lunes, 13 de octubre de 2025

 

Los conventos femeninos y el mundo urbano de la Puebla de los Ángeles del siglo XVIII


Prólogo

La obra que aquí me place introducir es el producto de años de labor intensa en archivos religiosos y seculares, públicos y privados, que le han permitido a la autora, doctora Rosalba Loreto, rescatar tanto información novedosa, llena de detalles significativos, como recobrar fuentes manuscritas poco conocidas o inéditas. Con estas fuentes ha logrado reconstruir con perspicacia digna de elogio la relación que existió entre convento, religiosidad, ciudad, familia, e individuo, abriendo nuevas sendas interpretativas tanto para estas instituciones como para la historia de la Iglesia en los siglos XVII y XVIII.

Especialmente importante es su interpretación de la presencia urbana del convento ya no como una obra arquitectónica, sino como creador de un espacio propio dentro de la entidad física de la ciudad. El claustro y su templo cobran una relevancia extraordinaria como centro donde se toma el pulso de varios factores hasta ahora poco subrayados en la historiografía colonial. La fuerza magnética de los conventos, una vez construidos, cambia la nomenclatura de las calles, altera la fisonomía del vecindario, atrae una nueva hueste de fieles comprometidos con actos cívico-religiosos que enriquecen la vida espiritual de la ciudad, y crean centros de actividad económica. Al mismo tiempo, Loreto nos descubre la relación íntima entre la ubicación de los conventos y las vías de agua. Como receptores y proveedores de ese líquido vital se convierten en un fenómeno de la fisiología urbana, hecho que nos sugiere cómo debemos tener en cuenta las formas de consumo y redistribución de la riqueza material, de la cual el agua era un elemento tan importante como el dinero de préstamos, la imposición de censos consignativos, los salarios de los trabajadores que laboraban en su construcción, o la compra de mercancías.

También notable es la contribución que hace al reconstruir relaciones sociales dentro y fuera de los claustros. Sabíamos que existían fuertes conexiones de patronazgo entre poderosas familias locales y los conventos, y aquí se detallan aquellas específicas de la región de Puebla. Se añade, sin embargo, la conceptualización del cuerpo de religiosas como extensión femenina del linaje familiar de distinción. Examinadas en detalle, las redes familiares se muestran en todo su apretado conjunto, perpetuado biológicamente a través de varias generaciones y remachado económicamente con el patronazgo amplio de todas las instituciones de la Iglesia. Acertadamente, Loreto descubre en ese anudamiento familiar con la Iglesia una expresión de la mentalidad colonial que encontró su expresión en la frecuencia de la toma de hábitos seculares o regulares en algunas familias y en su compromiso moral y económico con la misma. Lógicamente, a la religiosidad familiar hay que añadir la religiosidad personal que se institucionalizó en los conventos, a los que Loreto define como promotores y receptores de un «sistema devocional urbano». En este sistema, éstos fueron centros de promoción del culto de santos y propulsores de una devoción popular que incluía a las monjas mismas. Éstos tenían un significado que la autora interpreta como forma de identidad cultural y de dominio social, ofreciéndonos una conexión con importantes teorías de hegemonía social.

La autora tampoco olvida los aspectos personales del culto y la devoción como manifestación del imaginario de la época, especialmente el siglo XVII, durante el cual los fieles y las religiosas vivieron en un mundo de gran intensidad espiritual. El examen de apariciones, milagros y expresiones individuales de iluminación en los conventos, así como el significado de las figuras de Cristo, María, el demonio, las almas del purgatorio, ángeles y santos nos internan en un mundo espiritual de una riqueza extraordinaria y abre la puerta a exploraciones futuras sobre la mentalidad religiosa colonial, que no se mantuvo estática y que es de esperar ofrezca matices de cambios sutiles tanto cronológicos como regionales.

Otra aportación muy sugerente es el análisis del significado normativo de la ascética religiosa como forma del control del comportamiento de las profesas. Loreto ofrece una lectura fascinante del diálogo entre la tentación y la santidad que se desarrolla entre las líneas del discurso de las reglas conventuales y las vidas ejemplares. La apretada simbología textual nos revela la conexión vital entre las normas de control del cuerpo y la representación de la perfección religiosa sugiriéndonos nuevas formas de lectura de los escritos por y para religiosas.

Al enfocar su estudio en el significado de las instituciones femeninas conventuales como centros de transmisión cultural hispánica, de dispersión de la cultura religiosa de su tiempo, y de creación de una religiosidad propia novohispana con la eclosión de modelos poblanos de vidas de perfección católica, Rosalba Loreto nos obliga a ampliar el ámbito analítico dentro del cual se han desenvuelto hasta ahora los estudios de conventos de monjas. Aquí se anudan varios hilos conductores (económico, social y espiritual) de forma original y creativa. Este trabajo, muestra de la nueva generación de historiadores de la Iglesia, sienta nuevas bases en el aprecio de desarrollo institucional y cultural fuera de la ciudad de México y disputa la hegemonía de la capital virreinal en la definición de la historicidad colonial. También destaca que la mujer y las instituciones específicamente femeninas pueden ser consideradas como protagonistas motu proprio en la historia de México.

ASUNCIÓN LAVRÍN
Departamento de Historia
Arizona State University Tempe, Arizona




Introducción

La existencia de los establecimientos monásticos fue tan importante en determinadas ciudades, que su presencia o ausencia era índice del esplendor económico y cultural. Así, la medida de una ciudad, en cuanto a su categoría como tal, se determinaba a partir de la existencia de una, dos, tres o cuatro órdenes de predicadores menores, carmelitas o agustinos. Hacia mediados del siglo XVI, con el crecimiento de la población criolla y mestiza, el grupo español se enfrentó a la necesidad de crear instancias en las que se resguardase la castidad y pureza femeninas de sus descendientes. Los conventos para mujeres surgieron de la necesidad de albergar y educar a españolas y criollas que por vocación, orfandad o pobreza no habían contraído matrimonio.

La erección de los monasterios se debió a la caridad de hombres y mujeres de origen español, quienes, preocupados por la situación de las mujeres de origen hispano, se dieron a la tarea de fundar patronatos cuyo objetivo principal fue construir un monasterio o alguna de sus partes.

En algunos casos los conventos iniciaron sus actividades como beaterios, recogimientos o colegios de mujeres dedicadas a la oración, que hacían votos temporales de pobreza, castidad y obediencia, en principio bajo la dirección espiritual de los mendicantes. Con el tiempo muchos de ellos solicitaron permiso para convertirse en conventos. En la Nueva España se fundaron cincuenta y seis monasterios femeninos de diversas órdenes.

El auge de las fundaciones conventuales femeninas alcanzó su cúspide en la Puebla de los Ángeles, a principios del siglo XVIII, y constituyó un hecho social cuyas características aún no han sido suficientemente esclarecidas. Mientras han proliferado los estudios sobre las órdenes mendicantes masculinas en el nuevo mundo1 las investigaciones sobre las bases sociales de los conventos de mujeres y su significado para la sociedad se han impulsado recientemente2. Mostrar la importancia social de los monasterios femeninos, su sustento y el significado que tuvieron para la vida de hombres y mujeres del siglo XVIII es un problema complejo que merece ser trabajado con detenimiento dado que se trata de dar cuenta de la múltiple influencia de la vida monástica femenina en el ámbito urbano.

El establecimiento de los monasterios de mujeres en Puebla fue promovido, avalado y auspiciado por representantes de las órdenes franciscana, dominica, carmelita y agustina. Ellas aportaron elementos de organización general, jerárquica, espacial y económica que se implantaron y reprodujeron en América. Resulta de particular importancia resaltar las características de la espiritualidad que movió a los mendicantes en Europa para entender a la evangelización como proyecto de colonización, impulsada precisamente por la tradición de repoblación y reconquista de dichas órdenes religiosas. Su establecimiento en España ayudó, según Sánchez Albornoz3, al repoblamiento del país, ya que hubo expansión gradual de los franciscanos y dominicos en toda la península conforme avanzaba la reconquista4.

Esta política de urbanización provino del campo estrictamente monástico. Frailes y monjas formaban un todo con la estructura interior de las ciudades, en una mutua interacción. De los centros urbanos captaban los medios económicos para su subsistencia y a la vez las ciudades recibían de ellos dirección espiritual y cultural. La expansión de los mendicantes en los centros urbanos no sólo influyó en el ámbito específicamente pastoral sino también dio un nuevo cariz a la civilidad urbana.

Como parte de la tradición monástica, y concretamente de los franciscanos, América heredó además de la transmisión de la palabra evangélica mediante el sermón, la práctica educativa y la integración de grupos masivos a las prácticas penitenciales; la congregación organizada de mujeres laicas en segundas y terceras órdenes en colegios, recogimientos y conventos bajo su dirección espiritual. La llegada a América de estas órdenes y el surgimiento de las ciudades novohispanas coincidió con esta política religiosa de integración social.

Puebla fue una de las ciudades novohispanas en las que se fundaron mayor número de conventos de mujeres5. Los once monasterios que se ubicaron dentro de su traza6 formaron parte de la vida urbana y dieron cierta originalidad al complejo entramado social: sus iglesias y edificaciones contribuyeron al ordenamiento y economía local y el ideal femenino que difundieron formó parte del sistema devocional popular; el perfeccionamiento de los modales y actitudes que adoptaron dentro de sus muros, producto de una fusión con las costumbres familiares y sociales, fueron considerados como una expresión de civilidad, además, el ingreso de las hijas en los monasterios constituyó un factor importante en la conformación de la élite y sus estrategias matrimoniales. Pretendemos abordar estos aspectos tan diversos, que no son sino prolongaciones radiales de un mismo centro, los monasterios femeninos en el siglo XVIII (c.1680-c.1800), fenómeno caracterizado por el impulso de la piedad barroca y por la introducción de nuevos patrones religiosos promovidos por el Estado colonial. Un hito importante en esta historia fue el contraste de las antiguas costumbres monacales con el modelo de una nueva religiosidad introducida con los cambios a la vida conventual ya que, según consideraban los reformadores del siglo XVIII, las prácticas se iban alejando de la perfección monástica. Estos cambios, propiamente ubicados entre 1765 y 1773, fueron mucho más allá de modificar la rutina cotidiana conventual; entre rezos y labores, e intentaron redefinir el lugar social de los conventos. El estudiar estas vicisitudes resulta de utilidad para plantear el problema histórico del sustento social de los monasterios femeninos y su contribución al desarrollo de la civilidad7.

Los conventos de mujeres desempeñaron un papel importante dentro de la estructura urbana porque articularon parte de la compleja interacción de las relaciones entre la vida pública y la vida privada de la ciudad. Proporcionaron un modelo de cultura que se difundía por medio de la devoción familiar y la educación de las niñas españolas e indias, lo que permitió que el proceso de evangelización justificara, a partir de 1540, el establecimiento de las primeras órdenes femeninas en México8.

Los monasterios de mujeres constituyeron una parte importante del paisaje urbano de la angelópolis, a través de la realización cíclica de sus fiestas, de la delimitación de los espacios sagrados de las procesiones, y mediante el control de gran parte de las propiedades urbanas y de mercedes de agua. Estos hechos influyeron, a largo plazo, en la estructura espacial de la ciudad y en las condiciones de vida de los diferentes conjuntos sociales.

En la ciudad de Puebla, segunda en la Nueva España, se expresó de manera particular la fuerte presencia de la Iglesia, y en especial la de los conventos de mujeres. Símbolos de su importancia fueron las grandes edificaciones conventuales y la rica ornamentación de sus iglesias, las propiedades que acumularon, que llegaron a representar una cuarta parte de todos los inmuebles de la ciudad9, y su estrecha vinculación con familias de la élite poblana. Así, desde diversos aspectos, estas instituciones influyeron en la conformación de la cultura y de la vida material urbanas.

Los modelos culturales generados por los conventos se difundieron entre otros grupos de la colectividad quienes los integraron en una visión homogénea y jerárquica del mundo. En este acontecer histórico, a un determinado grupo social le correspondió la función de crear modelos y a los otros, la de difundirlos, adecuarlos y perfeccionarlos10. En este proceso, las instituciones, las familias y los demás grupos sociales interactuaron para conformar la civilidad característica del mundo urbano11.

Durante el periodo de nuestro estudio los conventos no funcionaron siempre de la misma manera ni las monjas se comportaron o fueron vistas por la sociedad de igual forma. ¿Cómo y cuándo cambió la función de los conventos en la vida urbana?, ¿cuáles fueron sus impulsos y las causas de su influencia? La vida religiosa, como un conjunto que expresó un grado determinado de cultura de la sociedad novohispana, abarcó a muchas generaciones, en cuyo curso cambió la estructura social y las actitudes de los hombres ante las formas de religiosidad. Los monasterios también fueron expresión de modificaciones en el comportamiento y formas de vida de la sociedad urbana del siglo XVIII. Estas alteraciones comenzaron casi imperceptiblemente en principio, pero a mediano plazo se reflejaron en cambios de composición de grupos sociales interesados en que sus hijas ingresaran a los monasterios. Estas alteraciones se produjeron sin que hubiera una ruptura inmediata con los grupos que habían dado origen y vida a los conventos a lo largo de casi trescientos años.

Los monasterios de mujeres se pueden caracterizar como un fenómeno netamente urbano. A partir del Concilio de Trento (1545-1563), se planteó la conveniencia, y política, de que los monasterios de monjas estuvieran dentro de las ciudades12. Desde su estructura material hasta sus funciones espirituales, los conventos de religiosas respondieron a las características y necesidades urbanas. Con su mismo emplazamiento contribuyeron a formar parte de los puntos de orientación y a definir la estructura citadina. A partir de sus iglesias como puntos referenciales, de sus porterías y plazuelas como centros de convivencia, se determinaron algunos de los factores que generaron ciertos modelos de sociabilidad. Además, al otorgar la nominación de las calles que los delimitaban, los monasterios contribuyeron de manera notable al crecimiento y especificidad de la toponimia urbana.

Cada fundación conventual trajo consigo reacomodamientos poblacionales hacia los nuevos barrios que en su entorno se formaban, los que usufructuaron parte de los beneficios que la corona otorgó a los monasterios. De manera particular, los conventos desempeñaron un papel de primer orden al convertirse, con el paso del tiempo, en uno de los abastecedores más importantes del agua dulce intraurbana que circulaba a través de sus alcantarillas y fuentes públicas.

