¿Cómo se hace un dios? La muerte y el sacrificio nahuas como
máquina de transformación ontológica1
Figura 2.
Códice Borgia, lámina 56
Códice Borgia
A través del análisis filológico e
historiográfico de los mitos y los rituales recopilados etnográficamente por
los frailes españoles del siglo XVI, este artículo explora las complejas ideas
y prácticas detrás de la muerte y el sacrificio en el mundo náhuatl
prehispánico. Como punto de partida, se aborda el concepto náhuatl teotl (dios). Aunque esta noción ha sido
examinada a fondo por los estudiosos del mundo mesoamericano, el enfoque
utilizado ha seguido casi exclusivamente las premisas teóricas del paradigma de
la “cosmovisión”. Este modelo, actualmente hegemónico en la historia indígena y
la antropología mexicana, privilegia una división ontológica tajante entre
hombres y dioses, en la cual los primeros son considerados como “criaturas” y
los segundos como “creadores”. El presente artículo intenta desmontar estos
presupuestos teóricos, heredados de la filosofía, la historia y la antropología
de las religiones de los siglos XIX y XX, para proponer nuevas formas de
entender las relaciones ontológicas entre hombres y dioses, con el fin de
comprender los dispositivos rituales a través de los cuales los seres humanos y
los divinos se construían y constituían mutuamente, y se transformaban los unos
en los otros.
En
un artículo reciente, Federico Navarrete Linares (2018) presenta una
interesante reflexión sobre el estado de los estudios mesoamericanos en México,
la cual constata que, en los últimos años, esta disciplina —que tuvo su origen
en la afortunada construcción teórica de Paul Kirchhoff— se ha estancado en el
paradigma que Broda (1991a, 1991b) y López Austin (2008, 2012) han definido
como “cosmovisión mesoamericana”. Según Navarrete Linares, son varias las
razones por las cuales este modelo clásico enfrenta una crisis, pero me parece
que hay un punto que merece ser destacado:
El
primer conjunto de problemas se relaciona con el ámbito que los especialistas
han llamado “religiones indígenas” y con los seres que participan en él, llamados
generalmente “dioses”. Hasta la fecha los historiadores, los estudiosos de la
religión y los antropólogos no han sido capaces de llegar a un acuerdo sobre la
naturaleza de los teotl [teteo]2 mesoamericanos
(para usar el término náhuatl usualmente traducido como “dios”) … Por un lado,
resulta difícil definir de manera clara los rasgos comunes de los muy diversos
seres llamados teotl [teteo]… que permitan
distinguirlos de otros tipos de entes; por otro, resulta igualmente complicado
ordenar sus características específicas y sus fuerzas y atributos particulares
en un “panteón” medianamente coherente. En la práctica es muy difícil marcar
las fronteras simbólicas, pragmáticas y ontológicas entre las deidades y los
seres humanos o naturales, pues todos se transforman de manera continua en unos
en otros, y sus diferentes formas de ser se combinan en las prácticas rituales,
en la iconografía y en las narraciones míticas o históricas. Para explicar la
figura multiforme de Quetzalcóatl, Alfredo López Austin propuso en su ensayo
fundador Hombre-dios que
éste combinaba los ámbitos contrapuestos de la realidad histórica y social y de
las creencias religiosas y el mito (pp. 13-14).
Como
lo muestra también Bassett (2015), el primer paso para entender la sustancia,
la agencia, las relaciones y los modos de existencia de los teteo, o “dioses” nahuas, no es partir de
modelos o paradigmas generales construidos por la historia y la antropología de
las religiones desde el siglo XIX, sino tomar como punto de partida la manera
muy particular en la cual los pueblos indígenas actuaban en el pasado y siguen
actuando hoy en día en relación a estas entidades. Para Bassett, entonces, hay
que renunciar a las etiquetas como “sagrado”, “sobrenatural” o “trascendente”,
a las cuales nos ha acostumbrado la historia de las religiones; también hay que
abandonar conceptos particulares, provenientes de ciertos pueblos indígenas,
como potlach, mana, hau o dema, que la antropología occidental quiso
volver universales y tomar como modelos explicativos generales (véase también
Olivier, 2019). Si fuera necesario, más que utilizar estas herramientas
analíticas prefabricadas, tendríamos que inventar nuevos conceptos, recurriendo
a los neologismos si fuera necesario, para entender mejor el pensamiento y la
acción de los pueblos no occidentales.
Para
lograr este ambicioso objetivo, haría falta estudiar a fondo las manipulaciones
y las trasformaciones que sufrían las deidades y las funciones que desempeñaban
durante los rituales y los períodos durante los cuales nacían, vivían y morían
en estrecho contacto con los hombres. Los dioses nahuas no eran seres
“trascendentes” o “sagrados”, sino entes que vivían por cierto tiempo en la
tierra y tenían que ser creados, moldeados, guiados, alimentados e inclusive
asesinados por los seres humanos. Las fiestas, por ejemplo, eran los momentos
en los cuales los dioses eran fabricados como personas. Los hombres creaban a
los dioses en cada una de sus festividades, los hacían llegar a la tierra y los
ponían a trabajar para que generaran los recursos económicos y las relaciones
políticas y sociales que necesitaban para su propia existencia.
Al
analizar las fuentes nahuas sobre los rituales de muerte y sacrificio,
intentaré dejar en claro que ambos grupos, hombres y dioses, dependían
estrechamente el uno del otro, y que la distinción entre ellos era mucho más
precaria y permeable de lo que imaginamos. En muchos casos, el paso de una a
otra condición ontológica no sólo era posible, sino deseable.3 Esta
transformación era, además, reversible: tanto un hombre podía integrarse a la
sociedad de los dioses, como un dios a la comunidad de los hombres. El paso de
un modo de existencia a otro formaba parte de las negociaciones
“cosmopolíticas” entre hombres y dioses, las cuales tenían lugar en los ritos y
en las festividades de los antiguos nahuas.4
Para
entender las distintas particularidades ontológicas de hombres y dioses,
podemos analizar los relatos que han sido catalogados como “mitos” por los
historiadores y antropólogos modernos, pero que no son otra cosa que historias
o discursos (en náhuatl itoloca o itlatlatollo)5 que
explican, de manera narrativa, divertida o edificante, cómo se conformaron las
complejas realidades ontológicas en las que coexisten y conviven los seres de
este mundo.6 Fray
Gerónimo de Mendieta (1977), aun con todos los prejuicios propios de un
evangelizador del siglo XVI, explica de manera sugestiva la importancia que
estos relatos tenían para los antiguos nahuas:
Cuenta
el venerable y muy religioso padre fray Andrés de Olmos, que lo que coligió de
las pinturas y relaciones que le dieron los caciques de México, Texcoco,
Tlaxcala, Huexotzinco, Cholula, Tepeaca, Tlalmanalco y las demás cabeceras,
cerca de los dioses que tenían, es que diversas provincias y pueblos servían y
adoraban a diversos dioses y diferentemente relataban diversos desatinos,
fábulas y ficciones, las cuales ellos tenían por cosas ciertas, porque si no
las tuviesen por tales, no las pusieran por obra con tanta diligencia y
eficacia, como abajo se dirá, tratando de sus fiestas (Vol. I, p. 181).
A
continuación, Mendieta refiere dos narraciones recopiladas por fray Andrés de
Olmos: la primera versa sobre la caída de un pedernal del cielo, del cual
estallaron todos los dioses conocidos; la segunda, sobre la creación del sol en
Teotihuacan y la consecuente muerte de las deidades. En gran parte de las
historias nahuas que conocemos en torno al origen de los dioses se menciona
cómo éstos tuvieron que morir para alcanzar la forma bajo la cual son conocidos
actualmente. Por ejemplo, el monstruoso caimán primigenio, llamado Tlaltéotl o
Tlalteuctli, tuvo que ser partido en dos mitades para formar el cielo y la
tierra (Tena, 2001, pp. 150-153). Quetzalcóatl, el sacerdote gobernante de
Tollan, centro irradiador de todos los saberes y las artes, abandonó la ciudad
por haber sido engañado por su eterno enemigo, Tezcatlipoca, y, después de un
viaje hasta las orillas del océano oriental, se aventó a una hoguera para subir
al cielo en forma del planeta Venus o lucero de la mañana (Anales de Cuauhtitlan, 2011, pp. 43-51).
