Los conventos femeninos y el mundo urbano
de la Puebla de los Ángeles del siglo XVIII
Prólogo
La obra que aquí me place
introducir es el producto de años de labor intensa en archivos religiosos y
seculares, públicos y privados, que le han permitido a la autora, doctora Rosalba
Loreto, rescatar tanto información novedosa, llena de detalles significativos,
como recobrar fuentes manuscritas poco conocidas o inéditas. Con estas fuentes
ha logrado reconstruir con perspicacia digna de elogio la relación que existió
entre convento, religiosidad, ciudad, familia, e individuo, abriendo nuevas
sendas interpretativas tanto para estas instituciones como para la historia de
la Iglesia en los siglos XVII y XVIII.
Especialmente importante
es su interpretación de la presencia urbana del convento ya no como una obra
arquitectónica, sino como creador de un espacio propio dentro de la entidad
física de la ciudad. El claustro y su templo cobran una relevancia
extraordinaria como centro donde se toma el pulso de varios factores hasta
ahora poco subrayados en la historiografía colonial. La fuerza magnética de los
conventos, una vez construidos, cambia la nomenclatura de las calles, altera la
fisonomía del vecindario, atrae una nueva hueste de fieles comprometidos con
actos cívico-religiosos que enriquecen la vida espiritual de la ciudad, y crean
centros de actividad económica. Al mismo tiempo, Loreto nos descubre la
relación íntima entre la ubicación de los conventos y las vías de agua. Como
receptores y proveedores de ese líquido vital se convierten en un fenómeno de
la fisiología urbana, hecho que nos sugiere cómo debemos tener en cuenta las
formas de consumo y redistribución de la riqueza material, de la cual el agua
era un elemento tan importante como el dinero de préstamos, la imposición de
censos consignativos, los salarios de los trabajadores que laboraban en su
construcción, o la compra de mercancías.
También notable es la
contribución que hace al reconstruir relaciones sociales dentro y fuera de los
claustros. Sabíamos que existían fuertes conexiones de patronazgo entre
poderosas familias locales y los conventos, y aquí se detallan aquellas
específicas de la región de Puebla. Se añade, sin embargo, la conceptualización
del cuerpo de religiosas como extensión femenina del linaje familiar de
distinción. Examinadas en detalle, las redes familiares se muestran en todo su
apretado conjunto, perpetuado biológicamente a través de varias generaciones y
remachado económicamente con el patronazgo amplio de todas las instituciones de
la Iglesia. Acertadamente, Loreto descubre en ese anudamiento familiar con la
Iglesia una expresión de la mentalidad colonial que encontró su expresión en la
frecuencia de la toma de hábitos seculares o regulares en algunas familias y en
su compromiso moral y económico con la misma. Lógicamente, a la religiosidad
familiar hay que añadir la religiosidad personal que se institucionalizó en los
conventos, a los que Loreto define como promotores y receptores de un «sistema
devocional urbano». En este sistema, éstos fueron centros de promoción del
culto de santos y propulsores de una devoción popular que incluía a las monjas
mismas. Éstos tenían un significado que la autora interpreta como forma de
identidad cultural y de dominio social, ofreciéndonos una conexión con
importantes teorías de hegemonía social.
La autora tampoco olvida
los aspectos personales del culto y la devoción como manifestación del
imaginario de la época, especialmente el siglo XVII, durante el cual los fieles
y las religiosas vivieron en un mundo de gran intensidad espiritual. El examen
de apariciones, milagros y expresiones individuales de iluminación en los conventos,
así como el significado de las figuras de Cristo, María, el demonio, las almas
del purgatorio, ángeles y santos nos internan en un mundo espiritual de una
riqueza extraordinaria y abre la puerta a exploraciones futuras sobre la
mentalidad religiosa colonial, que no se mantuvo estática y que es de esperar
ofrezca matices de cambios sutiles tanto cronológicos como regionales.
Otra aportación muy
sugerente es el análisis del significado normativo de la ascética religiosa
como forma del control del comportamiento de las profesas. Loreto ofrece una
lectura fascinante del diálogo entre la tentación y la santidad que se
desarrolla entre las líneas del discurso de las reglas conventuales y las vidas
ejemplares. La apretada simbología textual nos revela la conexión vital entre
las normas de control del cuerpo y la representación de la perfección religiosa
sugiriéndonos nuevas formas de lectura de los escritos por y para religiosas.
Al enfocar su estudio en
el significado de las instituciones femeninas conventuales como centros de
transmisión cultural hispánica, de dispersión de la cultura religiosa de su
tiempo, y de creación de una religiosidad propia novohispana con la eclosión de
modelos poblanos de vidas de perfección católica, Rosalba Loreto nos obliga a
ampliar el ámbito analítico dentro del cual se han desenvuelto hasta ahora los
estudios de conventos de monjas. Aquí se anudan varios hilos conductores
(económico, social y espiritual) de forma original y creativa. Este trabajo,
muestra de la nueva generación de historiadores de la Iglesia, sienta nuevas
bases en el aprecio de desarrollo institucional y cultural fuera de la ciudad
de México y disputa la hegemonía de la capital virreinal en la definición de la
historicidad colonial. También destaca que la mujer y las instituciones
específicamente femeninas pueden ser consideradas como protagonistas motu
proprio en la historia de México.
ASUNCIÓN
LAVRÍN
Departamento de Historia
Arizona State University Tempe, Arizona
Introducción
La existencia de los
establecimientos monásticos fue tan importante en determinadas ciudades, que su
presencia o ausencia era índice del esplendor económico y cultural. Así, la
medida de una ciudad, en cuanto a su categoría como tal, se determinaba a
partir de la existencia de una, dos, tres o cuatro órdenes de predicadores
menores, carmelitas o agustinos. Hacia mediados del siglo XVI, con el
crecimiento de la población criolla y mestiza, el grupo español se enfrentó a
la necesidad de crear instancias en las que se resguardase la castidad y pureza
femeninas de sus descendientes. Los conventos para mujeres surgieron de la necesidad
de albergar y educar a españolas y criollas que por vocación, orfandad o
pobreza no habían contraído matrimonio.
La erección de los
monasterios se debió a la caridad de hombres y mujeres de origen español,
quienes, preocupados por la situación de las mujeres de origen hispano, se
dieron a la tarea de fundar patronatos cuyo objetivo principal fue construir un
monasterio o alguna de sus partes.
En algunos casos los
conventos iniciaron sus actividades como beaterios, recogimientos o colegios de
mujeres dedicadas a la oración, que hacían votos temporales de pobreza,
castidad y obediencia, en principio bajo la dirección espiritual de los
mendicantes. Con el tiempo muchos de ellos solicitaron permiso para convertirse
en conventos. En la Nueva España se fundaron cincuenta y seis monasterios
femeninos de diversas órdenes.
El auge de las
fundaciones conventuales femeninas alcanzó su cúspide en la Puebla de los
Ángeles, a principios del siglo XVIII, y constituyó un hecho social cuyas
características aún no han sido suficientemente esclarecidas. Mientras han
proliferado los estudios sobre las órdenes mendicantes masculinas en el nuevo
mundo1 las investigaciones sobre las bases sociales de los
conventos de mujeres y su significado para la sociedad se han impulsado
recientemente2. Mostrar la importancia social de los monasterios
femeninos, su sustento y el significado que tuvieron para la vida de hombres y
mujeres del siglo XVIII es un problema complejo que merece ser trabajado con
detenimiento dado que se trata de dar cuenta de la múltiple influencia de la
vida monástica femenina en el ámbito urbano.
El establecimiento de
los monasterios de mujeres en Puebla fue promovido, avalado y auspiciado por
representantes de las órdenes franciscana, dominica, carmelita y agustina.
Ellas aportaron elementos de organización general, jerárquica, espacial y
económica que se implantaron y reprodujeron en América. Resulta de particular
importancia resaltar las características de la espiritualidad que movió a los
mendicantes en Europa para entender a la evangelización como proyecto de
colonización, impulsada precisamente por la tradición de repoblación y
reconquista de dichas órdenes religiosas. Su establecimiento en España ayudó,
según Sánchez Albornoz3, al repoblamiento del país, ya que hubo expansión gradual
de los franciscanos y dominicos en toda la península conforme avanzaba la
reconquista4.
Esta política de
urbanización provino del campo estrictamente monástico. Frailes y monjas
formaban un todo con la estructura interior de las ciudades, en una mutua
interacción. De los centros urbanos captaban los medios económicos para su subsistencia
y a la vez las ciudades recibían de ellos dirección espiritual y cultural. La
expansión de los mendicantes en los centros urbanos no sólo influyó en el
ámbito específicamente pastoral sino también dio un nuevo cariz a la civilidad
urbana.
Como parte de la
tradición monástica, y concretamente de los franciscanos, América heredó además
de la transmisión de la palabra evangélica mediante el sermón, la práctica
educativa y la integración de grupos masivos a las prácticas penitenciales; la
congregación organizada de mujeres laicas en segundas y terceras órdenes en
colegios, recogimientos y conventos bajo su dirección espiritual. La llegada a
América de estas órdenes y el surgimiento de las ciudades novohispanas
coincidió con esta política religiosa de integración social.
Puebla fue una de las
ciudades novohispanas en las que se fundaron mayor número de conventos de
mujeres5. Los once monasterios que se ubicaron dentro de su traza6 formaron parte de la vida urbana y
dieron cierta originalidad al complejo entramado social: sus iglesias y
edificaciones contribuyeron al ordenamiento y economía local y el ideal
femenino que difundieron formó parte del sistema devocional popular; el
perfeccionamiento de los modales y actitudes que adoptaron dentro de sus muros,
producto de una fusión con las costumbres familiares y sociales, fueron
considerados como una expresión de civilidad, además, el ingreso de las hijas
en los monasterios constituyó un factor importante en la conformación de la
élite y sus estrategias matrimoniales. Pretendemos abordar estos aspectos tan
diversos, que no son sino prolongaciones radiales de un mismo centro, los
monasterios femeninos en el siglo XVIII (c.1680-c.1800), fenómeno caracterizado
por el impulso de la piedad barroca y por la introducción de nuevos patrones
religiosos promovidos por el Estado colonial. Un hito importante en esta
historia fue el contraste de las antiguas costumbres monacales con el modelo de
una nueva religiosidad introducida con los cambios a la vida conventual ya que,
según consideraban los reformadores del siglo XVIII, las prácticas se iban
alejando de la perfección monástica. Estos cambios, propiamente ubicados entre
1765 y 1773, fueron mucho más allá de modificar la rutina cotidiana conventual;
entre rezos y labores, e intentaron redefinir el lugar social de los conventos.
El estudiar estas vicisitudes resulta de utilidad para plantear el problema
histórico del sustento social de los monasterios femeninos y su contribución al
desarrollo de la civilidad7.
Los conventos de mujeres
desempeñaron un papel importante dentro de la estructura urbana porque
articularon parte de la compleja interacción de las relaciones entre la vida
pública y la vida privada de la ciudad. Proporcionaron un modelo de cultura que
se difundía por medio de la devoción familiar y la educación de las niñas
españolas e indias, lo que permitió que el proceso de evangelización
justificara, a partir de 1540, el establecimiento de las primeras órdenes
femeninas en México8.
Los monasterios de
mujeres constituyeron una parte importante del paisaje urbano de la
angelópolis, a través de la realización cíclica de sus fiestas, de la
delimitación de los espacios sagrados de las procesiones, y mediante el control
de gran parte de las propiedades urbanas y de mercedes de agua. Estos hechos
influyeron, a largo plazo, en la estructura espacial de la ciudad y en las
condiciones de vida de los diferentes conjuntos sociales.
En la ciudad de Puebla,
segunda en la Nueva España, se expresó de manera particular la fuerte presencia
de la Iglesia, y en especial la de los conventos de mujeres. Símbolos de su
importancia fueron las grandes edificaciones conventuales y la rica
ornamentación de sus iglesias, las propiedades que acumularon, que llegaron a
representar una cuarta parte de todos los inmuebles de la ciudad9, y su estrecha vinculación con familias
de la élite poblana. Así, desde diversos aspectos, estas instituciones
influyeron en la conformación de la cultura y de la vida material urbanas.
Los modelos culturales
generados por los conventos se difundieron entre otros grupos de la
colectividad quienes los integraron en una visión homogénea y jerárquica del
mundo. En este acontecer histórico, a un determinado grupo social le
correspondió la función de crear modelos y a los otros, la de difundirlos,
adecuarlos y perfeccionarlos10. En este proceso, las instituciones, las familias y los
demás grupos sociales interactuaron para conformar la civilidad característica
del mundo urbano11.
Durante el periodo de
nuestro estudio los conventos no funcionaron siempre de la misma manera ni las
monjas se comportaron o fueron vistas por la sociedad de igual forma. ¿Cómo y
cuándo cambió la función de los conventos en la vida urbana?, ¿cuáles fueron
sus impulsos y las causas de su influencia? La vida religiosa, como un conjunto
que expresó un grado determinado de cultura de la sociedad novohispana, abarcó
a muchas generaciones, en cuyo curso cambió la estructura social y las
actitudes de los hombres ante las formas de religiosidad. Los monasterios
también fueron expresión de modificaciones en el comportamiento y formas de
vida de la sociedad urbana del siglo XVIII. Estas alteraciones comenzaron casi
imperceptiblemente en principio, pero a mediano plazo se reflejaron en cambios
de composición de grupos sociales interesados en que sus hijas ingresaran a los
monasterios. Estas alteraciones se produjeron sin que hubiera una ruptura
inmediata con los grupos que habían dado origen y vida a los conventos a lo
largo de casi trescientos años.
Los monasterios de
mujeres se pueden caracterizar como un fenómeno netamente urbano. A partir del
Concilio de Trento (1545-1563), se planteó la conveniencia, y política, de que
los monasterios de monjas estuvieran dentro de las ciudades12. Desde su estructura material hasta sus
funciones espirituales, los conventos de religiosas respondieron a las
características y necesidades urbanas. Con su mismo emplazamiento contribuyeron
a formar parte de los puntos de orientación y a definir la estructura citadina.
A partir de sus iglesias como puntos referenciales, de sus porterías y
plazuelas como centros de convivencia, se determinaron algunos de los factores
que generaron ciertos modelos de sociabilidad. Además, al otorgar la nominación
de las calles que los delimitaban, los monasterios contribuyeron de manera
notable al crecimiento y especificidad de la toponimia urbana.
Cada fundación
conventual trajo consigo reacomodamientos poblacionales hacia los nuevos
barrios que en su entorno se formaban, los que usufructuaron parte de los
beneficios que la corona otorgó a los monasterios. De manera particular, los
conventos desempeñaron un papel de primer orden al convertirse, con el paso del
tiempo, en uno de los abastecedores más importantes del agua dulce intraurbana
que circulaba a través de sus alcantarillas y fuentes públicas.
