Los
conventos femeninos y el mundo urbano de la Puebla de los Ángeles del siglo
XVIII
Segunda parte
Las tensiones y los
cambios del siglo XVIII. «Vida privada» versus «vida
común»
Introducción
Un arrebato místico
podía llevar a las jóvenes doncellas a profesar en un convento, pero lo que se
presentaba ante ellas a lo largo del resto de su vida era una rutinaria serie
de fórmulas cotidianas que sometían su conducta a arcaicas reglas y cambiaban
radicalmente sus hábitos. ¿Cómo se puede explicar el desenvolvimiento de la
vida cotidiana en el interior de los monasterios y qué significado tuvieron
esas prácticas en la configuración del modelo de vida de perfección?
Este esquema tuvo su
origen en las distintas reglas monásticas que plagadas de imposiciones
prácticas eran una expresión extrema de la actitud que correspondía a quienes
elegían la vida de perfección. Así las reglas benedictinas, cistercienses o de
San Agustín definieron la vida religiosa147 ideal de hombres y mujeres en el
viejo y en el nuevo mundo.
La fundación de los
conventos significó la apertura de espacios físicos socialmente idóneos para
las hispanas y criollas que decidían abrazar la vida religiosa. El papel más
importante de los monasterios de mujeres estuvo ligado al resguardo de la
castidad y pureza femeninas, valores exaltados por la sociedad colonial. Al
interior de los conventos se desarrollaron prácticas cotidianas, individuales y
colectivas, encaminadas a la salvaguarda de tan importantes valores. La vida
sexual, controlada por la castidad, la voluntad doblegada ante la obediencia,
así como la pobreza, que negaba al cuerpo las satisfacciones del bienestar
material, fueron el origen de todas las normas de conducta de las religiosas.
El estudio de la vida
cotidiana conventual muestra la complejidad de las relaciones individuales,
colectivas, públicas y privadas de sus habitantes en un ámbito estrictamente
restringido. Las relaciones ahí fraguadas rebasaron los muros claustrales y se
reprodujeron al exterior como parte de un modelo de civilidad secular148.
La coexistencia de las
diferentes concepciones de la religiosidad conventual muestra la compleja
interacción de prácticas diferenciadas de convivencia que dieron por resultado
conductas jerarquizadas en el interior de los monasterios. Esta problemática
contribuye a explicar el cambio del papel de los monasterios en la sociedad y
la posterior crisis de la vida religiosa a fines del siglo XVIII y principios
del XIX149.
Para comprender el
desarrollo de la vida cotidiana conventual se debe considerar la interacción de
los variados grupos que conformaban la población monacal y las funciones que
desempeñaban dentro de la compleja cotidianidad claustral. El orden de los
oficios desempeñados por cada religiosa determinaba el tiempo y el lugar
preciso de sus acciones, mismas que a su vez se relacionaban con el colectivo
en su conjunto150.
Actividades y espacios
fueron elementos indisociables de una realidad social y formaban parte de un
discurso religioso que expresaba la forma precisa como debía ser comprendida la
religiosidad conventual que, a su vez, proyectaba hacia el exterior normas de
convivencia y civilidad que formaron parte de un modelo de comportamiento
individual y colectivo que debía ser aceptado, y en cierta medida imitado como
una configuración válida de comportamiento público y privado. Este discurso
quedó expresado en las reglas y constituciones de cada orden, en el papel del
diocesano en ellas y, a nivel más general, en la relación entre la corona y la
Iglesia.
Los aspectos privados y
colectivos que conformaron la vida cotidiana conventual presentaron múltiples
variantes: así, las calzadas, descalzas y recoletas vivieron la pobreza
comunitaria e individual de manera diferente151. Esto expresó modalidades en el
desarrollo de la vida monástica que en el transcurso de más de trescientos años
muestran que las formas de convivencia cotidiana generada dentro de los
conventos era parte de un continuo proceso de adecuaciones civilizatorias. Así
veremos cómo las diferentes actividades conventuales, definidas por espacios y
horarios estrictos fueron expresión de ligeras variaciones en el acatamiento de
los votos monásticos, dependiendo su interpretación de la orden a la que se
ligaba el monasterio. Al ser estos hechos socialmente aceptados y establecidos
como un valor humano se constituyeron en un modelo de comportamiento femenino
imitable y transferible.
La relación determinada
entre actividades individuales y colectivas dentro del monasterio expresó un
ideal de vida cotidiana específica, por lo que sus cambios y permanencias
fueron decisivos para entender el modelo de comportamiento enseñado y
transmitido por los conventos. El marco histórico que delimita este apartado
hará referencia directa a las reformas conventuales introducidas por el
arzobispo Francisco Antonio Lorenzana (1766 a 1772) y el obispo de Puebla
Francisco Fabián y Fuero (1765 a 1773). Durante su estancia en la Nueva España,
ellos instrumentaron una serie de cambios que en resumen se refieren a: la
prohibición de la construcción, compra y venta de celdas para el uso privado de
las monjas. La expulsión de las niñas seglares de los claustros, la limitación
del número de sirvientas que servían de manera particular a cada monja. Se
impuso la observancia estricta del número de religiosas numerarias de velo
negro, de velo blanco y supernumerarias, la disminución de los gastos de las
festividades y el cambio en la duración de cada priorato, pasando de tres años
a uno y medio. Con estas medidas se modificaron algunos puntos sustanciales de
la vida conventual.
Estas reformas surgieron
como parte de la política regalista de Carlos III152. A partir de la segunda mitad del siglo
XVIII se cuestionaron de manera sistemática las diferentes interpretaciones que
se hacían de los votos monásticos y de las constituciones dentro de los
claustros de calzadas. Esto llevó a la confrontación entre dos modelos de vida
conventual denominados «vida privada» y «vida común» que sintetizaban las
tensiones entre las diversas formas de comportamiento monacal. Específicamente
fueron afectados mediante las disposiciones relativas, los conventos de
calzadas de las ciudades de México, Querétaro y Puebla153.
Con el argumento de
restablecer un modo de vida más austero dentro de los conventos y con el objeto
de volver a las prácticas de una Iglesia «primitiva» representada por el modo
de «vida común» se pretendió alterar el esquema de relaciones comunitarias que
se había gestado durante siglos. Esta variación significó la introducción de un
modelo nuevo de religiosidad y cambios en sus representaciones sociales.
En este apartado
estudiaremos las características principales de la religiosidad conventual que
se conformó a lo largo de los siglos XVII y XVIII. Iniciaremos con un análisis
de las formas de convivencia y religiosidad de las habitantes de los
monasterios para continuar con el estudio de la sociabilidad externa. El
conjunto de los espacios conventuales hacia el exterior giraba alrededor de la
iglesia, y el elemento articulador entre ambos fue el coro. En él se desarrolló
la religiosidad colectiva y particular de las monjas. Desde ahí se puso de
manifiesto una jerarquía entre las religiosas que es necesario explicar, ya que
no todas usaban el espacio sacralizado de la misma manera. Para el estudio
específico de las actividades dentro del monasterio hemos partido del
significado simbólico de los votos de pobreza, castidad y obediencia,
relacionándolos con los espacios y las actividades de las religiosas.
Las formas de convivencia y religiosidad
Además de los colegios,
los conventos femeninos fueron una de las alternativas educativas más
recurrentes, en ellos niñas y jóvenes seglares siguieron la regla y el modo de
vida conventual y reprodujeron un estilo de educación que servía de modelo
ideal al que las mujeres de «buenas familias» podían aspirar154.
En Puebla existieron
conventos de diferentes órdenes y reglas, distinguiéndose en el siglo XVIII las
de descalzas, las recoletas y las calzadas. Las descalzas de Santa Teresa
(1604) y La Soledad (1748) se caracterizaron por su rigurosísima reglamentación
y rígida austeridad señalada a partir de la reforma carmelitana. Ahí, la vida
contemplativa estuvo condicionada por un número limitado de veintiún monjas
profesas y de velo blanco. De manera semejante, pero siguiendo la regla
franciscana estuvieron las clarisas (1607) y las capuchinas (1700). Las
recoletas, que habían empezado su vida como beatas, se caracterizaban por el
seguimiento de la vida austera y ascética una vez que formalizaban sus votos
perpetuos como monjas. Pertenecían a este tipo las agustinas de Santa Mónica
(1680), y las dominicas de Santa Rosa (1740). El otro tipo de convento lo
representaban las calzadas, que como las recoletas o descalzas también seguían
los votos monásticos como sus más importantes preceptos, pero interpretados de
diferente forma, lo que daba lugar a una cierta flexibilidad en su aplicación.
Los conventos de calzadas que se establecieron en Puebla fueron Santa Catalina
de Sena (1568), La Concepción (1593), San Jerónimo (1597), La Santísima
Trinidad (1619) y Santa Inés del Monte Policiano (1620).
Lejos de pensar que los
conventos fueron instancias sociales cerradas, nos encontramos con sitios donde
convivían jerarquizadamente un conjunto diferenciado de mujeres que
interactuaban en el espacio cotidiano conventual. En el siglo XVIII
distinguimos cinco grupos de mujeres que daban vida a los monasterios: las
monjas de velo negro y coro, que podían ser numerarias y supernumerarias, las
legas o monjas de velo blanco, las niñas y las mozas o modernas155. A estas residentes conventuales
correspondieron características económicas, sociales y étnicas diferentes, así
como un lugar específico dentro del espacio claustral. La heterogénea
composición de estos grupos definió los modelos de convivencia desarrollados
dentro de los monasterios. Las reformas introducidas por Fabián y Fuero
modificaron la interrelación entre estos grupos, lo que cambió también su vida
cotidiana.
Algunos datos de 1765
muestran la importancia numérica que llegaron a tener estos diferentes sectores
sociales en el interior de los conventos de calzadas en Puebla.
Calidad de los
habitantes de los monasterios de calzadas en Puebla hacia 1765
|
Monjas |
Niñas |
Mozas |
|
|
Santa
Catalina |
96 |
72 |
90 |
|
Santa
Inés |
63 |
61 |
65 |
|
Santísima
Trinidad |
64 |
63 |
60 |
|
San
Jerónimo |
76 |
74 |
76 |
|
La
Concepción |
79 |
44 |
- |
|
378 |
314 |
291 |
FUENTE: Número de
religiosas en los conventos de calzadas. Diversos informes al obispo de Puebla.
El grupo de las monjas
se refiere a las religiosas de velo negro y coro que estaba compuesto por todas
aquellas que reunían un conjunto de requisitos que incluían además del pago de
una dote de tres mil pesos para el siglo XVIII, el certificado de pureza de
sangre, una copia del acta de bautizo con la cual comprobaba ser mayor de 15
años y menor de veinticinco y ser ante todo hija legítima, además de haber sido
aceptada por el conjunto de la comunidad después del noviciado como religiosa
profesa. La principal ocupación de estas monjas consistía en leer y rezar el
oficio divino156 en el coro, de allí su nombre.
«No se admitiera religiosa alguna si no fuere capaz de leer
latín...»157
Además de los rezos
acostumbrados, la Iglesia mandaba que se leyeran en comunidad, a dos coros o
voces los salmos bíblicos158, lo que condicionó de cierta manera el
manejo de la lecto escritura para las profesas. Esta práctica se describe desde
las crónicas del siglo XVI:
|
[...] las religiosas
asistian a Vísperas y completas, que son a las tres de la tarde y después
inmediatamente los Maitines y Laudes. Da gusto asistir por el orden,
modestia, compustura y devoción con que rezan pronunciando tan bien el latín
y sus acentos que parece lo estudiaron en las clases [...]159 |
En algunos casos y como continuidad de
este requerimiento para poder profesar como monja, en las constituciones
concepcionistas, se especificó a lo largo del siglo XVIII, que «no se admitiera
religiosa alguna si no fuere capaz de leer latín para el resado»160.
En todos los conventos,
las constituciones señalaban un número restringido de religiosas. Sin embargo,
en los de calzadas se permitió el ingreso como monjas de velo negro a otras
mujeres, con la categoría de «supernumerarias». Éstas, a diferencia de las
numerarias, subsistían de los réditos de su dote, desentendiéndose el
monasterio de su alimentación, vestuario, habitación y gastos, mismos que
corrían por cuenta de sus padres o parientes.
También profesaban como
monjas de coro, pero exentas parcial o totalmente del pago de dote, al mostrar
determinadas cualidades, como saber contar muy bien o por ser buenas músicas o
«bajoneras». En el mismo caso se encontraban las que podían comprobar ser
descendientes directas de los fundadores de los monasterios y entonces tomaban
el puesto de capellanas, mismo que salía vacante a su muerte. Leonardo Ruiz de
la Peña, el fundador de La Concepción especificó en la novena cláusula de su
testamento que habían de ingresar en el monasterio:
|
dos monjas sin dote,
y estas an de ser perpetuas para siempre jamás, que en muriéndose cualquiera
de ellas sean de nombrar y poner otras en su lugar sin dote y sin poner en
ello excusa ni dilación alguna por manera que siempre ha de haber en el dicho
monasterio dos monjas perpetuas de limosna [...] elegidas a voluntad de
dichos patrones a los cuales se les encargará que habiendo deudas o parientas
mías se nombren antes que otras [...]161 |
Como se puede ver, no todas las religiosas
de coro forzosamente pagaron dote, ni todas tenían una celda particular,
esclavas y mozas. Las había pobres y huérfanas que ingresaban a través de las
obras pías162. Estas obras de caridad consistían en
apoyos económicos destinados al pago de la dote de algunas doncellas españolas
y carentes de padres. Por lo regular la ayuda ascendía a trescientos pesos y la
aspirante tenía que reunir el resto hasta completar lo requerido como dote.
Ésta se llegaba a conseguir mediante las donaciones de diez obras pías. Cuando
no se completaba la dote, la novicia sólo podía profesar como lega.
Las obras pías, al
igual que cualquier fundación piadosa en la época colonial, beneficiaban
directamente a los familiares o descendientes de los fundadores. De esta manera
profesó Josepha Antonia Ortiz Casqueta Yañez163, Su madre María Teresa Yañez Remuzgo de
Vera ejerció el patronato de una obra pía que fundó su hermana la muy reverenda
madre María de la Encarnación Yañez de Vera, monja del convento de la
Encarnación de México. Le fue asignado el beneficio de un capital de cuatro mil
pesos con el cual hizo profesar a cuatro de sus hijas. Aunque este linaje
ostentaba título de nobleza, la riqueza familiar había venido a menos. En estos
casos las obras pías fundadas por familiares aligeraban la carga económica
familiar y aseguraba un lugar digno para sus descendientes.
Como se puede ver, los
lazos de parentesco desempeñaron un importante papel en la determinación de la
pertenencia a una comunidad religiosa y la relación entre la aspirante y el
grupo al que deseaba incorporarse.
Las profesas fueron el
grupo más importante y su existencia fue la razón de ser del convento. Aun
dentro de este grupo había diferenciaciones pues no todas las monjas de velo
negro y coro tenían derecho a votar o ser votadas en la elección de prioras y
abadesas. Estas prerrogativas correspondían a las que tenían más de dos años de
vivir en el monasterio en calidad de profesas164. Ellas, reunidas en capítulo, tenían el
derecho a opinar sobre el funcionamiento y la política del monasterio y avalar
la propuesta de la priora en la designación de los oficios de superioras,
porteras, torneras, maestra de novicias y contadoras o calvarias como en el
caso de las Carmelitas Descalzas.
Otro conjunto femenino,
no incluido en el cuadro, lo conformaban las novicias. Estas jóvenes, una vez
terminado el año de noviciado165, se sometían a un examen en el cual la
priora y dos madres del concejo la examinaban en materia de religión y en su
capacidad de integrarse a la comunidad de velo negro y coro o de velo blanco,
según el caso. Su aceptación dependía también de ser aprobada por la comunidad
de profesas.
Las monjas legas,
«leguitas» o de velo blanco fueron las religiosas que no pudieron llenar alguno
de los requisitos indispensables para profesar de velo negro, generalmente por
la incapacidad para pagar los tres mil pesos de dote, por lo que mantuvieron
marcadas diferencias con las de coro. Normalmente profesaban a los dieciocho
años de edad, que «es la edad en la que ya tienen fuerza para servir», en
virtud de una mayor fortaleza física y no desde los quince como en el caso de
las monjas de velo negro166. La desigualdad también se expresaba
atendiendo al mayor número de rezos167; además del conocimiento del oficio parvo168. A ellas les estuvo prohibido cantar en
el coro y el rezo del oficio divino. Su importancia estuvo en relación con la
calidad de los trabajos que desempeñaban en el servicio y mantenimiento
cotidiano de todo el monasterio.
En ocasiones cuando se
estaba conformando alguna comunidad se permitió que su número variara como en
el caso de las Carmelitas Descalzas de Santa Teresa, donde Juana de la
Esperanza, una esclava negra que al morir su ama fue cedida al convento y «se convirtió en hermanita de velo blanco entre tanto se
conformaba la comunidad»169.
Se especificaba en las
constituciones que las legas tenían como primer cuidado «humillarse y servir de
muy buena gana en el oficio a todas las religiosas» y como «son
recibidas para el servicio del monasterio deben comer el pan con el sudor de su
rostro, entrar en un número moderado que no rebase el de quince»170. En los conventos de calzadas, a lo largo
de los siglos, los lugares vacantes al morir las legas eran solicitados con
apremio pues garantizaban una forma de ingreso al monasterio más o menos
rápida, presentándose casos en que la aspirante podía entrar de velo blanco y
luego completar la dote de tres mil pesos y pasar a ser monja de velo negro.
«... nos es más fácil morir que salir del convento»171
Otra circunstancia que
contribuyó al éxito de los conventos femeninos fue que la exigencia selectiva
para el ingreso sólo se aplicaba a las aspirantes a religiosas, legas o de velo
negro, pero en cambio fue más flexible en cuanto a la incorporación de seglares172. Podían hacer ingresar como niñas o
acompañantes de las monjas, quienes lo solicitasen, aunque no pudiesen
presentar los consabidos certificados de pureza de sangre173.
Así pudieron ingresar
numerosas «niñas» educandas que corresidían junto con las religiosas en el
monasterio. Algunas jóvenes que pagaban su manutención procedían de familias
pudientes que enviaban a sus hijas por varios años para el aprendizaje de las
labores mujeriles. Las menores que acompañaban a las religiosas también tenían
la obligación de ir al coro a determinadas horas y de realizar prácticas
piadosas tales como las meditaciones, lecturas ejemplares, examen diario de
conciencia y celebraciones litúrgicas especiales en determinadas festividades174.
La edad de ingreso de
las niñas fue variable. En Santa Catalina se prohibían menores de 10 años, pero
en otros eran recibidas a partir de los dos años. Por lo regular ya jóvenes y
una vez terminado su periodo de preparación, salían del convento para contraer
matrimonio. También algunas permanecían en el monasterio con el ánimo de
profesar al alcanzar la edad convenida. De esta manera se garantizaba la
reproducción del ideal de perfección femenino ya que del convento salían las
esposas educadas para recrear este modelo de comportamiento o permanecían en él
las que manifestaban vocación religiosa o aceptaban las sugerencias de sus
familias para permanecer en la clausura perpetua.
La mayoría de ellas
ingresaban desde su infancia y garantizaba su permanencia en el monasterio
mientras sus padres pagaran regularmente «su piso», «niñado», «pupilaje» y
alimentos. Eran, pues, descendientes de familias pudientes que preparaban a sus
hijas para el buen desempeño de sus labores femeninas, ya como madres de
familia o como religiosas; de esta manera el ser «niñas» en un convento era un
estado transitorio. Permanecerían reclusas en los monasterios conviviendo con
las monjas durante cierto tiempo. La excepción a esta práctica fue el colegio
de Jesús María, donde las educandas vivían separadas de las religiosas175.
Sin embargo, en el
siglo XVIII notamos una transformación en la composición social de las niñas.
Posiblemente en aras de permanecer en el monasterio éstas declararon, entre
1765 y 1773, «ser pobres», «huérfanas» y «enfermas». Dejaron ver que habían
establecido estrechos lazos de dependencia económica y afectiva con las monjas
que las tenían consigo, compartiendo con ellas sus celdas y alimentos «pues no
conocían el mundo exterior y no tenían donde vivir». Tenemos otros casos en que
familias con posibilidades mantenían a sus familiares en calidad de niñas «por
estar enfermas», sosteniéndolas dentro de los claustros durante toda la vida.
