martes, 14 de octubre de 2025

 

Los conventos femeninos y el mundo urbano de la Puebla de los Ángeles del siglo XVIII

Segunda parte

Las tensiones y los cambios del siglo XVIII. «Vida privada» versus «vida común»



Introducción

Un arrebato místico podía llevar a las jóvenes doncellas a profesar en un convento, pero lo que se presentaba ante ellas a lo largo del resto de su vida era una rutinaria serie de fórmulas cotidianas que sometían su conducta a arcaicas reglas y cambiaban radicalmente sus hábitos. ¿Cómo se puede explicar el desenvolvimiento de la vida cotidiana en el interior de los monasterios y qué significado tuvieron esas prácticas en la configuración del modelo de vida de perfección?

Este esquema tuvo su origen en las distintas reglas monásticas que plagadas de imposiciones prácticas eran una expresión extrema de la actitud que correspondía a quienes elegían la vida de perfección. Así las reglas benedictinas, cistercienses o de San Agustín definieron la vida religiosa147 ideal de hombres y mujeres en el viejo y en el nuevo mundo.

La fundación de los conventos significó la apertura de espacios físicos socialmente idóneos para las hispanas y criollas que decidían abrazar la vida religiosa. El papel más importante de los monasterios de mujeres estuvo ligado al resguardo de la castidad y pureza femeninas, valores exaltados por la sociedad colonial. Al interior de los conventos se desarrollaron prácticas cotidianas, individuales y colectivas, encaminadas a la salvaguarda de tan importantes valores. La vida sexual, controlada por la castidad, la voluntad doblegada ante la obediencia, así como la pobreza, que negaba al cuerpo las satisfacciones del bienestar material, fueron el origen de todas las normas de conducta de las religiosas.

El estudio de la vida cotidiana conventual muestra la complejidad de las relaciones individuales, colectivas, públicas y privadas de sus habitantes en un ámbito estrictamente restringido. Las relaciones ahí fraguadas rebasaron los muros claustrales y se reprodujeron al exterior como parte de un modelo de civilidad secular148.

La coexistencia de las diferentes concepciones de la religiosidad conventual muestra la compleja interacción de prácticas diferenciadas de convivencia que dieron por resultado conductas jerarquizadas en el interior de los monasterios. Esta problemática contribuye a explicar el cambio del papel de los monasterios en la sociedad y la posterior crisis de la vida religiosa a fines del siglo XVIII y principios del XIX149.

Para comprender el desarrollo de la vida cotidiana conventual se debe considerar la interacción de los variados grupos que conformaban la población monacal y las funciones que desempeñaban dentro de la compleja cotidianidad claustral. El orden de los oficios desempeñados por cada religiosa determinaba el tiempo y el lugar preciso de sus acciones, mismas que a su vez se relacionaban con el colectivo en su conjunto150.

Actividades y espacios fueron elementos indisociables de una realidad social y formaban parte de un discurso religioso que expresaba la forma precisa como debía ser comprendida la religiosidad conventual que, a su vez, proyectaba hacia el exterior normas de convivencia y civilidad que formaron parte de un modelo de comportamiento individual y colectivo que debía ser aceptado, y en cierta medida imitado como una configuración válida de comportamiento público y privado. Este discurso quedó expresado en las reglas y constituciones de cada orden, en el papel del diocesano en ellas y, a nivel más general, en la relación entre la corona y la Iglesia.

Los aspectos privados y colectivos que conformaron la vida cotidiana conventual presentaron múltiples variantes: así, las calzadas, descalzas y recoletas vivieron la pobreza comunitaria e individual de manera diferente151. Esto expresó modalidades en el desarrollo de la vida monástica que en el transcurso de más de trescientos años muestran que las formas de convivencia cotidiana generada dentro de los conventos era parte de un continuo proceso de adecuaciones civilizatorias. Así veremos cómo las diferentes actividades conventuales, definidas por espacios y horarios estrictos fueron expresión de ligeras variaciones en el acatamiento de los votos monásticos, dependiendo su interpretación de la orden a la que se ligaba el monasterio. Al ser estos hechos socialmente aceptados y establecidos como un valor humano se constituyeron en un modelo de comportamiento femenino imitable y transferible.

La relación determinada entre actividades individuales y colectivas dentro del monasterio expresó un ideal de vida cotidiana específica, por lo que sus cambios y permanencias fueron decisivos para entender el modelo de comportamiento enseñado y transmitido por los conventos. El marco histórico que delimita este apartado hará referencia directa a las reformas conventuales introducidas por el arzobispo Francisco Antonio Lorenzana (1766 a 1772) y el obispo de Puebla Francisco Fabián y Fuero (1765 a 1773). Durante su estancia en la Nueva España, ellos instrumentaron una serie de cambios que en resumen se refieren a: la prohibición de la construcción, compra y venta de celdas para el uso privado de las monjas. La expulsión de las niñas seglares de los claustros, la limitación del número de sirvientas que servían de manera particular a cada monja. Se impuso la observancia estricta del número de religiosas numerarias de velo negro, de velo blanco y supernumerarias, la disminución de los gastos de las festividades y el cambio en la duración de cada priorato, pasando de tres años a uno y medio. Con estas medidas se modificaron algunos puntos sustanciales de la vida conventual.

Estas reformas surgieron como parte de la política regalista de Carlos III152. A partir de la segunda mitad del siglo XVIII se cuestionaron de manera sistemática las diferentes interpretaciones que se hacían de los votos monásticos y de las constituciones dentro de los claustros de calzadas. Esto llevó a la confrontación entre dos modelos de vida conventual denominados «vida privada» y «vida común» que sintetizaban las tensiones entre las diversas formas de comportamiento monacal. Específicamente fueron afectados mediante las disposiciones relativas, los conventos de calzadas de las ciudades de México, Querétaro y Puebla153.

Con el argumento de restablecer un modo de vida más austero dentro de los conventos y con el objeto de volver a las prácticas de una Iglesia «primitiva» representada por el modo de «vida común» se pretendió alterar el esquema de relaciones comunitarias que se había gestado durante siglos. Esta variación significó la introducción de un modelo nuevo de religiosidad y cambios en sus representaciones sociales.

En este apartado estudiaremos las características principales de la religiosidad conventual que se conformó a lo largo de los siglos XVII y XVIII. Iniciaremos con un análisis de las formas de convivencia y religiosidad de las habitantes de los monasterios para continuar con el estudio de la sociabilidad externa. El conjunto de los espacios conventuales hacia el exterior giraba alrededor de la iglesia, y el elemento articulador entre ambos fue el coro. En él se desarrolló la religiosidad colectiva y particular de las monjas. Desde ahí se puso de manifiesto una jerarquía entre las religiosas que es necesario explicar, ya que no todas usaban el espacio sacralizado de la misma manera. Para el estudio específico de las actividades dentro del monasterio hemos partido del significado simbólico de los votos de pobreza, castidad y obediencia, relacionándolos con los espacios y las actividades de las religiosas.




Las formas de convivencia y religiosidad

Además de los colegios, los conventos femeninos fueron una de las alternativas educativas más recurrentes, en ellos niñas y jóvenes seglares siguieron la regla y el modo de vida conventual y reprodujeron un estilo de educación que servía de modelo ideal al que las mujeres de «buenas familias» podían aspirar154.

En Puebla existieron conventos de diferentes órdenes y reglas, distinguiéndose en el siglo XVIII las de descalzas, las recoletas y las calzadas. Las descalzas de Santa Teresa (1604) y La Soledad (1748) se caracterizaron por su rigurosísima reglamentación y rígida austeridad señalada a partir de la reforma carmelitana. Ahí, la vida contemplativa estuvo condicionada por un número limitado de veintiún monjas profesas y de velo blanco. De manera semejante, pero siguiendo la regla franciscana estuvieron las clarisas (1607) y las capuchinas (1700). Las recoletas, que habían empezado su vida como beatas, se caracterizaban por el seguimiento de la vida austera y ascética una vez que formalizaban sus votos perpetuos como monjas. Pertenecían a este tipo las agustinas de Santa Mónica (1680), y las dominicas de Santa Rosa (1740). El otro tipo de convento lo representaban las calzadas, que como las recoletas o descalzas también seguían los votos monásticos como sus más importantes preceptos, pero interpretados de diferente forma, lo que daba lugar a una cierta flexibilidad en su aplicación. Los conventos de calzadas que se establecieron en Puebla fueron Santa Catalina de Sena (1568), La Concepción (1593), San Jerónimo (1597), La Santísima Trinidad (1619) y Santa Inés del Monte Policiano (1620).

Lejos de pensar que los conventos fueron instancias sociales cerradas, nos encontramos con sitios donde convivían jerarquizadamente un conjunto diferenciado de mujeres que interactuaban en el espacio cotidiano conventual. En el siglo XVIII distinguimos cinco grupos de mujeres que daban vida a los monasterios: las monjas de velo negro y coro, que podían ser numerarias y supernumerarias, las legas o monjas de velo blanco, las niñas y las mozas o modernas155. A estas residentes conventuales correspondieron características económicas, sociales y étnicas diferentes, así como un lugar específico dentro del espacio claustral. La heterogénea composición de estos grupos definió los modelos de convivencia desarrollados dentro de los monasterios. Las reformas introducidas por Fabián y Fuero modificaron la interrelación entre estos grupos, lo que cambió también su vida cotidiana.

Algunos datos de 1765 muestran la importancia numérica que llegaron a tener estos diferentes sectores sociales en el interior de los conventos de calzadas en Puebla.

Cuadro 4

Calidad de los habitantes de los monasterios de calzadas en Puebla hacia 1765

Convento

Monjas

Niñas

Mozas

Santa Catalina

96

72

90

Santa Inés

63

61

65

Santísima Trinidad

64

63

60

San Jerónimo

76

74

76

La Concepción

79

44

-

378

314

291

FUENTE: Número de religiosas en los conventos de calzadas. Diversos informes al obispo de Puebla.

El grupo de las monjas se refiere a las religiosas de velo negro y coro que estaba compuesto por todas aquellas que reunían un conjunto de requisitos que incluían además del pago de una dote de tres mil pesos para el siglo XVIII, el certificado de pureza de sangre, una copia del acta de bautizo con la cual comprobaba ser mayor de 15 años y menor de veinticinco y ser ante todo hija legítima, además de haber sido aceptada por el conjunto de la comunidad después del noviciado como religiosa profesa. La principal ocupación de estas monjas consistía en leer y rezar el oficio divino156 en el coro, de allí su nombre.

 

«No se admitiera religiosa alguna si no fuere capaz de leer latín...»157

Además de los rezos acostumbrados, la Iglesia mandaba que se leyeran en comunidad, a dos coros o voces los salmos bíblicos158, lo que condicionó de cierta manera el manejo de la lecto escritura para las profesas. Esta práctica se describe desde las crónicas del siglo XVI:

[...] las religiosas asistian a Vísperas y completas, que son a las tres de la tarde y después inmediatamente los Maitines y Laudes. Da gusto asistir por el orden, modestia, compustura y devoción con que rezan pronunciando tan bien el latín y sus acentos que parece lo estudiaron en las clases [...]159




En algunos casos y como continuidad de este requerimiento para poder profesar como monja, en las constituciones concepcionistas, se especificó a lo largo del siglo XVIII, que «no se admitiera religiosa alguna si no fuere capaz de leer latín para el resado»160.

En todos los conventos, las constituciones señalaban un número restringido de religiosas. Sin embargo, en los de calzadas se permitió el ingreso como monjas de velo negro a otras mujeres, con la categoría de «supernumerarias». Éstas, a diferencia de las numerarias, subsistían de los réditos de su dote, desentendiéndose el monasterio de su alimentación, vestuario, habitación y gastos, mismos que corrían por cuenta de sus padres o parientes.

También profesaban como monjas de coro, pero exentas parcial o totalmente del pago de dote, al mostrar determinadas cualidades, como saber contar muy bien o por ser buenas músicas o «bajoneras». En el mismo caso se encontraban las que podían comprobar ser descendientes directas de los fundadores de los monasterios y entonces tomaban el puesto de capellanas, mismo que salía vacante a su muerte. Leonardo Ruiz de la Peña, el fundador de La Concepción especificó en la novena cláusula de su testamento que habían de ingresar en el monasterio:

dos monjas sin dote, y estas an de ser perpetuas para siempre jamás, que en muriéndose cualquiera de ellas sean de nombrar y poner otras en su lugar sin dote y sin poner en ello excusa ni dilación alguna por manera que siempre ha de haber en el dicho monasterio dos monjas perpetuas de limosna [...] elegidas a voluntad de dichos patrones a los cuales se les encargará que habiendo deudas o parientas mías se nombren antes que otras [...]161




Como se puede ver, no todas las religiosas de coro forzosamente pagaron dote, ni todas tenían una celda particular, esclavas y mozas. Las había pobres y huérfanas que ingresaban a través de las obras pías162. Estas obras de caridad consistían en apoyos económicos destinados al pago de la dote de algunas doncellas españolas y carentes de padres. Por lo regular la ayuda ascendía a trescientos pesos y la aspirante tenía que reunir el resto hasta completar lo requerido como dote. Ésta se llegaba a conseguir mediante las donaciones de diez obras pías. Cuando no se completaba la dote, la novicia sólo podía profesar como lega.

Las obras pías, al igual que cualquier fundación piadosa en la época colonial, beneficiaban directamente a los familiares o descendientes de los fundadores. De esta manera profesó Josepha Antonia Ortiz Casqueta Yañez163, Su madre María Teresa Yañez Remuzgo de Vera ejerció el patronato de una obra pía que fundó su hermana la muy reverenda madre María de la Encarnación Yañez de Vera, monja del convento de la Encarnación de México. Le fue asignado el beneficio de un capital de cuatro mil pesos con el cual hizo profesar a cuatro de sus hijas. Aunque este linaje ostentaba título de nobleza, la riqueza familiar había venido a menos. En estos casos las obras pías fundadas por familiares aligeraban la carga económica familiar y aseguraba un lugar digno para sus descendientes.

Como se puede ver, los lazos de parentesco desempeñaron un importante papel en la determinación de la pertenencia a una comunidad religiosa y la relación entre la aspirante y el grupo al que deseaba incorporarse.

Las profesas fueron el grupo más importante y su existencia fue la razón de ser del convento. Aun dentro de este grupo había diferenciaciones pues no todas las monjas de velo negro y coro tenían derecho a votar o ser votadas en la elección de prioras y abadesas. Estas prerrogativas correspondían a las que tenían más de dos años de vivir en el monasterio en calidad de profesas164. Ellas, reunidas en capítulo, tenían el derecho a opinar sobre el funcionamiento y la política del monasterio y avalar la propuesta de la priora en la designación de los oficios de superioras, porteras, torneras, maestra de novicias y contadoras o calvarias como en el caso de las Carmelitas Descalzas.

Otro conjunto femenino, no incluido en el cuadro, lo conformaban las novicias. Estas jóvenes, una vez terminado el año de noviciado165, se sometían a un examen en el cual la priora y dos madres del concejo la examinaban en materia de religión y en su capacidad de integrarse a la comunidad de velo negro y coro o de velo blanco, según el caso. Su aceptación dependía también de ser aprobada por la comunidad de profesas.

Las monjas legas, «leguitas» o de velo blanco fueron las religiosas que no pudieron llenar alguno de los requisitos indispensables para profesar de velo negro, generalmente por la incapacidad para pagar los tres mil pesos de dote, por lo que mantuvieron marcadas diferencias con las de coro. Normalmente profesaban a los dieciocho años de edad, que «es la edad en la que ya tienen fuerza para servir», en virtud de una mayor fortaleza física y no desde los quince como en el caso de las monjas de velo negro166. La desigualdad también se expresaba atendiendo al mayor número de rezos167; además del conocimiento del oficio parvo168. A ellas les estuvo prohibido cantar en el coro y el rezo del oficio divino. Su importancia estuvo en relación con la calidad de los trabajos que desempeñaban en el servicio y mantenimiento cotidiano de todo el monasterio.

En ocasiones cuando se estaba conformando alguna comunidad se permitió que su número variara como en el caso de las Carmelitas Descalzas de Santa Teresa, donde Juana de la Esperanza, una esclava negra que al morir su ama fue cedida al convento y «se convirtió en hermanita de velo blanco entre tanto se conformaba la comunidad»169.

Se especificaba en las constituciones que las legas tenían como primer cuidado «humillarse y servir de muy buena gana en el oficio a todas las religiosas» y como «son recibidas para el servicio del monasterio deben comer el pan con el sudor de su rostro, entrar en un número moderado que no rebase el de quince»170. En los conventos de calzadas, a lo largo de los siglos, los lugares vacantes al morir las legas eran solicitados con apremio pues garantizaban una forma de ingreso al monasterio más o menos rápida, presentándose casos en que la aspirante podía entrar de velo blanco y luego completar la dote de tres mil pesos y pasar a ser monja de velo negro.




«... nos es más fácil morir que salir del convento»171

Otra circunstancia que contribuyó al éxito de los conventos femeninos fue que la exigencia selectiva para el ingreso sólo se aplicaba a las aspirantes a religiosas, legas o de velo negro, pero en cambio fue más flexible en cuanto a la incorporación de seglares172. Podían hacer ingresar como niñas o acompañantes de las monjas, quienes lo solicitasen, aunque no pudiesen presentar los consabidos certificados de pureza de sangre173.

Así pudieron ingresar numerosas «niñas» educandas que corresidían junto con las religiosas en el monasterio. Algunas jóvenes que pagaban su manutención procedían de familias pudientes que enviaban a sus hijas por varios años para el aprendizaje de las labores mujeriles. Las menores que acompañaban a las religiosas también tenían la obligación de ir al coro a determinadas horas y de realizar prácticas piadosas tales como las meditaciones, lecturas ejemplares, examen diario de conciencia y celebraciones litúrgicas especiales en determinadas festividades174.

La edad de ingreso de las niñas fue variable. En Santa Catalina se prohibían menores de 10 años, pero en otros eran recibidas a partir de los dos años. Por lo regular ya jóvenes y una vez terminado su periodo de preparación, salían del convento para contraer matrimonio. También algunas permanecían en el monasterio con el ánimo de profesar al alcanzar la edad convenida. De esta manera se garantizaba la reproducción del ideal de perfección femenino ya que del convento salían las esposas educadas para recrear este modelo de comportamiento o permanecían en él las que manifestaban vocación religiosa o aceptaban las sugerencias de sus familias para permanecer en la clausura perpetua.

La mayoría de ellas ingresaban desde su infancia y garantizaba su permanencia en el monasterio mientras sus padres pagaran regularmente «su piso», «niñado», «pupilaje» y alimentos. Eran, pues, descendientes de familias pudientes que preparaban a sus hijas para el buen desempeño de sus labores femeninas, ya como madres de familia o como religiosas; de esta manera el ser «niñas» en un convento era un estado transitorio. Permanecerían reclusas en los monasterios conviviendo con las monjas durante cierto tiempo. La excepción a esta práctica fue el colegio de Jesús María, donde las educandas vivían separadas de las religiosas175.

Sin embargo, en el siglo XVIII notamos una transformación en la composición social de las niñas. Posiblemente en aras de permanecer en el monasterio éstas declararon, entre 1765 y 1773, «ser pobres», «huérfanas» y «enfermas». Dejaron ver que habían establecido estrechos lazos de dependencia económica y afectiva con las monjas que las tenían consigo, compartiendo con ellas sus celdas y alimentos «pues no conocían el mundo exterior y no tenían donde vivir». Tenemos otros casos en que familias con posibilidades mantenían a sus familiares en calidad de niñas «por estar enfermas», sosteniéndolas dentro de los claustros durante toda la vida. Esto muestra que el niñado no era más un estado transitorio, sino permanente para algunas mujeres. Veamos el caso de una niña del convento de la Santísima Trinidad. La abadesa, mediante un memorial, pide al obispo que...

le permita quedarse con dos indijuelas porque ni a la niña ni a las indijuelas les da nada el convento [...] esta niña está siempre retirada en su cuarto por que aun siendo todabia niña esta tan mostrosamente gorda que ni a la cabeza se puede llevar la mano por que no le alcanza solo para coser, poniéndole la costura delante tiene movimiento, ni vestirse ni desnudarse puede, ni nada, no puede moverse de la gota y la mucha carne que tiene [...]176




Resulta evidente que en algunos casos el monasterio funcionó como asilo al hacerse continua alusión a las enfermedades como: epilepsia, ceguera, e invalidez dada la avanzada edad de algunas de «las niñas». En el siglo XVIII se llegó a calcular que había una menor en promedio por religiosa. Esta estrecha y numerosa convivencia con seglares nos hace pensar en varias propuestas explicativas. Una de ellas atañe al cambio en la composición económica familiar de los grupos cercanos a los monasterios. Al parecer los parientes que no habían podido cubrir alguno de los requisitos indispensables para que pudiesen profesar sus descendientes como monjas las hacían ingresar buscando un medio de prestigio, seguro y honesto para garantizar su sobrevivencia. De esta manera el monasterio se convertía, de manera primordial, en un refugio para mujeres solteras, pobres y enfermas, y no sólo en un lugar de reproducción de la vida de perfección que comprendía el estricto acato a los votos monásticos. Se constata un ejemplo de ello en 1765 cuando declararon a Michaela Muñoz y Josepha Sardo, niñas en el convento de San Jerónimo:

las menores y más rendidas huérfanas, manifestamos que una y otra entramos en este convento de edad de solo cuatro años donde nos hemos mantenido hasta el presente en que pasamos de cincuenta años, sin tener una y otra padres ni quien en el siglo nos socorra ni donde acogernos, además una de nosotras se halla tullida y sin poder dar paso...177




Durante la segunda mitad siglo XVIII, nos encontramos ante el hecho de que gran parte de las «niñas» no se sostenían ya del pupilaje que sus parientes aportaban, sino que dependían por completo de una religiosa de velo negro a la que llamaban «madre o nanita». La presencia de las «niñas» fue cuestionada pues representaba ciertamente una carga financiera para los conventos, pero no se debe olvidar que, junto con las mozas, estas mujeres constituían pequeños núcleos familiares corresidentes con las monjas, cohesionadas todas por antiguas relaciones afectivas.