Desde los primeros intentos de fundación de los conventos, diferentes sectores sociales intervinieron en las gestiones para lograr su reconocimiento formal. Esto implicaba de antemano la unificación de la devoción hacia determinadas advocaciones y una cultura religiosa compartida. Una vez fundados, mediante sus fiestas de consagración, de las procesiones de poblamiento o de sus celebraciones anuales y litúrgicas, los monasterios fueron elementos integradores y reproductores de un comportamiento urbano, lo que muestra parte de la compleja interacción entre la vida monacal y la cultura citadina.

Fue en el interior de los monasterios donde se reprodujeron los patrones «ideales» del mundo novohispano. Con la educación de niñas y monjas dentro de los conventos, la sociedad poblana tuvo la posibilidad de retroalimentarse con modelos de conducta individuales y colectivos previamente normados. Si las formas de comportamiento de los siglos XVII y XVIII son consecuencia del desarrollo de la civilización, éstas fueron en parte producto de la influencia cultural de los monasterios en la conformación de la vida cotidiana, pública y privada13.

El elemento articulador entre la vida urbana y la civilidad irradiada por los monasterios, fueron las familias. Las estructuras familiares y de parentesco tienen un valor fuertemente explicativo de los fenómenos clave de la vida conventual (su fundación, su crecimiento y la posterior merma de su influencia social) y están vinculadas a sus aspectos más sobresalientes como su riqueza material y cultural. La importancia de las actitudes familiares para explicar el impulso de los conventos, el honor14 y el prestigio15 que los monasterios proporcionaban a cambio, eran una garantía de la preservación de un ideal femenino16 y de religiosidad, además de ser un complemento de las estrategias patrimoniales17, aspectos revelados a partir de la perspectiva del enfoque familiar.

Al definir un ideal de comportamiento religioso familiar estos grupos hicieron algo más que fortalecer el prestigio y honor de su propio linaje. No cabe duda que el ingreso de una hija al convento fue una práctica con la que se identificaron sectores enriquecidos de diferente origen, como obrajeros, comerciantes, hacendados y funcionarios. Los conventos se constituyeron en un elemento de identidad18 de dichos grupos, ya que a través de la religiosidad femenina se creó una visión homogénea de la élite, que se difundió e impuso como un ideal de comportamiento y prestigio a la sociedad en su conjunto.

Si el sustento social de los conventos lo representaban las familias de las religiosas, el económico se relacionaba con sus rentas, en especial con la propiedad urbana. Este hecho nos llevó a reconsiderar el proceso mediante el cual los monasterios femeninos llegaron a poseer tal cantidad de casas que originó un modelo de concentración urbana característico de la época colonial. Por otra parte, la economía conventual plantea el problema de la distribución del ingreso de las rentas monacales que permitieron la acumulación de la riqueza de los conventos.

Los monasterios, a través de sus diferentes manifestaciones de espiritualidad pública y privada, desempeñaron un papel protagónico en la definición de la cultura criolla novohispana al formar parte del sistema devocional urbano en diferentes momentos y distintas maneras. Estas manifestaciones reflejaban los principios de ascetismo que regían la vida conventual. Esto resulta de particular importancia si consideramos que fue a través del sistema devocional y sus diferentes prácticas como se rigió durante siglos parte de la conducta moral y colectiva de la sociedad.

En un primer momento los nombres de las advocaciones conventuales formaron parte del sistema patronal urbano del siglo XVII. En este mismo periodo y de manera casi simultánea con las apariciones marianas ocurridas extramuros de la ciudad, su culto en los conventos alcanzó una de las principales expresiones al formar parte del imaginario colectivo, como una manifestación particular de la espiritualidad monacal que caracterizó a las iluminadas en sus momentos de misticismo. Su existencia garantizó un estrecho contacto entre el convento, la población y la intercesión divina.

Las diferentes manifestaciones que acompañaron al esquema del iluminismo criollo sirvieron finalmente para reafirmar los métodos de devoción aprobados por la Iglesia, ya que representaban modelos más fácilmente imitables que los prototipos de santos y mártires europeos. La devoción mariana individual tomó un cariz colectivo y posteriormente público gracias a la intervención de la virgen de Guadalupe como intermediaria entre Dios y las comunidades monásticas por medio de milagros concedidos a la colectividad. Así se transformó de manera casi imperceptible la función que los conventos desempeñaron en el sistema devocional urbano.

Varias instituciones facilitaron que este texto saliera a la luz: El Colegio de México, y sus profesores dieron cobertura para que una vieja problemática pudiera replantearse con nuevas fuentes y objetivos. El Conacyt y la Universidad Autónoma de Puebla, en repetidas ocasiones, apoyaron y facilitaron la investigación. Agradezco al Centro de Estudios Históricos de El Colegio de México y de manera especial a Pilar Gonzalbo Aizpuru, directora de la tesis de doctorado -base de este libro-, quien siempre inspiró la posibilidad de realizar este trabajo y cuya generosidad académica y sensibilidad humanas me enriquecieron y reorientaron constantemente. Anne Staples, Solange Alberro y Manuel Ramos contribuyeron con su dedicada lectura. Daniel Ulloa H.O.P., Francisco Morales H.O.F., y Alfonso Martínez Rosales alentaron la idea de darle continuidad al tema.

Ocupan un lugar especial las religiosas de los conventos de clausura que me proporcionaron además del acceso a sus archivos, su casa, su confianza y amistad. A las reverendas madres Concepción y María de los Ángeles Durán, ambas Carmelitas Descalzas, y Esperanza Vera Soto (†) y María Jurado Espinoza (†), promotora de la causa de la venerable Madre María de Jesús y archivera en el monasterio de La Purísima Concepción, respectivamente. A las hermanas Teresita Franco Escalona y Victorina Palomares, monjas jerónimas que me brindaron apoyo para realizar una estancia de investigación en el Archivo del Vaticano en Roma y España; a la hermana Socorro en Capuchinas, a todas ellas y a cada uno de los miembros de sus comunidades les doy las gracias al igual que a las dominicas de Santa Catalina y Santa Rosa. De manera particular agradezco a la hermana Eulalia Durán, quien invirtió muchas de las horas de su descanso para dedicarlo a la lectura y corrección de gran parte del material que conforma este libro.

Al personal del Archivo General de Notarías del Estado de Puebla y específicamente a su directora Ana Rosa Freda Olguín, por las facilidades y disposición para hacerme asequible la consulta del acervo que custodian.

Francisco Javier Cervantes Bello me acompañó de una manera por demás cercana en la lectura y discusión. De igual forma las sugerencias, entusiasmo y generosidad de Asunción Lavrín me impulsaron y fueron de incalculable valor. También gracias a Juan Carlos Grosso (†), siempre tan próximo a la historia social, quien alentó el enfoque del texto, a Hira de Gortari, quien con su conocimiento y sensibilidad sobre el mundo urbano contribuyó a revalorar este material.

La presencia de Alba Cervantes L., así como el apoyo y la comprensión de Pablo Valadez L. fueron y seguirán siendo importantes en el gratificante quehacer de hacer historia. A pesar de toda la generosidad de las personas aquí citadas y del apoyo institucional que recibí, este texto tendrá seguramente algunas omisiones o aventurará propuestas que deben considerarse de mi entera responsabilidad.

Puebla de los Ángeles, septiembre de 1997






Primera parte

Los conventos de mujeres y la vida urbana en el siglo XVIII



Introducción

Once conventos de mujeres se fundaron en el área urbana con jurisdicción española, formando parte de un todo con la ciudad19 a través de los caminos de perfecta traza rectilínea que conformaban las calles. No faltaron oportunidades para que en su entorno se desarrollase la religiosidad y la convivencia pública de la gente que asistía a las misas conventuales, participaba en las fiestas fundacionales, de poblamientos, consagraciones y patronatos, o que cotidianamente visitaba a las religiosas o asistía para mercar diversos artículos en sus porterías. Los monasterios desempeñaron un importante papel en la conformación de la ciudad al otorgarle un significado simbólico al emplazamiento donde se erigían modificando la topografía y definiendo parte del paisaje urbano al ordenar y orientar espacialmente las calles, plazuelas y caminos procesionales20.

Uno de los factores que permitió que se desarrollase esta compleja interacción tuvo que ver con su función como abastecedores de agua en el centro de la ciudad21, con lo que contribuyeron a definir parte de la vida pública y privada de los poblanos que incorporaron los espacios conventuales a su vida cotidiana.

El siglo XVIII marca el periodo de enriquecimiento material de la Iglesia en la Nueva España, hecho que repercutió directamente en la estructura de la propiedad urbana y definió la política inmobiliaria regional hasta mediados del siglo XIX22.




Una ciudad donde se fundan conventos: su topografía y paisaje urbano

La ciudad de los Ángeles, ubicada en la región de los valles de Puebla y de Tepeaca23, se abastecía del agua de los ríos Atoyac, Alseseca y San Francisco. Los dos primeros la rodeaban por el poniente y el suroeste, mientras que el de San Francisco la atravesaba de norte a sur, permitiendo en sus márgenes el desarrollo de manufacturas como tenerías, curtidurías y molinos. La morfología urbana se podía diferenciar atendiendo a varios indicadores entre los cuales el agua, su uso y su distribución, la estructura de la propiedad o los jerarquizados asentamientos poblacionales desempeñaron un papel fundamental.

Atendiendo a la población y a su distribución, los barrios centrales que correspondían al asentamiento español original, concentraron 50% de la población durante gran parte de la época colonial y estaban bajo la jurisdicción de la parroquia de San José y el sagrario cuyo núcleo principal era la plaza pública. Éste fue el espacio con mayor densidad poblacional, debido quizás, entre otras razones, al acceso garantizado al agua dulce que corría a lo largo de la calle Real, y que atravesaba a la urbe de norte a sur. Ahí se localizaban las casas más valiosas por ser el espacio preferencial del asentamiento español original. En contraste, el resto de los barrios periféricos (Analco, el Alto, San Sebastián y San Miguelito), que originalmente albergaron a los grupos indígenas, carecieron de agua hasta bien entrado el siglo XVIII.

Hacia fines de ese siglo, el paisaje urbano presentaba un gran número de edificios eclesiásticos cuyos atrios y plazuelas servían de marco a las periódicas procesiones, fiestas religiosas y tianguis semanales que ahí se realizaban como las de Santo Domingo, San Luis, la llamada plazuela del «Montón», en San Francisco, o la del convento de Santa Inés24. Había también otra razón por la que el número de iglesias fue importante en la vida urbana. Todas ellas tenían merced de agua dulce y una fuente pública anexa, factor importante cuando sólo 433 (14.6%) casas de la ciudad gozaban de este beneficio. El resto de la población se abastecía particularmente, o comprándola a los aguadores, extrayéndola de las fuentes públicas o de las pertenecientes a los monasterios u hospitales.

En la zona central del entramado urbano, dentro del perfecto trazado de damero se encontraban las casas más valiosas, regularmente de dos plantas y entrepisos, que dieron la imagen de una ciudad homogénea en la que sobresalían las cúpulas y campanarios que tenían, naturalmente como centro, a la catedral. Este paisaje urbano se desdibujaba en los barrios. En Santiago, San Sebastián, San Miguelito, San Pablo y Santa Ana, ubicados al poniente, las construcciones eran de menor valor, había huertas y casas en ruinas, además de que el agua era escasa, sulfurosa y salitrosa. Los otros barrios fuera de la traza (Analco, el Alto, San Juan del Río, Xonaca y Xanenetla), ubicados al otro lado del río San Francisco, en la parte oriente de la urbe, se caracterizaron por contar con agua dulce, pero sus calles eran irregulares, al igual que la topografía del terreno. Eran lugares de residencia casi exclusivamente popular, de acuerdo con la tradición del asentamiento indígena.

Otro elemento ligado a la morfología de la ciudad fue la estructura de la propiedad urbana. Como hecho más sobresaliente puede mencionarse que la marcada concentración de la propiedad (plano 1) coincidió con la desigual distribución del agua. En el transcurrir del siglo XVIII, lentamente los conventos de religiosas fueron absorbiendo las propiedades urbanas más valiosas del centro urbano25. Ello tuvo gran significación en lo que respecta a la continuidad y cambio del hábitat urbano.

Plano 1. Concentración de la propiedad en Puebla, 1832

Diseño: Rosalva Loreto. Fuente: AAP. Padrón de casas de la ciudad de Puebla, 1832

 

La composición interna de la ciudad. Parroquias y parroquianos

El plano reticular original de Puebla fue concebido bajo el criterio de racionalizar la apropiación del territorio y la mano de obra local. Mediante la subdivisión de la ciudad se definió su composición interna donde las agrupaciones étnicas y ocupacionales se encontraron entrelazadas por los criterios de jerarquización espacial de la unidad urbana y los poblados circundantes. La disposición geométrica fue expresión de la voluntad imperial de dominación y la necesidad burocrática de imponer el orden y la simetría. En el seguimiento de este modelo urbano se implantaron criterios sociales, políticos y económicos, en donde se expresaba el pensamiento absolutista peninsular. Así la «república» de indios, diferenciada espacial y jurídicamente de las de españoles, adquirió su significación26.(Plano 2.)


Plano 2. División parroquial de la ciudad de Puebla en el siglo XVIII

 

El principio de diferenciación racial presupuso la delimitación de barrios, arrabales y zonas marginales en los cuales se establecieron comunidades indígenas que conservaron temporalmente su cultura. Físicamente la división de zonas de asentamiento diferenciado obedeció, entre otras razones, a la iniciativa de evitar la corresidencia con indígenas dentro de la traza urbana española. Al mismo tiempo, las disposiciones y ordenanzas reales limitaron que mestizos, negros y mulatos se establecieran en sus circunscripciones27.

Durante el siglo XVI tales disposiciones se respetaron en lo referente al asentamiento poblacional de los naturales, pero con el paso del tiempo y el crecimiento poblacional, dichas ordenanzas fueron desacatadas rompiéndose el cerco étnico entre los dos territorios. Hacia fines del siglo XVI, grupos mestizos se asentaron dentro de los barrios indígenas de San Sebastián el Alto y Analco28.