Desde los primeros
intentos de fundación de los conventos, diferentes sectores sociales
intervinieron en las gestiones para lograr su reconocimiento formal. Esto
implicaba de antemano la unificación de la devoción hacia determinadas
advocaciones y una cultura religiosa compartida. Una vez fundados, mediante sus
fiestas de consagración, de las procesiones de poblamiento o de sus celebraciones
anuales y litúrgicas, los monasterios fueron elementos integradores y
reproductores de un comportamiento urbano, lo que muestra parte de la compleja
interacción entre la vida monacal y la cultura citadina.
Fue en el interior de
los monasterios donde se reprodujeron los patrones «ideales» del mundo
novohispano. Con la educación de niñas y monjas dentro de los conventos, la
sociedad poblana tuvo la posibilidad de retroalimentarse con modelos de
conducta individuales y colectivos previamente normados. Si las formas de
comportamiento de los siglos XVII y XVIII son consecuencia del desarrollo de la
civilización, éstas fueron en parte producto de la influencia cultural de los
monasterios en la conformación de la vida cotidiana, pública y privada13.
El elemento articulador
entre la vida urbana y la civilidad irradiada por los monasterios, fueron las
familias. Las estructuras familiares y de parentesco tienen un valor
fuertemente explicativo de los fenómenos clave de la vida conventual (su
fundación, su crecimiento y la posterior merma de su influencia social) y están
vinculadas a sus aspectos más sobresalientes como su riqueza material y
cultural. La importancia de las actitudes familiares para explicar el impulso
de los conventos, el honor14 y el prestigio15 que los monasterios proporcionaban a
cambio, eran una garantía de la preservación de un ideal femenino16 y de religiosidad, además de ser un
complemento de las estrategias patrimoniales17, aspectos revelados a partir de la
perspectiva del enfoque familiar.
Al definir un ideal de
comportamiento religioso familiar estos grupos hicieron algo más que fortalecer
el prestigio y honor de su propio linaje. No cabe duda que el ingreso de una
hija al convento fue una práctica con la que se identificaron sectores
enriquecidos de diferente origen, como obrajeros, comerciantes, hacendados y
funcionarios. Los conventos se constituyeron en un elemento de identidad18 de dichos grupos, ya que a través de
la religiosidad femenina se creó una visión homogénea de la élite, que se
difundió e impuso como un ideal de comportamiento y prestigio a la sociedad en
su conjunto.
Si el sustento social de
los conventos lo representaban las familias de las religiosas, el económico se
relacionaba con sus rentas, en especial con la propiedad urbana. Este hecho nos
llevó a reconsiderar el proceso mediante el cual los monasterios femeninos
llegaron a poseer tal cantidad de casas que originó un modelo de concentración
urbana característico de la época colonial. Por otra parte, la economía
conventual plantea el problema de la distribución del ingreso de las rentas
monacales que permitieron la acumulación de la riqueza de los conventos.
Los monasterios, a
través de sus diferentes manifestaciones de espiritualidad pública y privada,
desempeñaron un papel protagónico en la definición de la cultura criolla
novohispana al formar parte del sistema devocional urbano en diferentes
momentos y distintas maneras. Estas manifestaciones reflejaban los principios
de ascetismo que regían la vida conventual. Esto resulta de particular importancia
si consideramos que fue a través del sistema devocional y sus diferentes
prácticas como se rigió durante siglos parte de la conducta moral y colectiva
de la sociedad.
En un primer momento los
nombres de las advocaciones conventuales formaron parte del sistema patronal
urbano del siglo XVII. En este mismo periodo y de manera casi simultánea con
las apariciones marianas ocurridas extramuros de la ciudad, su culto en los
conventos alcanzó una de las principales expresiones al formar parte del imaginario
colectivo, como una manifestación particular de la espiritualidad monacal que
caracterizó a las iluminadas en sus momentos de misticismo. Su existencia
garantizó un estrecho contacto entre el convento, la población y la intercesión
divina.
Las diferentes
manifestaciones que acompañaron al esquema del iluminismo criollo sirvieron
finalmente para reafirmar los métodos de devoción aprobados por la Iglesia, ya
que representaban modelos más fácilmente imitables que los prototipos de santos
y mártires europeos. La devoción mariana individual tomó un cariz colectivo y
posteriormente público gracias a la intervención de la virgen de Guadalupe como
intermediaria entre Dios y las comunidades monásticas por medio de milagros
concedidos a la colectividad. Así se transformó de manera casi imperceptible la
función que los conventos desempeñaron en el sistema devocional urbano.
Varias instituciones
facilitaron que este texto saliera a la luz: El Colegio de México, y sus
profesores dieron cobertura para que una vieja problemática pudiera
replantearse con nuevas fuentes y objetivos. El Conacyt y la Universidad
Autónoma de Puebla, en repetidas ocasiones, apoyaron y facilitaron la
investigación. Agradezco al Centro de Estudios Históricos de El Colegio de
México y de manera especial a Pilar Gonzalbo Aizpuru, directora de la tesis de
doctorado -base de este libro-, quien siempre inspiró la posibilidad de
realizar este trabajo y cuya generosidad académica y sensibilidad humanas me
enriquecieron y reorientaron constantemente. Anne Staples, Solange Alberro y
Manuel Ramos contribuyeron con su dedicada lectura. Daniel Ulloa H.O.P.,
Francisco Morales H.O.F., y Alfonso Martínez Rosales alentaron la idea de darle
continuidad al tema.
Ocupan un lugar especial
las religiosas de los conventos de clausura que me proporcionaron además del
acceso a sus archivos, su casa, su confianza y amistad. A las reverendas madres
Concepción y María de los Ángeles Durán, ambas Carmelitas Descalzas, y
Esperanza Vera Soto (†) y María Jurado Espinoza (†), promotora de la causa de
la venerable Madre María de Jesús y archivera en el monasterio de La Purísima
Concepción, respectivamente. A las hermanas Teresita Franco Escalona y
Victorina Palomares, monjas jerónimas que me brindaron apoyo para realizar una
estancia de investigación en el Archivo del Vaticano en Roma y España; a la
hermana Socorro en Capuchinas, a todas ellas y a cada uno de los miembros de
sus comunidades les doy las gracias al igual que a las dominicas de Santa
Catalina y Santa Rosa. De manera particular agradezco a la hermana Eulalia
Durán, quien invirtió muchas de las horas de su descanso para dedicarlo a la
lectura y corrección de gran parte del material que conforma este libro.
Al personal del Archivo
General de Notarías del Estado de Puebla y específicamente a su directora Ana
Rosa Freda Olguín, por las facilidades y disposición para hacerme asequible la
consulta del acervo que custodian.
Francisco Javier
Cervantes Bello me acompañó de una manera por demás cercana en la lectura y
discusión. De igual forma las sugerencias, entusiasmo y generosidad de Asunción
Lavrín me impulsaron y fueron de incalculable valor. También gracias a Juan
Carlos Grosso (†), siempre tan próximo a la historia social, quien alentó el
enfoque del texto, a Hira de Gortari, quien con su conocimiento y sensibilidad
sobre el mundo urbano contribuyó a revalorar este material.
La presencia de Alba
Cervantes L., así como el apoyo y la comprensión de Pablo Valadez L. fueron y
seguirán siendo importantes en el gratificante quehacer de hacer historia. A
pesar de toda la generosidad de las personas aquí citadas y del apoyo
institucional que recibí, este texto tendrá seguramente algunas omisiones o
aventurará propuestas que deben considerarse de mi entera responsabilidad.
Puebla
de los Ángeles, septiembre de 1997
Primera parte
Los conventos de mujeres
y la vida urbana en el siglo XVIII
Introducción
Once conventos de
mujeres se fundaron en el área urbana con jurisdicción española, formando parte
de un todo con la ciudad19 a través de los caminos de perfecta traza rectilínea
que conformaban las calles. No faltaron oportunidades para que en su entorno se
desarrollase la religiosidad y la convivencia pública de la gente que asistía a
las misas conventuales, participaba en las fiestas fundacionales, de
poblamientos, consagraciones y patronatos, o que cotidianamente visitaba a las
religiosas o asistía para mercar diversos artículos en sus porterías. Los
monasterios desempeñaron un importante papel en la conformación de la ciudad al
otorgarle un significado simbólico al emplazamiento donde se erigían
modificando la topografía y definiendo parte del paisaje urbano al ordenar y
orientar espacialmente las calles, plazuelas y caminos procesionales20.
Uno de los factores que
permitió que se desarrollase esta compleja interacción tuvo que ver con su
función como abastecedores de agua en el centro de la ciudad21, con lo que contribuyeron a definir parte
de la vida pública y privada de los poblanos que incorporaron los espacios
conventuales a su vida cotidiana.
El siglo XVIII marca el
periodo de enriquecimiento material de la Iglesia en la Nueva España, hecho que
repercutió directamente en la estructura de la propiedad urbana y definió la
política inmobiliaria regional hasta mediados del siglo XIX22.
Una ciudad donde se fundan conventos: su topografía y paisaje
urbano
La ciudad de los
Ángeles, ubicada en la región de los valles de Puebla y de Tepeaca23, se abastecía del agua de los ríos
Atoyac, Alseseca y San Francisco. Los dos primeros la rodeaban por el poniente
y el suroeste, mientras que el de San Francisco la atravesaba de norte a sur,
permitiendo en sus márgenes el desarrollo de manufacturas como tenerías,
curtidurías y molinos. La morfología urbana se podía diferenciar atendiendo a
varios indicadores entre los cuales el agua, su uso y su distribución, la
estructura de la propiedad o los jerarquizados asentamientos poblacionales
desempeñaron un papel fundamental.
Atendiendo a la
población y a su distribución, los barrios centrales que correspondían al
asentamiento español original, concentraron 50% de la población durante gran
parte de la época colonial y estaban bajo la jurisdicción de la parroquia de
San José y el sagrario cuyo núcleo principal era la plaza pública. Éste fue el
espacio con mayor densidad poblacional, debido quizás, entre otras razones, al
acceso garantizado al agua dulce que corría a lo largo de la calle Real, y que
atravesaba a la urbe de norte a sur. Ahí se localizaban las casas más valiosas
por ser el espacio preferencial del asentamiento español original. En
contraste, el resto de los barrios periféricos (Analco, el Alto, San Sebastián
y San Miguelito), que originalmente albergaron a los grupos indígenas,
carecieron de agua hasta bien entrado el siglo XVIII.
Hacia fines de ese
siglo, el paisaje urbano presentaba un gran número de edificios eclesiásticos
cuyos atrios y plazuelas servían de marco a las periódicas procesiones, fiestas
religiosas y tianguis semanales que ahí se realizaban como las de Santo
Domingo, San Luis, la llamada plazuela del «Montón», en San Francisco, o la del
convento de Santa Inés24. Había también otra razón por la que el número de iglesias
fue importante en la vida urbana. Todas ellas tenían merced de agua dulce y una
fuente pública anexa, factor importante cuando sólo 433 (14.6%) casas de la
ciudad gozaban de este beneficio. El resto de la población se abastecía
particularmente, o comprándola a los aguadores, extrayéndola de las fuentes
públicas o de las pertenecientes a los monasterios u hospitales.
En la zona central del
entramado urbano, dentro del perfecto trazado de damero se encontraban las
casas más valiosas, regularmente de dos plantas y entrepisos, que dieron la
imagen de una ciudad homogénea en la que sobresalían las cúpulas y campanarios
que tenían, naturalmente como centro, a la catedral. Este paisaje urbano se
desdibujaba en los barrios. En Santiago, San Sebastián, San Miguelito, San
Pablo y Santa Ana, ubicados al poniente, las construcciones eran de menor
valor, había huertas y casas en ruinas, además de que el agua era escasa,
sulfurosa y salitrosa. Los otros barrios fuera de la traza (Analco, el Alto,
San Juan del Río, Xonaca y Xanenetla), ubicados al otro lado del río San
Francisco, en la parte oriente de la urbe, se caracterizaron por contar con
agua dulce, pero sus calles eran irregulares, al igual que la topografía del
terreno. Eran lugares de residencia casi exclusivamente popular, de acuerdo con
la tradición del asentamiento indígena.
Otro elemento ligado a
la morfología de la ciudad fue la estructura de la propiedad urbana. Como hecho
más sobresaliente puede mencionarse que la marcada concentración de la
propiedad (plano 1) coincidió con la desigual distribución del agua. En el
transcurrir del siglo XVIII, lentamente los conventos de religiosas fueron
absorbiendo las propiedades urbanas más valiosas del centro urbano25. Ello tuvo gran significación en lo que
respecta a la continuidad y cambio del hábitat urbano.
Plano 1. Concentración de la propiedad en Puebla, 1832
Diseño: Rosalva Loreto. Fuente: AAP.
Padrón de casas de la ciudad de Puebla, 1832
La composición interna de la ciudad. Parroquias y parroquianos
El plano reticular
original de Puebla fue concebido bajo el criterio de racionalizar la
apropiación del territorio y la mano de obra local. Mediante la subdivisión de
la ciudad se definió su composición interna donde las agrupaciones étnicas y
ocupacionales se encontraron entrelazadas por los criterios de jerarquización
espacial de la unidad urbana y los poblados circundantes. La disposición
geométrica fue expresión de la voluntad imperial de dominación y la necesidad
burocrática de imponer el orden y la simetría. En el seguimiento de este modelo
urbano se implantaron criterios sociales, políticos y económicos, en donde se
expresaba el pensamiento absolutista peninsular. Así la «república» de indios,
diferenciada espacial y jurídicamente de las de españoles, adquirió su
significación26.(Plano 2.)
Plano 2. División parroquial de la ciudad de Puebla en el
siglo XVIII
El principio de diferenciación racial
presupuso la delimitación de barrios, arrabales y zonas marginales en los
cuales se establecieron comunidades indígenas que conservaron temporalmente su
cultura. Físicamente la división de zonas de asentamiento diferenciado
obedeció, entre otras razones, a la iniciativa de evitar la corresidencia con
indígenas dentro de la traza urbana española. Al mismo tiempo, las
disposiciones y ordenanzas reales limitaron que mestizos, negros y mulatos se
establecieran en sus circunscripciones27.
Durante el siglo XVI
tales disposiciones se respetaron en lo referente al asentamiento poblacional
de los naturales, pero con el paso del tiempo y el crecimiento poblacional,
dichas ordenanzas fueron desacatadas rompiéndose el cerco étnico entre los dos
territorios. Hacia fines del siglo XVI, grupos mestizos se asentaron dentro de
los barrios indígenas de San Sebastián el Alto y Analco28.
