LAS FUENTES INDÍGENAS MÁS ALLÁ DE LA
DICOTOMÍA ENTRE HISTORIA Y MITO
https://journals.openedition.org/jsa/2809?lang=en
Aztlan y México: el dilema de la
identidad
Uno de los problemas que más han
ocupado a los estudiosos de la historia prehispánica ha sido explicar la
patente similitud entre Aztlan, el lugar de origen de los mexicas, y México, su
lugar de asentamiento definitivo. Desde hace más de un siglo han surgido dos
grandes escuelas que proponen una interpretación histórica y una interpretación
mítica de este problema.
Según la explicación histórica, Aztlan
existió realmente y los mexicas partieron de su patria original a la busca de
otro lugar que se le pareciera. Chavero, por ejemplo, propuso que los mexicas
siempre buscaban lugares similares a Aztlan y que por ello se establecieron
preferentemente en medios lacustres (1967: 466). México es, por lo tanto, un
reflejo de Aztlan, la materialización final del lugar de origen. Estas dos
ciudades están separadas por un espacio real y por un tiempo histórico, que es
el que registran las historias de la migración.
En contraste, la explicación mítica
sostiene que el lugar original es México y que Aztlan es una proyección de esta
ciudad al pasado. La distancia temporal que separa ambas ciudades, por lo
tanto, no es el tiempo real de la historia, sino un tiempo mítico, cargado de
simbolismo, que es proyectado del futuro al pasado (Florescano, 1990: 612).
Además del decurso temporal, esta explicación invierte la relación de necesidad
entre ambas ciudades, pues sostiene que Aztlan es la que tiene que parecerse a
México, para así legitimar la posesión mexica de esta última ciudad.
Estas dos concepciones de la relación entre
Aztlan y México no sólo proponen conclusiones contradictorias, sino que se
sustentan en dos maneras opuestas de concebir y leer las fuentes mexicas. Los
defensores de la interpretación histórica utilizan las narraciones de la
migración mexica como cualquier otra fuente histórica que contiene verdades
sujetas a comprobación o refutación. Por ello, aplican las herramientas
críticas y los criterios de verdad de la historiografía occidental moderna para
encontrar la historia real que ha sido recogida en las fuentes y eliminar las
deformaciones e imprecisiones.
Los defensores de la interpretación
mítica, en contraste, leen las fuentes como textos míticos y no históricos: su
propósito no es averiguar lo que aconteció realmente en las migraciones, sino
descifrar el significado simbólico de los eventos, personajes y lugares
mencionados en ellas, es decir, buscar la clave para entender el lenguaje
simbólico del mito. Esta forma de lectura, por lo tanto, descalifica la
historia narrada por los mexicas y propone una historia alternativa: la
invención del pasado migratorio desde el Valle de México.
El debate entre estas dos formas de
explicación y lectura es ya viejo y los dos bandos han refutado repetidas veces
los argumentos contrarios, insistiendo en que sus métodos son incompatibles.
Por ello, la discusión se ha empantanado.
Para dejar atrás esta contraposición,
me parece que es momento de buscar una nueva forma de abordar las fuentes
históricas mexicas que permita incorporar las dos metodologías y aprovechar las
indudables aportaciones que han hecho los estudiosos en ambos campos. Se trata
de comprender las tradiciones indígenas como documentos plenamente históricos
con un fuerte componente mítico. Para sustentar esta posición, es necesario, en
primer lugar, analizar críticamente las razones esgrimidas por los defensores
de la explicación mítica para negar la historicidad de las tradiciones
relativas a la migración. Mi propósito, sin embargo, no es descalificar el
método del análisis simbólico aplicado por ellos, sino plantearlo en términos
diferentes que no lo hagan incompatible con el análisis histórico.
El planteamiento de la explicación
mítica: Brinton y Seler
Para comprender las premisas
fundamentales de la explicación mítica y de su rechazo a la historicidad de las
fuentes mexicas es necesario revisar los planteamientos de aquellos estudiosos
que la propusieron en primer lugar.
En 1882, Daniel G. Brinton analizó las
descripciones de Aztlan, Chicomóztoc y Colhuacan en las fuentes indígenas, y al
compararlas con la mitología choctaw propuso que Colhuacan era en realidad la
Colina del Cielo, lo que le sugirió la siguiente conclusión:
Esta
interpretación, de ser correcta, conduciría a la eliminación de la historia de
toda la narración de las Siete Ciudades o Cavernas y de la supuesta migración
desde ellas. De hecho, los repetidos esfuerzos de los cronistas para asignar
una localización a estas fabulosas residencias no han producido más resultado
que el más admirable desorden y confusión. Es tan inútil buscar estos rumbos,
como lo sería buscar el Jardín del Edén o la isla de Avalon. Ninguno tiene, ni
ha tenido jamás, un lugar en la esfera sublunar, antes bien, pertenecen a ese mundo
etéreo que la fantasía crea y que la imaginación dibuja. (Brinton, 1882: 92-94)
La premisa detrás de este razonamiento
era que las narraciones mexicas relativas a la migración no eran producto de
una memoria histórica del pasado, sino “puras creaciones de la imaginación
religiosa aplicada a los procesos de la naturaleza en su relación con las
esperanzas y miedos de los hombres” (Brinton, 1882: 35).
Doce años después, en 1894, Eduard
Seler publicó su magistral artículo “¿Dónde se encontraba Aztlan, la patria
original de los mexicas?”. En este texto, el antropólogo alemán intentó refutar
una pretendida identificación de Aztlan con Puget Sound, en el estado
norteamericano de Washington. Para ello, demostró, en primer lugar, que los
cuatro lugares que separan Aztlan de Tollan corresponden a los cuatro puntos
cardinales, y que Tollan misma corresponde al centro del cosmos, por lo que
concluyó que tales lugares son sólo “lejanas pensadas, y míticas, patrias
originales...” (Seler 1985: 310-330). A partir de este razonamiento, Seler
propuso el carácter mítico del mismo Aztlan:
Por
lo tanto, no es difícil situar a Aztlán en una vaga lejanía, o pensarlo como
una hipóstasis mítica del posterior lugar de asentamiento de los aztecas en
medio de la laguna de agua salada, ya que los pueblos sin historia no pueden
representarse la vida de sus antepasados de modo distinto a como ellos, sus
descendientes, acostumbraban vivirla; en todo caso, esta forma de
representación habría sido la que sus descendientes se acostumbraron a manejar.
(Seler, 1985: 326)
La premisa del estudioso alemán no era
muy diferente a la del norteamericano: los mexicas eran un pueblo “sin
historia” y por lo tanto sus tradiciones no conservaban vestigios o testimonios
de un pasado, sino que consistían en proyecciones o invenciones realizadas
desde el presente.