El centro urbano y el conjunto de los barrios durante los siglos XVII y XVIII, se administraron eclesiásticamente a partir de la división de la ciudad en cinco parroquias, incluyendo en la parte central al sagrario metropolitano que extendía su jurisdicción sobre el sector más densamente poblado y cuya población era mayoritariamente española y criolla (véase el plano 2)29. Como desprendimiento de esta parroquia, hacia 1681 se erigió la de la Santa Cruz30, colindando con la jurisdicción parroquial de la zona oriente y suroeste que correspondió a la del santo Ángel Custodio (Analco)31. San Marcos surgió originalmente como ayuda de la del sagrario metropolitano y fue establecida como parroquia independiente en 1767. A partir de entonces extendió su jurisdicción sobre los barrios al norte de la ciudad, Santa Ana y San Pablo de los naturales. Al poniente se delimitaba la traza central por la parroquia de San Sebastián32.

A lo largo de los siglos XVII y XVIII, las subdivisiones eclesiásticas y civiles coloniales estuvieron orientadas a mantener la segregación indígena sin establecer elementos que permitieran su supervivencia. Las características que definían la etnicidad de cada barrio se fueron perdiendo debido, entre otras razones, a la dinámica de crecimiento urbano, del mestizaje y de la continua migración de grupos provenientes del campo o de otros núcleos urbanos. Políticamente se desvaneció el modelo de poder indígena en aras de crear formas de integración con la comunidad hispana obrajes, panaderías y tocinerías «que ardían noche y día» para dar abasto a la creciente población, la que hacia 1678 se calculó en casi 100 000 habitantes33, cantidad superada únicamente por la ciudad de México.

Sin embargo, a comienzos del siglo XVIII gran parte de su actividad comercial decayó al entrar en competencia con otros centros económicos novohispanos, hecho evidente en 1722 con la apertura de la feria de Jalapa, que concentró y distribuyó gran parte de los productos importados de España. A este periodo de crisis económica se aunaron epidemias e inundaciones. Estos y otros factores se reflejaron en la disminución de la natalidad, aumento de la mortalidad, decremento de la inmigración rural y éxodo hacia otras zonas. La información, donde se manifiesta la situación de los habitantes de la ciudad en este crítico periodo, proviene de la crónica de Juan de Villa Sánchez y corresponde al año de 1746, fecha en que la ciudad solamente contaba con 50 366 habitantes. Este documento muestra las causas posibles del descenso demográfico, que se debía

[...] a dos cosas; la primera dos pestes que se han padecido, la una que se llamaron sarampión de 1692, la otra el año de 1737 conocida como matlazuatl, de los cuales, el uno y el otro año murieron muchos millares de personas; la otra causa, la gran decadencia del comercio (...) y pobreza en que está reducida la más parte del vecindario que ha obligado a salir de aquí para otras partes, especialmente para México a muchas familias.34




Cuadro 1

Evolución de la población de la ciudad de Puebla (1678-1869)

Año

Población

1678

69 800

1746

50 366

1777

56 674

1791

56 859

1803

67 800

1825

44 756

FUENTE: Cuenya, 1987b, p. 43.

El cuadro anterior da una idea aproximada del efecto de tales condiciones en el comportamiento demográfico urbano:

La regresión demográfica tuvo una de sus causas en la acción conjugada de la escasez y carestía del maíz, y en los diversos brotes epidémicos35 que castigaron a la población: crisis que se prolongó hasta mediados del siglo siguiente. Numerosos testimonios de la época hablan de la despoblación de los barrios periféricos como San Miguel, San Matías, Santiago y otros. Este hecho obligó a las autoridades a replantear la distribución parroquial36. Lo corrobora en un testimonio Martín de Vallarta, mayordomo del convento de La Concepción, quien se queja de que «este año no fue posible arrendarlas (las casas) por estar el lugar muy atrasado en su comercio y muy deteriorado, faltando muchas familias para que las arrienden todas»37.

La regresión demográfica no afectó igualmente a todos los sectores sociales. Hay indicios de que hacia mediados de la centuria hubo una cierta continuidad en el crecimiento del trazado urbanístico en ciertas zonas de asentamiento español y mestizo, y en la construcción de edificios.

En este periodo se concluyeron importantes obras eclesiásticas y se fundaron los cuatro últimos monasterios de clausura femenina. Su ubicación definía el límite espacial de la original traza española e influyó en el acontecer de la vida religiosa y urbana de diversos grupos sociales, dado que sirvieron de endeble frontera entre la forma del vivir españolizada y el resto de la sociedad, estableciéndose un estrecho contacto religioso y cultural entre los conventos y sus barrios.

Al igual que en el resto de la Nueva España, con el establecimiento de las reformas borbónicas, el espacio regional y urbano de Puebla sufrió cambios administrativos. Con el objeto de crear una mejor concentración y dominio de los sectores agro-urbanos, en el último cuarto del siglo XVIII se estableció el sistema de intendencias. Al interior de la ciudad, el cambio más importante, en 1781, partió de una nueva división planimétrica basada en cuatro grandes cuarteles, lo que permitió una lectura urbana en oposición a la tradicional jurisdicción parroquial. Los cuatro cuarteles mayores se determinaron por dos grandes ejes que cortaban a la urbe de norte a sur y de oriente a poniente. En 1796 el intendente Flon hizo una nueva división en 16 cuarteles menores y cada uno contaba con su propio alcalde de barrio38. Estos cambios administrativos fueron acompañados de proyectos encaminados a mejorar las condiciones sanitarias y urbanas. Sin embargo, podemos decir que fue tardíamente cuando la mayoría de estos intentos se materializaron, lo que ocurrió hacia la segunda mitad del siglo XIX.

 

Los conventos de mujeres en la estructura espacial de la ciudad

 

Su significación como ordenadores urbanos

Durante los siglos XVI y XVII se fundaron y construyeron el mayor número de iglesias y edificios eclesiásticos entre parroquias, conventos de frailes, de monjas, hospitales, colegios, iglesias y capillas. Aproximadamente setenta y dos construcciones de este tipo se distribuían dentro de la traza urbana sirviendo hasta el siglo XIX como símbolos de ordenamiento urbano al asignar, por ejemplo, el nombre y la orientación de las calles.

El auge de los establecimientos eclesiásticos se debió posiblemente a la importancia que tuvieron para los conquistadores los fines poblacionales y evangelizadores. Estos objetivos definieron que la composición interna de la ciudad consistiera en agrupaciones étnicas y ocupacionales entrelazadas por los criterios de jerarquización espacial de la unidad urbana y de los poblados circundantes. Las autoridades reales y eclesiásticas participaron estrechamente en la empresa fundacional durante las primeras etapas de conformación de la ciudad. La colonización se convirtió en una tarea de urbanización como estrategia de poblamiento encaminada a la apropiación de recursos y la implantación de una jurisdicción39.

Las fundaciones monásticas femeninas respondieron, al igual que la existencia de otras corporaciones, a los objetivos generales antes descritos, pero sobre todo a las necesidades devocionales y religiosas que homogenizaron culturalmente a los sectores dominantes.

Entre 1568 y 1604 se fundaron los siete primeros monasterios femeninos en Puebla: Santa Catalina, La Concepción, San Jerónimo, Santa Teresa, Santa Inés, La Santísima Trinidad y Santa Clara. En otra etapa, 1680 y 1748, surgieron los de Santa Mónica, Capuchinas, Santa Rosa y La Soledad. Los primeros monasterios de mujeres estuvieron ubicados como máximo a cuatro calles de la Catedral. Santa Catalina de Sena, santa Inés del Monte Policiano y Santa Rosa, los tres de dominicas, se localizaban en el eje de abasto del agua dulce (plano 3).

Plano 3. Ubicación de los conventos de mujeres de la ciudad de Puebla en el siglo XVIII

La Purísima Concepción, La Santísima Trinidad, Santa Clara Capuchinas y San Jerónimo estaban emplazados de manera que radialmente confluían hacia el centro tomando como referencia a la catedral angelopolitana. Estos monasterios, excepto San Jerónimo, observaban la regla franciscana.

Santa Teresa y La Soledad, ambos conventos de Carmelitas Descalzas, ocupaban el eje de la actual calle 2 sur-norte. En continuidad con esta orientación, el límite edilicio y urbano era el monasterio de Nuestra Señora de los Remedios del Carmen, su filial masculina.

Situados en la zona norte de la ciudad, Santa Mónica de agustinas y Santa Rosa de dominicas, ambas recoletas, eran los más alejados de la plaza principal, quizás debido a lo tardío de su fundación. Estas dos edificaciones se caracterizaron por haber desempeñado funciones distintas antes de reconocerse formalmente como monasterios. En Santa Mónica a principios del siglo XVII se fundó un hospicio para mujeres casadas40; muerto su fundador en 1609, se convirtió en recogimiento para mujeres perdidas con el nombre de María Magdalena. El obispo Santa Cruz, hacia el último cuarto del siglo XVII lo trasladó a un edificio cercano mudándole de título por el de Santa María Egipciaca y reutilizó el edificio en el que fundó un colegio para doncellas y viudas nobles bajo la advocación de Santa Mónica41, posteriormente fue convertido en beaterio y hacia 1688 en monasterio.

Santa Rosa comenzó en 1683 como beaterio ocupando un sitio que sirvió originalmente para hospital de mujeres convalecientes. Posteriormente se transformó en convento y hacia 1740 ya las monjas habitaban su claustro definitivo. La ciudad no tenía en la zona norte ningún convento femenino hasta la fundación de estos últimos. Con su establecimiento, como continuidad de los ejes 2 y 3 sur-norte, se integraba totalmente esta zona a la traza urbana, cuyos lindes eran las calles de la Pila de Carrasco, del Venado y Ventanas al norte. Con estas erecciones se cerraba el cuadro de ocupación conventual dentro de la traza urbana delimitando su asentamiento dentro de las sesenta manzanas centrales de la angelópolis.

Los conventos de mujeres se establecieron en torno a los tres principales ejes de la ciudad, zonas de agua dulce y, por lo general, con acceso garantizado a ella. En el norte a partir de los receptores de las «cajas», en el centro por medio de conductos subterráneos y alcantarillas y en el sur gracias al acueducto construido por los carmelitas.

La construcción de los templos y de los espacios conventuales involucraban a amplios sectores de la sociedad poblana; a los patronos en la búsqueda de una mayor manifestación de espiritualidad individual y familiar, a los padres de las monjas para proporcionar mejores condiciones de vida para sus hijas, a los feligreses por alcanzar los beneficios de un espacio privilegiado por el Todopoderoso. Sin embargo, la edificación y terminación final pasó por varias etapas y estuvo sujeta a las fluctuaciones de la economía regional y de los estilos arquitectónicos.




Los conventos y sus formas. «La casa era tan corta y aun no había piesa desente...»42

Cada templo conventual se construyó en un lugar especial, como punto de intersección entre lo terrenal y lo celestial; su disposición, estructura y construcción tenían en sí mismos un contenido simbólico43, que de alguna manera representaba la idea de plasmar la obra material de Cristo a través de sus iglesias. Para su edificación se buscó que el sitio estuviera «natural o artificialmente más elevado que el resto del terraplén» distante «de todo lodo, cieno, porquería y de toda clase de inmundicia...»44

Aunque el sitio fue previamente escogido, los templos empezaron como humildes construcciones que posteriormente adquirieron su carácter definitivo. El programa tipo de las fundaciones monásticas parece haberse iniciado con la adecuación de templos provisionales. Por ejemplo, en el beaterio de Santa Rosa, hacia 1686:

[...] la casa era tan corta y aún no había piesa desente para celebrar el admirable sacrificio [de la misa], fue necesario que se le agregasen [al beaterio] dos cuartos de la casa inmediata el uno para el coro y el otro para la capilla o oratorio tan pequeño que en el se dispuso un altar con un retablo pequeño cuyo lienzo principal era el de la Gloriossisima Virgen santa Ynes con las religiosas debajo de su manto [...] pusose en el un cajón de ornamentos, un misal, un confesionario y comulgatorio [...] el otro cuarto se destino para el coro y se le hecho su reja de fierro afuera y otra de madera para adentro con su velo y dos bancos por asiento de las religiosas de una tercia de ancho y quedo con ello tan embarazado que les era preciso a las religiosas entreverar las cabezas al Gloria Patri del Oficio, las de un choro con las del otro para no toparse entre si [...]45




Varias congregaciones femeninas comenzaron su vida de comunidad en casas adaptadas para tal fin mientras conseguían la aprobación formal de erigirse en monasterios. En tanto, se debía levantar una edificación conventual con carácter permanente y de manera paralela construir una iglesia adecuada, para que al momento de la aprobación real y canónica estuviese todo el conjunto terminado.

De varias maneras se conseguía el sitio para iniciar la construcción de los conventos. La primera era por compra de casas ya edificadas que paulatinamente se acondicionaban para las oficinas del convento. Como ejemplos de ello tenemos los casos de La Purísima Concepción o de Capuchinas, en este último, la fundadora, doña Ana Francisca de Zúñiga y Córdoba compró la finca ya construida al canónigo Alonso Fernández de Santiago. Así, desde un principio, este monasterio funcionó en un espacio integrado a la traza urbana. Estas construcciones fueron lentamente modificadas de acuerdo con los requerimientos conventuales. Una variante se presentó en el caso de las Carmelitas Descalzas de Santa Teresa, a quienes originalmente se les asignó un solar junto a la parroquia de San Marcos al poniente de la ciudad, zona despoblada a principios del siglo XVII; posteriormente adquirieron y se mudaron a un solar ubicado hacia el norte sirviéndoles de entorno la parroquia de San José, San Cristóbal y Santa Clara, el «centro y corazón de esta Ciudad y de todos sus moradores»46.

Otra variante consistió en que el fundador o los patronos del convento compraran el terreno y con un diseño ex profeso iniciaran la construcción como en Santa Rosa, donde don Miguel Raboso de la Plaza:

atento a la particular devoción y affecto que había tenido a la Virgen de santa Rosa había comenzado a su costa la iglesia y fábrica del convento de las religiosas beatas, para lo cual había comprado el sitio en remate público al Juzgado Eclesiástico de testamentos [...]47Escalona Matamoros, c. 1740, f. 25.