El centro urbano y el
conjunto de los barrios durante los siglos XVII y XVIII, se administraron
eclesiásticamente a partir de la división de la ciudad en cinco parroquias,
incluyendo en la parte central al sagrario metropolitano que extendía su
jurisdicción sobre el sector más densamente poblado y cuya población era
mayoritariamente española y criolla (véase el plano 2)29. Como desprendimiento de esta parroquia,
hacia 1681 se erigió la de la Santa Cruz30, colindando con la jurisdicción
parroquial de la zona oriente y suroeste que correspondió a la del santo Ángel
Custodio (Analco)31. San Marcos surgió originalmente como
ayuda de la del sagrario metropolitano y fue establecida como parroquia
independiente en 1767. A partir de entonces extendió su jurisdicción sobre los
barrios al norte de la ciudad, Santa Ana y San Pablo de los naturales. Al
poniente se delimitaba la traza central por la parroquia de San Sebastián32.
A lo largo de los siglos
XVII y XVIII, las subdivisiones eclesiásticas y civiles coloniales estuvieron
orientadas a mantener la segregación indígena sin establecer elementos que
permitieran su supervivencia. Las características que definían la etnicidad de
cada barrio se fueron perdiendo debido, entre otras razones, a la dinámica de
crecimiento urbano, del mestizaje y de la continua migración de grupos
provenientes del campo o de otros núcleos urbanos. Políticamente se desvaneció
el modelo de poder indígena en aras de crear formas de integración con la
comunidad hispana obrajes, panaderías y tocinerías «que ardían noche y día»
para dar abasto a la creciente población, la que hacia 1678 se calculó en casi
100 000 habitantes33, cantidad superada únicamente por la
ciudad de México.
Sin embargo, a comienzos
del siglo XVIII gran parte de su actividad comercial decayó al entrar en
competencia con otros centros económicos novohispanos, hecho evidente en 1722
con la apertura de la feria de Jalapa, que concentró y distribuyó gran parte de
los productos importados de España. A este periodo de crisis económica se
aunaron epidemias e inundaciones. Estos y otros factores se reflejaron en la
disminución de la natalidad, aumento de la mortalidad, decremento de la
inmigración rural y éxodo hacia otras zonas. La información, donde se
manifiesta la situación de los habitantes de la ciudad en este crítico periodo,
proviene de la crónica de Juan de Villa Sánchez y corresponde al año de 1746,
fecha en que la ciudad solamente contaba con 50 366 habitantes. Este documento
muestra las causas posibles del descenso demográfico, que se debía
|
[...] a dos cosas; la
primera dos pestes que se han padecido, la una que se llamaron sarampión de
1692, la otra el año de 1737 conocida como matlazuatl, de los cuales, el uno
y el otro año murieron muchos millares de personas; la otra causa, la gran
decadencia del comercio (...) y pobreza en que está reducida la más parte del
vecindario que ha obligado a salir de aquí para otras partes, especialmente
para México a muchas familias.34 |
Cuadro 1
Evolución de la
población de la ciudad de Puebla (1678-1869)
El cuadro anterior da
una idea aproximada del efecto de tales condiciones en el comportamiento
demográfico urbano:
La regresión demográfica
tuvo una de sus causas en la acción conjugada de la escasez y carestía del
maíz, y en los diversos brotes epidémicos35 que castigaron a la población:
crisis que se prolongó hasta mediados del siglo siguiente. Numerosos
testimonios de la época hablan de la despoblación de los barrios periféricos
como San Miguel, San Matías, Santiago y otros. Este hecho obligó a las
autoridades a replantear la distribución parroquial36. Lo corrobora en un testimonio Martín de
Vallarta, mayordomo del convento de La Concepción, quien se queja de que «este año no fue posible arrendarlas (las casas) por estar el lugar
muy atrasado en su comercio y muy deteriorado, faltando muchas familias para
que las arrienden todas»37.
La regresión demográfica no afectó
igualmente a todos los sectores sociales. Hay indicios de que hacia mediados de
la centuria hubo una cierta continuidad en el crecimiento del trazado
urbanístico en ciertas zonas de asentamiento español y mestizo, y en la
construcción de edificios.
En este periodo se
concluyeron importantes obras eclesiásticas y se fundaron los cuatro últimos
monasterios de clausura femenina. Su ubicación definía el límite espacial de la
original traza española e influyó en el acontecer de la vida religiosa y urbana
de diversos grupos sociales, dado que sirvieron de endeble frontera entre la
forma del vivir españolizada y el resto de la sociedad, estableciéndose un
estrecho contacto religioso y cultural entre los conventos y sus barrios.
Al igual que en el resto
de la Nueva España, con el establecimiento de las reformas borbónicas, el
espacio regional y urbano de Puebla sufrió cambios administrativos. Con el
objeto de crear una mejor concentración y dominio de los sectores agro-urbanos,
en el último cuarto del siglo XVIII se estableció el sistema de intendencias.
Al interior de la ciudad, el cambio más importante, en 1781, partió de una
nueva división planimétrica basada en cuatro grandes cuarteles, lo que permitió
una lectura urbana en oposición a la tradicional jurisdicción parroquial. Los
cuatro cuarteles mayores se determinaron por dos grandes ejes que cortaban a la
urbe de norte a sur y de oriente a poniente. En 1796 el intendente Flon hizo
una nueva división en 16 cuarteles menores y cada uno contaba con su propio
alcalde de barrio38. Estos cambios administrativos fueron
acompañados de proyectos encaminados a mejorar las condiciones sanitarias y
urbanas. Sin embargo, podemos decir que fue tardíamente cuando la mayoría de
estos intentos se materializaron, lo que ocurrió hacia la segunda mitad del
siglo XIX.
Los conventos
de mujeres en la estructura espacial de la ciudad
Su significación como ordenadores urbanos
Durante los siglos XVI y
XVII se fundaron y construyeron el mayor número de iglesias y edificios
eclesiásticos entre parroquias, conventos de frailes, de monjas, hospitales,
colegios, iglesias y capillas. Aproximadamente setenta y dos construcciones de
este tipo se distribuían dentro de la traza urbana sirviendo hasta el siglo XIX
como símbolos de ordenamiento urbano al asignar, por ejemplo, el nombre y la
orientación de las calles.
El auge de los establecimientos
eclesiásticos se debió posiblemente a la importancia que tuvieron para los
conquistadores los fines poblacionales y evangelizadores. Estos objetivos
definieron que la composición interna de la ciudad consistiera en agrupaciones
étnicas y ocupacionales entrelazadas por los criterios de jerarquización
espacial de la unidad urbana y de los poblados circundantes. Las autoridades
reales y eclesiásticas participaron estrechamente en la empresa fundacional
durante las primeras etapas de conformación de la ciudad. La colonización se
convirtió en una tarea de urbanización como estrategia de poblamiento
encaminada a la apropiación de recursos y la implantación de una jurisdicción39.
Las fundaciones
monásticas femeninas respondieron, al igual que la existencia de otras
corporaciones, a los objetivos generales antes descritos, pero sobre todo a las
necesidades devocionales y religiosas que homogenizaron culturalmente a los
sectores dominantes.
Entre 1568 y 1604 se
fundaron los siete primeros monasterios femeninos en Puebla: Santa Catalina, La
Concepción, San Jerónimo, Santa Teresa, Santa Inés, La Santísima Trinidad y
Santa Clara. En otra etapa, 1680 y 1748, surgieron los de Santa Mónica,
Capuchinas, Santa Rosa y La Soledad. Los primeros monasterios de mujeres
estuvieron ubicados como máximo a cuatro calles de la Catedral. Santa Catalina
de Sena, santa Inés del Monte Policiano y Santa Rosa, los tres de dominicas, se
localizaban en el eje de abasto del agua dulce (plano 3).
Plano 3. Ubicación de los conventos de mujeres de la ciudad
de Puebla en el siglo XVIII
La Purísima Concepción,
La Santísima Trinidad, Santa Clara Capuchinas y San Jerónimo estaban emplazados
de manera que radialmente confluían hacia el centro tomando como referencia a
la catedral angelopolitana. Estos monasterios, excepto San Jerónimo, observaban
la regla franciscana.
Santa Teresa y La
Soledad, ambos conventos de Carmelitas Descalzas, ocupaban el eje de la actual
calle 2 sur-norte. En continuidad con esta orientación, el límite edilicio y
urbano era el monasterio de Nuestra Señora de los Remedios del Carmen, su
filial masculina.
Situados en la zona
norte de la ciudad, Santa Mónica de agustinas y Santa Rosa de dominicas, ambas
recoletas, eran los más alejados de la plaza principal, quizás debido a lo
tardío de su fundación. Estas dos edificaciones se caracterizaron por haber
desempeñado funciones distintas antes de reconocerse formalmente como
monasterios. En Santa Mónica a principios del siglo XVII se fundó un hospicio
para mujeres casadas40; muerto su fundador en 1609, se convirtió en recogimiento
para mujeres perdidas con el nombre de María Magdalena. El obispo Santa Cruz,
hacia el último cuarto del siglo XVII lo trasladó a un edificio cercano
mudándole de título por el de Santa María Egipciaca y reutilizó el edificio en
el que fundó un colegio para doncellas y viudas nobles bajo la advocación de
Santa Mónica41, posteriormente fue convertido en beaterio y hacia 1688 en
monasterio.
Santa Rosa comenzó en
1683 como beaterio ocupando un sitio que sirvió originalmente para hospital de
mujeres convalecientes. Posteriormente se transformó en convento y hacia 1740
ya las monjas habitaban su claustro definitivo. La ciudad no tenía en la zona
norte ningún convento femenino hasta la fundación de estos últimos. Con su
establecimiento, como continuidad de los ejes 2 y 3 sur-norte, se integraba
totalmente esta zona a la traza urbana, cuyos lindes eran las calles de la Pila
de Carrasco, del Venado y Ventanas al norte. Con estas erecciones se cerraba el
cuadro de ocupación conventual dentro de la traza urbana delimitando su
asentamiento dentro de las sesenta manzanas centrales de la angelópolis.
Los conventos de mujeres
se establecieron en torno a los tres principales ejes de la ciudad, zonas de
agua dulce y, por lo general, con acceso garantizado a ella. En el norte a
partir de los receptores de las «cajas», en el centro por medio de conductos
subterráneos y alcantarillas y en el sur gracias al acueducto construido por
los carmelitas.
La construcción de los
templos y de los espacios conventuales involucraban a amplios sectores de la
sociedad poblana; a los patronos en la búsqueda de una mayor manifestación de
espiritualidad individual y familiar, a los padres de las monjas para
proporcionar mejores condiciones de vida para sus hijas, a los feligreses por
alcanzar los beneficios de un espacio privilegiado por el Todopoderoso. Sin
embargo, la edificación y terminación final pasó por varias etapas y estuvo
sujeta a las fluctuaciones de la economía regional y de los estilos
arquitectónicos.
Los conventos y sus formas. «La casa era tan corta y aun no había
piesa desente...»42
Cada templo conventual
se construyó en un lugar especial, como punto de intersección entre lo terrenal
y lo celestial; su disposición, estructura y construcción tenían en sí mismos
un contenido simbólico43, que de alguna manera representaba la idea de plasmar la
obra material de Cristo a través de sus iglesias. Para su edificación se buscó
que el sitio estuviera «natural o artificialmente más
elevado que el resto del terraplén» distante «de todo
lodo, cieno, porquería y de toda clase de inmundicia...»44
Aunque el sitio fue
previamente escogido, los templos empezaron como humildes construcciones que
posteriormente adquirieron su carácter definitivo. El programa tipo de las
fundaciones monásticas parece haberse iniciado con la adecuación de templos
provisionales. Por ejemplo, en el beaterio de Santa Rosa, hacia 1686:
|
[...] la casa era tan
corta y aún no había piesa desente para celebrar el admirable sacrificio [de
la misa], fue necesario que se le agregasen [al beaterio] dos cuartos de la
casa inmediata el uno para el coro y el otro para la capilla o oratorio tan
pequeño que en el se dispuso un altar con un retablo pequeño cuyo lienzo
principal era el de la Gloriossisima Virgen santa Ynes con las religiosas
debajo de su manto [...] pusose en el un cajón de ornamentos, un misal, un
confesionario y comulgatorio [...] el otro cuarto se destino para el coro y
se le hecho su reja de fierro afuera y otra de madera para adentro con su
velo y dos bancos por asiento de las religiosas de una tercia de ancho y
quedo con ello tan embarazado que les era preciso a las religiosas entreverar
las cabezas al Gloria Patri del Oficio, las de un choro con las del otro para
no toparse entre si [...]45 |
Varias congregaciones femeninas comenzaron
su vida de comunidad en casas adaptadas para tal fin mientras conseguían la
aprobación formal de erigirse en monasterios. En tanto, se debía levantar una edificación
conventual con carácter permanente y de manera paralela construir una iglesia
adecuada, para que al momento de la aprobación real y canónica estuviese todo
el conjunto terminado.
De varias maneras se
conseguía el sitio para iniciar la construcción de los conventos. La primera
era por compra de casas ya edificadas que paulatinamente se acondicionaban para
las oficinas del convento. Como ejemplos de ello tenemos los casos de La
Purísima Concepción o de Capuchinas, en este último, la fundadora, doña Ana
Francisca de Zúñiga y Córdoba compró la finca ya construida al canónigo Alonso
Fernández de Santiago. Así, desde un principio, este monasterio funcionó en un
espacio integrado a la traza urbana. Estas construcciones fueron lentamente
modificadas de acuerdo con los requerimientos conventuales. Una variante se
presentó en el caso de las Carmelitas Descalzas de Santa Teresa, a quienes
originalmente se les asignó un solar junto a la parroquia de San Marcos al
poniente de la ciudad, zona despoblada a principios del siglo XVII;
posteriormente adquirieron y se mudaron a un solar ubicado hacia el norte
sirviéndoles de entorno la parroquia de San José, San Cristóbal y Santa Clara,
el «centro y corazón de esta Ciudad y de todos sus
moradores»46.
Otra variante consistió
en que el fundador o los patronos del convento compraran el terreno y con un
diseño ex profeso iniciaran la construcción como en Santa Rosa, donde don
Miguel Raboso de la Plaza:
atento a la particular
devoción y affecto que había tenido a la Virgen de santa Rosa había comenzado a
su costa la iglesia y fábrica del convento de las religiosas beatas, para lo
cual había comprado el sitio en remate público al Juzgado Eclesiástico de
testamentos [...]47Escalona Matamoros, c. 1740, f. 25.
Las edificaciones
conventuales se hacían por etapas y a menudo se veían interrumpidas y tardaban
años en terminarse. En consecuencia, las estructuras primitivas del templo eran
las últimas en recibir atención. Por ello, las fachadas mostraban formas mucho
menos ambiciosas que las del resto del edificio pues, al parecer, pocas veces
fueron remplazadas o aderezadas con composiciones más elaboradas. En Santa
Catalina, su pórtico, que fue diseñado hacia fines del siglo XVI, mantuvo una
sencillez que contrastaba con su campanario azulejado observable en el siglo
XVIII.