El dios del maíz, Cintéotl, se metió debajo de la tierra; de sus cabellos,
surgió el algodón; de sus ojos, las semillas de las que nacen las hierbas
comestibles; de su nariz, la chía; de sus dedos, camotes, y de sus uñas, el
maíz (Tena, 2001, pp. 154-155). En la Relación
de Metztitlan (Acuña, 1986), encontramos otro ejemplo de estas
historias: la diosa madre, Huei Tonantzin, y el dios del pulque, Ome Tochtli,
son inmolados por sus hijos y hermanos por el bien de la humanidad:
Y
cuentan además otra fábula, diciendo que tenían por dioses a otras dos figuras,
llamada la una Ome Tochtli, que es dios del vino, y la otra Tezcatlipoca, que
es el nombre del principal ídolo que ellos adoraban. Y, con ellos, tenían
pintada una figura de mujer, llamada Huei Tonantzin, que quiere decir “nuestra
gran madre”, que decían madre de todos estos dioses o demonios. Y que aquellos
cuatro demonios ya nombrados [Itzcuin, Huei Técpatl, Tentetémic y Nanácatl
Tzatzi], dicen que mataron a esta gran madre, instituyendo en ella el modo de
sacrificar para delante, sacándole por el pecho el corazón y ofreciéndolo al
sol. También dicen que el ídolo Tezcatlipoca mató al dios del vino, de su
consentimiento y conformidad, diciendo que así lo eternizaba y que, si no
moría, habían de morir todos los que bebiesen vino. Pero que la muerte de este
Ome Tochtli fue como sueño de borrachera, que, después de vuelto en sí, quedó
sano y bueno (p. 62).
Aunque
en la narrativa náhuatl abundan estas historias sobre la muerte de los dioses y
el surgimiento de algún bien para los hombres, sin lugar a dudas el relato más
conocido y más difundido es el del nacimiento del sol y de la luna en
Teotihuacan, que narra fray Andrés de Olmos (Mendieta, 1977). En la versión en
lengua original recopilada por fray Bernardino de Sahagún (1953), después de la
aparición de los astros todos los dioses allí reunidos tuvieron que morir para
lograr el movimiento del sol y para que fuera posible la vida del hombre sobre
la tierra:
Auh in ye
iuhqui: in icuac ye omomanaco onteixtin, ye no cuele ahuel olini, otlatoca, zan
momanque, motenmanque. Ic ye no ceppa quitoque in teteo. Quen tinemizque, amo
olini in Tonatiuh: cuix tiquinnelotinemizque in macehualtin. Auh inin, ma toca
mozcalti, ma timochintin timiquican (VIII, p. 7).
Así
sucedió. Cuando ya ambos [el sol y la luna] vinieron a aparecerse, he ahí que
no podían moverse, no podían seguir su camino; sólo se quedaban quietos, se
quedaban inmóviles como piedras. Entonces hablaron otra vez los dioses: ¿Cómo
viviremos? No se mueve el sol. ¿Acaso viviremos mezclados con los hombres?
¡Hagamos eso: ¡que crezca gracias a nosotros, muramos todos! (La traducción es
mía).7
El
sacrificio de los dioses en el tiempo originario era necesario para dar
comienzo al mundo y para evitar que los hombres se encontraran indebidamente
mezclados con los dioses. Podríamos decir que éstos, a través de su sacrificio,
instauraron su propia modalidad de existencia, que correspondió, desde el
momento de su inmolación, a la muerte (en náhuatl, miquiztli). Johansson (2012), en su
interpretación del relato náhuatl del nacimiento del sol y de la luna en
Teotihuacan, expresa de manera muy clara esta misma idea:
Así
como los dioses se consumieron en el fuego para que se hiciera la luz, los
dioses en su totalidad tienen que morir para que se haga el movimiento
temporal. Esta muerte de los dioses crea el espacio-tiempo en el que moran,
cual se confunde con la muerte. […] Es la muerte autosacrificial de los dioses
la que permite al sol elevarse (“crecer”), y separarse de la luna. Asimismo, el
suicidio de los dioses crea el espacio-tiempo de la muerte donde ellos van a
morar y adonde los alcanzarán los macehuales cuando mueran. Sin la muerte, los dioses
y los macehuales habrían vivido mezclados, en una atemporalidad luminosa pero
estéril (p. 77).
El
lugar en el cual los dioses crean el espacio-tiempo de la muerte tiene un
nombre muy significativo: Teotihuacan. Éste ha sido identificado por los arqueólogos
en el impresionante sitio monumental ubicado al noreste de la cuenca de México,
que tuvo su auge a mediados del período clásico mesoamericano, entre los siglos
V y VI d. C., y que fue paulatinamente abandonado al final de esa época, entre
los siglos VII y VIII d. C. (López Austin y López Luján, 2007, pp. 116-125,
173-175). No sabemos qué lengua se hablaba en la ciudad, ni cómo se llamaba
originalmente, pero los nahuas que llegaron a conocer las ruinas de esta
antigua urbe mesoamericana después de su caída le dieron el nombre de
Teotihuacan, identificándola como el lugar de origen de los dioses. De hecho,
Teotihuacan es un locativo náhuatl compuesto por el verbo teoti, que quiere decir “hacerse dios”
(Carochi, 2001, p. 224); su significado completo es “lugar donde se hacen
dioses”.8 Como
lo indica el mismo topónimo, Teotihuacan fue el lugar en el cual los dioses se
volvieron tales. El verbo teoti (“hacerse
dios”) señala lingüísticamente una característica muy importante de las
deidades nahuas: que teotl no
corresponde a una categoría ontológicamente inmutable, sino a un estado que es
posible alcanzar por medio de la muerte.
Volverse
dios es, pues, lo que llamaremos un “proceso transformativo”.9 Siguiendo
esta línea de pensamiento, habría que admitir que los personajes divinos que se
reunieron en Teotihuacan para crear el sol y la luna, aunque son llamados
dioses desde el principio del relato, en realidad se volvieron tales sólo en el
momento en el que decidieron sacrificarse, diferenciándose entonces de los
hombres. Esto significa que, antes de la salida del sol, en la obscuridad
primordial, los dioses no se diferenciaban todavía de los humanos, y que sólo
la muerte y el nacimiento del sol dieron origen a esta distinción ontológica.
Tenemos
otra descripción extremadamente interesante de Teotihuacan, recopilada por el
padre Sahagún y sus colaboradores nahuas. En el libro X de la Historia general de las cosas de la Nueva España,
en medio de la relación sobre el origen de los mexicas, el fraile consignó que
sus informantes le explicaron que algunos hombres importantes iban a
Teotihuacan para convertirse en señores y gobernantes.10 Sepultados
en los túmulos que corresponden a las pirámides y a los montículos del sitio
arqueológico, estas personas se volvían dioses después de su muerte:
Y
se llamó Teotihuacan, “el pueblo de teotl”,
que es “dios”, porque los señores que allí se enterraban, después de muertos
los canonizaban por dioses. Y que no se morían, sino que despertaban de un
sueño en el que habían vivido, por lo cual decían los antiguos que cuando
morían los hombres no perecían, sino que de nuevo comenzaban a vivir, casi
despertando de un sueño, y se volvían en espíritus o dioses. Les decían:
“Señor” o “Señora, despiértate que ya comienza a amanecer, que ya es el alba,
que ya comienzan a cantar las aves de plumas amarillas, y que andan volando las
mariposas de diversos colores”. Y cuando alguno se moría, de él solían decir
que ya era teotl, que quiere decir que ya era muerto para ser espíritu o dios
(Sahagún, 2000, Vol. II, pp. 672-673).