Las edificaciones conventuales se hacían por etapas y a menudo se veían interrumpidas y tardaban años en terminarse. En consecuencia, las estructuras primitivas del templo eran las últimas en recibir atención. Por ello, las fachadas mostraban formas mucho menos ambiciosas que las del resto del edificio pues, al parecer, pocas veces fueron remplazadas o aderezadas con composiciones más elaboradas. En Santa Catalina, su pórtico, que fue diseñado hacia fines del siglo XVI, mantuvo una sencillez que contrastaba con su campanario azulejado observable en el siglo XVIII.

El proceso de construcción de los monasterios no finalizaba con su ocupación. A esta primera etapa proseguía la de terminar y decorar de manera definitiva la iglesia y el convento, lo que dependió de diferentes causas, como la disposición de donaciones o los recursos humanos y materiales. Por estas razones fueron tan marcadas las diferencias entre los años de fundación de los conventos y la fecha de dedicación de sus iglesias. El siguiente cuadro nos ilustra al respecto.

Cuadro 2

Fundaciones y dedicaciones conventuales en la ciudad de Puebla (1568-1748)

Nombre del convento

Año fundación

Año dedicación de la iglesia

Santa Catalina

1568

1652

La Concepción

1593

1617

San Jerónimo

1597

1635

Santa Teresa

1604

c. 1622

Santa Clara

1607

1699

Santísima Trinidad

1619

c. 1673

Santa Inés

1626

1752

Santa Mónica

1682

1751

Capuchinas

1703

1711

Santa Rosa

1683

1740

La Soledad

1748

174948

FUENTES: AGNEPAAPCrónicas Conventuales y Toussaint, 1954.

En la mayoría de los casos, el año de fundación corresponde a la fecha en que se autorizó el poblamiento oficial del edificio conventual. El año de dedicación indica la fecha en que la iglesia del monasterio fue consagrada a la protección de una devoción particular. Este desfase constructivo puede ser un indicador de la variedad de estilos y elementos decorativos en los conjuntos conventuales.

La edificación de los templos no fue en todos los casos una empresa fácil y continua; de hecho, estuvo condicionada a las fluctuaciones económicas de los monasterios y a la misma economía urbana. Esto se reflejó en Santa Rosa donde, por causa de la peste de 1737, las casas de cuyas rentas se sostenía el monasterio y se construía su iglesia «se quedaban vacías y sin cerraduras y sumamente maltratadas y apestadas por no haber oficiales en sus oficios para su mantenimiento y las religiosas tan necesitadas que una semana les pasó el mayordomo veinte reales y muchas más las pasaron sin residuo alguno, pues todos estaban para pedir limosna y ninguno la daba»49.

Otras veces las construcciones conventuales se suspendieron por causas legales, generalmente por los pleitos de los patronatos. Ello originó que los monasterios tardaran, en ocasiones muchos años, en aprobarse real y canónicamente, y que se suspendiera total o parcialmente su edificación, como en el caso de las dominicas de Santa Rosa que a la muerte del patrón se quedó «la iglesia con un sólo lienzo levantado por que servía de muralla y arrimo al convento, estando la edificación hasta la meza sobre la que había de formarse la cornisa pasando treinta y tres años sin ponerle más manos a su prosecución»50.




Del techo: «primorosa su labor que recamada de oro y azul quiere imitar al cielo...»51

Una vez aprobada legalmente la fundación monástica, establecido el patronato y levantado el edificio de la iglesia, las modificaciones y readecuaciones de las oficinas conventuales eran continuas. En la decoración de las iglesias también se perciben diversas etapas constructivas, en un principio algunas de las techumbres fueron de artesonado, o bien podían ser planas de vigas o de armadura central52. Por el exterior estaban forradas con tejas o con plomo, en los casos de mayores posibilidades materiales. Una crónica concepcionista nos sugiere esta idea:

[...] quien contare todos los años que hay desde 1593 hasta el de 1617, que son 22 y viere que en este se dedicó la iglesia del convento que se estreno en aquel, le pareciere que la obra andubo con passos tan pesados como de plomo; y no discurriría mal, si supiera que con planchas muy gruesas, de este metal, esta por arriba en lo exterior resguardada toda la superficie de la iglesia y coro alto; y no con tejas de barro como es lo común en las fábricas de artesones [...]53




La resistencia exterior contrastaba con la belleza y ambientación que estos artesonados podían proporcionar en el interior del templo, como en La Purísima Concepción, cuya nave y coros medían ochenta varas de longitud y el techo:

es de lo mas primoroso que inventó el arte, que enlasando para dar su conssitencia las maderas, quiso emular con ellas las bóvedas más fuertes y lucidas, pues son las vigas tan anchas e incorruptibles que apuestan duración con la peñas de que se forman los mas firmes convexos cerramientos y no solo es admirable la constancia, sino primorosa su labor que recamada de oro y azul quiere imitar al cielo [...]54




Hacia finales del siglo XVII y principios del XVIII, estas techumbres fueron sustituidas por bóvedas y cúpulas como en Santa Catalina en 1705, La Concepción en 1732, San Jerónimo en 1710 y Santa Clara en 171455. Para ello, desde el exterior se reforzaron las estructuras de las naves con contrafuertes para protegerlas de los terremotos.

De acuerdo con las disposiciones de Borromeo56, el tipo de construcción conventual femenina fue de una sola nave paralela a la calle como se aprecia en la mayoría de los conventos57, en los casos de Santa Teresa y Capuchinas la disposición tradicional se presenta precedida por un pequeño atrio.

Las iglesias conventuales eran los espacios sacralizados más importantes para la comunidad pues en ellos se congregaba a cantar sus alabanzas a Dios. Vistas desde el exterior, las cúpulas y las torres, el muro del ábside, y el conjunto de los contrafuertes y las fachadas daban una idea de monumentalidad y armonía en el paisaje urbano.

Las dimensiones recomendadas para estas iglesias eran de 50 metros de largo por 10 de ancho. Sin embargo, estas proporciones variaron y en general se proyectaron con mayores dimensiones posiblemente debido a la disponibilidad de recursos materiales y económicos proporcionados por los patronatos. En Santa Teresa, por ejemplo, una vez que compraron los solares circundantes, «llamaron y consultaron Maestros de arquitectura, para que, reconocido todo el sitio, formasen planta para la edificación de la iglesia y del convento»58.


Plano 4. El templo de La Soledad

Fuente: Toussaint, M., 1954.

 

En otros casos la obra dependía de la abundancia, experiencia o pericia de la mano de obra constructora, que ignoraba en muchos casos, las indicaciones de los tratadistas. Esto definió el academicismo de algunos templos o el carácter popular de otros, a lo que se añaden las influencias arquitectónicas y culturales de las construcciones conventuales según la etapa fundacional a que correspondan. Un caso claro de ello lo tenemos en la edificación del templo de Santa Rosa hacia 1740, en donde:

los sobrestantes voluntarios de esta obra de pie éramos tres eclesiásticos que muchas veces de Propis Manibus solíamos ayudar a los operarios, el principal [constructor] fue un caballero llamado Juan de la Torre que olvidándose de su hacienda se dio con tal eficacia y buena voluntad a este empleo [...] y no queriéndose sujetar a las medidas que quedaron antiguas, procuro iluminarla (la iglesia) con un ventanaje rasgado y garbozo que le hecho y por eso es tan famosa y alegre [...], obra propiamente de milagro por que el maestro que la hizo era un medio cuchara a quien era necesario advertirle y enseñarle como había de sacar pie de un arco, como se había de poner una repisa y formar una pechina y salir tan perfecta y asertada, claro se ve que anduvo por aquí la mano Poderosa y Divina59.




Los constructores de las iglesias de monasterios femeninos reprodujeron el esquema arquitectónico de techumbres con bóvedas de cañón corrido, solución que había sido empleada previamente en algunos templos franciscanos de la región, cuyo diseño permitía unidad y continuidad espacial de manera austera y segura, obteniendo un volumen con carácter de túnel de gran longitud en los interiores. Los techos exteriores de estas iglesias presentaban la combinación de espacios abovedados y cúpulas, algunas de ellas primorosamente decoradas como en Santa Catalina.

Desde la calle, el efecto visual de los exteriores de los templos de monjas presentaba un asombroso, si bien no del todo convincente aspecto militar, gracias al empleo de los contrafuertes60 y estribos. Una descripción de Santa Teresa ilustra el empleo de estos elementos:

La fábrica de la iglesia por lo de afuera en los estrivos que la fortalecen y portadas que la hermosean, es todo de orden toscano, de que se valen los artífices para edificar muros, castillos y fortalezas61.




Parece ser que los estribos continuaron empleándose en templos de posteriores etapas constructivas, y que se colocaban en puntos donde las fallas estructurales se consideraban inminentes. Un caso concreto de este problema se presentó en la construcción de la iglesia de las dominicas de Santa Rosa, donde

hubo suspensión de la obra porque según nosotros la ibamos ordenando se le cargaran las bóvedas se esperimento una lamentable ruina por que una pared de la iglesia, como tengo dicho llevaba treinta años de seca y ya había hecho asiento, siendo mui conveniente el que la nueva, echados los arcos, se dejara descansar el espacio de un año y con todo y eso luego que se le cargaron las bóvedas asentó con la nueva pesadumbre todo lo recién fabricado y rajo el convento de popa a proa que fue preciso encadenarlo [con estribos]62.




Con la utilización del conjunto contrafuerte-estribos-fachadas se obtuvo una homogeneidad visual que dio unidad a todas las iglesias conventuales a pesar de que sus fachadas, disposición y número variaran según la etapa en que fueron construidas. Las diseñadas y construidas entre 1556 y 1680, siempre fueron pares siguiendo modelos herrerianos propios del siglo XVII, como en los conventos de franciscanas concepcionistas. Las Carmelitas Descalzas de Santa Teresa, siguiendo esos cánones, las mandaron construir de cantera, «en cuyos nichos están colocadas sobre las dos puertas, las Imágenes de la Santísima Virgen del Carmen y el Señor San Joseph que son de piedras blancas de villerías»63. Algunas más elaboradas muestran la utilización de elementos barrocos como en la bellísima fachada de San Jerónimo, ahí sus puertas precedidas por escalones de cantería orientan la perspectiva hacia lo alto donde mascarones y volutas enmarcan las caídas de agua desde la parte superior de los contrafuertes.

En Capuchinas y La Soledad fundados entre 1680 y 1748, se limitó por primera vez el acceso al templo mediante una sola puerta. En Santa Rosa, a la que todavía se le diseñaron dos, fue el único caso en que se hicieron dispares, como lo muestra la siguiente descripción:

tiene esta iglesia dos puertas con sus portadas de cantería labrada que salen a diversas calles, costeadas, la una por el señor Arcediano y la otra por el Capitán don Joseph Díaz de la Cruz64.




Esta modificación -en apariencia sólo exterior- en el número y disposición de las entradas, alteró varios espacios internos de la iglesia conventual modificando su funcionamiento y con ello el modelo de comunicación entre la comunidad, la iglesia y la sociedad.

Originalmente, en las iglesias conventuales construidas en los siglos XVI y XVII, la nave se limitaba por un lado por el presbiterio y por el lado opuesto por el conjunto de los coros alto y bajo. Desde este último las monjas observaban directamente el altar mayor y participaban en la misa diaria. En los templos diseñados en el siglo XVIII en el lugar que originalmente debía ser ocupado por la sacristía se ubicó el coro, a un costado del altar mayor; por lo tanto, las monjas ya no verían más hacia el frente, el oficio divino se rezaría en el coro alto que enmarcaba la parte superior de la única entrada al templo convirtiéndose en sotocoro, a manera de una gran cornisa.

La sacristía, se convirtió en una prolongación de la iglesia, atrás del altar central. Veamos un ejemplo concreto en Santa Rosa:

La iglesia quedó hermosisima mui clara y alegre de cuarenta varas de largo y diez y media de ancho con su crucero hecho con tal arte que desde el coro, asi alto como bajo y tribuna se descubren los altares, su Presbiterio le circunvala una bolada cornisa [...] que tendrá más de dos varas, tiene quinse ventanas rasgadas, sus cuatro confesionarios con la craticula forrada [...] La sacristía se compone de tres bóvedas tan capases que pudiera servir de otra iglesia [...]65




El esplendor de los conventos era una expresión de la prosperidad de sus rentas. Esto se reflejaba tanto en el interior como en la construcción y adorno del templo, en el cambio de techumbres o en la decoración de sus cúpulas y campanarios. Estos últimos, ubicados a los pies de la iglesia, eran otra manifestación externa de la religiosidad vivida en el interior de los monasterios mediante los sonidos cotidianos66, podían ser de un solo cuerpo forrado de azulejos como en Santa Catalina, de dos cuerpos con columnas salomónicas como en La Concepción y La Soledad, o con estípites como en San Jerónimo. En ellos se resguardaban las campanas, que habían sido consagradas mediante un ritual que confirmaba su simbolismo67.

En los conventos terminados en el siglo XVIII, las edificaciones tuvieron caracteres más austeros debido, entre otras razones, a las recomendaciones que sobre la pobreza señalaban sus constituciones. De esta manera, Santa Mónica, Santa Rosa y La Soledad mostraron mayor austeridad en su construcción exterior y, en algunos casos, tuvieron un carácter más popular que sus antecesores.

Las diferencias arquitectónicas que hemos tratado de remarcar pueden ser indicadores de cambios en la concepción que sobre la religiosidad monacal empezaban a esbozarse a lo largo del siglo XVIII. El hecho de limitar el ingreso al templo por un solo acceso definió también el número y el tipo de circulación de los fieles en el interior de la iglesia. Aunado a ello, el desplazamiento del coro bajo obligó a mirar en primera instancia hacia el presbiterio y suprimió la posibilidad de contacto visual con las religiosas en los coros. Las profesiones ya no serían tan públicas y sus padres o familiares no participarían de la misma manera en el último adiós de su enterramiento.

A la edificación del templo continuarían añadiéndose el conjunto de las oficinas conventuales. Por el exterior, los muros claustrales, porterías, sacristías, pilas de agua y huertas se convertirían en referentes urbanos de gran importancia.