Esto muestra que el niñado no era más un estado transitorio, sino permanente
para algunas mujeres. Veamos el caso de una niña del convento de la Santísima
Trinidad. La abadesa, mediante un memorial, pide al obispo que...
|
le permita quedarse
con dos indijuelas porque ni a la niña ni a las indijuelas les da nada el
convento [...] esta niña está siempre retirada en su cuarto por que aun
siendo todabia niña esta tan mostrosamente gorda que ni a la cabeza se puede
llevar la mano por que no le alcanza solo para coser, poniéndole la costura
delante tiene movimiento, ni vestirse ni desnudarse puede, ni nada, no puede
moverse de la gota y la mucha carne que tiene [...]176 |
Resulta evidente que en algunos casos el
monasterio funcionó como asilo al hacerse continua alusión a las enfermedades
como: epilepsia, ceguera, e invalidez dada la avanzada edad de algunas de «las
niñas». En el siglo XVIII se llegó a calcular que había una menor en promedio
por religiosa. Esta estrecha y numerosa convivencia con seglares nos hace
pensar en varias propuestas explicativas. Una de ellas atañe al cambio en la
composición económica familiar de los grupos cercanos a los monasterios. Al
parecer los parientes que no habían podido cubrir alguno de los requisitos
indispensables para que pudiesen profesar sus descendientes como monjas las
hacían ingresar buscando un medio de prestigio, seguro y honesto para
garantizar su sobrevivencia. De esta manera el monasterio se convertía, de
manera primordial, en un refugio para mujeres solteras, pobres y enfermas, y no
sólo en un lugar de reproducción de la vida de perfección que comprendía el
estricto acato a los votos monásticos. Se constata un ejemplo de ello en 1765
cuando declararon a Michaela Muñoz y Josepha Sardo, niñas en el convento de San
Jerónimo:
|
las menores y más
rendidas huérfanas, manifestamos que una y otra entramos en este convento de
edad de solo cuatro años donde nos hemos mantenido hasta el presente en que
pasamos de cincuenta años, sin tener una y otra padres ni quien en el siglo
nos socorra ni donde acogernos, además una de nosotras se halla tullida y sin
poder dar paso...177 |
Durante la segunda mitad siglo XVIII, nos
encontramos ante el hecho de que gran parte de las «niñas» no se sostenían ya
del pupilaje que sus parientes aportaban, sino que dependían por completo de
una religiosa de velo negro a la que llamaban «madre o nanita». La presencia de
las «niñas» fue cuestionada pues representaba ciertamente una carga financiera
para los conventos, pero no se debe olvidar que, junto con las mozas, estas
mujeres constituían pequeños núcleos familiares corresidentes con las monjas,
cohesionadas todas por antiguas relaciones afectivas.
En algunos casos,
además de las niñas, también vivían con las religiosas otras parientas en su
misma celda particular. Así Mariana del Niño Jesús, monja profesa del convento
de la Santísima Trinidad, suplicó al obispo se le permitiera continuar viviendo
con su madre, pues
|
[...] es una pobre
viuda de setenta y ocho años y tan enferma que por la delicadeza de su
conciencia le amenaza próximamente en la pérdida del juicio, durante mucho
tiempo la e conservado y ayudado en su vejez sirviéndole y atendiéndole en
compañía de una moza fiel que a más de quarenta años que la asiste y una
seculara niña que también le ayuda178. |
La implantación de las reformas de Fabián
y Fuero, que contemplaban la salida forzosa de las seglares, dio origen a
múltiples peticiones, suplicándole les concediera licencia de permanecer dentro
de los monasterios. Algunas argumentaron que:
|
Hemos vivido desde
nuestros tiernos años, y otras que ya grandes nos venimos a retirar por vivir
aquí escondidas de las olas del mar tempestuoso y estar en la religión porque
nos hallábamos en total desamparo [...] y por qué somos de este sexo tan
débil para resistir y nos hallamos sin tener casas a donde ir ni amparo
ninguno, porque entre todas las que estamos sólo cinco o seis al que tengan
padres y casas a donde salir, ni tenemos la ropa que es necesaria para estar
en el mundo como sallas y mantas y lo que es más pensar que hemos de salir de
nuestra amada clausura se nos acaba la vida y aun eso nos sirve de consuelo
porque nos es más fácil morir que salir del convento179. |
La política seguida tras las reformas no
afectó únicamente a las niñas. También se expulsó a las mozas, privándoles del
claustro que les daba albergue y permitía su supervivencia. En adelante sólo
permanecerían dentro de los monasterios en un número limitado y éstas serían en
su totalidad para la comunidad, prohibiéndose en adelante tenerlas
privadamente.
Ante la propuesta del
prelado de quedarse únicamente con las sirvientas necesarias para la comunidad
conventual y no de manera particular, las prioras enviaron listas de las que se
necesitaban para el servicio de la comunidad. Setenta y dos mozas declararon
necesitar la abadesa de la Purísima Concepción, de las cuales cuarenta y dos
estaban relacionadas con la limpieza y lavado directo de la ropa y los trastes,
ya sea en la enfermería, en el refectorio o en la cocina, limpiando los patios
o lavando las pilas de agua. Distinta carga sería la que tenían las asignadas
para el chocolatero (moler y batir el chocolate) o las de la portería, tornos o
locutorios, noviciado, sacristía, confesionario y contaduría, quienes se en
cargarían de auxiliar a las religiosas asignadas para esas oficinas180. Además, se necesitaban doce mozas para
hacer el atole y las tortillas. Se debía considerar entre sus labores la
limpieza y aseo de los dormitorios, las celdas, claustros y de la iluminación
de todo el convento, incluyendo preparar por las mañanas el agua del baño de
las religiosas que lo necesitaren. Como vemos, con este tipo de informes se
esbozaban cambios en la interacción entre las legas y las mozas al compartir
sus actividades en espacios de trabajo colectivo como patios, cocinas y
claustros.
Fue hasta 1765 cuando el papel de las religiosas de velo blanco se definió más precisamente al redistribuirse el trabajo del mantenimiento de los espacios comunitarios de monasterio también entre las monjas profesas que en adelante se ocuparían de las roperías, refectorios y enfermerías. Con la salida de las niñas, la disminución del número de mozas, y la desaparición de sirvientas particulares, cambiaron espacios, actividades y relaciones al interior del monasterio. Con ello se modificaba el tipo de vida que ofrecía el monasterio a las hijas de las familias acomodadas.
El convento como espacio de la vida religiosa
No sin razón, Georges
Duby consideraba a los conventos medievales como el modelo de vida privada por
excelencia. Al igual que los monasterios benedictinos europeos, los de América
continuaron en cierta medida reproduciendo esa imagen de ciudades cerradas limitadas
por monumentales muros con accesos181 estrictamente controlados.
Figura 2. Convento de La Soledad. Detalle del plano del
siglo XVIII
Al exterior el conjunto
convento-iglesia debió dar una idea de fortaleza inaccesible, lo cual es
parcialmente cierto. Si bien los muros altos y las ventanas enrejadas que
rodeaban al monasterio cumplían la función del resguardo del voto de castidad,
la iglesia permitía la vinculación del conjunto arquitectónico y de sus habitantes
con el resto de la sociedad.
«Del altar mayor es uno de los más primorosos que al presente ay
en la ciudad»182
El volumen y la
composición interior de las iglesias conventuales se conformaba de presbiterio,
sacristía, confesionarios, coros y criptas. El objetivo de la centralización de
los componentes constructivos, dentro de los cánones de la arquitectura
española y colonial, era concentrar y unificar a los fieles. Se trataba de que
todos tuvieran una vista óptima del ritual religioso desde cualquier punto
interior de la iglesia; llevar la atención de los asistentes, ya fuera el altar
o el púlpito, fue uno de los objetivos de la distribución espacial de los
templos de monjas, para ello se recurrió a la utilización arquitectónica de la
nave de cañón corrido183 y al recubrimiento barroco de sus
interiores.
La altura de este tipo
de naves por lo regular fluctuaba entre 18 y 20 metros en los claros; los
volúmenes diferenciados de los templos se situaban en sus extremos: en el
presbiterio y en el coro. Estos dos elementos, en conjunto, sumaban la mitad de
la longitud total de la iglesia y estuvieron delimitados por grandes arcos. La
descripción de la iglesia de Capuchinas nos ilustrará sobre las proporciones
entre la estructura principal y los elementos mencionados:
|
La planta de la
iglesia es en la distancia de 50 varas de longitud, 10 y media de latitud y
16 y media de profundidad; se divide en cuatro porciones, la una que forma el
coro alto, la segunda el cuerpo de la iglesia, la tercera la capilla mayor y
la cuarta el presbiterio184. |
La relación entre la nave, el presbiterio
y el coro, en términos de volumen y disposición, fue manejada en forma
diferente por las distintas órdenes de acuerdo con la época.
Continuando con la
tendencia a la concentración espacial, el área del presbiterio o santuario
estaba diferenciada jerárquicamente del resto de la iglesia por medio de gradas
que la rodeaban por sus tres lados. La tradición litúrgica y arquitectónica
cristiana aprovechó el ábside de la basílica romana para poder celebrar en él
los ritos sagrados. Su disposición permitía la participación activa de cada uno
de los presentes en la misa al tener siempre a la vista al sacerdote oficiante.
El conjunto se enriquecía artística y simbólicamente con los maravillosos
altares que lo enmarcaban. La descripción de la iglesia de Santa Teresa es rica
y sugerente.
|
Al presbyterio se
sube por tres gradas de cantería donde tenemos que admirar y ver la hermosa
fábrica del altar mayor es uno de los mas primorosos que al presente ay en la
ciudad [...] que se dedicó el año de 1698 [...] se compone su fábrica de tres
cuerpos proporcionados a lo que pide el arte y demanda el sitio, todas las
columnas son salomónicas [...] tienen todas vistosas labores de ramos y
frutos entretexidos en los relieves y huecos, que hacen, todas caladas con
exquisito artificio, que realza los primores de la obra185. |
Figura 3. Convento de Santa Teresa. Detalle de plano del
siglo XVIII
Integrada a la iglesia y dispuesta a un
costado de su cabecera, se encontraba la sacristía, destinada a servir de
vestuario y ropero en donde se guardaban los ornamentos sagrados con los que se
revestía el oficiante de los servicios litúrgicos. En Santa Teresa era «una pieza bien capaz y clara con dos ventanas a la calle con
rexas de ierrro toda de bóveda [...] por dicha sacristía tiene puerta por donde
pasa a su vivienda el Padre Capellán»186. Su puerta estaba dentro de los límites
de la reja y disponía de un oratorio y un altar. Las disposiciones de su diseño
se observaron detenidamente dado que el cuidado de la clausura femenina era el
punto más importante a observarse en las construcciones conventuales:
|
Así, en la sacristía
debía cuidarse de no comunicar ni visual no acústicamente el monasterio con
esta dependencia, de la misma forma que el agua de que disponía en la pila
para el lavado de manos el sacerdote no procediera de ninguna canal o tubo
por dentro del monasterio sino que era acarreada de manera aparte. De la
misma manera estaba controlado el vano donde se exponían los vestidos sacros;
estos se colocaban a través de una rueda y el receptáculo o ventana donde se
guardaba el sacro óleo de las enfermas187. |
Las monjas dedicadas a su cuidado eran las
sacristanas, su trabajo estaba repartido entre dos religiosas por «ser mucho»;
su función era procurar que la iglesia estuviera...
|
siempre limpia, así
de las telas de arañas como de cualquier otra cosa que parezca mal; los
altares muy aseados bien puestos los frontales, [...] procurando que haya
despabiladeras para limpiar las velas de los altares y que no se apaguen en
las paredes. [...] También debían procurar que las lámparas de la Iglesia y
coro siempre estuvieran ardiendo y con limpieza, así como de proporcionar al
sacerdote todo lo necesario para el ejercicio de la misa188. |
Además de tener limpios las albas, amitos,
manteles, palias, corporales, purificadores, cornualtares y paños de manos, por
lo que abundaba el trabajo de mantener aseadas las piezas de ruan, de bretaña y
de olan189.
En las iglesias
construidas durante la segunda oleada fundacional se presentó una modificación
en la disposición de este espacio. Con el nuevo esquema arquitectónico que
implicó el desplazamiento del coro bajo, la sacristía tuvo cambios en su
ubicación, apareciendo como una prolongación de la iglesia.
Espacialmente se le
pudo localizar a partir del siglo XVIII atrás del altar mayor y no a un lado
como en los conventos de calzadas. Este hecho si bien integró como un todo el
espacio de la iglesia, desplazó de él a la comunidad monacal. Dado que la
recepción del sacramento era obligatoria para todos los fieles, por lo menos
una vez al año, los pecados sólo podían ser absueltos mediante la confesión
auricular individual con el sacerdote y la correspondiente penitencia. Se
necesitaba un lugar específico en el interior de la iglesia que proporcionara
las condiciones psicológicas para la intimidad de la confesión y el sincero
arrepentimiento. Para ello, se diseñaron los confesionarios.
En los conventos la
práctica regular de la confesión estaba asignada a un confesor titular. La
mayoría de los destinados a las religiosas fueron jesuitas. Un claro ejemplo de
la influencia que podían alcanzar lo tenemos en el caso del padre Miguel
Godínez, jesuita irlandés confesor de la venerable madre María de Jesús en La
Concepción y de Francisca de la Natividad en Santa Teresa hacia 1620, dos
monjas iluminadas en las que ejerció un influjo decisivo.
La dirección
espiritual, su práctica y desarrollo constituyeron una etapa capital en el
avance de una piedad personal y su interiorización, sin olvidar que la
confesión fue uno de los elementos clave en la definición de la privacidad de
las religiosas.
Las monjas efectuaban
el acto de la confesión por medio de oquedades divisorias entre la iglesia y el
claustro, ubicadas a los lados de los retablos. La comunión, como acto íntimo
de piedad personal, también tenía sus lugares y horas específicos. Adosada al
altar, en la pared del coro bajo existía una ventanita, «píamente
adornada con obra escultórica y dorada»190 por donde se administraba a las
monjas la hostia consagrada. Por el lado exterior de la iglesia y en la parte
superior de esta ventanita existía otra ventana donde se ocultaban las sacras
reliquias de la comunidad191. La cratícula, que en España se conoce
como comulgatorio, casi siempre se encontraba en medio del coro bajo, entre dos
rejas formando un altar pequeño en el lugar del sagrario192.
Las disposiciones
diocesanas de Fabián y Fuero alteraron de manera grave esta práctica privada.
Al iniciarse el proceso de reforma se prohibió la confesión de la manera en que
se venía efectuando, ya que el obispo fue el que asignó el confesor a las
religiosas. En las constituciones se recomendaba la confesión y la comunión
cuando menos mensualmente, de modo que las monjas se vieron privadas de sus
anteriores directores espirituales. La solución era compleja, ya que algunos de
los confesores elegidos por ellas se negaban a asistirlas para evitar problemas
con el obispo, y otros no eran bienvenidos por identificarse su intención de
tratar de convencerlas para «que fomenten el que no nos mantengámos en la vida
antigua». La abadesa de la Santísima Trinidad escribió al prelado que se ocupe
de:
|
una afligida y
lastimada religiosa cuio consuelo espiritual ya no sufre dilación por las
sircunstancias que ay pues despues de padecer un rabioso mal del corazón que
se le hace pedazos se halla gravisimamente afligida y desconsolada por no
tener con quien, confesarse, a ido con algunos, que ni ellos por lo afligido
de su conciencia y padecer an buelto ni ella quier ya con ellos porque la an
dejado sin consuelo, meses a que esta sin comulgar [...]193 |
A partir de este conflicto las nuevas
disposiciones mostraron la intromisión de las propuestas diocesanas en esferas
de la íntima religiosidad de las monjas lo cual formó parte importante de la
tendencia reformista del cambio y modificación de su forma privada de vida.
La comunicación
personal con Dios se complementaba con formas particulares de religiosidad
dentro de las iglesias monacales mediante la oración mental e individual. No se
trataba de un rezo colectivo en voz alta sino de la suma de rezos individuales
en voz baja. En los coros las monjas de velo negro recrearon esas prácticas.
«... vinieron los ángeles a suplir por las monjas...»194
Primeramente, los coros
constituyeron formas espaciales que dieron a las religiosas un lugar
insustituible en las misas diarias. Ésta era la primera constatación externa de
su existencia por un público que las conocía y percibía en la oración y el
canto de cada día y que participaba en la devoción comunitaria como una forma
de piedad colectiva revalorada por la iglesia postridentina.
Situados en la parte
posterior de los templos de religiosas, los coros alto y bajo fueron una parte
esencial del conjunto convento-iglesia, pues vincularon directamente las
actividades y la razón de ser del monasterio con el mundo exterior.
En el coro alto las
monjas de velo negro oraban y cantaban para su Amado. En el coro bajo asistían
a la misa conventual desde donde los fieles las escuchaban y unían sus
alabanzas a Dios. En estos lugares se llevaba a cabo la función más específica
e importante de las religiosas y constituía uno de los puntos de contacto con
la sociedad. El tamaño y distribución espacial de los coros dieron a las
iglesias de monjas ciertas características particulares y su importancia tiene
sin duda que ver con las dimensiones que llegaron a alcanzar195.
En las iglesias de
monjas calzadas construidas durante los siglos XVI y XVII, los coros altos y
bajos se encontraban dispuestos de manera frontal al presbiterio. A manera de
un gran balcón, no restaban espacio a la iglesia, sino que dividían su volumen
total en un plano horizontal. Su profundidad varió considerablemente: en
algunos casos era igual al ancho de la nave, como en San Jerónimo, donde las
medidas de largo del coro alto se igualaban con las del templo por medio de
tres bóvedas de arista; o como en La Concepción y La Santísima que son mayores
que la iglesia en sí misma, pues en ellas se utilizaron por lo regular tres
bóvedas mientras para el resto de la iglesia se emplearon dos. Con el objeto de
tener un lugar para todas las ceremonias y oficios religiosos, contaban también
con tribunas que a manera de balcones daban al altar mayor. A veces ocupaban el
segundo cuerpo de un retablo, como en Santa Mónica y Santa Teresa. Estas
tribunas eran para las madres impedidas o ancianas, para las enfermas y para
las niñas educandas como en San Jerónimo, donde:
las niñas tienen su
separación pues a la tribuna ban con su maestra que es religiosa, a oración y
pasan por la doctrina, ahí tienen sus exercicios y ollen misa después se ban a
sus ocupaciones a sus seldas por ser las más pobres y ahi siempre estan
exercitadas y en este orden196.
Esta peculiaridad en
las dimensiones del coro iguales o mayores que las de la nave fue, junto con el
uso de las cúpulas sin tambor sobre pechinas, un rasgo característico de la
arquitectura poblana de los templos de monjas.
Figura 4. Coros alto y bajo de San Jerónimo
Especialmente los coros cerraban el vano
completo de un arco toral del templo197 quedando un amplio espacio que se
distribuyó de la siguiente manera: el coro bajo ocupaba la mitad, arrancando
directamente del piso, hasta el arco y bóveda divisorias del coro alto. Llevaba
enmedio un gran hueco rectangular adintelado o un arco rebajado en donde se
incrustaban las rejas una hacia el exterior y otra hacia el interior. A un
costado se encontraba la puerta de la iglesia, comunicación que servía para la
entrada de las novicias cuando se despedían del mundo seglar. Del otro lado,
oponiéndose simétricamente a esta entrada, estaba el comulgatorio.
El coro alto se
diferenciaba con una gran reja que iba de muro a muro hasta el arranque del
arco toral, como se ve, por ejemplo, en La Concepción, San Jerónimo, La
Santísima, Santa Inés y Santa Mónica. En otros casos se relegó la importancia
de un enrejado y el coro alto quedó definido por una pequeña retícula de hierro
con púas, como en Capuchinas, donde además no existió el «abanico» externo,
sino que en un muro cerrado se abrió únicamente el cuadro de la reja,
rematándose por el exterior con una pintura de la santísima Trinidad.
Visto desde la iglesia,
el muro de los coros terminaba en la parte superior con un inmenso «abanico»
que llenaba el medio punto. Este elemento se decoraba con lienzos de pinturas
al óleo que cubrían todo el arco, que también podía conformarse de madera
labrada. El ejemplo más hermoso está en La Santísima Trinidad, donde los
calados se basan en dibujos renacentistas retocados con maestría barroca; en su
centro resplandece un sol con su redonda cara, el conjunto se remata con un
escudo del obispo benefactor de las religiosas y con elementos iconográficos de
la orden.
El coro bajo se
separaba del templo por unas rejas cuyos hierros presentaban hacia fuera
agresivos picos. El de Santa Teresa tenía «rejas de ierrro
tupidas y fuertes, la de afuera con espigas de fierro y la de adentro con un
bastidor de esterlin con su cerradura y llabe [...]»198 A los lados de estas rejas se
encontraban los comulgatorios, que permitían a las monjas recibir la comunión
sin que el sacerdote penetrara en la clausura. El coro alto no presentaba una
reja tan imponente como la del bajo, pero también estaba cubierta con mamparas
de tela que permitían ver desde el interior, pero evitaban la mirada del
pueblo.
Las excepciones a esta
norma arquitectónica se presentaron en Santa Teresa, Capuchinas, La Soledad y
Santa Rosa, los tres últimos monasterios fundados en el siglo XVIII, que
contaron con una disposición diferente en la ubicación de los coros bajos.
Éstos se vieron desplazados hacia un lado del altar mayor desarticulándose el
conjuntó coro alto y coro, esquema de los templos conventuales de calzadas.