El
último pasaje en el texto original en náhuatl es aún más explícito en cuanto a
la equivalencia ontológica que existía entre la muerte y la transformación de
los hombres en dioses: “ic quitoque in huehuetque:
in aquin oonmic, oteot, quitoaya: ca oonteot, quitoznequi caoonmic”
(Sahagún, 1961, XI, p. 192), que podríamos traducir como “por eso los viejos
dijeron: ‘Quien murió se hizo dios’; decían: ‘Se volvió dios’, lo cual quiere
decir ‘Se murió’” (traducción G. Kruell). A partir de este complejo enunciado,
que juega con la equivalencia entre el verbo teoti (“hacerse
dios”) y miqui (“morir”),
podemos deducir que, en la concepción ontológica de los antiguos nahuas,
“morir” correspondía a “volverse dios”; los dioses eran, por lo tanto, seres
pertenecientes al dominio de la muerte, como ya había propuesto Johansson
(2012) en su interpretación del “mito” del nacimiento del sol y de la luna.
Abro
un pequeño paréntesis aquí para señalar que una concepción muy similar a la
nahua fue descubierta por el antropólogo alemán Adolf E. Jensen a mitad del
siglo XX a partir de su trabajo de campo entre los marind-anim de Papúa Nueva
Guinea. Jensen (1975) describió el concepto dema,
un tipo de deidad que, gracias a su muerte, daba origen a los hombres mortales,
los animales domésticos y las plantas útiles:
Sólo
podemos aceptar, de momento, que la deidad dema es
muerta por los seres dema,
con lo que terminan las condiciones del tiempo originario y se inicia el orden
de ser actual. Los dema se
convierten en seres humanos —y más concretamente en seres humanos mortales y
capaces de reproducirse (a este aspecto se le atribuye gran importancia)—, en
tanto que la deidad existe a partir de entonces en el reino de los muertos o se
convierte en la casa mortuoria (p. 193).
Sin
embargo, la semejanza entre las concepciones melanesias y mesoamericanas sobre
los dioses y la muerte no significa que debamos utilizar el concepto dema para explicar la idea de teotl, lo que incurriría en las
generalizaciones de la antropología del siglo XX. Aunque el trabajo comparativo
puede ayudar a aclarar ciertos conceptos difíciles de entender en las
concepciones nativas, la aplicación acrítica de teorías provenientes de otras regiones
culturales —como si fueran universales— muchas veces dificulta la compresión,
más que la esclarece. Bassett (2015) ha demostrado cuán dañina ha sido la
aplicación del concepto melanesio mana para
el entendimiento de lo que significa teotl en
el mundo mesoamericano.
Regresando
a nuestro tema, el dominio de la muerte —“reino de los muertos” o “casa
mortuoria”, como la define Jensen (1975)—, en el cual existían los teteo después de su inmolación en
Teotihuacan, se llamaba en náhuatl mictlan (“lugar
de la muerte”). Estaba conformado por varios sitios que se distinguían por su
ubicación espacio-temporal (en el cielo, en la tierra o en el agua), por el
dios que estaba a cargo de los seres que allí moraban y por las labores que se
llevaban a cabo ahí. Sobre la estructura y la dinámica del mictlan, es ilustrativo un pasaje
que aparece en el apéndice del libro III de la Historia de
Sahagún (1952, IV, pp. 39-48; 2000, Vol. I, pp. 327-331). En él se mencionan
las tres principales moradas de los muertos y se aclara el principio según el
cual el tipo de muerte determina el lugar de destino de la persona fallecida.
La primera morada era el mictlan propiamente
dicho, un lugar bajo tierra al que iban los que perecían debido a la vejez o a
alguna enfermedad; la segunda era el tlalocan (“lugar
del dios Tláloc”), espacio acuático donde residían los que fallecían por
ahogamiento, el impacto de un rayo o ciertas enfermedades; la tercera era
el tonatiuh ichan (“casa
del sol”) o ilhuicac (“cielo”),
donde se deleitaban los guerreros muertos en el campo de batalla, las mujeres
fallecidas en el parto y los prisioneros de guerra sacrificados durante las
fiestas. Éstos eran los tres destinos principales de los muertos, aunque
existían otros: el chichihualcuauhco (“lugar
del árbol que amamanta”), reservado para los neonatos que no habían sido
destetados; el cincalco (“casa
del maíz”), similar al tlalocan;
el tamoanchan o xochitl icacan (“lugar donde se
yerguen las flores”), parecido al tonatiuhichan, que era concebido como un
jardín florido en el que vivían en eterno gozo los dioses, los señores y los
guerreros muertos en batalla, quienes eran transformados en mariposas y pájaros
de ricos plumajes (Ragot, 2000).
Los
lugares de la muerte y las moradas de los dioses pueden ser considerados
esencialmente equivalentes, dado que en ellos convivían dioses y muertos.
Además, el mictlan no
sólo era un lugar específico al que iban los muertos comunes, sino también un
lugar genérico que incluía el tlalocan (“el
interior de la tierra”) y el ilhuicac (“el
cielo”), al que llegaban tanto los muertos de la tierra, como los muertos del
sol (Garza Gálvez, 2015, 2018). Con este sentido general encontramos algunas
expresiones en náhuatl, como el difrasismo in
mictlan in topan (“el lugar de la muerte”,
“el lugar arriba de nosotros”), que asocia el mictlan con
la parte superior del cosmos (Montes de Oca Vega, 2013; Mikulska, 2015). El
cielo diurno era uno de los lugares de la muerte, puesto que allí iban los
fallecidos en las guerras, las mujeres muertas por parto y los cautivos
sacrificados que formaban el cortejo del sol. Lo mismo podemos decir del cielo
nocturno, dado que también las estrellas eran almas de guerreros muertos en la
guerra (Seler, 1996). Por lo tanto, podemos concluir que el mictlan, entendido como lugar
genérico de la muerte y morada de los dioses, se oponía estructuralmente
al tlalticpac (“superficie
de la tierra”), que era el lugar central, entre el cielo y el inframundo,
reservado a los hombres y en el cual trascurrían sus vidas (Burkhart, 1989).
Si,
como hemos visto, dioses y muertos no se distinguían ontológicamente, ¿qué era
lo que diferenciaba a los hombres vivos de los dioses? Existe otro elemento que
introduce un parteaguas importante entre humanos y deidades: el cuerpo. En
náhuatl, el cuerpo humano se indicaba por medio de la palabra tonacayo, literalmente “nuestra
carne” (Molina, 2004, parte II, p. 149r). Esta palabra tiene la propiedad de
ser lingüísticamente inalienable, es decir, que la raíz naca- necesita siempre un prefijo posesivo
(como en el caso de tonacayo con
el prefijo to-,
“nuestro”) y termina con el sufijo inalienable -yo.11 Al
morir, los hombres pierden su cuerpo, elemento que los define como humanos, y
ganan una condición divina, sin cuerpo. Es por eso que uno de los nombres con
los cuales se alude al mictlan es ximohuayan,
que podríamos traducir como “lugar de los descarnados” (León-Portilla, 2006).12 El
proceso transformativo contrario, que lleva a un dios a convertirse en hombre,
se caracteriza por la creación de un cuerpo por medio del cual el dios puede
nacer, vivir y actuar entre los hombres.
La
transformación ontológica que le permitía a un dios nacer en el cuerpo de un
hombre fue estudiada por López Austin (1985).13 Con
base en la etimología de la palabra ixiptla o teixiptla14—cuya
raíz xip-
tiene que ver con la membrana, cáscara o piel que recubre los cuerpos (como en
el nombre del dios desollado Xipe Tótec)—,15 López
Austin (1985) propuso que, en la concepción náhuatl, algunos hombres
privilegiados eran considerados receptáculos de la fuerza divina y que, por lo
tanto, actuaban como “hombres-dioses” o representantes de los dioses en la
tierra.16 Aunque
no se conoce con precisión la etimología del término ixipitla o teixiptla, posiblemente se trata de
un sustantivo poseído (i-, te-), formado por la raíz xip- (“piel”, “cáscara”, “corteza”) y el
sufijo locativo -tla.