Los caminos procesionales de los conventos. «La calle de la portería y rejas del convento de san Jerónimo»68

Entre 1601 y 1702 existían 28 calles diferentes que conformaban la zona central de la ciudad como un todo orgánico. Su clasificación obedeció a diferentes categorías, siendo la más importante, durante el siglo XVI, la orientación. Ésta implicaba la nominación de grandes vías de comunicación; por ejemplo «la calle del monasterio de santa Catalina que comienza desde las huertas que fueron de Gregorio Díaz y pasan por el dicho monasterio hasta el barrio de Nuestra Señora de los Remedios»69. El nombre también podía atender al toponímico de antiguos e importantes propietarios. El caso más sobresaliente es el de Juan Formicedo, que delimitó la línea que partía de la «calle que comienza desde las huertas de Juan de Formicedo hasta el barrio de san Pablo»70.

Fue hacia principios del siglo XVII cuando los nombres de las calles comenzaron a cambiar en función de los edificios que en ellas se ubicaban. Las nominaciones se limitaron a una sola cuadra o dos y no a líneas de orientación continuas, debido quizás al crecimiento edilicio de la ciudad, pues en cada cuadra se construyó o terminó algún edificio como ordenador exacto, de tal forma que para el siglo XVIII todas las cuadras tenían su propio nombre.

A fines del siglo XVII y principios del XVIII se empezó a precisar la nomenclatura en la que quedaron incluidos los nombres de los edificios o secciones de las construcciones eclesiásticas más importantes. Por ejemplo, la calle de la portería del convento de Santa Catalina se menciona como «la reja y la portería» desde 168971, o «calle de la portería y rejas del convento de san Jerónimo» en 175972.

Los conventos, junto con otras instituciones, asignaron cuatro nombres diferentes a las calles que los rodeaban. Además de las ya citadas rejas y porterías se añadían el nombre de la iglesia del monasterio, por ejemplo, calle de Santa Teresa o de la «Sacristía de La Concepción» e incluso en algunos casos «calle de las huertas de Santa Ynés». Así, a mediados del siglo XVIII, los nombres de 44 de las calles de la ciudad respondieron a elementos arquitectónicos de los monasterios femeninos, integrando a su alrededor zonas de importante población urbana como en Santa Mónica y Santa Rosa ubicados dentro del barrio de San José o Santa Catalina; Santa Clara, y la Santísima Trinidad, en torno a Santo Domingo.

La incorporación de los edificios conventuales a la toponimia urbana se realizó en dos fases. La primera fue a partir de su nominación consuetudinaria, sin que necesariamente estuviese reconocido formal y oficialmente, ya fuese como beaterio o como futuro convento, por ejemplo, «casa de Juan Rodríguez que está en la calle del beaterio (de santa Rosa)»73. Posteriormente, ya con el reconocimiento legal, vendría el acto de poblamiento del monasterio y la sacralización del edificio conventual. Entonces las calles se definieron por ser un entorno del convento.

Los conventos eran reconocidos formalmente a partir de la bula de erección aprobada por las autoridades reales y eclesiásticas, documento que era el resultado de peticiones que grupos interesados, particulares y religiosos hacían ante las autoridades. Para la fundación de Santa Catalina en 1568, los principales promotores fueron los frailes dominicos. En otras casos eran las familias importantes las involucradas en la construcción, como fue el caso de los Raboso de la Plaza promotores de Santa Rosa. Otra forma de establecer un convento fue mediante la reunión de intereses coincidentes de diversos grupos sociales. Así, para la fundación de La Concepción estuvieron comprometidos los cabildantes del ayuntamiento74 y miembros del clero secular, mientras que en el caso de la Santísima Trinidad, tres familias vinculadas entre sí hicieron ingresar como fundadoras a dieciséis de sus descendientes.

En el caso de que existiera en la ciudad un monasterio de la misma orden del que se pretendía fundar, el mecanismo de poblamiento consistía en el traslado de las religiosas del convento promotor hacia el nuevo claustro, todo esto avalado legalmente por las autoridades, el caso del poblamiento de La Soledad es ilustrativo.

En una primera instancia se despedían de la comunidad de origen a las elegidas como pobladoras. El anochecer del día 25 de febrero de 1748 fue una de las fechas más importantes en la vida de la religiosa carmelita María Teresa de San Joseph, quien había sido elegida, junto con Michaela de San Elías, María Jacinta de la Assumpción y María Josepha Bárbara de Santa Teresa, como fundadora del que sería el último monasterio de clausura de la época colonial en la ciudad de los Ángeles; el de Nuestra Señora de La Soledad. En el coro bajo, el obispo les había hecho «un breve, santo y discreto razonamiento exhortando a las que se quedaban a mitigar el dolor de la separación»75.

Por la mañana del siguiente día salieron del convento de Carmelitas Descalzas de Santa Teresa la antigua las monjas elegidas, ellas:

entraron en una carroza, por que su Ilustrísima lo mandó por la gran distancia que ay del convento [de santa Teresa] a la santa Iglesia [Catedral], de donde se había de formar la procesión, adelante de la carroza iva un piquete de soldados de a caballo para desocupar el paso de los forlones, a dichas M.R.M. les servían de cocheros dos caballeros principales y eran escoltadas por todos los caballeros principales de la ciudad y republicanos, junto con una compañía de infantería [...] continuando la comitiva por la calle de mercaderes cuyos balcones y ventanas estaban vistosamente empavesados asta llegar a la santa Iglesia donde salieron a recibirlas el Venerable Cabildo [...] y todo el clero y sagradas religiones de esta ciudad76.




Del convento de Carmelitas Descalzas de Santa Teresa, las fundadoras se dirigieron a catedral donde salieron a recibirlas el venerable cabildo [...] todo el clero y sagradas religiones de esta ciudad, después de oír misa y las exortaciones correspondientes salieron de la basílica de donde:

la procesión empezó a salir por la puerta que llaman del Perdón, el clero en el centro llevaba las imágenes de santa Theresa de Jesús, san Pedro, san Joseph y las santísismas imágenes del Carmen y La Soledad ricamente adornadas. El Venerable Cabildo y la Nobilísima ciudad bajo las Mazas en cuyo cuerpo iban mezclados nobleza i caballeros i principales y siguiendo procesionalemente llegaron a la iglesia del convento de religiosas de la Purísima Concepción y de allí prosiguieron a la Yglesia de la las Rdas. Madres Capuchinas de donde sin demoara alguna a la Yglesia de su nuevo convento de Nra. Sa. de la Soledad [...]77




Esa noche el cabildo de la ciudad había aprobado que para tal celebración se adornaran las calles con luminarias partiendo desde las casas del ayuntamiento donde las hogueras alumbraban la plaza pública y el costado de la catedral, enmarcando a «esta lucida comitiva que pasó por la calle de los mercaderes, cuyos valcones, y ventanas estaban vistosamente empavesados»78.

El imaginario barroco cohesionó la manera incuestionable el poder religioso y el político. Al traslado de las monjas de un convento a otro, seguía la institucionalización y reconocimiento del nuevo monasterio. Con el establecimiento del camino procesional, en el que por primera vez quedaba incluido el nuevo edificio, monacal, se consagraba el nuevo espacio conventual al vincularlo con la catedral y con los otros edificios monásticos (plano 5). Estos actos festivos y religiosos estuvieron sujetos en principio a la topografía y a las condiciones demográficas de la ciudad. A mediados del siglo XVI sólo se conocía un camino procesional como lo muestra esta descripción:


Plano 5. Los conventos de mujeres y los caminos procesionales, siglos XVI-XVIII

Este día [junio 7 de 1555] los regidores dijeron por cuanto conviene que la procesión del santísimo Sacramento del día de Corpus Christi va por algunas calles, que así por ser larga la procesión como por estar con agua las tales calles [la «acequia» del agua pasaba hasta 1557 por la calle principal] e no tan pobladas como es necesario [...]79

A esta ruta poco a poco se añadirían nuevos puntos de referencia derivados del establecimiento de los conventos. La fundación de Santa Catalina en 1568 modificó el circuito anterior, al prolongarse e incluir por primera vez al único monasterio de mujeres de la ciudad, ubicado a una cuadra de Santo Domingo. El 7 de junio de 1613 el alguacil mayor hizo un llamado para que:

a los vecinos que viven y tienen sus casas en la calle que va de la pila de las monjas de santa Catarina de Sena a la Iglesia de la santa Veracruz, calle principal por donde pasa la procesión del santísimo Sacramento el día de Corpus en cada un año, en razón de que habiéndose pregonado que todos los vecinos de la dicha calle limpiasen sus pertenencias para que uviese buen paso para el día de Corpus80 .




Con el paso del tiempo las procesiones de poblamiento incluyeron al resto de los edificios monásticos, añadiéndose las calles de los conventos de San Jerónimo a partir de 1597, la Santísima Trinidad en 1619 y posteriormente en 1626 la de Santa Inés. La procesión doblaría justo en este convento para incorporarse a la catedral pasando por el convento de La Concepción, fundado en 1593.

Los caminos procesionales de sacralización espacial ratificaban la incorporación del nuevo convento, junto con los ya existentes, a la traza urbana. Esto exigía que la fundación legal estuviese formalizada, con las suficientes rentas para mantenerse, con la iglesia en posibilidades de recibir a las autoridades y de ser consagrada definitivamente. En 1617 se llevó a cabo la fiesta de consagración de la iglesia del convento de la Purísima Concepción de María, hecho que coincidió dos años después con las festividades que marcarían la relevancia del convento de manera definitiva, ya que la advocación conventual era elevada a patronato de la ciudad. Con ello el convento cobraba una importancia jamás imaginada al ser incluida su festividad en una de las procesiones más importantes en la historia de la ciudad81.

Se acordó de conformidad que para el día de la procesión de la fiesta de la Limpia Concepción los indios se encarguen de limpiar las calles desde la casa real hasta la esquina de la calle de Mercaderes [actual 2 norte] a don Juan de Carmona y Tamaríz, la calle de Mercaderes a don Felipe Ramírez de Arellano y la vuelta hasta la esquina a Don Nicolás de Villanueva [actual avenida Reforma], De don Francisco Sánchez Vergara de la casa del Señor Villanueva y desde la esquina de las monjas [calle 16 de Septiembre] hasta la calle de Cholula [avenida Reforma] al señor Berruecos, desde la calle de Cholula hasta la de Herreros [avenida 3 poniente] al regidor don Pedro de Urive [...] Los señores deben acudir al señor alcalde para que les haga dar indios para tener limpias las calles y empedradas82.




Esto significó en adelante que la zona sur de la ciudad fuera considerada parte de la traza central. Para esta fecha, en ese entorno sólo estaba totalmente edificado el hospital de San Juan de Letrán y apenas se estaba iniciando la construcción de otros conventos. Posiblemente a raíz de la consagración de la iglesia de La Concepción, esta área de la ciudad resultó ser ideal para el levantamiento de nuevos monasterios, pues además del de San Jerónimo citado anteriormente, se construyeron en su entorno el de Capuchinas y el de La Soledad.

Con la ritualización de cada ceremonia conventual y de manera festiva, se creaba un sistema generador de prácticas y esquemas de percepción trasmisibles de una generación a otra. Sin embargo, las festividades de poblamiento, consagración o patronatos no reflejan de manera directa el lento proceso que significaba fundar un monasterio pues no siempre se contó con el beneplácito inmediato de las autoridades reales y eclesiásticas. En algunos casos, sobre todo los conventos de la última oleada fundacional tuvieron que pasar por largos y penosos trámites antes de ser aprobados y formalmente establecidos.

Ya establecidos y reconocidos los monasterios, otros elementos urbanos les otorgarían importancia, de manera particular el hecho de que tuvieran garantizado el acceso al agua, lo que contribuyó a que en su entorno se desarrollaran importantes zonas de sociabilidad urbana.






Los conventos de mujeres en el camino del agua

Además de ser un elemento esencial para la vida, el agua fue uno de los factores que definieron la morfología urbana. Los conventos estuvieron, al igual que otras instituciones, íntimamente relacionados con su uso y distribución. Entre el abasto del líquido al público y los conventos existió una estrecha relación; los monasterios recibían agua del ayuntamiento mediante mercedes, el excedente del vital líquido salía de los claustros a sus fuentes públicas anexas de las que los parroquianos de los barrios circunvecinos podían surtirse gratuitamente. Esta relación entre el agua y su distribución definió formas de convivencia y civilidad urbana que conviene explicar.

Puebla, ubicada estratégicamente, era irrigada por el cauce de tres ríos, sin embargo, el agua no corría en igualdad de condiciones en las diferentes zonas que constituían la mancha urbana. Ello estuvo determinado de manera definitiva por las diferentes calidades del fluido; circulaban cauces de agua dulce en el norte y en el centro, y sulfurosa en la parte sur poniente. Otro factor diferenciador tuvo que ver con su conducción y distribución.

Dentro de la ciudad el agua nacía en los manantiales y otros mantos acuíferos menores y por medio de tecnología hidráulica se trasladaba al núcleo urbano al que aprovisionaba por medio de acequias (véase plano 6) alcantarillas83 y las cajas de agua84, recipientes que concentraron el vital líquido en determinados puntos y a partir de los cuales se repartía directamente o mediante arcos externos o atarjeas subterráneas que abastecían a las fuentes públicas y privadas. Las alcantarillas se ubicaron aprovechando los ejes de agua y el declive de la ciudad, fueron diseñadas y construidas exclusivamente dentro de la traza urbana española. (Véase el plano 7.)


Plano 6. Los conventos de Santa Clara y Santa Teresa en un sistema de acequias. Detalle de plano del siglo XVIII

 

Plano 7. Alcantarillas de la ciudad de Puebla, siglos XVIII-XIX

Fuente: Archivo del Ayuntamiento de Puebla

Los primeros vecinos de la ciudad que tuvieron acceso al abasto del vital líquido fueron los que gozaron de una merced de agua, privilegio que también fue compartido por el conjunto de las instituciones eclesiásticas. De manera particular, los conventos de mujeres desempeñaron un papel preponderante en la distribución del agua al existir una coincidencia espacial entre su ubicación y las alcantarillas, lo que los convirtió en puntos importantes de articulación de la red acuífera. Por otro lado, se contaron entre los principales usufructuarios de las mercedes de agua localizadas en el conjunto de los inmuebles urbanos de su propiedad.