Brinton, Seler y los posteriores
defensores de la explicación mítica coinciden en contraponer historia y mito.
La primera es el registro de hechos reales en un tiempo real, el segundo es un
discurso simbólico e ideológico que obedece a reglas cognoscitivas muy
diferentes. Ambas formas son excluyentes: si un suceso es mítico, no puede ser
histórico y viceversa. En palabras de Enrique Florescano:
Los
relatos sobre el origen de los mexicas, los episodios de su migración y las
historias sobre la fundación y el encumbramiento de su ciudad capital, son pues
narraciones simbólicas cuyo significado profundo está encerrado en la
estructura del pensamiento mítico, no en los hechos históricos a los que
aparentemente aluden. (Florescano, 1990: 653)
Esta contraposición tiene una venerable
tradición en el pensamiento occidental. Desde Heródoto, la historia se ha
colocado del lado del logos (es decir, del pensamiento racional y verificable)
y ha relegado a las otras tradiciones sobre el pasado al mythos (es decir al
terreno de las afirmaciones indemostrables o del pensamiento simbólico o
prelógico). Marcel Détienne (1985) ha examinado la historia de esta oposición y
ha propuesto que el concepto de mito no ha tenido nunca un contenido
específico, sino que ha sido siempre definido como lo contrario de un discurso
que se pretende racional o científico. A lo largo de estos años, los mitos han
sido siempre “relatos de la alteridad [que] nos cuentan esas representaciones
colectivas que no son las nuestras y cuyos fundamentos nos parecen extraños”.
(Smith, 1980: 64, citado por Mason y Magaña, 1986: 11).
Una breve historia del escepticismo
“histórico”
Si los mitos nunca han tenido una
definición fija, no debe sorprender que la actitud escéptica ante ellos desde
el seno del discurso que se pretende histórico haya cambiado también a lo largo
del tiempo. Revisar los cambios en las premisas y formas de este escepticismo
permitirá reconocer sus inevitables limitaciones.
Paul Veyne describe cómo los autores
griegos y romanos se mostraban incrédulos ante cualquier evento pasado que no
pudiera realizarse también en su presente: Cicerón, por ejemplo, preguntaba
cómo es que Hércules se había hecho dios y concluía “Tenéis que hacerme el
favor entonces de explicarme cómo una cosa pudo ser posible antaño y dejar de
serlo en la actualidad” (Veyne, 1983: 81). Sin embargo, estos historiadores
pensaban que sólo había que expurgar los aspectos inverosímiles del mito para
llegar a su núcleo real, pues no dudaban que la tradición era esencialmente
verdadera (Veyne, 1983: 29-38).
Un tipo análogo de escepticismo
parcial, sustentado en premisas radicalmente diferentes, fue aplicado a las
tradiciones indígenas por los españoles del siglo XVI. Alrededor de 1530, el
franciscano comisionado por Juan Cano para averiguar sobre el origen del linaje
real de su esposa Isabel Moctezuma, preguntó sobre el tema a los ancianos de
Culhuacan y reprodujo sus palabras con el siguiente comentario:
Dejaremos
de decir lo que es frus del demonio y fábula, porque muchas cosas les tenía
hechas creer el diablo falsas acerca de la creación del mundo e todas las cosas
e de las gentes, y vanlas enjeriendo como verdad entre las verdaderas.
(Relación de la Genealogía y Linaje, 1941: 240- 241)
Otros historiadores españoles
aplicaron el mismo principio para discernir lo “verdadero” de lo “falso”. Diego
Durán, por ejemplo, sentenció:
Y
dado el caso que algunos cuenten algunas falsas fábulas, conviene a saber: que
nacieron de unas fuentes y manantiales de agua; otros, que nacieron de unas
cuevas; otros, que su generación es de los dioses, etc. Lo cual clara y
abiertamente se ve ser fábula, y que ellos mesmos ignoran su origen y principio
[...]
para concluir, inmediatamente después:
Con
lo cual confirmo mi opinión y sospecha de que estos naturales sean de aquellas
diez tribus de Israel, que Salmanazar rey de los asirios cautivó y transmigró
de Asiria en tiempo de Oseas, rey de Israel, y en tiempo de Ezequías, rey de
Jerusalem, como se podrá ver en el cuarto libro de los Reyes, capítulo 17.
(Durán, 1967: 13-14)
Hoy diríamos que, al atribuirles un
origen bíblico a los indígenas, Durán no hizo sino cambiar un mito por otro,
pero para él la Biblia era una verdad revelada e incuestionable.
El escepticismo de los españoles ante
los engaños demoniacos, sin embargo, no se extendió a la existencia misma de
Aztlan. Tan natural resultaba para los españoles del siglo XVI creer en la
veracidad fundamental de la tradición histórica indígena que los exploradores
utilizaron información indígena sobre la migración para guiar sus expediciones
al norte de México y a Nuevo México (Comunicación personal de Danna Levín).
Dos siglos después, Francisco Javier
Clavijero mostró la misma combinación de escepticismo ante los detalles y
aceptación de la veracidad de la tradición en su conjunto, aunque partió de
premisas radicalmente diferentes. Por ejemplo, ante la tradición que cuenta que
los mexicas dejaron Aztlan porque oyeron el canto de un pájaro que decía
“tihui, tihui” (vamos, vamos), afirmó:
Yo,
aunque desconfío de la veracidad de este suceso, no lo tengo por inverosímil;
porque no hay cosa más fácil a una persona autorizada que persuadir por punto
de religión cuanto quisiera a un pueblo ignorante y supersticioso. Mucho menos
creo que el viaje de los aztecas se ejecutase, como dicen comúnmente los
autores, por orden expresa del demonio. (Clavijero, 1982: 66)
Su negativa a aceptar la intervención
demoniaca, sin embargo, no era producto del mismo empirismo científico de
Brinton y Seler, sino de su fe en la bondad de Dios que no deja trabajar tan
libremente a su adversario. Además, muy acorde con su tiempo, Clavijero utilizó
una forma de explicación de los sucesos inverosímiles en la tradición que se
haría muy popular: la invención ideológica utilizada por gobernantes
maquiavélicos para engañar a los pueblos ignorantes y supersticiosos.
En el siglo XIX, por razones muy
similares, Chavero, firme creyente en la historicidad de la migración, se negó
a creer en la veracidad del episodio del árbol rajado y la separación de los
pueblos migrantes y presentó una hipótesis de por qué fue inventado por los
gobernantes indígenas:
Todas
las razas buscaban por instinto un origen común, y para explicarlo fingían la
peregrinación simultánea y la separación por orden del dios; y el orgullo de
los mexicas hizo que ellos refirieran en sus pinturas todos estos sucesos a su
propio viaje. (Chavero, 1967: 481)
La novedad interpretativa de Brinton y
Seler, por lo tanto, no residió en sospechar de los aspectos inverosímiles de
los relatos históricos mexicas, sino en extender su sospecha a toda la
migración. Fueron ellos quienes plantearon la posibilidad de que estas
tradiciones pudieran ser una ficción completa.