Otra posible interpretación (más convincente, puesto que muestra que la i- inicial no es un prefijo posesivo de
tercera persona singular, sino que forma parte de la raíz nominal)17 es
la que propuso recientemente Bassett (2015), quien, basándose en el análisis
morfológico de Karttunen (1992), considera que ixiptla se
compone de dos raíces nominales: ix-(“ojo”,
“cara”, “rostro”) y xip- (“piel”, “cáscara”, “corteza”) (véase también Dehouve,
2016). La traducción al inglés de ixiptla que
propone Bassett es localized embodiment (“incorporación
localizada”), pero esta expresión, aunque toma en cuenta el sufijo locativo -tla por medio del adjetivo localized, presenta el inconveniente
de que funde en una sola palabra (embodiment)
la doble raíz ix-xip- (“cara-cáscara”).
Para
formular una traducción más efectiva y sugerente de los términos ixiptla y teixiptla, conviene revisar los
significados reportados en el castellano del siglo XVI por el Vocabulario de fray
Alonso de Molina (2004):
ixiptlati,
nite-: asistir en lugar de otro o representar persona en farsa.
ixiptlatia,
n- o nin-: encomendar su oficio a otro.
ixiptlatia,
nite-: sustituir en lugar de otro.
ixiptlayohua:
recompensarse o satisfacerse.
ixiptlayotia,
nicn-: hacer algo a su imagen y semejanza.
teixiptla:
asistente, vicario que tiene la vez de otro, estatua de bulto, imagen de alguna
cosa, imagen de alguno, sustituto, delegado.
teixiptlatiliztli:
representación.
teixiptlatini:
representador de persona en farsa.
Una
manera conservadora de traducir ixiptla sería,
entonces, recurrir a los términos del siglo XVI “vicario”, “sustituto”,
“delegado” o, bien, “representación”, “imagen”, “estatua”. Los primeros tres se
prefieren sobre los últimos, dado que los ixiptlahuan18 de
los dioses eran seres animados que actuaban en el mundo, aunque, como veremos
más adelante, no estaban necesariamente hechos de carne y hueso. Además, los términos
“representación”, “imagen” o “estatua” se refieren más bien a cosas estáticas u
objetos inanimados, mientras que “vicario”, “sustituto” o “delegado” aluden a
cualquier tipo de actividad y no evidencian el performance ritual
o de trasformación ontológica por medio del cual los dioses tomaban el cuerpo
de los hombres.19 Hay
otras traducciones que intentan acercarse al concepto náhuatl de ixiptla en un sentido más
profundo: Anderson y Dibble proponen, en su traducción al inglés del Códice florentino, el término impersonator (véase Sahagún,
1951); la historiadora del arte Elizabeth H. Boone (1989) traduce ixiptla como incarnation; más recientemente, el
equipo de etnógrafos guiados por Leopoldo Trejos Barrientos ha esbozado la
díada de conceptos “encarnación”-“incorporación” para explicar ciertos rituales
indígenas en la Huasteca meridional que se parecen a lo que sucedía en el México
prehispánico con los “representantes” de los dioses (Trejo Barrientos et al.,
2014); la antropóloga francesa Danièle Dehouve (2016) ha ideado, para expresar
el significado de ixiptla,
la paráfrasis “envoltura-órganos de la vista, del oído y de la voz”, aunque
parece demasiado larga para ser efectiva.
Finalmente,
un posible mecanismo de traducción que nadie ha aprovechado todavía sería
utilizar el préstamo del sánscrito “avatar” (avatara)
—incorporado ya al vocabulario castellano—, que en el hinduismo indica
originalmente la encarnación de un dios bajo apariencias humanas o animales.20 Sin
embargo, esta comparación entre la religión hindú y la mesoamericana podría
alejarnos del sentido original de ixiptla y
llevarnos por caminos engañosos, como sucedió con la traducción de teotl a
través de los conceptos melanesios de dema o mana.
En
consonancia con el espíritu innovador de este artículo, me atreveré a abandonar
las expresiones ya aceptadas e intentaré traducir los sustantivos ixiptla y teixiptla mediante un
neologismo de mi invención: “encáscara”.
Mi estrategia de traducción consiste en evidenciar la morfología y la
etimología de la palabra ixiptla,
jugando con la asonancia de las palabras españolas “cara” y “cáscara”, que
remiten a las dos raíces nahuas también asonantes ix- y xip-;
así, en este neologismo, “encáscara”,
se funden “cáscara” y “cara”, de manera similar a como lo hacen ix- y xip-
en la palabra ixiptla.
Además, antepongo el prefijo locativo español “en-” (en-cáscara), que suple el
sufijo locativo náhuatl -tla (ixip-tla). Recurrir a un neologismo
—y no a los términos utilizados normalmente por los especialistas de
Mesoamérica (“hombre-dios”, “representante”, “personificación”, “encarnación”,
“incorporación”, “envoltura”, “cáscara”) o al simple préstamo del náhuatl ixiptla—, me permite crear un
efecto de extrañeza que llama la atención sobre la naturaleza muy particular de
este tipo de manifestación divina, la cual tenía un papel central en la
compleja vida ritual de los antiguos nahuas.21
En
los textos nahuas del libro II de la Historia de
Sahagún (1951), dedicado a las fiestas y al calendario anual de los mexicas,
encontramos la más alta frecuencia del sustantivo ixiptla (“encáscara”) y del verbo ixiptlati (“hacerse encáscara”). Por ejemplo, para la
fiesta de toxcatl se
escogía a un prisionero de guerra por su valentía y por su físico perfecto;
luego era ataviado y educado para constituir la encáscara del dios Tezcatlipoca
Titlacahuan en la tierra; esta persona era tan venerada que el mismo gobernante
de Tenochtitlan se prostraba en su presencia:
Auh in
zan oc nemi, in zan oc huapahualo, in ichan calpixqui, in ayamo ixneci, cenca
huel necuitlahuiloya, inic huel mimatiz, ica itlatol, huellatoz, huel tenotzaz,
huel tetlapaloz in otlica, intla aca quinamiquiz: ipampa ca cenca
mahuiztililoya in icuac oixnez, in ye teixiptla: inic ixiptlatli Titlacahuan,
ca toteucyo ipan machoya, netecuitotilo, tlatlauhtilo, ica elciciohua, ixpan
nepechteco, ixpan ontlalcua in macehualtzintli (pp.
65-66).
Mientras
tanto vive, mientras tanto es criado en la casa del mayordomo. Cuando aún no
aparece en público tienen mucho cuidado a que aprenda la manera correcta de
hablar, que hable bien, que se dirija cortésmente a la gente, que salude
educadamente a las personas, en caso de que alguien lo encontrara en la calle.