Figura 5. Abanico del coro alto de La Santísima (detalle)
Varias de las más
importantes actividades de la vida conventual se desarrollaban en los coros. En
el alto comenzaba muy temprano el oficio divino y en el bajo se asistía a la
misa. En ambos se desarrollaba la parte más importante de la contemplativa
existencia de un convento de monjas. La descripción del ceremonial y la
división litúrgica de las horas de un día, en Santa Catalina de Sena en 1765
nos dará una idea aproximada de la importancia de estos sitios. A media noche
asistían al coro alto a maitines cantados con pausa, ahí el conjunto monacal
elevaba sus alabanzas nocturnas. En días alternos, se disciplinaban. Más tarde
leían en voz alta un punto de meditación, y hacían oración mental variando de
media a una hora. Regresaban a sus celdas a descansar cerca de las dos de la
madrugada y a las cinco volvían otra vez al coro, para el rezo de prima a la
hora de la aurora. El resto del día lo dividían en las llamadas horas
litúrgicas menores dedicadas a santificar el trabajo que se desarrollaba entre
las nueve de la mañana y las tres de la tarde; en tercia se pedía por el recto
uso de los sentidos y el esfuerzo humano de cada día; después de la oración
mental, cantaban y comulgaban y asistían a misa en el coro bajo. Terminado esto
entre ocho y nueve, comenzaban los trabajos conventuales en la sala de labor y
en las oficinas. A las once comían en el refectorio y escuchaban a la hebdómada
con una nueva lectura; terminada ésta había acción de gracias en el coro
llamada sexta, encaminada a propiciar la concordia y el apaciguamiento en la
actividad del medio día. Después de un rato de recreación, se incorporaban a
sus actividades. A las tres de la tarde, llamaban a nona, rezo que se
relacionaba con la declinación del día y el atardecer de la vida, dedicándolo a
la intercesión de la muerte santa. A la caída del sol, entre seis y siete de la
tarde, tocaban a vísperas y acudían al coro a rezar el rosario, era la oración
de la tarde. Entonces comenzaba el silencio obligatorio hasta el día siguiente;
a las nueve se tocaba a completas, dedicadas a la oración de la noche y del
descanso nocturno, ahí se rezaba la letanía de los santos y otras devociones;
luego cenaban y se recogían, hasta que se tocaba a maitines a media noche199.
De los tiempos de
oración y reflexión, de trabajo, de tomar los alimentos, de silencio y oración
mental y descanso individual, tenían mayor importancia las obligaciones de
comunidad como la asistencia al oficio divino, a misa, a la sala de labor y al
refectorio.
Las horas en que se
rezaba la liturgia de las horas variaron en cada monasterio según la orden y
disposiciones de los obispos. En La Concepción, hacia 1640, el obispo Palafox
les permitió mudar la hora de maitines que era la media noche a la tarde200.
|
En víspera de Santa
María Magdalena, con título de recreación, se cambió Prima a la tarde [...]
estando la M. R. M. Francisca de los Ángeles a la media noche en el
dormitorio con todas las monjas recogida, oyo que en el coro resonaba música,
y haciéndole armonía las voces, porque su comunidad estaba toda descansando y
ya los Maitines se habían dicho, con claridad percibía los sonoros ecos, que
hacía aquella dulce y suave música conjeturo que por que aquella noche no se
dejasen de dar a Dios N. S. las acostumbradas alabanzas (aunque las
habían adelantado) vinieron los ángeles a suplir por las monjas [...]201 |
Además de servir de espacio para que las
iluminadas tuvieran revelaciones, el coro bajo también servía como punto de
intersección entre la comunidad y la sociedad; el día de la toma de hábito,
después de ofrecer a la futura novicia una fiesta y tres días de paseo, la
joven se presentaba en la entrada del citado coro...
|
vestida de raso azul
pálido con diamantes, perlas y una corona de flores, (entrando en la reja del
coro bajo, le esperaban) veinticinco monjas cubiertas con ropas negras,
postradas a cada lado de la novicia, sus rostros humillándose en el suelo y
en las manos sendos grandes cirios encendidos, en el centro arrodillada la
novicia, vestida aún con el raso azul, su velo blanco de encaje y sus joyas
también llevando ella un gran cirio encendido en la mano, la bendijo el
obispo y cayó la negra cortina [...]202 |
Posteriormente se le tomarían los votos
solemnes previo cambio de sus ropas seglares. Con esto se expresaba que
simbólicamente, la joven ingresaba a la vida claustral. Un documento nos revela
estos actos cargados de significados:
|
Habiendo hecho la
novicia la Confesión general, y siendo absuelta de todas aquellas
excomuniones y censuras eclesiásticas, de las quales puede ser absuelta [...]
y no habiendo impedimento y queriéndola vestir, pondrán la ropa que está
preparada para vestirla, delante del altar mayor [...]203 |
Así después de quitarle la ropa y ser
cubierta con un lienzo negro las religiosas la rodeaban entonando un himno. La
música, los cantos, el cambio de color y textura de su ropa eran una manera de
constatar que la joven «Ya había muerto para el mundo»:
|
[...] incose ante el
obispo y recibió la bendición [...] después ella sola fue abrazando a todos
aquellos negros fantasmas (las religiosas de velo negro y coro). Concluido el
sermón, sonó de nuevo la música, avanzó (la religiosa) y se detuvo delante de
la reja para contemplar por última vez a este pícaro mundo [...]204 |
Para la toma de hábito y profesión como
monja de velo negro o lega, la religiosa debía ser aceptada previamente por la
comunidad mediante votación, además de someterse a un examen aplicado por su
maestra de novicias con testificación de la prelada y el obispo o un representante.
Todos estos preparativos significaban un fuerte desembolso familiar pues además
de los parientes, la comunidad de religiosas constituía la parte más interesada
en la entrada de la postulante. Así se confeccionaban bocadillos para todas las
monjas, costeados por supuesto por los padres de la novicia. Un ejemplo muestra
el conjunto de gastos erogados, de manera global, para la serie de festejos por
la toma de hábito de una novicia:
|
Para el escribano, el
notario, la contaduría de monjas, el vicario de religiosas, el sacristán del
sagrario, el arriero que trajo el colchón de la hacienda para la M. R.
M., los chirimiqueros, la rueda de cuetes que se quemó el día de la votación,
piso, propinas de las criadas, los que se le dio al cochero para que la
paseara tres días, más los mamones, viscochos, vino, guajolotes, gallinas y
pollo, 3.5 arrobas de azúcar y cinco reales del cargador que la llevó al
convento, en cinco libras de cera labrada del día del examen, una vela
escamada (para la toma de hábito), la cena de las religiosas del día del
hábito, por lo que se le pagó al sastre que le acomodó a su talle la ropa que
saco en los tres días de paseo más lo que se le dio al mismo sastre para que la
pusiera en el estado en que estaba cuando se la prestaron, se gastaron
aproximadamente $329205. |
Como podemos ver, también la ciudad se
involucraba en tan solemne acto, añadiendo que cuando la aspirante era una donada
de obra pía tenía que participar en procesión pública partiendo de Santo
Domingo hasta Catedral. En la calle los cohetes y las chirimías hacían públicas
las manifestaciones festivas de la religiosidad conventual.
Los interiores del coro
alto se decoraban con altares, retablos, nichos, esculturas, pinturas, y
relicarios, siguiendo la normativa del «ajuar
eclesiástico»206. Según De la Maza, «parecían
otra iglesia en pequeño» el caso de Santa Teresa ilustra esta afirmación:
|
a mano derecha esta
la testera adornada con un altar de un Santo Christo Crucificado que es una
imagen de bulto hermosísima y milagrosa, debajo de un valdoquín de tela de
china carmesí con guarnición de oro, en lo bajo sobre el altar está en el lado
derecho una imagen de Nuestra Señora del Carmen con rostro y manos de marfil
[...] los dos lados del choro estan adornados con lienzos y frente a este
altar esta la reja que sale a la iglesia [...]207 |
En algunos casos había relicarios con
corazones o entrañas de piadosos obispos que los donaban a sus conventos
preferidos. Como ejemplo de ello estaban los corazones de los obispos Diego
Escobar y Llamas, Pantaleón Álvarez de Abreu y Manuel Fernández de Santa Cruz,
colocados en los coros de los monasterios de La Santísima, de Santa Rosa y de
Santa Mónica, respectivamente. El escenario de tan sacro lugar se complementaba
con las piletas de agua bendita que estaban incrustadas en los marcos de las
puertas de ambos coros, encontrándose en el superior de éstos el órgano, las
bancas corridas o los pequeños bancos individuales.
Otra función que se
realizaba en el coro bajo era la elección de priora. Para ello se juntaban en
capítulo todas las que tenían derecho a votar y a ser electas. Las elecciones
se efectuaban con licencia y presencia del obispo o de tres escrutadores «quienes, en sus asientos en las rejas del coro, reciban aquellas
cédulas en una caja, y después cuéntenlas, léanlas y luego quémenlas [...] y
hallando, que alguna tiene un voto más la mitad, o dos, formara el decreto de
la elección...»208. Cada periodo prioral duraba tres años
con posibilidades de reelección. Una vez confirmada la votación se realizaba un
pequeño festejo con los allegados de las religiosas y sus benefactores.
También en este coro se
presentaban rituales por medio de los cuales se hacía patente el significado de
un gesto individual inmerso en un contexto colectivo; los decesos, la muerte, o
la entrada a la vida, se ligaba por lo común a un ceremonial que recordaba la
idea de que nadie podía salvarse solo.
En el interior del
monasterio se aplicaban los sacramentos de la penitencia, de la eucaristía y de
la extremaunción, actos encaminados a ayudar a la moribunda religiosa, y que,
aunque parecían ser estrictamente personales afectaban a la comunidad y a la
sociedad entera. El día 12 de junio de 1637 se trasladó el cadáver de la
venerable Madre María de Jesús de la sala donde lo habían velado hasta el choro
baxo pasándolo por el claustro «hecho el oficio de
difuntos fue tal la conmoción no sólo popular de afuera sino de los sujetos de
adentro para quitarle las flores, pedazos de hábito, que temiendo
el sr. vicario alguna piadosa indesencia [...] mando apresurar el
entierro [...] no se le dio sepultura especial sino entre las de la comunidad
delante del altar que está en el choro baxo de La Purísima Concepción»209.
El hecho de morir,
significó hasta la segunda mitad del siglo XIX, que las difuntas permanecieran
en el monasterio. Las criptas o los entierros en los coros bajos proporcionaban
el espacio en que las monjas permanecerían indefinidamente210.
El día de la muerte era
también un día especial en el cual participaba toda la población conventual
además de los representantes regulares o seculares ligados a ella. Las cosas
empezarían a cambiar a partir del siglo XVIII. Una breve descripción generada
durante el conflicto reformista nos ilustra al respecto:
|
El 2 de noviembre de
1768 sucedió el primer entierro de una prelada que acontece estando nos
presente en esta ciudad de los Ángeles, ordeno que el cuerpo de la dicha
prelada difunta se ponga en el coro bajo en lugar alto para que se distinga
del modo de disponer de las otras; que al tiempo de darle sepultura puedan
entrar además de las personas que llevasen la cruz y los ciriales catorce
sacerdotes211. |
Este acontecimiento le permitió al obispo
Fabián y Fuero emitir un decreto en el que señalaba la forma a seguir en todos
los entierros de religiosas en los conventos de su filiación. Dicho decreto
contravenía prácticas que se habían llevado a cabo durante siglos, como el
hacer procesiones en honor de la difunta por los corredores del claustro y
exhibir el cadáver para ser velado por sus familiares en el coro, además de
tener la compañía del resto de las monjas hasta los límites del sepulcro; en
adelante «las conventuales» esperarían afuera.
Los coros bajos se
utilizaban como sepulcros de todas las monjas, así que sus oraciones diarias se
elevaban siempre sobre los cadáveres de sus predecesoras. Las que morían eran
enterradas en el piso, como en Santa Teresa y La Concepción, poniendo losas sepulcrales
para las fundadoras. Después de un tiempo se desenterraban las más antiguas y
sus restos se echaban a un osario común, que era un agujero en un rincón del
mismo coro. En otros monasterios, en un nivel más profundo del coro bajo se
ubicaban las criptas constituidas por una o dos bóvedas subterráneas a las que
se desciende por una estrecha escalera, como en Santa Mónica, donde ese espacio
quedó definido con una bóveda de arista. En el osario en un extremo del muro,
se escribió el nombre de las últimas difuntas. A las criadas y las «niñas» no
se las enterraba dentro del convento.
Las normas que debían
guardar los sepulcros de los coros recomendaban precarias medidas de sanidad.
Para que por «algún tiempo no hiedan ciérrense con una
cubierta doble, la cual, sea de piedra sólida, pero de tal modo que entre esa
piedra y la cubierta inferior, tosca y sin pulir, se deje algún espacio: la
cubierta superior, de piedra pulida al igual que el pavimento de la iglesia,
debía unirse aptamente por todos lados de la boca sepulcral, [...] no
debiéndose esculpir la cruz ni cosa sacra para que no se manche con la
inmundicia y el esputo del polvo o del lodo [...]»212.
Asociado a nexos
prolongados de solidaridad y a la no identificación de los umbrales de la
nocividad, los sepulcros definían el aire que respiraban las religiosas al
estar ellas en contacto directo ya sea en los coros o en la cercanía a otras
oficinas colectivas como el chocolatero como en La Santísima Trinidad, donde
las monjas se negaban a tomar el chocolate en el refectorio pues:
|
la pieza que se hizo
para chocolatero está frente al coro bajo y que esta tan bien dispuesto y tan
cómodo y con todos sus necesarios para tal fin, que les agrada muchisimo a
todas las religiosas porque sin estrabio ninguno luego que salen de la Prima
ban allí213. |
Saliendo de los coros altos o bajos se
encontraba el chocolatero, espacio que se vinculaba a la vida privada de las
religiosas; en Santa Teresa se le denominó antecoro a la «sala
donde se juntan las religiosas dos veses cada día a tener la recreación que
manda la sagrada constitución»214.
Como lugar cerrado de
recreación y convivencia también fue objeto de duras críticas por parte de los
reformistas. El chocolate afianzó su consumo dentro de los conventos de
calzadas y recoletas porque frente a la dura observancia de las reglas,
representó el momento de sociabilidad entre una actividad y otra. Así, quedó
contemplado su consumo, en Santa Rosa, el fundador ordenó que:
|
Por quanto para el
trabajo y necesidad del cuerpo es necesario tengan algún alivio para que
puedan llevar los trabajos del espíritu: dispongo que la Priora muela y tenga
chocolate para la comunidad, el qual se les de por la mañana y por la tarde a
la hora que en diario se dispone215. |
En algunos casos se encargó de este
menester a las legas, en otros se encargaban de su molienda las mozas de las
religiosas o de la comunidad; como decía sor Anna María de los Dolores, «aca nunca an entrado molenderas, porque las mismas mozas lo an
molido siempre como desde ahora sera»216. Pero en otros, al igual que todas las
actividades ligadas con el trabajo de comunidad, también el moler chocolate fue
una actividad en la que participaron todas y cada una de las religiosas, la
priora de Santa Rosa
nombraba por semana una
de las religiosas, siguiéndose todas a cuyo cargo estaba hasser el chocolate
para todas, sin que en él hubiera esepcion para alguna, la priora indicaba
cuales eran las que habían de seguir este oficio. Además de tener a su cargo el
cuidar los instrumentos para lo necesario para que ninguna los tuviera en
particular217.
En la medida en que se
asoció el consumo del chocolate con una práctica recreativa colectiva, se
señaló su prohibición en los días de «guardar»:
Terminadas las horas de
silencio de doce a dos de la tarde, se tocaba a Vísperas, a donde asistían
todas las religiosas y hecha la señal por la Priora iban en comunidad al
refectorio a beber chocolate en la misma forma que por las mañanas el domingo,
acabadas las Vísperas y dicha la segunda parte del Rosario la pasaban a beber
chocolate y terminando esta iban a Sala de Laboro a la huerta para recreación,
según le pareciere a la priora donde estaban hasta las cinco. Los días que no
eran de fiesta se retiraban a sus celdas a las cuatro. Jueves, viernes y Sábado
Santos no se servía chocolate a ninguna religiosa, tampoco se asistía al torno,
portería o contaduría218.
Aunque siempre estuvo
contemplada la prohibición de compartir el chocolate con la gente del exterior,
ésta fue una práctica común y en las rejas de los locutorios, la invitación al
chocolate monjil fue una costumbre social reconocida.
Por estas razones se
argumentó la existencia del chocolatero en la planta alta, inmediato al coro,
cerca de la enfermería como en San Jerónimo:
|
en la tarde por estar
el chocolatero inmediato al coro y juntamente estar en la parte alta con la
comodidad de que aun las enfermas que estan en pie van al dicho chocolatero a
tomar su chocolate, estando todo dispuesto para la hora en que cada una lo
quiere tomar, si a su Ilma. le parese bien que se quede todo en
este mismo orden [...]219 |
Tomar chocolate en los conventos fue una
práctica cotidiana, que se incorporó a la dieta de las religiosas y llegó a
tener un espacio definido en todos los monasterios de Puebla con excepción de
los descalzos de Santa Teresa y La Soledad. Con la aplicación de las reformas
de Fabián y Fuero, se pretendió eliminar el espacio, y con él la comunicación
amena que en él se propiciaba, ordenando a las calzadas que en adelante se
tomara el chocolate en el refectorio; al parecer por las múltiples cartas de
rechazo enviadas al obispo, no se modificó ni su función ni su ubicación. Esto
lo muestra el siguiente documento:
|
[...] confiadas en su
paternal amor y grande benignidad de V. S. Ylma. todas le hace
presente sin embargo de estar siempre prontas para solo executar en todo lo
que fuere de su superior agrado que si es posible las escuse de tomar los
chocolates en el refectorio permitiendo que lo hagan en la pieza que antes se
había destinado para chocolatero pues a mas de que esta es menos fría esta
mas inmediata al coro alto y baxo de donde suelen salir con necesidad de
descansar ynmediatamente o de tomar alguna refección220. |
Éste fue uno de los pocos espacios que el
obispo reformista no pudo cambiar. El chocolate se siguió tomado en los
conventos de mujeres después de asistir al coro. El caso señalado es un
indicador del arraigo de una costumbre y de un modelo de sociabilidad colectiva
y privada.
Los coros muestran la
primera división entre la vida pública y la vida privada del convento. A través
de sus rejas se hacía patente para la sociedad el ingreso de las novicias a la
familia conventual o las elecciones de preladas, y a su vez, tal estructura
férrea limitaba el contacto de ésta con el monasterio, lo que es muestra de una
separación y a la vez de una articulación. En los coros se manifestaba la
religiosidad comunitaria durante la misa y el rezo del oficio divino, además de
ser el espacio por excelencia de la oración mental individual. Finalmente, en
los coros bajos se prolongaban, mediante el enterramiento de las religiosas,
los vínculos de su vida cotidiana.
Las reglas monásticas y la vida cotidiana
El estudio de los
espacios y sus funciones nos proporciona algunos de los elementos necesarios
para precisar el significado de los conceptos colectivo y privado en la
conformación de la vida cotidiana conventual. Podemos diferenciar cuatro
grandes áreas dentro de los espacios monásticos femeninos: el área de trabajo
propiamente dicho, que comprendía el gran claustro, la cocina y sus oficinas,
el horno, la panadería, el refectorio y sus anexos. Integrando parte del área
de limpieza estarían los lavaderos, las zotehuelas y la ropería, además de
considerar dentro de esta zona un área semiprivada que incluía la enfermería,
la droguería, la peluquería, los placeres y los comunes.
La zona de comunicación
externa estaba constituida por los locutorios, el torno y las porterías o
rejas, secciones de sociabilidad pública controlada. Este punto será analizado
en relación con el seguimiento del voto de castidad.
En relación directa con
el uso de los espacios de convivencia de la comunidad de calzadas, estuvo el
acato al voto de obediencia, punto de particular importancia durante el
conflicto reformista. Además de los coros y el chocolatero, se debían utilizar
colectivamente la sala de capítulo, la de labor y el refectorio, pasando por la
sala de profundis.
Las variantes interpretativas
de la pobreza comunitaria e individual en los conventos calzados nos permitieron
conocer además de algunos aspectos de la administración conventual, el área
privada del monasterio que se integraba con los dormitorios alineados en los
cuatro costados superiores del claustro de profesas, además de las celdas de
las supernumerarias y de las niñas, conformando claustros secundarios.
La función de algunas
de estas áreas fue modificada por las reformas conventuales en diferente
medida. En ciertos casos se señaló su utilidad distribuyéndose en ellos el
trabajo comunitario. En otros, se modificaron las actividades para las que
servía el espacio y, finalmente, otras áreas completas desaparecieron. Se
materializó de esta manera un cambio en el modelo monástico y un nuevo discurso
religioso. Para analizar estas transformaciones estudiaremos primero las
características espaciales más generales del conjunto monástico y las áreas de
trabajo colectivo. Una descripción espacial más particular se hará a partir de la
asociación entre los espacios y actividades de acuerdo con los votos
monásticos.
El gran claustro fue el
centro mismo de la convivencia interna de las religiosas y de sus sirvientas.
Para el inicial funcionamiento de un convento se concebía la existencia de dos
claustros, el de profesas y el de novicias. El de profesas estaba junto a la
iglesia. Estructuralmente se configuró mediante cuatro portales de arcadas, que
en la mayoría de los casos tenían una techumbre simple, con vigas y madera a
manera de tejamanil; excepcionalmente los hubo con bóvedas como en Santa
Teresa.
En la planta baja del
patio se localizaban las oficinas colectivas como cocinas, refectorios,
enfermerías, salas de labor, provisoria, huertas, etcétera. En la parte
superior se delimitaba el claustro mediante las ventanas de las celdas o
dormitorios, mismas que a su vez desembocaban en pasillos de tránsito
colectivo. También la ropería se encontraba, en algunos casos, en los segundos
pisos.
