ziryab que más tarde regaló al emir Abderrahmán II y que fue,
además, una extraordinaria música; del siglo X, no podemos olvidar a Lubnã, alqatib
(secretaria) del califa Al-Haqem II, que fue algo más que una simple amanuense
o escribana, pues alcanzó altas cotas como poeta, experta en métrica, en
caligrafía, en gramática, en contabilidad…, mano derecha del califa en la
creación y el esplendor de la gran biblioteca de Córdoba, de 400.000 volúmenes;
también del siglo X debemos recordar a Uns al-Qulũb, esclava de Almanzor, a Aisa bint Ahmad al-Qurtubiyya,
a al-Gassaniyya de
Pechina, a Nazhũn…; del siglo XI, la princesa omeya Wallãda, Butayna bint
al-Mutamid (hija del rey taifa de Sevilla), Qasmũna, las grandes Hafsa al–Raqúniyya y la esclava
al-Abbadiyya, etc.
Durante toda la Alta Edad Media, hasta el
siglo XII, la mujer gozó de mayor consideración en la península, pero desde los
inicios de dicho siglo, provocado y auspiciado por las invasiones de las sectas
fanáticas africanas de almorávides y almohades, fue aumentando el maltrato y la
discriminación de las mujeres andalusíes y, sobre todo, se prodigaron las
legislaciones antifemeninas, que siguieron creciendo a lo largo del XIII y
siguientes, por lo que la Baja Edad Media supuso un retroceso considerable
respecto a la Alta, al tiempo que, en paralelo, también aumentaban el odio y
las restricciones mutuas respecto a las otras dos comunidades y la fanatización
religiosa.
Debido al grave retroceso en la proyección social y cultural de la mujer
andalusí, del siglo XIV solo se conoce a una mujer poeta Umm al-Hassán de Málaga, a una sola médica y a una
única mujer conocedora de las leyes: la esposa del qadí de Loja. Según
dice Cantera
Burgos: “La brillante sarracena de al-Ándalus
se había convertido en la Baja Edad Media en una esclava, una prostituta o una
criada”; y las judías que antes aparecían en las lápidas mortuorias en lugares
públicos, ya no aparecían ni siquiera en las lápidas colectivas de judíos
muertos por la peste, y sin embargo fueron incontables las mujeres judías
muertas por la terrible peste de 1348-50. Aunque tampoco en el esplendor del
al-Ándalus omeya habían destacado las judías, ya que el Talmud se muestra contrario a la erudición
femenina: “El que enseña la Torá a
su hija es como si le enseñara frivolidad” (Mishnà Sotá 3,4) y “Dejad que se
quemen las palabras de la Ley y no permitid que se enseñen a una mujer” (J.
Sotá 19a).
Christine de Pizan
Entre las cristianas, las monjas consiguieron
una independencia y un acceso al conocimiento intelectual que las seglares
nunca soñarían. Con el avance cristiano hacia el sur peninsular, las mujeres no
ganaron en derechos precisamente porque, como hemos visto, no todo se reduce al
harem y, sobre todo, no tenía ninguna gracia librarse del harem para verse
sometidas al derecho de pernada. ¡Menudo avance!
En la Baja Edad Media, cuando se va invirtiendo la preponderancia de
al-Ándalus por la de los reinos cristianos, cuando la situación social castiga
a las musulmanas debido a las sectas fanáticas y se avanza hacia el final de la
Edad Media, se va pasando a la situación contraria: empiezan a dejarse oír
judías y cristianas, y empieza a conocerse algún nombre en poesía y en
literatura, como doña Beatriz
Galindo, la Latina. Pero es que ya se anuncian los albores del
Renacimiento. También cabe recordar que, en estas últimas décadas del siglo XV,
en los reinos cristianos de Castilla y Aragón destacaron mudéjares y judías
como médicas y sanadoras. En un trabajo de investigación de Luis García Ballester, Michael McVaugh y Agustín Rubio Vela,
se afirma: “Varias mujeres practicaban la medicina
como sanadoras empíricas no oficiales o curanderas, y como médicas licenciadas,
siendo estas últimas frecuentemente mujeres musulmanas que practicaban dentro
de la comunidad cristiana dominante”.