Este salto epistemológico se debió
fundamentalmente a un cambio de disciplina de estudio. Brinton compartía las
convicciones racionalistas de su contemporáneo Chavero, pero la diferencia es
que el norteamericano no comparó las fuentes mexicas con otros textos
históricos sino con las tradiciones “míticas” de otros pueblos americanos y de
los pueblos del Viejo Mundo. Esta perspectiva comparativa fue el fundamento de
su radical escepticismo:
No
me arriesgo mucho cuando afirmo que resultaría fácil encontrar paralelos entre
cada evento en los mitos heroicos americanos, cada aspecto del carácter de los
personajes que representan, y otros tomados de las leyendas arias y egipcias ya
bien conocidas por los estudiosos, y que ahora se sabe que no contienen la
menor sustancia histórica [...] (Brinton, 1882: 35)
De esta manera, introdujo a las
tradiciones mexicas al terreno de la mitología comparada, ciencia naciente cuya
premisa fundamental era que las narraciones míticas no tenían origen en la
realidad pasada sino en el funcionamiento de la mente primitiva (Detienne,
1985).
Este escepticismo radical nos podrá
parecer natural a nosotros, pues estamos acostumbrados a concebir a los mitos
como inventos, pero hubiera sorprendido a los frailes evangelizadores y a los
exploradores del siglo XVI. Sobre la reacción de los tlacuilos y amoxpouhques
prehispánicos ante la descalificación absoluta de sus tradiciones, lo mejor es
no especular.
Esta breve genealogía del escepticismo
occidental respecto a las tradiciones históricas mexicas debe servir de
advertencia contra la descalificación implícita en la valoración de una
tradición como “mítica”. Si las bases del escepticismo de Durán y Clavijero nos
parecen ahora tan “míticas” como las “fábulas” que intentaban recusar, ¿cómo
podemos estar seguros de que nuestras premisas actuales no parecerán igualmente
“míticas” a nuestros descendientes?
En palabras de Veyne, lo que está en
juego en este tipo de hermenéutica, desde tiempos clásicos, “no es una historia
edificante [...] de la razón contra el mito [...] y no es una buena causa la
que [se] defiende [pues] el principio de las cosas actuales es el refugio de
todos los prejuicios.” (Veyne, 1983: 84)
Por ello, para descalificar la
veracidad de una tradición que han tenido por válida tantos hombres, hay que
esgrimir cuando menos evidencias convincentes y demostrables que vayan más allá
de la muy problemática proyección de nuestra concepción de la realidad a
tradiciones ajenas.
Desde luego, los defensores de la
explicación mítica, de Brinton en adelante, han esgrimido diversos argumentos
para demostrar las “deficiencias” que impiden a las tradiciones indígenas ser
plenamente históricas y que las colocan firmemente en el terreno del mito.
Estos argumentos se pueden reunir en cuatro grandes grupos:
La
deficiencia tecnológica de las técnicas de transmisión de la memoria histórica.
La naturaleza poco confiable de las tradiciones orales y el carácter poco evolucionado
de la escritura pictográfica impedían conservar un recuerdo fidedigno del
pasado y fomentaban su mitificación.
La
parcialidad y localismo de la memoria histórica que impedia el distanciamiento
y la objetividad que supuestamente deben caracterizar a los discursos
propiamente históricos.
La
naturaleza simbólica e ideológica del discurso indígena sobre el pasado.
El
hecho comprobado que los gobernantes mexicas destruyeron las tradiciones
históricas antiguas al momento de acceder al poder imperial a principios del
siglo XV.
Los primeros tres argumentos son de
índole general, mientras que el cuarto alude a un evento histórico concreto,
por lo que debe ser tratado por separado. A continuación, examinaré los tres
argumentos generales para demostrar que no justifican la negación de la
historicidad de las tradiciones mexicas. A partir de esta discusión propondré
un modelo teórico diferente para entender el funcionamiento simbólico y mítico
de la tradición histórica mexica. Finalmente, discutiré el argumento histórico.
Los límites tecnológicos de la tradición
Los defensores de la interpretación
mítica suelen enfatizar la poca capacidad de la tradición oral para preservar
la memoria del pasado (Davies, 1987: 6). La idea que la tradición oral es mucho
menos duradera y confiable que la escrita se basa en el sentido común: las
palabras habladas se dispersan en el aire, mientras que las escritas tienen una
existencia material duradera. A partir de esta premisa, Jack Goody (1977)
propuso que la memoria fidedigna, la capacidad de distanciarse del discurso
para analizarlo críticamente y la posibilidad de calibrar las diferentes
versiones contradictorias del pasado para elegir la más adecuada —características
indispensables de la verdadera historia —pueden surgir únicamente con la
escritura. Goody y Detienne (1985) plantean que la tradición oral vive en un
eterno presente y que se adapta “homostáticamente” a los cambios en la realidad
social. Por ello, los pueblos sin escritura modifican continuamente su recuerdo
del pasado para adecuarlo a los cambios de su situación actual.
Esta visión, muy similar a la de
Seler, peca de simplista y ha sido refutada por diversos estudiosos que han
propuesto que la tradición oral es mucho más compleja:
La
transmisión de las tradiciones orales puede operarse según reglas bien
determinadas, y también con arreglo a una libertad completa, dejándola
totalmente al azar. Cuando los modos y las técnicas de transmisión existen,
tienen por objeto conservar el testimonio tan fielmente como sea posible y
transmitirlo de generación en generación. Esto puede estar asegurado por la
formación de personas a las que les son confíadas las tradiciones. En cualquier
situación una buena transmisión será favorecida cuando ciertas tradiciones no
pertenezcan al dominio público, pero constituyan conocimientos esotéricos de
grupos determinados. (Vansina, 1966: 44)
Estos géneros orales “esotéricos” se
apoyan en instituciones sociales y definen reglas claras para garantizar la
fidelidad de la transmisión, que es verificada por sus diferentes portadores.
Por ello alcanzan alto grado de auto-conciencia. En suma, este tipo de
tradiciónes reunen muchas de las características de la escritura y pueden
lograr conservar verdaderos textos a lo largo de siglos (Finnegan, 1988). Un
ejemplo americano, entre otros, es el de los cantos sagrados de los makiritare
de Venezuela, estudiados y transcritos por Civrieux (1992: 19-21).
