viernes, 31 de mayo de 2019


EL POEMA DEL

MÍO CID


Héroe castellano de la Reconquista, Rodrigo Díaz de Vivar debió ser un militar sobredotado que gracias a sus hábiles estrategias obtuvo notables triunfos sobre las huestes árabes y ganó posiciones importantes para los cristianos. Su enorme competencia guerrera se vio reflejada desde muy temprano en la poesía popular, tanto entre los cristianos como entre los moros. El realismo del poema puede deberse a la contemporaneidad con los hechos históricos narrados, pues se cree que fue compuesto en una primera instancia por un juglar cuya patria se situaba entre San Esteban de Gormaz y Calatayud entre los años 1103 y 1109, cuando apenas había fallecido el Cid Rodrigo Díaz de Vivar, en el año 1099, a los cincuenta y seis años de edad. Después, hacia el año 1140, cuando ya habían muerto todos los personajes que aparecen en el poema, un juglar de Medinaceli o sus alrededores se encargó de completar la segunda parte del texto y elaborar casi toda la tercera. Es casi seguro que, entre estos dos autores principales, haya habido interpolaciones de otros juglares, quienes lo divulgaron y enriquecieron con datos históricos y detalles geográficos. El poema está escrito en versos que oscilan entre las diez y veinte sílabas –es lo que se llama métrica irregular-; todos los versos tienen cesura intensa –quiere decir que están divididos por la mitad- y rima asonante –que no riman las consonantes sino sólo las dos últimas vocales de los versos-. Vamos un pequeño ejemplo donde marcamos la cesura  de los versos con el siglo ||, y señalamos la rima subrayando las vocales, el pasaje se refiere al momento en que el Cid sale de Vivar para el destierro.

De los sus ojos tan//fuertemente llorando,
Tornaba la cabeza//y estábalos catando.
Vio puertas abiertas//y postigos sin candados,
Alcántaras vacías,//sin pieles y sin mantos,
Y sin halcones//y sin azores mudados.
Suspiró mío Cid//pues tenía muy grandes cuidados.
Habló mío Cid//bien y tan mesurado:
“¡Gracias a ti, señor padre,//que estás en alto!
¡Esto me han vuelto//mis enemigos malos!”
           
            Resulta conmovedor que,  en medio dela desgracia, desterrado por las intrigas del conde García Ordóñez y sus secuaces leoneses –los mestureros o calumniadores-, cuando mira su casa abandonada, el Cid tenga la serenidad y la fuerza moral de dar gracias a Dios y señalar el daño que le han causado sus enemigos malos.
            El poema llegó hasta nosotros gracias a una copia del siglo XIV –en concreto del año 1307- que hizo un sujeto cuyo nombre es Per Abbat, probablemente un jurista que resaltó en el texto los pormenores relativos al derecho y el respeto por las instituciones. Consta de 3730 versos y sólo le falta una hoja del principio y dos páginas del interior. Estas lagunas fueron subsanadas por el estudioso del siglo XX, Ramón Menéndez Pidal, quien copió los hechos de una versión que se encuentra inserta en la Crónica de veinte reyes.
            El poema del Mío Cid consta de tres partes: 1. El destierro. Que iría desde el primer verso al verso 1084. 2. Las bodas de las hijas del Cid. Desde el verso 1085 al 2277, 3. La afrenta de Corpes. Desde el 2278 al 3730.

El Destierro

Enviado por el rey Alfonso VI para cobrar las “parias” –tasas, impuestos o tributos que los reyes musulmanes de España, pagaban a los reyes cristianos-, el Cid no sólo cobró los tributos que le fueron encomendados, sino que deshizo un complot armado del conde García Ordoñez, de Fortún Sánchez, cuñado del rey de Navarra, de su hermano Lope Sánchez, del castellano Diego Pérez y otros poderosos hombres de la corte cristiana para que el moro Almutamar, rey de Granada, se lanzase contra Almutamiz, rey de Sevilla, tributario también del rey Alfonso. Puso en evidencia a las huestes cristianas que sembraban la confusión y en el castillo de Cabra le mesó la barba –le perdió el respeto-, al intrigante conde y a sus partidarios para que dieran cuenta de sus malas acciones en una pelea singular” (o duelo). Pero ninguno de estos respondió al desafío y después de tres días de prisión, en cuanto fueron liberados acudieron a medrar en contra de Rodrigo Díaz y ponerlo mal ante el rey. Algunos años después, cuando el Cid demandó justicia y se hicieron las cortes para enjuiciar lámala acción de sus yernos, los condes de Carrión, Rodrigo Díaz de Vivar le habría de recordar públicamente al conde García Ordoñez su cobardía:
¿Qué tenéis conde//que decir de mi barba?
Que desde que nació//con honor fue criada;
que por hijo de mujer//nunca jamás fue mesada,
no me la mesó//hijo de moro ni de cristiana,
como yo os la mesé, conde//n el castillo de Cabra.
Cuando tome a Cabra//y a vos también por la barba;
no hubo entonces muchacho,//que no mesó su pulgada;
de la que yo os mesé//aún se os nota la falta.
¡Aquí la traigo yo//en esta bolsa alzada.