También por otra parte, Juan
Bautista Gutiérrez Aroca asegura en su trabajo “Mujeres
médicas en la Historia: Médicas judías en la Edad Media” que hubo mujeres
hebreas que “ejercieron la medicina de forma autónoma con cierto prestigio, con
un reconocimiento social que, a veces, extendían su fama a un ámbito comarcal y
podían incluso ser llamadas por los monarcas para atender a ellos mismos o a
sus familias”. Tenemos más noticias de mujeres médicas de
Aragón que de Castilla gracias a las investigaciones de A. Cardoner Planas y
de Amada López
de Meneses, quienes avanzan como etapa de florecimiento médico
femenino el siglo XIV, especialmente durante los reinados de Pedro IV el
Ceremonioso de Aragón (1368-1381) y de su hijo Juan I, y nos aportan los
nombres de algunas especialistas judías: Na Gog (Na significa “doña”)
ejerció la medicina en Baleares, Francisca (médica
de Berga), Na
Cetit (judía de Valencia), Na Floreta Canogait (
de Sta. Coloma de Queralt), Na
Bonanada (de Valencia), Na Bellaire (de
Lérida), Na
Pla (de Lérida), Na Bonafilla (de Barcelona)
y, finalmente, la monja Teresa
de Cartagena, que escribió un libro titulado “Arboleda de los
enfermos”.
https://cihispanoarabe.org/news/cristianas-musulmanas-y-judias-en-la-peninsula-iberica/
Cristianas y musulmanas en la Hispania medieval. Parte III: Sexualidad,
cultura y bibliografía
La ignorada y denostada vida de las
mujeres en la Edad Media
Educación y
cultura
Posiblemente en uno de los campos en donde se
ve un mayor componente misógino sea en el terreno de la cultura; tanto en el
acceso a la misma como en la participación en la vida intelectual. No obstante,
quizás sea en el ámbito cultural donde mayores diferencias existen entre el
mundo cristiano y el mundo islámico, siendo este último más receptivo a que la
mujer accediera al conocimiento, en parte por indicación del propio Corán, que
incide en la bondad de la cultura, tanto para el hombre como para la mujer, con
el fin de tener una mejor compresión del mensaje divino. El islam
considera la devoción al saber como devoción a Dios.
Lo anterior no es óbice para que en ambas
sociedades destacaran mujeres por su saber. Baste mencionar a Hildegarda
de Bingen, Rosvita
de Gandersteim, Cristina
de Pisan, la poetisa Wallada –que escribió algunos poemas de corte netamente feminista-, Aisa
bint Ahmad o Umm Hana.
En la Hispania cristiana no fue fácil el
acceso de la mujer a la educación, ni siquiera a la primaria. Desde San Pablo[1] se mantiene el modelo de que la mujer
no tiene necesidad de obtener conocimientos. Las únicas enseñanzas que debe
recibir son las que le ayuden a ser obediente, casta, y a ejercitar las labores
“propias” del sexo femenino: llevar la casa, criar a los hijos, etc. Hubo
numerosos tratadistas y moralistas que se empeñaron en que a la mujer le fuera
vetado el acceso al conocimiento. Para Fernández Pérez de Guzmán, la mujer
no debe acudir a las escuelas, ya que su lugar es estar encerrada en
casa; Felipe de Novara mantiene que a la mujer no se la debe enseñar
a leer ni a escribir. Los escolásticos decidieron, en el siglo XIII, que el
alma femenina no tenía las capacidades intelectuales que poseía la del hombre,
por tanto, sería incapaz de asimilar un conocimiento elevado. Alguna voz se
alzó aconsejando que la mujer, de clase social alta, sí debía recibir alguna
educación: Francesc Eiximenis o Santo Tomás de Aquino, son algunos, pocos,
de los que defienden esta postura. Solo el ingreso en un convento permitió a
algunas acceder a los más rudimentarios elementos culturales. Fueron numerosas
las monjas que aprendieron a leer, bastantes menos las que unieron a la
lectura, la escritura.
Si ya tenían difícil el acceso a las primeras
enseñanzas, no digamos el poder llegar a cursar estudios superiores. Habrá que
esperar al reinado de Isabel la católica para que nos encontremos con alguna
mujer en los ámbitos universitarios: Teresa
de Cartagena estuvo en Salamanca, Lucía
Medrano recibe el título de catedrática de
Elocuencia y Poesía latina. Pero estos dos ejemplos no son sino dos rarísimas
excepciones.