La información que tenemos al
respecto, nos permite suponer que la tradición histórica mexica reunía estas
características, pues era transmitida por especialistas dentro de un marco
institucional y tenía un carácter altamente formalizado. Además, es de
suponerse que la trascendencia de la información que contenía significaba que
había una constante verificación de su contenido.
Por estas razones, resulta
insostenible reducir las tradiciones prehispánicas a una oralidad amnésica y
sin profundidad temporal.
Aún más endebles resultan los
argumentos utilizados para descalificar la otra gran herramienta de transmisión
de la memoria histórica indígena: la escritura pictográfica.
Los defensores de la explicación
mítica han afirmado, por ejemplo, que, por no ser una forma de escritura “verdadera
[...] que registrara los sonidos de sus lenguas”, la pictográfica no cumplía
con los requisitos de un verdadero registro histórico (Graulich, 1995: 8-10).
Este argumento es sorprendente. En
primer lugar, si la memoria propiamente histórica requiere de la escritura
fonética, entonces tanto los chinos como muchas otras civilizaciones antiguas
del Viejo Mundo quedarían excluidos del selecto grupo de los pueblos “con
historia”.
En segundo lugar, nadie puede dudar
que la escritura pictográfica indígena era particularmente eficiente para
registrar fechas y nombres de lugares y de personas. Por ello, resulta irónico
que se condene su deficiencia cuando la precisión temporal, onomástica y
geográfica se suponen preseas de los discursos plenamente históricos.
De hecho, si un rasgo define a los
libros históricos indígenas es su obsesión por el registro sistemático del
tiempo, no en balde eran conocidos genéricamente como xiuhamatl, libros de
los años. Se suele argumentar, para descalificar la profundidad temporal de
estos documentos, que registran un tiempo cíclico en el que no se logra
distinguir plenamente entre los sucesos de un ciclo de 52 años y los de otros,
anteriores o posteriores. Sin embargo, la organización perfectamente lineal de
los libros relativos a la migración mexica establece una progresión temporal
inequívoca desde la partida de Aztlan hasta la llegada a México. Dentro de este
marco, se puede establecer, sin la menor ambigüedad, la localización temporal
de cada fenómeno en la línea continua de años (Navarrete, s.f.), característica
que se supone exclusiva de los discursos plenamente históricos. Esto desde
luego, no significa que los años y fechas no estuvieran cargados de contenido
simbólico, sino que el contenido simbólico se basaba justamente en la
continuidad temporal.
Se suele argumentar, finalmente, que
la escritura pictográfica no permitía el registro de textos fijos que fueran
legibles unívocamente, como lo permite la escritura fonética, y que por lo
tanto estaba abierta a interpretaciones y modificaciones constantes.
En efecto, parece que la relación
entre el registro escrito y la tradición oral en tiempos prehispánicos no era
la de una “lectura” a la manera occidental. El pareamiento de los verbos itta
(ver) y pohua (contar) para describir la forma de lectura de los libros
pictográficos indica que ambas vertientes de la tradición se complementaban sin
que una se redujera a una simple transcripción de la otra. Como ha señalado
Mignolo, a diferencia de lo que sucedía en la tradición europea, en la indígena
la verdad no residía en la escritura en sí, sino fundamentalmente en los
portadores de la tradición, los huehuetque, ancianos o antiguos (Mignolo, 1994:
255-256).
Sin embargo, la relevancia de esta
diferencia en la forma de lectura para la fidelidad de la memoria histórica es
dudosa. El valor que se le da a la escritura como fuente de verdad en Occidente
no implica, de ninguna manera, que cualquier testimonio escrito del pasado sea
verdadero y tampoco que su sentido esté fijo. El significado de un texto
transcrito fonéticamente está tan sujeto a interpretación y a deformación como
el de un texto transmitido oralmente. Basta, como ejemplo, ver la manera en que
los sacerdotes hindús contemporáneos utilizan el texto sagrado de los Vedas, fijado
fonéticamente hace ya tres milenios, para propósitos que nada tienen que ver
con su sentido original (Parry, 1985). La polisemia de un discurso no es
función únicamente de su forma de transmisión.
Por todas estas razones, me parece que
la manera más fecunda de analizar las técnicas de transmisión oral y escrita de
la historia indígena no es en términos negativos, construyendo una lista de sus
defectos y deficiencias. Por el contrario, deben comprenderse como lo que son:
técnicas con capacidades específicas, utilizadas por discursos sociales
establecidos dentro de marcos institucionales que definían su funcionamiento y
sus objetivos.
Esta perspectiva permite retomar desde
otro punto de vista la hipótesis de Graulich respecto a los límites temporales
de la memoria histórica:
la
pérdida de la memoria concierne sobre todo a los acontecimientos más remotos,
los cuales tienen tendencia a ser reemplazados por repeticiones o por
estereotipos, o a sumergirse en estructuras míticas preestablecidas. (Graulich,
1995: 8-10
En efecto, parece innegable que los
relatos de las eras cosmogónicas antiguas, e inclusive aquellos relativos a
Quetzalcóatl y Tula tienen un sabor más fantástico y estereotipado que los
relatos concernientes a sucesos posteriores, como la migración mexica. Esto
puede ser resultado del hecho de que la profundidad de la memoria histórica
tenía límites entre los nahuas y que más allá de ellos las fuentes recogían
tradiciones y narraciones de otra índole.
Pero los límites de la memoria no
están determinados fatalmente por la capacidad o limitación tecnológica, sino
por la realidad social. La profundidad de la memoria histórica era, y es,
definida por los portadores de la tradición en función de sus necesidades. Por
ejemplo, si los mayas utilizaron la cuenta larga fue porque a sus reyes les
interesaba demostrar la duración de sus linajes a lo largo de los baktunes y
por ello ponían énfasis en la continuidad temporal. A los altépetl nahuas les
interesaba fundamentalmente hablar de su establecimiento y legitimidad y por
ello no es ningún azar que los mexicas inicien la cuenta de sus años con la
salida de Aztlan (Boone, 1996). Sin embargo, esto no significa que fueran
incapaces de recordar lo que había pasado antes, pues Tezozomoc ofrece una
cronología de la estancia en Aztlan (1992: 14), sino que hacerlo no era
pertinente, y que más allá de ese límite la historia particular del altépetl se
articulaba con las cosmogonías de índole más general. Esta frontera, por ende,
no era tanto el límite máximo de la memoria, sino una articulación entre
géneros diferentes: la historia local, por un lado, la historia cosmogónica más
general por otro.