 

En la plazuela del convento de Santa Inés «se encuentra una fuente de abasto al común»85

Coincidiendo con los ejes de distribución de agua dulce que recorrían la ciudad de norte a sur se localizaba el conjunto de los monasterios femeninos conformando una zona bien delimitada en el corazón mismo de la traza. Hacia el oriente estaban Santa Teresa, Santa Clara, San Jerónimo y La Soledad. De manera paralela, en la calle central que divide a la ciudad de oriente a poniente se localizaban Santa Mónica, La Santísima, La Concepción y Capuchinas. Para concluir, un tercer bloque al poniente agruparía a los tres conventos de dominicas: Santa Rosa, Santa Catalina y Santa Inés.

La idea de que la ubicación de los conventos de mujeres coincidiera con los ejes de abasto de la ciudad no dice mucho por sí misma. Es hasta que se analiza la distribución del agua por medio de acequias, alcantarillas y fuentes dependientes de los monasterios, cuando se aprecia su influencia en la estructura y el paisaje urbano colonial.

Tres de las alcantarillas más importantes estaban ubicadas sobre algún muro conventual; en el norte la de la casa de las «recogidas» se conectaba directamente a Santa Mónica, las agustinas también recibían agua de la llamada del «arco chico». En la misma zona la caja colorada surtía a Santa Rosa y de ahí se distribuía a dos casas habitación, un obraje y un temazcal. Del «arco de la esquina» llegaba a Santa Teresa, al cuartel, a cuatro casas y a una panadería que surtía al barrio.

En el centro una de las alcantarillas más importantes - «la caja chica»- aprovisionaba a la pila del convento de Santo Domingo, al colegio de San Luis y a los mercedarios, después de llegar a Santa Clara abastecía, además, trece casas y una panadería.

La del «venado» surtía en primer lugar a Santa Catalina, de ahí bajaba hacia el estanco de tabaco y proveía al hospital de San Pedro; por su paso tomaban diez casas, una fuente pública, un temazcal y un horno de vidrio. Este mismo monasterio en su muro postrero albergaba a la «de Carrasco» y su fuente pública. Este conjunto de alcantarillas, cajas, arcos y fuentes abastecían 20% de las tomas de agua de la ciudad.

Finalmente, la alcantarilla de La Santísima, unida al convento del mismo nombre, surtía por su paso a las comunidades de La Concepción, San Jerónimo, Capuchinas, La Soledad y Santa Inés. Esta toma de agua fue la más importante de Puebla en el siglo XVIII, ya que además, estaba comunicada con la de la plaza principal y en conjunto beneficiaban 31 % de los sitios que gozaban del remanente del agua dulce en el centro y sur, pues «antes de subir el agua a dicha alcantarilla toma de ella por sangría el convento de religiosas de la Pura y Limpia Concepción, en donde se localiza otra alcantarilla y de ahí también el oratorio de San Felipe Neri y toma también por lo perenne el convento de Santa Inés, en cuya plazuela se encuentra una fuente de abasto al común»86. (Véase plano 8.) La alcantarilla de La Santísima estaba embebida en la esquina del convento, agrupando en su entorno a otras tres «pequeñas sin puertas, y que por esto tienen un mal aspecto y causan fealdad asiendose reparable a cuantos transitan de fuera por estar en una calle que da entrada y salida a la ciudad»87. Además de abastecer a los conventos femeninos ya citados llegaba a La Concordia, al cuartel de milicias, el hospital de San Roque, la aduana, la sacristía de catedral, la casa del obispado, los colegios de San Juan, San Pablo y San José de Gracia.


Plano 8. Fuente interna y externa de Santa Inés. Ampliación de detalle de un plano del siglo XVIII

 

Otras alcantarillas secundarias se ubicaban en los conventos de La Concepción y San Jerónimo. La primera de ellas sólo recibía agua dos veces por semana y ésta se conducía a los colegios de Niñas Vírgenes y de San José de Gracia, al temazcal de Morados y a las casas de don Manuel Bergaño88.

Por medio de las alcantarillas, los conventos recibían el agua para su suministro interno. Sin embargo, la cesión de la merced real para las monjas no les presuponía el usufructo del vital líquido de manera permanente. En una solicitud de 1712, doña Ana Francisca de Zúñiga y Córdoba, viuda del general don Diego Ortiz de Lagarchi, caballero de la orden de Santiago, patrona y fundadora del convento de Capuchinas señaló que:

[...] por haber sucedido en las casas que fueron del canónigo Alonso Fernández de Santiago que son las mismas en las que se edificó el dicho convento y su Iglesia, se le hizo una merced de agua del repartimiento de la plazuela del Carmen y que con las diferentes mercedes que se hicieron antes del dicho convento a veces llega muy poca agua al convento y es necesario comprarla esperimentando el inconveniente que entren aguadores dentro de dicho monasterio [...]89.




La asociación entre los conventos y el suministro de agua benefició casi de manera directa a los sectores circunvecinos, algunas veces a costa del propio abasto interno. A manera de ejemplo, en el caso de las agustinas de Santa Mónica:

En una vista de ojos hecha en el convento de santa Mónica, reconociendo dos pilas que están en el patio primero y segundo claustro, solo tienen el gose de agua por oras, tres horas desde las seis de la mañana y desde dicha ora hasta las tres de la tarde (mientras) el agua va al hospital y convento del patriarca san Juan de Dios y justamente a un temazcal de la casa que posee en propiedad D. Joseph Manuel Campos y de ai a un obraje viejo i a las casas del Lic. Baquer presbitero y de las tres de la tarde a las cuatro cae al recogimiento de santa María Magdalena y desde dicha ora hasta las seis de la mañana pasa a la alameda y el derrama a las tocinerías de la calle real primeramente y a la que esta en la esquina de dicha alameda, a la que fue vidriería y al obraje que fue de Solano. Es manifiesto que así por las pocas oras que tienen el gose del agua dicho convento como los interesados, que toman de dicha agua le infieren e erogan grave perjuicio y causan la escases que dicho convento esta experimentando90.




El hecho de que las alcantarillas se ubicaran en las inmediaciones de los conventos presupuso el abasto del vecindario que se iba conformando a partir de su fundación, esto a su vez imprimió un sello propio al paisaje urbano poblano. Esta relación estuvo definida por la manera en que las instituciones monásticas distribuyeron el agua.

Salvo aparentes excepciones, una propiedad privada del agua sólo existía en relación con fuentes y pozos en terrenos particulares, hasta el momento en que tales aguas salieran del terreno de su propietario91. El líquido llegaba mercedado a los monasterios procedente de las alcantarillas. Al usufructuarlo la comunidad, éste pasaba a ser privado; una vez aprovechado en su interior, su sobrante era conducido hacia el exterior por medio de pilas o fuentes convirtiéndose en agua de uso común o público. Este fenómeno no ocurría cuando el agua entraba a las casas particulares pues los usos productivos limitaron la salida de los remanentes al exterior.

Los permisos de agua para uso doméstico, otorgados a particulares, nunca pudieron crear derechos definitivamente establecidos. La verdadera propietaria del agua que corría por las cañerías seguía siendo la corona y todo permiso dado por el cabildo siempre fue precario y revocable y el interés particular siempre tenía que ceder ante el beneficio colectivo. Legalmente al ayuntamiento correspondió velar por el abasto público y privado del agua, pero en la práctica los monasterios desempeñaron parte de esa función.




«En lo que toca al agua, la ciudad tiene hecha merced a cada convento que en su vecindad se fundase»92

Un análisis de los diferentes usos del agua durante el siglo XVIII y la primera mitad del siglo XIX indica que fue el uso productivo, en cualquiera de sus formas, el que definió su valor93. Panaderías, casas de ganado de cerda, temazcales, curtidurías, boticas, y otras actividades comerciales la consideraban indispensable.

Cabría preguntarse si el uso del agua para las casas habitación era de importancia secundaria. Posiblemente algo tuvo que ver la influencia de la teoría miasmática, para la cual el agua era un elemento asociado a las emanaciones del centro de la tierra, determinando que su utilización se limitara a la higiene personal y doméstica. La idea de llevar el agua a cada casa habitación no fue durante los siglos XVII y XVIII una preocupación primordial en la sociedad.

Otra explicación puede encontrarse en el tipo de relaciones sociales delimitadas por el derecho público y el derecho privado colonial que de alguna forma definían el valor del agua, resultado de los diversos aprovechamientos de que era susceptible. Grupos de laicos y sobre todo eclesiásticos retenían en su conjunto un altísimo porcentaje del excedente económico gracias a la forma en que estaba estructurada la propiedad de los medios de producción, es decir como apropiadores de los recursos naturales. Así, el agua, al igual que la tierra, estaba sujeta al dominio del Estado y éste delegó su distribución en determinados grupos sociales94.

Se producía así una mezcla, en muy diversos grados, de relaciones públicas con privadas, dando lugar a la fusión de la propiedad con la soberanía. Los conventos de mujeres, como parte de las instituciones eclesiásticas, asumieron parte de las funciones públicas del gobierno colonial al transformar el agua, propiedad real, en agua de uso privado y público. Durante toda la época colonial y hasta mediados del siglo XIX éste fue el modelo que imperó en la distribución y apropiación del agua en la ciudad de Puebla.


Figura 1. Fuente del convento de Santa Rosa

Las autoridades, mediante el otorgamiento de mercedes a lo largo de los siglos, delegaron fundamentalmente en las instituciones eclesiásticas la distribución del agua pública. Esto lo muestra una ratificación hecha por el cabildo «... que en lo que toca al agua, la ciudad tiene hecha merced de medio real de ella a cada convento que en su vecindad se fundase»95. Este hecho implicó casi de manera directa que el agua que a los conventos les sobraba fuera distribuida de manera gratuita a través de sus alcantarillas, derrames y fuentes para el público que no podía pagar una merced privada.

En la reglamentación de sus aprovechamientos las aguas fueron siempre, con mayor o menor rigidez, consideradas como bienes patrimoniales. Como pertenencia del poder del Estado fueron objeto de cesión, donación o alienación de dominio, a título derecho, aunque no privado, en beneficio de particulares, monasterios u otras instituciones quienes asumieron, por acciones de traslación parcial de la soberanía, derechos hereditarios sobre ellas. Cabe aclarar que siempre con reserva de uso96.

Debido al alto costo de compra de las mercedes, pocos particulares tuvieron acceso a ellas. En 1604 el precio de una merced o paja de agua97 era de 300 pesos de oro común98. Es importante hacer notar que a fines del siglo XVIII y principios del XIX se intensificó la adquisición de mercedes, no por compra, sino a cambio de financiar la construcción o el mejoramiento de pilas o fuentes para el abastecimiento público. Las autoridades virreinales también aprobaron la construcción de estas edificaciones, que, si bien beneficiaban directamente a un usufructuario, no eximían al «obrero mayor» de su obligación de dar mantenimiento a las fuentes públicas a su cargo.

El ayuntamiento se encargó de mercedar el agua procedente de las alcantarillas a muy pocos particulares y a las instituciones eclesiásticas. El siguiente cuadro muestra el resultado de esta desigual distribución. Aquí se presentan las mercedes y derrames en la ciudad otorgados oficialmente por el cabildo y que fueron ratificadas a mediados del siglo XIX. Esta situación era muy semejante a la ya existente en el siglo XVIII.

Cuadro 3

Distribución de las mercedes y derrames de agua dulce en la ciudad de Puebla (siglo XIX)

Beneficiarios de mercedes o derrames

Número de mercedes

Porcentaje

Particulares

190

43.9

Conventos de mujeres

113

26.1

Conventos de hombres

62

14.4

Clero secular

36

8.3

Colegios

13

3.0

Hospitales

10

2.3

Gobierno

9

2.0

Total

433

100.00

FUENTE: AAP, 1803, libro de expedientes sobre agua.

Si se suman las mercedes pertenecientes al conjunto de las instituciones eclesiásticas, tenemos que éstas concentraron casi 55% de los otorgamientos o derrames de agua dulce, hecho que se deriva, entre otras razones, de su estatuto de gran propietaria inmobiliaria99. Al menos desde fines del siglo XVIII, el abastecimiento de agua de gran parte de la población dependía de los acuerdos a que llegasen los inquilinos con las monjas arrendadoras. (Véase el plano 9.)

Fue en el siglo XVIII cuando los conventos se convirtieron en grandes propietarios urbanos100. Como parte de la política inmobiliaria de la iglesia en este periodo, se dispuso que los mayordomos de los conventos de mujeres entablaran acuerdos que convinieran a las fincas de los monasterios. Ello implicaba considerar el precio y usufructo del agua dentro de las fincas. Por ejemplo, en 1779, don Felipe Paz y Puente y don Francisco Notario, mayordomos de los conventos de San Jerónimo y La Santísima Trinidad respectivamente, llegaron a un acuerdo:

dado que san Jerónimo tiene unas casas en la calle de Herreros contiguas a otras propiedades de la Santísima y poseen las dichas casas propiedad y dominio de agua perenne y siendo bastante para el abastecimiento de los inquilinos de dicha casa, se derrama mucha y se va sin aprovecharse a la atarjea y sucediendo lo propio en otra casa del convento de san Jerónimo en la esquina de la calle de la Aduana vieja en cuya frontera tiene otras el convento de la santísima Trinidad hemos convenido en aprovechar ambos derrames permitiendo que el derrame de la casa de la calle de Herreros sea conducido a las casas de la santísima y el derrame de las casas de la Aduana vieja sea conducido a las casas de san Jerónimo101.


Plano 9. Mercedes de agua en la ciudad de Puebla, siglos XVIII-XIX

Los números indican las mercedes por manzana

 

El agua contribuía a definir la distribución y jerarquización de los espacios urbanos, públicos y privados. La importancia de la combinación de actividades productivas al interior de las casas habitación queda de manifiesto con la descripción que hacen los mayordomos de dos monasterios al decir:

la renta obtenida [en las casas habitación] sería más elevada que en casas en las que no se contaba con el abasto del líquido y más aún cuando en estas casas donde se introducen las aguas son de trato de comercio en donde se verifica mucho consumo de agua ahorrándose de que entren y salgan los que la acarrean con notable perjuicio de los comerciantes que las habitan102 .




Fueron continuos los problemas que enfrentaron los habitantes de la ciudad durante la época colonial respecto al abasto y distribución del agua en sus casas. Los mayordomos conventuales se quejaban del hurto que, del agua de las fuentes hacia el público, haciendo «sangrías, secando materialmente las fuentes»103.