Por esta razón era muy honrado cuando aparecía en público, ya que es encáscara, dado que se hace encáscara de Titlacahuan. Era
estimado como señor, la gente lo trata como señor, es suplicado, suspiran por
él, se prostran frente a él, en su presencia los pequeños maceguales se llevan
tierra a la boca (La traducción es mía).22
La
trasformación ontológica indicada en este texto en lengua náhuatl por el
verbo ixiptlati,
por medio de la cual un hombre “se hacía encáscara”
de una deidad (en este caso de Tezcatlipoca), podía expresarse también a través
de la idea de que el dios “nacía”. La acción “nacer” se indica en náhuatl
mediante el verbo tlacati,
formado por el sustantivo tlacatl (“persona”)
y el sufijo verbalizador -ti (Molina,
2004, parte II, p. 115v). Sin embargo, en lugar de “nacer”, tlacati podría traducirse
literalmente con la expresión verbal “hacerse persona”, de manera similar a lo
que acontece con el verbo teoti,
que, como vimos, significa “hacerse dios”. Durante las fiestas, el nacimiento
de los dioses era causado por el recubrimiento o, mejor dicho, el
“encascaramiento” de los hombres con los atavíos propios de cada teotl.23
También
se podía fabricar a los dioses moldeando efigies de aspecto humano con masa de
amaranto, llamadas en náhuatl tepictin —palabra
que traduciré al español como “artefactos animados” para dar la idea de que se
trababa de seres vivos, en lugar de simples “imágenes”, “efigies” o “estatuas”,
las cuales vehiculan un significado relativo únicamente a objetos inertes—.24
En
las fuentes nahuas encontramos el verbo intransitivo tlacati (“nacer”) acompañado
del sufijo aplicativo -lia,
que lo vuelve transitivo: el verbo tlacatilia significa,
entonces, “hacer nacer” o “engendrar”. Veamos, por ejemplo, cómo los
informantes de Sahagún (1955) describieron en el libro XII de la Historia el nacimiento de
Huitzilopochtli durante la fiesta de toxcatl,
celebrada por los mexicas en mayo de 1520, algunos meses después de la entrada
de los españoles en México Tenochtitlán y en vísperas de la trágica matanza en
el Templo Mayor:
Auh in ye
oacic ilhuitl in toxcatl, teotlacpa in quipehualtia in quitlacatilia in inacayo
[in Huitzilopochtli], quitlacatlaliaya, quitlacatlachieltiaya, quitlacanextia.
Aun inin quinacayotiaya zan tzoalli, ye in michihuauhtzoalli, tlacopepechpan in
quitlaliaya, ye in huihuitziltlacotl, ihuan nacaztlacotl (p.
49).
Ya
llegó la fiesta de toxcatl,
al atardecer le dan inicio, hacen nacer su cuerpo [de Huitzilopochtli], le
daban forma de persona, lo hacían parecer como una persona, le dan una
apariencia humana. A éste le hacen un cuerpo exclusivamente de masa de amaranto
(masa de amaranto en forma de pescado), lo ponían en una cama de estacas
(estacas en forma de colibríes y estacas en formas de orejas) (La traducción es
mía).25
Las
“encáscaras” (ixiptlahuan) y los “artefactos
animados” (tepictin)
eran dos manifestaciones ontológicas de los dioses nahuas que no sólo nacían en
un cuerpo de forma humana —de carne y hueso en el primer caso; de masa de amaranto
y semillas en el segundo—, sino que al final de las fiestas morían para retomar
su forma incorpórea y regresar al lugar de la muerte al que pertenecían. Por
una parte, entonces, las fuentes nahuas del siglo XVI describen los procesos
transformativos por medio de los cuales un dios “nacía” (tlacati) en el cuerpo de un
hombre, y un hombre o un artefacto animado “se hacía encáscara” (ixiptlati) de un dios. Por otra
parte, expresan también las transformaciones contrarias, en las cuales
las encáscaras y
los artefactos animados “morían” (miqui) y
“se hacían dioses” (teoti).
En la fiesta de atemoztli,
por ejemplo, descrita por Sahagún (1997) en los Primeros memoriales, están expresados
de manera muy clara estos dos momentos culminantes de la vida (nacimiento y
muerte), por los cuales tenían que pasar los tepictoton,
“pequeños artefactos animados”, que, con motivo de diferentes fiestas, formaban
el cuerpo miniaturizado de los cerros-Tlaloque más importantes del centro de
México:
Auh in
mocuiltonoani in inchacha motetepictiaya, yohualnepantla in tlacatia
tepictoton: ihuan quincuicatiaya, auh zan tlahuizcalpan in miquia in
tepictoton, zan icuac in onextlahualoya. Auh in aca quintlacatiliaya itepichuan
matlactetl: auh in aca zan macuiltetl, quintlacatlachialtiaya quimaamacaltiaya,
quimaamatlaquentiaya. Auh zatepan quiquechcotonaya ica in intzotzopaz cihua
inic quimmictiaya. Auh in imaamatlaque zan, ithualco, tlatlaya, auh in
innacayotzoalli, quicuaya (p. 65).
En
las casas de la gente rica se hacían muchas figuras, a medianoche nacían los
pequeños artefactos animados y se les cantaba. Sólo al amanecer morían las
“pequeñas efigies vivas”, sólo cuando ya se habían pagado las deudas. Algunos
engendraban a diez de sus artefactos animados, otros sólo a cinco de ellos les
daban forma humana, los coronaban de papeles acuáticos, los vestían de papeles.
Después les cortaban la cabeza con el arnés para tejer de las mujeres, de
manera que los mataban. Sus papeles acuáticos sólo los quemaban en el patio de
su casa y se comían sus cuerpos de amaranto (La traducción es mía).
En
este texto en náhuatl, recopilado por Sahagún, encontramos las formas
causativas de los verbos tlacati (“nacer”)
y miqui (“morir”), que
son tlacatilia (“engendrar”)
y mictia (“matar”).
Esto
nos indica que las acciones “engendrar” y “matar” que se realizaban durante las
fiestas eran operaciones rituales que modificaban de manera radical el estado
ontológico de los seres involucrados. La cuidadosa fabricación de cuerpos
humanos (de carne y hueso o de masa de amaranto) para los teteo hacía posible que éstos pudieran
vivir y trabajar temporalmente en el mundo en beneficio de los hombres,
mientras que su inmolación permitía la revitalización tanto de los hombres como
de los dioses —los primeros por la ingestión de una parte del cuerpo del dios;
los segundos por la incorporación de seres humanos sacrificados que “se hacían
dioses” (teotia),
es decir, alcanzaban la morada de la muerte que les correspondía—.
Recapitulando
y sistematizando cuanto se ha dicho hasta aquí, es posible distinguir entre dos
tipos de “trasformaciones ontológicas” en el mundo náhuatl: los “procesos
trasformativos”, que involucran sólo un sujeto que se transforma y que se
expresan por acciones intransitivas (tlacati, miqui, teoti e ixiptlati), y las “operaciones
transformativas”, que se expresan a través de verbos transitivos (tlacatia, mictia, teotia e ixiptlatia) y en las cuales hay un
agente transformador y un paciente transformado. Así, podemos trazar de manera
gráfica un esquema general de las trasformaciones ontológicas que se llevaban a
cabo a través del ritual (figura 1).
Figura 1.
Modelo de los procesos y las operaciones de
trasformación ontológica
Dividimos
el espacio de nuestro modelo con una línea divisoria en el medio: arriba
situamos el espacio-tiempo del tlalticpac (“superficie
de la tierra”), donde viven los hombres (macehualli o tlacatl); abajo colocamos el mictlan (“lugar de la
muerte”), morada de los muertos (micqui) y
de los dioses (teotl).
Hombres y “encáscaras” mueren
o son matados para transformarse en muertos o deidades; en una operación
contraria, los dioses nacen o son engendrados, es decir, “se hacen encáscaras” (ixiptlati) o “son hechos encáscaras” (ixiptlatia), para transformarse en
personas con un cuerpo que viven y actúan por un tiempo en el tlalticpac. En este esquema, podemos
apreciar las diversas posibilidades de trasformación entre hombres y dioses,
así como de tránsito entre la vida y la muerte, es decir, entre el tlaticpac y el mictlan.26 Podemos
intentar simplificar los complejos procesos y las delicadas operaciones de
trasformación ontológica a través de una tabla:
Tabla 1.