El claustro de
novicias, con duplicidad de funciones con el de profesas, ocupaba un lugar
especial dentro de los monasterios. En él se enseñaba a las novicias la vida,
las normas y cotidianidad de las religiosas de manera independiente; se
mantenía separado por razones muy estrictas señaladas por las reglas y
constituciones monásticas: «muy lejos de la concurrencia
de las demás monjas, estará el gineceo de las novicias donde la maestra de
novicias tendrá especial cuidado en hacer olvidar a las jóvenes la vida del
siglo del cual vino la novicia huyendo a la religión»221. Estaba construido este patio muy a
semejanza del claustro general pero su acceso era restringido. El noviciado
tenía sus propios dormitorios; en Santa Rosa, por ejemplo, «tenía
cinco celdas de admirable proporción, y muy para el intento de las novicias con
sus ventanas a la huerta [...] en cuyos bajos quedaron oficinas muy primorosas
para el alivio de las novicias»222.
Las jóvenes aspirantes
a monjas tenían horarios diferentes y prácticas y convivencia en ocasiones
coincidentes y en otras distintas del resto de las monjas profesas.
El acceso al claustro
de profesas desde el noviciado se hacía mediante una escalera portátil de
madera que se adosaba a otra construida de mampostería en la pared a la altura
media del muro. El objeto de dificultar el acceso se justificaba por la
restricción de comunicación que debía existir entre uno y otro patio. Sólo la
maestra de novicias estaba autorizada para abrirla y ejecutar el tránsito
ritual de una novicia a la zona de profesas. Ejemplos de ellos eran los
noviciados de La Concepción y de San Jerónimo.
A diferencia del
claustro principal la planta alta del noviciado tenía un lugar destinado para
la escuela de las jóvenes y una doble celda especial para la maestra.
Arquitectónicamente este patio se distribuía en tres partes: un atrio con su
hornillo, despensa, corral con pozo y un pequeño pórtico, una leñera y dos
cubículos inferiores. Anexas se encontraban la cocina, las letrinas y las otras
oficinas necesarias para el mantenimiento del colectivo. En la parte superior
se encontraba el «atrio del sueño»223.
A las sirvientas y las
esclavas se les asignó también una sección del espacio conventual. En algunos
casos, ellas tuvieron sus propios patios traseros, letrinas, enfermerías, pozos
y leñeras. En otras situaciones se les ubicaba cerca de ciertas oficinas de tal
manera que convivían en el día en los mismos sitios que las religiosas al estar
integradas sus funciones; por ejemplo, cuando un dormitorio colectivo se
encontraba cerca de donde eran necesarios sus servicios como en las
enfermerías, donde estaban siempre al cuidado de la maestra de mozas.
El crecimiento edilicio
de los conventos estuvo condicionado por la existencia de monjas
supernumerarias y niñas. La adecuación de espacios que originalmente se habían
asignado para huertas se convirtieron en nuevos patios. Estos mantenían las
normas constructivas de los originales, arcos, pasillos, bóvedas, pisos
enlajados y fuentes, todo ello para comunicar las celdas individuales de manera
orgánica; también carecían de oficinas colectivas, las cuales estaban
concentradas en los claustros principales.
Varios eran los patios
de cada monasterio. En La Concepción se describen cuatro, entre los cuales
encontramos el de «san Diego» y el de las «abadesas» y en Santa Inés el «del
Refugio». En algunos casos estuvieron enlosados, otros reflejaron la
fascinación por el espacio oxigenado al estar adornados por jardines, como en
Santa Mónica, Santa Teresa, La Soledad y Santa Rosa. Las huertas en ocasiones
funcionaban como los patios a los que se añadían ermitas como en Santa Teresa
donde:
|
al entrar en la
huerta a mano derecha, se pasa por una calzadilla enlajada a una ermita de bóveda
con su pórtico y sobre la una torrecita con dos campanas [...] en el pórtico
esta un lienzo de los Sinco Señores [...] lo demás de la ermita está adornado
con lienzos muy devotos. A mano izquierda está la otra ermita [...] a estas
dos ermitas se retiran en sus tiempos las religiosas con licencia de la
Prelada para tener ejercicios espirituales, oyendo misa en la tribuna del
altar mayor y subiendo a dormir a sus celdas224. |
Durante el periodo de nuestro estudio, las
nociones sobre la vida individual y colectiva conventual fueron fluctuantes.
Esto se debió entre otras razones al hecho de que la relación entre el tiempo y
las actividades determinaba un uso variable de los espacios. Así el claustro,
que durante el día era el lugar de labor y convivencia, al anochecer se
convertía en un lugar de oración durante las procesiones y las fiestas; las
provinciales y las dobles.
De acuerdo con el
calendario litúrgico, se contaba un total de 27 diferentes fiestas añadiéndose
los domingos y las celebraciones del patrono de cada monasterio. También se
consideraban días de fiesta el del patrono de la ciudad, San Miguel Arcángel el
29 de septiembre y La Purísima Concepción de María, el 8 de diciembre225 . (Véase cuadro 5.)
Aunque el rito de las
fiestas variaba de acuerdo con su importancia y solemnidad, las que iban
acompañadas de procesiones se iniciaban en el coro alto y una vez en el
claustro empezaba propiamente el recorrido:
|
[...] iniciandolo una
religiosa que rija y ordene la procesion, principalmente cuando se comienza,
ordenando a las monjas de manera que siempre vayan iguales, primeramente ira
una monja con el aceite y el agua bendita y baila echandola con el hisopo por
el claustro y después bailan otras de dos cirios encendidos, después la
sacristana con la cruz descubierta, buelta la imagen del crucifixo a las
monjas [...] Y después de la cruz bailan las monjas cantando de dos en dos
[...] al fin de todas baila la Madre Priora226. |
Este espacio también estuvo fuertemente
ligado a la identificación colectiva, pues servía de marco para los días
tristes de la comunidad. Al presentarse un caso de gravedad o agonía, la monja
que acompañaba a la enferma tocaba unas «tablas a gran
prisa por el claustro y las agonías con la campana acostumbrada». Si la
religiosa falleciere se colocaba el cuerpo en algún lugar del claustro en las
andas, vestida la saya y el escapulario y puesto el manto sobre la cabeza [...]
A manera de despedida las religiosas efectuaban una procesión hasta llegar a
donde se encontraba el cuerpo de la monja difunta adornado con flores,
llevándolo en andas hasta el coro bajo donde se seguiría el ceremonial acostumbrado.
Con este tipo de entierros se prolongaba la pertenencia de la difunta al
convento que la reconocía y le hacía manifiesta su integración a la comunidad,
asociándola al espacio doméstico.
Varios fueron los
puntos de la convivencia colectiva que se modificaron por las disposiciones
diocesanas de Fabián y Fuero. Sobre los entierros dictó ciertas disposiciones
que tendían a terminar con el acto colectivo de despedida de la religiosa. Para
evitar la procesión se ordenó:
|
Que el cuerpo de la
difunta se ponga en el coro bajo, [...] y sin sacar del coro el cuerpo de la
difunta prelada para llevarlo por el claustro, ni por otra parte del
convento, se le cante solemnemente en la capilla que estará en la parte de
afuera de la rexa de dicho coro [...]227 |
Cuadro 5
Las fiestas
provinciales y dobles, así como procesiones al interior del convento de San
Jerónimo en 1700
|
Fecha procesión |
Observaciones |
|
|
San
Andrés Apóstol |
30 noviembre |
|
|
Natividad Ntro. Señor |
25 diciembre |
|
|
La
Circuncisión |
1 enero |
|
|
La
Epifanía |
6 enero |
|
|
La
Purificación de Nuestra Señora |
** |
|
|
San
Benito Abad |
21 marzo |
|
|
La
Anunciación de Nuestra Señora |
25 marzo |
|
|
La
resurrección del Señor |
** |
|
|
Santa
Catalina Mártir |
30 abril |
** |
|
San
Juan Bautista |
15 mayo |
** |
|
San
Pedro y San Pablo |
29 junio |
** |
|
Santa
Martha |
29 julio |
** |
|
Santiago
Apóstol |
25 julio |
** |
|
San
Lorenzo Mártir |
5 septiembre |
|
|
La
Asunción de Nuestra Señora |
15 agosto |
** |
|
Dedicación
de la Iglesia |
19 agosto |
** |
|
San
Bartholomé Apóstol |
24 agosto |
|
|
La
Natividad de Nuestra Señora |
8 septiembre |
** |
|
*San
Jerónimo |
30 septiembre |
** |
|
San
Lucas Evangelista |
18 octubre |
|
|
Las
once mil vírgenes |
** |
|
|
Todos
Santos |
1 noviembre |
|
|
Fiestas móviles |
||
|
Domingo
de Ramos |
marzo-abril |
** |
|
Pascua
de Espíritu Santo |
marzo-abril |
|
|
La
Ascensión |
mayo |
|
|
La
Santísima Trinidad |
||
|
Pentecostés |
mayo-junio |
** |
|
Corpus
Christi |
mayo-junio |
** |
|
Encarnación |
** |
*Fiesta variable según
el patrón de cada monasterio
**La columna de las observaciones
se refiere a la celebración obligatoria dentro del convento de San Jerónimo.
Las otras fiestas eran opcionales.
FUENTE:
Ceremonial, c. 1700, capítulo 10, s/f.
Acompletaba su
argumento, el obispo reformista, señalando el continuo tránsito por los
claustros y la consecuente infracción de la clausura por la entrada de personas
ajenas ordenando que «no se ande en la clausura más que el
tiempo necesario y solamente por las partes precisas» con el fin de evitar
el provocar «repetidas y gravísimas excomuniones»228.
Los patios
constituyeron los centros articuladores de todo el conjunto conventual. En su
planta baja se desarrollaron dos tipos de actividades, las de sociabilidad y
las de trabajo colectivo. Las plantas altas estaban reservadas para las
actividades de la vida privada.
Plano 10. Plano arquitectónico de Santa Rosa (planta baja)
|
1.
Huerta |
2.
Sala de Recreación |
3.
Segundo Refectorio |
|
4.
Cocina |
5.
Patio de servicio |
6.
Despensas |
|
7.
Sala de Profundis |
8.
Refectorio |
9.
Claustro |
|
10.
Bodega |
11.
Sala de sacerdotes |
12.
Portería |
|
13.
Coro bajo |
14.
Locutorio y Sacristía |
15.
Confesionarios |
Plano arquitectónico de Santa Rosa (planta alta)
|
16.
Enfermerías |
17.
Botica |
18.
Capilla de la enfermería |
|
19.
Celdas de enfermas |
20.
Sala capitular |
21.
Noviciado |
|
22.
Celdas de profesas |
23.
Celda de la priora |
24
y 26. Capillas |
|
25.
Tribuna |
27.
Entrada al Coro alto |
28.
Sala de Domina |
|
29.
Ropería |
30.
Coro Alto |
«El gran claustro»
El punto alrededor del
cual se organizó el trabajo de la comunidad fueron las fuentes de agua situadas
en el centro del patio. Éstas fueron bellamente diseñadas y formaban parte del
mismo conjunto conventual desde los primeros tiempos. Basta recordar que, en el
testamento de la fundadora de Santa Catalina de Sena en 1568, se menciona que
una de las primeras dotes que recibió, sería dedicada a la construcción de la
fuente del claustro principal. La existencia de estos recipientes aseguraba la
privacía de la vida monástica al evitar la circulación de los aguadores en el
interior de los monasterios. De piedra labrada y con diferentes formas,
embellecían los espacios abiertos, como los de La Concepción, Santa Rosa o
Santa Mónica. En Santa Teresa,
|
en el claustro que
llaman de gracias [...] es todo en sus cuatro angulos de boveda, que está
arrimado al costado de la iglesia, todo alrededor con pretiles de pilar a
pilar y en el medio enladrillado con un naranjo en cada una de las quatro
esquinas, y en el centro una pila de azulejos con su taza de cantería, todos
los quatro angulos estan adornados con lienzos [...]229 |
En torno a la ubicación de las pilas de
agua, se distribuyeron las áreas de trabajo de la comunidad como cocinas,
hornos, panadería, almacenes, refectorios y aguamaniles. Por otro lado, se
encontraban los lavaderos, las zotehuelas, los asoleaderos y las roperías. En
estos espacios por lo regular desempeñaban su trabajo las hermanas legas. Ellas
se encargaban de los oficios más pesados referentes al mantenimiento colectivo
del convento; despertar a la comunidad y tocar para los actos conventuales. En
el coro, bajar los fuelles del órgano diariamente de las misas, y cuidar su
aseo cotidiano; por la noche, cerrar todas las puertas interiores y abrirlas
por la mañana además de barrer todo el convento, así como suplir en todos los
demás oficios a las ofícialas cuando estuvieran enfermas.
De manera particular
«las leguitas» se hicieron cargo de la cocina que como norma práctica se
encontraba siempre unida al refectorio donde sobre un torno pasaban los
alimentos. La estructura «coquinaria» comprendía, además, otros lugares como
piezas para hacer la medición, la despensa, el lavadero de trastes y un corral
con pozo «separado de todos los demás lugares» de donde se sacaba agua, con
cubos lígneos manejables. En algunos casos se adaptaron canales de plomo o de
piedra por los cuales se conducía el agua hasta el lugar donde se lavaba.
El modelo anterior
descrito por Borromeo posiblemente no estaba muy alejado de la realidad, pues
encontramos en los monasterios poblanos espacios diferenciados para despensa y medición,
así como para el consumo del agua de pozo. Los documentos nos muestran las
tendencias que respecto a la higiene estuvieron asociadas con el uso del agua y
el oficio de las monjas que tenían acceso directo a ella. Fabián y Fuero
también ordenó la disposición del área coquinaria, que en adelante sería:
|
[...] La cocina se
fabricará inmediata a el refectorio con cuantas prevenciones sean necesarias
para que las que hayan de trabajar en ella tengan alivio. Se les haran
alacenas embebidas en la pared y fogones u ornillas para que puedan guisar
[...] Se procura encañar el agua limpia comente en la proporcion que no
perjudique a la oficina y que la misma agua no limpia conque dicha oficina se
sirviere, tenga su desague y conductos para que con comodidad la puedan tener
siempre aseada las sirvientas y a fin de que todo quede según la idea de
nuestra paternal afección [...]230 |
Fue en los monasterios, al igual que en
los hospitales, en donde se hicieron patentes tendencias higienistas que
revelaban cierto grado de avance en cuanto al reconocimiento de la mugre como
factor de enfermedad. Esto condicionó el diseño de las cocinas techadas con
abovedamientos, el ejemplo más bello es el de Santa Rosa. El objetivo de estas
técnicas constructivas fue permitir la circulación del aire, evitando por medio
de su altura la acumulación de aire caliente y húmedo. En ese convento, por
ejemplo, las bóvedas de la cocina permitían que saliera el humo de los
braseros, amén de que por sus altas ventanas se iluminaba sobradamente.
Complementariamente se
recubrieron de azulejos todos los sitios por donde corría el agua con el objeto
de repeler cualquier humedad en las paredes. Esto muestra la importante
relación entre las precarias nociones que sobre la higiene se tenían en la época.
El rechazo a la impregnación miasmática de los muros llegó a colocar el olor
del agua sucia de la cocina en la cima de la escala de las pestilencias. Además
de la cañería diferenciada, se diseñaron ventanillas azulejeadas por donde se
pasaba el alimento, para evitar que se ensuciara el resto de las paredes en
caso de derramarse algún «caldo».
En algunos conventos y
particularmente al principio de su existencia, todas las religiosas
participaban periódicamente del trabajo colectivo de la cocina, como en el caso
de Santa Rosa, en donde por constitución carecían de sirvientas:
|
[...] cada una de las
religiosas entraba a exercerlo [el oficio de cocinera] por semanas, hasta las
niñas, como también a moler maíz, semilla de la tierra para disponer la
bebida para la colación en las horas que les quedaban libres para sus
costuras, solía la prelada ocuparles el tiempo en limpiar semillas, que
limpiaban junto en acarrear agua del pozo para todo lo necesario: en que
padecieron mucho por que solo para beber se les tenía dulce (agua) de las
fuentes de la ciudad231. |
El número de legas en el oficio de la
cocina dependía del tamaño del monasterio, las hermanas legas como encargadas
de la preparación de la comida, debían saber de un día para otro lo que la
madre sor Ysabel María de Santa Theresa, la procuradora de Santa Rosa, disponía
para dar de comer y cenar a la comunidad, y si se necesitase algún
extraordinario como arroz para las fiestas, lo limpiaban un día antes para que
les quedara la mañana desocupada y pudieran ir a misa; «siempre
debían procurar oirla cada día y luego entender de aderezar la comida con toda
la buena gracia y zason que pudieren»232.
Su oficio presuponía
una actitud de servicio pues estaban obligadas a «responder
a todas las religiosas, con paciencia y humildad dándoles o guisandoles como
les diere gusto y ellas pudieren, con especial cuidado a las enfermas o flacas
que comen de muy mala gana y si era necesario que tuvieran que hacer salsa,
especias, legumbres y cosas tales, la madre procuradora les proveía de lo
necesario. Y si por ventura se hubiere de aderezar la comida de las enfermas en
la cocina del convento por no haber en la enfermería, debían procurar de
aderezar a tiempo, lo que el médico mandaba que comieran las enfermas, que
fuera con su buena gracia, tan bien guisado que les dé gana de comer a las que
la tienen perdida»233. Además, a ellas correspondía juntar para los pobres todo
lo que hubiese sobrado de la cocina, de la enfermería y despensa234 .
A sor Francisca María
de San Joseph235 , a sor María Clara de la Concepción236 , y a Francisca de los Dolores,
correspondió el oficio de depositarias en La Concepción en 1769, para ocuparse
del abasto del monasterio. Poseía cada una su llave del arca o cofre del
depósito y cuando era necesario abrir el arca siempre acudían juntas. Además de
llevar la contabilidad externa del convento, se encargaban al fin de cada mes a
tomar razón del gasto y del recibo de la despensa, de manera que su mayor
preocupación era el equilibrio entre lo gastado con la renta «pues
a las religiosas no les va bien mendigar como a los frayles»237.
Las depositarias
entregaban periódicamente a las provisoras o procuradoras las cosas necesarias
para el gasto diario del monasterio, recibían y guardaban los insumos para
distribuirlos como la priora disponía. También se encargaban de vender las cosas
de las cuales el convento no tenía necesidad, procurando que ninguna cosa «se
corrompa, pudra ni dañe». A sor Josepha de la Santísima Trinidad238, en 1769 le correspondió, como
procuradora, acudir a la cocina, una y muchas veces, para ver lo que se
aderezaba para la comida de las religiosas; y cuando era hora de comer, mandaba
a la refitolera que viera lo que faltaba y cómo se repartía.
Luego entraba a comer o
esperaba a la segunda mesa. Cuando por alguna fiesta o procesión les traían de
fuera algunas cosas como pasteles o regalos, ella los cubría «de
los ojos de los seglares para que no lo vieran, ni se escandalizaran».
Finalmente, rendían cuentas a sor Phelipa de la Santísima Trinidad239 , la priora, al cabo de cada mes, en
presencia de las madres depositarias.
Sor Ygnacia María de
San Cayetano y sor María Anna de Santo Domingo, las depositarias de La
Santísima, se auxiliaban de las religiosas llamadas silleras. El nombre de su
oficio provenía de la pieza en donde se guardaban las provisiones como trigo,
la harina y la cebada, además del vino, vinagre, aceite, miel, garbanzos y
habas. Ellas se encargaban del aseo y la limpieza de esta pieza, además de
cuidar de que fuese buena y segura, que estuviera enjuta y sin humedad y
cerrados los agujeros. Sus ventanas, además de rejas, solían tener sus redes
para que los pájaros no pudieran entrar. Contaban los graneros, además, con sus
gateras, hechas en las puertas para que los gatos pudieran entrar y salir para
ahuyentar a los roedores.
Existían de hecho
varios tipos de despensa, además de los arriba descritos. En otras piezas
diseñadas exprofeso se guardaban los alimentos, frutas, legumbres, hortalizas y
productos de la huerta y en general las cosas que atañen a las provisiones
alimentarias. Su estructura la definían como un lugar cerrado con cal y canto,
con acabados de estuco o yeso. En su interior había cajas, cestas, canastillos
y toda clase de alacenas separadas por casillas, doble cerrojo y diferentes
llaves para el control de la madre provisora240.
Las silleras se
distribuían el trabajo para el cuidado del trigo, vino y frutas. Las encargadas
del cereal llevaban la contabilidad en un libro para asentar las cantidades de
trigo y cebada que recibían para calcular el gasto ordinario. Debían procurar
no ser engañadas, mirando con cuidado si el trigo o cebada viniere sano o
mojado. Si no fuere así, no debían recibirlo o bien ponerlo en otra parte para
que no dañara al otro. Se esmeraban en tener el granero y las tinajas limpias y
vacías o algún troje donde pudiesen tener la provisión de la harina, que cuanto
más añeja tanto mejor era para el pan y ocasionaba menor gasto. Ellas también
rendían cuentas anuales a la priora.
Las encargadas del vino
debían procurar saber lo que primero se debía gastar según consejo «de las
personas que de esto saben» y lo que se podía beber con más o menos agua,
además de revisar cada día el estado de las candioras o tinajas del vino para
ver si estaban sanas o rezumando. Se preocupaban por tener las vasijas muy
limpias y las bocas de los recipientes también, teniendo sus cedacillos para
limpiarlas al igual que la bodega, la que regaban en el verano, además de abrir
y cerrar las ventanas a su debido tiempo según corrieren los aires para
beneficiar la conservación del licor.