En algunos casos, además de las niñas, también vivían con las religiosas otras parientas en su misma celda particular. Así Mariana del Niño Jesús, monja profesa del convento de la Santísima Trinidad, suplicó al obispo se le permitiera continuar viviendo con su madre, pues

[...] es una pobre viuda de setenta y ocho años y tan enferma que por la delicadeza de su conciencia le amenaza próximamente en la pérdida del juicio, durante mucho tiempo la e conservado y ayudado en su vejez sirviéndole y atendiéndole en compañía de una moza fiel que a más de quarenta años que la asiste y una seculara niña que también le ayuda178.




La implantación de las reformas de Fabián y Fuero, que contemplaban la salida forzosa de las seglares, dio origen a múltiples peticiones, suplicándole les concediera licencia de permanecer dentro de los monasterios. Algunas argumentaron que:

Hemos vivido desde nuestros tiernos años, y otras que ya grandes nos venimos a retirar por vivir aquí escondidas de las olas del mar tempestuoso y estar en la religión porque nos hallábamos en total desamparo [...] y por qué somos de este sexo tan débil para resistir y nos hallamos sin tener casas a donde ir ni amparo ninguno, porque entre todas las que estamos sólo cinco o seis al que tengan padres y casas a donde salir, ni tenemos la ropa que es necesaria para estar en el mundo como sallas y mantas y lo que es más pensar que hemos de salir de nuestra amada clausura se nos acaba la vida y aun eso nos sirve de consuelo porque nos es más fácil morir que salir del convento179.




La política seguida tras las reformas no afectó únicamente a las niñas. También se expulsó a las mozas, privándoles del claustro que les daba albergue y permitía su supervivencia. En adelante sólo permanecerían dentro de los monasterios en un número limitado y éstas serían en su totalidad para la comunidad, prohibiéndose en adelante tenerlas privadamente.

Ante la propuesta del prelado de quedarse únicamente con las sirvientas necesarias para la comunidad conventual y no de manera particular, las prioras enviaron listas de las que se necesitaban para el servicio de la comunidad. Setenta y dos mozas declararon necesitar la abadesa de la Purísima Concepción, de las cuales cuarenta y dos estaban relacionadas con la limpieza y lavado directo de la ropa y los trastes, ya sea en la enfermería, en el refectorio o en la cocina, limpiando los patios o lavando las pilas de agua. Distinta carga sería la que tenían las asignadas para el chocolatero (moler y batir el chocolate) o las de la portería, tornos o locutorios, noviciado, sacristía, confesionario y contaduría, quienes se en cargarían de auxiliar a las religiosas asignadas para esas oficinas180. Además, se necesitaban doce mozas para hacer el atole y las tortillas. Se debía considerar entre sus labores la limpieza y aseo de los dormitorios, las celdas, claustros y de la iluminación de todo el convento, incluyendo preparar por las mañanas el agua del baño de las religiosas que lo necesitaren. Como vemos, con este tipo de informes se esbozaban cambios en la interacción entre las legas y las mozas al compartir sus actividades en espacios de trabajo colectivo como patios, cocinas y claustros.

Fue hasta 1765 cuando el papel de las religiosas de velo blanco se definió más precisamente al redistribuirse el trabajo del mantenimiento de los espacios comunitarios de monasterio también entre las monjas profesas que en adelante se ocuparían de las roperías, refectorios y enfermerías. Con la salida de las niñas, la disminución del número de mozas, y la desaparición de sirvientas particulares, cambiaron espacios, actividades y relaciones al interior del monasterio. Con ello se modificaba el tipo de vida que ofrecía el monasterio a las hijas de las familias acomodadas.

El convento como espacio de la vida religiosa

No sin razón, Georges Duby consideraba a los conventos medievales como el modelo de vida privada por excelencia. Al igual que los monasterios benedictinos europeos, los de América continuaron en cierta medida reproduciendo esa imagen de ciudades cerradas limitadas por monumentales muros con accesos181 estrictamente controlados.


Figura 2. Convento de La Soledad. Detalle del plano del siglo XVIII

Al exterior el conjunto convento-iglesia debió dar una idea de fortaleza inaccesible, lo cual es parcialmente cierto. Si bien los muros altos y las ventanas enrejadas que rodeaban al monasterio cumplían la función del resguardo del voto de castidad, la iglesia permitía la vinculación del conjunto arquitectónico y de sus habitantes con el resto de la sociedad.

 

«Del altar mayor es uno de los más primorosos que al presente ay en la ciudad»182

El volumen y la composición interior de las iglesias conventuales se conformaba de presbiterio, sacristía, confesionarios, coros y criptas. El objetivo de la centralización de los componentes constructivos, dentro de los cánones de la arquitectura española y colonial, era concentrar y unificar a los fieles. Se trataba de que todos tuvieran una vista óptima del ritual religioso desde cualquier punto interior de la iglesia; llevar la atención de los asistentes, ya fuera el altar o el púlpito, fue uno de los objetivos de la distribución espacial de los templos de monjas, para ello se recurrió a la utilización arquitectónica de la nave de cañón corrido183 y al recubrimiento barroco de sus interiores.

La altura de este tipo de naves por lo regular fluctuaba entre 18 y 20 metros en los claros; los volúmenes diferenciados de los templos se situaban en sus extremos: en el presbiterio y en el coro. Estos dos elementos, en conjunto, sumaban la mitad de la longitud total de la iglesia y estuvieron delimitados por grandes arcos. La descripción de la iglesia de Capuchinas nos ilustrará sobre las proporciones entre la estructura principal y los elementos mencionados:

La planta de la iglesia es en la distancia de 50 varas de longitud, 10 y media de latitud y 16 y media de profundidad; se divide en cuatro porciones, la una que forma el coro alto, la segunda el cuerpo de la iglesia, la tercera la capilla mayor y la cuarta el presbiterio184.




La relación entre la nave, el presbiterio y el coro, en términos de volumen y disposición, fue manejada en forma diferente por las distintas órdenes de acuerdo con la época.

Continuando con la tendencia a la concentración espacial, el área del presbiterio o santuario estaba diferenciada jerárquicamente del resto de la iglesia por medio de gradas que la rodeaban por sus tres lados. La tradición litúrgica y arquitectónica cristiana aprovechó el ábside de la basílica romana para poder celebrar en él los ritos sagrados. Su disposición permitía la participación activa de cada uno de los presentes en la misa al tener siempre a la vista al sacerdote oficiante. El conjunto se enriquecía artística y simbólicamente con los maravillosos altares que lo enmarcaban. La descripción de la iglesia de Santa Teresa es rica y sugerente.

Al presbyterio se sube por tres gradas de cantería donde tenemos que admirar y ver la hermosa fábrica del altar mayor es uno de los mas primorosos que al presente ay en la ciudad [...] que se dedicó el año de 1698 [...] se compone su fábrica de tres cuerpos proporcionados a lo que pide el arte y demanda el sitio, todas las columnas son salomónicas [...] tienen todas vistosas labores de ramos y frutos entretexidos en los relieves y huecos, que hacen, todas caladas con exquisito artificio, que realza los primores de la obra185.




Figura 3. Convento de Santa Teresa. Detalle de plano del siglo XVIII

 

Integrada a la iglesia y dispuesta a un costado de su cabecera, se encontraba la sacristía, destinada a servir de vestuario y ropero en donde se guardaban los ornamentos sagrados con los que se revestía el oficiante de los servicios litúrgicos. En Santa Teresa era «una pieza bien capaz y clara con dos ventanas a la calle con rexas de ierrro toda de bóveda [...] por dicha sacristía tiene puerta por donde pasa a su vivienda el Padre Capellán»186. Su puerta estaba dentro de los límites de la reja y disponía de un oratorio y un altar. Las disposiciones de su diseño se observaron detenidamente dado que el cuidado de la clausura femenina era el punto más importante a observarse en las construcciones conventuales:

Así, en la sacristía debía cuidarse de no comunicar ni visual no acústicamente el monasterio con esta dependencia, de la misma forma que el agua de que disponía en la pila para el lavado de manos el sacerdote no procediera de ninguna canal o tubo por dentro del monasterio sino que era acarreada de manera aparte. De la misma manera estaba controlado el vano donde se exponían los vestidos sacros; estos se colocaban a través de una rueda y el receptáculo o ventana donde se guardaba el sacro óleo de las enfermas187.




Las monjas dedicadas a su cuidado eran las sacristanas, su trabajo estaba repartido entre dos religiosas por «ser mucho»; su función era procurar que la iglesia estuviera...

siempre limpia, así de las telas de arañas como de cualquier otra cosa que parezca mal; los altares muy aseados bien puestos los frontales, [...] procurando que haya despabiladeras para limpiar las velas de los altares y que no se apaguen en las paredes. [...] También debían procurar que las lámparas de la Iglesia y coro siempre estuvieran ardiendo y con limpieza, así como de proporcionar al sacerdote todo lo necesario para el ejercicio de la misa188.




Además de tener limpios las albas, amitos, manteles, palias, corporales, purificadores, cornualtares y paños de manos, por lo que abundaba el trabajo de mantener aseadas las piezas de ruan, de bretaña y de olan189.

En las iglesias construidas durante la segunda oleada fundacional se presentó una modificación en la disposición de este espacio. Con el nuevo esquema arquitectónico que implicó el desplazamiento del coro bajo, la sacristía tuvo cambios en su ubicación, apareciendo como una prolongación de la iglesia.

Espacialmente se le pudo localizar a partir del siglo XVIII atrás del altar mayor y no a un lado como en los conventos de calzadas. Este hecho si bien integró como un todo el espacio de la iglesia, desplazó de él a la comunidad monacal. Dado que la recepción del sacramento era obligatoria para todos los fieles, por lo menos una vez al año, los pecados sólo podían ser absueltos mediante la confesión auricular individual con el sacerdote y la correspondiente penitencia. Se necesitaba un lugar específico en el interior de la iglesia que proporcionara las condiciones psicológicas para la intimidad de la confesión y el sincero arrepentimiento. Para ello, se diseñaron los confesionarios.

En los conventos la práctica regular de la confesión estaba asignada a un confesor titular. La mayoría de los destinados a las religiosas fueron jesuitas. Un claro ejemplo de la influencia que podían alcanzar lo tenemos en el caso del padre Miguel Godínez, jesuita irlandés confesor de la venerable madre María de Jesús en La Concepción y de Francisca de la Natividad en Santa Teresa hacia 1620, dos monjas iluminadas en las que ejerció un influjo decisivo.

La dirección espiritual, su práctica y desarrollo constituyeron una etapa capital en el avance de una piedad personal y su interiorización, sin olvidar que la confesión fue uno de los elementos clave en la definición de la privacidad de las religiosas.

Las monjas efectuaban el acto de la confesión por medio de oquedades divisorias entre la iglesia y el claustro, ubicadas a los lados de los retablos. La comunión, como acto íntimo de piedad personal, también tenía sus lugares y horas específicos. Adosada al altar, en la pared del coro bajo existía una ventanita, «píamente adornada con obra escultórica y dorada»190 por donde se administraba a las monjas la hostia consagrada. Por el lado exterior de la iglesia y en la parte superior de esta ventanita existía otra ventana donde se ocultaban las sacras reliquias de la comunidad191. La cratícula, que en España se conoce como comulgatorio, casi siempre se encontraba en medio del coro bajo, entre dos rejas formando un altar pequeño en el lugar del sagrario192.

Las disposiciones diocesanas de Fabián y Fuero alteraron de manera grave esta práctica privada. Al iniciarse el proceso de reforma se prohibió la confesión de la manera en que se venía efectuando, ya que el obispo fue el que asignó el confesor a las religiosas. En las constituciones se recomendaba la confesión y la comunión cuando menos mensualmente, de modo que las monjas se vieron privadas de sus anteriores directores espirituales. La solución era compleja, ya que algunos de los confesores elegidos por ellas se negaban a asistirlas para evitar problemas con el obispo, y otros no eran bienvenidos por identificarse su intención de tratar de convencerlas para «que fomenten el que no nos mantengámos en la vida antigua». La abadesa de la Santísima Trinidad escribió al prelado que se ocupe de:

una afligida y lastimada religiosa cuio consuelo espiritual ya no sufre dilación por las sircunstancias que ay pues despues de padecer un rabioso mal del corazón que se le hace pedazos se halla gravisimamente afligida y desconsolada por no tener con quien, confesarse, a ido con algunos, que ni ellos por lo afligido de su conciencia y padecer an buelto ni ella quier ya con ellos porque la an dejado sin consuelo, meses a que esta sin comulgar [...]193




A partir de este conflicto las nuevas disposiciones mostraron la intromisión de las propuestas diocesanas en esferas de la íntima religiosidad de las monjas lo cual formó parte importante de la tendencia reformista del cambio y modificación de su forma privada de vida.

La comunicación personal con Dios se complementaba con formas particulares de religiosidad dentro de las iglesias monacales mediante la oración mental e individual. No se trataba de un rezo colectivo en voz alta sino de la suma de rezos individuales en voz baja. En los coros las monjas de velo negro recrearon esas prácticas.




«... vinieron los ángeles a suplir por las monjas...»194

Primeramente, los coros constituyeron formas espaciales que dieron a las religiosas un lugar insustituible en las misas diarias. Ésta era la primera constatación externa de su existencia por un público que las conocía y percibía en la oración y el canto de cada día y que participaba en la devoción comunitaria como una forma de piedad colectiva revalorada por la iglesia postridentina.

Situados en la parte posterior de los templos de religiosas, los coros alto y bajo fueron una parte esencial del conjunto convento-iglesia, pues vincularon directamente las actividades y la razón de ser del monasterio con el mundo exterior.

En el coro alto las monjas de velo negro oraban y cantaban para su Amado. En el coro bajo asistían a la misa conventual desde donde los fieles las escuchaban y unían sus alabanzas a Dios. En estos lugares se llevaba a cabo la función más específica e importante de las religiosas y constituía uno de los puntos de contacto con la sociedad. El tamaño y distribución espacial de los coros dieron a las iglesias de monjas ciertas características particulares y su importancia tiene sin duda que ver con las dimensiones que llegaron a alcanzar195.

En las iglesias de monjas calzadas construidas durante los siglos XVI y XVII, los coros altos y bajos se encontraban dispuestos de manera frontal al presbiterio. A manera de un gran balcón, no restaban espacio a la iglesia, sino que dividían su volumen total en un plano horizontal. Su profundidad varió considerablemente: en algunos casos era igual al ancho de la nave, como en San Jerónimo, donde las medidas de largo del coro alto se igualaban con las del templo por medio de tres bóvedas de arista; o como en La Concepción y La Santísima que son mayores que la iglesia en sí misma, pues en ellas se utilizaron por lo regular tres bóvedas mientras para el resto de la iglesia se emplearon dos. Con el objeto de tener un lugar para todas las ceremonias y oficios religiosos, contaban también con tribunas que a manera de balcones daban al altar mayor. A veces ocupaban el segundo cuerpo de un retablo, como en Santa Mónica y Santa Teresa. Estas tribunas eran para las madres impedidas o ancianas, para las enfermas y para las niñas educandas como en San Jerónimo, donde:

las niñas tienen su separación pues a la tribuna ban con su maestra que es religiosa, a oración y pasan por la doctrina, ahí tienen sus exercicios y ollen misa después se ban a sus ocupaciones a sus seldas por ser las más pobres y ahi siempre estan exercitadas y en este orden196.

Esta peculiaridad en las dimensiones del coro iguales o mayores que las de la nave fue, junto con el uso de las cúpulas sin tambor sobre pechinas, un rasgo característico de la arquitectura poblana de los templos de monjas.


Figura 4. Coros alto y bajo de San Jerónimo

 

Especialmente los coros cerraban el vano completo de un arco toral del templo197 quedando un amplio espacio que se distribuyó de la siguiente manera: el coro bajo ocupaba la mitad, arrancando directamente del piso, hasta el arco y bóveda divisorias del coro alto. Llevaba enmedio un gran hueco rectangular adintelado o un arco rebajado en donde se incrustaban las rejas una hacia el exterior y otra hacia el interior. A un costado se encontraba la puerta de la iglesia, comunicación que servía para la entrada de las novicias cuando se despedían del mundo seglar. Del otro lado, oponiéndose simétricamente a esta entrada, estaba el comulgatorio.

El coro alto se diferenciaba con una gran reja que iba de muro a muro hasta el arranque del arco toral, como se ve, por ejemplo, en La Concepción, San Jerónimo, La Santísima, Santa Inés y Santa Mónica. En otros casos se relegó la importancia de un enrejado y el coro alto quedó definido por una pequeña retícula de hierro con púas, como en Capuchinas, donde además no existió el «abanico» externo, sino que en un muro cerrado se abrió únicamente el cuadro de la reja, rematándose por el exterior con una pintura de la santísima Trinidad.

Visto desde la iglesia, el muro de los coros terminaba en la parte superior con un inmenso «abanico» que llenaba el medio punto. Este elemento se decoraba con lienzos de pinturas al óleo que cubrían todo el arco, que también podía conformarse de madera labrada. El ejemplo más hermoso está en La Santísima Trinidad, donde los calados se basan en dibujos renacentistas retocados con maestría barroca; en su centro resplandece un sol con su redonda cara, el conjunto se remata con un escudo del obispo benefactor de las religiosas y con elementos iconográficos de la orden.

El coro bajo se separaba del templo por unas rejas cuyos hierros presentaban hacia fuera agresivos picos. El de Santa Teresa tenía «rejas de ierrro tupidas y fuertes, la de afuera con espigas de fierro y la de adentro con un bastidor de esterlin con su cerradura y llabe [...]»198 A los lados de estas rejas se encontraban los comulgatorios, que permitían a las monjas recibir la comunión sin que el sacerdote penetrara en la clausura. El coro alto no presentaba una reja tan imponente como la del bajo, pero también estaba cubierta con mamparas de tela que permitían ver desde el interior, pero evitaban la mirada del pueblo.

Las excepciones a esta norma arquitectónica se presentaron en Santa Teresa, Capuchinas, La Soledad y Santa Rosa, los tres últimos monasterios fundados en el siglo XVIII, que contaron con una disposición diferente en la ubicación de los coros bajos. Éstos se vieron desplazados hacia un lado del altar mayor desarticulándose el conjuntó coro alto y coro, esquema de los templos conventuales de calzadas.