Cuadro sinóptico de las posibles trasformaciones ontológicas a
través de los rituales de vida/artificio y muerte/sacrificio
Procesos transformativos |
Operaciones transformativas |
|
Vida Artificio |
tlacati (“hacerse
persona onacer”) ixiptlati (“hacerseencáscara”) |
tlacatilia (“hacer
a unapersona o engendrar”) ixiptlatia (“hacer
a unaencáscara”) |
Muerte Sacrificio |
miqui (“morir”) teoti (“hacerse dios”) |
mictia (“matar”) teotia (“hacer a un dios”) |
Desde
luego, esta manera de sistematizar las transformaciones ontológicas nahuas
obedece a nuestra predilección moderna por los cuadros, las tablas y los
gráficos. Los antiguos nahuas lo expresaban de manera mucho más concreta y
elegante a través de relatos y pinturas. En la famosa historia sobre la
creación de los hombres, Quetzalcóatl roba los huesos de los muertos a
Mictlanteuctli, los muele como semillas de maíz, los rocía con la sangre de su
pene y crea el cuerpo (tonacayo)
del cual fuimos hechos los seres humanos (Tena, Histoire, pp. 148-149; Tena,
Leyenda, pp. 176-181). Una imagen muy conocida del Códice Borgia, en la que se opone a
Quetzalcóatl (dios generador de vida) con Mictlanteuctli (dios generador de
muerte), condensa de manera extremadamente clara y estética las profundas
implicaciones ontológicas de la dualidad vida/muerte en Mesoamérica (figura 2).
Códice Borgia, lámina 57
Como
reflexión final, podemos notar que la función creativa y trasformativa de la
muerte y el sacrificio ya estaba presente de manera embrionaria en el clásico
ensayo de Hubert y Mauss (1899) sobre el sacrificio:
Este
valor singular de la víctima aparecía claramente en una de las formas más
completas de la evolución histórica del sistema sacrificial: esta forma era el
sacrificio del dios. Ciertamente, en el sacrificio de una persona divina la
noción del sacrificio alcanza su más alta expresión. […]
De
ahí que el sacrificio haya sido considerado como la condición misma de la
existencia divina. Es él el que proporciona la materia inmortal de la que viven
los dioses. Por eso, los dioses no sólo nacen en el sacrificio, sino que,
además, gracias al sacrificio mantienen su existencia. Así pues, ha terminado
por aparecer como se esencia, su origen, su creador (pp. 227, 240).
Este
ensayo recoge las conclusiones sobre el tema expresadas por los estudiosos
anglosajones Edward Burnett Tylor, William Robertson Smith y James George
Frazer, quienes destacaron, en sus respectivas obras, varios aspectos
fundamentales de los ritos sacrificiales: la ofrenda o “sacrificio-don” (Tylor,
1977, Vol. II); el establecimiento de un vínculo de parentesco entre hombres y
dioses mediante la ingestión de una víctima sacrificial o “sacrificio-comunión”
(Robertson Smith, 1894), y la compensación de una falta por medio de la muerte
de un sustituto o “sacrificio-expiación” (Frazer, 2011). Hubert y Mauss (1970),
aunque reconocieron la deuda con sus predecesores británicos, criticaron la
obsesión de éstos por establecer una evolución histórica del sacrificio.27 Por
ello, en lugar de privilegiar un único significado que explicara la esencia de
este complejo fenómeno ritual, los dos historiadores franceses se dedicaron a
estudiar desde una perspectiva sociológica a los actores del sacrificio
(sacrificantes, sacrificadores y sacrificados), sus medios (lugares, tiempos e
instrumentos) y su esquema actancial (entrada, culminación y salida) (Mauss y
Hubert, 1970).
En
el curso del siglo XX, varios antropólogos, historiadores de las religiones y
sociólogos retomaron el tema del sacrificio, imprimiéndole su propio sello
teórico: para Jensen (1975) se trataba de la reactualización ritual del mito de
inmolación de la deidad dema en los
tiempos primordiales; para Bataille (2007) representaba la destrucción ritual
de un excedente económico que eran necesario derrochar; para Eliade (1952)
consistía en la repetición del mito arquetípico del eterno retorno; para Girard
(1983) constituía una válvula de escape para desahogar la agresividad acumulada
en la sociedad.
En
el ámbito mesoamericano, durante el siglo XX y principios del XXI, los
estudiosos intentaron explicar el sacrificio a través de diferentes
perspectivas teóricas: la escasez alimenticia (Cook, 1946; Cook y Borah,
1977-1980, Vol. III), la legitimización ideológica del imperio mexica (Caso,
1953; León-Portilla, 2006), las condiciones demográficas y ecológicas (Harner,
1977), el desgaste energético o entropía (Duverger, 1983), el método
comparativo (Davies, 1983, 1984), el enfoque evolucionista (Demarest, 1984;
Conrad y Demarest, 1988), la circulación de la sustancia sagrada o mana
(González Torres, 1985), el don y el equilibrio cósmico (Nájera Coronado,
1987), la psicología de los actores sociales (Clendinnen, 1988), la tipología y
polisemia del sacrificio en comunidades indígenas actuales (Monaghan, 1995;
Dehouve, 2010; Figuerola Pujol, 2010), la transformación del cosmos (Read,
1998), el papel de la violencia en el desarrollo de la civilización (Carrasco,
1999), el pecado y la expiación (Graulich, 2000), la cuestión de género y los
ciclos de vida (Pennock, 2008), los significados ambivalentes y contradictorios
del ritual (Neurath, 2008, 2010), la producción del prestigio social (González
González, 2010), el simbolismo bélico y cinegético (Baudez, 2010; Olivier,
2010, 2015). Podríamos decir, siguiendo a Navarrete (2007), que Graulich (2016)
es quien ha ofrecido la monografía más acabada y detallada acerca de los ritos
sacrificiales en Mesoamérica, organizando gran parte de la información
arqueológica, histórica y etnográfica de la cual disponemos según el modelo
teórico delineado por Hubert y Mauss.28
Por
mi parte, siguiendo la sugerente perspectiva teórica de Fujigaki Lares (2015),
quisiera definir la muerte y el sacrificio nahuas como “máquina de
transformación ontológica”. Desde mi punto de vista, la transformación
ontológica constituye una de las funciones más destacadas, aunque por supuesto
no es la única, del sacrificio humano en el mundo náhuatl, dado que, a través
de esta máquina de transformación, los hombres se convertían en dioses y
viceversa.29 La
acción transformativa del sacrificio era además inherentemente multifacética,
contradictoria y ambigua —como ya lo han señalado varios antropólogos y
especialistas de la “acción ritual” (Houseman y Severi, 1998)—, debido a que
dispensaba la muerte y al mismo tiempo creaba la vida. A través de sus inmolaciones,
las encáscaras y los artefactos
animados morían, pero también alcanzaban la condición divina que les permitía
seguir actuando en la realidad humana. Los sacrificados, transformados en
dioses, se desempeñaban como embajadores o negociadores cosmopolíticos que
tenían que trabajar en beneficio de la comunidad humana que los había enviado
al mictlan.
Las
máquinas de transformación no se limitaban a la muerte y al sacrificio. También
la constitución de un cuerpo, que los antiguos nahuas construían para las “encáscaras” (teixiptlahua)
y las “efigies vivas” (tepictin),
representaba una parte esencial de su dispositivo transformativo. Por medio de
esta refinada tecnología,30 los
dioses nacían y, de manera simétrica a como lo hacían los hombres después de
muertos, podían actuar en el tlalticpac a favor de quienes los habían
engendrado. Así, durante el ritual, los planos existenciales de la vida y de la
muerte, y los niveles ontológicos humano y divino, se invertían y
entremezclaban para posibilitar la comunicación y el intercambio. En última estancia,
la fabricación de cuerpos para los dioses y el sacrificio hacían posible la
perpetuación de la vida humana y “proporcionaba[n] la materia inmortal de la
que viven los dioses” (Hubert y Mauss, 1970, p. 240).