El proceso de
construcción de los monasterios no finalizaba con su ocupación. A esta primera
etapa proseguía la de terminar y decorar de manera definitiva la iglesia y el
convento, lo que dependió de diferentes causas, como la disposición de
donaciones o los recursos humanos y materiales. Por estas razones fueron tan
marcadas las diferencias entre los años de fundación de los conventos y la
fecha de dedicación de sus iglesias. El siguiente cuadro nos ilustra al
respecto.
Fundaciones y
dedicaciones conventuales en la ciudad de Puebla (1568-1748)
|
Año fundación |
Año dedicación de la
iglesia |
|
|
Santa
Catalina |
1568 |
1652 |
|
La
Concepción |
1593 |
1617 |
|
San
Jerónimo |
1597 |
1635 |
|
Santa
Teresa |
1604 |
c. 1622 |
|
Santa
Clara |
1607 |
1699 |
|
Santísima
Trinidad |
1619 |
c. 1673 |
|
Santa
Inés |
1626 |
1752 |
|
Santa
Mónica |
1682 |
1751 |
|
Capuchinas |
1703 |
1711 |
|
Santa
Rosa |
1683 |
1740 |
|
La
Soledad |
1748 |
174948 |
FUENTES: AGNEP, AAP, Crónicas
Conventuales y Toussaint, 1954.
En la mayoría de los
casos, el año de fundación corresponde a la fecha en que se autorizó el
poblamiento oficial del edificio conventual. El año de dedicación indica la
fecha en que la iglesia del monasterio fue consagrada a la protección de una
devoción particular. Este desfase constructivo puede ser un indicador de la
variedad de estilos y elementos decorativos en los conjuntos conventuales.
La edificación de los
templos no fue en todos los casos una empresa fácil y continua; de hecho,
estuvo condicionada a las fluctuaciones económicas de los monasterios y a la
misma economía urbana. Esto se reflejó en Santa Rosa donde, por causa de la peste
de 1737, las casas de cuyas rentas se sostenía el monasterio y se construía su
iglesia «se quedaban vacías y sin cerraduras y sumamente
maltratadas y apestadas por no haber oficiales en sus oficios para su
mantenimiento y las religiosas tan necesitadas que una semana les pasó el
mayordomo veinte reales y muchas más las pasaron sin residuo alguno, pues todos
estaban para pedir limosna y ninguno la daba»49.
Otras veces las construcciones
conventuales se suspendieron por causas legales, generalmente por los pleitos
de los patronatos. Ello originó que los monasterios tardaran, en ocasiones
muchos años, en aprobarse real y canónicamente, y que se suspendiera total o
parcialmente su edificación, como en el caso de las dominicas de Santa Rosa que
a la muerte del patrón se quedó «la iglesia con un sólo
lienzo levantado por que servía de muralla y arrimo al convento, estando la
edificación hasta la meza sobre la que había de formarse la cornisa pasando
treinta y tres años sin ponerle más manos a su prosecución»50.
Del techo: «primorosa su labor que recamada de oro y azul quiere
imitar al cielo...»51
Una vez aprobada
legalmente la fundación monástica, establecido el patronato y levantado el
edificio de la iglesia, las modificaciones y readecuaciones de las oficinas
conventuales eran continuas. En la decoración de las iglesias también se
perciben diversas etapas constructivas, en un principio algunas de las
techumbres fueron de artesonado, o bien podían ser planas de vigas o de
armadura central52. Por el exterior estaban forradas con tejas o con plomo,
en los casos de mayores posibilidades materiales. Una crónica concepcionista
nos sugiere esta idea:
|
[...] quien contare
todos los años que hay desde 1593 hasta el de 1617, que son 22 y viere que en
este se dedicó la iglesia del convento que se estreno en aquel, le pareciere
que la obra andubo con passos tan pesados como de plomo; y no discurriría
mal, si supiera que con planchas muy gruesas, de este metal, esta por arriba
en lo exterior resguardada toda la superficie de la iglesia y coro alto; y no
con tejas de barro como es lo común en las fábricas de artesones [...]53 |
La resistencia exterior contrastaba con la
belleza y ambientación que estos artesonados podían proporcionar en el interior
del templo, como en La Purísima Concepción, cuya nave y coros medían ochenta
varas de longitud y el techo:
|
es de lo mas
primoroso que inventó el arte, que enlasando para dar su conssitencia las
maderas, quiso emular con ellas las bóvedas más fuertes y lucidas, pues son
las vigas tan anchas e incorruptibles que apuestan duración con la peñas de
que se forman los mas firmes convexos cerramientos y no solo es admirable la
constancia, sino primorosa su labor que recamada de oro y azul quiere imitar
al cielo [...]54 |
Hacia finales del siglo XVII y principios
del XVIII, estas techumbres fueron sustituidas por bóvedas y cúpulas como en
Santa Catalina en 1705, La Concepción en 1732, San Jerónimo en 1710 y Santa
Clara en 171455. Para ello, desde el exterior se reforzaron las
estructuras de las naves con contrafuertes para protegerlas de los terremotos.
De acuerdo con las
disposiciones de Borromeo56, el tipo de construcción conventual femenina fue de una
sola nave paralela a la calle como se aprecia en la mayoría de los conventos57, en los casos de Santa Teresa y
Capuchinas la disposición tradicional se presenta precedida por un pequeño
atrio.
Las iglesias
conventuales eran los espacios sacralizados más importantes para la comunidad
pues en ellos se congregaba a cantar sus alabanzas a Dios. Vistas desde el
exterior, las cúpulas y las torres, el muro del ábside, y el conjunto de los
contrafuertes y las fachadas daban una idea de monumentalidad y armonía en el
paisaje urbano.
Las dimensiones
recomendadas para estas iglesias eran de 50 metros de largo por 10 de ancho.
Sin embargo, estas proporciones variaron y en general se proyectaron con
mayores dimensiones posiblemente debido a la disponibilidad de recursos
materiales y económicos proporcionados por los patronatos. En Santa Teresa, por
ejemplo, una vez que compraron los solares circundantes, «llamaron
y consultaron Maestros de arquitectura, para que, reconocido todo el sitio,
formasen planta para la edificación de la iglesia y del convento»58.
Plano 4. El templo de La Soledad
Fuente: Toussaint, M., 1954.
En otros casos la obra dependía de la
abundancia, experiencia o pericia de la mano de obra constructora, que ignoraba
en muchos casos, las indicaciones de los tratadistas. Esto definió el
academicismo de algunos templos o el carácter popular de otros, a lo que se
añaden las influencias arquitectónicas y culturales de las construcciones
conventuales según la etapa fundacional a que correspondan. Un caso claro de
ello lo tenemos en la edificación del templo de Santa Rosa hacia 1740, en
donde:
|
los sobrestantes
voluntarios de esta obra de pie éramos tres eclesiásticos que muchas veces
de Propis Manibus solíamos ayudar a los operarios,
el principal [constructor] fue un caballero llamado Juan de la Torre que
olvidándose de su hacienda se dio con tal eficacia y buena voluntad a este
empleo [...] y no queriéndose sujetar a las medidas que quedaron antiguas,
procuro iluminarla (la iglesia) con un ventanaje rasgado y garbozo que le
hecho y por eso es tan famosa y alegre [...], obra propiamente de milagro por
que el maestro que la hizo era un medio cuchara a quien era necesario
advertirle y enseñarle como había de sacar pie de un arco, como se había de
poner una repisa y formar una pechina y salir tan perfecta y asertada, claro
se ve que anduvo por aquí la mano Poderosa y Divina59. |
Los constructores de las iglesias de
monasterios femeninos reprodujeron el esquema arquitectónico de techumbres con
bóvedas de cañón corrido, solución que había sido empleada previamente en
algunos templos franciscanos de la región, cuyo diseño permitía unidad y
continuidad espacial de manera austera y segura, obteniendo un volumen con
carácter de túnel de gran longitud en los interiores. Los techos exteriores de
estas iglesias presentaban la combinación de espacios abovedados y cúpulas,
algunas de ellas primorosamente decoradas como en Santa Catalina.
Desde la calle, el
efecto visual de los exteriores de los templos de monjas presentaba un
asombroso, si bien no del todo convincente aspecto militar, gracias al empleo
de los contrafuertes60 y estribos. Una descripción de Santa Teresa ilustra
el empleo de estos elementos:
|
La fábrica de la
iglesia por lo de afuera en los estrivos que la fortalecen y portadas que la
hermosean, es todo de orden toscano, de que se valen los artífices para
edificar muros, castillos y fortalezas61. |
Parece ser que los estribos continuaron
empleándose en templos de posteriores etapas constructivas, y que se colocaban
en puntos donde las fallas estructurales se consideraban inminentes. Un caso
concreto de este problema se presentó en la construcción de la iglesia de las
dominicas de Santa Rosa, donde
|
hubo suspensión de la
obra porque según nosotros la ibamos ordenando se le cargaran las bóvedas se
esperimento una lamentable ruina por que una pared de la iglesia, como tengo
dicho llevaba treinta años de seca y ya había hecho asiento, siendo mui
conveniente el que la nueva, echados los arcos, se dejara descansar el
espacio de un año y con todo y eso luego que se le cargaron las bóvedas
asentó con la nueva pesadumbre todo lo recién fabricado y rajo el convento de
popa a proa que fue preciso encadenarlo [con estribos]62. |
Con la utilización del conjunto
contrafuerte-estribos-fachadas se obtuvo una homogeneidad visual que dio unidad
a todas las iglesias conventuales a pesar de que sus fachadas, disposición y
número variaran según la etapa en que fueron construidas. Las diseñadas y
construidas entre 1556 y 1680, siempre fueron pares siguiendo modelos
herrerianos propios del siglo XVII, como en los conventos de franciscanas
concepcionistas. Las Carmelitas Descalzas de Santa Teresa, siguiendo esos
cánones, las mandaron construir de cantera, «en cuyos
nichos están colocadas sobre las dos puertas, las Imágenes de la Santísima
Virgen del Carmen y el Señor San Joseph que son de piedras blancas de
villerías»63. Algunas más elaboradas muestran la utilización de
elementos barrocos como en la bellísima fachada de San Jerónimo, ahí sus
puertas precedidas por escalones de cantería orientan la perspectiva hacia lo
alto donde mascarones y volutas enmarcan las caídas de agua desde la parte
superior de los contrafuertes.
En Capuchinas y La
Soledad fundados entre 1680 y 1748, se limitó por primera vez el acceso al
templo mediante una sola puerta. En Santa Rosa, a la que todavía se le
diseñaron dos, fue el único caso en que se hicieron dispares, como lo muestra
la siguiente descripción:
|
tiene esta iglesia
dos puertas con sus portadas de cantería labrada que salen a diversas calles,
costeadas, la una por el señor Arcediano y la otra por el Capitán don Joseph
Díaz de la Cruz64. |
Esta modificación -en apariencia sólo exterior-
en el número y disposición de las entradas, alteró varios espacios internos de
la iglesia conventual modificando su funcionamiento y con ello el modelo de
comunicación entre la comunidad, la iglesia y la sociedad.
Originalmente, en las
iglesias conventuales construidas en los siglos XVI y XVII, la nave se limitaba
por un lado por el presbiterio y por el lado opuesto por el conjunto de los
coros alto y bajo. Desde este último las monjas observaban directamente el
altar mayor y participaban en la misa diaria. En los templos diseñados en el
siglo XVIII en el lugar que originalmente debía ser ocupado por la sacristía se
ubicó el coro, a un costado del altar mayor; por lo tanto, las monjas ya no
verían más hacia el frente, el oficio divino se rezaría en el coro alto que
enmarcaba la parte superior de la única entrada al templo convirtiéndose en
sotocoro, a manera de una gran cornisa.
La sacristía, se
convirtió en una prolongación de la iglesia, atrás del altar central. Veamos un
ejemplo concreto en Santa Rosa:
|
La iglesia quedó
hermosisima mui clara y alegre de cuarenta varas de largo y diez y media de
ancho con su crucero hecho con tal arte que desde el coro, asi alto como bajo
y tribuna se descubren los altares, su Presbiterio le circunvala una bolada
cornisa [...] que tendrá más de dos varas, tiene quinse ventanas rasgadas,
sus cuatro confesionarios con la craticula forrada [...] La sacristía se
compone de tres bóvedas tan capases que pudiera servir de otra iglesia [...]65 |
El esplendor de los conventos era una
expresión de la prosperidad de sus rentas. Esto se reflejaba tanto en el
interior como en la construcción y adorno del templo, en el cambio de
techumbres o en la decoración de sus cúpulas y campanarios. Estos últimos,
ubicados a los pies de la iglesia, eran otra manifestación externa de la
religiosidad vivida en el interior de los monasterios mediante los sonidos
cotidianos66, podían ser de un solo cuerpo forrado de azulejos como en
Santa Catalina, de dos cuerpos con columnas salomónicas como en La Concepción y
La Soledad, o con estípites como en San Jerónimo. En ellos se resguardaban las
campanas, que habían sido consagradas mediante un ritual que confirmaba su
simbolismo67.
En los conventos
terminados en el siglo XVIII, las edificaciones tuvieron caracteres más
austeros debido, entre otras razones, a las recomendaciones que sobre la
pobreza señalaban sus constituciones. De esta manera, Santa Mónica, Santa Rosa
y La Soledad mostraron mayor austeridad en su construcción exterior y, en
algunos casos, tuvieron un carácter más popular que sus antecesores.
Las diferencias
arquitectónicas que hemos tratado de remarcar pueden ser indicadores de cambios
en la concepción que sobre la religiosidad monacal empezaban a esbozarse a lo
largo del siglo XVIII. El hecho de limitar el ingreso al templo por un solo
acceso definió también el número y el tipo de circulación de los fieles en el
interior de la iglesia. Aunado a ello, el desplazamiento del coro bajo obligó a
mirar en primera instancia hacia el presbiterio y suprimió la posibilidad de
contacto visual con las religiosas en los coros. Las profesiones ya no serían
tan públicas y sus padres o familiares no participarían de la misma manera en
el último adiós de su enterramiento.
A la edificación del
templo continuarían añadiéndose el conjunto de las oficinas conventuales. Por
el exterior, los muros claustrales, porterías, sacristías, pilas de agua y
huertas se convertirían en referentes urbanos de gran importancia.
Los caminos procesionales de los conventos.
«La calle de la portería y rejas del convento de san Jerónimo»68
Entre 1601 y 1702
existían 28 calles diferentes que conformaban la zona central de la ciudad como
un todo orgánico. Su clasificación obedeció a diferentes categorías, siendo la
más importante, durante el siglo XVI, la orientación. Ésta implicaba la
nominación de grandes vías de comunicación; por ejemplo «la
calle del monasterio de santa Catalina que comienza desde las huertas que
fueron de Gregorio Díaz y pasan por el dicho monasterio hasta el barrio de
Nuestra Señora de los Remedios»69. El nombre también podía atender al
toponímico de antiguos e importantes propietarios. El caso más sobresaliente es
el de Juan Formicedo, que delimitó la línea que partía de la «calle
que comienza desde las huertas de Juan de Formicedo hasta el barrio de san
Pablo»70.