Las religiosas que
cuidaban de las frutas y las hortalizas tenían siempre en cuenta que se
consumieran a tiempo para que «estas no se corrompieran,
ni pudrieran, avisando a la prelada para que las mandara gastar antes de que se
perdieran». Al igual que las procuradoras, refitoleras y enfermeras, se les
mandaba que todo lo que sobraba de sus oficios y de lo que dejaban las
religiosas lo juntaran para dar a los pobres.
Anexo a la despensa o
al granero se encontraba el horno241, que consistía en una estructura provista
al nivel de la cintura de una pequeña entrada a una bóveda de platillo
sumamente baja. En la boca del horno existía un agujero por el cual los
carbones candentes o todo el carbón era bajado a la fosa construida bajo la
bóveda. Por la parte superior, existía un pequeño vaporario. Cerca estaba el
harinero y un lugar para guardar las balanzas, los harneros, las cribas y los
demás instrumentos. El horno se localizaba en una esquina del claustro,
contiguo a un pequeño patio el amasijo, un pozo y el granero. Su ubicación
estaba contemplada lejos de los dormitorios y del guardarropa para evitar
peligro de incendio.
Al igual que los
trabajos de las cocinas, la labor en la panadería se consideraba de las más
humildes. Al inicio de la vida de un monasterio, cuando las reglas aún eran
observadas con rigor, todas las religiosas realizaban este tipo de tareas en el
cuarto de los amasijos. En La Purísima Concepción:
|
La venerable madre
Geronima de los Ángeles que era hija legítima de un hermano
del Ilmo. obispo Diego Romano describen que era tan rigurosa la
observancia que ni en un apise le faltaba a la regular disciplina, verdad que
se manifiesta bien en nuestra Geronima de los Ángeles pues sin valerse de los
fueros de su edad tierna ni de las esepciones de ser sobrina de un Sr. Obispo
[...] exercitaban a este ángel aún más que en el nombre de las costumbres en
los ministerios más penosos, que se ofrecían ocupándola en cernir la harina
para el pan, en moler y labar, cargas que exercitaba nuestra Geronima sin que
la obligase la obediencia242. |
Si en algunos monasterios fue causa de
asombro que las religiosas de velo negro laboraran en la panadería, en otros
como las recoletas de Santa Rosa, constituyó una labor en la que participó toda
la comunidad pues:
|
comían las religiosas
el pan con el sudor de su rostro, amasado a las mil maravillas de sus propias
manos de azusenas a costa de sus fuerzas, remoliendo en metates o piedras el
salvado para bolberlo a cernir y sacar un pan propiamente de flores243. |
Anexos a la zona coquinaria se encontraban
los refectorios que eran los comedores colectivos. Su atención, cuidado y
funcionamiento estaban encomendados a una religiosa de velo negro, «la madre
refitolera» y a su cargo estaban en primera instancia las jóvenes menos
antiguas, que para festejar su primer oficio después de profesas, compraban
todos los trastes necesarios para el periodo en el que desempeñaban el cargo;
jarros, vidrios, tinajas, lebrillos y paños de manos y saleros que se guardaban
en una pieza anexa. Junto se encontraban los lavaderos de los trastes de la
cocina y de la ropa del comedor y las piezas para guardar el carbón, leña y
loza.
A la hora de tomar los
alimentos, juntas todas las religiosas decían la oración de fidelium en
la sala de profundis, y terminada ésta, entraban al refectorio como lo disponía
la constitución244. Una descripción de lo que era el refectorio se encuentra
en el caso de Santa Teresa:
era una pieza capaz, y
decente, quanto devota y religiosa, con bastante luz para la claridad que
necesitaba por dos ventanas grandes, que caen al mismo patio [...] entre las
quales se divisa un nicho con un pequeño estante de los libros, que se leen
mientras comen, y arriba un Niño Jesús Nazareno de bulto; siguese luego la
ventanilla por donde se recibe la comida y enfrente un aposento pequeño donde
están las cruzes, coronas de espinas, mordazas y sacos de penitencia, con otros
instrumentos de mortificación de que usa la sagrada descalces carmelitana para
las penitencias ordinarias y extraordinarias, enfrente de las ventanas está el
púlpito donde se lee y sigue la puerta grande, que sale al claustro, por la
qual sale la comunidad después de comer con el Psalmo del tiempo para concluir
las gracias en el coro bajo245.
Normativamente la
estructura arquitectónica de este comedor señalaba como importantes
características amplitud, funcionalidad y comodidad tales que permitieran la
asistencia de todas las religiosas para este relevante acto colectivo. La decoración
de sus muros consistía en pinturas sacras «pía y decorosamente pintadas»
diferenciándose los lugares de la prelada y de la hebdomadaria246.
En el refectorio se
expresaba, al compartir los alimentos, la unión comunitaria. Esta fraternidad
necesitaba de normas de civilidad elementales que permitieran la convivencia
durante muchos años. La fiel observancia de las constituciones, donde se
ordenaba cuidadosamente cómo mirar, cómo sentarse y cómo comer, la favorecían.
Se indicó con especial empeño que «justo las que viven
bajo una misma regla y hacen una misma profesión sean uniformes en la
observancia de la religión, mostrando la uniformidad de sus corazones en la
conformidad de las ceremonias»247 .
Era muy importante
partir de ese precepto, ya que vivir en comunidad implicaba el cumplimiento de
deberes y obligaciones individuales y colectivas organizadas jerárquicamente.
Entrar, salir y comer en el refectorio se hacía en un orden que sólo podía ser
alterado ocasionalmente.
Las prácticas
alimentarias estuvieron normadas de manera general por las constituciones y de
manera particular por las reglas de la orden a la que pertenecía cada
monasterio. En Santa Teresa, por ejemplo, a diferencia de otros monasterios,
por lo regular no se usaban manteles largos, porque a cada religiosa y «lo mesmo a las preladas, se le ponía una servilleta grande
tendida la mitad sobre la mesa, y sobre ella otra servilleta doblada, el pan,
el cuchillo y cuchara de palo, cubierto todo con la otra mitad de la servilleta
para el aseo, entre cada dos asientos se ponía un salero de barro y un jarro
con agua»248 .
La normatividad
colectiva se desplazaba constantemente al ámbito individual, tanto en el oficio
que se desempeñaba como en los rituales conventuales. En Santa Catalina, a la
hora de la primera mesa, la refitolera, además de cuidar que las mesas
estuviesen limpias y aderezadas con el pan, el agua, la sal y las vinagreras,
vigilaba con especial cuidado que las servilletas «encarrujadas» y marcadas
correspondiesen a cada religiosa.
Tomar los alimentos en
comunidad fue una práctica permanente y nominalmente obligatoria en los
conventos de monjas249 . Cuando fueron fundados, el comer colectivamente,
fue parte de la cotidianidad para calzadas y descalzas. La venerable madre
María de Jesús, aun estando enferma, cuidaba de cumplir con este punto de la
regla:
|
En una ocasion que
la M. María de la Concepción era refitolera, entro como siempre
nuestra Venerable Madre tan puntualmente que se afligió la refitolera, por
que juzgo, iba a notar si estaba mal o bien prevenido el refectorio; más aun
sin desirle nada: y entonces la satisfizo la V. M. disiendole:
Madre Concepción no le haga novedad el verme venir antes de tiempo que como
ando con dificultad por enferma, me prevengo para poder comer con mis
hermanas250. |
Las jerarquías que se debían guardar al
comer fueron cuidadosamente descritas en las constituciones; elementos
civilizatorios que se reflejaron hasta en el orden en que debía recogerse la
mesa. En el caso de las dominicas, por ejemplo, siempre se comenzaba desde el
lugar ocupado por la madre priora hasta llegar a las más jóvenes251.
La estancia en el
refectorio estaba totalmente regulada, no sólo por el orden de tomar asiento o
de recoger los platos. Suponía, sobre todo, el aprendizaje de un determinado
comportamiento individual. Por ejemplo entre las dominicas se indicaba que
mientras se servía, las religiosas debían evitar tener «los
ojos derramados y levantados por las mesas ni miraran con curiosidad unas a
otras ni atendieran a lo que les ponían a las otras, sino que teniendo cada una
los ojos baxos, honestos y humildes y estando atentas a la lección solo miraran
lo que les ponen por delante»252.
Esto formaba parte del
conjunto de gestos corporales sinónimos de la urbanidad individual propia de
grupos que trataban de identificarse a través de sus actos públicos como
al «beber agua tomando el vaso con ambas manos, tomar la
sal del salero con la punta del cuchillo y no con los dedos o evitar limpiara
el cuchillo en los manteles sin que primero lo haya limpiado en un poco de pan»253.
Varios aspectos fueron
observados por el obispo reformista respecto a la cotidianidad de tomar los
alimentos en los conventos de calzadas. Dado que la entrada a los comedores era
angosta, se hacía indispensable formarse en el interín en el claustro254. Expresó en sus memoriales a las
religiosas su preocupación por la observancia de un orden más estricto quejándose
de que:
|
[...] a la entrada al
refectorio en todos los conventos esta muy fea por que se juntan en los
claustros en que se pierde el tiempo inútilmente mientras se junta la
comunidad. (Propuso que), desde el coro salgan las religiosas resando Salmos
de Profundis hasta estar en sus lugares en el refectorio255. |
Especial atención puso Fabián y Fuero en
este tipo de prácticas en las que la interacción colectiva era manifiesta y
sobre todo en las que lo colectivo y lo privado se mezclaban en una
cotidianidad poco regulada. En el camino hacia el refectorio, otro aspecto
relacionado con la convivencia colectiva fue el área de aseo. Aunque
normativamente, en las construcciones conventuales debían contemplar su diseño256, los documentos muestran las diferentes
interpretaciones respecto a esta práctica.
En el refectorio de La
Concepción, la hermana Leonor Francisca de la Concepción257, la refitolera se encargaba de tener agua
en el lavatorio o en los aguamaniles, para que las religiosas al entrar al
refectorio se lavaran las manos antes o después de comer, teniendo sus toallas
cada día limpias para que se las secaran. Una variante del mismo caso se
presentaba cuando las sirvientas les lavaban las manos a sus religiosas en el
mismo refectorio auxiliadas de palanganas de barro, jabón y paños de manos
bordados con el nombre de cada monja.
Ante el apremio del
obispo que condenaba los actos individuales, las monjas, prontas a solucionar
sus diferencias fabricaron, al salir para la pieza que llaman «de profundis»
uno o dos aguamaniles para que se lavaran personalmente antes y después de
comer. Ellas entendían parte del problema, el obispo pretendía evitar el
servicio personal de las mozas a ciertas religiosas, pero no comprendían el
sentido de la individualidad que reclamaba el prelado al impedir el contacto
cotidiano que se acostumbraba antes de entrar al refectorio.
Por otro lado, al
permitirse el ingreso de las supernumerarias, las niñas, las esclavas y mozas
particulares en los conventos de calzadas, la práctica de comer en el
refectorio se fue combinando con el hecho de tomar y preparar la comida en las
celdas particulares. El siguiente fragmento de las trinitarias expresa tal
situación, en un escrito las monjas solicitaron a su majestad que como antes
del establecimiento de la vida común:
|
mande que a todas las
religiosas les de nuestro mayordomo los 50 pesos cada año para sus
vestuarios, y que siga dandonos en dinero cada semana para nuestros
alimentos, y que cada una en su celda, con las criadas que pueda tener, se lo
guisen y sazonen, y hallamos en practica desde nuestra profesion en cuya fe
profesamos258. |
Al respecto dos opciones se pudieron
alternar con el tiempo: las mozas guisaban en la cocina colectiva y llevaban la
comida preparada a la celda o preparaban los alimentos en la cocina de la
celda. Ambas prácticas reforzaban la relación de dependencia
individual-familiar, tan criticada por el obispo reformista.
La renuencia a asistir
al refectorio fue un problema común expresado durante todo el conflicto
suscitado por la aplicación de las reformas, ya que el obispo mandó tomar los
alimentos como lo ordenaban las constituciones. Esta resistencia a comer en
comunidad dio lugar a múltiples quejas, entre las que argumentaron un cambio en
la calidad y la cantidad de comida a la que estaban acostumbradas. El prelado,
contemplando estas manifestaciones de descontento, surtió a los monasterios de
una reserva alimenticia de lo que a su juicio era importante. Sin embargo, la
ruptura de la rutina cotidiana de la alimentación desató el enojo de las
religiosas. La solución de encargar la comida a las monjas que apoyaban la
«vida común» acrecentó aún más la inconformidad, llegando el extremo de
acusarse unas a otras no sólo de negligencia, sino de atentar contra su propia
vida al depender su sustento de la cantidad y la calidad de los alimentos. En
la extensa carta de quejas que enviaron a las autoridades, las
trinitarias: «empeso a estrañar la naturaleza los
alimentos que antes teníamos, bien cocidos y sazonados, y estos, siendo
calderos para más de cien personas, no pueden tener cocimiento y sazon que
tiene poca porcion [...]».259
Otra zona de trabajo
importante que se estableció en torno al agua fue la zona de lavado, próxima a
una fuente, un jardín o a los huertos para exponer al sol la ropa húmeda. En
caso de no existir huertos por lo limitado del edificio, se consideraba la
utilización de la techumbre superior que hacía las veces de asoleadero como en
el caso del primitivo convento de Santa Mónica. La zona de lavandería se consideraba
como un lugar amplio diseñado exprofeso, cubierto su piso con pavimento de
ladrillo, que se ubicaba por lo regular cerca de un pozo o una pila de agua de
piedra. Se complementaba su diseño con una fosa o laguna cavada profunda y
ampliamente, a la cual descendía el agua derramada y contaba además con una
carbonera anexa para calentar las vasijas de cobre.
Las religiosas
«ofícialas» del lavado de la ropa de la comunidad eran las roperas; cada semana
se encargaban del aseo de la ropa de la comunidad, devolviéndosela a cada
religiosa «limpia, enjuta y doblada, así como sacudidos
los hábitos» puestos en sus lugares, en los cajones de la ropería, así
como reparadas y remendadas las piezas que lo ameritasen. La frecuencia del
lavado de la ropa de cama se hacía sólo en el caso de «hallarla
sucia o maltratada cada semana».260
Las reformas impuestas
a los conventos de monjas tocaban con particularidad el punto referente al aseo
del vestuario. La existencia del servicio individual de sirvientas permitía que
la ropa de las supernumerarias fuese lavada de manera particular por las mozas
o esclavas en las celdas, evitando así llevarla a los lavaderos colectivos o
doblarla y sacudirla en la ropería común por las hermanas «roperas».
Fabián y Fuero, con la
expulsión de las mozas particulares adecuó nuevamente el oficio de las
«roperas», obligando a todas las monjas a dar su ropa para ser lavada de manera
«común», lo que dio motivo a nuevas quejas de las monjas, quienes manifestaron
por medio de un memorial al obispo, que: «lo único que
emos de sentir de la vida común es el entregar la ropa interior a nuestras
ermanitas por ser mui natural el recato en las mujeres y más en las religiosas»261.
La ropería en La
Santísima estaba situada en la planta alta del claustro principal. Era muy
iluminada y provista de amplias ventanas. Estaba compuesta por altos armarios
en donde se colgaban en percheros los hábitos de lana de las religiosas para
ser sacudidos cada cierto tiempo. En otra pieza contigua se guardaban los
vestidos de lienzo y lino y de manera separada estaba la sala de la ropa
blanca, mantas y frazadas; esta última celda debía ser «un
lugar más bien frío»262 donde las «roperas» acomodaban la ropa de las
numerarias y las legas.
Las numerarias y
supernumerarias que tenían sirvientas o esclavas no requerían de los servicios
colectivos, pues de los réditos de su dote, mensualmente se les proporcionaban
tres pesos y ciento treinta y cinco anualmente para renovar sus hábitos que
debían ser, en teoría, iguales a los del resto de las monjas de velo negro. Las
niñas se vestían con «un traje de paño de algodón azul y
unas indianillas, sin adorno, ni nada de listón ni encaje»; en otros
monasterios, como Santa Catalina, las niñas portaban ropa similar a la de las
novicias y les era entregada por sus padres.
El vestuario de las
monjas se componía principalmente de los hábitos, que debían ser «groseros, de una tela tosca, sin curiosidad de dobleces». A esta
prenda se le asignaba un valor alegórico. Entre las concepcionistas era una
túnica, un hábito y un escapulario, «todo esto blanco por
que la blancura del vestido exterior de testimonio de la pureza virginal del
alma y del cuerpo» y un manto de estameña o de paño basto de color «azul cielo y esto por la significación que en si trae que muestra
el anima de la Sacratísima Señora»263 .
La uniformidad exigida
a la comunidad no sólo giraba en torno a los colores simbólicos de la orden,
puesto que también a sus diseños se asociaban otro tipo de atributos. Veamos, a
partir de un ejemplo sus características;
|
[...] en el último
trienio de su prelacía, noto la MRM que algunas de sus conventuales usaban
las mangas del habito un poco más largas de lo que en aquellos primitivos
(tiempos) se introdujeron en su estrechez. Con lo cual santamente irritada
cuando estaba toda la comunidad en el refectorio, se paró en medio, puesta en
cruz, para que todas viesen el vuelo que tenían las mangas de su habito y a
su imitación cercenaron sus excesos [...] así las mangas que usaban sus
monjas eran conformes a su espiritualidad264. |
La misma crónica relata que hacia 1680 los
ropajes habían sufrido modificaciones importantes: «los
hábitos que entonces se ponían, pues haciendo de la mortaja gala, eran los
hábitos profanamente escandalosos»265.
Esta última cita
condensa algunas de las críticas que sobre el vestuario fueron expresadas a lo
largo de los siglos XVII y XVIII. Los hábitos sufrieron alteraciones al
añadirse a los accesorios de las telas, las joyas personales de las monjas, que
hacían que en conjunto lucieran distintos unos de otros. Éste fue un punto
importante contemplado dentro de las reformas del obispo Fabián y Fuero, quien,
en su afán por uniformarlas, prohibió en sus disposiciones el uso de adornos y
de los citados «encarrujados», pero además impuso cambios en las texturas de
los hábitos, cambiando buratos y sedas por paños, bretañas del país y
estameñas. Las monjas protestaban, algunas aceptaban seguir la vida de
recoletas con la salvedad de que se aceptara cambiar la calidad de las telas
escogidas por el obispo para los hábitos, argumentando la posibilidad de
hacerles daño a la salud. Una leyenda en un tríptico del convento de Santa
Mónica expresa al respecto:
|
La reforma también contemplaba la
sustitución de los nuevos hábitos, mismos que el diocesano patrocinó para uniformar
a las monjas, evitando así gastos individuales; y para ello insistió en
reforzar el trabajo colectivo de las «roperas». Las religiosas superioras y
abadesas que aceptaron la vida «común» informaban al obispo que:
|
la roperia esta como
lo mando V.S. Ilma. todo el dia estan las seis religiosas
roperas sin legas, cosiendo desde que salen por la mañana del coro alto, que
van al refectorio, a la tarde desde que salen de Maitines hasta la oracion, y
hasta siguen con vela por falta de luz [...]266 |
En algunos casos las enfermerías del
monasterio fueron un lugar temporal de recuperación, en otros era el tránsito
hacia la vida eterna. En ambos casos, dentro de las comunidades de religiosas,
las monjas enfermeras acompañaban todo el tiempo a la religiosa postrada.
El oficio de enfermera
tenía un lugar y consideración especial dentro del convento, pues por medio de
la enfermedad ajena, este trabajo servía como prueba de obediencia y camino de
purificación, de tal manera que las monjas se identificaban con las viejas y
moribundas; ésta era una manera de familiarizarse con la muerte.
Cuando estaba próximo
el deceso de alguna religiosa, las enfermeras, hincadas de rodillas ante la
cama de la agonizante, ponían en sus manos la cruz y la candela encendida;
juntas todas las monjas entonaban la letanía y oraciones por el alma de la
enferma. Terminado esto, mientras esperaban que exhalara el último aliento, le
leían pasajes de la pasión de Cristo.
Al estar integradas las
enfermerías al conjunto arquitectónico conventual, se evitaba el aislamiento
emocional. De esta manera las enfermas se sentían cercanas física y
psicológicamente a su congregación monástica. Esta noción de comunidad era
importante para que las moribundas sintieran que las vivientes no las habían
excluido de su mundo.
Borromeo ubicaba a las
enfermerías alejadas de las oficinas conventuales, «no en
un sitio interior del monasterio, cerca de la puerta del auditorio, en un lugar
saludable». Sin embargo, la práctica arquitectónica novohispana las incluyó
dentro del conjunto monacal. Estaban constituidas por un comedor, una cocina,
una despensa, una celda para lavar, un corral con su pozo, una leñera, y dos o
tres celdas con sus respectivos lechos; se incluían además un hornillo y las
letrinas267.