En al-Ándalus parece ser que el acceso a la
enseñanza fue bastante más fácil, sobre todo en la etapa inicial. Aún cuando había algunas fatuas que desaprobaban que las niñas fueran
a las escuelas, numerosos alfaquíes entendían que era necesario que la mujer aprendiera
a leer, sobre todo, y a escribir. Ibn Hazm nos dice: «
Yo he intimado mucho con mujeres… porque me crié en su regazo y crecí en su
compañía, sin conocer a nadie más que a ellas y sin tratar hombres hasta que
llegué a la edad de la pubertad… Ellas me enseñaron el Alcorán, me recitaron no
pocos versos y me adiestraron en tener buena letra.»[2]. La gran mayoría de las niñas, y
también los niños, no pasarían de esta enseñanza primaria impartida en las
escuelas coránicas. El acceso a estudios superiores sólo estaba en manos de las
familias con los suficientes recursos económicos para poder pagar un profesor
particular.
Mujeres musulmanas
recibiendo clase
A pesar de lo anterior sí
tenemos conocimiento de no pocas mujeres andalusíes que accedieron al nivel
medio y superior en la enseñanza, sobre todo las provenientes de las clases altas
y las esclavas. Es sabido que la mujer alcanzó la práctica totalidad de los
campos del saber, todas las ciencias relacionadas con las letras o con las
ciencias coránicas: Karima al-Marwa, m. 439/1070; en matemáticas Lubrina, yawari de
al-Hakam II; la astronomía, la medicina, etc.[3]. Hubo, incluso, mujeres que recibieron de sus maestros la iyaza (facultad
de enseñar): Ubayd Allah bint Qarluman (siglo IX), Fátima bint Muhammad ben Alí Saria (siglo X), Maryam bint Abi Yaqub (siglo XI), fueron algunas de ellas. Estas mujeres profesoras (adiva) enseñaron
incluso a hombres, por ejemplo, a Abu Bakr Iyyad ben Baqi, o el famoso sabio
Ibn Arabi.
En mi opinión la mujer andalusí tuvo
bastantes más facilidades que la hispana cristiana para acceder al conocimiento.
Una labor muy relacionada con la cultura es
la escritura, y bajo este parámetro baso parte de mi afirmación. En la Hispania
cristiana solamente aparece una obra literaria elaborada por una mujer, se
trata de Duoda, condesa
catalana, que escribió en el siglo IX un tratado de educación dedicado a su
hijo. No volverán a aparecer autoras cristianas hasta el reinado de los Reyes
Católicos: Teresa de Cartagena, Florencia Pinar, etc., siendo de destacar que
la inmensa mayoría eran religiosas.
En al-Ándalus, solamente entre los siglos
VIII y XIV, aparecen más de cincuenta poetisas[4]. Y no solo hay referencia de poetisas pertenecientes a la nobleza, o a
las clases más elevadas; aparece documentada la existencia de unas poetisas que
era la hija de un vendedor de higos, Muhya
bint al-Tayyani, que fue enseñada por la princesa omeya
Wallada.
Recreación romántica
de Wallada
Visión de la sexualidad
En la forma de entender la sexualidad es
donde, posiblemente existan mayores diferencias entre el pensamiento cristiano
y el musulmán. El discurso religioso islámico entiende que las relaciones
sexuales son una necesidad física creada por Allah, por tanto, el realizar el
acto sexual es grato a sus ojos. El islam desaprueba el celibato, todo lo
contrario que el cristianismo que lo ve como la forma más elevada de vida. La
mujer ideal es la que conserva el celibato hasta el fin de sus días. Esta idea
que da al celibato un estadio superior espiritual se verá aumentada a partir de
la implantación del culto mariano.
No solo aconseja el islam las relaciones
heterosexuales, sino que hay numerosas recomendaciones dirigidas al varón, para
que éste no se preocupe solamente de su gozo, sino que intente buscar el placer
de la mujer. Así queda reflejado en algunos hadices:
«Cuando
desees hacer el amor con tu mujer, no te precipites porque la mujer [también]
tiene necesidades [que debe ser satisfechas]» (Alí)
«Causas del amor y de dicha son que el hombre satisfaga la necesidad de la
mujer más que la suya y anteponga, ante todo, el deseo de ella, puesto que lo
corriente es que la mujer en esto le quede el fracaso y la desilusión, excepto
accidentalmente y conduce a muchos daños en las que necesitan satisfacción.»