Fue hacia principios
del siglo XVII cuando los nombres de las calles comenzaron a cambiar en función
de los edificios que en ellas se ubicaban. Las nominaciones se limitaron a una
sola cuadra o dos y no a líneas de orientación continuas, debido quizás al
crecimiento edilicio de la ciudad, pues en cada cuadra se construyó o terminó
algún edificio como ordenador exacto, de tal forma que para el siglo XVIII
todas las cuadras tenían su propio nombre.
A fines del siglo XVII
y principios del XVIII se empezó a precisar la nomenclatura en la que quedaron
incluidos los nombres de los edificios o secciones de las construcciones
eclesiásticas más importantes. Por ejemplo, la calle de la portería del
convento de Santa Catalina se menciona como «la reja y la portería» desde 168971, o «calle de la portería y rejas del
convento de san Jerónimo» en 175972.
Los conventos, junto
con otras instituciones, asignaron cuatro nombres diferentes a las calles que
los rodeaban. Además de las ya citadas rejas y porterías se añadían el nombre
de la iglesia del monasterio, por ejemplo, calle de Santa Teresa o de la
«Sacristía de La Concepción» e incluso en algunos casos «calle de las huertas
de Santa Ynés». Así, a mediados del siglo XVIII, los nombres de 44 de las
calles de la ciudad respondieron a elementos arquitectónicos de los monasterios
femeninos, integrando a su alrededor zonas de importante población urbana como
en Santa Mónica y Santa Rosa ubicados dentro del barrio de San José o Santa
Catalina; Santa Clara, y la Santísima Trinidad, en torno a Santo Domingo.
La incorporación de los
edificios conventuales a la toponimia urbana se realizó en dos fases. La
primera fue a partir de su nominación consuetudinaria, sin que necesariamente
estuviese reconocido formal y oficialmente, ya fuese como beaterio o como
futuro convento, por ejemplo, «casa de Juan Rodríguez que
está en la calle del beaterio (de santa Rosa)»73. Posteriormente, ya con el reconocimiento
legal, vendría el acto de poblamiento del monasterio y la sacralización del
edificio conventual. Entonces las calles se definieron por ser un entorno del
convento.
Los conventos eran
reconocidos formalmente a partir de la bula de erección aprobada por las
autoridades reales y eclesiásticas, documento que era el resultado de
peticiones que grupos interesados, particulares y religiosos hacían ante las
autoridades. Para la fundación de Santa Catalina en 1568, los principales
promotores fueron los frailes dominicos. En otras casos eran las familias
importantes las involucradas en la construcción, como fue el caso de los Raboso
de la Plaza promotores de Santa Rosa. Otra forma de establecer un convento fue
mediante la reunión de intereses coincidentes de diversos grupos sociales. Así,
para la fundación de La Concepción estuvieron comprometidos los cabildantes del
ayuntamiento74 y miembros del clero secular, mientras que en el caso
de la Santísima Trinidad, tres familias vinculadas entre sí hicieron ingresar
como fundadoras a dieciséis de sus descendientes.
En el caso de que
existiera en la ciudad un monasterio de la misma orden del que se pretendía
fundar, el mecanismo de poblamiento consistía en el traslado de las religiosas
del convento promotor hacia el nuevo claustro, todo esto avalado legalmente por
las autoridades, el caso del poblamiento de La Soledad es ilustrativo.
En una primera instancia
se despedían de la comunidad de origen a las elegidas como pobladoras. El
anochecer del día 25 de febrero de 1748 fue una de las fechas más importantes
en la vida de la religiosa carmelita María Teresa de San Joseph, quien había
sido elegida, junto con Michaela de San Elías, María Jacinta de la Assumpción y
María Josepha Bárbara de Santa Teresa, como fundadora del que sería el último
monasterio de clausura de la época colonial en la ciudad de los Ángeles; el de
Nuestra Señora de La Soledad. En el coro bajo, el obispo les había hecho «un breve, santo y discreto razonamiento exhortando a las que se
quedaban a mitigar el dolor de la separación»75.
Por la mañana del
siguiente día salieron del convento de Carmelitas Descalzas de Santa Teresa la
antigua las monjas elegidas, ellas:
|
entraron en una
carroza, por que su Ilustrísima lo mandó por la gran distancia que ay del
convento [de santa Teresa] a la santa Iglesia [Catedral], de donde se había
de formar la procesión, adelante de la carroza iva un piquete de soldados de
a caballo para desocupar el paso de los forlones, a dichas M.R.M. les servían
de cocheros dos caballeros principales y eran escoltadas por todos los
caballeros principales de la ciudad y republicanos, junto con una compañía de
infantería [...] continuando la comitiva por la calle de mercaderes cuyos
balcones y ventanas estaban vistosamente empavesados asta llegar a la santa
Iglesia donde salieron a recibirlas el Venerable Cabildo [...] y todo el
clero y sagradas religiones de esta ciudad76. |
Del convento de Carmelitas Descalzas de
Santa Teresa, las fundadoras se dirigieron a catedral donde salieron a
recibirlas el venerable cabildo [...] todo el clero y sagradas religiones de
esta ciudad, después de oír misa y las exortaciones correspondientes salieron
de la basílica de donde:
|
la procesión empezó a
salir por la puerta que llaman del Perdón, el clero en el centro llevaba las
imágenes de santa Theresa de Jesús, san Pedro, san Joseph y las santísismas
imágenes del Carmen y La Soledad ricamente adornadas. El Venerable Cabildo y
la Nobilísima ciudad bajo las Mazas en cuyo cuerpo iban mezclados nobleza i
caballeros i principales y siguiendo procesionalemente llegaron a la iglesia
del convento de religiosas de la Purísima Concepción y de allí prosiguieron a
la Yglesia de la las Rdas. Madres Capuchinas de donde sin demoara
alguna a la Yglesia de su nuevo convento de Nra. Sa. de la
Soledad [...]77 |
Esa noche el cabildo de la ciudad había
aprobado que para tal celebración se adornaran las calles con luminarias
partiendo desde las casas del ayuntamiento donde las hogueras alumbraban la
plaza pública y el costado de la catedral, enmarcando a «esta
lucida comitiva que pasó por la calle de los mercaderes, cuyos valcones, y
ventanas estaban vistosamente empavesados»78.
El imaginario barroco
cohesionó la manera incuestionable el poder religioso y el político. Al
traslado de las monjas de un convento a otro, seguía la institucionalización y
reconocimiento del nuevo monasterio. Con el establecimiento del camino
procesional, en el que por primera vez quedaba incluido el nuevo edificio,
monacal, se consagraba el nuevo espacio conventual al vincularlo con la
catedral y con los otros edificios monásticos (plano 5). Estos actos festivos y
religiosos estuvieron sujetos en principio a la topografía y a las condiciones
demográficas de la ciudad. A mediados del siglo XVI sólo se conocía un camino
procesional como lo muestra esta descripción:
Plano 5. Los conventos de mujeres y los caminos
procesionales, siglos XVI-XVIII
Este día [junio 7 de
1555] los regidores dijeron por cuanto conviene que la procesión del santísimo
Sacramento del día de Corpus Christi va por algunas calles, que así por ser
larga la procesión como por estar con agua las tales calles [la «acequia» del
agua pasaba hasta 1557 por la calle principal] e no tan pobladas como es
necesario [...]79
A esta ruta poco a poco
se añadirían nuevos puntos de referencia derivados del establecimiento de los
conventos. La fundación de Santa Catalina en 1568 modificó el circuito
anterior, al prolongarse e incluir por primera vez al único monasterio de
mujeres de la ciudad, ubicado a una cuadra de Santo Domingo. El 7 de junio de
1613 el alguacil mayor hizo un llamado para que:
|
a los vecinos que
viven y tienen sus casas en la calle que va de la pila de las monjas de santa
Catarina de Sena a la Iglesia de la santa Veracruz, calle principal por donde
pasa la procesión del santísimo Sacramento el día de Corpus en cada un año,
en razón de que habiéndose pregonado que todos los vecinos de la dicha calle
limpiasen sus pertenencias para que uviese buen paso para el día de Corpus80 . |
Con el paso del tiempo las procesiones de
poblamiento incluyeron al resto de los edificios monásticos, añadiéndose las
calles de los conventos de San Jerónimo a partir de 1597, la Santísima Trinidad
en 1619 y posteriormente en 1626 la de Santa Inés. La procesión doblaría justo
en este convento para incorporarse a la catedral pasando por el convento de La
Concepción, fundado en 1593.
Los caminos procesionales
de sacralización espacial ratificaban la incorporación del nuevo convento,
junto con los ya existentes, a la traza urbana. Esto exigía que la fundación
legal estuviese formalizada, con las suficientes rentas para mantenerse, con la
iglesia en posibilidades de recibir a las autoridades y de ser consagrada
definitivamente. En 1617 se llevó a cabo la fiesta de consagración de la
iglesia del convento de la Purísima Concepción de María, hecho que coincidió
dos años después con las festividades que marcarían la relevancia del convento
de manera definitiva, ya que la advocación conventual era elevada a patronato
de la ciudad. Con ello el convento cobraba una importancia jamás imaginada al
ser incluida su festividad en una de las procesiones más importantes en la
historia de la ciudad81.
|
Se acordó de
conformidad que para el día de la procesión de la fiesta de la Limpia
Concepción los indios se encarguen de limpiar las calles desde la casa real
hasta la esquina de la calle de Mercaderes [actual 2 norte] a don Juan de
Carmona y Tamaríz, la calle de Mercaderes a don Felipe Ramírez de Arellano y
la vuelta hasta la esquina a Don Nicolás de Villanueva [actual avenida
Reforma], De don Francisco Sánchez Vergara de la casa del Señor Villanueva y
desde la esquina de las monjas [calle 16 de Septiembre] hasta la calle de
Cholula [avenida Reforma] al señor Berruecos, desde la calle de Cholula hasta
la de Herreros [avenida 3 poniente] al regidor don Pedro de Urive [...] Los
señores deben acudir al señor alcalde para que les haga dar indios para tener
limpias las calles y empedradas82. |
Esto significó en adelante que la zona sur
de la ciudad fuera considerada parte de la traza central. Para esta fecha, en
ese entorno sólo estaba totalmente edificado el hospital de San Juan de Letrán
y apenas se estaba iniciando la construcción de otros conventos. Posiblemente a
raíz de la consagración de la iglesia de La Concepción, esta área de la ciudad
resultó ser ideal para el levantamiento de nuevos monasterios, pues además del
de San Jerónimo citado anteriormente, se construyeron en su entorno el de
Capuchinas y el de La Soledad.
Con la ritualización de
cada ceremonia conventual y de manera festiva, se creaba un sistema generador
de prácticas y esquemas de percepción trasmisibles de una generación a otra.
Sin embargo, las festividades de poblamiento, consagración o patronatos no
reflejan de manera directa el lento proceso que significaba fundar un monasterio
pues no siempre se contó con el beneplácito inmediato de las autoridades reales
y eclesiásticas. En algunos casos, sobre todo los conventos de la última oleada
fundacional tuvieron que pasar por largos y penosos trámites antes de ser
aprobados y formalmente establecidos.
Ya establecidos y
reconocidos los monasterios, otros elementos urbanos les otorgarían
importancia, de manera particular el hecho de que tuvieran garantizado el
acceso al agua, lo que contribuyó a que en su entorno se desarrollaran importantes
zonas de sociabilidad urbana.
Los conventos de mujeres en el camino del agua
Además de ser un
elemento esencial para la vida, el agua fue uno de los factores que definieron
la morfología urbana. Los conventos estuvieron, al igual que otras
instituciones, íntimamente relacionados con su uso y distribución. Entre el
abasto del líquido al público y los conventos existió una estrecha relación;
los monasterios recibían agua del ayuntamiento mediante mercedes, el excedente
del vital líquido salía de los claustros a sus fuentes públicas anexas de las
que los parroquianos de los barrios circunvecinos podían surtirse
gratuitamente. Esta relación entre el agua y su distribución definió formas de
convivencia y civilidad urbana que conviene explicar.
Puebla, ubicada
estratégicamente, era irrigada por el cauce de tres ríos, sin embargo, el agua
no corría en igualdad de condiciones en las diferentes zonas que constituían la
mancha urbana. Ello estuvo determinado de manera definitiva por las diferentes
calidades del fluido; circulaban cauces de agua dulce en el norte y en el
centro, y sulfurosa en la parte sur poniente. Otro factor diferenciador tuvo
que ver con su conducción y distribución.
Dentro de la ciudad el
agua nacía en los manantiales y otros mantos acuíferos menores y por medio de
tecnología hidráulica se trasladaba al núcleo urbano al que aprovisionaba por
medio de acequias (véase plano 6) alcantarillas83 y las cajas de agua84, recipientes que concentraron el vital
líquido en determinados puntos y a partir de los cuales se repartía
directamente o mediante arcos externos o atarjeas subterráneas que abastecían a
las fuentes públicas y privadas. Las alcantarillas se ubicaron aprovechando los
ejes de agua y el declive de la ciudad, fueron diseñadas y construidas exclusivamente
dentro de la traza urbana española. (Véase el plano 7.)
Plano 6. Los conventos de Santa Clara y Santa Teresa en un
sistema de acequias. Detalle de plano del siglo XVIII
Plano 7. Alcantarillas de la ciudad de Puebla, siglos
XVIII-XIX
Fuente: Archivo del Ayuntamiento de Puebla
Los primeros vecinos de
la ciudad que tuvieron acceso al abasto del vital líquido fueron los que
gozaron de una merced de agua, privilegio que también fue compartido por el
conjunto de las instituciones eclesiásticas. De manera particular, los
conventos de mujeres desempeñaron un papel preponderante en la distribución del
agua al existir una coincidencia espacial entre su ubicación y las
alcantarillas, lo que los convirtió en puntos importantes de articulación de la
red acuífera. Por otro lado, se contaron entre los principales usufructuarios
de las mercedes de agua localizadas en el conjunto de los inmuebles urbanos de
su propiedad.
En la plazuela del convento de Santa Inés «se encuentra una fuente
de abasto al común»85
Coincidiendo con los
ejes de distribución de agua dulce que recorrían la ciudad de norte a sur se
localizaba el conjunto de los monasterios femeninos conformando una zona bien
delimitada en el corazón mismo de la traza. Hacia el oriente estaban Santa
Teresa, Santa Clara, San Jerónimo y La Soledad. De manera paralela, en la calle
central que divide a la ciudad de oriente a poniente se localizaban Santa
Mónica, La Santísima, La Concepción y Capuchinas. Para concluir, un tercer
bloque al poniente agruparía a los tres conventos de dominicas: Santa Rosa,
Santa Catalina y Santa Inés.