            Aclamado por los musulmanes de Sevilla, quienes lo colmaron de obsequios, el Cid regresó a la corte y aparentemente fue bien recibido por el rey. Casi de inmediato, Alfonso VI organizó una expedición en contra de otros reyes moros de Andalucía, pero el Campeador enfermó de gravedad y no pudo acompañarlo. Entonces el rey le encomendó el resguardo de la tierra y se marchó a la campaña bélica. Mientras estaba lejos, los moros entraron a los territorios cristianos, causaron grandes daños y le pusieron cerco al castillo de Gormaz. No muy bien recuperado de su enfermedad, el Cid juntó a sus mesnadas y salió para combatir a los invasores en San Esteban. Los derrotó en todas las escaramuzas por los alrededores de Toledo, capturó a más de siete mil prisioneros y obtuvo normes ganancias con sus victorias. Por enésima vez, la envidia y la suspicacia de sus enemigos encontraron el pretexto idóneo para envenenar la voluntad del rey. Rodrigo Díaz se percató que las calumnias en su contra habían progresado a tal punto que Alfonso VI decretó su destierro sin darle oportunidad de defenderse de las falsas acusaciones: lo culparon de haber quebrantado la paz con los moros pacificados en su propio beneficio; lo culparon de no entregar completos los tributos y de haberse quedado con muchos regalos que no le correspondían. “El rey como estaba muy sañudo e mucho irado contra él, creyólos luego”; su recelo ante la creciente popularidad del caballero castellano, su resentimiento por la jura de Santa Gadea –donde el Cid hizo jurar a Alfonso VI su inocencia en la muerte de su hermano, el rey Sancho de Castilla- y la envidia de los leoneses Álvar Díaz, Pedro Ansúrez, los beni-Gómez y, a la cabeza de todos, García Ordoñez, consiguieron que el Campeador cayera en desgracia. El destierro “como una pena de los infanzones y ricos hombres” era un castigo demasiado severo. Se trataba del rompimiento de un pacto feudal de vasallaje legalmente sancionado y anterior a los tiempos del absolutismo regio. En él se contemplaba que cualquiera de las dos partes podía, en el momento que así lo deseara, romper sus vínculos y desnaturarse de su señor o éste retirarle la gracia y los beneficios otorgados, sin llegar a la confiscación de los bienes. Al salir de los dominios del que fuera su “señor natural”, el Cid renunció incluso a otro de sus derechos: con Alfonso, mío señor, non querría lidiar, es decir, renunció a “correrle su tierra y la de sus vasallos”, a hacerle la guerra, no obstante que sus bienes le fueron enajenados y debió salir sin dineros. Llegó, de este modo, el momento de la despedida triste:
Llorando de los ojos//como no visteis tal
así se parten unos de otros,//como la uña de la carne.

           Encargó con el abad don Sancho, en el monasterio de San Pedro de Cardeña –donde Jimena se había refugiado- a su mujer y a sus hijos Diego, Cristina y María –en el poema solo aparecen sus dos hijas- y se apresuró a salir de las tierras cristianas antes de que se cumpliese el plazo de nueve días, fijado en la sentencia. Lo seguían sus vasallos y parientes, sobre quienes también recaía, voluntariamente, la pena de su señor inmediato.
            En una estrofa anterior, controvertida por su significación real, se describe “dramáticamente” la escena de la salida (el adverbio no es gratuito: hay que tener en cuenta, como nos recuerda Dámaso Alonso, el enorme valor representativo o teatral de la poesía juglaresca):
Mío Cid Ruy Díaz por Burgos entró;
en su compaña cuarenta pendones; [séquito]
exiénlo ver mugieres y varones, [lo salen a ver]
burgueses e burguesas por las fenestras son; [ventanas]
llorando de los ojos
tanto avíen el dolor;
de las sus bocas todos dizían una razón:
-“¡Dios, que buen vasallo, si oviesse buen señor!” [tuviese]

            En la actualidad se cree que los burgueses y burguesas no se pueden sustituir por “burgaleses y burgalesas” como se venía haciendo tradicionalmente en las ediciones del Poema del Mío Cid puesto que el sustantivo no es un gentilicio sino que se refiere a ciertos estamentos sociales de la población feudal, opuestos por ejemplo a los bellatores o guerreros, a los oratores o monjes y a los laboratores dentro de los que cabía una gran variedad de trabajadores citadinos.
            Salvo Martín Antolinez que alimentó al Cid y a sus hombres, ningún otro de los curiosos pudo socorrer al Campeador o venderle alguna vianda. Se había decretado la pena de muerte para el que intentase ayudarlo. Una niña de nueve años, llena de inocencia y valentía, sería la encargada de comunicarle al Campeador la penosa nueva:
¡Ya, Campeador, que en buena hora ceñistes espada!
el Rey lo ha vedado, anoche de él llegó su carta
con gran recabado e fuertemente sellada.
No os osaremos abrir, ni coger para nada;
si no perdiéramos los bienes y las casas
e además los ojos de las caras.
Cid, en el nuestro mal vos no ganas nada
más el criador vos valga con todas sus virtudes santas.