(Ibn al-Jatib)
«Cuando cualquiera de vosotros haga el amor con su mujer, que no vaya a ella
como un pájaro; en lugar de eso él debe ser lento y pausado.» (anónimo)
Esto no significa que el islam permita
totalmente las relaciones sexuales; prohíbe taxativamente las relaciones
extramatrimoniales[5], que tienen consideración de
adulterio y son castigadas severamente.
Se ha dicho en numerosas ocasiones que el
discurso religioso islámico preconiza las relaciones sexuales; todo lo contrario, hace el
cristiano. Desde los primeros momentos el acto sexual se ve como algo
pecaminoso, desagradable a los ojos de Dios. San Agustín decía:
«No conozco nada que rebaje más la mente humana de las alturas que las caricias
de una mujer y la unión de los cuerpos.»; Odón, abad de Cluny (siglo X)
mantenía que «La belleza física es aparente y no va más allá de la piel. Si los
hombres vieran lo que subyace debajo, la visión de las mujeres sublevaría el
corazón. Cuando no podemos tocar con la punta del dedo un esputo de mierda
¿cómo podemos llegar a desear abrazar ese saco de estiércol?». Sobran
comentarios.
Incluso dentro del matrimonio el cristianismo
ve el deseo sexual como pecaminoso. Tomás de
Aquino establece en su Tratado del matrimonio, que si existe deseo de acto
sexual se está cometiendo un pecado mortal. En las Penitenciales se indica que
solo existe una postura lícita, la mujer debajo, pasiva, sometida; cualquier
otra forma de realizar el acto es pecado, pues busca solamente el placer[6]. En definitiva, incluso dentro del matrimonio
solo aprueba el acto sexual que tenga como fin la procreación.
Quizás en lo único que coincidan cristianismo
e islamismo en relación al sexo, es que la mujer tiene más apetencias que el
hombre. Esta idea parece claramente influencia del pensamiento aristotélico,
que argumentaba la insaciabilidad sexual de la mujer debido a tener un exceso
de humedad en su cuerpo.
El matrimonio
En las dos culturas tanto las actitudes, como
las actividades de la mujer, quedan supeditadas a los deseos del esposo. La buena esposa es aquella que siempre está dispuesta a atender los
deseos del marido, cuidarle, obedecerle, es decir aquella que acepta la total
sumisión.
Partiendo de la premisa anterior hay que
mencionar las diferencias, tanto en el concepto que se tiene sobre el
matrimonio, como en su institucionalidad y desarrollo. La visión contraria a la
sexualidad provoca que, desde el cristianismo, se tenga una cierta actitud
hostil hacia el matrimonio. Como he apuntado anteriormente es el celibato el
estado de mayor pureza espiritual. En el islam el matrimonio es muy recomendado
tanto para hombres como para mujeres. Esta recomendación estaría en consonancia
con la desaprobación que el islam hace del celibato.
El amor en pocas ocasiones era el causante
del matrimonio, y esto se puede atribuir a las dos confesiones. Eran más los intereses económicos, políticos o sociales de las
familias las que propiciaban los pactos matrimoniales. Pocas posibilidades
tenía la mujer para negarse a celebrar el matrimonio acordado por sus padres o
parientes.
Boda cristiana
medieval
La negativa de la mujer a contraer nupcias
con el pretendiente elegido podía provocar que la mujer fuera desheredada. En
ambas culturas hay intentos de que la voluntad de la mujer sea la que prime a
la hora de elegir esposo. Pedro Lombardo (mediados del siglo XII) entiende que
la voluntad de la mujer es imprescindible para dar validez al matrimonio. Ibn
Mugit afirma que la doctrina de Malik no permite que se pueda casar una virgen
sin su consentimiento. Pero, desgraciadamente para el género femenino estos intentos
se quedaron en eso, en intentos.