Figura 5. Abanico del coro alto de La Santísima (detalle)

Varias de las más importantes actividades de la vida conventual se desarrollaban en los coros. En el alto comenzaba muy temprano el oficio divino y en el bajo se asistía a la misa. En ambos se desarrollaba la parte más importante de la contemplativa existencia de un convento de monjas. La descripción del ceremonial y la división litúrgica de las horas de un día, en Santa Catalina de Sena en 1765 nos dará una idea aproximada de la importancia de estos sitios. A media noche asistían al coro alto a maitines cantados con pausa, ahí el conjunto monacal elevaba sus alabanzas nocturnas. En días alternos, se disciplinaban. Más tarde leían en voz alta un punto de meditación, y hacían oración mental variando de media a una hora. Regresaban a sus celdas a descansar cerca de las dos de la madrugada y a las cinco volvían otra vez al coro, para el rezo de prima a la hora de la aurora. El resto del día lo dividían en las llamadas horas litúrgicas menores dedicadas a santificar el trabajo que se desarrollaba entre las nueve de la mañana y las tres de la tarde; en tercia se pedía por el recto uso de los sentidos y el esfuerzo humano de cada día; después de la oración mental, cantaban y comulgaban y asistían a misa en el coro bajo. Terminado esto entre ocho y nueve, comenzaban los trabajos conventuales en la sala de labor y en las oficinas. A las once comían en el refectorio y escuchaban a la hebdómada con una nueva lectura; terminada ésta había acción de gracias en el coro llamada sexta, encaminada a propiciar la concordia y el apaciguamiento en la actividad del medio día. Después de un rato de recreación, se incorporaban a sus actividades. A las tres de la tarde, llamaban a nona, rezo que se relacionaba con la declinación del día y el atardecer de la vida, dedicándolo a la intercesión de la muerte santa. A la caída del sol, entre seis y siete de la tarde, tocaban a vísperas y acudían al coro a rezar el rosario, era la oración de la tarde. Entonces comenzaba el silencio obligatorio hasta el día siguiente; a las nueve se tocaba a completas, dedicadas a la oración de la noche y del descanso nocturno, ahí se rezaba la letanía de los santos y otras devociones; luego cenaban y se recogían, hasta que se tocaba a maitines a media noche199.

De los tiempos de oración y reflexión, de trabajo, de tomar los alimentos, de silencio y oración mental y descanso individual, tenían mayor importancia las obligaciones de comunidad como la asistencia al oficio divino, a misa, a la sala de labor y al refectorio.

Las horas en que se rezaba la liturgia de las horas variaron en cada monasterio según la orden y disposiciones de los obispos. En La Concepción, hacia 1640, el obispo Palafox les permitió mudar la hora de maitines que era la media noche a la tarde200.

En víspera de Santa María Magdalena, con título de recreación, se cambió Prima a la tarde [...] estando la M. R. M. Francisca de los Ángeles a la media noche en el dormitorio con todas las monjas recogida, oyo que en el coro resonaba música, y haciéndole armonía las voces, porque su comunidad estaba toda descansando y ya los Maitines se habían dicho, con claridad percibía los sonoros ecos, que hacía aquella dulce y suave música conjeturo que por que aquella noche no se dejasen de dar a Dios N. S. las acostumbradas alabanzas (aunque las habían adelantado) vinieron los ángeles a suplir por las monjas [...]201




Además de servir de espacio para que las iluminadas tuvieran revelaciones, el coro bajo también servía como punto de intersección entre la comunidad y la sociedad; el día de la toma de hábito, después de ofrecer a la futura novicia una fiesta y tres días de paseo, la joven se presentaba en la entrada del citado coro...

vestida de raso azul pálido con diamantes, perlas y una corona de flores, (entrando en la reja del coro bajo, le esperaban) veinticinco monjas cubiertas con ropas negras, postradas a cada lado de la novicia, sus rostros humillándose en el suelo y en las manos sendos grandes cirios encendidos, en el centro arrodillada la novicia, vestida aún con el raso azul, su velo blanco de encaje y sus joyas también llevando ella un gran cirio encendido en la mano, la bendijo el obispo y cayó la negra cortina [...]202




Posteriormente se le tomarían los votos solemnes previo cambio de sus ropas seglares. Con esto se expresaba que simbólicamente, la joven ingresaba a la vida claustral. Un documento nos revela estos actos cargados de significados:

Habiendo hecho la novicia la Confesión general, y siendo absuelta de todas aquellas excomuniones y censuras eclesiásticas, de las quales puede ser absuelta [...] y no habiendo impedimento y queriéndola vestir, pondrán la ropa que está preparada para vestirla, delante del altar mayor [...]203




Así después de quitarle la ropa y ser cubierta con un lienzo negro las religiosas la rodeaban entonando un himno. La música, los cantos, el cambio de color y textura de su ropa eran una manera de constatar que la joven «Ya había muerto para el mundo»:

[...] incose ante el obispo y recibió la bendición [...] después ella sola fue abrazando a todos aquellos negros fantasmas (las religiosas de velo negro y coro). Concluido el sermón, sonó de nuevo la música, avanzó (la religiosa) y se detuvo delante de la reja para contemplar por última vez a este pícaro mundo [...]204




Para la toma de hábito y profesión como monja de velo negro o lega, la religiosa debía ser aceptada previamente por la comunidad mediante votación, además de someterse a un examen aplicado por su maestra de novicias con testificación de la prelada y el obispo o un representante. Todos estos preparativos significaban un fuerte desembolso familiar pues además de los parientes, la comunidad de religiosas constituía la parte más interesada en la entrada de la postulante. Así se confeccionaban bocadillos para todas las monjas, costeados por supuesto por los padres de la novicia. Un ejemplo muestra el conjunto de gastos erogados, de manera global, para la serie de festejos por la toma de hábito de una novicia:

Para el escribano, el notario, la contaduría de monjas, el vicario de religiosas, el sacristán del sagrario, el arriero que trajo el colchón de la hacienda para la M. R. M., los chirimiqueros, la rueda de cuetes que se quemó el día de la votación, piso, propinas de las criadas, los que se le dio al cochero para que la paseara tres días, más los mamones, viscochos, vino, guajolotes, gallinas y pollo, 3.5 arrobas de azúcar y cinco reales del cargador que la llevó al convento, en cinco libras de cera labrada del día del examen, una vela escamada (para la toma de hábito), la cena de las religiosas del día del hábito, por lo que se le pagó al sastre que le acomodó a su talle la ropa que saco en los tres días de paseo más lo que se le dio al mismo sastre para que la pusiera en el estado en que estaba cuando se la prestaron, se gastaron aproximadamente $329205.




Como podemos ver, también la ciudad se involucraba en tan solemne acto, añadiendo que cuando la aspirante era una donada de obra pía tenía que participar en procesión pública partiendo de Santo Domingo hasta Catedral. En la calle los cohetes y las chirimías hacían públicas las manifestaciones festivas de la religiosidad conventual.

Los interiores del coro alto se decoraban con altares, retablos, nichos, esculturas, pinturas, y relicarios, siguiendo la normativa del «ajuar eclesiástico»206. Según De la Maza, «parecían otra iglesia en pequeño» el caso de Santa Teresa ilustra esta afirmación:

a mano derecha esta la testera adornada con un altar de un Santo Christo Crucificado que es una imagen de bulto hermosísima y milagrosa, debajo de un valdoquín de tela de china carmesí con guarnición de oro, en lo bajo sobre el altar está en el lado derecho una imagen de Nuestra Señora del Carmen con rostro y manos de marfil [...] los dos lados del choro estan adornados con lienzos y frente a este altar esta la reja que sale a la iglesia [...]207




En algunos casos había relicarios con corazones o entrañas de piadosos obispos que los donaban a sus conventos preferidos. Como ejemplo de ello estaban los corazones de los obispos Diego Escobar y Llamas, Pantaleón Álvarez de Abreu y Manuel Fernández de Santa Cruz, colocados en los coros de los monasterios de La Santísima, de Santa Rosa y de Santa Mónica, respectivamente. El escenario de tan sacro lugar se complementaba con las piletas de agua bendita que estaban incrustadas en los marcos de las puertas de ambos coros, encontrándose en el superior de éstos el órgano, las bancas corridas o los pequeños bancos individuales.

Otra función que se realizaba en el coro bajo era la elección de priora. Para ello se juntaban en capítulo todas las que tenían derecho a votar y a ser electas. Las elecciones se efectuaban con licencia y presencia del obispo o de tres escrutadores «quienes, en sus asientos en las rejas del coro, reciban aquellas cédulas en una caja, y después cuéntenlas, léanlas y luego quémenlas [...] y hallando, que alguna tiene un voto más la mitad, o dos, formara el decreto de la elección...»208. Cada periodo prioral duraba tres años con posibilidades de reelección. Una vez confirmada la votación se realizaba un pequeño festejo con los allegados de las religiosas y sus benefactores.

También en este coro se presentaban rituales por medio de los cuales se hacía patente el significado de un gesto individual inmerso en un contexto colectivo; los decesos, la muerte, o la entrada a la vida, se ligaba por lo común a un ceremonial que recordaba la idea de que nadie podía salvarse solo.

En el interior del monasterio se aplicaban los sacramentos de la penitencia, de la eucaristía y de la extremaunción, actos encaminados a ayudar a la moribunda religiosa, y que, aunque parecían ser estrictamente personales afectaban a la comunidad y a la sociedad entera. El día 12 de junio de 1637 se trasladó el cadáver de la venerable Madre María de Jesús de la sala donde lo habían velado hasta el choro baxo pasándolo por el claustro «hecho el oficio de difuntos fue tal la conmoción no sólo popular de afuera sino de los sujetos de adentro para quitarle las flores, pedazos de hábito, que temiendo el sr. vicario alguna piadosa indesencia [...] mando apresurar el entierro [...] no se le dio sepultura especial sino entre las de la comunidad delante del altar que está en el choro baxo de La Purísima Concepción»209.

El hecho de morir, significó hasta la segunda mitad del siglo XIX, que las difuntas permanecieran en el monasterio. Las criptas o los entierros en los coros bajos proporcionaban el espacio en que las monjas permanecerían indefinidamente210.

El día de la muerte era también un día especial en el cual participaba toda la población conventual además de los representantes regulares o seculares ligados a ella. Las cosas empezarían a cambiar a partir del siglo XVIII. Una breve descripción generada durante el conflicto reformista nos ilustra al respecto:

El 2 de noviembre de 1768 sucedió el primer entierro de una prelada que acontece estando nos presente en esta ciudad de los Ángeles, ordeno que el cuerpo de la dicha prelada difunta se ponga en el coro bajo en lugar alto para que se distinga del modo de disponer de las otras; que al tiempo de darle sepultura puedan entrar además de las personas que llevasen la cruz y los ciriales catorce sacerdotes211.




Este acontecimiento le permitió al obispo Fabián y Fuero emitir un decreto en el que señalaba la forma a seguir en todos los entierros de religiosas en los conventos de su filiación. Dicho decreto contravenía prácticas que se habían llevado a cabo durante siglos, como el hacer procesiones en honor de la difunta por los corredores del claustro y exhibir el cadáver para ser velado por sus familiares en el coro, además de tener la compañía del resto de las monjas hasta los límites del sepulcro; en adelante «las conventuales» esperarían afuera.

Los coros bajos se utilizaban como sepulcros de todas las monjas, así que sus oraciones diarias se elevaban siempre sobre los cadáveres de sus predecesoras. Las que morían eran enterradas en el piso, como en Santa Teresa y La Concepción, poniendo losas sepulcrales para las fundadoras. Después de un tiempo se desenterraban las más antiguas y sus restos se echaban a un osario común, que era un agujero en un rincón del mismo coro. En otros monasterios, en un nivel más profundo del coro bajo se ubicaban las criptas constituidas por una o dos bóvedas subterráneas a las que se desciende por una estrecha escalera, como en Santa Mónica, donde ese espacio quedó definido con una bóveda de arista. En el osario en un extremo del muro, se escribió el nombre de las últimas difuntas. A las criadas y las «niñas» no se las enterraba dentro del convento.

Las normas que debían guardar los sepulcros de los coros recomendaban precarias medidas de sanidad. Para que por «algún tiempo no hiedan ciérrense con una cubierta doble, la cual, sea de piedra sólida, pero de tal modo que entre esa piedra y la cubierta inferior, tosca y sin pulir, se deje algún espacio: la cubierta superior, de piedra pulida al igual que el pavimento de la iglesia, debía unirse aptamente por todos lados de la boca sepulcral, [...] no debiéndose esculpir la cruz ni cosa sacra para que no se manche con la inmundicia y el esputo del polvo o del lodo [...]»212.

Asociado a nexos prolongados de solidaridad y a la no identificación de los umbrales de la nocividad, los sepulcros definían el aire que respiraban las religiosas al estar ellas en contacto directo ya sea en los coros o en la cercanía a otras oficinas colectivas como el chocolatero como en La Santísima Trinidad, donde las monjas se negaban a tomar el chocolate en el refectorio pues:

la pieza que se hizo para chocolatero está frente al coro bajo y que esta tan bien dispuesto y tan cómodo y con todos sus necesarios para tal fin, que les agrada muchisimo a todas las religiosas porque sin estrabio ninguno luego que salen de la Prima ban allí213.




Saliendo de los coros altos o bajos se encontraba el chocolatero, espacio que se vinculaba a la vida privada de las religiosas; en Santa Teresa se le denominó antecoro a la «sala donde se juntan las religiosas dos veses cada día a tener la recreación que manda la sagrada constitución»214.

Como lugar cerrado de recreación y convivencia también fue objeto de duras críticas por parte de los reformistas. El chocolate afianzó su consumo dentro de los conventos de calzadas y recoletas porque frente a la dura observancia de las reglas, representó el momento de sociabilidad entre una actividad y otra. Así, quedó contemplado su consumo, en Santa Rosa, el fundador ordenó que:

Por quanto para el trabajo y necesidad del cuerpo es necesario tengan algún alivio para que puedan llevar los trabajos del espíritu: dispongo que la Priora muela y tenga chocolate para la comunidad, el qual se les de por la mañana y por la tarde a la hora que en diario se dispone215.




En algunos casos se encargó de este menester a las legas, en otros se encargaban de su molienda las mozas de las religiosas o de la comunidad; como decía sor Anna María de los Dolores, «aca nunca an entrado molenderas, porque las mismas mozas lo an molido siempre como desde ahora sera»216. Pero en otros, al igual que todas las actividades ligadas con el trabajo de comunidad, también el moler chocolate fue una actividad en la que participaron todas y cada una de las religiosas, la priora de Santa Rosa

nombraba por semana una de las religiosas, siguiéndose todas a cuyo cargo estaba hasser el chocolate para todas, sin que en él hubiera esepcion para alguna, la priora indicaba cuales eran las que habían de seguir este oficio. Además de tener a su cargo el cuidar los instrumentos para lo necesario para que ninguna los tuviera en particular217.

En la medida en que se asoció el consumo del chocolate con una práctica recreativa colectiva, se señaló su prohibición en los días de «guardar»:

Terminadas las horas de silencio de doce a dos de la tarde, se tocaba a Vísperas, a donde asistían todas las religiosas y hecha la señal por la Priora iban en comunidad al refectorio a beber chocolate en la misma forma que por las mañanas el domingo, acabadas las Vísperas y dicha la segunda parte del Rosario la pasaban a beber chocolate y terminando esta iban a Sala de Laboro a la huerta para recreación, según le pareciere a la priora donde estaban hasta las cinco. Los días que no eran de fiesta se retiraban a sus celdas a las cuatro. Jueves, viernes y Sábado Santos no se servía chocolate a ninguna religiosa, tampoco se asistía al torno, portería o contaduría218.

Aunque siempre estuvo contemplada la prohibición de compartir el chocolate con la gente del exterior, ésta fue una práctica común y en las rejas de los locutorios, la invitación al chocolate monjil fue una costumbre social reconocida.

Por estas razones se argumentó la existencia del chocolatero en la planta alta, inmediato al coro, cerca de la enfermería como en San Jerónimo:

en la tarde por estar el chocolatero inmediato al coro y juntamente estar en la parte alta con la comodidad de que aun las enfermas que estan en pie van al dicho chocolatero a tomar su chocolate, estando todo dispuesto para la hora en que cada una lo quiere tomar, si a su Ilma. le parese bien que se quede todo en este mismo orden [...]219




Tomar chocolate en los conventos fue una práctica cotidiana, que se incorporó a la dieta de las religiosas y llegó a tener un espacio definido en todos los monasterios de Puebla con excepción de los descalzos de Santa Teresa y La Soledad. Con la aplicación de las reformas de Fabián y Fuero, se pretendió eliminar el espacio, y con él la comunicación amena que en él se propiciaba, ordenando a las calzadas que en adelante se tomara el chocolate en el refectorio; al parecer por las múltiples cartas de rechazo enviadas al obispo, no se modificó ni su función ni su ubicación. Esto lo muestra el siguiente documento:

[...] confiadas en su paternal amor y grande benignidad de V. S. Ylma. todas le hace presente sin embargo de estar siempre prontas para solo executar en todo lo que fuere de su superior agrado que si es posible las escuse de tomar los chocolates en el refectorio permitiendo que lo hagan en la pieza que antes se había destinado para chocolatero pues a mas de que esta es menos fría esta mas inmediata al coro alto y baxo de donde suelen salir con necesidad de descansar ynmediatamente o de tomar alguna refección220.




Éste fue uno de los pocos espacios que el obispo reformista no pudo cambiar. El chocolate se siguió tomado en los conventos de mujeres después de asistir al coro. El caso señalado es un indicador del arraigo de una costumbre y de un modelo de sociabilidad colectiva y privada.

Los coros muestran la primera división entre la vida pública y la vida privada del convento. A través de sus rejas se hacía patente para la sociedad el ingreso de las novicias a la familia conventual o las elecciones de preladas, y a su vez, tal estructura férrea limitaba el contacto de ésta con el monasterio, lo que es muestra de una separación y a la vez de una articulación. En los coros se manifestaba la religiosidad comunitaria durante la misa y el rezo del oficio divino, además de ser el espacio por excelencia de la oración mental individual. Finalmente, en los coros bajos se prolongaban, mediante el enterramiento de las religiosas, los vínculos de su vida cotidiana.






Las reglas monásticas y la vida cotidiana

El estudio de los espacios y sus funciones nos proporciona algunos de los elementos necesarios para precisar el significado de los conceptos colectivo y privado en la conformación de la vida cotidiana conventual. Podemos diferenciar cuatro grandes áreas dentro de los espacios monásticos femeninos: el área de trabajo propiamente dicho, que comprendía el gran claustro, la cocina y sus oficinas, el horno, la panadería, el refectorio y sus anexos. Integrando parte del área de limpieza estarían los lavaderos, las zotehuelas y la ropería, además de considerar dentro de esta zona un área semiprivada que incluía la enfermería, la droguería, la peluquería, los placeres y los comunes.

La zona de comunicación externa estaba constituida por los locutorios, el torno y las porterías o rejas, secciones de sociabilidad pública controlada. Este punto será analizado en relación con el seguimiento del voto de castidad.

En relación directa con el uso de los espacios de convivencia de la comunidad de calzadas, estuvo el acato al voto de obediencia, punto de particular importancia durante el conflicto reformista. Además de los coros y el chocolatero, se debían utilizar colectivamente la sala de capítulo, la de labor y el refectorio, pasando por la sala de profundis.

Las variantes interpretativas de la pobreza comunitaria e individual en los conventos calzados nos permitieron conocer además de algunos aspectos de la administración conventual, el área privada del monasterio que se integraba con los dormitorios alineados en los cuatro costados superiores del claustro de profesas, además de las celdas de las supernumerarias y de las niñas, conformando claustros secundarios.

La función de algunas de estas áreas fue modificada por las reformas conventuales en diferente medida. En ciertos casos se señaló su utilidad distribuyéndose en ellos el trabajo comunitario. En otros, se modificaron las actividades para las que servía el espacio y, finalmente, otras áreas completas desaparecieron. Se materializó de esta manera un cambio en el modelo monástico y un nuevo discurso religioso. Para analizar estas transformaciones estudiaremos primero las características espaciales más generales del conjunto monástico y las áreas de trabajo colectivo. Una descripción espacial más particular se hará a partir de la asociación entre los espacios y actividades de acuerdo con los votos monásticos.

El gran claustro fue el centro mismo de la convivencia interna de las religiosas y de sus sirvientas. Para el inicial funcionamiento de un convento se concebía la existencia de dos claustros, el de profesas y el de novicias. El de profesas estaba junto a la iglesia. Estructuralmente se configuró mediante cuatro portales de arcadas, que en la mayoría de los casos tenían una techumbre simple, con vigas y madera a manera de tejamanil; excepcionalmente los hubo con bóvedas como en Santa Teresa.

En la planta baja del patio se localizaban las oficinas colectivas como cocinas, refectorios, enfermerías, salas de labor, provisoria, huertas, etcétera. En la parte superior se delimitaba el claustro mediante las ventanas de las celdas o dormitorios, mismas que a su vez desembocaban en pasillos de tránsito colectivo. También la ropería se encontraba, en algunos casos, en los segundos pisos.