La idea de que la
ubicación de los conventos de mujeres coincidiera con los ejes de abasto de la
ciudad no dice mucho por sí misma. Es hasta que se analiza la distribución del
agua por medio de acequias, alcantarillas y fuentes dependientes de los
monasterios, cuando se aprecia su influencia en la estructura y el paisaje
urbano colonial.
Tres de las
alcantarillas más importantes estaban ubicadas sobre algún muro conventual; en
el norte la de la casa de las «recogidas» se conectaba directamente a Santa
Mónica, las agustinas también recibían agua de la llamada del «arco chico». En
la misma zona la caja colorada surtía a Santa Rosa y de ahí se distribuía a dos
casas habitación, un obraje y un temazcal. Del «arco de la esquina» llegaba a
Santa Teresa, al cuartel, a cuatro casas y a una panadería que surtía al
barrio.
En el centro una de las
alcantarillas más importantes - «la caja chica»- aprovisionaba a la pila del
convento de Santo Domingo, al colegio de San Luis y a los mercedarios, después
de llegar a Santa Clara abastecía, además, trece casas y una panadería.
La del «venado» surtía
en primer lugar a Santa Catalina, de ahí bajaba hacia el estanco de tabaco y
proveía al hospital de San Pedro; por su paso tomaban diez casas, una fuente
pública, un temazcal y un horno de vidrio. Este mismo monasterio en su muro
postrero albergaba a la «de Carrasco» y su fuente pública. Este conjunto de
alcantarillas, cajas, arcos y fuentes abastecían 20% de las tomas de agua de la
ciudad.
Finalmente, la
alcantarilla de La Santísima, unida al convento del mismo nombre, surtía por su
paso a las comunidades de La Concepción, San Jerónimo, Capuchinas, La Soledad y
Santa Inés. Esta toma de agua fue la más importante de Puebla en el siglo
XVIII, ya que además, estaba comunicada con la de la plaza principal y en
conjunto beneficiaban 31 % de los sitios que gozaban del remanente del agua
dulce en el centro y sur, pues «antes de subir el agua a
dicha alcantarilla toma de ella por sangría el convento de religiosas de la
Pura y Limpia Concepción, en donde se localiza otra alcantarilla y de ahí
también el oratorio de San Felipe Neri y toma también por lo perenne el
convento de Santa Inés, en cuya plazuela se encuentra una fuente de abasto al
común»86. (Véase plano 8.) La alcantarilla de La Santísima estaba
embebida en la esquina del convento, agrupando en su entorno a otras tres «pequeñas sin puertas, y que por esto tienen un mal aspecto y
causan fealdad asiendose reparable a cuantos transitan de fuera por estar en
una calle que da entrada y salida a la ciudad»87. Además de abastecer a los conventos
femeninos ya citados llegaba a La Concordia, al cuartel de milicias, el
hospital de San Roque, la aduana, la sacristía de catedral, la casa del
obispado, los colegios de San Juan, San Pablo y San José de Gracia.
Plano 8. Fuente interna y externa de Santa Inés. Ampliación
de detalle de un plano del siglo XVIII
Otras alcantarillas secundarias se
ubicaban en los conventos de La Concepción y San Jerónimo. La primera de ellas
sólo recibía agua dos veces por semana y ésta se conducía a los colegios de Niñas
Vírgenes y de San José de Gracia, al temazcal de Morados y a las casas de don
Manuel Bergaño88.
Por medio de las
alcantarillas, los conventos recibían el agua para su suministro interno. Sin embargo,
la cesión de la merced real para las monjas no les presuponía el usufructo del
vital líquido de manera permanente. En una solicitud de 1712, doña Ana
Francisca de Zúñiga y Córdoba, viuda del general don Diego Ortiz de Lagarchi,
caballero de la orden de Santiago, patrona y fundadora del convento de
Capuchinas señaló que:
|
[...] por haber
sucedido en las casas que fueron del canónigo Alonso Fernández de Santiago
que son las mismas en las que se edificó el dicho convento y su Iglesia, se
le hizo una merced de agua del repartimiento de la plazuela del Carmen y que
con las diferentes mercedes que se hicieron antes del dicho convento a veces
llega muy poca agua al convento y es necesario comprarla esperimentando el
inconveniente que entren aguadores dentro de dicho monasterio [...]89. |
La asociación entre los conventos y el
suministro de agua benefició casi de manera directa a los sectores
circunvecinos, algunas veces a costa del propio abasto interno. A manera de
ejemplo, en el caso de las agustinas de Santa Mónica:
|
En una vista de ojos
hecha en el convento de santa Mónica, reconociendo dos pilas que están en el
patio primero y segundo claustro, solo tienen el gose de agua por oras, tres
horas desde las seis de la mañana y desde dicha ora hasta las tres de la
tarde (mientras) el agua va al hospital y convento del patriarca san Juan de
Dios y justamente a un temazcal de la casa que posee en
propiedad D. Joseph Manuel Campos y de ai a un obraje viejo i a las
casas del Lic. Baquer presbitero y de las tres de la tarde a las cuatro cae
al recogimiento de santa María Magdalena y desde dicha ora hasta las seis de
la mañana pasa a la alameda y el derrama a las tocinerías de la calle real
primeramente y a la que esta en la esquina de dicha alameda, a la que fue
vidriería y al obraje que fue de Solano. Es manifiesto que así por las pocas
oras que tienen el gose del agua dicho convento como los interesados, que
toman de dicha agua le infieren e erogan grave perjuicio y causan la escases
que dicho convento esta experimentando90. |
El hecho de que las alcantarillas se
ubicaran en las inmediaciones de los conventos presupuso el abasto del
vecindario que se iba conformando a partir de su fundación, esto a su vez imprimió
un sello propio al paisaje urbano poblano. Esta relación estuvo definida por la
manera en que las instituciones monásticas distribuyeron el agua.
Salvo aparentes
excepciones, una propiedad privada del agua sólo existía en relación con
fuentes y pozos en terrenos particulares, hasta el momento en que tales aguas
salieran del terreno de su propietario91. El líquido llegaba mercedado a los
monasterios procedente de las alcantarillas. Al usufructuarlo la comunidad,
éste pasaba a ser privado; una vez aprovechado en su interior, su sobrante era
conducido hacia el exterior por medio de pilas o fuentes convirtiéndose en agua
de uso común o público. Este fenómeno no ocurría cuando el agua entraba a las
casas particulares pues los usos productivos limitaron la salida de los
remanentes al exterior.
Los permisos de agua
para uso doméstico, otorgados a particulares, nunca pudieron crear derechos
definitivamente establecidos. La verdadera propietaria del agua que corría por
las cañerías seguía siendo la corona y todo permiso dado por el cabildo siempre
fue precario y revocable y el interés particular siempre tenía que ceder ante
el beneficio colectivo. Legalmente al ayuntamiento correspondió velar por el
abasto público y privado del agua, pero en la práctica los monasterios
desempeñaron parte de esa función.
«En lo que toca al agua, la ciudad tiene hecha merced a cada
convento que en su vecindad se fundase»92
Un análisis de los
diferentes usos del agua durante el siglo XVIII y la primera mitad del siglo
XIX indica que fue el uso productivo, en cualquiera de sus formas, el que
definió su valor93. Panaderías, casas de ganado de cerda,
temazcales, curtidurías, boticas, y otras actividades comerciales la
consideraban indispensable.
Cabría preguntarse si
el uso del agua para las casas habitación era de importancia secundaria.
Posiblemente algo tuvo que ver la influencia de la teoría miasmática, para la cual
el agua era un elemento asociado a las emanaciones del centro de la tierra,
determinando que su utilización se limitara a la higiene personal y doméstica.
La idea de llevar el agua a cada casa habitación no fue durante los siglos XVII
y XVIII una preocupación primordial en la sociedad.
Otra explicación puede
encontrarse en el tipo de relaciones sociales delimitadas por el derecho
público y el derecho privado colonial que de alguna forma definían el valor del
agua, resultado de los diversos aprovechamientos de que era susceptible. Grupos
de laicos y sobre todo eclesiásticos retenían en su conjunto un altísimo
porcentaje del excedente económico gracias a la forma en que estaba
estructurada la propiedad de los medios de producción, es decir como apropiadores
de los recursos naturales. Así, el agua, al igual que la tierra, estaba sujeta
al dominio del Estado y éste delegó su distribución en determinados grupos
sociales94.
Se producía así una
mezcla, en muy diversos grados, de relaciones públicas con privadas, dando
lugar a la fusión de la propiedad con la soberanía. Los conventos de mujeres,
como parte de las instituciones eclesiásticas, asumieron parte de las funciones
públicas del gobierno colonial al transformar el agua, propiedad real, en agua
de uso privado y público. Durante toda la época colonial y hasta mediados del
siglo XIX éste fue el modelo que imperó en la distribución y apropiación del
agua en la ciudad de Puebla.
Figura 1. Fuente del convento de Santa Rosa
Las autoridades,
mediante el otorgamiento de mercedes a lo largo de los siglos, delegaron
fundamentalmente en las instituciones eclesiásticas la distribución del agua
pública. Esto lo muestra una ratificación hecha por el cabildo «... que en lo que toca al agua, la ciudad tiene hecha merced de
medio real de ella a cada convento que en su vecindad se fundase»95. Este hecho implicó casi de manera
directa que el agua que a los conventos les sobraba fuera distribuida de manera
gratuita a través de sus alcantarillas, derrames y fuentes para el público que
no podía pagar una merced privada.
En la reglamentación de
sus aprovechamientos las aguas fueron siempre, con mayor o menor rigidez,
consideradas como bienes patrimoniales. Como pertenencia del poder del Estado
fueron objeto de cesión, donación o alienación de dominio, a título derecho,
aunque no privado, en beneficio de particulares, monasterios u otras
instituciones quienes asumieron, por acciones de traslación parcial de la
soberanía, derechos hereditarios sobre ellas. Cabe aclarar que siempre con
reserva de uso96.
Debido al alto costo de
compra de las mercedes, pocos particulares tuvieron acceso a ellas. En 1604 el
precio de una merced o paja de agua97 era de 300 pesos de oro común98. Es importante hacer notar que a fines
del siglo XVIII y principios del XIX se intensificó la adquisición de mercedes,
no por compra, sino a cambio de financiar la construcción o el mejoramiento de
pilas o fuentes para el abastecimiento público. Las autoridades virreinales
también aprobaron la construcción de estas edificaciones, que, si bien
beneficiaban directamente a un usufructuario, no eximían al «obrero mayor» de
su obligación de dar mantenimiento a las fuentes públicas a su cargo.
El ayuntamiento se encargó
de mercedar el agua procedente de las alcantarillas a muy pocos particulares y
a las instituciones eclesiásticas. El siguiente cuadro muestra el resultado de
esta desigual distribución. Aquí se presentan las mercedes y derrames en la
ciudad otorgados oficialmente por el cabildo y que fueron ratificadas a
mediados del siglo XIX. Esta situación era muy semejante a la ya existente en
el siglo XVIII.
Distribución de las
mercedes y derrames de agua dulce en la ciudad de Puebla (siglo XIX)
|
Número de mercedes |
Porcentaje |
|
|
Particulares |
190 |
43.9 |
|
Conventos
de mujeres |
113 |
26.1 |
|
Conventos
de hombres |
62 |
14.4 |
|
Clero
secular |
36 |
8.3 |
|
Colegios |
13 |
3.0 |
|
Hospitales |
10 |
2.3 |
|
Gobierno |
9 |
2.0 |
|
Total |
433 |
100.00 |
FUENTE: AAP,
1803, libro de expedientes sobre agua.
Si se suman las
mercedes pertenecientes al conjunto de las instituciones eclesiásticas, tenemos
que éstas concentraron casi 55% de los otorgamientos o derrames de agua dulce,
hecho que se deriva, entre otras razones, de su estatuto de gran propietaria
inmobiliaria99. Al menos desde fines del siglo XVIII, el
abastecimiento de agua de gran parte de la población dependía de los acuerdos a
que llegasen los inquilinos con las monjas arrendadoras. (Véase el plano 9.)
Fue en el siglo XVIII
cuando los conventos se convirtieron en grandes propietarios urbanos100. Como parte de la política inmobiliaria
de la iglesia en este periodo, se dispuso que los mayordomos de los conventos
de mujeres entablaran acuerdos que convinieran a las fincas de los monasterios.
Ello implicaba considerar el precio y usufructo del agua dentro de las fincas.
Por ejemplo, en 1779, don Felipe Paz y Puente y don Francisco Notario,
mayordomos de los conventos de San Jerónimo y La Santísima Trinidad
respectivamente, llegaron a un acuerdo:
|
dado que san Jerónimo
tiene unas casas en la calle de Herreros contiguas a otras propiedades de la
Santísima y poseen las dichas casas propiedad y dominio de agua perenne y
siendo bastante para el abastecimiento de los inquilinos de dicha casa, se
derrama mucha y se va sin aprovecharse a la atarjea y sucediendo lo propio en
otra casa del convento de san Jerónimo en la esquina de la calle de la Aduana
vieja en cuya frontera tiene otras el convento de la santísima Trinidad hemos
convenido en aprovechar ambos derrames permitiendo que el derrame de la casa
de la calle de Herreros sea conducido a las casas de la santísima y el
derrame de las casas de la Aduana vieja sea conducido a las casas de san
Jerónimo101. |
Plano 9. Mercedes de agua en la ciudad de Puebla, siglos
XVIII-XIX
Los números indican las mercedes por manzana
El agua contribuía a definir la
distribución y jerarquización de los espacios urbanos, públicos y privados. La
importancia de la combinación de actividades productivas al interior de las
casas habitación queda de manifiesto con la descripción que hacen los mayordomos
de dos monasterios al decir:
|
la renta obtenida [en
las casas habitación] sería más elevada que en casas en las que no se contaba
con el abasto del líquido y más aún cuando en estas casas donde se introducen
las aguas son de trato de comercio en donde se verifica mucho consumo de agua
ahorrándose de que entren y salgan los que la acarrean con notable perjuicio
de los comerciantes que las habitan102 . |
Fueron continuos los problemas que
enfrentaron los habitantes de la ciudad durante la época colonial respecto al
abasto y distribución del agua en sus casas. Los mayordomos conventuales se
quejaban del hurto que, del agua de las fuentes hacia el público, haciendo
«sangrías, secando materialmente las fuentes»103.
Estas formas fueron
justificables o no, depende de que se considere que en 1746 Puebla tenía 50 000
habitantes aproximadamente y eran necesarios un mínimo de 500 000 litros
diarios de agua, es decir, 10 litros por persona104 . Por medio de las mercedes se
abastecía únicamente 2% de las casas de la ciudad. El resto de la población se
proveía de las fuentes públicas.