Novia musulmana tras
la celebración
Una clara diferencia entre el islam y el
cristianismo es que, en el primero, el matrimonio es un contrato civil;
mientras que en el segundo – a partir del siglo XIII, cuando el matrimonio es
sacralizado- es una unión religiosa.
Dentro de los reinos cristianos existieron
varios tipos de matrimonios:
– De bendición, el efectuado por la iglesia.
– Juras o furto, que se realizaba ante dos
testigos con el sólo acuerdo de los contrayentes. Este tipo de matrimonio
parece que fue el más utilizado entre las clases más desfavorecidas, entre
otros motivos, porque para realizarlo no era necesario el permiso de ningún
familiar.
– Pública fama o de maridos reconocidos,
simplemente reconocidos como públicos unas relaciones manifiestas de
convivencia.
Otras relaciones que podemos considerar como
matrimonios, eran las mantenidas por numerosos cristianos con mujeres sin que
mediara entre ellos ningún tipo de acuerdo o contrato. Que el
hombre dispusiera de barragana, manceba o concubina era algo bastante usual,
especialmente entre los miembros del clero.
Clérigo con
barragana. Cántigas
La barraganía fue un hecho social reconocido
y aceptado. Frecuentemente se legisló para determinar los derechos de las
barraganas, y de los hijos habidos en estas uniones, por ejemplo, para
otorgarles una herencia.
Como ya he mencionado el matrimonio era,
básicamente, un acuerdo en el que, en muchas ocasiones, el elemento económico
era el esencial. Esta base económica es la que establece que se realicen
donaciones económicas. En la forma y sentido que tienen estas donaciones sí hay
una diferencia entre el mundo cristiano y el islámico.
En los reinos cristianos la mujer era la que
aportaba la dote o ajuar, es decir era, en ocasiones, el mayor
sustento económico de la nueva pareja. Esta obligación de aportación económica
es la que provocaba que muchas mujeres no pudieran casarse, bien por ser
huérfanas, o porque sus familiares no tenían los suficientes recursos económicos. En
cambio, el Derecho musulmán establece que es el novio quien tiene que aportar
esa dote (acidaque), parte de la cual se entregaba a la familia de la novia, el naqd, a la hora de
formalizar el contrato matrimonial, con la obligación de ser empleado en dotar
a la mujer de un ajuar.
Es curioso que a la hora de establecer quién
debe aportar la dote, el Derecho islámico esté más cerca del antiguo Derecho
germánico, que establecía que la dote tenía que ser entregada por el marido,
que las legislaciones de los reinos hispanocristianos.
La indisolubilidad del matrimonio católico
podía ser superada en algunas ocasiones. A tal efecto
se dictan normas en los concilios de Arlés (314), Agde (506), Verberíe (752) o
Compiegne (757); eso sí, sólo puede ser solicitado por el hombre en caso de
adulterio de la mujer, o si se quiere entrar en un monasterio. Inocencio I
(siglo VII) permite el divorcio por adulterio de la mujer, Gregorio II (siglo
VIII) permite el divorcio del marido, y su posterior casamiento, si su mujer está
enferma. Por otro lado, el repudio por parte del varón era bastante
usual. Cristina Segura así lo apunta: «La disolución era fácil y también un acuerdo entre
familias sin que las mujeres tuvieran ocasión de opinar. Otro tanto puede
decirse con respecto al repudio de las mujeres hacía el marido con entera
libertad y la repudiada volvía a su familia […]»[7]
Mujer siendo juzgada
por adulterio
En el islam el divorcio podía ser solicitado
por el marido o por la esposa. El islam admite el repudio como mal menor –
un hadiz dice: «El repudio es el acto permitido más odiado por Allah»
El hombre podía hacer tres clases de repudio:
1) Revocable,
la fórmula “yo te repudio” era pronunciada en una sola ocasión. El marido podía
arrepentirse y anular el efecto de éste.
2) Irrevocable,
la fórmula se repite dos veces dejando entre ambas un período determinado de
tiempo (la idda).
Este repudio permitía a ambos esposos volver a contraer matrimonio si así lo
deseaban.
3) Irrevocable
y definitivo, la fórmula se repite tres veces con intervalos de tiempo entre
ellas. En este caso los cónyuges no pueden volver a casarse entre si, al menos
que la esposa se hubiera casado con otro hombre y hubiera sido de nuevo
repudiada.