La parcialidad contra la objetividad
Tal conclusión, desde luego, parece
dar sustento a la segunda objeción planteada por los defensores de la
explicación mítica. Para demostrar la parcialidad y la poca confiabilidad de
las tradiciones indígenas, estos autores suelen citar a Durán:
[...]
no habrá villeta ni estanzuela, por vil que sea, que no aplique a sí todas las
grandezas que hizo Motecuhzoma y que ella era exenta y reservada de pensión y
tributo, y que tenía armas e insignias reales, y que ellos eran los vencedores
de las guerras. (Durán, 1967: 473)
Nadie puede negar, en efecto, que las
tradiciones históricas indígenas eran locales y localistas. Se transmitían en
el seno del altépetl y su principal objetivo era defender la integridad y
posición política de éste. Sin embargo, esto no significaba que trataran
exclusivamente de su historia interna, pues las relaciones exteriores de la
entidad política eran tan importantes como ésta.
Más allá de esta constatación, lo que
es debatible es la descalificación que surge de ella. Si rechazamos las
tradiciones indígenas por parciales, deberíamos hacer lo mismo con las Cartas
de Relación de Cortés (1988), con la Historia Verdadera de la Conquista de la
Nueva España de Díaz del Castillo (1968) y en general con todas las historias
españolas de la época, incluidas las de corte más general, pues todas ellas
fueron escritas con una intención persuasiva y a partir de una posición
política. De hecho, lo difícil sería encontrar obras históricas, entonces y
ahora, que realmente practiquen esa “objetividad” histórica que los estudiosos
contraponen a la “parcialidad” mítica.
Por ello, en vez de comparar las
tradiciones mexicas con una entelequia resulta más interesante medirlas con
otros discursos históricos realmente existentes: las historias oficiales, de la
época y del presente. En todas ellas se utiliza la memoria del pasado para
cimentar un orden social y los derechos de un grupo en el poder, para crear un
sentimiento de identidad y para unificar retóricamente a la comunidad política.
Ideología, narratividad y el papel del
mito como metalenguaje
Tal comparación nos conduce al tercer
argumento de los defensores del análisis mítico, la manipulación ideológica del
pasado por los gobernantes mexicas. Es innegable que los fines persuasivos de
las historias oficiales como la mexica se contraponen a la “objetividad” y
deforman la memoria del pasado (Davies, 1987: 6). En este sentido, Duverger
tiene razón al enfatizar la importancia del análisis ideológico de las
tradiciones relativas a la migración (1983: 62-64).
Sin embargo, contraponer “ideología” y
“verdad” puede llevarnos a muy conocidos callejones sin salida. Por eso,
resulta más fructífero analizar el carácter persuasivo de los discursos
históricos mexicas dentro del marco de la narratividad y del simbolismo.
En términos narrativos, las historias
de la migración mexicas comparten muchas características de otros discursos
históricos. En primer lugar, nos cuentan un relato completo y cerrado, con un
principio muy claro (la salida de Aztlan) un desarrollo lineal puntuado por
peripecias y una conclusión igualmente explícita (la llegada a México).
Diversos recursos visuales y narrativos se utilizan para afianzar la coherencia
de toda la historia (Navarrete, s.f.).
Esta unidad, como la de cualquier
historia narrativa, no se encuentra en la “realidad” del pasado, sino que surge
“del deseo de que los acontecimientos reales revelen la coherencia, integridad,
plenitud y cierre de una imagen de la vida que es y sólo puede ser imaginaria”
(White, 1992: 38). Se trata, por lo tanto, de una construcción narrativa y retórica,
aunque su éxito reside en convencernos de que el orden que crea existe en la
realidad en sí.
A la ideología oficial mexica le
interesaba persuadirnos que Aztlan y México estaban unidas por una relación de
necesidad, demostrada por su similitud, y que el viaje de los mexicas de una
ciudad a la otra, pese a sus constantes y prolongadas pausas, había sido un
suceso unitario, regido siempre por la voluntad de Huitzilopochtli, el dios del
altépetl. Esta demostración cimentaba la legitimidad de la posesión mexica de
México, la concepción de esta ciudad como el centro del mundo, la posición
hegemónica de los mexicas sobre los demás pueblos y también el poder ejercido
por la élite mexica sobre el resto del grupo étnico a nombre de
Huitzilopochtli.
Sin embargo, no hay que concebir esta
intención persuasiva como una enemiga de la “verdad histórica”. Por necesidad
una demostración ideológica de esta naturaleza no podía estar basada en una
mentira y por ello para los portadores de la tradición tenía un valor de verdad
suprema. Pero también debía ser capaz de convencer a los demás grupos, dentro
de la sociedad mexica y fuera de ella: su poder persuasivo dependía de su
verosimilitud.
Las historias oficiales, desde luego,
no vacilan en suprimir eventos, personas y hechos del pasado que les resultan
incómodos y en inventar otros más convenientes. Pero esa es sólo su manera más
burda de operar. En general, la estrategia para apuntalar la argumentación
legitimadora de la historia es impregnar los acontecimientos del pasado que se
quieren enfatizar con significados simbólicos, de orden político y religioso.
Es justamente en este nivel del
discurso donde opera el mito. Para entender su funcionamiento resulta
esclarecedora la comparación con las tradiciones históricas oficiales de
nuestras sociedades.
François Furet, por ejemplo, lamenta
que en Francia los estudiosos de la Revolución Francesa, a diferencia de
especialistas en otras épocas, no sólo tienen que describir el pasado, sino
tienen que juzgarlo en función de su posición política en la Francia
contemporánea. Esto lo lleva a concluir que “...desde hace casi doscientos
años, la historia de la Revolución Francesa ha sido siempre un relato de los
orígenes y por lo tanto un discurso de identidad.” Por ello, propone que los
historiadores deben abandonar el “mito” revolucionario para adoptar una
posición más objetiva (Furet, 1978: 17-23).
Desde la perspectiva contraria,
Lévi-Strauss afirma que a él le interesa la historia de la Revolución Francesa
porque al estudiarla puede tomar partido por un bando o por otro, pero que, en
cambio, la historia más remota le parece incomprensible pues no la puede
relacionar con su presente. Lo que valora es justamente una relación mítica
entre su persona y un pasado significativo (Lévi-Strauss, 1962: 338).
En suma, ambos autores proponen que en
Francia la historia más reciente es la que adquiere resonancias míticas, pues
es la que define la identidad y el origen del Estado francés moderno.
Este ejemplo, sugiere dos
conclusiones. En primer lugar, que el significado mítico que se atribuye a
ciertos recuerdos del pasado no implica necesariamente su falsedad o
inexistencia. En segundo lugar, que la “mitificación” de un acontecimiento del
pasado no necesariamente es producto de la lejanía y de una falla en la memoria
histórica, sino que puede ser resultado de lo contrario: de su inmediatez, de
su trascendencia, de la voluntad de recordarlo y darle una mayor importancia.