El claustro de novicias, con duplicidad de funciones con el de profesas, ocupaba un lugar especial dentro de los monasterios. En él se enseñaba a las novicias la vida, las normas y cotidianidad de las religiosas de manera independiente; se mantenía separado por razones muy estrictas señaladas por las reglas y constituciones monásticas: «muy lejos de la concurrencia de las demás monjas, estará el gineceo de las novicias donde la maestra de novicias tendrá especial cuidado en hacer olvidar a las jóvenes la vida del siglo del cual vino la novicia huyendo a la religión»221. Estaba construido este patio muy a semejanza del claustro general pero su acceso era restringido. El noviciado tenía sus propios dormitorios; en Santa Rosa, por ejemplo, «tenía cinco celdas de admirable proporción, y muy para el intento de las novicias con sus ventanas a la huerta [...] en cuyos bajos quedaron oficinas muy primorosas para el alivio de las novicias»222.

Las jóvenes aspirantes a monjas tenían horarios diferentes y prácticas y convivencia en ocasiones coincidentes y en otras distintas del resto de las monjas profesas.

El acceso al claustro de profesas desde el noviciado se hacía mediante una escalera portátil de madera que se adosaba a otra construida de mampostería en la pared a la altura media del muro. El objeto de dificultar el acceso se justificaba por la restricción de comunicación que debía existir entre uno y otro patio. Sólo la maestra de novicias estaba autorizada para abrirla y ejecutar el tránsito ritual de una novicia a la zona de profesas. Ejemplos de ellos eran los noviciados de La Concepción y de San Jerónimo.

A diferencia del claustro principal la planta alta del noviciado tenía un lugar destinado para la escuela de las jóvenes y una doble celda especial para la maestra. Arquitectónicamente este patio se distribuía en tres partes: un atrio con su hornillo, despensa, corral con pozo y un pequeño pórtico, una leñera y dos cubículos inferiores. Anexas se encontraban la cocina, las letrinas y las otras oficinas necesarias para el mantenimiento del colectivo. En la parte superior se encontraba el «atrio del sueño»223.

A las sirvientas y las esclavas se les asignó también una sección del espacio conventual. En algunos casos, ellas tuvieron sus propios patios traseros, letrinas, enfermerías, pozos y leñeras. En otras situaciones se les ubicaba cerca de ciertas oficinas de tal manera que convivían en el día en los mismos sitios que las religiosas al estar integradas sus funciones; por ejemplo, cuando un dormitorio colectivo se encontraba cerca de donde eran necesarios sus servicios como en las enfermerías, donde estaban siempre al cuidado de la maestra de mozas.

El crecimiento edilicio de los conventos estuvo condicionado por la existencia de monjas supernumerarias y niñas. La adecuación de espacios que originalmente se habían asignado para huertas se convirtieron en nuevos patios. Estos mantenían las normas constructivas de los originales, arcos, pasillos, bóvedas, pisos enlajados y fuentes, todo ello para comunicar las celdas individuales de manera orgánica; también carecían de oficinas colectivas, las cuales estaban concentradas en los claustros principales.

Varios eran los patios de cada monasterio. En La Concepción se describen cuatro, entre los cuales encontramos el de «san Diego» y el de las «abadesas» y en Santa Inés el «del Refugio». En algunos casos estuvieron enlosados, otros reflejaron la fascinación por el espacio oxigenado al estar adornados por jardines, como en Santa Mónica, Santa Teresa, La Soledad y Santa Rosa. Las huertas en ocasiones funcionaban como los patios a los que se añadían ermitas como en Santa Teresa donde:

al entrar en la huerta a mano derecha, se pasa por una calzadilla enlajada a una ermita de bóveda con su pórtico y sobre la una torrecita con dos campanas [...] en el pórtico esta un lienzo de los Sinco Señores [...] lo demás de la ermita está adornado con lienzos muy devotos. A mano izquierda está la otra ermita [...] a estas dos ermitas se retiran en sus tiempos las religiosas con licencia de la Prelada para tener ejercicios espirituales, oyendo misa en la tribuna del altar mayor y subiendo a dormir a sus celdas224.




Durante el periodo de nuestro estudio, las nociones sobre la vida individual y colectiva conventual fueron fluctuantes. Esto se debió entre otras razones al hecho de que la relación entre el tiempo y las actividades determinaba un uso variable de los espacios. Así el claustro, que durante el día era el lugar de labor y convivencia, al anochecer se convertía en un lugar de oración durante las procesiones y las fiestas; las provinciales y las dobles.

De acuerdo con el calendario litúrgico, se contaba un total de 27 diferentes fiestas añadiéndose los domingos y las celebraciones del patrono de cada monasterio. También se consideraban días de fiesta el del patrono de la ciudad, San Miguel Arcángel el 29 de septiembre y La Purísima Concepción de María, el 8 de diciembre225 . (Véase cuadro 5.)

Aunque el rito de las fiestas variaba de acuerdo con su importancia y solemnidad, las que iban acompañadas de procesiones se iniciaban en el coro alto y una vez en el claustro empezaba propiamente el recorrido:

[...] iniciandolo una religiosa que rija y ordene la procesion, principalmente cuando se comienza, ordenando a las monjas de manera que siempre vayan iguales, primeramente ira una monja con el aceite y el agua bendita y baila echandola con el hisopo por el claustro y después bailan otras de dos cirios encendidos, después la sacristana con la cruz descubierta, buelta la imagen del crucifixo a las monjas [...] Y después de la cruz bailan las monjas cantando de dos en dos [...] al fin de todas baila la Madre Priora226.




Este espacio también estuvo fuertemente ligado a la identificación colectiva, pues servía de marco para los días tristes de la comunidad. Al presentarse un caso de gravedad o agonía, la monja que acompañaba a la enferma tocaba unas «tablas a gran prisa por el claustro y las agonías con la campana acostumbrada». Si la religiosa falleciere se colocaba el cuerpo en algún lugar del claustro en las andas, vestida la saya y el escapulario y puesto el manto sobre la cabeza [...] A manera de despedida las religiosas efectuaban una procesión hasta llegar a donde se encontraba el cuerpo de la monja difunta adornado con flores, llevándolo en andas hasta el coro bajo donde se seguiría el ceremonial acostumbrado. Con este tipo de entierros se prolongaba la pertenencia de la difunta al convento que la reconocía y le hacía manifiesta su integración a la comunidad, asociándola al espacio doméstico.

Varios fueron los puntos de la convivencia colectiva que se modificaron por las disposiciones diocesanas de Fabián y Fuero. Sobre los entierros dictó ciertas disposiciones que tendían a terminar con el acto colectivo de despedida de la religiosa. Para evitar la procesión se ordenó:

Que el cuerpo de la difunta se ponga en el coro bajo, [...] y sin sacar del coro el cuerpo de la difunta prelada para llevarlo por el claustro, ni por otra parte del convento, se le cante solemnemente en la capilla que estará en la parte de afuera de la rexa de dicho coro [...]227




Cuadro 5

Las fiestas provinciales y dobles, así como procesiones al interior del convento de San Jerónimo en 1700

Nominación

Fecha procesión

Observaciones

San Andrés Apóstol

30 noviembre

Natividad Ntro. Señor

25 diciembre

La Circuncisión

1 enero

La Epifanía

6 enero

La Purificación de Nuestra Señora

**

San Benito Abad

21 marzo

La Anunciación de Nuestra Señora

25 marzo

La resurrección del Señor

**

Santa Catalina Mártir

30 abril

**

San Juan Bautista

15 mayo

**

San Pedro y San Pablo

29 junio

**

Santa Martha

29 julio

**

Santiago Apóstol

25 julio

**

San Lorenzo Mártir

5 septiembre

La Asunción de Nuestra Señora

15 agosto

**

Dedicación de la Iglesia

19 agosto

**

San Bartholomé Apóstol

24 agosto

La Natividad de Nuestra Señora

8 septiembre

**

*San Jerónimo

30 septiembre

**

San Lucas Evangelista

18 octubre

Las once mil vírgenes

**

Todos Santos

1 noviembre

Fiestas móviles

Domingo de Ramos

marzo-abril

**

Pascua de Espíritu Santo

marzo-abril

La Ascensión

mayo

La Santísima Trinidad

Pentecostés

mayo-junio

**

Corpus Christi

mayo-junio

**

Encarnación

**

*Fiesta variable según el patrón de cada monasterio

**La columna de las observaciones se refiere a la celebración obligatoria dentro del convento de San Jerónimo. Las otras fiestas eran opcionales.

FUENTE: Ceremonial, c. 1700, capítulo 10, s/f.

Acompletaba su argumento, el obispo reformista, señalando el continuo tránsito por los claustros y la consecuente infracción de la clausura por la entrada de personas ajenas ordenando que «no se ande en la clausura más que el tiempo necesario y solamente por las partes precisas» con el fin de evitar el provocar «repetidas y gravísimas excomuniones»228.

Los patios constituyeron los centros articuladores de todo el conjunto conventual. En su planta baja se desarrollaron dos tipos de actividades, las de sociabilidad y las de trabajo colectivo. Las plantas altas estaban reservadas para las actividades de la vida privada.


Plano 10. Plano arquitectónico de Santa Rosa (planta baja)

1. Huerta

2. Sala de Recreación

3. Segundo Refectorio

4. Cocina

5. Patio de servicio

6. Despensas

7. Sala de Profundis

8. Refectorio

9. Claustro

10. Bodega

11. Sala de sacerdotes

12. Portería

13. Coro bajo

14. Locutorio y Sacristía

15. Confesionarios


Plano arquitectónico de Santa Rosa (planta alta)

16. Enfermerías

17. Botica

18. Capilla de la enfermería

19. Celdas de enfermas

20. Sala capitular

21. Noviciado

22. Celdas de profesas

23. Celda de la priora

24 y 26. Capillas

25. Tribuna

27. Entrada al Coro alto

28. Sala de Domina

29. Ropería

30. Coro Alto


«El gran claustro»

El punto alrededor del cual se organizó el trabajo de la comunidad fueron las fuentes de agua situadas en el centro del patio. Éstas fueron bellamente diseñadas y formaban parte del mismo conjunto conventual desde los primeros tiempos. Basta recordar que, en el testamento de la fundadora de Santa Catalina de Sena en 1568, se menciona que una de las primeras dotes que recibió, sería dedicada a la construcción de la fuente del claustro principal. La existencia de estos recipientes aseguraba la privacía de la vida monástica al evitar la circulación de los aguadores en el interior de los monasterios. De piedra labrada y con diferentes formas, embellecían los espacios abiertos, como los de La Concepción, Santa Rosa o Santa Mónica. En Santa Teresa,

en el claustro que llaman de gracias [...] es todo en sus cuatro angulos de boveda, que está arrimado al costado de la iglesia, todo alrededor con pretiles de pilar a pilar y en el medio enladrillado con un naranjo en cada una de las quatro esquinas, y en el centro una pila de azulejos con su taza de cantería, todos los quatro angulos estan adornados con lienzos [...]229




En torno a la ubicación de las pilas de agua, se distribuyeron las áreas de trabajo de la comunidad como cocinas, hornos, panadería, almacenes, refectorios y aguamaniles. Por otro lado, se encontraban los lavaderos, las zotehuelas, los asoleaderos y las roperías. En estos espacios por lo regular desempeñaban su trabajo las hermanas legas. Ellas se encargaban de los oficios más pesados referentes al mantenimiento colectivo del convento; despertar a la comunidad y tocar para los actos conventuales. En el coro, bajar los fuelles del órgano diariamente de las misas, y cuidar su aseo cotidiano; por la noche, cerrar todas las puertas interiores y abrirlas por la mañana además de barrer todo el convento, así como suplir en todos los demás oficios a las ofícialas cuando estuvieran enfermas.

De manera particular «las leguitas» se hicieron cargo de la cocina que como norma práctica se encontraba siempre unida al refectorio donde sobre un torno pasaban los alimentos. La estructura «coquinaria» comprendía, además, otros lugares como piezas para hacer la medición, la despensa, el lavadero de trastes y un corral con pozo «separado de todos los demás lugares» de donde se sacaba agua, con cubos lígneos manejables. En algunos casos se adaptaron canales de plomo o de piedra por los cuales se conducía el agua hasta el lugar donde se lavaba.

El modelo anterior descrito por Borromeo posiblemente no estaba muy alejado de la realidad, pues encontramos en los monasterios poblanos espacios diferenciados para despensa y medición, así como para el consumo del agua de pozo. Los documentos nos muestran las tendencias que respecto a la higiene estuvieron asociadas con el uso del agua y el oficio de las monjas que tenían acceso directo a ella. Fabián y Fuero también ordenó la disposición del área coquinaria, que en adelante sería:

[...] La cocina se fabricará inmediata a el refectorio con cuantas prevenciones sean necesarias para que las que hayan de trabajar en ella tengan alivio. Se les haran alacenas embebidas en la pared y fogones u ornillas para que puedan guisar [...] Se procura encañar el agua limpia comente en la proporcion que no perjudique a la oficina y que la misma agua no limpia conque dicha oficina se sirviere, tenga su desague y conductos para que con comodidad la puedan tener siempre aseada las sirvientas y a fin de que todo quede según la idea de nuestra paternal afección [...]230




Fue en los monasterios, al igual que en los hospitales, en donde se hicieron patentes tendencias higienistas que revelaban cierto grado de avance en cuanto al reconocimiento de la mugre como factor de enfermedad. Esto condicionó el diseño de las cocinas techadas con abovedamientos, el ejemplo más bello es el de Santa Rosa. El objetivo de estas técnicas constructivas fue permitir la circulación del aire, evitando por medio de su altura la acumulación de aire caliente y húmedo. En ese convento, por ejemplo, las bóvedas de la cocina permitían que saliera el humo de los braseros, amén de que por sus altas ventanas se iluminaba sobradamente.

Complementariamente se recubrieron de azulejos todos los sitios por donde corría el agua con el objeto de repeler cualquier humedad en las paredes. Esto muestra la importante relación entre las precarias nociones que sobre la higiene se tenían en la época. El rechazo a la impregnación miasmática de los muros llegó a colocar el olor del agua sucia de la cocina en la cima de la escala de las pestilencias. Además de la cañería diferenciada, se diseñaron ventanillas azulejeadas por donde se pasaba el alimento, para evitar que se ensuciara el resto de las paredes en caso de derramarse algún «caldo».

En algunos conventos y particularmente al principio de su existencia, todas las religiosas participaban periódicamente del trabajo colectivo de la cocina, como en el caso de Santa Rosa, en donde por constitución carecían de sirvientas:

[...] cada una de las religiosas entraba a exercerlo [el oficio de cocinera] por semanas, hasta las niñas, como también a moler maíz, semilla de la tierra para disponer la bebida para la colación en las horas que les quedaban libres para sus costuras, solía la prelada ocuparles el tiempo en limpiar semillas, que limpiaban junto en acarrear agua del pozo para todo lo necesario: en que padecieron mucho por que solo para beber se les tenía dulce (agua) de las fuentes de la ciudad231.




El número de legas en el oficio de la cocina dependía del tamaño del monasterio, las hermanas legas como encargadas de la preparación de la comida, debían saber de un día para otro lo que la madre sor Ysabel María de Santa Theresa, la procuradora de Santa Rosa, disponía para dar de comer y cenar a la comunidad, y si se necesitase algún extraordinario como arroz para las fiestas, lo limpiaban un día antes para que les quedara la mañana desocupada y pudieran ir a misa; «siempre debían procurar oirla cada día y luego entender de aderezar la comida con toda la buena gracia y zason que pudieren»232.

Su oficio presuponía una actitud de servicio pues estaban obligadas a «responder a todas las religiosas, con paciencia y humildad dándoles o guisandoles como les diere gusto y ellas pudieren, con especial cuidado a las enfermas o flacas que comen de muy mala gana y si era necesario que tuvieran que hacer salsa, especias, legumbres y cosas tales, la madre procuradora les proveía de lo necesario. Y si por ventura se hubiere de aderezar la comida de las enfermas en la cocina del convento por no haber en la enfermería, debían procurar de aderezar a tiempo, lo que el médico mandaba que comieran las enfermas, que fuera con su buena gracia, tan bien guisado que les dé gana de comer a las que la tienen perdida»233. Además, a ellas correspondía juntar para los pobres todo lo que hubiese sobrado de la cocina, de la enfermería y despensa234 .

A sor Francisca María de San Joseph235 , a sor María Clara de la Concepción236 , y a Francisca de los Dolores, correspondió el oficio de depositarias en La Concepción en 1769, para ocuparse del abasto del monasterio. Poseía cada una su llave del arca o cofre del depósito y cuando era necesario abrir el arca siempre acudían juntas. Además de llevar la contabilidad externa del convento, se encargaban al fin de cada mes a tomar razón del gasto y del recibo de la despensa, de manera que su mayor preocupación era el equilibrio entre lo gastado con la renta «pues a las religiosas no les va bien mendigar como a los frayles»237.

Las depositarias entregaban periódicamente a las provisoras o procuradoras las cosas necesarias para el gasto diario del monasterio, recibían y guardaban los insumos para distribuirlos como la priora disponía. También se encargaban de vender las cosas de las cuales el convento no tenía necesidad, procurando que ninguna cosa «se corrompa, pudra ni dañe». A sor Josepha de la Santísima Trinidad238, en 1769 le correspondió, como procuradora, acudir a la cocina, una y muchas veces, para ver lo que se aderezaba para la comida de las religiosas; y cuando era hora de comer, mandaba a la refitolera que viera lo que faltaba y cómo se repartía.

Luego entraba a comer o esperaba a la segunda mesa. Cuando por alguna fiesta o procesión les traían de fuera algunas cosas como pasteles o regalos, ella los cubría «de los ojos de los seglares para que no lo vieran, ni se escandalizaran». Finalmente, rendían cuentas a sor Phelipa de la Santísima Trinidad239 , la priora, al cabo de cada mes, en presencia de las madres depositarias.

Sor Ygnacia María de San Cayetano y sor María Anna de Santo Domingo, las depositarias de La Santísima, se auxiliaban de las religiosas llamadas silleras. El nombre de su oficio provenía de la pieza en donde se guardaban las provisiones como trigo, la harina y la cebada, además del vino, vinagre, aceite, miel, garbanzos y habas. Ellas se encargaban del aseo y la limpieza de esta pieza, además de cuidar de que fuese buena y segura, que estuviera enjuta y sin humedad y cerrados los agujeros. Sus ventanas, además de rejas, solían tener sus redes para que los pájaros no pudieran entrar. Contaban los graneros, además, con sus gateras, hechas en las puertas para que los gatos pudieran entrar y salir para ahuyentar a los roedores.

Existían de hecho varios tipos de despensa, además de los arriba descritos. En otras piezas diseñadas exprofeso se guardaban los alimentos, frutas, legumbres, hortalizas y productos de la huerta y en general las cosas que atañen a las provisiones alimentarias. Su estructura la definían como un lugar cerrado con cal y canto, con acabados de estuco o yeso. En su interior había cajas, cestas, canastillos y toda clase de alacenas separadas por casillas, doble cerrojo y diferentes llaves para el control de la madre provisora240.

Las silleras se distribuían el trabajo para el cuidado del trigo, vino y frutas. Las encargadas del cereal llevaban la contabilidad en un libro para asentar las cantidades de trigo y cebada que recibían para calcular el gasto ordinario. Debían procurar no ser engañadas, mirando con cuidado si el trigo o cebada viniere sano o mojado. Si no fuere así, no debían recibirlo o bien ponerlo en otra parte para que no dañara al otro. Se esmeraban en tener el granero y las tinajas limpias y vacías o algún troje donde pudiesen tener la provisión de la harina, que cuanto más añeja tanto mejor era para el pan y ocasionaba menor gasto. Ellas también rendían cuentas anuales a la priora.

Las encargadas del vino debían procurar saber lo que primero se debía gastar según consejo «de las personas que de esto saben» y lo que se podía beber con más o menos agua, además de revisar cada día el estado de las candioras o tinajas del vino para ver si estaban sanas o rezumando. Se preocupaban por tener las vasijas muy limpias y las bocas de los recipientes también, teniendo sus cedacillos para limpiarlas al igual que la bodega, la que regaban en el verano, además de abrir y cerrar las ventanas a su debido tiempo según corrieren los aires para beneficiar la conservación del licor.

Las religiosas que cuidaban de las frutas y las hortalizas tenían siempre en cuenta que se consumieran a tiempo para que «estas no se corrompieran, ni pudrieran, avisando a la prelada para que las mandara gastar antes de que se perdieran». Al igual que las procuradoras, refitoleras y enfermeras, se les mandaba que todo lo que sobraba de sus oficios y de lo que dejaban las religiosas lo juntaran para dar a los pobres.

Anexo a la despensa o al granero se encontraba el horno241, que consistía en una estructura provista al nivel de la cintura de una pequeña entrada a una bóveda de platillo sumamente baja. En la boca del horno existía un agujero por el cual los carbones candentes o todo el carbón era bajado a la fosa construida bajo la bóveda. Por la parte superior, existía un pequeño vaporario. Cerca estaba el harinero y un lugar para guardar las balanzas, los harneros, las cribas y los demás instrumentos. El horno se localizaba en una esquina del claustro, contiguo a un pequeño patio el amasijo, un pozo y el granero. Su ubicación estaba contemplada lejos de los dormitorios y del guardarropa para evitar peligro de incendio.