No sería objetivo mantener que la mujer
andalusí tenía la misma facilidad para divorciarse que el hombre. La mujer
tenía que imponer una demanda, no bastaba con su simple deseo, como era en el
caso del varón. No obstante, eran numerosas las causas que
podían alegar las mujeres para divorciarse, alguna de ellas bastante modernas:
Que le compre el repudio al hombre.
Incumplimiento de algunas de las cláusulas
del contrato matrimonial.
Que se haga difícil o repugnante la vida
marital.
Por ausencia injustificada del marido.
Enfermedad incurable (la escuela malikí,
imperante en al-Ándalus, añadió bastantes enfermedades susceptibles de ser
causa de divorcio).
Malos tratos, incluso las injurias de palabra
–lo que hoy denominamos maltrato sicológico.
Negligencia en los deberes conyugales.
Impago de la suma necesaria para mantener el
hogar.
He dejado para el final dos cuestiones que
han sido causa de polémica. También han sido elementos, que numerosos
historiadores occidentales han utilizado para determinar que la situación de la
mujer casada en los reinos cristianos era mejor que la de la andalusí[8]. Me estoy
refiriendo a la poligamia y a la violencia doméstica.
En cuanto a la poligamia habría que señalar
que el islam acepta que un hombre se case hasta con cuatro mujeres. Pero el Corán
obliga a que se tenga con toda la más estricta igualdad de trato. Esta condición hace prácticamente imposible el cumplir, por lo que, de
hecho, sólo es posible el matrimonio monógamo. La jurisprudencia islámica otorga a la mujer el derecho a exigir
ser la única esposa en el contrato matrimonial. Incluso si no se hubiera
establecido tal condición, la mujer tiene el derecho de no aceptar la
poligamia, pudiendo autodivorciarse.
Si nos atenemos a la realidad y huimos de
hipótesis basadas en planteamientos hipócritas, habrá de
reconocerse que la poligamia también existía en la sociedad cristiana. Hubo denuncias de monjes que vivían con varias mujeres; un caso es
el del prior del monasterio de Pompeiro, que tenía varias esposas[9]. Según los procuradores
de las Cortes de Valladolid de 1322, la bigamia había proliferado en algunas
regiones; otro tanto apunta las Cortes de Bribiesca de 1387. ¿de cuántos hijos
bastardos, incluso reyes, tenemos noticias? ¿No es
poligamia tener una mujer desposada y una concubina?
En relación a la violencia doméstica, mucho
me temo que la sufrían por igual cristianas y musulmanas, ese cáncer de la
sociedad sigue, desgraciadamente, de total actualidad. Los que mantienen que el islam “santifica” el empleo de la violencia
física contra la mujer siempre acuden a la aleya coránica que
dice: « A
aquellas de quienes temáis la desobediencia amonestadlas, confinadlas en sus
habitaciones, golpeadlas.»[10]. Se olvidan, generalmente, que la mujer podía
solicitar el divorcio si era maltratada. También se suele omitir las palabras
del Profeta cuando aconseja el trato amoroso a las mujeres: «El mejor entre vosotros es
aquel, que es el mejor para la mujer.». Ibn Abbas –uno de los
primeros comentaristas del Corán, y que había conocido a Muhammad-, dijo que
solo se podía golpear a una esposa rebelde con una varita desiwak (empleada
para enjuagarse la boca); otros mantienen que solo se la puede golpear con una
brizna de paja. Hay muchos más ejemplos que demuestran que las indicaciones de
la sunna van en contra del maltrato a la mujer.
Conclusiones
Ambas culturas están muy influenciadas por la
religión judaica, que tiene su máxima expresión en la Biblia, como por la
filosofía grecorromana, y, por tanto, por la sociedad patriarcal.
La mujer será vista como un ser inferior,
incapaz y que debe estar, en todo momento, supeditada a los deseos, órdenes y
leyes establecidas por los hombres. En ningún caso podrá participar de las
instituciones que dictan las normas de convivencia.
Son más los puntos de semejanza que de
diferencia entre la mujer hispanocristiana y la hispanomusulmana; no debemos
ignorar los constantes préstamos culturales entre ambos mundos.