Como
premisa fundamental de cualquier estudio histórico o antropológico, considero
imprescindible tomar en serio y asumir la perspectiva ontológica de los pueblos
indígenas con los cuales y para los cuales trabajamos (Holbraad y Pedersen,
2017).31 Por
el tema que abordamos en este artículo, no parece posible acercarse a las
funciones y los significados de la máquina de transformación ontológica de los
antiguos nahuas sin entender que los teteo no
eran sólo entidades a las cuales había que ofrendar, rogar y pedir, como
plantean los defensores de la “cosmovisión mesoamericana”, sino que eran seres
que necesitaban ser creados y destruidos, es decir, transformados e insertados
en el ciclo humano de vida y muerte, para que pudieran influir
significativamente y operar eficazmente en la vida de los hombres. En la
ontología náhuatl no existía, y sigue sin existir, una barrera infranqueable
entre hombres y dioses; los unos pueden mudarse en los otros a través de lo que
hemos definido como procesos y operaciones transformativas. En el curso de las
fiestas y en los rituales sacrificiales, hombres y dioses intercambiaban sus
estados ontológicos y eran creados continuamente para que transitaran entre la
vida y la muerte, entre lo divino y lo humano.
Es
posible encontrar, entre comunidades indígenas actuales, formas de pensar y
actuar bastante similares a las que reportan las fuentes nahuas coloniales para
el período prehispánico. Como lo muestran Trejo y su equipo de etnógrafos, una
de las características más destacables de los sabios nahuas, otomíes, totonacos
y tepehuas de la Huasteca meridional es su capacidad de confeccionar cuerpos
antropomorfos o, como los llaman esos estudiosos, “fetiches” o “muñecos”
(Trejo et al., 2013, 2014). Esos cuerpos
son fabricados con recortes de papel de amate o atadosde corteza de árbol, y se
realizan con el fin de dar vida y convocar en este plano a ciertos seres no
humanos que causaron, con su enojo o por envidia, alguna enfermedad a los
hombres. También Bassett (2015) refiere que los habitantes de Chicontepec
elaboran durante la fiesta de chicomexochitl (7
flor) “imágenes” de los dioses (totiotzin)
recortadas en papel de amate. A final de cuentas, los cuerpos fabricados para
los dioses de la Huasteca nos recuerdan las encáscaras y
los artefactos animados en los cuales nacían las deidades en la época
prehispánica, y nos advierten sobre la persistencia, bajo otro semblante y en
otro tiempo y región, de la máquina de transformación ontológica de los antiguos
nahuas.
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Notas
1 Una versión preliminar de este artículo fue presentada como
ponencia en la Primera Conferencia Europea de Náhuatl en Memoria de James
Lockhart, que se llevó a cabo en la Facultad de Artes Liberales de la
Universidad de Varsovia (17-18 de noviembre de 2017). Agradezco a Justyna Olko,
John Sullivan, Agnieszka Brylak y Julia Madajczak por la organización del
evento. También estoy muy agradecido con los integrantes del Seminario sobre
guerra, sacrificio y antropofagia, del Instituto de Investigaciones Históricas
de la UNAM, en particular con Elena Mazzetto, Gabriela Rivera Acosta, José
Alejandro Fujigaki Lares y Stan Declerq, por su lectura de la versión final de
este artículo y por sus valiosos comentarios. Iberoforum.
Revista de Ciencias Sociales de la Universidad Iberoamericana, vol. XV, núm. 29, pp. 23-55, 2020
2 El plural de teotl es teteo. Los corchetes son míos.
3 El uso que hago del término “ontología” en este artículo
no está relacionado con la ontología occidental de la metafísica, sino que
retoma la propuesta del “giro ontológico” que ha sido desarrollada en los
últimos años por la antropología anglosajona, la cual plantea la posibilidad de
realizar, a través del trabajo etnográfico y la reflexión teórica, un ejercicio
de “ontología comparada”, en el cual la racionalidad occidental no subordine el
pensamiento de los pueblos indígenas o no modernos, sino que entable un diálogo
simétrico y productivo con ellos. Acerca de esta nueva tendencia de la
antropología cultural, véase el ensayo de Holbraad y Pedersen (2017).
4 Uso el concepto “cosmopolíticas” en el sentido en el que
se ha consolidado en la antropología contemporánea a partir de la propuesta de
Stengers (2005), reinterpretada por de la Cadena (2010).
5 Véase, por ejemplo, el itoloca del
dios Quetzalcóatl (Sahagún, 1952, IV, p. 13) y el itlatlatollo del
sol y de la luna (Sahagún, 1953, VIII, p. 3). Sobre los conceptos de tlatolli e itoloca,
véase León-Portilla (1983, pp. 86-88), aunque no comparto por completo la
estricta clasificación y jerarquización de géneros que propone este autor para
la oralidad prehispánica.
6 Sobre la oposición artificial entre historia y mito,
conviene citar el artículo de Navarrete Linares (1999). Aunque no comparto
muchas de las conclusiones alcanzadas en su libro, es necesario citar también
la obra de López Austin (1992) sobre los mitos mesoamericanos. Mi punto de
vista sobre los mitos amerindios está más cercano a la reflexión
estructuralista y post-estructuralista de Claude Lévi-Strauss.
7 La traducción de Sahagún (2000) dice: “Después que
hubieron salido ambos sobre la tierra, estuvieron quedos, sin mudarse de un
lugar, el sol y la luna. Y los dioses otra vez se hablaron y dijeron: ‘¿Cómo
podemos vivir? No se menea el sol. ¿Hemos de vivir entre los villanos? Muramos
todos, y hagámosle que resucite por nuestra muerte’” (Vol. I, p. 697).
8 Teo-ti-hua-can: teo- (raíz con significado de “dios”), -ti- (infijo verbalizador), -hua-
(infijo impersonal), -can (sufijo
locativo).
9 Por “proceso transformativo” entiendo un dispositivo de
transformación ontológica “intransitivo” o “reflexivo”, en el cual la acción
ritual recae sobre el mismo sujeto que la efectúa, sin la mediación aparente de
otro agente. Como veremos más adelante, los verbos teoti (“hacerse
dios”), miqui (“morir”), ixiptlati (“hacerse envoltura” o “encáscara”) y tlacati (“hacerse
persona o nacer”) designan diferentes “procesos transformativos”. Asimismo,
definiré una “operación transformativa” como un dispositivo de transformación
ontológica “transitivo” u “objetual”, en la cual la acción ritual es producida
por un sujeto sobre un paciente. En este caso, las formas transitivas de los
anteriores verbos —teotia (“hacer a un
dios”), mictia (“matar”), ixiptlatia (“hacer a una envoltura” o “encáscara”) y tlacatia (“hacer
a una persona” o “engendrar”)— serán considerados como “operaciones transformativas”.
10 Este relato fue analizado, en clave “cosmohistórica”, por
Navarrete Linares (2018). De hecho, mi interpretación de este pasaje debe mucho
a las clases que tomé con este investigador en el posgrado de Estudios
Mesoamericanos de la UNAM.
11 Hay que tener cuidado para no confundir tonacayo (“nuestra carne”) con tonacayotl (“fruto de la tierra” o
“mantenimiento humano”): la primera palabra está conformada por la raíz naca- (“carne”); la segunda, por el verbo tona- (“hacer calor” o “dar fuerza, vigor”).
12 Xim-ohua-yan: xim- (raíz
con el significado “descarnar”), -ohua-
(infijo impersonal), -yan (sufijo
locativo).
13 López Austin reconoce que la idea de “hombre-dios” no es
una invención suya, sino que ya se encuentra en Frazer (2011).
14 Molina (2004) no reporta ixiptla,
sino la forma teixiptla, que traduce
como “asistente” (parte I, f. 15v), “estatua de bulto” (parte I, f. 60v),
“imagen de alguna cosa” (parte I, f. 74r), “vicario que tiene vez de otro”
(parte I, f. 117r), “imagen de alguno, sustituto o delegado” (parte II, f.
95v).
15 Véase, como ejemplo, el verbo xipehua,
compuesto por la raíz xip- (“cáscara,
corteza o piel”) y el verbo ehua (“levantar”);
Molina (2004) lo traduce como “desollar, descortezar o mondar habas” (parte II,
f. 159r). El nombre del dios Xipe Tótec se puede traducir literalmente como
“nuestro señor dueño de la piel” (López Austin, 1985, p. 119). Otros autores
prefieren traducir Xipe Tótec como “nuestro señor el desollado” (Vié-Wohrer,
1999; González González, 2011).