Al igual que los trabajos de las cocinas, la labor en la panadería se consideraba de las más humildes. Al inicio de la vida de un monasterio, cuando las reglas aún eran observadas con rigor, todas las religiosas realizaban este tipo de tareas en el cuarto de los amasijos. En La Purísima Concepción:

La venerable madre Geronima de los Ángeles que era hija legítima de un hermano del Ilmo. obispo Diego Romano describen que era tan rigurosa la observancia que ni en un apise le faltaba a la regular disciplina, verdad que se manifiesta bien en nuestra Geronima de los Ángeles pues sin valerse de los fueros de su edad tierna ni de las esepciones de ser sobrina de un Sr. Obispo [...] exercitaban a este ángel aún más que en el nombre de las costumbres en los ministerios más penosos, que se ofrecían ocupándola en cernir la harina para el pan, en moler y labar, cargas que exercitaba nuestra Geronima sin que la obligase la obediencia242.




Si en algunos monasterios fue causa de asombro que las religiosas de velo negro laboraran en la panadería, en otros como las recoletas de Santa Rosa, constituyó una labor en la que participó toda la comunidad pues:

comían las religiosas el pan con el sudor de su rostro, amasado a las mil maravillas de sus propias manos de azusenas a costa de sus fuerzas, remoliendo en metates o piedras el salvado para bolberlo a cernir y sacar un pan propiamente de flores243.




Anexos a la zona coquinaria se encontraban los refectorios que eran los comedores colectivos. Su atención, cuidado y funcionamiento estaban encomendados a una religiosa de velo negro, «la madre refitolera» y a su cargo estaban en primera instancia las jóvenes menos antiguas, que para festejar su primer oficio después de profesas, compraban todos los trastes necesarios para el periodo en el que desempeñaban el cargo; jarros, vidrios, tinajas, lebrillos y paños de manos y saleros que se guardaban en una pieza anexa. Junto se encontraban los lavaderos de los trastes de la cocina y de la ropa del comedor y las piezas para guardar el carbón, leña y loza.

A la hora de tomar los alimentos, juntas todas las religiosas decían la oración de fidelium en la sala de profundis, y terminada ésta, entraban al refectorio como lo disponía la constitución244. Una descripción de lo que era el refectorio se encuentra en el caso de Santa Teresa:

era una pieza capaz, y decente, quanto devota y religiosa, con bastante luz para la claridad que necesitaba por dos ventanas grandes, que caen al mismo patio [...] entre las quales se divisa un nicho con un pequeño estante de los libros, que se leen mientras comen, y arriba un Niño Jesús Nazareno de bulto; siguese luego la ventanilla por donde se recibe la comida y enfrente un aposento pequeño donde están las cruzes, coronas de espinas, mordazas y sacos de penitencia, con otros instrumentos de mortificación de que usa la sagrada descalces carmelitana para las penitencias ordinarias y extraordinarias, enfrente de las ventanas está el púlpito donde se lee y sigue la puerta grande, que sale al claustro, por la qual sale la comunidad después de comer con el Psalmo del tiempo para concluir las gracias en el coro bajo245.

Normativamente la estructura arquitectónica de este comedor señalaba como importantes características amplitud, funcionalidad y comodidad tales que permitieran la asistencia de todas las religiosas para este relevante acto colectivo. La decoración de sus muros consistía en pinturas sacras «pía y decorosamente pintadas» diferenciándose los lugares de la prelada y de la hebdomadaria246.

En el refectorio se expresaba, al compartir los alimentos, la unión comunitaria. Esta fraternidad necesitaba de normas de civilidad elementales que permitieran la convivencia durante muchos años. La fiel observancia de las constituciones, donde se ordenaba cuidadosamente cómo mirar, cómo sentarse y cómo comer, la favorecían. Se indicó con especial empeño que «justo las que viven bajo una misma regla y hacen una misma profesión sean uniformes en la observancia de la religión, mostrando la uniformidad de sus corazones en la conformidad de las ceremonias»247 .

Era muy importante partir de ese precepto, ya que vivir en comunidad implicaba el cumplimiento de deberes y obligaciones individuales y colectivas organizadas jerárquicamente. Entrar, salir y comer en el refectorio se hacía en un orden que sólo podía ser alterado ocasionalmente.

Las prácticas alimentarias estuvieron normadas de manera general por las constituciones y de manera particular por las reglas de la orden a la que pertenecía cada monasterio. En Santa Teresa, por ejemplo, a diferencia de otros monasterios, por lo regular no se usaban manteles largos, porque a cada religiosa y «lo mesmo a las preladas, se le ponía una servilleta grande tendida la mitad sobre la mesa, y sobre ella otra servilleta doblada, el pan, el cuchillo y cuchara de palo, cubierto todo con la otra mitad de la servilleta para el aseo, entre cada dos asientos se ponía un salero de barro y un jarro con agua»248 .

La normatividad colectiva se desplazaba constantemente al ámbito individual, tanto en el oficio que se desempeñaba como en los rituales conventuales. En Santa Catalina, a la hora de la primera mesa, la refitolera, además de cuidar que las mesas estuviesen limpias y aderezadas con el pan, el agua, la sal y las vinagreras, vigilaba con especial cuidado que las servilletas «encarrujadas» y marcadas correspondiesen a cada religiosa.

Tomar los alimentos en comunidad fue una práctica permanente y nominalmente obligatoria en los conventos de monjas249 . Cuando fueron fundados, el comer colectivamente, fue parte de la cotidianidad para calzadas y descalzas. La venerable madre María de Jesús, aun estando enferma, cuidaba de cumplir con este punto de la regla:

En una ocasion que la M. María de la Concepción era refitolera, entro como siempre nuestra Venerable Madre tan puntualmente que se afligió la refitolera, por que juzgo, iba a notar si estaba mal o bien prevenido el refectorio; más aun sin desirle nada: y entonces la satisfizo la V. M. disiendole: Madre Concepción no le haga novedad el verme venir antes de tiempo que como ando con dificultad por enferma, me prevengo para poder comer con mis hermanas250.




Las jerarquías que se debían guardar al comer fueron cuidadosamente descritas en las constituciones; elementos civilizatorios que se reflejaron hasta en el orden en que debía recogerse la mesa. En el caso de las dominicas, por ejemplo, siempre se comenzaba desde el lugar ocupado por la madre priora hasta llegar a las más jóvenes251.

La estancia en el refectorio estaba totalmente regulada, no sólo por el orden de tomar asiento o de recoger los platos. Suponía, sobre todo, el aprendizaje de un determinado comportamiento individual. Por ejemplo entre las dominicas se indicaba que mientras se servía, las religiosas debían evitar tener «los ojos derramados y levantados por las mesas ni miraran con curiosidad unas a otras ni atendieran a lo que les ponían a las otras, sino que teniendo cada una los ojos baxos, honestos y humildes y estando atentas a la lección solo miraran lo que les ponen por delante»252.

Esto formaba parte del conjunto de gestos corporales sinónimos de la urbanidad individual propia de grupos que trataban de identificarse a través de sus actos públicos como al «beber agua tomando el vaso con ambas manos, tomar la sal del salero con la punta del cuchillo y no con los dedos o evitar limpiara el cuchillo en los manteles sin que primero lo haya limpiado en un poco de pan»253.

Varios aspectos fueron observados por el obispo reformista respecto a la cotidianidad de tomar los alimentos en los conventos de calzadas. Dado que la entrada a los comedores era angosta, se hacía indispensable formarse en el interín en el claustro254. Expresó en sus memoriales a las religiosas su preocupación por la observancia de un orden más estricto quejándose de que:

[...] a la entrada al refectorio en todos los conventos esta muy fea por que se juntan en los claustros en que se pierde el tiempo inútilmente mientras se junta la comunidad. (Propuso que), desde el coro salgan las religiosas resando Salmos de Profundis hasta estar en sus lugares en el refectorio255.




Especial atención puso Fabián y Fuero en este tipo de prácticas en las que la interacción colectiva era manifiesta y sobre todo en las que lo colectivo y lo privado se mezclaban en una cotidianidad poco regulada. En el camino hacia el refectorio, otro aspecto relacionado con la convivencia colectiva fue el área de aseo. Aunque normativamente, en las construcciones conventuales debían contemplar su diseño256, los documentos muestran las diferentes interpretaciones respecto a esta práctica.

En el refectorio de La Concepción, la hermana Leonor Francisca de la Concepción257, la refitolera se encargaba de tener agua en el lavatorio o en los aguamaniles, para que las religiosas al entrar al refectorio se lavaran las manos antes o después de comer, teniendo sus toallas cada día limpias para que se las secaran. Una variante del mismo caso se presentaba cuando las sirvientas les lavaban las manos a sus religiosas en el mismo refectorio auxiliadas de palanganas de barro, jabón y paños de manos bordados con el nombre de cada monja.

Ante el apremio del obispo que condenaba los actos individuales, las monjas, prontas a solucionar sus diferencias fabricaron, al salir para la pieza que llaman «de profundis» uno o dos aguamaniles para que se lavaran personalmente antes y después de comer. Ellas entendían parte del problema, el obispo pretendía evitar el servicio personal de las mozas a ciertas religiosas, pero no comprendían el sentido de la individualidad que reclamaba el prelado al impedir el contacto cotidiano que se acostumbraba antes de entrar al refectorio.

Por otro lado, al permitirse el ingreso de las supernumerarias, las niñas, las esclavas y mozas particulares en los conventos de calzadas, la práctica de comer en el refectorio se fue combinando con el hecho de tomar y preparar la comida en las celdas particulares. El siguiente fragmento de las trinitarias expresa tal situación, en un escrito las monjas solicitaron a su majestad que como antes del establecimiento de la vida común:

mande que a todas las religiosas les de nuestro mayordomo los 50 pesos cada año para sus vestuarios, y que siga dandonos en dinero cada semana para nuestros alimentos, y que cada una en su celda, con las criadas que pueda tener, se lo guisen y sazonen, y hallamos en practica desde nuestra profesion en cuya fe profesamos258.




Al respecto dos opciones se pudieron alternar con el tiempo: las mozas guisaban en la cocina colectiva y llevaban la comida preparada a la celda o preparaban los alimentos en la cocina de la celda. Ambas prácticas reforzaban la relación de dependencia individual-familiar, tan criticada por el obispo reformista.

La renuencia a asistir al refectorio fue un problema común expresado durante todo el conflicto suscitado por la aplicación de las reformas, ya que el obispo mandó tomar los alimentos como lo ordenaban las constituciones. Esta resistencia a comer en comunidad dio lugar a múltiples quejas, entre las que argumentaron un cambio en la calidad y la cantidad de comida a la que estaban acostumbradas. El prelado, contemplando estas manifestaciones de descontento, surtió a los monasterios de una reserva alimenticia de lo que a su juicio era importante. Sin embargo, la ruptura de la rutina cotidiana de la alimentación desató el enojo de las religiosas. La solución de encargar la comida a las monjas que apoyaban la «vida común» acrecentó aún más la inconformidad, llegando el extremo de acusarse unas a otras no sólo de negligencia, sino de atentar contra su propia vida al depender su sustento de la cantidad y la calidad de los alimentos. En la extensa carta de quejas que enviaron a las autoridades, las trinitarias: «empeso a estrañar la naturaleza los alimentos que antes teníamos, bien cocidos y sazonados, y estos, siendo calderos para más de cien personas, no pueden tener cocimiento y sazon que tiene poca porcion [...]».259

Otra zona de trabajo importante que se estableció en torno al agua fue la zona de lavado, próxima a una fuente, un jardín o a los huertos para exponer al sol la ropa húmeda. En caso de no existir huertos por lo limitado del edificio, se consideraba la utilización de la techumbre superior que hacía las veces de asoleadero como en el caso del primitivo convento de Santa Mónica. La zona de lavandería se consideraba como un lugar amplio diseñado exprofeso, cubierto su piso con pavimento de ladrillo, que se ubicaba por lo regular cerca de un pozo o una pila de agua de piedra. Se complementaba su diseño con una fosa o laguna cavada profunda y ampliamente, a la cual descendía el agua derramada y contaba además con una carbonera anexa para calentar las vasijas de cobre.

Las religiosas «ofícialas» del lavado de la ropa de la comunidad eran las roperas; cada semana se encargaban del aseo de la ropa de la comunidad, devolviéndosela a cada religiosa «limpia, enjuta y doblada, así como sacudidos los hábitos» puestos en sus lugares, en los cajones de la ropería, así como reparadas y remendadas las piezas que lo ameritasen. La frecuencia del lavado de la ropa de cama se hacía sólo en el caso de «hallarla sucia o maltratada cada semana».260

Las reformas impuestas a los conventos de monjas tocaban con particularidad el punto referente al aseo del vestuario. La existencia del servicio individual de sirvientas permitía que la ropa de las supernumerarias fuese lavada de manera particular por las mozas o esclavas en las celdas, evitando así llevarla a los lavaderos colectivos o doblarla y sacudirla en la ropería común por las hermanas «roperas».

Fabián y Fuero, con la expulsión de las mozas particulares adecuó nuevamente el oficio de las «roperas», obligando a todas las monjas a dar su ropa para ser lavada de manera «común», lo que dio motivo a nuevas quejas de las monjas, quienes manifestaron por medio de un memorial al obispo, que: «lo único que emos de sentir de la vida común es el entregar la ropa interior a nuestras ermanitas por ser mui natural el recato en las mujeres y más en las religiosas»261.

La ropería en La Santísima estaba situada en la planta alta del claustro principal. Era muy iluminada y provista de amplias ventanas. Estaba compuesta por altos armarios en donde se colgaban en percheros los hábitos de lana de las religiosas para ser sacudidos cada cierto tiempo. En otra pieza contigua se guardaban los vestidos de lienzo y lino y de manera separada estaba la sala de la ropa blanca, mantas y frazadas; esta última celda debía ser «un lugar más bien frío»262 donde las «roperas» acomodaban la ropa de las numerarias y las legas.

Las numerarias y supernumerarias que tenían sirvientas o esclavas no requerían de los servicios colectivos, pues de los réditos de su dote, mensualmente se les proporcionaban tres pesos y ciento treinta y cinco anualmente para renovar sus hábitos que debían ser, en teoría, iguales a los del resto de las monjas de velo negro. Las niñas se vestían con «un traje de paño de algodón azul y unas indianillas, sin adorno, ni nada de listón ni encaje»; en otros monasterios, como Santa Catalina, las niñas portaban ropa similar a la de las novicias y les era entregada por sus padres.

El vestuario de las monjas se componía principalmente de los hábitos, que debían ser «groseros, de una tela tosca, sin curiosidad de dobleces». A esta prenda se le asignaba un valor alegórico. Entre las concepcionistas era una túnica, un hábito y un escapulario, «todo esto blanco por que la blancura del vestido exterior de testimonio de la pureza virginal del alma y del cuerpo» y un manto de estameña o de paño basto de color «azul cielo y esto por la significación que en si trae que muestra el anima de la Sacratísima Señora»263 .

La uniformidad exigida a la comunidad no sólo giraba en torno a los colores simbólicos de la orden, puesto que también a sus diseños se asociaban otro tipo de atributos. Veamos, a partir de un ejemplo sus características;

[...] en el último trienio de su prelacía, noto la MRM que algunas de sus conventuales usaban las mangas del habito un poco más largas de lo que en aquellos primitivos (tiempos) se introdujeron en su estrechez. Con lo cual santamente irritada cuando estaba toda la comunidad en el refectorio, se paró en medio, puesta en cruz, para que todas viesen el vuelo que tenían las mangas de su habito y a su imitación cercenaron sus excesos [...] así las mangas que usaban sus monjas eran conformes a su espiritualidad264.




La misma crónica relata que hacia 1680 los ropajes habían sufrido modificaciones importantes: «los hábitos que entonces se ponían, pues haciendo de la mortaja gala, eran los hábitos profanamente escandalosos»265.

Esta última cita condensa algunas de las críticas que sobre el vestuario fueron expresadas a lo largo de los siglos XVII y XVIII. Los hábitos sufrieron alteraciones al añadirse a los accesorios de las telas, las joyas personales de las monjas, que hacían que en conjunto lucieran distintos unos de otros. Éste fue un punto importante contemplado dentro de las reformas del obispo Fabián y Fuero, quien, en su afán por uniformarlas, prohibió en sus disposiciones el uso de adornos y de los citados «encarrujados», pero además impuso cambios en las texturas de los hábitos, cambiando buratos y sedas por paños, bretañas del país y estameñas. Las monjas protestaban, algunas aceptaban seguir la vida de recoletas con la salvedad de que se aceptara cambiar la calidad de las telas escogidas por el obispo para los hábitos, argumentando la posibilidad de hacerles daño a la salud. Una leyenda en un tríptico del convento de Santa Mónica expresa al respecto:


Apartadas del mundo aquí vivimos

vestidas de un sayal tosco y grocero

siñendonos los cuerpos de acero

con que las tiernas carnes aflijimos.





La reforma también contemplaba la sustitución de los nuevos hábitos, mismos que el diocesano patrocinó para uniformar a las monjas, evitando así gastos individuales; y para ello insistió en reforzar el trabajo colectivo de las «roperas». Las religiosas superioras y abadesas que aceptaron la vida «común» informaban al obispo que:

la roperia esta como lo mando V.S. Ilma. todo el dia estan las seis religiosas roperas sin legas, cosiendo desde que salen por la mañana del coro alto, que van al refectorio, a la tarde desde que salen de Maitines hasta la oracion, y hasta siguen con vela por falta de luz [...]266




En algunos casos las enfermerías del monasterio fueron un lugar temporal de recuperación, en otros era el tránsito hacia la vida eterna. En ambos casos, dentro de las comunidades de religiosas, las monjas enfermeras acompañaban todo el tiempo a la religiosa postrada.

El oficio de enfermera tenía un lugar y consideración especial dentro del convento, pues por medio de la enfermedad ajena, este trabajo servía como prueba de obediencia y camino de purificación, de tal manera que las monjas se identificaban con las viejas y moribundas; ésta era una manera de familiarizarse con la muerte.

Cuando estaba próximo el deceso de alguna religiosa, las enfermeras, hincadas de rodillas ante la cama de la agonizante, ponían en sus manos la cruz y la candela encendida; juntas todas las monjas entonaban la letanía y oraciones por el alma de la enferma. Terminado esto, mientras esperaban que exhalara el último aliento, le leían pasajes de la pasión de Cristo.

Al estar integradas las enfermerías al conjunto arquitectónico conventual, se evitaba el aislamiento emocional. De esta manera las enfermas se sentían cercanas física y psicológicamente a su congregación monástica. Esta noción de comunidad era importante para que las moribundas sintieran que las vivientes no las habían excluido de su mundo.

Borromeo ubicaba a las enfermerías alejadas de las oficinas conventuales, «no en un sitio interior del monasterio, cerca de la puerta del auditorio, en un lugar saludable». Sin embargo, la práctica arquitectónica novohispana las incluyó dentro del conjunto monacal. Estaban constituidas por un comedor, una cocina, una despensa, una celda para lavar, un corral con su pozo, una leñera, y dos o tres celdas con sus respectivos lechos; se incluían además un hornillo y las letrinas267.

Este diseño parece ser el encontrado en algunos conventos como La Concepción, que reúne casi todas las características citadas por Borromeo. Sin embargo, hay otro ejemplo en las descripciones del siglo XVII que muestran que la cercanía consuetudinaria empezaba a ser motivo de preocupación por la peligrosa proximidad entre ambas oficinas. Con el objeto de facilitar el alimento a las enfermas, en San Jerónimo

[...] la enfermeria esta mui inmediata a la cocina y por otro lado al coro, mui dentro del convento, en verano tengo que poner a las religiosas mui juntas, pongo a vuestra consideración el peligro que podemos temer pues con una leve calentura de una o dos puede haber grave peligro de contagio [...]268




En ese modelo, se esboza ya una inquietud ante la falta de ventilación provocada por el hacinamiento como posible fuente de contagio.