Esto apunta hacia una definición
diferente de mito. Los defensores de la interpretación mítica suponen que hay
una diferencia ontológica entre los acontecimientos míticos, que son
inventados, pero plenos de significados simbólicos, y los acontecimientos
históricos, que son reales y por ello carecen de significados simbólicos. De
acuerdo con Barthes (1980), se puede plantear, en cambio, que el mito no
corresponde a un tipo especial de acontecimiento, ni siquiera a un tipo
especial de discurso, sino que se trata un significado simbólico que se añade a
un signo ya establecido en el seno de cualquier discurso. En este sentido,
cualquier acontecimiento, persona o lugar pueden ser investidos de significados
simbólicos dentro del discurso histórico y así adquirir su condición mítica.
Para explicar esta concepción volvamos
al ejemplo de la Revolución Francesa. En el siglo XX, los jacobinos adquirieron
un nuevo significado simbólico a la luz de la Revolución Rusa: se convirtieron
en los precursores de la revolución socialista. Este simbolismo es claramente
mítico, pues se añadió, en el seno del discurso histórico, a un signo ya
existente. Es también un mito histórico, pues utiliza el pasado para dar
legitimidad al presente y por lo tanto establece una relación simbólica entre
ambos.
Ahora bien, nadie intentaría demostrar
que la Revolución Francesa no sucedió realmente a partir del argumento de que
los jacobinos fueron vistos como un arquetipo simbólico por los revolucionarios
posteriores; y tampoco nadie intentaría probar la inexistencia histórica de los
bolcheviques a partir de la demostración de que siguieron el arquetipo de los
jacobinos. Ambos procedimientos, sin embargo, son utilizados constantemente en
las tradiciones históricas mexicas por los defensores de la explicación mítica.
La definición de mito como un
metalenguaje que opera dentro del discurso histórico invalida justamente la
posibilidad de sacar conclusiones de este tipo. En efecto, si es en el seno del
discurso que los signos se hacen portadores de significados simbólicos, esto no
tiene nada que ver con su status fuera de él, pues un evento o personaje real
puede usarse como símbolo tanto como uno fantástico.
Por otra parte, como ha mostrado Paul
de Man (1979), nada en el lenguaje mismo permite distinguir inequívocamente
entre significados literales y metafóricos. Por ello, ni siquiera podemos estar
seguros de que una persona, evento o lugar que tiene significados simbólicos
para nosotros los tuviera también para los mexicas que contaban la historia de
la migración, lo que hace aún más dudoso el tipo de deducciones empleadas en
los análisis míticos de Brinton, Seler y sus sucesores.
Esta definición de mito, por lo tanto,
confirma la importancia y la necesidad del análisis simbólico para entender la
tradición mexica, pero a la vez invalida la conclusión que han derivado de él
sus defensores: la falsedad de los eventos con contenido simbólico.
Me parece que la posición de estos
autores se basa en una ambigüedad fundamental en la definición misma de mito.
El Diccionario de la Lengua Española define “mito” como “fábula, ficción alegórica,
especialmente en materia religiosa”. (1984) En esta definición, como en el uso
popular, se combinan, indistinguiblemente, dos acepciones de la palabra mito:
mentira o falsedad y discurso simbólico.
Sin embargo, la definición de mito de
Barthes y el análisis de la función del mito en los discursos históricos deben
conducir a rechazar esta confusión. La existencia o inexistencia de un suceso,
persona o lugar debe comprobarse más allá de su funcionamiento simbólico en el
seno del discurso histórico, por los medios desarrollados por nuestra
disciplina. La demostración de la falsedad, como la demostración de la verdad,
debe estar fundamentada en evidencias históricas.
La hipótesis de la invención
Precisamente, el cuarto argumento que
suelen esgrimir los defensores de la explicación mítica es de índole plenamente
histórica. Se trata del famoso episodio de la quema de libros realizada por
Itzcóatl, descrito por Sahagún:
Porque
se guardaba la historia; pero ardió cuando gobernaba Itzcóatl en Mexico. Se
hizo concierto entre los señores mexicas. Dijeron: No es conveniente que todo
mundo conozca la tinta negra, los colores. El portable, el cargable se
pervertirá, y con esto se colocará lo oculto sobre la tierra; porque se
inventaron muchas mentiras. (López Austin, 1987: 310
Este pasaje no dice nada respecto al
tamaño y alcances de esta quema de libros. Sin embargo, en el análisis de
Graulich, Florescano, Davies y Duverger, entre otros, se sostiene que dio pie a
una completa reescritura de la historia mexica bajo el mismo Itzcóatl y su
sucesor Moteuhczoma I. Esta es la que llamaré la “hipótesis de la invención”.
La existencia de esta quema es
corroborada por un interesante documento colonial, la “Merced y mejora a los
caciques de Axapusco y Tepeyahualco”, escrito por Hernán Cortés. En él se
cuenta que dos nobles mexicas segundones, llamados Atonaletzin y Tlamapanatzin,
parientes lejanos de Acamapichtli y Moteuhczoma Ilhuicamina, buscaron a Cortés
cuando éste acababa de desembarcar en Veracruz en 1519 para “entregarnos las
pinturas y profecías del rey Camapichi, que es el primero que gobernó en la
dicha ciudad de México Tenochtitlan”, y le explicaron que eran enemigos del
tlatoani mexica “por no haber consentido quemar las pinturas y profecías
antiguas”. Por ello, se ofrecieron como vasallos y aliados de los españoles a
cambio de que
los
hiciese grandes y señores de tierras, donde de presente tienen sus pueblos, y
que ellos no faltarían en la entrega de dichas pinturas y libros de las
profecías que hubieron de sus antepasados que primero gobernaron. (Cortés:
61-64)
Este pasaje sugiere, en primer lugar,
que las principales víctimas de la quema de Itzcóatl fueron las tradiciones
históricas que convivían en el seno de la sociedad mexica y que fundamentaban
el poder y la posición social de grupos y linajes antagonistas del tlatoani.
Sin embargo, el documento demuestra también que la quema no fue tan exitosa
como se suele pensar, pues 90 años después Atonaletzin y Tlamapanatzin
conservaban aún las “pinturas y libros” que Itzcóatl quiso erradicar, así como
un vivo resentimiento contra su intento de destrucción. En suma, este documento
no confirma la importancia que la “hipótesis de la invención” atribuye a esta
quema.
Más allá de la falta de evidencia
histórica contundente que la respalde, se pueden plantear las siguientes
objeciones lógicas a esta hipótesis.
La primera es que, aun suponiendo que
Itzcoatl y Tlacaellel hubieran logrado reescribir completamente las tradiciones
mexicas, no tenemos indicación alguna de que hayan hecho lo mismo con las otras
tradiciones históricas existentes en el Valle de México que sobrevivieron hasta
el siglo XVI. Entonces cabría preguntarse por qué la chalca Chimalpahin o el
acolhua Ixtlilxóchitl reprodujeron la versión mexica de su historia migratoria.