La distribución del
agua dulce definió la zona que básicamente coincidía con el asentamiento
poblacional español, en las parroquias del Sagrario y San José gracias a las
mercedes de que gozaban las instituciones eclesiásticas y las familias
poderosas, frecuentemente ligadas al ayuntamiento.
Esta distribución
desigual que definió diferenciaciones sociales a partir de cierta privacidad,
hizo aparecer a los monasterios femeninos como intermediarios y articuladores
de un espacio mayor a partir de la recreación de formas de sociabilidad urbana
en torno al abasto de agua.
Los derrames, las pilas y las fuentes
Dado que las mercedes
conventuales eran mucho más grandes que las concedidas a cualquier particular,
no toda el agua era aprovechada en su interior, ocasionando derrames hacia las
calles circundantes, por lo que los monasterios femeninos optaron por canalizar
éstos al abasto público por medio de pilas y fuentes, lo que implicó el
desarrollo de formas de convivencia a su alrededor y determinó ciertas
características del paisaje urbano como los lodazales.
En torno a las pilas de
los monasterios se desarrollaban diversas formas de sociabilidad colectiva,
estableciéndose una asociación casi directa entre el abasto del agua al público
y la utilización de sus remanentes. Por ejemplo:
|
Juan de Çameça,
poseedor de unas casa ubicadas en el frontero de la cerca del convento de la
Concepción, dice que en la calle que va a santa Catalina (3 sur-norte) se
reciben grandes perjuicios de un lavadero que nuevamente an introducido las
negras mulatas y gente de servicio en el agua que sale del dicho convento de
la Concepción, porque además de que echan a perder la calles y están todo el
día sojuzgando lo que pasa en mi cassa, esto no es permitido conforme a la
buena policía, propongo que se quite el lavadero y obligue al convento a recoger
sus remanentes de agua105. |
Otras formas de integración fueron las
plazas delante o detrás de los monasterios donde se ubicaban fuentes públicas.
Se conocieron dos, la de Santa Inés en la que confluían transversalmente el
monasterio de La Concepción y la iglesia de La Concordia (donde daba vuelta la
procesión de Corpus) y San Luis, la otra plazuela. Aunque no lleva nombre de
monasterio femenino estaba ubicada en su parte trasera, en lo que debieron ser
alguna vez las huertas de Santa Teresa. Ahí se solicitó una fuente
pública «semejante a la de santa Ynes pues la que tiene no
es capaz de abastecer cumplidamente al público»106.
De esta manera los
conventos no sólo se integraron, sino que definieron el tipo de paisaje que
vieron los poblanos y viajeros durante siglos, a partir de los derrames de las
alcantarillas y fuentes situadas en sus paredes.
El agua de los
manantiales que bajaba a la ciudad tenía escurrimientos que por diversos
declives desembocaban en los alrededores de los monasterios. A ello se añadía
el agua que se derramaba de sus pilas y fuentes.
Además de los derrames
ocasionados por la insuficiencia o destrucción de los galápagos o presas,
existía otro tipo de derrames que «ensuciaban y enlodaban a la ciudad». Éstos
provenían de las fuentes que eran abastecidas por los manantiales. Las fuentes
se componían de cuatro elementos principales que eran el surtidor, el depósito,
la toma y el acceso. Una vez llena la fuente, a determinada altura empezaba a
salir el agua al exterior del recipiente. Esto era el remanente, que cuando no
se utilizaba causaba problemas en su entorno. Este problema fue observado desde
1575 cuando el cabildo informó que «del remanente de las
aguas que salen así de la fuente principal que está en la plaza de esta ciudad
como la de los monasterios e demás vecinos particulares que tienen fuentes en
sus casas, traen gran perjuicio a las calles de esta ciudad por los hoyos y
otros inconvenientes que en ella se hacen»107.
Si la mayoría de las
pilas se ubicaban en los extramuros de los conventos, existía una asociación
casi directa entre el abasto del agua al público y la utilización de sus
remanentes. Un ejemplo de ello es el convento de Santa Rosa donde:
|
La madre María de la
Encarnación, presidenta del beaterio de santa Rosa dice que el dicho
(beaterio) cuenta con una merced de una paja de agua concedida el 29 de mayo
de 1699. Reconociendo el beaterio que las derramas de su merced se pierden porque
les sobra y no tiene en que aprovecharla y decidiendo hacer bien común a
tenido por conveniente y acto de piedad y servicio de costear una pileta en
la calle que sale de su portería para la plazuela de san Antonio108. |
Y vaya que se tenía necesidad de
redistribuir el derrame del agua entre el público que vivía en las
inmediaciones, pues dentro del monasterio
|
[...] por no tener
conducto el convento por donde desaguarla y siendo tan abundante el agua, de
treinta y tres años a esta parte ha sido materia imposible secar todas las
oficinas de abajo (del convento) que son las que más se habitan, de tal
suerte que hasta hoy día por donde andan las religiosas, dejan estampados los
pies109 . |
Para la ciudad, los derrames trajeron
consigo serios problemas. Dos eran las zonas conflictivas respecto a los
derrames del agua de las fuentes o de las alcantarillas, Santa Catalina, y La
Santísima Trinidad.
Siguiendo el eje de
abasto de agua dulce, posiblemente procedente del convento de La Merced o de
San Marcos, sobre la actual calle 5 norte, hubo un derrame importante en torno
al convento de Santa Catalina de Sena, donde a espaldas de dicho monasterio se encontraba
«la pila de Carrasco»110 misma que ocasionaba en 1745
lodazales una cuadra «arriba y otra abajo»111. A las inmundicias hubo que agregar los
desagües de los albañales de las casas situados en la dicha calle que
originaban que estuviera «sumamente inmunda», proponiéndose la construcción de
una «tarjea que incorpore dichos albañales y se hagan
empedrados»112.
En la prolongación del
eje de la que hoy es la calle 3 norte estaba la alcantarilla «pegada
a la Iglesia de La Santísima Trinidad, cuyos derrames tenían constituida la
calle en estado de ciénaga por la derrama crecida de agua que no solo dificulta
el tránsito libre de la calle por la fuerza del lodo que causa»113.
Por un lado, los
monasterios desempeñaron un papel importante en el abasto de agua mediante sus
derrames y fuentes, lo que atraía a grupos principalmente populares que recreaban
a su alrededor centros de sociabilidad, y por otro, formaban parte de un área
de aislamiento urbano como causantes de la pestilencia y humedad permanente en
su entorno, al parecer de viajeros y cabildantes.
El suelo de tierra de
las calles, al no tener la capacidad de drenar el agua procedente de los
derrames de las fuentes y alcantarillas, originaba lodazales. En la segunda
mitad del siglo XVIII se propusieron dos soluciones al respecto: construir
atarjeas que condujeran el agua de los remanentes hasta el río y empedrar las
principales vialidades. Estos proyectos provocaron enfrentamientos entre las
autoridades y los mayordomos de los conventos por el pago de impuestos sobre
las casas de propiedad de los monasterios.
A partir de este
periodo y durante la primera mitad del siglo XIX los conventos tuvieron
problemas en la administración de sus fincas. El principal de ellos fue el pago
de impuestos en el ramo de policía para empedrar y colocar atarjeas que
evitaran los lodazales causados por sus remanentes. El clero argumentaba que
las pensiones municipales fuesen pagadas por el inquilino y no por el
propietario, ya que redundaban en beneficio del primero. Los cobradores y
mayordomos se negaron a servir de intermediarios entre el ayuntamiento y el inquilino,
ya que consideraban esta labor «tan difícil como
recolectar la renta o quizá mayor por repugnarse tanto por lo general los
impuestos»114.
Un modelo de fundación conventual. El caso de Santa Rosa
De entrada, los
españoles en América encararon el problema de establecer una relación
permanente y satisfactoria con su país de origen, al cual estaban atados por
una serie de lazos institucionales, económicos y psicológicos115 . Procurando crear un vínculo de
identificación con su país materno, recrearon en la nueva tierra patrones
culturales definidos que se prolongaran en los criollos, mestizos y población
indígena.
El arraigo a la tierra
local fue un componente esencial en la formación de la imagen colectiva. La
transformación del paisaje, con la construcción y el diseño de los elementos
que conformaron las ciudades -en este caso los monasterios femeninos-,
constituyó un punto importante en la definición de la identidad bajo objetivos
específicos, uno de los cuales fue el sentido del compromiso «evangelizador y civilizatorio».
La fundación de un
convento no debe ser considerada como un solo momento concreto y preciso. Se
trata de un proceso de longitud temporal variable descompuesto en diversos
pasos que, sin guardar un orden exacto, se podían suceder de cierta manera
aisladamente hasta alcanzar su definitiva erección y reconocimiento formal116 .
Tomaremos el caso de
Santa Rosa y veremos las diversas etapas que llevaron a la transformación de un
patronato urbano en advocación de un monasterio.
El convento de Santa
Rosa fue el producto de la maduración de una idea que con el tiempo tomó forma
y se cristalizó en un fruto importante no sólo para la ciudad de Puebla sino
también para el criollismo iberoamericano del siglo XVIII. En este largo y
abrupto camino la meta no estuvo claramente definida desde un principio. La
iniciativa que habría de desembocar en la fundación del convento de Santa Rosa
nació primero con el simple objetivo de formar una cofradía con la advocación
de Santa Inés en 1671. Poco después, surgió la idea de transformar cofradía en
un beaterio, lo que implicó otro cambio importante: la advocación de la
hermandad que originalmente había sido de Santa Inés se transmutó, hacia 1683,
en Santa Rosa117 . Si bien ambas santas estaban
hermanadas por pertenecer al panteón dominico, a Santa Rosa se le identificó
-según el cronista de la orden- como la Patrona de las Indias
Occidentales, esta nueva advocación surgida en el último tercio del siglo
XVIII se adoptó rápida y decisivamente en Puebla y con ella se buscó un modelo
de perfección más elevado, correspondiente a su estatus.
El convento se fundó
formalmente hasta 1740, y las vicisitudes de los actos previos a ella, cuyo
origen se remonta hasta 1671, muestran el compromiso de los grupos urbanos en
su establecimiento y la influencia cultural del surgimiento de un monasterio de
mujeres en la ciudad.
«De pobres y vergonzantes»118 a beatas de Santa Inés
En el año de 1671 el
dominico fray Bernardo de Andía, con limosnas de varios bienhechores y licencia
que obtuvo de sus superiores y prelados, fundó en su mismo convento de Puebla
una cofradía dedicada a la gloriosísima virgen Santa Inés del Monte Policiano
con la anuencia del convento dominico para mujeres que, con la misma
advocación, había sido ya fundado en 1626.
En la escritura
fundación, el fraile se reservó ciertos derechos propios del patronato como lo
era la administración de los bienes. Así, dispuso de las donaciones que
anualmente se hacían en favor de la santa, incorporando a la celebración a las
mujeres «pobres y vergonzantes» que recibían mantos y sayas gracias a su
generosidad, además de contar con las oraciones de agradecimiento de las
religiosas pobres de los conventos de esta ciudad, quienes disfrutaban de
doscientos pesos de oro común que destinaba como ayuda a sus necesidades119.
Con la intención de
promover una mayor devoción a la santa dominica, Andía decidió transformar la
cofradía en beaterio dedicado a la misma advocación y para ello se dio a la
tarea de buscar doncellas para que, «motivadas por el amor a Dios y por el
culto a santa Ynés», se establecieran en el nuevo instituto. Empezó a funcionar
el beaterio con parte del capital de la hermandad, lo que además favoreció
porque los dominicos cedieron algunas de sus propiedades para su sostenimiento.
La escritura de donación expresaba textualmente que Andía:
|
[...] por el servicio
de Dios Nuestro señor hacia fundación de un beaterio de la tercera orden de
santo Domingo, para cuyo efecto a costa del patronato destinola para beaterio
bajo al devoción y patrocinio de la virgen de santa Ynes del Monte Policiano
donde están en clausura quince mujeres120. |
La nueva fundación fue admitida por
diversas instancias de la orden en capítulo provincial y capítulo general de
los dominicos121 y avalada por las autoridades
eclesiásticas locales. Sin embargo, el reconocimiento real y pontificio del
beaterio no se realizó sino tras largos trámites.
Contando con medios
económicos y los permisos pertinentes para empezar a funcionar, restaba
construir en un espacio más idóneo el recogimiento o beaterio. Para lograrlo,
se asoció con el capitán don Idelfonso Raboso, personaje que, de acuerdo con la
opinión de los dominicos, era nobilísimo, de conocidas prendas, realzada
virtud, poderoso y muy caritativo. La religiosidad familiar de los Raboso era
notable ya que tenía tres hijas en el convento de Santa Catalina de Sena122 . Por su posición social acomodada y
su gran apego a los predicadores, Idelfonso Raboso se integró a la tarea de
fundar un patronato para tal fin.
La familia Raboso tomó
la nueva fundación con entusiasmo e iniciativa. De acuerdo con la crónica,
fueron sus hijas, las religiosas dominicas, las que le pidieron a Raboso, «con encarecidas ansias y desmedidos anhelos» que fundara, en
lugar del beaterio con dedicación a Santa Inés, un convento de religiosas
dominicas dedicado a Santa Rosa, patrona de las Indias, para que,
una vez construido, «pasasen a poblarlo y adquirieran
el gloriosísimo renombre de fundadoras en él». La familia
comprendió que, si se convertía en benefactora de una fundación con mayores
alcances, sus miembros podían llegar a ser patronos de ella, hecho de honor y
prestigio en una sociedad profundamente religiosa como la poblana.
El beaterio bajo la
advocación de Santa Inés tuvo que cambiar de nombre pese a que el padre Andía
tenía una especial devoción por la santa y parecía redundante la existencia de
un convento bajo la misma advocación, adquiriendo finalmente el de Santa Rosa
pues coincidió que, para esos años, una dominica y criolla se había convertido
recientemente en patrona de la ciudad (1672). Su devoción tuvo gran importancia
para el criollismo novohispano123, pues se le asoció muy estrechamente con
la evangelización americana, influida quizás por su contacto previo con el
trabajo de los catequistas, lo cual le llevó a decir que nada era más agradable
a Dios que la actividad de los misioneros. Murió en 1617 y Clemente XII la
canonizó en 1672.