El agua de las fuentes y su utilización condicionaba de algún modo las prácticas colectivas o privadas. Esto se detectó al intentar diferenciar los trastes de las religiosas sanas de las que tenían enfermedades contagiosas. Continuos memoriales dirigidos por las monjas al obispo reformista señalaban la preocupación por juntar para su lavado los utensilios que las enfermas contagiosas de herpes, «hegdito i galico», habían utilizado. Aunado a esto se solicitaba la separación de la ropa en los lavaderos de la comunidad. El obispo respondió argumentando que el problema era que:

no todas las religiosas aceptaban sin mortificacion las enfermedades que su divino esposo les enviaba por ello no aprobaba dicha separación (de trastes y ropa) pues es por causa de escrupulo y melindre tanto en el refectorio como en el lavadero, y esto no es sino cosa de mujeres que de todo se fastidian... mas parece escrupulosa nimiedad del mundo que union fraternal de caridad religiosa, que esta nunca piensa tanto en tales delicadesas, ni hace aprehension de que se le han de pegar tan facilmente los males de sus hermanas269.




La preocupación de estas religiosas posiblemente se fundaba más que en una noción de higiene, en el concepto de la transmisión de la enfermedad por vía cutánea y olfativa pues el uso del agua estaba restringido a prescripciones médicas y a abluciones purificadoras, no se asociaba directamente con medidas higiénicas, según señalaban las constituciones:

Lavense las religiosas el cuerpo, siendo necesario, con el consejo del médico, y sin murmuracion; y cuando conviene a la salud hagase aunque la enferma no quiera. Y si alguna lo quisiera sin necesidad, no se consienta, que muchas veces se cree que lo que deleyta aprovecha, aunque haga daño270.




Posiblemente como respuesta a las continuas epidemias y contagios y a la falta de instalaciones adecuadas se justificó la ausencia de las monjas enfermeras de la enfermería. Situadas en las plantas bajas y en patios secundarios, casi todos los conventos tenían su propia droguería, como en La Santísima Trinidad que debido a su fama llegaba a expender productos medicinales al exterior. En otros monasterios la producción era para consumo interno y, si bien no tenía todo género de medicamentos, si contenía aquellos más simples e indispensables que servían para mitigar accesos de enfermedades súbitas. Se señala como algo importante que el lugar de la droguería debería estar alejado de los lugares colectivos271 , y cercana a una pila de agua o pozo. Su temperatura debía ser más bien fría con alacenas a todo lo largo de la pared para colocar los especieros. Anexa a esta sala se localizaba una pequeña celda fría donde se conservaban las aguas destiladas y los demás vasitos de ungüentos y medicamentos, y el carbón. Un ejemplo de ello lo tenemos en La Concepción.

Respecto a los espacios sanitarios, «comunes» o letrinas, posiblemente su disposición obedeció en algunos casos a las recomendaciones señaladas por Borromeo en el siglo XVI, que los situaba

próximos a los dormitorios, en un sitio oculto, con bancos, cada uno separado con algo intermedio interpuesto para que de manera individual se pueda cerrar la monja para que no sea observada por las demás. Pero todo este lugar de las letrinas debe estar no solamente cerrado sino bien apretado, para que no esté al alcance de la vista ni salga olor horrible272.




De manera general, las indicaciones del autor de las Instrucciones de la fábrica y ajuar eclesiásticos fueron seguidas en el diseño de los espacios conventuales. Sin embargo, llama nuestra atención no encontrar la mención de estos sitios en las constituciones editadas en la Nueva España. De hecho, sólo pudimos constatar su existencia a través de los restos de letrinas en el convento de La Concepción, que de manera bastante elocuente muestran la concepción higienista de la época al estar situadas precisamente junto a la enfermería.

Anexa a esta área de limpieza y recuperación se encontraba la peluquería, donde las monjas se lavaban la cabeza y les cortaban el cabello periódicamente. Esta sección suponía la existencia de un hornillo y una vasija de cobre sobrepuesta al horno para hacer lejía y un receptáculo para el agua sucia.

Todos estos espacios colectivos estaban articulados en torno al agua por medio de zonas abiertas o de tránsito, como patios y corredores construidos en algunos casos de acuerdo con un diseño arquitectónico que daba coherencia al conjunto conventual desde un principio, como en Santa Teresa, que tenía un número fijo de monjas. En otros casos se fueron readaptando en función del crecimiento poblacional.




El voto de castidad: «el alma se puede perder con hablar y oir hablar palabras lasivas...»273


La castidad (que consuelo)

tanto ensalza y tanto eleva

que a una infeliz hija de eva

convierte en ángel del cielo.

Como espezie es de milagro

si aquella flor que me dio

el Señor quando me crio

sin marchitar la consagro274.





Decían las constituciones de las monjas que la castidad era una virtud más valorada que la pobreza en la medida que era más dificultosa de alcanzar:

Por ser el enemigo tan casero, tan fuerte y tan inoportuno, que ni se le puede cerrar la puerta ni ponerse a brazos con él275.


Con el ejemplo de Cristo, se definió a la castidad como un consejo evangélico. En el caso de los conventos dominicos de Santa Catalina de Sena y de Santa Inés, el ejemplo señalado como el inmediato a seguir era el de Santo Domingo, quien por amor de Dios durante toda la vida conservó sin mancha la virginidad.

La finalidad de observar fielmente este voto era la de distinguir claramente el amor divino que las monjas profesaban a Dios, de cualquier otra forma de amor terrenal. Conservando la castidad se buscaba conseguir gradualmente la purificación del corazón, la libertad del espíritu y el fervor de la caridad.

La castidad era un don privilegiado por el cual las religiosas se unían a Dios y se consagraban a él con mayor intimidad. De esta forma, el voto se convirtió en una promesa cuyo quebrantamiento se constituía en una culpa mayor.

Todo lo inmediato y lo tangible podía contribuir a su quebrantamiento. El mirar, el oír, el hablar, el oler y el tocar deberían ser considerados estrictamente por las religiosas como meros instrumentos para la conservación de la vida corporal.

Había que ejercer un estado de constante vigilancia para impedir que a través de ellos se filtrara cualquier sentimiento que perturbara la vida religiosa.

El relajamiento de este voto, por el contrario, conducía a la perdición pues:

el alma se puede perder con hablar y oir hablar palabras lasivas y dehonestas, con escribir cartas y con tocamientos ilícitos [...]276




La condición inmediata para la observancia del voto de castidad era la estricta clausura. Se preveía que ninguna monja profesa pudiera salir jamás del monasterio sino «por peligro de fuego, de ladrones o por que se cayese la casa»277. Romper esta regla conducía a la excomunión.

La castidad y la clausura no significaban el aislamiento total de las religiosas dentro de los monasterios. Las monjas podían seguir en contacto con las familias por las cuales rezaban, además de que en algunos casos recibían su sustento del terrenal mundo exterior.

Para poder entender la forma material en que se resguardaba la clausura es necesario darnos una idea de los accesos externos a los monasterios. El área constituida por las porterías, los locutorios y los tornos puede ser considerada como la de mayor sociabilidad externa. Las relaciones que las pobladoras del monasterio tenían con el exterior, siempre fueron mediadas por una serie de condiciones que permitían que la comunicación fuera amplia y restringida a la vez.

Antes de 1765, el día en que se repartía dinero entre las monjas calzadas, era costumbre que en torno a las puertas de los conventos acudieran vendedores de todo tipo. Ahí se instalaban pequeños mercados donde se daban cita fruteros, carboneros, panaderos, etcétera. Cada monja, por medio de sus sirvientas o esclavas, se abastecía del exterior y seguramente podía percibir, aun dentro del monasterio, una verdadera romería de olores, sabores y sonidos indefinibles.

La portería también tenía otra función pública importante. Parte de la justificación social de la existencia de los monasterios consistía en las prácticas cotidianas de caridad. Al igual que en otras instituciones eclesiásticas, en las puertas de los conventos algunos pobres podían encontrar pan. En Santa Rosa, por ejemplo, la madre portera repartía...

todos los dias veintisiete raciones a especiales personas pobres vergonzantes que se mantenía de este charitativo socorro, fuera de los muchos que de costumbre acudian a la portería a socorrer su necesidad, a quienes se les daba la comida que sobraba en el refectorio [...] notandose muchas veces acudir mas pobres de los ordinarios [...] teniendo todos no solo el pan necesario y la comida, sino asegurada la cena278.




Sobre la calle principal los conventos contaban con una portería que conducía «al auditorio». Esta estaba diseñada para permitir los ingresos estrictamente necesarios a la clausura, articulaba a su vez el acceso a los locutorios y al torno. Varias descripciones esbozan lo bello que podían ser estas entradas, la de Santa Rosa estaba decorada con pinturas al óleo sobre el muro, con escenas de la vida de la santa, y en el de las carmelitas con «estampas grandes de papel pintados al temple con marcos de labores vistosas y entre las estampas estan repartidas en tarjas algunas sentencias de santa Teresa de Jesús escritas de muy buena letra, que todo conduce a guardar silencio y venerar con devoción aquel sitio tan sagrado»279.

Las porterías eran de dimensiones más bien modestas y estaban situadas en un lugar visible junto a la iglesia conventual como lo muestra la descripción de Santa Teresa.

La portería viene a estar en la calle, que sube de la iglesia Parrochial del señor san Joseph a la plaza mayor, con la puerta mirando al oriente, y en ella una portada de piedra de cantería sobre al qual esta colocada en un nicho con una imagen de nuestra santa Madre [...], la puerta de madera es fuerte con llabe de loba y cerrojo que cuydan de abrir los sirvientes del convento a las siete de la mañana y a las tres de la tarde, y de cerrarla a las doze del dia y a las cinco de la tarde [...]




Como se puede ver, esta entrada tenía varias características especiales. La solidez de la estructura estaba conformada por dobles batientes, jambas de piedra o mármol reforzadas con fragua en los dobles herrajes280 . Sólo se abría después de que las madres «porteras», o las «clavarias» según la orden, hubiesen corroborado a través de los postigos la necesidad de tal acto y, por supuesto, ante la presencia de la superiora.

Normalmente esta doble puerta se abría para permitir la entrada o salida de los médicos. Sólo la portera y la tornera juntas podían abrir la puerta, conduciendo a los visitantes hasta una comisión de tres religiosas de las más ancianas, llamadas «acompañadoras de los que entran», las cuales les guiarían dentro del claustro durante todo el tiempo que permanecieren en la clausura.

Las porteras duraban en el puesto tres años y se encargaban de dar a los criados que les auxiliaban el chocolate, mismo que importaba un peso cada semana. Cuando entregaban el oficio, además de tener blanqueada la portería y comprados tras tecitos y petates, hacían un almuerzo para recibir a sus sucesoras. Por otro lado, la puerta de la portería conducía a la zona de los locutorios que eran los espacios de sociabilidad externa de la comunidad, cerca de la entrada al conjunto del monasterio. Su cercanía a la puerta se asociaba a su función por el constante tránsito de las visitas consuetudinarias de las religiosas. Estaban distribuidos en una nave paralela al pasillo del claustro que se seccionaba a lo largo por rejas o «ventanas», recibía la luz del patio y sus divisiones obedecían a la necesidad de ser utilizadas simultáneamente por varias monjas. También se iluminaba por la parte externa mediante las ventanas al exterior. El ejemplo más claro de ello se encontraba en la calle de la portería o rejas de San Jerónimo o en el caso aún existente de La Concepción. Sus características arquitectónicas estaban previstas para el resguardo de la clausura como se ve en la descripción del convento de las descalzas de Santa Teresa:

[...] a la entrada de la portería a mano derecha esta el locutorio cuya puerta tiene cerroxo, y la llabe está en poder de la tornera: el locutorio tiene una ventana alta con reja de fierro que cae a la calle, las dos rejas por donde libran las religiosas son de ierrro tupidas, y distantes mas de una vara la una de la otra: la de afuera tiene espigas de ierrro, y en la de adentro esta un bastidor con dos puertas y su llabe, este no se abre todo, sino quando asiste el prelado [...] por que para los padres y madres y hermanos de las religiosas solo se abre la mitad, y la otra mitad esta cerrada281.




La comunicación entre las religiosas y sus interlocutores en otros conventos incluía en algunos casos, la añadidura de una lámina férrea pegada con betún llena de agujeros con la magnitud de un garbanzo para que no pudiera observarse por el exterior a la religiosa, o bien alguna tela gruesa y oscura para impedir la visibilidad. En caso de no existir éstos, sólo las rejas mediaban entre las religiosas y sus visitas.

Tales estructuras arquitectónicas cumplían una función separadora del mundo exterior de la comunidad monacal, al mismo tiempo que permitía ciertas relaciones de privacidad entre las enclaustradas y sus parientes mediadas por la presencia de las madres «rederas» o «escuchas»282, cuya función era vigilar que entre la monja y la visita «no puedan dar ni tocar cosa alguna tocándose las manos»283. Ellas deberían vigilar además, que las religiosas mantuvieran su rostro cubierto con el velo al hablar. En algunos casos, se les permitió presentarse descubiertas de la cara, limitando la comunicación a escuchar a sus amistades o parientes.

En los locutorios se había establecido la costumbre de ofrecer a las amistades o parientes de las monjas chocolate o bocadillos. Ya que las visitas al convento eran comunes, por los tornos y puertas salían sin restricción dulces o bocados para los parientes de las religiosas, para los benefactores o para otras comunidades. También una parte importante de la sociabilidad de las comunidades monacales, imponía el intercambio de alimentos con otros monasterios cuando ocurría algún de ceso, una festividad o elecciones de prioras o abadesas. El día que profesaron las religiosas de Santa Rosa, las Carmelitas Descalzas de Santa Teresa y San Joseph les guisaron para tan memorable ocasión. Cuenta la crónica que:

Una religiosa del Convento de San Joseph de Carmelitas descalzas, le cogio el repique (de las campanas de la Iglesia de Santa Rosa) sasonandoles a estas recien profesas la comida y la hallaron con la cuchara en las manos dando vueltas y saltos de puro contento y afirmaron con no poca admiracion las religiosas de este exemplarisimo convento que por todo el (el convento) hasta los gatos daban carreras de contentos284.




Si la visita se hacía a una novicia, la maestra de novicias debía hacerle compañía, cuidando que las conversaciones no se alargaran y que fuesen pláticas «santas y edificantes»285, y vigilaba también que la joven no oyese cosa alguna que la inquietase.

Otro oficio relacionado con la clausura era el de «celadoras» dentro del monasterio y era desempeñado por las mismas religiosas escogidas por la priora para «rederas»; eran las monjas «mas maduras, discretas y seguras del monasterio». Ellas vigilaban con especial atención las horas de silencio, como lo eran, en el verano, después de comer hasta la nona (aproximadamente las tres de la tarde), y después de completas (por la noche). En el invierno, una vez que se había señalado el recogimiento mediante el toque de campana, vigilaban que todas las puertas de clausura (portería, tornos y locutorios) estuviesen cerradas, las lámparas encendidas y las religiosas en sus celdas. Las celadoras se turnaban para vigilar el convento y la asistencia de las religiosas a sus obligaciones espirituales.

Estas monjas, junto con las «torneras» y las «porteras», cuidaban todo lo que entrase o saliese del monasterio a través de las puertas o del torno286. «Este último estaba situado también en el área de comunicación externa del convento, cerca de la portería como lo describen en Santa Teresa, donde, pasando la segunda puerta de la portería:

a mano derecha esta una puerta inmediata, por la cual se entra a una sala donde esta el torno con una ventana rasgada y con reja de fierro que cae a la huerta, y de esta sala se pasa a un aposento pequeño con ventana a la misma huerta donde esta el locutorio287.

A las torneras les estaba prohibido dar o recibir cartas de las monjas sin que fuesen autorizadas por la priora. Dado que el torno facilitaba algún tipo de contacto con el exterior las demás religiosas no debían acercarse a él. Su función comunicativa vinculaba al monasterio desde el interior mediante la tornera quien a su vez informaba a la superiora, llamaba a los locutorios y transportaba recados u objetos de adentro hacia afuera o viceversa. A las puertas del torno se congregaban los comerciantes a negociar sobre el precio y la cantidad de mercaderías para el uso colectivo y regulado del conjunto de la comunidad «por ello es preciso que las provisoras y torneras sepan contar bien».

Las torneras duraban en el oficio año y medio; permanecer en el cargo implicaba gastos semanales y anuales de mantenimiento pues cuando entregaban el oficio al terminar su periodo, reponían los trastecitos rotos y los petates gastados del área del torno y rejas del convento. Por su cuenta corría, además del adorno de la reja en tiempo de elecciones, el gasto diario del chocolate que daban al criado que servía en el torno.

Por la parte postrera de algunos monasterios se encontraba una portería secundaria, como en La Concepción, que era de mayor magnitud que la delantera y su diseño permitía la entrada de vehículos pues su función estaba orientada al abastecimiento del monasterio. Su diseño consistía en una gran pieza con portada externa «tras la cual se veía a las criadas departiendo con las mandaderas del convento, hallándose muchas veces presentes las madres porteras y escucha para oír los recados que enviaban y recibían las monjas»288. Ahí el resguardo del monasterio se delimitaba mediante crujías o pequeños patios secundarios donde se encontraban cuartos para bodegas, leñeros, carboneras y despensas. Tenía también su torno cuyo acceso era limitado a las provisoras exclusivamente mediante doble herraje y dos diferentes llaves. De hecho, estos patios funcionaban como articuladores entre múltiples espacios para el desarrollo de actividades colectivas, semiprivadas y privadas, convirtiéndose en los espacios de convivencia comercial por excelencia.

Sobre el uso de este espacio fueron enfáticas las disposiciones diocesanas de Fabián y Fuero al prohibir el intercambio comercial. En adelante el obispado abastecería a los conventos y las porterías dejarían de ser centros de convivencia comercial y social. Durante las reformas de Fabián y Fuero se modificaron los horarios y usos de los locutorios, tornos y porterías. A los locutorios en adelante se asistiría una o dos veces por mes, prohibiéndose cualquier manifestación festiva como bailes o cantos, así como el compartir bocadillos y chocolates con las visitas; se les aplicarían estrictos horarios, llegando al grado de prohibir la mercadería en las porterías. Al respecto, el obispo reformista asumió el abastecimiento de los conventos, lo que introducía una noción más estricta de la castidad y la clausura, del espacio conventual y sus relaciones al exterior.




El voto de obediencia: «reprehenda, y castigue las culpas, negligencias y defectos...»289


Tu mi Dios y Señor eres

quien me manda obedecer

pues yo no quiero querer pues

mas que aquello que tu quieres.

Es el consejo mas sano

y seguro de obedecer

arriesgada yo a caer

tengo quien me de la mano290.





Por medio del voto de obediencia las monjas se comprometían a mantener la unidad de la orden y a acatar la voluntad de la jerarquía eclesiástica.

La obediencia se ejemplificaba en las constituciones como la sujeción de Cristo a la voluntad del Padre. Era indispensable para mantener el bien común de la Iglesia y de la orden. Nada se podía hacer sin el consentimiento de los superiores «que con un ministerio humano desempeñaban las veces de Dios»291.

La obediencia se consideraba una de las características del estado de perfección y simbolizaba la entrega misma de la religiosa a Dios. Con el ejemplo que daba la monja de ser «esclava del Señor» contribuía «no sólo a su propia salvación sino a la de todo el género humano»292.

Este voto era importante sobre todo como sustento indispensable del ideal social que mantenía las jerarquías existentes. Era el símbolo de la obediencia absoluta entre el poder establecido y representaba en concreto la situación de la mujer. Para la Iglesia era muy importante su mantenimiento porque en él se basaba su estructura. En consecuencia, este voto significaba el reconocimiento de la estratificación eclesiástica. El orden comenzaba dentro del convento, en el cual las monjas profesaban obediencia a la superiora, a los provinciales de sus órdenes y sobre todo al diocesano, al cual casi todos los monasterios estaban directamente sujetos.

La obediencia era la clave de la educación; debía enseñarse y aprenderse. Desde esta perspectiva la religión se concebía como una escuela de virtudes indispensables para alcanzar la perfección.

Las religiosas en la comunidad eran «guiadas» por una prelada. Cuatro eran las condiciones que se requerían para el cumplimiento de este voto: la discreción, la honestidad, la justicia y la humildad. Las tres primeras las debían observar sobre todo las personas que ejercían los cargos de mando, como las prioras o abadesas, subprioras, vicarias y maestras. El resto de los oficios interesaba a las monjas en calidad de súbditas.

El orden jerárquico comenzaba por la organización interna de un monasterio. La cabeza suprema era la priora o abadesa; su puesto era resultado de una elección trianual por parte de las profesas de velo negro. Ella designaba a las que le seguían, la subpriora, las madres del consejo, las contadoras o clavarias y a las maestras de novicias, de niñas y de mozas.

Era obligación del general de la orden o padre provincial, presenciar en sus respectivos monasterios de mujeres la elección de prioras o abadesas. Éstas debían ser nombradas por medio de votación personal y secreta. Se avalaba la designación en presencia de tres frailes de la orden correspondiente, uno de los cuales debería ser el prior. La elegida debería contar con más de la mitad de los votos.