Puede argumentarse que estos
extranjeros se limitaron a repetir la historia inventada por los gobernantes
mexicas. Esto parece seguro en el caso de Chimalpahin, quien tomó parte de su
información de Tezozómoc, heredero de la tradición oficial mexica.
Pero el hecho mismo de que autores no
mexicas reprodujeran la versión mexica sugiere la segunda objeción a la
“hipótesis de la invención”. Si los otros pueblos del Valle de México aceptaron
la invención mexica de Aztlan es porque ésta no contradecía sus similares
historias de migración, porque los lugares que mencionaba, como Chicomóztoc y
Colhuacan, eran también las patrias de origen de sus pueblos. En suma, porque
la historia mexica correspondía a los patrones de las tradiciones de migración
mesoamericanas, compartidos por los quichés y cakchiqueles, los
cuauhtinchantlaca y los mixtecos, entre otros pueblos mesoamericanos. Era, en
fin, una versión particular pero ortodoxa de la ideología zuyuana postclásica
que han empezado a definir López Austin y López Luján (1999).
Estas objeciones quizá no refuten la
“hipótesis de la invención”, pero sí nos señalan claramente los límites de la
hipotética creatividad histórica de Itzcóatl y Tlacaéllel. La invención, sobre
todo si es deliberada, necesita ser verosímil para poder ser exitosa y así
convertirse en fuente de legitimidad. Por ello, difícilmente consiste en una
creación ex-nihilo y más bien suele tratarse de una adaptación, de una
exageración, o de un eufemismo, es decir de la presentación de un evento pasado
a la luz más favorecedora y halagüeña posible para quienes lo cuentan (Heehs,
1994: 9). Martínez Marín tiene razón cuando afirma respecto al impacto de la
quema de Itzcóatl que
sólo
podemos inferir la eliminación de algunas informaciones sobre acontecimientos
históricos concretos, pero nunca una sustitución total que hubiera colocado [a
los mexicas] en la necesidad de inventar nuevamente todo su pasado [...].
(Martínez Marín, 1971: 254)
Finalmente, la objeción más profunda a
la “hipótesis de la invención” es que sustituye la historia de la migración que
se lee en todas las fuentes por una historia contraria que resulta
inverificable: la invención del pasado migratorio por un gobernante
maquiavélico. Esta “historia” se parece sospechosamente a lo que los
antropólogos anglosajones llaman just so stories, narraciones de “así fue”, que
explican el origen de un fenómeno de una manera aparentemente congruente y
convincente, pero que resultan inverificables. En suma, parece un mito, tal
como lo definen los defensores de la interpretación mítica.
De hecho, si se adopta la “hipótesis
de la invención” es fácil llegar a dudar de todo: la elección entre lo que se
acepta como verdad histórica y lo que se explica como un invento ideológico
termina inevitablemente por ser arbitraria. El problema del origen chichimeca
de los mexicas es un ejemplo de las aporías a las que pueden llevar estas
búsquedas.
¿Por qué Duverger y Florescano
rechazan la existencia histórica de Aztlan y en cambio sí aceptan la realidad
del origen chichimeca reciente de los mexicas? En contra de esta credulidad
suya existen en las fuentes abundantes evidencias de que los mexicas tenían ya
desde Aztlan una cultura agrícola y urbana, plenamente mesoamericana (Martínez
Marín, 1971: 250-252).
Según Duverger, los mexicas eran
legítimos chichimecas, es decir cazadores-recolectores nómadas, que ascendieron
en dos siglos a la cumbre del poder en Mesoamérica y luego hicieron lo posible
por ocultar su humilde origen, pues querían disimular su usurpación de ese
poder (Duverger, 1983: 141-142). Al respecto, añade Florescano:
Su
condición de advenedizos en tierra antigua, y la torturante convivencia con
sociedades de desarrollo cultural superior, fueron, quizá las motivaciones
principales que los indujeron a crear su mística de pueblo mesiánico [...] y a
construir una imagen arquetípica de sus orígenes y de su fulgurante ascenso al
primer lugar entre todas las naciones. (Florescano, 1990: 608)
La premisa de ambos autores parece ser
que los mesoamericanos, como nosotros, consideraban que los invasores eran
usurpadores y también que despreciaban a los chichimecas porque compartían
nuestra perspectiva que considera que las culturas “más desarrolladas” son
superiores a las culturas “más primitivas”.
Graulich, en contraste, constata que
el origen chichimeca de los mexicas, lejos de ser acallado, está presente en
todas las fuentes y propone que
es
más bien la idea misma de [los] orígenes modestos lo que se buscó imponer
(¿probablemente para esconder la preexistencia de un asentamiento más
antiguo?). La inversión de la situación que hace que el pobre recién llegado se
imponga al rico bien establecido es, en efecto, un tema mítico constante en
Mesoamérica. (Graulich, 1984: 26)
Esta interpretación es claramente más
apegada a las fuentes indígenas, pues en ellas el pasado chichimeca era visto
como fuente de orgullo y prueba de valentía y no como motivo de vergüenza. Para
convencerse basta con leer las descripciones de la vida sana y el poderío
cazador chichimeca (Relación Geográfica de Coatépec, 1985: 144), o los cantos
de los guerreros chichimecas recién salidos de Chicomóztoc en la Historia
Tolteca-Chichimeca (1989: 169).
La hipótesis de Duverger y Florescano
presenta una contradicción interna aún más grave: ¿si los mexicas reescribieron
su pasado bajo Itzcóatl, por qué no suprimieron ese infamante pasado
chichimeca? ¿Cuál es la racionalidad de una invención a medias?
Este ejemplo nos muestra que las
“hipótesis de invención” resultan tan dudosas como los “mitos” que pretenden
sustituir. Nadie puede negar que las tradiciones aparentemente más antiguas
pueden ser inventadas, y que su falsa antigüedad será justamente lo que les dé
valor (Hobsbawm 1983). Pero una invención tiene que ser comprobada, como
cualquier hecho histórico, para evitar caer en el terreno del just-so.
En este sentido, creo que las
“hipótesis de invención” encontrarían un terreno mucho más fecundo y firme si
se centraran en las modificaciones coloniales de las tradiciones históricas
indígenas. En efecto, la abundancia de fuentes de los siglos XVI y XVII y la
posibilidad de ubicarlas temporal y espacialmente con mayor precisión
permitiría examinar los procesos de diálogo intenso y desigual entre las
historias indígenas y las ideas religiosas, políticas e históricas europeas y
comprender la manera en que los historiadores indígenas modificaron sus
tradiciones para adaptarlas a las nuevas condiciones sociales.