A pesar del papel sumiso que se adjudica a la
mujer, se puede observar como son numerosas las ocasiones en que ésta, de una u
otra forma, intenta eludir este estado de dependencia con respecto al varón.
En ambas culturas se observa el papel de
sujeto activo de la mujer y su importancia en diversos ámbitos de la vida: la
economía, la transmisión de la cultura y las tradiciones, etc. En definitiva,
las mujeres hispanomedievales fueron sujetos y no objetos pasivos, en el
devenir del proceso histórico de la Edad Media hispana.
En cuanto a la comparación de la situación de
la mujer cristiana y la andalusí, es mi opinión, que la posición de esta última
era ligeramente mejor. Me baso para esta afirmación en varios puntos:
La mujer andalusí tenía mayor facilidad para
acceder a la cultura y la educación.
Dentro del matrimonio disfrutaba de unos
derechos de los que carecía la mujer hispanocristiana, por ejemplo, podía
solicitar el divorcio, mayor libertad a la hora de disponer de sus bienes, etc.
Mejor situación jurídica; la mujer andalusí
tenía la potestad de presentar demandas en su propio nombre, algo que estaba
vedado a la cristiana.
No le estaba prohibido el goce sexual. No
olvidemos que mientras en la mentalidad cristiana el disfrute de la práctica
del sexo era considerado pecado, en la musulmana era una acción grata a los
ojos de Allah.
En definitiva, y como ya he comentado
anteriormente, dentro de la situación de subyugación a que estaban sometidas;
la mujer andalusí “disfrutaba” de una vid algo más acorde con la que sería de
desear para cualquier ser humano.
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Madrid, 1997, pp. 115-244
– La
mujer como grupo no privilegiado en la sociedad andaluza bajomedieval.
Situación Jurídica, en III Coloquio de Historia medieval andaluza, Jaén,
1984
SIMÓN PÉREZ, Saleh: La
mujer y el Corán, en Verde Islam, nº 8, Madrid, 1998
VARIOS AUTORES: La
mujer musulmana y cristiana hace mil años, Madrid, 1976
– Textos
para la historia de las mujeres en España, Madrid, 1994
VIGUERA MOLINS, Mª
Jesús: Estudio Preliminar; en Actas V Jornadas de Investigación
Interdisciplinar, Sevilla, 1989
– La
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– Reflejos
místicos de mujeres andalusíes y magrebíes, en Anaquel de Estudios Árabes,
nº 12, Madrid, 1001, pp. 829-841
WADE LAGARDE,
Margaret: La mujer en la Edad Media, Madrid, 1986
[1] En
la Epístola a los corintios, mantiene que si la mujer quiere aprender algo
que le pregunte al marido.
[2] Ibn Hazm: El
collar de la paloma, traducción de Emilio García Gómez, p. 167
[3] Véase, Nadia
Lachiri, La vida de las mujeres en al-Andalus y su reflejo en las fuentes literarias,
en árabes, judías y cristianas. Mujeres en la Europa Medieval.
[4] Véase, Francisco
López Estrada, Las mujeres escritoras en la Edad Medica castellana, en La
condición de la mujer en la Edad Media. Coloquio Hispano-Francés; o María Jesús
Rubiera, Oficios nobles, oficios viles. La mujer en al-Andalus, Dptº de
Árabe e Islam de la UAM: La mujer andalusí, elementos para su historia.
[5] Aún cuando parece
que eran frecuentes, eso sí, manteniendo la virginidad de la mujer. Un refrán
andalusí es muy clarificador al respecto: «besa y pellizca, pero deja el lugar
del novio.», citado por Nadia Lachiri, ob.cit. p. 120
[6] Quizás por eso a esta postura se la
conoce como “la del misionero”.
[7] Cristina Segura, Las mujeres en la
España medieval, en Historia de las mujeres en España.
[8] Por ejemplo, Sánchez Albornoz
[9] Reyna Pastor. Para una historia
social de la mujer hispanoamericana. Problemática y puntos de vista, en La
condición de la mujer en la Edad media. Coloquio Hispano-Francés, p. 203.
[10] C{«type»:» block»,»srcClientIds»:[«fe06aa94-752a-4822-9724-cf3fd0433a6a»],»srcRootClientId»:»»}orán,
IV,34

















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