Cuando los conventos pasaron a depender del obispado hacia 1640293, la elección era legitimada por el obispo o sus representantes.

La priora se encargaba de supervisar el orden y sostén del convento. Era además quien distribuía las responsabilidades entre sus súbditas para garantizar el buen funcionamiento del monasterio y confiaba para ello en religiosas que consideraba de «calidad». Ella era la mediadora entre la comunidad y los prelados, debiéndole el resto de las monjas obediencia y respeto.

Sobre las superioras recaerían las relaciones públicas externas e internas del monasterio durante las visitas de personajes importantes como en el caso de la inspección de elecciones de priora o abadesa por la comunidad de profesas; ofrecía la prelada saliente el refresco correspondiente a las autoridades y la priora nueva daba a las religiosas una comida de agradecimiento, y se añadían a estos gastos los que debían hacerse al terminar su cargo después de tres años, pues ese día, la superiora o abadesa entregaba regalo a los prelados, y convidaba a los clérigos que recibían al obispo el día de la visita.

Apoyada por su «consejo de definidoras» o clavarias, la priora tenía facultades para nombrar a su subpriora o vicaria. Esta religiosa gozaba de toda la confianza de la prelada y era la encargada de vigilar que se cumplieran efectivamente las disposiciones del consejo; al igual que su abadesa o priora, ella absorbía los gastos propios de su cargo. Todos los demás oficios también requerían de erogaciones personales por parte de las «ofrcialas». La subpriora hacía gastos parecidos a los de la superiora, concretándose a tener bien dispuestas las menudencias del coro como petates.

La subpriora era la encargada del buen funcionamiento de los lugares comunes como el coro, sala de labor, dormitorios y refectorios. En el coro cuidaba que los libros de canto se mantuvieran en buen estado y acordes con los capítulos provinciales generales. En los dormitorios vigilaba el orden que estrictamente se debía guardar en el claustro del «sueño».

En la sala de labor, asignaba a las oficialas correspondientes las tareas de limpieza, costura, bordado y lectura diaria. Estos espacios eran sitios de asistencia colectiva obligatoria para que las monjas pudieran realizar manualidades. Allí acudían a horas determinadas por sus ceremoniales. Eran sitios iluminados por ventanas seriadas, «con luz por todos lados la cuál necesariamente se requiere al confeccionar las labores y al tejer las obras o al bordar o elaborar con aguja»294.

Estos espacios de trabajo colectivo existían en todos los monasterios. Con una intención bien definida, como lo indican las reglas de las carmelitas descalzas «hareis alguna cosa de manos para que el demonio os halle siempre ocupados, y no tenga entrada para vuestras almas»295.

Las actividades en esta sala eran vigiladas por la priora y más específicamente por la subpriora, dando a cada una el material que necesitaba, «a las que bordan, sus bastidores, a las que hacen costura sus canastos, a las que labran sus almohadillas y a las que hilan sus ruecas»296. La labor de manos estaba acompañada durante cierto tiempo de una lectura piadosa, después en este espacio, y a la señal de la superiora, se convertía en lugar de recreación al permitirse la plática «edificante» entre las monjas. El desarrollo de estas prácticas combinadas fueron un punto de controversia con las reformas de Fabián y Fuero, al querer separar las dos instancias. Llegaron a manifestar las religiosas de La Santísima «no eran necesarias dos piezas para chocolatero y sala de labor por ser suficiente una para ambos efectos»297.

La priora o abadesa, el consejo y la subpriora constituían el primer nivel en la jerarquía interna del monasterio. A este nivel seguía el de las «maestras» encargadas de reproducir el ideal de obediencia a las aspirantes a monjas. Era su responsabilidad el enseñar asuntos relativos a la religión, el coro y la observancia de los votos fundamentales. La instrucción de los manuales sólo podía llevarse a cabo gracias a las cualidades personales de las «maestras», que debían ser;

[...] de las más religiosas y graves del monasterio, prudente, discreta, zeladora de la religión y bien exercitada en las leyes y ceremonias de la orden; la cual primeramente enseñe a sus novicias la Doctrina Cristiana, si no la saben y luego lo que toca a los votos substanciales de la religión que son; obediencia, pobreza y castidad y las demás cosas de las constituciones [...]298




Sobre las «madres maestras» recaía la importante tarea de enseñar a pequeños grupos a convivir en comunidad y para ello se basaban en las directrices de comportamiento colectivo indicadas en sus reglas y constituciones. Así la convivencia entre las novicias y sus espacios se reglamentaba por los usos, los horarios y las fechas importantes de la comunidad. Su instructora se debía encargar de mantenerlas ocupadas constantemente centrando su atención en todo lo relativo al rezo.

Las maestras de novicias, de niñas y de legas formaban parte de la jerarquía conventual, y eran las intermediarias entre «el consejo» y la comunidad. De ellas dependía el buen funcionamiento de los diferentes grupos de mujeres que componían la población conventual. Se encargaban de mantener ocupadas a sus alumnas y les enseñaban el papel que cada una de ellas como miembro del colectivo diferenciado debería desempeñar. Basaban sus enseñanzas en manuales para la Instrucción de Novicias, mismos que decían como:

enseñar a las novicias las cosas de la religión y del coro, donde fueren negligentes, las reprenda con palabras, o señas castigando sus culpas, enseñandolas a ser humildes en el corazon y en el porte, y que se confiesen a menudo, pura y discretamente que no tengan cosa propia y sean obedientes dexando su voluntad por la de la prelada299.




Era un requisito que tuviesen además, cierta solvencia económica, pues de ella dependían en parte las relaciones que mantendrían con sus subordinadas. Estas «maestras», al igual que algunos otros miembros de la jerarquía conventual, también erogaban dinero al entrar y salir del oficio; la maestra de novicias se encargaba de dar a las jóvenes un almuerzo y cuando alguna profesaba le hacía un regalo.

Por su parte la maestra de niñas, cuando recibían el oficio, la obsequiaban las niñas y en correspondencia ella les ofrecía un almuerzo o merienda, al gasto final se añadía, la renovación de los libritos de las educandas.

La «maestra de mozas» por su parte también proporcionaba una merienda a las criadas, cuando entregaba el oficio compraba escobas, cántaros, jícaras y todo lo demás que se necesita para el aseo del convento. Estas maestras enseñarían a sus discípulas lo referente a su comportamiento y función en el aseo y mantenimiento de los lugares colectivos como en el coro, el refectorio, la sala de labor, en el dormitorio y de manera general en el claustro.

La priora, como cabeza del monasterio, se encargaba de establecer todo el orden jerárquico que permitiera el adecuado funcionamiento de la comunidad. Se auxiliaba directamente de las madres del «consejo» o definidoras. Éstas deberían de ser las más ancianas, prudentes y devotas, y juntas acordaban la distribución interna de los cargos que ocuparía cada monja en las oficinas, la administración general de sus bienes, la admisión de nuevas religiosas y el cumplimiento de sus reglas. El lugar en donde se tomaban las determinaciones era la «sala capitular» o de «capítulo». En Santa Teresa se encontraba cerca del coro alto:

[...] aunque no es muy grande es capaz para la comunidad [...] la cabecera al ocupa un altar con un tabernáculo donde se venera una Imagen de la santísima Virgen con su procioso Hijo y en lo alto un Santo Christo debajo de un valdoquín a los lados están colgados dos tabernáculos pequeños de china con dos imágenes de marfil, una de Nuestra Señora y otra de San Antonio de Padua [...] todo lo demás de la sala esta cubierto con lienzos grandes y pequeños300.




Además, estaba amueblado con bancos por los cuatro costados, se contaba con una adecuada acústica para el momento en que se hacía la exhortación o admonición por parte de la prefecta. Como particular característica debía ser oscuro más que iluminado301 y por lo regular se ubicaba en la planta alta, cerca del coro como en Santa Teresa y Santa Mónica.

Por lo regular cada semana se congregaban las monjas profesas en asamblea capitular, estas reuniones tenían una gran importancia para la observancia y la obediencia. Ahí se exponían colectivamente las culpas302 qué cada una de las religiosas habían cometido en el transcurso de la semana, o se exponían los errores en que habían incurrido, la dispensa quedaba en manos de la priora. Hacia 1691 las beatas de Santa Rosa en su improvisada sala de capítulo:

[...] volvían a las nueve a choro a rezar maitines en la misma forma que las vísperas, y acabando decían las culpas de aquel día, y de mano de la prelada, recibían por sus defectos la penitencia de otra disiplina, o les mandaba algunas oraciones, quedandose todas postradas y muchas veces hasta que les amanecía, por que del sumo trabajo solían quedarse dormidas303.




Citan las constituciones que a las culpas leves se les aplicaran de penitencia salmos o venias, conforme al grado de las faltas. Estas infracciones se remediaban individualmente. En cambio las culpas graves se sancionaban colectivamente, obligándolas a tomar

disciplinas en el Capítulo, llegar desnudas de la espalda hasta la cinta para recibir disciplinas de cada religiosa comenzando desde la priora, comiendo pan y agua en tierra enmedio del refeitorio, a las horas y a las gracias después de comer, postrese a la puerta de la iglesia, mientras entran y salen las religiosas304.




El objetivo de los capítulos era sancionar cualquier acto de desacato a la autoridad o de incumplimiento que alterara el orden del colectivo. Ahí las decisiones del «capítulo» y de la priora sobre las culpas y penitencias correspondientes eran incuestionables. Se exigía asistir al capítulo, supliendo a la oración mental de la noche. A estas asambleas asistían todas las monjas de velo negro y, según la regla, podían asistir también las novicias, quienes después de decir sus culpas se retiraban. La función semanal de la confesión pública, se reforzaba diariamente en el refectorio, donde exponían las faltas diarias.




La comida: penitencia y purificación

En los refectorios se expresaron algo más que el acato a las normas de comportamiento de «comer como Dios manda». Estos sitios se constituyeron en lugares de purificación al convertirse en espacios ceremoniales. El acto de comer adquirió un fin ritualizante a través de las penitencias y ayunos relacionados con la salvación y la expiación de las culpas individuales y colectivas prescritas por las autoridades conventuales.

La comida se sacralizaba en el refectorio. Lo importante no era ya el alimento del cuerpo sino del alma. Por la boca se reconocían las faltas y se purificaba, mediante el castigo y el ayuno, el espíritu. La abstención total o parcial de comida y bebida representaba una forma de humillación personal. Con ello se avanzaba en el camino de la perfección. Su fin era dar mayor eficacia a la oración.

Fuera de los días de abstinencia marcados por la Iglesia305, cada priora podía, de acuerdo con los señalamientos de su orden y constituciones, variar e imponer otros días ingiriendo la comunidad una sola comida al medio día. Para las dominicas los ayunos comenzaban desde Pascua de Resurrección hasta la Santa Cruz de septiembre. Durante esta época podían comer las religiosas dos veces diarias, excepto los días de las letanías y los viernes, la víspera de la Natividad de Nuestra Señora y de Santo Domingo. Desde la exaltación de la Cruz hasta la Resurrección, ayunaban cada día, después de nona, excepto los domingos. Continuaba el ayuno en todo el adviento y en la cuaresma y las cuatro témporas306 y la víspera de la ascensión y de Santo Domingo, en los demás días marcados por la Iglesia, todos los viernes, incluyendo al santo, lo mismo el martes antes de ceniza en que comían las religiosas manjar de cuaresma que era pan y agua. Los viernes de adviento no podían comer huevos ni lacticinios, salvo excepciones.

Una o dos veces por semana la priora podía dar licencia para que las necesitadas y flacas no ayunaran y tomasen la cena. Esto no era extensivo para las fiestas dobles (las de la orden). En el caso de que se celebrasen en viernes, la prelada podía permitir a toda la comunidad que comieran huevos y leche, mas no podía dar licencia de que cenaran aquel día.

En Santa Rosa, el fundador dispuso que «coman todo el año pescado siendo los alimentos fuertes substanciales y abundantes, sin olvidar que ayunaran los siete meses que disponen las constituciones, los viernes de Constitución y los sábados por especial mandato»307.

Si fuera posible debíanse dar cada día dos potajes o cocinas a la comunidad. La priora podía disponer, según la renta de la casa, añadir lo que le pareciere. Se declaraba que no se podía comer carne, lo cual sólo se debía dispensar a las enfermas y manifiestamente necesitadas, como eran las madres más «ancianas, viejas, cansadas y trabajadas»308.

Si la priora dispensaba los ayunos, empleando mal su autoridad, podía ser castigada ásperamente y ser destituida de su oficio. Quebrantar los ayunos teniendo salud y fuerzas sin pedir licencia a la autoridad correspondiente y sólo por «golosina y glotoneria» podía considerarse pecado mortal.

En alguna fecha especial, como el viernes de cuaresma, sor Lorenza María de la Concepción, la sacristana de Santa Rosa, hacía la señal con la campana llamando a las religiosas a colación, en substitución de la comida. Ya dentro del refectorio, la refitolera tocaba el címbalo esperando la señal de la priora y de la lectora, dando la bendición. Mientras leía, podían beber las que quisieran. Al término de la lección, salían del refectorio y se dirigían a la iglesia. Si alguna religiosa quisiera beber agua fuera de la hora de la colación, debía pedir licencia a la superiora. Señalaban las constituciones, que era cosa honesta y muy religiosa que ninguna bebiera sin licencia y en presencia de compañera, cuidando que en el beber no excediere, y así «excusarían muchas enfermedades»309.

Otra manera de ayuno fue impuesta para purgar las faltas y los pecados individuales. Estas faltas eran graves porque además de cuestionar el orden establecido en el monasterio, podían orillar a la exclusión de la infractora de la comunidad monástica.

Las culpas se exhibían y purgaban en el refectorio. Las leves eran motivo de una amonestación pública y se reducían a hacer las venias que ordenara la prelada. Punto aparte merecían las culpas graves y gravísimas. Las primeras se castigaban en San Jerónimo, además del ayuno, con una disciplina en el capítulo o en el refectorio, delante de todas las monjas, para «lo qual iría despojada de la túnica de encima, desnudo el brazo y la espalda por el tiempo que dixere un Psalmo»310. En la medida que el mal comportamiento era considerado cómo una enfermedad contagiosa, lo que sobraba de la comida de la monja infractora no se revolvía con los restos de las otras religiosas. Al término de la comida, la penitente debía postrarse ante la puerta, poniendo su rostro sobre las manos cruzadas y juntas en el suelo mientras salían las otras religiosas. También quedaba excluida de cualquier trabajo, oficio y participación de la comunión. Este tipo de transgresión incluía el pecado de la carne «lo que Dios no permita por que esta culpa es más digna de castigo en la religión»311.

La gravíssima culpa definía a las incorregibles, «que ni dexan de hacer culpas ni quieren pasar por penitencias». Determinaba la priora excluirlas de la comunidad al quitarles el hábito y aislarlas en la cárcel conventual, comiendo el manjar que para tal culpa se destinaba y que consistía en pan y agua. Este tipo de culpa, por ser tan grave, se asociaba con las personas de quien probablemente se temía serían capaces de hacer daño a otras; por ello, el aislamiento, hasta para tomar los alimentos, condicionó un espacio destinado para ello, contemplado en el diseño de cada monasterio; la celda de exclusión.

El apego a la regla y la obediencia se recordaba todos los días al tomar los alimentos. La comida o la colación siempre estaba acompañada de alguna lectura sacra a cargo de la hebdomadaria o lectora de mesa, quien además se encargaba de dar la bendición. La priora nombraba a la «lectora de mesa» semanariamente, preparando el libro que se leía a la hora de tomar los alimentos. Subía al púlpito y cuando todas las religiosas ocupaban su lugar, impartía la bendición a la comunidad y comenzaba a leer312. Su labor de lectura era complementada con las observaciones que la prelada y la «correctora de mesa» le hacían en el transcurso de la lectura.

La obediencia se inculcaba a las novicias como la principal de todas las virtudes. Cualquier falta en otro ejercicio de virtud y mortificación podía disimularse, mas en lo referente a la obediencia, la menor falta no se podía suplir ni tolerar, esto se expresa en el siguiente ejemplo; un día, la maestra de novicias dejó a Francisca de la Natividad, en el noviciado por estar enferma, cuando su maestra se fue al refectorio con las otras novicias le dijo:

que comiera toda la ración de carne que le traxesen, con el cuydado de que no dejase de comer por abstinente: sucedió que en la porción de carne, que le traxeron, descubrió en lo interior gusanos, que por ocultos se pasaron sin que los viera la cocinera, viendo los gusanos le pareció que cumplía con la obediencia diciendo, que la carne tenía gusanos mas sintiendo que allá en lo interior le decían, que siendo los gusanos criados de la misma carne faltaba a la obediencia, no comiéndola, se resolvió por no faltar a la obediencia a comer toda la ración de carne con los gusanos que tenía... obedeciendo promta y ciegamente lo que le mandaba su maestra. [...]313




Añadía la crónica que «sin ponderación podemos decir que las carmelitas descalzas de este convento, no solo no comen y beben, ni hablan, sino que al parecer no dan paso, ni tienen movimiento alguno, ni respiración, que no sea por la obediencia abrazando esta importantisima virtud»314.

Una vez aprendida la obediencia como la principal norma de convivencia dentro del monasterio, se reproducida a través de las generaciones como en el caso de la misma madre Natividad, citada anteriormente, que siendo priora:

[...] pasando para el refectorio vido unas tablas de una cama cargada de chinches y recogiendo cantidad de ellas en un papel las llebo a la comunidad ofreciendoles por salsa estos animalillos tan asquerosos, y todas fueron pidiendo para sasonar los platos muy a gusto de sus espíritus, aunque la salza era tan repugnante a la carne, por el asquerozo fetor que despiden de estas sabandijas [...]315




Las prácticas alimentarias estuvieron normadas por las disposiciones de la Iglesia y de las constituciones. Esta normatividad estaba encaminada al sometimiento del cuerpo para hacerlo más obediente a Dios con verdadero espíritu penitencial.

La obediencia a las reglas y a sus superiores permitía a las monjas aspirar, por un camino concreto y claramente normado, a la vida de la perfección. Fue la estructura más sólida sobre la que se sustentaba el funcionamiento de las comunidades religiosas. Había pues que seguir el ejemplo de Jesucristo, quien obedeció hasta la muerte en la cruz316.




El voto de pobreza: «otras religiosas ancianas y pobres viven arrimadas»317


Las almas que generosas

dejan toda vanidad

pueden decir con verdad

mi Dios y todas mis cosas.

Bienes terrenos, ni verlos

la pobreza con primor

logra de ellos lo mejor

que es lo mejor no tenerlos318.





El voto de pobreza se consideraba como «la renuncia voluntaria del dominio de todas las cosas por la perfección». De acuerdo con esta concepción, dicho voto permitiría a las religiosas liberarse de las afecciones que ocasionaba la vida terrenal para dedicarse por entero a su labor espiritual. Para ello se necesitaba de una base material que sostuviera a cada monasterio. La vida contemplativa y la pobreza evangélica que perseguían las religiosas era posible gracias a la posesión de rentas y bienes comunales que permitían su manutención.

Estos bienes, procedentes en la mayoría de los casos de las dotes, eran administrados por un mayordomo que por un lado orientaba las inversiones conventuales de acuerdo con la política que al respecto era señalada desde el obispado. Por el otro lado, rendía cuentas a las prioras o abadesas, quienes a su vez lo remitían con las religiosas encargadas de la distribución y los gastos internos del monasterio.

Se señalaba que ninguna religiosa debía tener «cosa propia»319 , pues esto era contrario a la regla marcada por San Agustín. Sin embargo, se podían poseer bienes que ayudaran al sustento de las monjas, cuando el monasterio no podía cubrir todas sus necesidades. En estos casos la priora podía dispensar que las religiosas «usen y tengan las cosas de su industria o que sus parientes les diesen, pues de ello se sigue el provecho a la religiosa en particular y alivio a la comunidad»320. Ello permitió que con el paso del tiempo la jerarquización de las pobladoras del convento también estuviera definida por la forma de vida que generaba la posesión de ciertos bienes materiales.

Varias eran las formas de cumplir con el voto de pobreza: después de pagar la dote, las monjas que tuvieron posibilidades fundaron capellanías o celebraciones festivas en las que participaba toda la comunidad, cediendo sus bienes a favor del monasterio o de algunas religiosas en particular, ayudando a juntar la dote de alguna niña que quisiere profesar o sosteniendo con su «peculio» o renta a más de una educanda, etcétera. Esto nos da una idea de las posibles y variadas interpretaciones que sobre el voto de pobreza podían existir.