Este diseño parece ser
el encontrado en algunos conventos como La Concepción, que reúne casi todas las
características citadas por Borromeo. Sin embargo, hay otro ejemplo en las
descripciones del siglo XVII que muestran que la cercanía consuetudinaria
empezaba a ser motivo de preocupación por la peligrosa proximidad entre ambas
oficinas. Con el objeto de facilitar el alimento a las enfermas, en San
Jerónimo
|
[...] la enfermeria
esta mui inmediata a la cocina y por otro lado al coro, mui dentro del
convento, en verano tengo que poner a las religiosas mui juntas, pongo a
vuestra consideración el peligro que podemos temer pues con una leve
calentura de una o dos puede haber grave peligro de contagio [...]268 |
En ese modelo, se esboza ya una inquietud
ante la falta de ventilación provocada por el hacinamiento como posible fuente
de contagio.
El agua de las fuentes
y su utilización condicionaba de algún modo las prácticas colectivas o
privadas. Esto se detectó al intentar diferenciar los trastes de las religiosas
sanas de las que tenían enfermedades contagiosas. Continuos memoriales
dirigidos por las monjas al obispo reformista señalaban la preocupación por
juntar para su lavado los utensilios que las enfermas contagiosas de herpes,
«hegdito i galico», habían utilizado. Aunado a esto se solicitaba la separación
de la ropa en los lavaderos de la comunidad. El obispo respondió argumentando
que el problema era que:
|
no todas las
religiosas aceptaban sin mortificacion las enfermedades que su divino esposo
les enviaba por ello no aprobaba dicha separación (de trastes y ropa) pues es
por causa de escrupulo y melindre tanto en el refectorio como en el lavadero,
y esto no es sino cosa de mujeres que de todo se fastidian... mas parece
escrupulosa nimiedad del mundo que union fraternal de caridad religiosa, que
esta nunca piensa tanto en tales delicadesas, ni hace aprehension de que se
le han de pegar tan facilmente los males de sus hermanas269. |
La preocupación de estas religiosas
posiblemente se fundaba más que en una noción de higiene, en el concepto de la
transmisión de la enfermedad por vía cutánea y olfativa pues el uso del agua
estaba restringido a prescripciones médicas y a abluciones purificadoras, no se
asociaba directamente con medidas higiénicas, según señalaban las
constituciones:
|
Lavense las
religiosas el cuerpo, siendo necesario, con el consejo del médico, y sin murmuracion;
y cuando conviene a la salud hagase aunque la enferma no quiera. Y si alguna
lo quisiera sin necesidad, no se consienta, que muchas veces se cree que lo
que deleyta aprovecha, aunque haga daño270. |
Posiblemente como respuesta a las
continuas epidemias y contagios y a la falta de instalaciones adecuadas se
justificó la ausencia de las monjas enfermeras de la enfermería. Situadas en
las plantas bajas y en patios secundarios, casi todos los conventos tenían su
propia droguería, como en La Santísima Trinidad que debido a su fama llegaba a
expender productos medicinales al exterior. En otros monasterios la producción
era para consumo interno y, si bien no tenía todo género de medicamentos, si
contenía aquellos más simples e indispensables que servían para mitigar accesos
de enfermedades súbitas. Se señala como algo importante que el lugar de la
droguería debería estar alejado de los lugares colectivos271 , y cercana a una pila de agua o
pozo. Su temperatura debía ser más bien fría con alacenas a todo lo largo de la
pared para colocar los especieros. Anexa a esta sala se localizaba una pequeña
celda fría donde se conservaban las aguas destiladas y los demás vasitos de
ungüentos y medicamentos, y el carbón. Un ejemplo de ello lo tenemos en La
Concepción.
Respecto a los espacios
sanitarios, «comunes» o letrinas, posiblemente su disposición obedeció en
algunos casos a las recomendaciones señaladas por Borromeo en el siglo XVI, que
los situaba
|
próximos a los
dormitorios, en un sitio oculto, con bancos, cada uno separado con algo
intermedio interpuesto para que de manera individual se pueda cerrar la monja
para que no sea observada por las demás. Pero todo este lugar de las letrinas
debe estar no solamente cerrado sino bien apretado, para que no esté al
alcance de la vista ni salga olor horrible272. |
De manera general, las indicaciones del
autor de las Instrucciones de la fábrica y ajuar eclesiásticos fueron
seguidas en el diseño de los espacios conventuales. Sin embargo, llama nuestra
atención no encontrar la mención de estos sitios en las constituciones editadas
en la Nueva España. De hecho, sólo pudimos constatar su existencia a través de
los restos de letrinas en el convento de La Concepción, que de manera bastante
elocuente muestran la concepción higienista de la época al estar situadas
precisamente junto a la enfermería.
Anexa a esta área de
limpieza y recuperación se encontraba la peluquería, donde las monjas se
lavaban la cabeza y les cortaban el cabello periódicamente. Esta sección
suponía la existencia de un hornillo y una vasija de cobre sobrepuesta al horno
para hacer lejía y un receptáculo para el agua sucia.
Todos estos espacios
colectivos estaban articulados en torno al agua por medio de zonas abiertas o
de tránsito, como patios y corredores construidos en algunos casos de acuerdo
con un diseño arquitectónico que daba coherencia al conjunto conventual desde
un principio, como en Santa Teresa, que tenía un número fijo de monjas. En
otros casos se fueron readaptando en función del crecimiento poblacional.
El voto de castidad: «el alma se puede perder con hablar y oir
hablar palabras lasivas...»273
|
Decían las constituciones de las monjas
que la castidad era una virtud más valorada que la pobreza en la medida que era
más dificultosa de alcanzar:
|
Por ser el enemigo
tan casero, tan fuerte y tan inoportuno, que ni se le puede cerrar la puerta
ni ponerse a brazos con él275. |
Con el ejemplo de Cristo, se definió a la
castidad como un consejo evangélico. En el caso de los conventos dominicos de
Santa Catalina de Sena y de Santa Inés, el ejemplo señalado como el inmediato a
seguir era el de Santo Domingo, quien por amor de Dios durante toda la vida
conservó sin mancha la virginidad.
La finalidad de
observar fielmente este voto era la de distinguir claramente el amor divino que
las monjas profesaban a Dios, de cualquier otra forma de amor terrenal.
Conservando la castidad se buscaba conseguir gradualmente la purificación del
corazón, la libertad del espíritu y el fervor de la caridad.
La castidad era un don
privilegiado por el cual las religiosas se unían a Dios y se consagraban a él
con mayor intimidad. De esta forma, el voto se convirtió en una promesa cuyo
quebrantamiento se constituía en una culpa mayor.
Todo lo inmediato y lo
tangible podía contribuir a su quebrantamiento. El mirar, el oír, el hablar, el
oler y el tocar deberían ser considerados estrictamente por las religiosas como
meros instrumentos para la conservación de la vida corporal.
Había que ejercer un
estado de constante vigilancia para impedir que a través de ellos se filtrara
cualquier sentimiento que perturbara la vida religiosa.
El relajamiento de este
voto, por el contrario, conducía a la perdición pues:
|
el alma se puede
perder con hablar y oir hablar palabras lasivas y dehonestas, con escribir
cartas y con tocamientos ilícitos [...]276 |
La condición inmediata para la observancia
del voto de castidad era la estricta clausura. Se preveía que ninguna monja
profesa pudiera salir jamás del monasterio sino «por
peligro de fuego, de ladrones o por que se cayese la casa»277. Romper esta regla conducía a la
excomunión.
La castidad y la
clausura no significaban el aislamiento total de las religiosas dentro de los
monasterios. Las monjas podían seguir en contacto con las familias por las
cuales rezaban, además de que en algunos casos recibían su sustento del
terrenal mundo exterior.
Para poder entender la
forma material en que se resguardaba la clausura es necesario darnos una idea
de los accesos externos a los monasterios. El área constituida por las
porterías, los locutorios y los tornos puede ser considerada como la de mayor
sociabilidad externa. Las relaciones que las pobladoras del monasterio tenían
con el exterior, siempre fueron mediadas por una serie de condiciones que
permitían que la comunicación fuera amplia y restringida a la vez.
Antes de 1765, el día
en que se repartía dinero entre las monjas calzadas, era costumbre que en torno
a las puertas de los conventos acudieran vendedores de todo tipo. Ahí se
instalaban pequeños mercados donde se daban cita fruteros, carboneros,
panaderos, etcétera. Cada monja, por medio de sus sirvientas o esclavas, se
abastecía del exterior y seguramente podía percibir, aun dentro del monasterio,
una verdadera romería de olores, sabores y sonidos indefinibles.
La portería también
tenía otra función pública importante. Parte de la justificación social de la
existencia de los monasterios consistía en las prácticas cotidianas de caridad.
Al igual que en otras instituciones eclesiásticas, en las puertas de los
conventos algunos pobres podían encontrar pan. En Santa Rosa, por ejemplo, la
madre portera repartía...
|
todos los dias
veintisiete raciones a especiales personas pobres vergonzantes que se
mantenía de este charitativo socorro, fuera de los muchos que de costumbre
acudian a la portería a socorrer su necesidad, a quienes se les daba la
comida que sobraba en el refectorio [...] notandose muchas veces acudir mas
pobres de los ordinarios [...] teniendo todos no solo el pan necesario y la
comida, sino asegurada la cena278. |
Sobre la calle principal los conventos
contaban con una portería que conducía «al auditorio». Esta estaba diseñada
para permitir los ingresos estrictamente necesarios a la clausura, articulaba a
su vez el acceso a los locutorios y al torno. Varias descripciones esbozan lo
bello que podían ser estas entradas, la de Santa Rosa estaba decorada con pinturas
al óleo sobre el muro, con escenas de la vida de la santa, y en el de las
carmelitas con «estampas grandes de papel pintados al
temple con marcos de labores vistosas y entre las estampas estan repartidas en
tarjas algunas sentencias de santa Teresa de Jesús escritas de muy buena letra,
que todo conduce a guardar silencio y venerar con devoción aquel sitio tan
sagrado»279.
Las porterías eran de
dimensiones más bien modestas y estaban situadas en un lugar visible junto a la
iglesia conventual como lo muestra la descripción de Santa Teresa.
Como se puede ver, esta entrada tenía
varias características especiales. La solidez de la estructura estaba
conformada por dobles batientes, jambas de piedra o mármol reforzadas con
fragua en los dobles herrajes280 . Sólo se abría después de que las madres «porteras»,
o las «clavarias» según la orden, hubiesen corroborado a través de los postigos
la necesidad de tal acto y, por supuesto, ante la presencia de la superiora.
Normalmente esta doble
puerta se abría para permitir la entrada o salida de los médicos. Sólo la
portera y la tornera juntas podían abrir la puerta, conduciendo a los
visitantes hasta una comisión de tres religiosas de las más ancianas, llamadas
«acompañadoras de los que entran», las cuales les guiarían dentro del claustro
durante todo el tiempo que permanecieren en la clausura.
Las porteras duraban en
el puesto tres años y se encargaban de dar a los criados que les auxiliaban el chocolate,
mismo que importaba un peso cada semana. Cuando entregaban el oficio, además de
tener blanqueada la portería y comprados tras tecitos y petates, hacían un
almuerzo para recibir a sus sucesoras. Por otro lado, la puerta de la portería
conducía a la zona de los locutorios que eran los espacios de sociabilidad
externa de la comunidad, cerca de la entrada al conjunto del monasterio. Su
cercanía a la puerta se asociaba a su función por el constante tránsito de las
visitas consuetudinarias de las religiosas. Estaban distribuidos en una nave
paralela al pasillo del claustro que se seccionaba a lo largo por rejas o
«ventanas», recibía la luz del patio y sus divisiones obedecían a la necesidad
de ser utilizadas simultáneamente por varias monjas. También se iluminaba por
la parte externa mediante las ventanas al exterior. El ejemplo más claro de
ello se encontraba en la calle de la portería o rejas de San Jerónimo o en el
caso aún existente de La Concepción. Sus características arquitectónicas
estaban previstas para el resguardo de la clausura como se ve en la descripción
del convento de las descalzas de Santa Teresa:
|
[...] a la entrada de
la portería a mano derecha esta el locutorio cuya puerta tiene cerroxo, y la
llabe está en poder de la tornera: el locutorio tiene una ventana alta con
reja de fierro que cae a la calle, las dos rejas por donde libran las
religiosas son de ierrro tupidas, y distantes mas de una vara la una de la
otra: la de afuera tiene espigas de ierrro, y en la de adentro esta un
bastidor con dos puertas y su llabe, este no se abre todo, sino quando asiste
el prelado [...] por que para los padres y madres y hermanos de las
religiosas solo se abre la mitad, y la otra mitad esta cerrada281. |
La comunicación entre las religiosas y sus
interlocutores en otros conventos incluía en algunos casos, la añadidura de una
lámina férrea pegada con betún llena de agujeros con la magnitud de un garbanzo
para que no pudiera observarse por el exterior a la religiosa, o bien alguna
tela gruesa y oscura para impedir la visibilidad. En caso de no existir éstos,
sólo las rejas mediaban entre las religiosas y sus visitas.
Tales estructuras
arquitectónicas cumplían una función separadora del mundo exterior de la
comunidad monacal, al mismo tiempo que permitía ciertas relaciones de
privacidad entre las enclaustradas y sus parientes mediadas por la presencia de
las madres «rederas» o «escuchas»282, cuya función era vigilar que entre la monja y la
visita «no puedan dar ni tocar cosa alguna tocándose las
manos»283. Ellas deberían vigilar además, que las religiosas mantuvieran su
rostro cubierto con el velo al hablar. En algunos casos, se les permitió presentarse
descubiertas de la cara, limitando la comunicación a escuchar a sus amistades o
parientes.
En los locutorios se
había establecido la costumbre de ofrecer a las amistades o parientes de las
monjas chocolate o bocadillos. Ya que las visitas al convento eran comunes, por
los tornos y puertas salían sin restricción dulces o bocados para los parientes
de las religiosas, para los benefactores o para otras comunidades. También una
parte importante de la sociabilidad de las comunidades monacales, imponía el
intercambio de alimentos con otros monasterios cuando ocurría algún de ceso,
una festividad o elecciones de prioras o abadesas. El día que profesaron las
religiosas de Santa Rosa, las Carmelitas Descalzas de Santa Teresa y San Joseph
les guisaron para tan memorable ocasión. Cuenta la crónica que:
|
Una religiosa del
Convento de San Joseph de Carmelitas descalzas, le cogio el repique (de las
campanas de la Iglesia de Santa Rosa) sasonandoles a estas recien profesas la
comida y la hallaron con la cuchara en las manos dando vueltas y saltos de
puro contento y afirmaron con no poca admiracion las religiosas de este
exemplarisimo convento que por todo el (el convento) hasta los gatos daban
carreras de contentos284. |
Si la visita se hacía a una novicia, la
maestra de novicias debía hacerle compañía, cuidando que las conversaciones no
se alargaran y que fuesen pláticas «santas y edificantes»285, y vigilaba también que la joven no oyese
cosa alguna que la inquietase.
Otro oficio relacionado
con la clausura era el de «celadoras» dentro del monasterio y era desempeñado
por las mismas religiosas escogidas por la priora para «rederas»; eran las
monjas «mas maduras, discretas y seguras del monasterio». Ellas vigilaban con
especial atención las horas de silencio, como lo eran, en el verano, después de
comer hasta la nona (aproximadamente las tres de la tarde), y después de
completas (por la noche). En el invierno, una vez que se había señalado el
recogimiento mediante el toque de campana, vigilaban que todas las puertas de
clausura (portería, tornos y locutorios) estuviesen cerradas, las lámparas
encendidas y las religiosas en sus celdas. Las celadoras se turnaban para
vigilar el convento y la asistencia de las religiosas a sus obligaciones
espirituales.
Estas monjas, junto con
las «torneras» y las «porteras», cuidaban todo lo que entrase o saliese del
monasterio a través de las puertas o del torno286. «Este último estaba situado también en
el área de comunicación externa del convento, cerca de la portería como lo
describen en Santa Teresa, donde, pasando la segunda puerta de la portería:
a mano derecha esta una
puerta inmediata, por la cual se entra a una sala donde esta el torno con una
ventana rasgada y con reja de fierro que cae a la huerta, y de esta sala se
pasa a un aposento pequeño con ventana a la misma huerta donde esta el
locutorio287.
A las torneras les
estaba prohibido dar o recibir cartas de las monjas sin que fuesen autorizadas
por la priora. Dado que el torno facilitaba algún tipo de contacto con el
exterior las demás religiosas no debían acercarse a él. Su función comunicativa
vinculaba al monasterio desde el interior mediante la tornera quien a su vez
informaba a la superiora, llamaba a los locutorios y transportaba recados u
objetos de adentro hacia afuera o viceversa. A las puertas del torno se
congregaban los comerciantes a negociar sobre el precio y la cantidad de
mercaderías para el uso colectivo y regulado del conjunto de la comunidad «por
ello es preciso que las provisoras y torneras sepan contar bien».
Las torneras duraban en
el oficio año y medio; permanecer en el cargo implicaba gastos semanales y
anuales de mantenimiento pues cuando entregaban el oficio al terminar su
periodo, reponían los trastecitos rotos y los petates gastados del área del
torno y rejas del convento. Por su cuenta corría, además del adorno de la reja
en tiempo de elecciones, el gasto diario del chocolate que daban al criado que
servía en el torno.
Por la parte postrera
de algunos monasterios se encontraba una portería secundaria, como en La
Concepción, que era de mayor magnitud que la delantera y su diseño permitía la
entrada de vehículos pues su función estaba orientada al abastecimiento del
monasterio. Su diseño consistía en una gran pieza con portada externa «tras la cual se veía a las criadas departiendo con las mandaderas
del convento, hallándose muchas veces presentes las madres porteras y escucha
para oír los recados que enviaban y recibían las monjas»288. Ahí el resguardo del monasterio se
delimitaba mediante crujías o pequeños patios secundarios donde se encontraban
cuartos para bodegas, leñeros, carboneras y despensas. Tenía también su torno
cuyo acceso era limitado a las provisoras exclusivamente mediante doble herraje
y dos diferentes llaves. De hecho, estos patios funcionaban como articuladores
entre múltiples espacios para el desarrollo de actividades colectivas,
semiprivadas y privadas, convirtiéndose en los espacios de convivencia
comercial por excelencia.
Sobre el uso de este
espacio fueron enfáticas las disposiciones diocesanas de Fabián y Fuero al
prohibir el intercambio comercial. En adelante el obispado abastecería a los
conventos y las porterías dejarían de ser centros de convivencia comercial y
social. Durante las reformas de Fabián y Fuero se modificaron los horarios y
usos de los locutorios, tornos y porterías. A los locutorios en adelante se
asistiría una o dos veces por mes, prohibiéndose cualquier manifestación
festiva como bailes o cantos, así como el compartir bocadillos y chocolates con
las visitas; se les aplicarían estrictos horarios, llegando al grado de
prohibir la mercadería en las porterías. Al respecto, el obispo reformista
asumió el abastecimiento de los conventos, lo que introducía una noción más
estricta de la castidad y la clausura, del espacio conventual y sus relaciones
al exterior.
El voto de obediencia: «reprehenda, y castigue las culpas,
negligencias y defectos...»289
|
Por medio del voto de obediencia las
monjas se comprometían a mantener la unidad de la orden y a acatar la voluntad
de la jerarquía eclesiástica.
La obediencia se
ejemplificaba en las constituciones como la sujeción de Cristo a la voluntad
del Padre. Era indispensable para mantener el bien común de la Iglesia y de la
orden. Nada se podía hacer sin el consentimiento de los superiores «que con un ministerio humano desempeñaban las veces de Dios»291.
La obediencia se
consideraba una de las características del estado de perfección y simbolizaba
la entrega misma de la religiosa a Dios. Con el ejemplo que daba la monja de
ser «esclava del Señor» contribuía «no sólo a su propia
salvación sino a la de todo el género humano»292.
Este voto era
importante sobre todo como sustento indispensable del ideal social que mantenía
las jerarquías existentes. Era el símbolo de la obediencia absoluta entre el
poder establecido y representaba en concreto la situación de la mujer. Para la
Iglesia era muy importante su mantenimiento porque en él se basaba su
estructura. En consecuencia, este voto significaba el reconocimiento de la
estratificación eclesiástica. El orden comenzaba dentro del convento, en el
cual las monjas profesaban obediencia a la superiora, a los provinciales de sus
órdenes y sobre todo al diocesano, al cual casi todos los monasterios estaban
directamente sujetos.
La obediencia era la
clave de la educación; debía enseñarse y aprenderse. Desde esta perspectiva la
religión se concebía como una escuela de virtudes indispensables para alcanzar
la perfección.
Las religiosas en la
comunidad eran «guiadas» por una prelada. Cuatro eran las condiciones que se
requerían para el cumplimiento de este voto: la discreción, la honestidad, la
justicia y la humildad. Las tres primeras las debían observar sobre todo las
personas que ejercían los cargos de mando, como las prioras o abadesas,
subprioras, vicarias y maestras. El resto de los oficios interesaba a las
monjas en calidad de súbditas.
El orden jerárquico
comenzaba por la organización interna de un monasterio. La cabeza suprema era
la priora o abadesa; su puesto era resultado de una elección trianual por parte
de las profesas de velo negro. Ella designaba a las que le seguían, la
subpriora, las madres del consejo, las contadoras o clavarias y a las maestras
de novicias, de niñas y de mozas.