«Comían de fiado por lo que pedían al Padre Eterno el pan de cada
día»124
Una vez que quedó
establecido el beaterio bajo la titularidad de santa Rosa, continuó funcionando
en su lugar original y se designó un padre vicario, capellán y presbítero
responsable que además oficiara las misas para la comunidad. Andía desempeñó
tal función hasta 1692 en que fue electo como ministro provincial. Al poco
tiempo, con la muerte de sus benefactores, se descuidó el estado de los bienes
y rentas del beaterio y, por falta de una buena administración, sus ingresos
disminuyeron notoriamente. El lunes de Pascua de 1697, el obispo Manuel
Fernández de Santa Cruz visitó el beaterio y se enteró de la crisis económica
por la que pasaba; las beatas debían doscientos pesos, además de «comer de
fiado, por lo que pedían al Padre Eterno el pan de cada día» ya que, de acuerdo
con la crónica, sólo contaban con tortillas para alimentarse125 . A los problemas materiales
existentes se les sumó otro: la postura de la albacea principal de Miguel
Raboso de la Plaza, respecto al financiamiento del edificio que se estaba
construyendo para el recogimiento. Thomasa Gárate, la viuda del fundador,
también atravesaba por dificultades económicas y propuso un remedio que dejaría
satisfechas, según ella, las necesidades financieras de las beatas y a salvo
gran parte de la herencia del benefactor: vender el beaterio inconcluso y
abandonar la empresa del patronato.
Ante la presión del
intento de venta del edificio, las beatas y los dominicos se apresuraron a
solicitar la licencia de transformarlo en convento formal. El pleito por el
patronato del convento se había iniciado y ante estos problemas, para delimitar
jurisdicciones legales, el obispo Santa Cruz decidió intervenir personalmente.
Por un lado, los dominicos no tenían documentos comprobatorios del acuerdo
entre Andía y Raboso respecto al patronato, ni escrituras formales en las que
se expresara alguna obligación jurídica por parte de los patrones. Por el otro,
para la transformación a convento formal era un requisito que la iglesia y las
oficinas conventuales estuvieran terminadas, trámite que no se había cubierto a
la fecha del litigio por falta de financiamiento y liquidez de las interesadas.
Al respecto declaró doña Juana, hija legítima de Miguel Raboso y heredera real
del patronato, «hallarse sin dinero ya que se había
consumido todo el caudal de su padre, en la fábrica del convento y en una de
las paredes de la iglesia»126.
Alguien debía asumir el
patronato legalmente y terminar el convento. Como alternativa, se les ocurrió a
las beatas pedir un préstamo al señor obispo, obligándose a pagarle réditos con
sus costuras y afianzando, con sus personas, el capital prestado.
El obispo tomó en sus
manos el caso, comprometiéndose a terminar la fábrica del que sería el nuevo
beaterio para fines de agosto, el día de la festividad de Santa Rosa, para el
cual faltaban únicamente cuatro meses. De hecho, el recogimiento quedaba bajo
tutela de quien lo terminó: el obispo127. Por su parte, las Raboso, dada «su mucha pobreza»128, perdieron el patronato.
El traslado de las
religiosas se efectuó en la madrugada del 29 de agosto de 1697, «con el respeto y veneración debida acomodaron en los forlones a
las 18 religiosas que salían del viejo beaterio hacia su nueva casa, las calles
estaban apretadas de gente [...] las beatas llegaron a las puertas del
Beaterio, se apearon tomando posesión de la hermosa y bien dispuesta portería»129.
«... Que se funde [...] según la naturaleza de todos los
beaterios»130
El beaterio estaba
funcionando desde 1683, pero fue entre 1736 y 1740 cuando se concedió su
aprobación, tras librar varios obstáculos legales, de pasar a constituirse como
convento formal. La promoción de esta fundación obedeció a varios intereses;
los dominicos pretendían exaltar valores propios de su orden, pues la santa
había egresado de las filas de terciarias dominicas, pero también era la
primera santa americana criolla, hecho que debía hacerse patente para toda la
Iglesia de América y de España.
En 1690 se informó al
rey sobre el estado del beaterio y se planteó nuevamente la posibilidad de
transformarlo en convento formal bajo los dominicos. En 1695, el Consejo de
Indias consideraba que tenía los suficientes elementos para emitir un dictamen
sobre
|
[...] las
consecuencias y utilidades que se seguirían si se servía conceder su licencia
para a la fundación de un convento o beaterio en la ciudad de Puebla con nombre
de santa Rosa con los bienes que dono y señalo [...] Don Miguel Rabosso de la
Plaza y Guevara, que fuera Alguacil Mayor de ella y de la destinación de
caudales que hay del beaterio hecha por fray Bernardo de Andía del orden de
santo Domingo131. |
El resultado del dictamen del Consejo de
Indias fue enteramente desfavorable, pues el fiscal argumentó «el
no ser conveniente esta fundación por haber en la ciudad siete conventos de
religiosas y no convenir añadir este número»132. El sueño de un beaterio y las esperanzas
de su convento se desvanecían.
Seis años después, por
el año de 1701, los dominicos retomaron el problema de la institucionalidad del
beaterio argumentando las conveniencias y utilidades de esta fundación para su
orden, esgrimiendo, además, que los cuarenta mil pesos que se habían invertido
en la fábrica material del convento e iglesia, desde hacía once años, se
perderían al no espiritualizarse este capital. Partiendo de los antecedentes
legales, el procurador general de los dominicos volvió a solicitar el
reconocimiento real del beaterio de Santa Rosa, esta vez con éxito. En ese
mismo año, el 19 de abril de 1701, el rey resolvió dar licencia y permiso para
la fundación del beaterio de Santa Rosa
|
[...] con este mismo
nombre y no con otro título, ni uso, sin clausura ni forma regular sino según
la naturaleza de todos los beaterios y sujeto y subordinado enteramente a vos
y a los obispos que os sucedieren en esa Iglesia de Puebla [...] he resuelto
encargaos del recobro de los bienes que fueron donados y legados a este fin y
que procuréis por todos los medios para que se apliquen no solo a las quince
doncellas españolas sino a todas las que pudieren recogerse y que fueran
capaces de mantener y sustentar133. |
Según esta nueva disposición varias cosas
se aclaraban y el beaterio de Santa Rosa quedaba institucionalmente reconocido.
Sin embargo, se continuaría insistiendo en su conversión a convento formal.
Nuevamente se elevaron súplicas al rey para que se concediera licencia para tal
transformación, bajo el instituto y regla de los dominicos y con la advocación
de dicha santa, patrona de estos reinos, «por no tener en
ellos convento alguno de religiosas ni iglesia consagrada a su devoción»134. Los dominicos estaban casi seguros de
lograr este intento de convertir el beaterio en convento formal bajo su
jurisdicción135. Para estas fechas ya había nueve
conventos de monjas en la ciudad de Puebla, pero esta advocación contenía una
nueva significación social, argumento que al parecer llamaría la atención de
Carlos II136.
Para emitir su
respuesta definitiva, el monarca pidió que se le informara sobre el estado de
los demás conventos, la opinión de los mismos sobre tal fundación, el verdadero
valor de las rentas que tenía este beaterio, y un informe sobre el estado de la
fábrica material del convento. Una vez obtenida la información, tomaría la
resolución que más conviniera a los reales intereses137.
Menuda sorpresa se
llevaron los padres dominicos cuando se enteraron que don Diego de Perea, prebendado
de la santa iglesia catedral y abogado de la Real Audiencia de México, quien
era el encargado de hacer el informe al rey, había recibido una real cédula en
donde se indicaba que el beaterio pasaba definitivamente a la jurisdicción del
obispado y, por consiguiente, los dominicos debían abandonar la dirección
espiritual que hasta entonces habían ejercido sobre el mismo.
De beatas a monjas «para estrechar más su vida»138
A pesar de que todo
parecía señalar que el nuevo convento no se fundaría, se hizo un último
intento. Sorpresivamente se vencieron las resistencias y el 2 de marzo de 1736
llegó a esta ciudad una carta de Madrid escrita por el padre Juan Ignacio de
Uribe, religioso profeso de la Sagrada Compañía de Jesús, diciendo que su
majestad y su Real Consejo de Indias habían resuelto la transformación del
beaterio en convento formal, dando su real permiso y licencia para la profesión
tan deseada por las beatas.
Las autoridades
eclesiásticas acudieron pronto a dar sus parabienes a las próximas monjas
profesas. Al día siguiente se cantó misa de gracias y Te Deum Laudamus con
el Divino Señor descubierto, difundiéndose la noticia por toda la ciudad. En
1736 llegó la cédula de su majestad, misma que decía:
|
Por cuanto por parte
del Beaterio de santa Rosa de santa María de la Ciudad de la Puebla de los
Ángeles en el reino de la nueva España se ha representado estar fundado desde
el año de 1683 desde cuio tiempo han deseado beatas se erija en convento formal
para estrechar más su vida [...] y que habiéndolo pedido así fui servido de
mandar informasen de la conveniencia de la mencionada erección en convento,
[...] Dado que en el reino de la Nueva España no había alguno del Instituto
de santa Rosa siendo esta santa Indiana y patrona de aquellas provincias,
[...] he resuelto este 31 de agosto del año próximo pasado (1735) conceder la
mencionado beaterio de santa Rosa de santa María de la ciudad de Puebla de
los Ángeles, la licencia que solicitan para pasar a convento formal139. |
Una vez recibida la autorización real,
faltaba solamente la bula papal. Ésta tardó en llegar a la ciudad más de tres
años «a causa de hallarse el mar apestado de corsarios y
enemigos por haberse declarado por este tiempo las sangrientas guerras de
España con Inglaterra [...] no parece sino que el demonio astuto enemigo de
insaciables mañas, modos y trazas de impedir la maior Gloria de Dios revolvió
atajando por todas vías los puertos, serrando las puertas para que estas
esposas de Cristo viviesen crusificadas [más tiempo]»140.
Finalmente llegó la
bula firmada por Clemente XII. Reproducimos los fragmentos más sobresalientes
del documento:
|
He sabido -dijo el
Papa- por parte de las amadas hijas en Cristo niñas llamadas de la Virgen que
habitan en un conservatorio debajo de la invocación de santa Rosa de Lima
fundado en la ciudad de la Puebla en las partes de la América de quarenta
años a esta parte, [...] y las mujeres que en el habitan no parecen
diferenciarse de las verdaderas y solemnes monjas profesas monjas, deseando
mucho que este conservatorio sea reconocido por nosotros como monasterio con
clausura formal con todas sus solemnidades que se acostumbran [...]141 |
Aun cuando dependiera del obispo, al igual
que en los otros monasterios, se respetaba la advocación y la regla dominica
como modelo de comportamiento para las nuevas monjas. Éste era el verdadero y
único triunfo de los dominicos.
Llegó la bula de Roma a
Puebla el tres de julio de 1740, cerca de las ocho de la noche; el mayordomo
causó terrible alboroto no sólo en el convento sino en todo el vecindario, al
notificar a las religiosas que «había Dios puesto fin a su purgatorio». Tras
una larga lucha, la ciudad afianzaba su criollismo religioso al obtener un
convento más para las familias locales y un nuevo símbolo devocional
completamente americano.
La institucionalización
de las fiestas de los conventos de mujeres, ya fueran de poblamiento del
edificio monacal o de consagración como en el caso de la pura y limpia
Concepción, La Soledad o Santa Rosa, pueden verse como elementos integradores
de la cultura urbana142 en la medida en que participaban
todos los sectores sociales. En la fiesta de aprobación fundacional de Santa
Rosa, al igual que en las otras fiestas eclesiásticas, el paisaje urbano se
convertía en la escenografía de tales acontecimientos.
Especial esmero se puso
en el adorno de la ciudad cuando en septiembre de 1740, por medio de «bando de
Real justicia», se conminó a todos los habitantes de la Angelópolis a
participar en las festividades durante los tres primeros días de la dedicación
de la iglesia de Santa Rosa como patrona de este reino de las Indias, y se
ordenó que:
|
en toda la ciudad se
colgasen las calles y pusiesen luminarias todos los vecinos [...] brotando
llamas de fuego por las puertas y balcones y ventanas. Quedo sumamente
vistosa la torre de la santa iglesia de Catedral con más de trescientas
lámparas de aceite con que la adornaron, convirtiéndose las tenebrosas noches
con tantas luces en claros y alegres días143. |
Las fiestas y las procesiones funcionaban
como parte del esquema de reproducción de modelos simbólicos poseídos
socialmente por los grupos dominantes144 que se incorporaban al resto de la
sociedad mediante su reiteración cíclica como en las celebraciones antes mencionadas
de 1740 que:
|
Dieron principio a
procesión tan singular todas las cofradías de los curatos de esta ciudad y
circunvecinas traiendo sus estandartes con hachas encendidas [...] seguianse
a éstas en gran número los ciudadanos o gremios de todos los oficios, después
toda la nobleza de republicanos, cada una de las sagradas religiones vino con
su cruz y ciriales con riquisimos ornamentos, por cosa singular dividida (la
Orden) de san Francisco de la de los Dieguinos cargando cada una a las
matriarcas, la de Bethlem a santa Ynes, la del gloriosisimo san Roque a santa
Catarina de Sena, la de san Juan de Dios a santa Catarina de Bolonia, la que
corrió por santa Coleta equivocandose por ser un mismo vestuario y la misma
imagen que sirve a una y otra [...] a las sagradas comunidades les siguió el
lucidisimo clero que se componía de más de quinientos sobre pellises [...]
quiénes traían en el medio a santa Rosa como padrinos, detrás del Divino
venía la Nobilísima ciudad su Alcalde mayor debajo de mazas repicandose a
huella de esquilas todas las iglesias de la ciudad todo el tiempo que duró la
procesión»145. |
Las celebraciones conventuales eran
importantes porque expresaban simbólicamente la consolidación de la identidad del
grupo político y socialmente dominante en la ciudad de Puebla configurando una
forma de identidad cultural146.
Las fiestas de
consagración de las iglesias de los monasterios se llevaban a cabo cuando se
había concluido su construcción, al menos en sus estructuras más elementales. A
este acto seguía un proceso de continua adaptación y modificaciones de las
iglesias e interiores de los conventos.
Las lujosas
celebraciones festivas de fundación, consagración o poblamiento eran reflejo
del auge que habían alcanzado las fundaciones conventuales. Dentro de sus muros
convivían grandes y heterogéneos conjuntos de mujeres que daban vida y
relevancia a los claustros. El prestigio y el honor familiar quedaban
garantizados por medio de las profesiones de jóvenes de origen español que
perpetuaban con su comportamiento la identidad del grupo social y étnico al que
pertenecían. La vida al interior de los monasterios no fue sencilla, a la
dureza de la regla y su seguimiento se añadieron formas de sociabilidad y
convivencia que permitía a las religiosas sobrellevar de diversas maneras las
exigencias del mundo claustral.
El estudio de las
formas de interacción social dentro de los monasterios a lo largo de los siglos
contribuirá a entender el contexto que permitió a las religiosas cumplir con la
difícil tarea de vivir enclaustradas en honor de su «amado esposo», razón de
ser de su vida y de su búsqueda de perfección.
FIN DE LA PRIMERA PARTE











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