Estas formas fueron justificables o no, depende de que se considere que en 1746 Puebla tenía 50 000 habitantes aproximadamente y eran necesarios un mínimo de 500 000 litros diarios de agua, es decir, 10 litros por persona104 . Por medio de las mercedes se abastecía únicamente 2% de las casas de la ciudad. El resto de la población se proveía de las fuentes públicas.

La distribución del agua dulce definió la zona que básicamente coincidía con el asentamiento poblacional español, en las parroquias del Sagrario y San José gracias a las mercedes de que gozaban las instituciones eclesiásticas y las familias poderosas, frecuentemente ligadas al ayuntamiento.

Esta distribución desigual que definió diferenciaciones sociales a partir de cierta privacidad, hizo aparecer a los monasterios femeninos como intermediarios y articuladores de un espacio mayor a partir de la recreación de formas de sociabilidad urbana en torno al abasto de agua.




Los derrames, las pilas y las fuentes

Dado que las mercedes conventuales eran mucho más grandes que las concedidas a cualquier particular, no toda el agua era aprovechada en su interior, ocasionando derrames hacia las calles circundantes, por lo que los monasterios femeninos optaron por canalizar éstos al abasto público por medio de pilas y fuentes, lo que implicó el desarrollo de formas de convivencia a su alrededor y determinó ciertas características del paisaje urbano como los lodazales.

En torno a las pilas de los monasterios se desarrollaban diversas formas de sociabilidad colectiva, estableciéndose una asociación casi directa entre el abasto del agua al público y la utilización de sus remanentes. Por ejemplo:

Juan de Çameça, poseedor de unas casa ubicadas en el frontero de la cerca del convento de la Concepción, dice que en la calle que va a santa Catalina (3 sur-norte) se reciben grandes perjuicios de un lavadero que nuevamente an introducido las negras mulatas y gente de servicio en el agua que sale del dicho convento de la Concepción, porque además de que echan a perder la calles y están todo el día sojuzgando lo que pasa en mi cassa, esto no es permitido conforme a la buena policía, propongo que se quite el lavadero y obligue al convento a recoger sus remanentes de agua105.




Otras formas de integración fueron las plazas delante o detrás de los monasterios donde se ubicaban fuentes públicas. Se conocieron dos, la de Santa Inés en la que confluían transversalmente el monasterio de La Concepción y la iglesia de La Concordia (donde daba vuelta la procesión de Corpus) y San Luis, la otra plazuela. Aunque no lleva nombre de monasterio femenino estaba ubicada en su parte trasera, en lo que debieron ser alguna vez las huertas de Santa Teresa. Ahí se solicitó una fuente pública «semejante a la de santa Ynes pues la que tiene no es capaz de abastecer cumplidamente al público»106.

De esta manera los conventos no sólo se integraron, sino que definieron el tipo de paisaje que vieron los poblanos y viajeros durante siglos, a partir de los derrames de las alcantarillas y fuentes situadas en sus paredes.

El agua de los manantiales que bajaba a la ciudad tenía escurrimientos que por diversos declives desembocaban en los alrededores de los monasterios. A ello se añadía el agua que se derramaba de sus pilas y fuentes.

Además de los derrames ocasionados por la insuficiencia o destrucción de los galápagos o presas, existía otro tipo de derrames que «ensuciaban y enlodaban a la ciudad». Éstos provenían de las fuentes que eran abastecidas por los manantiales. Las fuentes se componían de cuatro elementos principales que eran el surtidor, el depósito, la toma y el acceso. Una vez llena la fuente, a determinada altura empezaba a salir el agua al exterior del recipiente. Esto era el remanente, que cuando no se utilizaba causaba problemas en su entorno. Este problema fue observado desde 1575 cuando el cabildo informó que «del remanente de las aguas que salen así de la fuente principal que está en la plaza de esta ciudad como la de los monasterios e demás vecinos particulares que tienen fuentes en sus casas, traen gran perjuicio a las calles de esta ciudad por los hoyos y otros inconvenientes que en ella se hacen»107.

Si la mayoría de las pilas se ubicaban en los extramuros de los conventos, existía una asociación casi directa entre el abasto del agua al público y la utilización de sus remanentes. Un ejemplo de ello es el convento de Santa Rosa donde:

La madre María de la Encarnación, presidenta del beaterio de santa Rosa dice que el dicho (beaterio) cuenta con una merced de una paja de agua concedida el 29 de mayo de 1699. Reconociendo el beaterio que las derramas de su merced se pierden porque les sobra y no tiene en que aprovecharla y decidiendo hacer bien común a tenido por conveniente y acto de piedad y servicio de costear una pileta en la calle que sale de su portería para la plazuela de san Antonio108.




Y vaya que se tenía necesidad de redistribuir el derrame del agua entre el público que vivía en las inmediaciones, pues dentro del monasterio

[...] por no tener conducto el convento por donde desaguarla y siendo tan abundante el agua, de treinta y tres años a esta parte ha sido materia imposible secar todas las oficinas de abajo (del convento) que son las que más se habitan, de tal suerte que hasta hoy día por donde andan las religiosas, dejan estampados los pies109 .




Para la ciudad, los derrames trajeron consigo serios problemas. Dos eran las zonas conflictivas respecto a los derrames del agua de las fuentes o de las alcantarillas, Santa Catalina, y La Santísima Trinidad.

Siguiendo el eje de abasto de agua dulce, posiblemente procedente del convento de La Merced o de San Marcos, sobre la actual calle 5 norte, hubo un derrame importante en torno al convento de Santa Catalina de Sena, donde a espaldas de dicho monasterio se encontraba «la pila de Carrasco»110 misma que ocasionaba en 1745 lodazales una cuadra «arriba y otra abajo»111. A las inmundicias hubo que agregar los desagües de los albañales de las casas situados en la dicha calle que originaban que estuviera «sumamente inmunda», proponiéndose la construcción de una «tarjea que incorpore dichos albañales y se hagan empedrados»112.

En la prolongación del eje de la que hoy es la calle 3 norte estaba la alcantarilla «pegada a la Iglesia de La Santísima Trinidad, cuyos derrames tenían constituida la calle en estado de ciénaga por la derrama crecida de agua que no solo dificulta el tránsito libre de la calle por la fuerza del lodo que causa»113.

Por un lado, los monasterios desempeñaron un papel importante en el abasto de agua mediante sus derrames y fuentes, lo que atraía a grupos principalmente populares que recreaban a su alrededor centros de sociabilidad, y por otro, formaban parte de un área de aislamiento urbano como causantes de la pestilencia y humedad permanente en su entorno, al parecer de viajeros y cabildantes.

El suelo de tierra de las calles, al no tener la capacidad de drenar el agua procedente de los derrames de las fuentes y alcantarillas, originaba lodazales. En la segunda mitad del siglo XVIII se propusieron dos soluciones al respecto: construir atarjeas que condujeran el agua de los remanentes hasta el río y empedrar las principales vialidades. Estos proyectos provocaron enfrentamientos entre las autoridades y los mayordomos de los conventos por el pago de impuestos sobre las casas de propiedad de los monasterios.

A partir de este periodo y durante la primera mitad del siglo XIX los conventos tuvieron problemas en la administración de sus fincas. El principal de ellos fue el pago de impuestos en el ramo de policía para empedrar y colocar atarjeas que evitaran los lodazales causados por sus remanentes. El clero argumentaba que las pensiones municipales fuesen pagadas por el inquilino y no por el propietario, ya que redundaban en beneficio del primero. Los cobradores y mayordomos se negaron a servir de intermediarios entre el ayuntamiento y el inquilino, ya que consideraban esta labor «tan difícil como recolectar la renta o quizá mayor por repugnarse tanto por lo general los impuestos»114.






Un modelo de fundación conventual. El caso de Santa Rosa

De entrada, los españoles en América encararon el problema de establecer una relación permanente y satisfactoria con su país de origen, al cual estaban atados por una serie de lazos institucionales, económicos y psicológicos115 . Procurando crear un vínculo de identificación con su país materno, recrearon en la nueva tierra patrones culturales definidos que se prolongaran en los criollos, mestizos y población indígena.

El arraigo a la tierra local fue un componente esencial en la formación de la imagen colectiva. La transformación del paisaje, con la construcción y el diseño de los elementos que conformaron las ciudades -en este caso los monasterios femeninos-, constituyó un punto importante en la definición de la identidad bajo objetivos específicos, uno de los cuales fue el sentido del compromiso «evangelizador y civilizatorio».

La fundación de un convento no debe ser considerada como un solo momento concreto y preciso. Se trata de un proceso de longitud temporal variable descompuesto en diversos pasos que, sin guardar un orden exacto, se podían suceder de cierta manera aisladamente hasta alcanzar su definitiva erección y reconocimiento formal116 .

Tomaremos el caso de Santa Rosa y veremos las diversas etapas que llevaron a la transformación de un patronato urbano en advocación de un monasterio.

El convento de Santa Rosa fue el producto de la maduración de una idea que con el tiempo tomó forma y se cristalizó en un fruto importante no sólo para la ciudad de Puebla sino también para el criollismo iberoamericano del siglo XVIII. En este largo y abrupto camino la meta no estuvo claramente definida desde un principio. La iniciativa que habría de desembocar en la fundación del convento de Santa Rosa nació primero con el simple objetivo de formar una cofradía con la advocación de Santa Inés en 1671. Poco después, surgió la idea de transformar cofradía en un beaterio, lo que implicó otro cambio importante: la advocación de la hermandad que originalmente había sido de Santa Inés se transmutó, hacia 1683, en Santa Rosa117 . Si bien ambas santas estaban hermanadas por pertenecer al panteón dominico, a Santa Rosa se le identificó -según el cronista de la orden- como la Patrona de las Indias Occidentales, esta nueva advocación surgida en el último tercio del siglo XVIII se adoptó rápida y decisivamente en Puebla y con ella se buscó un modelo de perfección más elevado, correspondiente a su estatus.

El convento se fundó formalmente hasta 1740, y las vicisitudes de los actos previos a ella, cuyo origen se remonta hasta 1671, muestran el compromiso de los grupos urbanos en su establecimiento y la influencia cultural del surgimiento de un monasterio de mujeres en la ciudad.

 

«De pobres y vergonzantes»118 a beatas de Santa Inés

En el año de 1671 el dominico fray Bernardo de Andía, con limosnas de varios bienhechores y licencia que obtuvo de sus superiores y prelados, fundó en su mismo convento de Puebla una cofradía dedicada a la gloriosísima virgen Santa Inés del Monte Policiano con la anuencia del convento dominico para mujeres que, con la misma advocación, había sido ya fundado en 1626.

En la escritura fundación, el fraile se reservó ciertos derechos propios del patronato como lo era la administración de los bienes. Así, dispuso de las donaciones que anualmente se hacían en favor de la santa, incorporando a la celebración a las mujeres «pobres y vergonzantes» que recibían mantos y sayas gracias a su generosidad, además de contar con las oraciones de agradecimiento de las religiosas pobres de los conventos de esta ciudad, quienes disfrutaban de doscientos pesos de oro común que destinaba como ayuda a sus necesidades119.

Con la intención de promover una mayor devoción a la santa dominica, Andía decidió transformar la cofradía en beaterio dedicado a la misma advocación y para ello se dio a la tarea de buscar doncellas para que, «motivadas por el amor a Dios y por el culto a santa Ynés», se establecieran en el nuevo instituto. Empezó a funcionar el beaterio con parte del capital de la hermandad, lo que además favoreció porque los dominicos cedieron algunas de sus propiedades para su sostenimiento. La escritura de donación expresaba textualmente que Andía:

[...] por el servicio de Dios Nuestro señor hacia fundación de un beaterio de la tercera orden de santo Domingo, para cuyo efecto a costa del patronato destinola para beaterio bajo al devoción y patrocinio de la virgen de santa Ynes del Monte Policiano donde están en clausura quince mujeres120.




La nueva fundación fue admitida por diversas instancias de la orden en capítulo provincial y capítulo general de los dominicos121 y avalada por las autoridades eclesiásticas locales. Sin embargo, el reconocimiento real y pontificio del beaterio no se realizó sino tras largos trámites.

Contando con medios económicos y los permisos pertinentes para empezar a funcionar, restaba construir en un espacio más idóneo el recogimiento o beaterio. Para lograrlo, se asoció con el capitán don Idelfonso Raboso, personaje que, de acuerdo con la opinión de los dominicos, era nobilísimo, de conocidas prendas, realzada virtud, poderoso y muy caritativo. La religiosidad familiar de los Raboso era notable ya que tenía tres hijas en el convento de Santa Catalina de Sena122 . Por su posición social acomodada y su gran apego a los predicadores, Idelfonso Raboso se integró a la tarea de fundar un patronato para tal fin.

La familia Raboso tomó la nueva fundación con entusiasmo e iniciativa. De acuerdo con la crónica, fueron sus hijas, las religiosas dominicas, las que le pidieron a Raboso, «con encarecidas ansias y desmedidos anhelos» que fundara, en lugar del beaterio con dedicación a Santa Inés, un convento de religiosas dominicas dedicado a Santa Rosa, patrona de las Indias, para que, una vez construido, «pasasen a poblarlo y adquirieran el gloriosísimo renombre de fundadoras en él». La familia comprendió que, si se convertía en benefactora de una fundación con mayores alcances, sus miembros podían llegar a ser patronos de ella, hecho de honor y prestigio en una sociedad profundamente religiosa como la poblana.

El beaterio bajo la advocación de Santa Inés tuvo que cambiar de nombre pese a que el padre Andía tenía una especial devoción por la santa y parecía redundante la existencia de un convento bajo la misma advocación, adquiriendo finalmente el de Santa Rosa pues coincidió que, para esos años, una dominica y criolla se había convertido recientemente en patrona de la ciudad (1672). Su devoción tuvo gran importancia para el criollismo novohispano123, pues se le asoció muy estrechamente con la evangelización americana, influida quizás por su contacto previo con el trabajo de los catequistas, lo cual le llevó a decir que nada era más agradable a Dios que la actividad de los misioneros. Murió en 1617 y Clemente XII la canonizó en 1672.