Más allá de la dicotomía: el
reconocimiento de las otras historicidades
En resumen, mi propuesta es que para
lograr comprender de una manera más plena las tradiciones históricas indígenas
es necesario abandonar la dicotomía entre historia y mito y utilizar las
herramientas de análisis de ambas disciplinas.
Volviendo al problema de la similitud
entre Aztlan y México, es evidente que esta semejanza está cargada de
significados simbólicos políticos y religiosos. Ahora bien, este contenido
simbólico no demuestra la inexistencia histórica de Aztlan y tampoco podemos
atribuirle un significado único y hacerlo resultado de un acto deliberado de
invención maquiavélica. Lo más probable es que aun en tiempos prehispánicos una
relación simbólica tan importante adquiriera diversos significados, dependiendo
del contexto en que se invocaba y del fin persuasivo que se perseguía. A raíz
de las profundas transformaciones impuestas por la colonización española, estos
significados se transformaron radicalmente. De hecho, se puede plantear que la
tradición histórica sobrevivió precisamente porque fue capaz de incorporar
estos nuevos significados simbólicos y así adaptarse a las nuevas
circunstancias. En este sentido, la historia de Aztlan se extiende hasta la
historiografía nacionalista en los siglos XVIII al XX y la más reciente historia
chicana que han seguido considerando ese lugar como una fuente de identidad.
Esto significa, desde luego, que la
explicación histórica tampoco es suficiente en sí misma. Si mañana los
arqueólogos o los historiadores descubrieran la localización geográfica de
Aztlan, este dato no explicaría el significado simbólico que tenía para los
mexicas en México o tiene para los chicanos en Los Ángeles.
Por otra parte, aquellos historiadores
que han intentado utilizar las fuentes mexicas como minas de datos para reconstruir
la “verdadera” historia de la migración se han topado con dificultades
insalvables, pues no tomaron en cuenta que la tradición indígena obedecía a
criterios de verdad diferentes a los de la historiografía occidental moderna.
Para zanjar estas diferencias, la apelación a la realidad empírica no sirve de
mucho, pues, por dar un ejemplo, incluso la concepción de persona era distinta
a la nuestra, por lo que personajes como Quetzalcóatl no pueden reducirse a
figuras individuales a la manera de la historia europea (Kirchhoff, 1955; López
Austin, 1973). Sin embargo, trabajos históricos y arqueológicos como los de
Martínez Marín (1971) o Miriam Hers (1989) sí nos pueden enseñar mucho sobre el
posible origen de las tradiciones compartidas por los mexicas y otros pueblos
nahuas del posclásico.
Me parece que un factor que ha
impedido la necesaria cooperación entre los defensores de la explicación
histórica y mítica ha sido la brecha entre sus respectivas especialidades
académicas. Desde el siglo pasado, una de las premisas del etnocentrismo
occidental ha sido la contraposición entre la sociedad moderna, plenamente
histórica, y las otras sociedades, que se consideran ahistóricas. Una es el
campo de estudio de los historiadores, las otras, de los antropólogos y los
mitólogos. Una es el terreno de la diacronía, la otra, el de la sincronía
Ambos bandos en este debate han
aceptado esta contraposición. Sin embargo, un creciente número de estudios
muestran que las sociedades no-occidentales, como los mayas yucatecos
(Reifler-Bricker, 1993) o los ashaninkas del Perú (Brown, 1991), pueden tener
concepciones del devenir humano en el tiempo tan complejas como las de
Occidente. Por otra parte, las reflexiones de Reinhart Koselleck respecto a los
cambios producidos por la modernidad en las concepciones históricas europeas
demuestra que también en Occidente la relación entre pasado, presente y futuro
asume formas que los antropólogos no vacilarían en llamar míticas si las
encontraran en otra sociedad, cosa que resulta particularmente clara en torno a
la idea de revolución, una figura histórica central para la concepción moderna
de la historia (Koselleck, 1993).
Para dejar atrás esta dicotomía, como
sugiere Klein:
Más
que elaborar principios cada vez más intrincados para distinguir entre culturas
y textos históricos y no históricos, necesitamos considerar lo que pasa con la
historicidad cuando imaginamos todos los pueblos, independientemente de su
raza, religion o alfabetización, como históricos y pensamos sus narrativas como
diferentes variedades del discurso histórico más que como alternativas
románticas a él. (Klein, 1995: 298)
Esto implica, desde luego, modificar
la definición misma de lo que es historia. Cuando afirmo que las tradiciones
indígenas son plenamente históricas, no estoy diciendo que se conformen al
ideal científico de la memoria histórica. Simplemente estoy afirmando que son
discursos sobre el pasado que tienen una considerable antigüedad; que se
pretenden legítimos; que utilizan criterios particulares para distinguir lo
verdadero de lo falso; que parten de una concepción socialmente determinada de
la realidad, del tiempo, y de los agentes históricos; que tienen un fin
persuasivo y legitimador; que están vinculados a grupos sociales específicos.
Claro que la historia científica moderna ha pretendido liberarse de todas estas
determinaciones, pero si examinamos su elevada concepción de sí misma con el
mismo escepticismo que hemos aplicado a las narraciones históricas mexicas,
podemos afirmar que comparte estas características con todos los discursos
históricos realmente existentes.
Por ello, la relación entre la
concepción histórica occidental y las concepciones históricas de otras
sociedades, como las mesoamericanas, ya no debe tomar la forma de una
confrontación entre dos formas opuestas de conocimiento en la que la primera
busca reducir a las otras a su concepción de verdad o falsedad. Debe
convertirse en un auténtico diálogo entre concepciones diferentes del tiempo,
el devenir y los actores históricos, en suma, un intercambio entre concepciones
diferentes de lo que son el ser humano y la sociedad en el tiempo. En este
diálogo ninguna tradición tiene el monopolio de la verdad y ninguna tradición
debe aspirar a absorber o explicar a las otras, así como tampoco debe
pretenderse construir una historia universal que las abarque a todas. Una
relación plenamente dialógica debe asumir la alteridad y buscar la comprensión
y el intercambio a partir de ella (Bajtin, 1986).
Desde esta perspectiva, ya no se puede
mantener la contraposición entre historia y mito. Esta dicotomía era necesaria
desde el punto de vista de la historiografía positivista y de ciertas
definiciones del mito. Pero creo que una historiografía que busca desentrañar
el sentido que los propios autores daban a su historia y que busca comprender
el funcionamiento de la memoria social en su marco cultural puede legítimamente
plantear que el camino es la comprensión del funcionamiento del discurso
histórico indígena en sus propios términos y que el método es el diálogo, no la
descalificación.
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