La forma más inmediata de apreciar este hecho es mediante el estudio de los testamentos de las novicias que por decreto debían hacer poco antes de profesar. En él hacían pública «renuncia» a heredar en vida bienes procedentes de parientes y benefactores321 y en el caso de aceptarlos fue común que la monja cediera a favor del monasterio los bienes que ellas, a su vez, habían recibido de sus familiares. Veamos la importancia que este tipo de legados tenían para la religión;

[...] de donde nace también la utilidad de los conventos es que muchas de estas religiosas supernumerarias en las disposiciones que otorgan antes de sus profesiones, disponen de sus patrimonios y caudales a favor de los conventos varias fundaciones de Obras Pías, capellanias y otros legados y limosnas a favor del culto divino o de las monjas y no se puede negar que todo esto sea de utilidad de los conventos porque lo monasterios formalmente no son los muros y fábricas, sino las comunidades de religiosas que los habitan [...]322




Cabe aclarar que las herencias que las monjas recibían, en la mayoría de los casos no fueron muy significativas y que el convento las absorbió de diferentes maneras. De manera particular las monjas supernumerarias, al ingresar debían contar, además de cubrir íntegramente la dote, con algún capital para la compra de sus celdas323 , ya que el monasterio no tenía capacidad de proporcionárselas. Si bien es cierto que otras religiosas pudientes ingresaron al monasterio con esclavas o con la posibilidad de pagar cuando menos una criada, también es verdad que estos bienes serían toda su posesión por el resto de sus días y que en ningún caso generarían la riqueza equivalente a su inversión en el exterior.

El voto de pobreza representaba el vivir únicamente con lo que se consideraba necesario, renunciando a cualquier posibilidad de enriquecimiento. Ellas tenían elementos de comodidad de acuerdo al estatus y prestigio del linaje del que procedían. Para dar una idea aproximada de los elementos de confort que podía ofrecer una celda describiremos la de la madre Ysabel Antonia de la Encarnación monja de velo negro en Santa Catalina:

[...] dos santos Cristos de bronce, cuatro láminas de hojas de lata, dos cuadros grandes, dos ceras de «agnus», dos relicarios, tres rosarios con su medalla, 16 libros, dos petacas, dos cajitas de cedro, dos escritorios de lo mismo, dos cajitas pequeñas, de benecias 18 platos, de china 8 pozuelos, 18 borcelanitas, seis xicaras de sedro, un tintero con todo lo necesario para escrebir, tres pesos de pesar con todo lo necesario, para moler cuatro metates, dos sartenes, otros trastecitos de china. Por muerte de mi sobrina la MRM Juana de los Dolores se me quedaron siete lienzos grandes, seis chicos, una cera engastada en latón, dos cajas de sedro, dos escritorios con escribania, un alajero y otras cosas324.




En muchos casos, al morir la religiosa, sus bienes, por disposición testamentaria, podían pasar a formar parte del capital del monasterio, así como celdas, que podían destinar para alguna monja pobre. También fue común en estos documentos encontrar quienes otorgaban cartas de libertad para las esclavas que habían adquirido como parte de su herencia.

Con la observancia del voto de pobreza se trató de garantizar la administración interna de los bienes conventuales. La distribución de los gastos dentro del convento era responsabilidad de las monjas que ocupaban diversos cargos como los de depositarias, procuradoras y contadoras.

Del conjunto de las monjas capitulares, se elegía a las encargadas de la conaduría, quienes determinaban la política del convento en cuanto al abastecimiento le las provisiones necesarias. El espacio de la contaduría consistía en una celda Bastante iluminada, lugar de reunión de la superiora o abadesa y el grupo de religiosas que la auxiliaban durante su priorato. En ella además de reunirse para tratar puntos previos al capítulo, se resguardaban los libros que la madre contadora levaba sobre los aspectos económicos y los documentos más importantes de la administración conventual dentro del arca de las tres llaves325.

Una de las mayores responsabilidades del consejo residía en supervisar la administración de los bienes que el mayordomo contabilizaba. Por lo regular había «tres madres depositarias» y sus funciones eran varias. Todo lo que ingresaba o salía del convento pasaba por sus manos, ya que eran responsables de la «razón del gasto», de los recibos de despensa y de los del vestuario, entre otros egresos. Eran las encargadas de mantener el equilibrio entre los gastos y los ingresos.

Por lo que se refiere al dinero que las monjas daban en calidad de dotes, las depositarias debían cuidar que ninguna dote se consumiera por entero. Las religiosas podían disponer, en casos de emergencia, hasta de la mitad de la renta que proporcionaba su dote y el resto debía invertirse en los gastos comunes del monasterio. Estas monjas tenían que autorizar también cualquier transacción importante como la compra-venta de celdas y préstamos de dinero al interior y exterior del monasterio.

A la procuradora le correspondía la supervisión del aprovisionamiento del convento. Era también la encargada de los regalos que por alguna festividad daba la comunidad a sus benefactores, empleados y familiares, generalmente en alimentos, como lo muestra la siguiente descripción de la década de 1760:

El día que se hace la fiesta del Smo. Sacramento y la de nuestra Señora del Carmen, al predicador y a los padres que reparten las cartas, porque nos lo hacen de limosna [...] a los mozos y sirvientes y a todos se les da una ollita de camarones, otra de frijoles, otra de leche, a las religiosas se les dan tres ollitas, una de pescado o camarón o gueva, otra de leche y otra de frijoles y la que quiere se lo come y la que no la envía a los suyos; solo hay una diferencia en que el día de Nuestra Santísima Madre se les añade a las religiosas una tasa de conserva, un plato de nueces, un plato de cacahuates y tres biscochos y dos dulces y de todo esto con unos cuantos panecillos benditos los comparten con los suyos326.




Por lo regular cada monja encargada de oficina mayor rendía cuentas y pedía suministros; por ejemplo, las sacristanas que tenían a su cargo la administración de los gastos de la sacristía, quienes vigilaban que siempre hubiese ceras, velas y ceniza, así como los elementos necesarios para el culto divino.

Uno de los argumentos más conocidos de las reformas emprendidas por Fabián y Fuero es el que atacó la «riqueza y el relajamiento» con que las religiosas vivían en sus celdas particulares. Este cuestionamiento dejó entrever dos problemáticas distintas; por un lado, si bien, el «lujo» con la que vivían las calzadas, no correspondía a la austeridad de las carmelitas descalzas o a las capuchinas, sí era acorde con la modestia y comodidad señalada por los patrones culturales y económicos heredados de su ámbito familiar. Por otro lado, esas celdas eran el único sitio en el que se desarrolló la exigua privacidad individual dentro de los monasterios y fue en torno a este punto sobre el que se generó uno de los mayores conflictos de la historia conventual novohispana.

Dentro de los conventos se podían diferenciar dos áreas en las que se desarrolló la vida privada de las religiosas: los dormitorios compuestos de series de cuartos o «tabiques» más o menos homogéneos en tamaño y distribución y las celdas particulares. Este último tipo de habitaciones, en un principio, también ejemplificó la pobreza en la que podían vivir las religiosas; «en lo que toca a la pobreza, se guarda tan sumamente exacta que en la vida de su primera prelada, maestra y fundadora, la Francisca de los Ángeles se pondera que para poder tener a su uso una celda de 30 pies de largo y veinte de ancho y una corta renta anual para el socorro de sus necesidades»327 tuvo que pedir permiso por breve apostólico.

Cuando un convento iniciaba su vida, el área donde estaban todas las camas ocupó una sola área, las monjas para dormir, se separaban de sus compañeras mediante telas colgadas o mamparas de madera como en Santa Rosa, donde se ordenaba que la priora durmiera en los dormitorios donde las camas de las religiosas estuvieren «separadas unas de otras en competente distancia» prohibiendo, la abadesa o la priora que durmieran dos «en una misma cama». Estas restricciones fueron también extensivas, en teoría, a las monjas que poseyeron celdas particulares en los conventos de calzadas.

Con el paso del tiempo, y como lo permitían algunas construcciones, los dormitorios colectivos fueron divididos en celdas individuales por medio de ladrillos. Su número varió según las religiosas permitidas en cada monasterio. El acceso a estas zonas también estaba restringido a las monjas en horarios condicionados. La documentación señala que siempre debería reposar en los «atrios del sueño» una religiosa encargada de mantener el orden y la vigilancia. En el caso de las dominicas, las «celadoras»328 eran las encargadas de mantener el orden y vigilar la compostura de sus «conventuales» al dormir.

Durante los primeros años de vida de los monasterios de calzadas, existía un número limitado de celdas en los dormitorios, pero después, al permitírseles recibir monjas supernumerarias, fue indispensable la existencia de celdas particulares en sus huertas o en patios traseros; su edificación obedeció a los cánones arquitectónicos y al prestigio y posibilidades económicas de la monja. Algunas eran pequeñas y otras medianas, «había otras mui grandes con distintas piezas y oficinas» decían los representantes de las reformas. Un ejemplo nos ilustrará sobre las posibles dimensiones que llegaron a adquirir estas habitaciones:

cuias piezas de que consta es un corredor que le sirve de entrada compuesto con dos arcos de ladrillo que insisten sobre una columna de cantería, una sala de suficiente capacidad con puerta y ventana, mirando al oriente, una alacena, un patio solado de ladrillo con puerta para unos lavaderos, una cosina con puerta, ventana, dos alacenas, escalera de bóveda y dos tiros de gradas de cantería que desembarca en un angosto corredor de cuatro bóvedas de ladrillo y pasamanos de los mismo, pasa a otra sala relacionada con la baja y a sus espaldas un oratorio con ventana al sur, un tinajero y una azotehuela apretilada de ladrillo329.




Cada celda individual reproducía, de alguna manera, las características del estatus social al que pertenecía la religiosa, al contar con espacios diferenciados como «salas principales» que miraban al claustro, al portal o al patio, o los «oratorios y las salas para dormir». La variedad de piezas y su ubicación también eran sinónimo de un nivel determinado de vida; así en lugares menos visibles, se ubicaban las cocinas, y en la parte trasera, los espacios donde la domesticidad se revitalizaba día a día en los lavaderos y zotehuelas.

Uno de los puntos más problemáticos de la reforma fue el cuestionamiento de la pobreza con el argumento de que no todas las religiosas tuvieran una celda individual donde dormir. Esto fue expresado claramente en las disposiciones diocesanas de la siguiente forma:

Una monja suele tener una o dos celdas, que son una o dos casas, tan propias que las puede vender con escritura de traslación de dominio y uso, arrendar, dejarlas por herencia o cargarlas de censo [...] en contraste, otras religiosas ancianas y pobres viven arrimadas a éstas, expuestas a que la señora las eche fuera de la celda si la enfadan330.




Efectivamente no todas las supernumerarias tenían celdas particulares, pues algunas compartían el dormitorio con algunas monjas de número, como señaló el vicario de los monasterios después de su visita:

es cierto que los dormitorios, tabiques, o aposentos no son tantos que alcancen para que duerman en ellos todas las religiosas de número y supernumerarias, pero también lo es que muchas religiosas de número ancianas, y enfermas, con licencia de los prelados duermen en sus celdas y sus aposentos o quartos que quedan vacos se les dan a las supernumerarias y de este modo las modernas no tienen de piezas separadas en que dormir, i las ancianas o enfermas padecen el desconsuelo de privarse de mayor comodidad para su curación331.


Retrato de monja capuchina, col. Museo del ex convento de Santa Mónica, INAH



Coro bajo del ex convento de Santa Mónica, c. 1680, al centro la escalera que conduce a la cripta, INAH



Coro alto del ex convento de Santa Mónica c. 1680, INAH



Coro alto del ex convento de Santa Mónica c. 1680, INAH


Detalle de la alegoría al Dulcísimo Esposo. Las ovejas representadas con velos negros simbolizan a las mojas de velo negro y las de velo blanco a las novicias,
col. Museo del ex convento de Santa Mónica, INAH


Virgen protegiendo bajo su manto a las religiosas carmelitas, siglo XVII,
col. Museo del ex convento de Santa Mónica, INAH



Milagro obrado por la virgen de Guadalupe en la persona de la M. R. M. Jacinta Nicolasa del señor san Joseph
religiosa de velo negro del convento de Santa Catarina de Sena de la ciudad de Puebla,
12 de dic. de 1755, col. Museo del ex convento de Santa Mónica, INAH



Claustro de Santa Rosa, c.1740.
Actualmente Museo de las artesanías del estado de Puebla.


En otros casos, la celda particular era compartida por mujeres seglares con quienes las monjas hacían su vida «familiar». La desarticulación de estos espacios significaba la descomposición de núcleos familiares cohesionados por afectos y costumbres, lo que fue uno de los puntos de mayor controversia durante la reforma. Específicamente la salida de las niñas y las sirvientas originó una serie de inconformidades al respecto, pues ellas argumentaban que lejos de ser una falta el compartir las celdas era un acto de caridad ya que;

por que todas gozan de las celdas de las religiosas mayores bajo cuya tutela o patrocinio entran en la religión y comúnmente las llaman sus madres, o bulgarmente sus nanas, que es un genero de maternidad charitativa y religiosa, y un vínculo de tan estrecho respeto y mutuo amor como la legítima adopción, y esta caritativa maternidad es perpetua pues dura toda la vida [...]332




Al igual que los dormitorios, las celdas «particulares», fueron lugares en que se expresaban las formas de privacidad máxima dentro del convento. En algunos casos fueron los espacios en donde las religiosas con inclinaciones místicas se acercaban a su amado. Así se muestra en la biografía de una religiosa notable de La Concepción;

N. S. la separo de si y le dixo que tratara de buscar a su esposo, y que lo hallaría en la soledad donde la comunicaria con intimidad sus favores: y así aparto habitación Geronima fabricando una pequeña celda de solo un aposento con una ventanilla al patio principal (y es hoy el que llaman de las Abbadesas) y aqui se retiró con tal abstracción del trato de criaturas, que a ninguna comunicaba y no salía de su celdilla, sino para el choro y actos de comunidad, gastando en ella las horas que sobraban de sus fervorosos ministerios en oración y exercicios de mortificación [...]333




La celda constituía el microcosmos íntimo de las religiosas, duplicaba y sobredeterminaba la personalidad de quien la habitaba. Era una construcción, pero también una habitación, un hogar que resguardaba en un sentido profundo, era el simbolismo fundamental de la intimidad. Estas monjas que vivían cómodamente, que adornaban sus atuendos o financiaban las fiestas del santo de su preferencia, proyectaban su posición social dentro y fuera del monasterio.

Las celdas fueron utilizadas también como espacios de retiro de las religiosas enfermas que tenían sirvientas, de hecho, eran los espacios más íntimos con el que contaban. Ellas las decoraban según su gusto y posibilidades y convivían con sus niñas, mozas o parientes. Las reformas de Fabián y Fuero eran implacables al respecto pues ordenó que se derrumbaran las galerías de celdas individuales, argumentando que lejos de ser habitadas por una sola monja había en ellas hasta tres camas. Hacia octubre de 1769, el prelado reformista empezó la visita a los conventos de calzadas de la ciudad. Una monja relatora en Santa Inés cita que:

fue la única visita que en todos los ocho años que gobernó nos iso a todas, y entró con el vicario, el probisor y el maestro mayor de arquitectura a disponer y mandar se echaron abajo muchos edificios de seldas y ermitas que teniamos destinadas para el retiro de dies dias de ejercicios para que se isieran con toda brevedad las oficinas para al practica de la vida común [...]334




Ochenta albañiles ejecutaron el destrozo de los claustros conformados por los conjuntos de celdas particulares, justificando tal intromisión la necesidad de «hacer más grande la huerta del monasterio». La desaparición de estos espacios significó la modificación de la composición de las pobladoras del convento. Al salir las niñas, las sirvientas y las familiares y reducirse el número de legas, cobrarían más fuerza los espacios colectivos utilizados por un conjunto social menos diferenciado.

Uno de los resultados de las reformas conventuales fue la modificación de las áreas privadas al alterar la estructura arquitectónica que los conventos habían adquirido entre los siglos XVII y XVIII. Se cambio la arquitectura interna del monasterio al pretender que las monjas vivieran como nunca habían vivido, pues las normas de Borromeo y las constituciones señalaban la posibilidad de dividir sus dormitorios y utilizarlos privadamente. Esta fue la mayor alteración de la vida privada y la estructura conventual. María Margarita de la Santísima Trinidad argumentó que la acción emprendida por Fabián y Fuero pretendía cuestionar su libertad:

[...] permitiéndonos esta (constitución) tener celdas quasi todas las mandó derrivar su Ilma. haciendo crecidos gastos al Convento para tirar el dinero que gastaron nuestros padres y parientes en fabricar celdas, todo esto sin voluntad nuestra [...]335




Las reformas a los conventos de calzadas en la Nueva España intentaron romper con un modelo cultural que se había conformado durante más de doscientos años. Este se sustentaba en manifestaciones de religiosidad familiar y privada y en una forma determinada de vida cotidiana exteriorizada de diversas formas, mismas que la corona trató de suprimir en el siglo XVIII.

En síntesis las áreas que se afectaron fueron las de sociabilidad pública; locutorios, tornos y porterías; las de sociabilidad colectiva interna, los claustros, el refectorio, las enfermeras y las zonas de mayor privacidad; las celdas de numerarias y supernumerarias. Su destrucción o modificaciones debieron indignar no sólo a las religiosas sino a sus parientes, pues significaba el fin de un estilo de vida. Socialmente se alteraron las posibilidades de comunicación del convento con el exterior, las pautas de comportamiento de las comunidades con el cambio de confesores, la redistribución de oficios en torno al «gran claustro» y de manera por demás grave, la convivencia familiar interna con la expulsión de niñas y mozas y el derrumbamiento de las celdas.

La decisión de reformar la vida de las religiosas se produjo de manera brusca, por participación personal de los dos mitrados que ocuparon las más importantes diócesis novohispanas hacia 1770. El arzobispo Lorenzana y el obispo Fabián y Fuero de Puebla, pusieron en marcha el proceso de reforma conventual que acarrearía tantas complicaciones y asestaría un golpe definitivo al sistema que en el claustro se había practicado durante más de doscientos años336.

Entre 1765 y 1773 se registraron diversas reacciones por parte de las monjas de las ciudades de Puebla y de México ante la imposición de las reformas. Estas reacciones tuvieron diferentes matices y consecuencias, apelando a diferentes instancias como lo fueron la real audiencia y el mismo concilio. Éstas, a su vez, y con la aprobación del rey, acordaron hacer investigaciones y conocer mejor la situación de cada monasterio. Las monjas se quejaban de ser presionadas por las superioras y por el obispo para aceptar modificaciones en sus condiciones de vida con el pretexto de restaurar la «vida común».

En oposición a la aplicación violenta de estas reformas, se llegó a la mayor infracción de la clausura de que se tiene conocimiento: «El 11 de febrero del dicho año el alboroto de las monjas de santa Inés sobre la vida recoleta (vida común) debióse a que unas la querían seguir y otras no». En las visitas promovidas por las autoridades se solicitaba la firma de las monjas como señal de aceptación y conformidad. Sin embargo, el enojo surgió a raíz de la falsificación de las firmas de las que se negaban a aceptar tales cambios337 . El enfrentamiento estalló cuando:

El 11 de febrero hubo un alboroto de las monjas de Santa Ynés [...] pedían auxilio por las azoteas y repicaban las campanas [...]338




Algunas monjas amenazaron incluso con salir a la portería del convento y llamar a la gente para que escuchara sus quejas. Como reacción ante este intento de rebeldía y ruptura de la clausura «al otro día las puertas del convento amanecieron tapiadas», no sin antes haber intervenido la fuerza pública para derribar los tabiques de las celdas individuales339. De las doce monjas involucradas en el levantamiento fallecieron dos.

Dramática resultó particularmente le expulsión de las niñas seglares de los conventos. Varias fueron las opciones propuestas. Algunas pudieron quedarse en los colegios como en el caso de San Jerónimo de Puebla340. Otras, las más ancianas y enfermas, se limitaron a vivir de la limosna de cuatro pesos mensuales que el obispo les asignó341. O en otros pocos casos, por excepción, se les permitió continuar enclaustradas porque su edad les permitía servir bien a la comunidad.

Después del incidente del motín de las «meses» y de otras airadas protestas, las autoridades resolvieron continuar paulatinamente con la introducción de la vida común, misma que las nuevas profesas jurarían seguir el resto de sus vidas. Esto significó que por algún tiempo continuaran viviendo «apasionadas»342 y recoletas en los mismos claustros de calzadas.



FIN DE LA SEGUNDA PARTE

https://www.cervantesvirtual.com/obra-visor/los-conventos-femeninos-y-el-mundo-urbano-de-la-puebla-de-los-angeles-del-siglo-xviii--0/html/f223785a-9573-4396-b1a4-c9bb4cbeadb4.html

 


























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