«Comían de fiado por lo que pedían al Padre Eterno el pan de cada día»124

Una vez que quedó establecido el beaterio bajo la titularidad de santa Rosa, continuó funcionando en su lugar original y se designó un padre vicario, capellán y presbítero responsable que además oficiara las misas para la comunidad. Andía desempeñó tal función hasta 1692 en que fue electo como ministro provincial. Al poco tiempo, con la muerte de sus benefactores, se descuidó el estado de los bienes y rentas del beaterio y, por falta de una buena administración, sus ingresos disminuyeron notoriamente. El lunes de Pascua de 1697, el obispo Manuel Fernández de Santa Cruz visitó el beaterio y se enteró de la crisis económica por la que pasaba; las beatas debían doscientos pesos, además de «comer de fiado, por lo que pedían al Padre Eterno el pan de cada día» ya que, de acuerdo con la crónica, sólo contaban con tortillas para alimentarse125 . A los problemas materiales existentes se les sumó otro: la postura de la albacea principal de Miguel Raboso de la Plaza, respecto al financiamiento del edificio que se estaba construyendo para el recogimiento. Thomasa Gárate, la viuda del fundador, también atravesaba por dificultades económicas y propuso un remedio que dejaría satisfechas, según ella, las necesidades financieras de las beatas y a salvo gran parte de la herencia del benefactor: vender el beaterio inconcluso y abandonar la empresa del patronato.

Ante la presión del intento de venta del edificio, las beatas y los dominicos se apresuraron a solicitar la licencia de transformarlo en convento formal. El pleito por el patronato del convento se había iniciado y ante estos problemas, para delimitar jurisdicciones legales, el obispo Santa Cruz decidió intervenir personalmente. Por un lado, los dominicos no tenían documentos comprobatorios del acuerdo entre Andía y Raboso respecto al patronato, ni escrituras formales en las que se expresara alguna obligación jurídica por parte de los patrones. Por el otro, para la transformación a convento formal era un requisito que la iglesia y las oficinas conventuales estuvieran terminadas, trámite que no se había cubierto a la fecha del litigio por falta de financiamiento y liquidez de las interesadas. Al respecto declaró doña Juana, hija legítima de Miguel Raboso y heredera real del patronato, «hallarse sin dinero ya que se había consumido todo el caudal de su padre, en la fábrica del convento y en una de las paredes de la iglesia»126.

Alguien debía asumir el patronato legalmente y terminar el convento. Como alternativa, se les ocurrió a las beatas pedir un préstamo al señor obispo, obligándose a pagarle réditos con sus costuras y afianzando, con sus personas, el capital prestado.

El obispo tomó en sus manos el caso, comprometiéndose a terminar la fábrica del que sería el nuevo beaterio para fines de agosto, el día de la festividad de Santa Rosa, para el cual faltaban únicamente cuatro meses. De hecho, el recogimiento quedaba bajo tutela de quien lo terminó: el obispo127. Por su parte, las Raboso, dada «su mucha pobreza»128, perdieron el patronato.

El traslado de las religiosas se efectuó en la madrugada del 29 de agosto de 1697, «con el respeto y veneración debida acomodaron en los forlones a las 18 religiosas que salían del viejo beaterio hacia su nueva casa, las calles estaban apretadas de gente [...] las beatas llegaron a las puertas del Beaterio, se apearon tomando posesión de la hermosa y bien dispuesta portería»129.




«... Que se funde [...] según la naturaleza de todos los beaterios»130

El beaterio estaba funcionando desde 1683, pero fue entre 1736 y 1740 cuando se concedió su aprobación, tras librar varios obstáculos legales, de pasar a constituirse como convento formal. La promoción de esta fundación obedeció a varios intereses; los dominicos pretendían exaltar valores propios de su orden, pues la santa había egresado de las filas de terciarias dominicas, pero también era la primera santa americana criolla, hecho que debía hacerse patente para toda la Iglesia de América y de España.

En 1690 se informó al rey sobre el estado del beaterio y se planteó nuevamente la posibilidad de transformarlo en convento formal bajo los dominicos. En 1695, el Consejo de Indias consideraba que tenía los suficientes elementos para emitir un dictamen sobre

[...] las consecuencias y utilidades que se seguirían si se servía conceder su licencia para a la fundación de un convento o beaterio en la ciudad de Puebla con nombre de santa Rosa con los bienes que dono y señalo [...] Don Miguel Rabosso de la Plaza y Guevara, que fuera Alguacil Mayor de ella y de la destinación de caudales que hay del beaterio hecha por fray Bernardo de Andía del orden de santo Domingo131.




El resultado del dictamen del Consejo de Indias fue enteramente desfavorable, pues el fiscal argumentó «el no ser conveniente esta fundación por haber en la ciudad siete conventos de religiosas y no convenir añadir este número»132. El sueño de un beaterio y las esperanzas de su convento se desvanecían.

Seis años después, por el año de 1701, los dominicos retomaron el problema de la institucionalidad del beaterio argumentando las conveniencias y utilidades de esta fundación para su orden, esgrimiendo, además, que los cuarenta mil pesos que se habían invertido en la fábrica material del convento e iglesia, desde hacía once años, se perderían al no espiritualizarse este capital. Partiendo de los antecedentes legales, el procurador general de los dominicos volvió a solicitar el reconocimiento real del beaterio de Santa Rosa, esta vez con éxito. En ese mismo año, el 19 de abril de 1701, el rey resolvió dar licencia y permiso para la fundación del beaterio de Santa Rosa

[...] con este mismo nombre y no con otro título, ni uso, sin clausura ni forma regular sino según la naturaleza de todos los beaterios y sujeto y subordinado enteramente a vos y a los obispos que os sucedieren en esa Iglesia de Puebla [...] he resuelto encargaos del recobro de los bienes que fueron donados y legados a este fin y que procuréis por todos los medios para que se apliquen no solo a las quince doncellas españolas sino a todas las que pudieren recogerse y que fueran capaces de mantener y sustentar133.




Según esta nueva disposición varias cosas se aclaraban y el beaterio de Santa Rosa quedaba institucionalmente reconocido. Sin embargo, se continuaría insistiendo en su conversión a convento formal. Nuevamente se elevaron súplicas al rey para que se concediera licencia para tal transformación, bajo el instituto y regla de los dominicos y con la advocación de dicha santa, patrona de estos reinos, «por no tener en ellos convento alguno de religiosas ni iglesia consagrada a su devoción»134. Los dominicos estaban casi seguros de lograr este intento de convertir el beaterio en convento formal bajo su jurisdicción135. Para estas fechas ya había nueve conventos de monjas en la ciudad de Puebla, pero esta advocación contenía una nueva significación social, argumento que al parecer llamaría la atención de Carlos II136.

Para emitir su respuesta definitiva, el monarca pidió que se le informara sobre el estado de los demás conventos, la opinión de los mismos sobre tal fundación, el verdadero valor de las rentas que tenía este beaterio, y un informe sobre el estado de la fábrica material del convento. Una vez obtenida la información, tomaría la resolución que más conviniera a los reales intereses137.

Menuda sorpresa se llevaron los padres dominicos cuando se enteraron que don Diego de Perea, prebendado de la santa iglesia catedral y abogado de la Real Audiencia de México, quien era el encargado de hacer el informe al rey, había recibido una real cédula en donde se indicaba que el beaterio pasaba definitivamente a la jurisdicción del obispado y, por consiguiente, los dominicos debían abandonar la dirección espiritual que hasta entonces habían ejercido sobre el mismo.




De beatas a monjas «para estrechar más su vida»138

A pesar de que todo parecía señalar que el nuevo convento no se fundaría, se hizo un último intento. Sorpresivamente se vencieron las resistencias y el 2 de marzo de 1736 llegó a esta ciudad una carta de Madrid escrita por el padre Juan Ignacio de Uribe, religioso profeso de la Sagrada Compañía de Jesús, diciendo que su majestad y su Real Consejo de Indias habían resuelto la transformación del beaterio en convento formal, dando su real permiso y licencia para la profesión tan deseada por las beatas.

Las autoridades eclesiásticas acudieron pronto a dar sus parabienes a las próximas monjas profesas. Al día siguiente se cantó misa de gracias y Te Deum Laudamus con el Divino Señor descubierto, difundiéndose la noticia por toda la ciudad. En 1736 llegó la cédula de su majestad, misma que decía:

Por cuanto por parte del Beaterio de santa Rosa de santa María de la Ciudad de la Puebla de los Ángeles en el reino de la nueva España se ha representado estar fundado desde el año de 1683 desde cuio tiempo han deseado beatas se erija en convento formal para estrechar más su vida [...] y que habiéndolo pedido así fui servido de mandar informasen de la conveniencia de la mencionada erección en convento, [...] Dado que en el reino de la Nueva España no había alguno del Instituto de santa Rosa siendo esta santa Indiana y patrona de aquellas provincias, [...] he resuelto este 31 de agosto del año próximo pasado (1735) conceder la mencionado beaterio de santa Rosa de santa María de la ciudad de Puebla de los Ángeles, la licencia que solicitan para pasar a convento formal139.




Una vez recibida la autorización real, faltaba solamente la bula papal. Ésta tardó en llegar a la ciudad más de tres años «a causa de hallarse el mar apestado de corsarios y enemigos por haberse declarado por este tiempo las sangrientas guerras de España con Inglaterra [...] no parece sino que el demonio astuto enemigo de insaciables mañas, modos y trazas de impedir la maior Gloria de Dios revolvió atajando por todas vías los puertos, serrando las puertas para que estas esposas de Cristo viviesen crusificadas [más tiempo]»140.

Finalmente llegó la bula firmada por Clemente XII. Reproducimos los fragmentos más sobresalientes del documento:

He sabido -dijo el Papa- por parte de las amadas hijas en Cristo niñas llamadas de la Virgen que habitan en un conservatorio debajo de la invocación de santa Rosa de Lima fundado en la ciudad de la Puebla en las partes de la América de quarenta años a esta parte, [...] y las mujeres que en el habitan no parecen diferenciarse de las verdaderas y solemnes monjas profesas monjas, deseando mucho que este conservatorio sea reconocido por nosotros como monasterio con clausura formal con todas sus solemnidades que se acostumbran [...]141




Aun cuando dependiera del obispo, al igual que en los otros monasterios, se respetaba la advocación y la regla dominica como modelo de comportamiento para las nuevas monjas. Éste era el verdadero y único triunfo de los dominicos.

Llegó la bula de Roma a Puebla el tres de julio de 1740, cerca de las ocho de la noche; el mayordomo causó terrible alboroto no sólo en el convento sino en todo el vecindario, al notificar a las religiosas que «había Dios puesto fin a su purgatorio». Tras una larga lucha, la ciudad afianzaba su criollismo religioso al obtener un convento más para las familias locales y un nuevo símbolo devocional completamente americano.

La institucionalización de las fiestas de los conventos de mujeres, ya fueran de poblamiento del edificio monacal o de consagración como en el caso de la pura y limpia Concepción, La Soledad o Santa Rosa, pueden verse como elementos integradores de la cultura urbana142 en la medida en que participaban todos los sectores sociales. En la fiesta de aprobación fundacional de Santa Rosa, al igual que en las otras fiestas eclesiásticas, el paisaje urbano se convertía en la escenografía de tales acontecimientos.

Especial esmero se puso en el adorno de la ciudad cuando en septiembre de 1740, por medio de «bando de Real justicia», se conminó a todos los habitantes de la Angelópolis a participar en las festividades durante los tres primeros días de la dedicación de la iglesia de Santa Rosa como patrona de este reino de las Indias, y se ordenó que:

en toda la ciudad se colgasen las calles y pusiesen luminarias todos los vecinos [...] brotando llamas de fuego por las puertas y balcones y ventanas. Quedo sumamente vistosa la torre de la santa iglesia de Catedral con más de trescientas lámparas de aceite con que la adornaron, convirtiéndose las tenebrosas noches con tantas luces en claros y alegres días143.




Las fiestas y las procesiones funcionaban como parte del esquema de reproducción de modelos simbólicos poseídos socialmente por los grupos dominantes144 que se incorporaban al resto de la sociedad mediante su reiteración cíclica como en las celebraciones antes mencionadas de 1740 que:

Dieron principio a procesión tan singular todas las cofradías de los curatos de esta ciudad y circunvecinas traiendo sus estandartes con hachas encendidas [...] seguianse a éstas en gran número los ciudadanos o gremios de todos los oficios, después toda la nobleza de republicanos, cada una de las sagradas religiones vino con su cruz y ciriales con riquisimos ornamentos, por cosa singular dividida (la Orden) de san Francisco de la de los Dieguinos cargando cada una a las matriarcas, la de Bethlem a santa Ynes, la del gloriosisimo san Roque a santa Catarina de Sena, la de san Juan de Dios a santa Catarina de Bolonia, la que corrió por santa Coleta equivocandose por ser un mismo vestuario y la misma imagen que sirve a una y otra [...] a las sagradas comunidades les siguió el lucidisimo clero que se componía de más de quinientos sobre pellises [...] quiénes traían en el medio a santa Rosa como padrinos, detrás del Divino venía la Nobilísima ciudad su Alcalde mayor debajo de mazas repicandose a huella de esquilas todas las iglesias de la ciudad todo el tiempo que duró la procesión»145.




Las celebraciones conventuales eran importantes porque expresaban simbólicamente la consolidación de la identidad del grupo político y socialmente dominante en la ciudad de Puebla configurando una forma de identidad cultural146.

Las fiestas de consagración de las iglesias de los monasterios se llevaban a cabo cuando se había concluido su construcción, al menos en sus estructuras más elementales. A este acto seguía un proceso de continua adaptación y modificaciones de las iglesias e interiores de los conventos.

Las lujosas celebraciones festivas de fundación, consagración o poblamiento eran reflejo del auge que habían alcanzado las fundaciones conventuales. Dentro de sus muros convivían grandes y heterogéneos conjuntos de mujeres que daban vida y relevancia a los claustros. El prestigio y el honor familiar quedaban garantizados por medio de las profesiones de jóvenes de origen español que perpetuaban con su comportamiento la identidad del grupo social y étnico al que pertenecían. La vida al interior de los monasterios no fue sencilla, a la dureza de la regla y su seguimiento se añadieron formas de sociabilidad y convivencia que permitía a las religiosas sobrellevar de diversas maneras las exigencias del mundo claustral.

El estudio de las formas de interacción social dentro de los monasterios a lo largo de los siglos contribuirá a entender el contexto que permitió a las religiosas cumplir con la difícil tarea de vivir enclaustradas en honor de su «amado esposo», razón de ser de su vida y de su búsqueda de perfección.



FIN DE LA PRIMERA PARTE






















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