Era obligación del
general de la orden o padre provincial, presenciar en sus respectivos
monasterios de mujeres la elección de prioras o abadesas. Éstas debían ser
nombradas por medio de votación personal y secreta. Se avalaba la designación
en presencia de tres frailes de la orden correspondiente, uno de los cuales
debería ser el prior. La elegida debería contar con más de la mitad de los
votos.
Cuando los conventos
pasaron a depender del obispado hacia 1640293, la elección era legitimada por el obispo
o sus representantes.
La priora se encargaba
de supervisar el orden y sostén del convento. Era además quien distribuía las
responsabilidades entre sus súbditas para garantizar el buen funcionamiento del
monasterio y confiaba para ello en religiosas que consideraba de «calidad».
Ella era la mediadora entre la comunidad y los prelados, debiéndole el resto de
las monjas obediencia y respeto.
Sobre las superioras
recaerían las relaciones públicas externas e internas del monasterio durante
las visitas de personajes importantes como en el caso de la inspección de
elecciones de priora o abadesa por la comunidad de profesas; ofrecía la prelada
saliente el refresco correspondiente a las autoridades y la priora nueva daba a
las religiosas una comida de agradecimiento, y se añadían a estos gastos los
que debían hacerse al terminar su cargo después de tres años, pues ese día, la
superiora o abadesa entregaba regalo a los prelados, y convidaba a los clérigos
que recibían al obispo el día de la visita.
Apoyada por su «consejo
de definidoras» o clavarias, la priora tenía facultades para nombrar a su
subpriora o vicaria. Esta religiosa gozaba de toda la confianza de la prelada y
era la encargada de vigilar que se cumplieran efectivamente las disposiciones
del consejo; al igual que su abadesa o priora, ella absorbía los gastos propios
de su cargo. Todos los demás oficios también requerían de erogaciones
personales por parte de las «ofrcialas». La subpriora hacía gastos parecidos a
los de la superiora, concretándose a tener bien dispuestas las menudencias del
coro como petates.
La subpriora era la
encargada del buen funcionamiento de los lugares comunes como el coro, sala de
labor, dormitorios y refectorios. En el coro cuidaba que los libros de canto se
mantuvieran en buen estado y acordes con los capítulos provinciales generales.
En los dormitorios vigilaba el orden que estrictamente se debía guardar en el
claustro del «sueño».
En la sala de labor,
asignaba a las oficialas correspondientes las tareas de limpieza, costura,
bordado y lectura diaria. Estos espacios eran sitios de asistencia colectiva
obligatoria para que las monjas pudieran realizar manualidades. Allí acudían a
horas determinadas por sus ceremoniales. Eran sitios iluminados por ventanas
seriadas, «con luz por todos lados la cuál necesariamente
se requiere al confeccionar las labores y al tejer las obras o al bordar o
elaborar con aguja»294.
Estos espacios de
trabajo colectivo existían en todos los monasterios. Con una intención bien
definida, como lo indican las reglas de las carmelitas descalzas «hareis alguna cosa de manos para que el demonio os halle siempre
ocupados, y no tenga entrada para vuestras almas»295.
Las actividades en esta
sala eran vigiladas por la priora y más específicamente por la subpriora, dando
a cada una el material que necesitaba, «a las que bordan,
sus bastidores, a las que hacen costura sus canastos, a las que labran sus
almohadillas y a las que hilan sus ruecas»296. La labor de manos estaba acompañada
durante cierto tiempo de una lectura piadosa, después en este espacio, y a la
señal de la superiora, se convertía en lugar de recreación al permitirse la
plática «edificante» entre las monjas. El desarrollo de estas prácticas
combinadas fueron un punto de controversia con las reformas de Fabián y Fuero,
al querer separar las dos instancias. Llegaron a manifestar las religiosas de
La Santísima «no eran necesarias dos piezas para
chocolatero y sala de labor por ser suficiente una para ambos efectos»297.
La priora o abadesa, el
consejo y la subpriora constituían el primer nivel en la jerarquía interna del
monasterio. A este nivel seguía el de las «maestras» encargadas de reproducir
el ideal de obediencia a las aspirantes a monjas. Era su responsabilidad el
enseñar asuntos relativos a la religión, el coro y la observancia de los votos
fundamentales. La instrucción de los manuales sólo podía llevarse a cabo
gracias a las cualidades personales de las «maestras», que debían ser;
|
[...] de las más
religiosas y graves del monasterio, prudente, discreta, zeladora de la
religión y bien exercitada en las leyes y ceremonias de la orden; la cual
primeramente enseñe a sus novicias la Doctrina Cristiana, si no la saben y
luego lo que toca a los votos substanciales de la religión que son;
obediencia, pobreza y castidad y las demás cosas de las constituciones [...]298 |
Sobre las «madres maestras» recaía la
importante tarea de enseñar a pequeños grupos a convivir en comunidad y para ello
se basaban en las directrices de comportamiento colectivo indicadas en sus
reglas y constituciones. Así la convivencia entre las novicias y sus espacios
se reglamentaba por los usos, los horarios y las fechas importantes de la
comunidad. Su instructora se debía encargar de mantenerlas ocupadas
constantemente centrando su atención en todo lo relativo al rezo.
Las maestras de
novicias, de niñas y de legas formaban parte de la jerarquía conventual, y eran
las intermediarias entre «el consejo» y la comunidad. De ellas dependía el buen
funcionamiento de los diferentes grupos de mujeres que componían la población
conventual. Se encargaban de mantener ocupadas a sus alumnas y les enseñaban el
papel que cada una de ellas como miembro del colectivo diferenciado debería
desempeñar. Basaban sus enseñanzas en manuales para la Instrucción de Novicias,
mismos que decían como:
|
enseñar a las
novicias las cosas de la religión y del coro, donde fueren negligentes, las
reprenda con palabras, o señas castigando sus culpas, enseñandolas a ser
humildes en el corazon y en el porte, y que se confiesen a menudo, pura y
discretamente que no tengan cosa propia y sean obedientes dexando su voluntad
por la de la prelada299. |
Era un requisito que tuviesen además,
cierta solvencia económica, pues de ella dependían en parte las relaciones que
mantendrían con sus subordinadas. Estas «maestras», al igual que algunos otros
miembros de la jerarquía conventual, también erogaban dinero al entrar y salir
del oficio; la maestra de novicias se encargaba de dar a las jóvenes un
almuerzo y cuando alguna profesaba le hacía un regalo.
Por su parte la maestra
de niñas, cuando recibían el oficio, la obsequiaban las niñas y en
correspondencia ella les ofrecía un almuerzo o merienda, al gasto final se
añadía, la renovación de los libritos de las educandas.
La «maestra de mozas»
por su parte también proporcionaba una merienda a las criadas, cuando entregaba
el oficio compraba escobas, cántaros, jícaras y todo lo demás que se necesita
para el aseo del convento. Estas maestras enseñarían a sus discípulas lo
referente a su comportamiento y función en el aseo y mantenimiento de los
lugares colectivos como en el coro, el refectorio, la sala de labor, en el
dormitorio y de manera general en el claustro.
La priora, como cabeza
del monasterio, se encargaba de establecer todo el orden jerárquico que
permitiera el adecuado funcionamiento de la comunidad. Se auxiliaba
directamente de las madres del «consejo» o definidoras. Éstas deberían de ser
las más ancianas, prudentes y devotas, y juntas acordaban la distribución
interna de los cargos que ocuparía cada monja en las oficinas, la
administración general de sus bienes, la admisión de nuevas religiosas y el
cumplimiento de sus reglas. El lugar en donde se tomaban las determinaciones
era la «sala capitular» o de «capítulo». En Santa Teresa se encontraba cerca
del coro alto:
|
[...] aunque no es
muy grande es capaz para la comunidad [...] la cabecera al ocupa un altar con
un tabernáculo donde se venera una Imagen de la santísima Virgen con su
procioso Hijo y en lo alto un Santo Christo debajo de un valdoquín a los
lados están colgados dos tabernáculos pequeños de china con dos imágenes de
marfil, una de Nuestra Señora y otra de San Antonio de Padua [...] todo lo
demás de la sala esta cubierto con lienzos grandes y pequeños300. |
Además, estaba amueblado con bancos por
los cuatro costados, se contaba con una adecuada acústica para el momento en
que se hacía la exhortación o admonición por parte de la prefecta. Como
particular característica debía ser oscuro más que iluminado301 y por lo regular se ubicaba en la
planta alta, cerca del coro como en Santa Teresa y Santa Mónica.
Por lo regular cada
semana se congregaban las monjas profesas en asamblea capitular, estas
reuniones tenían una gran importancia para la observancia y la obediencia. Ahí
se exponían colectivamente las culpas302 qué cada una de las religiosas
habían cometido en el transcurso de la semana, o se exponían los errores en que
habían incurrido, la dispensa quedaba en manos de la priora. Hacia 1691 las
beatas de Santa Rosa en su improvisada sala de capítulo:
|
[...] volvían a las
nueve a choro a rezar maitines en la misma forma que las vísperas, y acabando
decían las culpas de aquel día, y de mano de la prelada, recibían por sus
defectos la penitencia de otra disiplina, o les mandaba algunas oraciones,
quedandose todas postradas y muchas veces hasta que les amanecía, por que del
sumo trabajo solían quedarse dormidas303. |
Citan las constituciones que a las culpas
leves se les aplicaran de penitencia salmos o venias, conforme al grado de las
faltas. Estas infracciones se remediaban individualmente. En cambio las culpas
graves se sancionaban colectivamente, obligándolas a tomar
|
disciplinas en el
Capítulo, llegar desnudas de la espalda hasta la cinta para recibir
disciplinas de cada religiosa comenzando desde la priora, comiendo pan y agua
en tierra enmedio del refeitorio, a las horas y a las gracias después de
comer, postrese a la puerta de la iglesia, mientras entran y salen las
religiosas304. |
El objetivo de los capítulos era sancionar
cualquier acto de desacato a la autoridad o de incumplimiento que alterara el
orden del colectivo. Ahí las decisiones del «capítulo» y de la priora sobre las
culpas y penitencias correspondientes eran incuestionables. Se exigía asistir
al capítulo, supliendo a la oración mental de la noche. A estas asambleas
asistían todas las monjas de velo negro y, según la regla, podían asistir
también las novicias, quienes después de decir sus culpas se retiraban. La
función semanal de la confesión pública, se reforzaba diariamente en el
refectorio, donde exponían las faltas diarias.
La comida: penitencia y purificación
En los refectorios se
expresaron algo más que el acato a las normas de comportamiento de «comer como
Dios manda». Estos sitios se constituyeron en lugares de purificación al
convertirse en espacios ceremoniales. El acto de comer adquirió un fin
ritualizante a través de las penitencias y ayunos relacionados con la salvación
y la expiación de las culpas individuales y colectivas prescritas por las
autoridades conventuales.
La comida se
sacralizaba en el refectorio. Lo importante no era ya el alimento del cuerpo
sino del alma. Por la boca se reconocían las faltas y se purificaba, mediante
el castigo y el ayuno, el espíritu. La abstención total o parcial de comida y
bebida representaba una forma de humillación personal. Con ello se avanzaba en
el camino de la perfección. Su fin era dar mayor eficacia a la oración.
Fuera de los días de
abstinencia marcados por la Iglesia305, cada priora podía, de acuerdo con los señalamientos de su
orden y constituciones, variar e imponer otros días ingiriendo la comunidad una
sola comida al medio día. Para las dominicas los ayunos comenzaban desde Pascua
de Resurrección hasta la Santa Cruz de septiembre. Durante esta época podían
comer las religiosas dos veces diarias, excepto los días de las letanías y los
viernes, la víspera de la Natividad de Nuestra Señora y de Santo Domingo. Desde
la exaltación de la Cruz hasta la Resurrección, ayunaban cada día, después de
nona, excepto los domingos. Continuaba el ayuno en todo el adviento y en la
cuaresma y las cuatro témporas306 y la víspera de la ascensión y de Santo Domingo, en
los demás días marcados por la Iglesia, todos los viernes, incluyendo al santo,
lo mismo el martes antes de ceniza en que comían las religiosas manjar de
cuaresma que era pan y agua. Los viernes de adviento no podían comer huevos ni
lacticinios, salvo excepciones.
Una o dos veces por
semana la priora podía dar licencia para que las necesitadas y flacas no
ayunaran y tomasen la cena. Esto no era extensivo para las fiestas dobles (las
de la orden). En el caso de que se celebrasen en viernes, la prelada podía
permitir a toda la comunidad que comieran huevos y leche, mas no podía dar
licencia de que cenaran aquel día.
En Santa Rosa, el
fundador dispuso que «coman todo el año pescado siendo los
alimentos fuertes substanciales y abundantes, sin olvidar que ayunaran los
siete meses que disponen las constituciones, los viernes de Constitución y los
sábados por especial mandato»307.
Si fuera posible
debíanse dar cada día dos potajes o cocinas a la comunidad. La priora podía
disponer, según la renta de la casa, añadir lo que le pareciere. Se declaraba
que no se podía comer carne, lo cual sólo se debía dispensar a las enfermas y
manifiestamente necesitadas, como eran las madres más «ancianas,
viejas, cansadas y trabajadas»308.
Si la priora dispensaba
los ayunos, empleando mal su autoridad, podía ser castigada ásperamente y ser destituida
de su oficio. Quebrantar los ayunos teniendo salud y fuerzas sin pedir licencia
a la autoridad correspondiente y sólo por «golosina y glotoneria» podía
considerarse pecado mortal.
En alguna fecha
especial, como el viernes de cuaresma, sor Lorenza María de la Concepción, la
sacristana de Santa Rosa, hacía la señal con la campana llamando a las
religiosas a colación, en substitución de la comida. Ya dentro del refectorio,
la refitolera tocaba el címbalo esperando la señal de la priora y de la lectora,
dando la bendición. Mientras leía, podían beber las que quisieran. Al término
de la lección, salían del refectorio y se dirigían a la iglesia. Si alguna
religiosa quisiera beber agua fuera de la hora de la colación, debía pedir
licencia a la superiora. Señalaban las constituciones, que era cosa honesta y
muy religiosa que ninguna bebiera sin licencia y en presencia de compañera,
cuidando que en el beber no excediere, y así «excusarían
muchas enfermedades»309.
Otra manera de ayuno
fue impuesta para purgar las faltas y los pecados individuales. Estas faltas
eran graves porque además de cuestionar el orden establecido en el monasterio,
podían orillar a la exclusión de la infractora de la comunidad monástica.
Las culpas se exhibían
y purgaban en el refectorio. Las leves eran motivo de una amonestación pública
y se reducían a hacer las venias que ordenara la prelada. Punto aparte merecían
las culpas graves y gravísimas. Las primeras se castigaban en San Jerónimo,
además del ayuno, con una disciplina en el capítulo o en el refectorio, delante
de todas las monjas, para «lo qual iría despojada de la
túnica de encima, desnudo el brazo y la espalda por el tiempo que dixere un
Psalmo»310. En la medida que el mal comportamiento era considerado cómo una
enfermedad contagiosa, lo que sobraba de la comida de la monja infractora no se
revolvía con los restos de las otras religiosas. Al término de la comida, la
penitente debía postrarse ante la puerta, poniendo su rostro sobre las manos
cruzadas y juntas en el suelo mientras salían las otras religiosas. También
quedaba excluida de cualquier trabajo, oficio y participación de la comunión.
Este tipo de transgresión incluía el pecado de la carne «lo
que Dios no permita por que esta culpa es más digna de castigo en la religión»311.
La gravíssima culpa
definía a las incorregibles, «que ni dexan de hacer culpas ni quieren pasar por
penitencias». Determinaba la priora excluirlas de la comunidad al quitarles el
hábito y aislarlas en la cárcel conventual, comiendo el manjar que para tal
culpa se destinaba y que consistía en pan y agua. Este tipo de culpa, por ser
tan grave, se asociaba con las personas de quien probablemente se temía serían
capaces de hacer daño a otras; por ello, el aislamiento, hasta para tomar los
alimentos, condicionó un espacio destinado para ello, contemplado en el diseño
de cada monasterio; la celda de exclusión.
El apego a la regla y
la obediencia se recordaba todos los días al tomar los alimentos. La comida o
la colación siempre estaba acompañada de alguna lectura sacra a cargo de la
hebdomadaria o lectora de mesa, quien además se encargaba de dar la bendición.
La priora nombraba a la «lectora de mesa» semanariamente, preparando el libro
que se leía a la hora de tomar los alimentos. Subía al púlpito y cuando todas
las religiosas ocupaban su lugar, impartía la bendición a la comunidad y
comenzaba a leer312. Su labor de lectura era complementada con las observaciones que
la prelada y la «correctora de mesa» le hacían en el transcurso de la lectura.
La obediencia se
inculcaba a las novicias como la principal de todas las virtudes. Cualquier
falta en otro ejercicio de virtud y mortificación podía disimularse, mas en lo
referente a la obediencia, la menor falta no se podía suplir ni tolerar, esto
se expresa en el siguiente ejemplo; un día, la maestra de novicias dejó a
Francisca de la Natividad, en el noviciado por estar enferma, cuando su maestra
se fue al refectorio con las otras novicias le dijo:
|
que comiera toda la
ración de carne que le traxesen, con el cuydado de que no dejase de comer por
abstinente: sucedió que en la porción de carne, que le traxeron, descubrió en
lo interior gusanos, que por ocultos se pasaron sin que los viera la
cocinera, viendo los gusanos le pareció que cumplía con la obediencia
diciendo, que la carne tenía gusanos mas sintiendo que allá en lo interior le
decían, que siendo los gusanos criados de la misma carne faltaba a la
obediencia, no comiéndola, se resolvió por no faltar a la obediencia a comer
toda la ración de carne con los gusanos que tenía... obedeciendo promta y
ciegamente lo que le mandaba su maestra. [...]313 |
Añadía la crónica que «sin
ponderación podemos decir que las carmelitas descalzas de este convento, no
solo no comen y beben, ni hablan, sino que al parecer no dan paso, ni tienen
movimiento alguno, ni respiración, que no sea por la obediencia abrazando esta
importantisima virtud»314.
Una vez aprendida la
obediencia como la principal norma de convivencia dentro del monasterio, se
reproducida a través de las generaciones como en el caso de la misma madre
Natividad, citada anteriormente, que siendo priora:
|
[...] pasando para el
refectorio vido unas tablas de una cama cargada de chinches y recogiendo
cantidad de ellas en un papel las llebo a la comunidad ofreciendoles por
salsa estos animalillos tan asquerosos, y todas fueron pidiendo para sasonar
los platos muy a gusto de sus espíritus, aunque la salza era tan repugnante a
la carne, por el asquerozo fetor que despiden de estas sabandijas [...]315 |
Las prácticas alimentarias estuvieron
normadas por las disposiciones de la Iglesia y de las constituciones. Esta
normatividad estaba encaminada al sometimiento del cuerpo para hacerlo más
obediente a Dios con verdadero espíritu penitencial.
La obediencia a las
reglas y a sus superiores permitía a las monjas aspirar, por un camino concreto
y claramente normado, a la vida de la perfección. Fue la estructura más sólida
sobre la que se sustentaba el funcionamiento de las comunidades religiosas.
Había pues que seguir el ejemplo de Jesucristo, quien obedeció hasta la muerte
en la cruz316.
El voto de pobreza: «otras religiosas ancianas y pobres viven
arrimadas»317
|
El voto de pobreza se consideraba como «la
renuncia voluntaria del dominio de todas las cosas por la perfección». De
acuerdo con esta concepción, dicho voto permitiría a las religiosas liberarse
de las afecciones que ocasionaba la vida terrenal para dedicarse por entero a
su labor espiritual. Para ello se necesitaba de una base material que
sostuviera a cada monasterio. La vida contemplativa y la pobreza evangélica que
perseguían las religiosas era posible gracias a la posesión de rentas y bienes
comunales que permitían su manutención.
Estos bienes,
procedentes en la mayoría de los casos de las dotes, eran administrados por un
mayordomo que por un lado orientaba las inversiones conventuales de acuerdo con
la política que al respecto era señalada desde el obispado. Por el otro lado,
rendía cuentas a las prioras o abadesas, quienes a su vez lo remitían con las
religiosas encargadas de la distribución y los gastos internos del monasterio.
Se señalaba que ninguna
religiosa debía tener «cosa propia»319 , pues esto era contrario a la regla
marcada por San Agustín. Sin embargo, se podían poseer bienes que ayudaran al
sustento de las monjas, cuando el monasterio no podía cubrir todas sus
necesidades. En estos casos la priora podía dispensar que las religiosas «usen y tengan las cosas de su industria o que sus parientes les
diesen, pues de ello se sigue el provecho a la religiosa en particular y alivio
a la comunidad»320. Ello permitió que con el paso del tiempo la jerarquización de
las pobladoras del convento también estuviera definida por la forma de vida que
generaba la posesión de ciertos bienes materiales.
Varias eran las formas
de cumplir con el voto de pobreza: después de pagar la dote, las monjas que
tuvieron posibilidades fundaron capellanías o celebraciones festivas en las que
participaba toda la comunidad, cediendo sus bienes a favor del monasterio o de
algunas religiosas en particular, ayudando a juntar la dote de alguna niña que
quisiere profesar o sosteniendo con su «peculio» o renta a más de una educanda,
etcétera. Esto nos da una idea de las posibles y variadas interpretaciones que
sobre el voto de pobreza podían existir.