16 El “hombre-dios” por excelencia estudiado por López Austin
es Quetzalcóatl, quien es, al mismo tiempo, dios, sacerdote y gobernante de
Tula.
17 Si la i- inicial
de ixiptla fuera un prefijo
posesivo, debería poderse sustituir con otros prefijos posesivos (por ejemplo, im- o te-),
pero esta i- se mantiene en las
formas imixiptla (“el ixiptla de ellos”) y teixiptla (“el ixiptla de alguien”), lo que demuestra que
forma parte de la raíz. Agradezco al lingüista John Sullivan, profesor de
náhuatl en el Instituto de Docencia e Investigación Etnológica de Zacatecas
(IDIEZ), por esta reveladora explicación (Comunicación personal, 18 de
noviembre de 2017).
18 En náhuatl, la forma plural de ixiptla o teixiptla lleva siempre el sufijo posesivo
plural -huan: ixiptlahuan o teixiptlahuan.
19 En este artículo sólo hablaré del cuerpo humano que los
hombres creaban para que los dioses vivieran. Para una reseña detallada del
cuerpo animal que podían asumir tanto hombres como dioses, llamado nahualli, recomiendo leer a Martínez González
(2017).
20 El Diccionario de la lengua
española (Real Academia Española, 2019) ofrece tres diferentes
significados de “avatar”: 1) “Fase, cambio, vicisitud”, 2) “En la religión
hindú, encarnación terrestre de alguna deidad, en especial Visnú”, 3) “Reencarnación,
transformación”.
21 Agradezco a la Dra. Berenice Alcántara Rojas por sus
clases de teoría de la traducción, en las cuales aprendí la importancia del
neologismo como estrategia antropológica de traducción. Siguiendo a Viveiros de
Castro (2004), la traducción puede ser considerada un método de “equivocación
controlada” y puede ser utilizada para objetivar la diferencia, en lugar de
encontrar a toda costa la equivalencia.
22 La traducción de Sahagún (2000) dice: “Estos mancebos,
estando aún en el poder de los calpixques, y antes que se publicasen por
diputados para morir, tenían gran cuidado los mismos calpixques de enseñarlos
toda buena crianza, en hablar y en saludar a los que topaban por la calle, y en
todas las otras cosas de buenas costumbres, porque cuando ya eran señalados
para morir en la fiesta de este dios, por espacio de aquel año en que ya se
sabía de su muerte, todos los que le veían le tenían en gran reverencia y le
hacían gran acatamiento, y le adoraban besando la tierra” (Vol. I, p. 191).
23 Sobre el nacimiento de los dioses, Guilhem Olivier ha
escrito un artículo que se va a publicar en un libro colectivo en inglés (Elena
Mazzeto, comunicación personal, 10 de septiembre de 2019). Acerca de los
atavíos de los dioses, véase la traducción de León-Portilla de los Primeros memoriales (Sahagún, 1992) y el
artículo reciente de Dehouve (2016).
24 Tepictli (pl. tepictin) es un sustantivo formado por el prefijo
animado te- y el verbo piqui, que Molina (2004, parte II, p. 82v) traduce
como “crear o plasmar dios alguna criatura de nuevo”.
25 Sahagún no tradujo este pasaje, probablemente porque no le
otorgó relevancia en un libro dedicado al arte de la guerra. En el texto
del Códice florentino, se limitó a
mencionar lo siguiente: “En toda esta letra que se sigue no se dice otra cosa
sino la manera cómo hacía la estatua de Huitzilopochtli, de masa… de bledos, y
muy ricamente ataviada con muchos ornamentos, los cuales están en la letra
explicados, y otras ceremonias que se ponen en este capítulo” (Sahagún, 2000,
Vol. III, p. 1193).
26 Esta distinción entre tlalticpac y mictlan se puede apreciar en otras culturas
mesoamericanas; por ejemplo, entre los mixes de Oaxaca, se habla de itnaaxwin y adojkit.
Según la descripción de Rojas Martínez Gracida (2014), “Naaxwin es
“la tierra”; naax es el término
para “tierra”, como la tierra que pisamos; win es “ojo”, usado en muchos
locativos, que se refiere a “lo que el ojo puede ver”, e it es “lugar”. Entonces, itnaaxwin es la tierra que es visible, la
superficie terrenal donde vivimos… Adojkit es
otro mundo; literalmente es el “otro mundo”; no es un espacio separado de naawinn: el adojkit es
una extensión de la madre tierra. A ese lugar llegamos todos cuando morimos
pero, desde ahí, los difuntos siguen viviendo porque siguen conviviendo y
comunicándose con los vivos, con los que estamos de este lado; a la vez,
nosotros podemos hablar e interactuar con ellos.
27 Sesgo evolucionista que encontramos todavía en el siglo
XX, con el ensayo del francés Alfred Loisy (1920). En realidad, tampoco Hubert
y Mauss escaparon al enfoque evolucionista de la época, como se puede ver en la
cita anterior, en la cual hablan de “las formas más completas de la evolución
histórica del sistema sacrificial, su esencia, su origen, su creador”.
28 Sin embargo, en mi opinión, la interpretación que propone
Graulich (1983) del sacrificio mexica como expiación y búsqueda del paraíso
perdido muestra una marcada influencia judeocristiana, tiene un alcance
bastante limitado y no da cuenta de la gran riqueza semántica del sacrificio
humano mesoamericano.
29 En este artículo, exploro únicamente la función
transformativa del sacrificio; sin embargo, no niego el hecho de que este
ritual tenía un sinnúmero de funciones y significados, a veces inclusive
contradictorios.
30 El término “tecnología” es utilizado aquí de manera
deliberadamente provocadora, dado que en el mundo occidental está reservado a
las creaciones de la ciencia, consideradas las únicas realmente efectivas. Los
antropólogos positivistas y los historiadores de la religión dirían que los
antiguos nahuas “creían” que los dioses nacían en el cuerpo de los hombres y
que “creían” que los hombres morían convirtiéndose en dioses, pero no estarían
dispuestos a hablar de una “tecnología de la transformación ontológica”.
31 Con esta afirmación no quiero negar que, en la historia
indígena y en la antropología mexicana, no haya habido y no haya hoy en día
investigadores que toman en serio a las poblaciones indígenas y que se
comprometen con su desarrollo económico y bienestar social. Pero considero que
este otro “tomar en serio” no se ha despojado todavía de una visión
colonialista y paternalista, que caracteriza a los pueblos indígenas como
sociedades tradicionales y atrasadas que tienen que ser modernizadas y
empoderadas a través de las políticas públicas con sello liberal o socialista.
Todavía muy pocos están dispuestos a admitir, como lo hizo Latour (2007), que
los occidentales “nunca fuimos modernos” o, lo que es lo mismo, que los pueblos
indígenas “siempre fueron modernos”. Nuestro “tomar en serio” no considera que
los indígenas deban ser salvados o adoctrinados, sino que tienen mucho que
enseñarnos sobre las catástrofes ecológicas y humanitarias que está produciendo
nuestra modernidad esquizofrénica.
Gabriel K. Kruell * gabrielkruell@gmail.com
* Doctor en Estudios Mesoamericanos por la Universidad
Nacional Autónoma de México. Investigador asociado del Instituto de
Investigaciones Históricas de la UNAM. Especialista en lengua y cultura de los
antiguos pueblos nahuas del centro de México. Su publicación más reciente es el
artículo “Revisión histórica del ‘bisiesto náhuatl’: en memoria de Michel
Graulich” (2019). Su libro sobre los rituales y las fiestas de los antiguos
nahuas se encuentra en preparación. Próximamente, también se publicará su nueva
edición crítica de la Crónica mexicáyotl de Hernando de Alvarado Tezozómoc,
acompañada de un extenso estudio historiográfico y una nueva traducción del
texto náhuatl al español.
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