La forma más inmediata
de apreciar este hecho es mediante el estudio de los testamentos de las novicias
que por decreto debían hacer poco antes de profesar. En él hacían pública
«renuncia» a heredar en vida bienes procedentes de parientes y benefactores321 y en el caso de aceptarlos fue común
que la monja cediera a favor del monasterio los bienes que ellas, a su vez,
habían recibido de sus familiares. Veamos la importancia que este tipo de
legados tenían para la religión;
|
[...] de donde nace
también la utilidad de los conventos es que muchas de estas religiosas supernumerarias
en las disposiciones que otorgan antes de sus profesiones, disponen de sus
patrimonios y caudales a favor de los conventos varias fundaciones de Obras
Pías, capellanias y otros legados y limosnas a favor del culto divino o de
las monjas y no se puede negar que todo esto sea de utilidad de los conventos
porque lo monasterios formalmente no son los muros y fábricas, sino las
comunidades de religiosas que los habitan [...]322 |
Cabe aclarar que las herencias que las
monjas recibían, en la mayoría de los casos no fueron muy significativas y que
el convento las absorbió de diferentes maneras. De manera particular las monjas
supernumerarias, al ingresar debían contar, además de cubrir íntegramente la
dote, con algún capital para la compra de sus celdas323 , ya que el monasterio no tenía
capacidad de proporcionárselas. Si bien es cierto que otras religiosas
pudientes ingresaron al monasterio con esclavas o con la posibilidad de pagar
cuando menos una criada, también es verdad que estos bienes serían toda su
posesión por el resto de sus días y que en ningún caso generarían la riqueza
equivalente a su inversión en el exterior.
El voto de pobreza
representaba el vivir únicamente con lo que se consideraba necesario,
renunciando a cualquier posibilidad de enriquecimiento. Ellas tenían elementos
de comodidad de acuerdo al estatus y prestigio del linaje del que procedían.
Para dar una idea aproximada de los elementos de confort que podía ofrecer una
celda describiremos la de la madre Ysabel Antonia de la Encarnación monja de
velo negro en Santa Catalina:
|
[...] dos santos
Cristos de bronce, cuatro láminas de hojas de lata, dos cuadros grandes, dos
ceras de «agnus», dos relicarios, tres rosarios con su medalla, 16 libros,
dos petacas, dos cajitas de cedro, dos escritorios de lo mismo, dos cajitas
pequeñas, de benecias 18 platos, de china 8 pozuelos, 18 borcelanitas, seis
xicaras de sedro, un tintero con todo lo necesario para escrebir, tres pesos
de pesar con todo lo necesario, para moler cuatro metates, dos sartenes,
otros trastecitos de china. Por muerte de mi sobrina la MRM Juana
de los Dolores se me quedaron siete lienzos grandes, seis chicos, una cera
engastada en latón, dos cajas de sedro, dos escritorios con escribania, un
alajero y otras cosas324. |
En muchos casos, al morir la religiosa,
sus bienes, por disposición testamentaria, podían pasar a formar parte del
capital del monasterio, así como celdas, que podían destinar para alguna monja
pobre. También fue común en estos documentos encontrar quienes otorgaban cartas
de libertad para las esclavas que habían adquirido como parte de su herencia.
Con la observancia del
voto de pobreza se trató de garantizar la administración interna de los bienes
conventuales. La distribución de los gastos dentro del convento era
responsabilidad de las monjas que ocupaban diversos cargos como los de
depositarias, procuradoras y contadoras.
Del conjunto de las
monjas capitulares, se elegía a las encargadas de la conaduría, quienes
determinaban la política del convento en cuanto al abastecimiento le las
provisiones necesarias. El espacio de la contaduría consistía en una celda
Bastante iluminada, lugar de reunión de la superiora o abadesa y el grupo de
religiosas que la auxiliaban durante su priorato. En ella además de reunirse
para tratar puntos previos al capítulo, se resguardaban los libros que la madre
contadora levaba sobre los aspectos económicos y los documentos más importantes
de la administración conventual dentro del arca de las tres llaves325.
Una de las mayores
responsabilidades del consejo residía en supervisar la administración de los
bienes que el mayordomo contabilizaba. Por lo regular había «tres madres
depositarias» y sus funciones eran varias. Todo lo que ingresaba o salía del
convento pasaba por sus manos, ya que eran responsables de la «razón del
gasto», de los recibos de despensa y de los del vestuario, entre otros egresos.
Eran las encargadas de mantener el equilibrio entre los gastos y los ingresos.
Por lo que se refiere
al dinero que las monjas daban en calidad de dotes, las depositarias debían
cuidar que ninguna dote se consumiera por entero. Las religiosas podían
disponer, en casos de emergencia, hasta de la mitad de la renta que
proporcionaba su dote y el resto debía invertirse en los gastos comunes del
monasterio. Estas monjas tenían que autorizar también cualquier transacción
importante como la compra-venta de celdas y préstamos de dinero al interior y
exterior del monasterio.
A la procuradora le
correspondía la supervisión del aprovisionamiento del convento. Era también la
encargada de los regalos que por alguna festividad daba la comunidad a sus
benefactores, empleados y familiares, generalmente en alimentos, como lo
muestra la siguiente descripción de la década de 1760:
|
El día que se hace la
fiesta del Smo. Sacramento y la de nuestra Señora del Carmen, al
predicador y a los padres que reparten las cartas, porque nos lo hacen de
limosna [...] a los mozos y sirvientes y a todos se les da una ollita de
camarones, otra de frijoles, otra de leche, a las religiosas se les dan tres
ollitas, una de pescado o camarón o gueva, otra de leche y otra de frijoles y
la que quiere se lo come y la que no la envía a los suyos; solo hay una
diferencia en que el día de Nuestra Santísima Madre se les añade a las
religiosas una tasa de conserva, un plato de nueces, un plato de cacahuates y
tres biscochos y dos dulces y de todo esto con unos cuantos panecillos
benditos los comparten con los suyos326. |
Por lo regular cada monja encargada de
oficina mayor rendía cuentas y pedía suministros; por ejemplo, las sacristanas
que tenían a su cargo la administración de los gastos de la sacristía, quienes
vigilaban que siempre hubiese ceras, velas y ceniza, así como los elementos
necesarios para el culto divino.
Uno de los argumentos
más conocidos de las reformas emprendidas por Fabián y Fuero es el que atacó la
«riqueza y el relajamiento» con que las religiosas vivían en sus celdas
particulares. Este cuestionamiento dejó entrever dos problemáticas distintas;
por un lado, si bien, el «lujo» con la que vivían las calzadas, no correspondía
a la austeridad de las carmelitas descalzas o a las capuchinas, sí era acorde
con la modestia y comodidad señalada por los patrones culturales y económicos
heredados de su ámbito familiar. Por otro lado, esas celdas eran el único sitio
en el que se desarrolló la exigua privacidad individual dentro de los
monasterios y fue en torno a este punto sobre el que se generó uno de los
mayores conflictos de la historia conventual novohispana.
Dentro de los conventos
se podían diferenciar dos áreas en las que se desarrolló la vida privada de las
religiosas: los dormitorios compuestos de series de cuartos o «tabiques» más o
menos homogéneos en tamaño y distribución y las celdas particulares. Este
último tipo de habitaciones, en un principio, también ejemplificó la pobreza en
la que podían vivir las religiosas; «en lo que toca a la
pobreza, se guarda tan sumamente exacta que en la vida de su primera prelada,
maestra y fundadora, la Francisca de los Ángeles se pondera que para poder
tener a su uso una celda de 30 pies de largo y veinte de ancho y una corta
renta anual para el socorro de sus necesidades»327 tuvo que pedir permiso por breve
apostólico.
Cuando un convento
iniciaba su vida, el área donde estaban todas las camas ocupó una sola área,
las monjas para dormir, se separaban de sus compañeras mediante telas colgadas
o mamparas de madera como en Santa Rosa, donde se ordenaba que la priora
durmiera en los dormitorios donde las camas de las religiosas estuvieren
«separadas unas de otras en competente distancia» prohibiendo, la abadesa o la
priora que durmieran dos «en una misma cama». Estas restricciones fueron
también extensivas, en teoría, a las monjas que poseyeron celdas particulares
en los conventos de calzadas.
Con el paso del tiempo,
y como lo permitían algunas construcciones, los dormitorios colectivos fueron
divididos en celdas individuales por medio de ladrillos. Su número varió según
las religiosas permitidas en cada monasterio. El acceso a estas zonas también estaba
restringido a las monjas en horarios condicionados. La documentación señala que
siempre debería reposar en los «atrios del sueño» una religiosa encargada de
mantener el orden y la vigilancia. En el caso de las dominicas, las «celadoras»328 eran las encargadas de mantener el
orden y vigilar la compostura de sus «conventuales» al dormir.
Durante los primeros
años de vida de los monasterios de calzadas, existía un número limitado de
celdas en los dormitorios, pero después, al permitírseles recibir monjas
supernumerarias, fue indispensable la existencia de celdas particulares en sus
huertas o en patios traseros; su edificación obedeció a los cánones
arquitectónicos y al prestigio y posibilidades económicas de la monja. Algunas
eran pequeñas y otras medianas, «había otras mui grandes
con distintas piezas y oficinas» decían los representantes de las
reformas. Un ejemplo nos ilustrará sobre las posibles dimensiones que llegaron
a adquirir estas habitaciones:
|
cuias piezas de que
consta es un corredor que le sirve de entrada compuesto con dos arcos de
ladrillo que insisten sobre una columna de cantería, una sala de suficiente
capacidad con puerta y ventana, mirando al oriente, una alacena, un patio
solado de ladrillo con puerta para unos lavaderos, una cosina con puerta,
ventana, dos alacenas, escalera de bóveda y dos tiros de gradas de cantería
que desembarca en un angosto corredor de cuatro bóvedas de ladrillo y
pasamanos de los mismo, pasa a otra sala relacionada con la baja y a sus
espaldas un oratorio con ventana al sur, un tinajero y una azotehuela
apretilada de ladrillo329. |
Cada celda individual reproducía, de
alguna manera, las características del estatus social al que pertenecía la
religiosa, al contar con espacios diferenciados como «salas principales» que
miraban al claustro, al portal o al patio, o los «oratorios y las salas para
dormir». La variedad de piezas y su ubicación también eran sinónimo de un nivel
determinado de vida; así en lugares menos visibles, se ubicaban las cocinas, y
en la parte trasera, los espacios donde la domesticidad se revitalizaba día a
día en los lavaderos y zotehuelas.
Uno de los puntos más
problemáticos de la reforma fue el cuestionamiento de la pobreza con el
argumento de que no todas las religiosas tuvieran una celda individual donde
dormir. Esto fue expresado claramente en las disposiciones diocesanas de la
siguiente forma:
|
Una monja suele tener
una o dos celdas, que son una o dos casas, tan propias que las puede vender
con escritura de traslación de dominio y uso, arrendar, dejarlas por herencia
o cargarlas de censo [...] en contraste, otras religiosas ancianas y pobres
viven arrimadas a éstas, expuestas a que la señora las eche fuera de la celda
si la enfadan330. |
Efectivamente no todas las supernumerarias
tenían celdas particulares, pues algunas compartían el dormitorio con algunas
monjas de número, como señaló el vicario de los monasterios después de su
visita:
|
es cierto que los
dormitorios, tabiques, o aposentos no son tantos que alcancen para que
duerman en ellos todas las religiosas de número y supernumerarias, pero
también lo es que muchas religiosas de número ancianas, y enfermas, con
licencia de los prelados duermen en sus celdas y sus aposentos o quartos que
quedan vacos se les dan a las supernumerarias y de este modo las modernas no
tienen de piezas separadas en que dormir, i las ancianas o enfermas padecen
el desconsuelo de privarse de mayor comodidad para su curación331. |
Retrato de monja capuchina, col. Museo del ex
convento de Santa Mónica, INAH
Coro bajo del ex convento de Santa
Mónica, c. 1680, al centro la escalera que conduce a la
cripta, INAH
Coro alto del ex convento de Santa Mónica c. 1680, INAH
Coro alto del ex convento de Santa Mónica c. 1680, INAH
Detalle de la
alegoría al Dulcísimo Esposo. Las ovejas representadas con velos negros
simbolizan a las mojas de velo negro y las de velo blanco a las novicias,
col. Museo del ex convento de Santa Mónica, INAH
Virgen protegiendo
bajo su manto a las religiosas carmelitas, siglo XVII,
col. Museo del ex convento de Santa Mónica, INAH
Milagro obrado por la
virgen de Guadalupe en la persona de la M. R. M. Jacinta Nicolasa del
señor san Joseph
religiosa de velo negro del convento de Santa Catarina de Sena de la ciudad de
Puebla,
12 de dic. de 1755, col. Museo del ex convento de Santa
Mónica, INAH
Claustro de Santa
Rosa, c.1740.
Actualmente Museo de las artesanías del estado de Puebla.
En otros casos, la celda particular era
compartida por mujeres seglares con quienes las monjas hacían su vida
«familiar». La desarticulación de estos espacios significaba la descomposición
de núcleos familiares cohesionados por afectos y costumbres, lo que fue uno de
los puntos de mayor controversia durante la reforma. Específicamente la salida
de las niñas y las sirvientas originó una serie de inconformidades al respecto,
pues ellas argumentaban que lejos de ser una falta el compartir las celdas era
un acto de caridad ya que;
|
por que todas gozan
de las celdas de las religiosas mayores bajo cuya tutela o patrocinio entran
en la religión y comúnmente las llaman sus madres, o bulgarmente sus nanas,
que es un genero de maternidad charitativa y religiosa, y un vínculo de tan
estrecho respeto y mutuo amor como la legítima adopción, y esta caritativa
maternidad es perpetua pues dura toda la vida [...]332 |
Al igual que los dormitorios, las celdas
«particulares», fueron lugares en que se expresaban las formas de privacidad
máxima dentro del convento. En algunos casos fueron los espacios en donde las
religiosas con inclinaciones místicas se acercaban a su amado. Así se muestra
en la biografía de una religiosa notable de La Concepción;
|
N. S. la separo
de si y le dixo que tratara de buscar a su esposo, y que lo hallaría en la
soledad donde la comunicaria con intimidad sus favores: y así aparto habitación
Geronima fabricando una pequeña celda de solo un aposento con una ventanilla
al patio principal (y es hoy el que llaman de las Abbadesas) y aqui se retiró
con tal abstracción del trato de criaturas, que a ninguna comunicaba y no
salía de su celdilla, sino para el choro y actos de comunidad, gastando en
ella las horas que sobraban de sus fervorosos ministerios en oración y
exercicios de mortificación [...]333 |
La celda constituía el microcosmos íntimo
de las religiosas, duplicaba y sobredeterminaba la personalidad de quien la
habitaba. Era una construcción, pero también una habitación, un hogar que
resguardaba en un sentido profundo, era el simbolismo fundamental de la
intimidad. Estas monjas que vivían cómodamente, que adornaban sus atuendos o
financiaban las fiestas del santo de su preferencia, proyectaban su posición
social dentro y fuera del monasterio.
Las celdas fueron
utilizadas también como espacios de retiro de las religiosas enfermas que
tenían sirvientas, de hecho, eran los espacios más íntimos con el que contaban.
Ellas las decoraban según su gusto y posibilidades y convivían con sus niñas,
mozas o parientes. Las reformas de Fabián y Fuero eran implacables al respecto
pues ordenó que se derrumbaran las galerías de celdas individuales,
argumentando que lejos de ser habitadas por una sola monja había en ellas hasta
tres camas. Hacia octubre de 1769, el prelado reformista empezó la visita a los
conventos de calzadas de la ciudad. Una monja relatora en Santa Inés cita que:
|
fue la única visita
que en todos los ocho años que gobernó nos iso a todas, y entró con el
vicario, el probisor y el maestro mayor de arquitectura a disponer y mandar
se echaron abajo muchos edificios de seldas y ermitas que teniamos destinadas
para el retiro de dies dias de ejercicios para que se isieran con toda
brevedad las oficinas para al practica de la vida común [...]334 |
Ochenta albañiles ejecutaron el destrozo
de los claustros conformados por los conjuntos de celdas particulares,
justificando tal intromisión la necesidad de «hacer más grande la huerta del
monasterio». La desaparición de estos espacios significó la modificación de la
composición de las pobladoras del convento. Al salir las niñas, las sirvientas
y las familiares y reducirse el número de legas, cobrarían más fuerza los
espacios colectivos utilizados por un conjunto social menos diferenciado.
Uno de los resultados
de las reformas conventuales fue la modificación de las áreas privadas al
alterar la estructura arquitectónica que los conventos habían adquirido entre
los siglos XVII y XVIII. Se cambio la arquitectura interna del monasterio al
pretender que las monjas vivieran como nunca habían vivido, pues las normas de
Borromeo y las constituciones señalaban la posibilidad de dividir sus
dormitorios y utilizarlos privadamente. Esta fue la mayor alteración de la vida
privada y la estructura conventual. María Margarita de la Santísima Trinidad
argumentó que la acción emprendida por Fabián y Fuero pretendía cuestionar su
libertad:
|
[...] permitiéndonos
esta (constitución) tener celdas quasi todas las mandó derrivar
su Ilma. haciendo crecidos gastos al Convento para tirar el dinero
que gastaron nuestros padres y parientes en fabricar celdas, todo esto sin
voluntad nuestra [...]335 |
Las reformas a los conventos de calzadas
en la Nueva España intentaron romper con un modelo cultural que se había
conformado durante más de doscientos años. Este se sustentaba en
manifestaciones de religiosidad familiar y privada y en una forma determinada
de vida cotidiana exteriorizada de diversas formas, mismas que la corona trató
de suprimir en el siglo XVIII.
En síntesis las áreas
que se afectaron fueron las de sociabilidad pública; locutorios, tornos y
porterías; las de sociabilidad colectiva interna, los claustros, el refectorio,
las enfermeras y las zonas de mayor privacidad; las celdas de numerarias y
supernumerarias. Su destrucción o modificaciones debieron indignar no sólo a
las religiosas sino a sus parientes, pues significaba el fin de un estilo de
vida. Socialmente se alteraron las posibilidades de comunicación del convento
con el exterior, las pautas de comportamiento de las comunidades con el cambio
de confesores, la redistribución de oficios en torno al «gran claustro» y de
manera por demás grave, la convivencia familiar interna con la expulsión de
niñas y mozas y el derrumbamiento de las celdas.
La decisión de reformar
la vida de las religiosas se produjo de manera brusca, por participación
personal de los dos mitrados que ocuparon las más importantes diócesis
novohispanas hacia 1770. El arzobispo Lorenzana y el obispo Fabián y Fuero de
Puebla, pusieron en marcha el proceso de reforma conventual que acarrearía
tantas complicaciones y asestaría un golpe definitivo al sistema que en el
claustro se había practicado durante más de doscientos años336.
Entre 1765 y 1773 se
registraron diversas reacciones por parte de las monjas de las ciudades de
Puebla y de México ante la imposición de las reformas. Estas reacciones
tuvieron diferentes matices y consecuencias, apelando a diferentes instancias
como lo fueron la real audiencia y el mismo concilio. Éstas, a su vez, y con la
aprobación del rey, acordaron hacer investigaciones y conocer mejor la
situación de cada monasterio. Las monjas se quejaban de ser presionadas por las
superioras y por el obispo para aceptar modificaciones en sus condiciones de
vida con el pretexto de restaurar la «vida común».
En oposición a la
aplicación violenta de estas reformas, se llegó a la mayor infracción de la
clausura de que se tiene conocimiento: «El 11 de febrero
del dicho año el alboroto de las monjas de santa Inés sobre la vida recoleta
(vida común) debióse a que unas la querían seguir y otras no». En las visitas
promovidas por las autoridades se solicitaba la firma de las monjas como señal
de aceptación y conformidad. Sin embargo, el enojo surgió a raíz de la
falsificación de las firmas de las que se negaban a aceptar tales cambios337 . El enfrentamiento estalló cuando:
|
El 11 de febrero hubo
un alboroto de las monjas de Santa Ynés [...] pedían auxilio por las azoteas
y repicaban las campanas [...]338 |
Algunas monjas amenazaron incluso con
salir a la portería del convento y llamar a la gente para que escuchara sus
quejas. Como reacción ante este intento de rebeldía y ruptura de la clausura
«al otro día las puertas del convento amanecieron tapiadas», no sin antes haber
intervenido la fuerza pública para derribar los tabiques de las celdas
individuales339. De las doce monjas involucradas en el
levantamiento fallecieron dos.
Dramática resultó
particularmente le expulsión de las niñas seglares de los conventos. Varias
fueron las opciones propuestas. Algunas pudieron quedarse en los colegios como
en el caso de San Jerónimo de Puebla340. Otras, las más ancianas y enfermas, se
limitaron a vivir de la limosna de cuatro pesos mensuales que el obispo les
asignó341. O en otros pocos casos, por excepción,
se les permitió continuar enclaustradas porque su edad les permitía servir bien
a la comunidad.
Después del incidente
del motín de las «meses» y de otras airadas protestas, las autoridades
resolvieron continuar paulatinamente con la introducción de la vida común,
misma que las nuevas profesas jurarían seguir el resto de sus vidas. Esto
significó que por algún tiempo continuaran viviendo «apasionadas»342 y recoletas en los mismos claustros
de calzadas.
FIN DE LA SEGUNDA PARTE














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