            Finalmente, mediante una estratagema que consuma en Santa María el burgalés Martín ,
Llenaron unas arcas de arena y tentando la avaricia de los prestamistas que las creyeron repletas de  joyas pues llevaban “Los guardamecís bermejos//y los clavos bien dorados”, las recibieron en prenda como garantía del capital con el que los castellanos desterrados pudieron iniciar su campaña en tierras de moros. Obtuvieron trescientos marcos de oro y trescientos de plata; “trescientos” significaba lo que hoy la palabra “mil”. Por eso, cuando las huestes cristianas tomaron el castillo de Alcocer, el juglar describe: “En una hora y un poco de lugar//trescientos moros matan”; lo mismo cuando el Cid pasó revista a sus tropas, sin contar a los peones, vio “trescientas lanzas” de caballeros calificados puesto que todos llevaban las banderas de sus linajes:
Aún era de día,//no se había puesto el sol;
mandó  ver a sus gentes//mío Cid el Campeador.
Sin las peonadas,//hombres valientes que son,
contó trescientas lanzas,//que todas tienen pendones.

            A pesar de la argucia para hacerse del dinero, Rodrigo Díaz se mantuvo al margen de la mentira y su integridad moral quedó incólume. (“DE noche lo lleven,//que no lo vean cristianos/véalo el Criador//con todos los sus santos;/yo más no puedo//y a la fuerza lo hago”).
            Después de los preparativos, al Cid le fue dado en sueños un magnífico augurio. Aun cuando el suceso haya ocurrido mientras el héroe dormía, los críticos de la literatura han considerado que se debe clasificar entre los pocos elementos fantásticos del poema, cuya característica dominante es el realismo. Rodrigo Díaz soñó que el arcángel Gabriel le decía:
Cabalgad Cid,//el buen Campeador
Que nunca en tan buen punto//cabalgo varón;
Mientras que viviereis//bien saldrá todo a vos.

            En poco tiempo las huestes del Campeador ganaron Castejón y recibieron enormes ganancias por esta primera conquista. Al Cid le correspondieron tres mil marcos y a cada uno de sus hombres cien, a los peones la mitad. Sin embargo por estar cerca de las tierras del rey Alfonso, el Campeador prefirió seguir adentrándose en tierras de moros hacia Zaragoza y evitar un enfrentamiento con las huestes del rey. Se fue de Castejón, pasó Ariza, Cetina, Alhama, Bubierca y Teca. En el Jalón puso sitio al castillo de Alcocer. En quince semanas no logró tomarla fortaleza y se vio precisado a utilizar una estratagema:
Cuando vio mío Cid//que Alcocer no se le daba,
Él hizo un plan//y no lo retardaba:
Deja una tienda hincada//y las otras llevaba;
Cogió Jalón abajo,//la su enseña alzada,
Las lorigas vestidas//y ceñidas las espadas,
A guisa de hombre prudente//por sacarlos a celada.

            Fingiendo que levantaban a toda prisa el sitio y huían dejando en el camino algunos pertrechos, los castellanos despertaron la codicia de los moros sitiados. Éstos salieron de sus bastiones y, por la ambición de un botín que parecía estar a su alcance, dejaron desamparadas las puertas y atalayas.
Ha fallado a mío Cid//el pan y la cebada;
Las otras con trabajo lleva,//una tienda es dejada.
De guisa va mío Cid//como si en derrota escapara.
Demos salto a él//y haremos gran ganancia,
Antes que le prendan los de Torrer,//si no, no nos darán de ello nada.

            El emir de Valencia sintió mucho la pérdida y se decidió a recuperar Alcocer. Envió un numeroso contingente al mando de los emires Fáriz y Galve, quienes pusieron sitio a la fortaleza. Al cabo de tres semanas, cuando empezaban a escasear el agua y los alimentos, el Campeador y sus mesnadas salieron para combatir a los sitiadores. Los derrotaron estrepitosamente y obtuvieron un inmenso botín. Para demostrar su fidelidad al rey Alfonso VI, Rodrigo Díaz mandó a Minaya Álvar Fáñez con un rico presente de treinta caballos aderezados para el monarca y dinero para el monasterio de Santa María donde se encontraba hospedada su familia. El rey aceptó el regalo, perdonó a Minaya y lo autorizó para reclutar hombres en Castilla.

            El Cid y sus mesnadas se reforzaron con los hombres que llevó Minaya; luego incursionaron por Teruel, sometieron al emirato de Zaragoza, llegaron a Alcañiz, pasaron el castillo de Monzón, atravesaron Huesca y, subieron por las montañas de Morella. Estaban en las tierras protegidas por el conde de Barcelona, Ramón II “el Fraticida”, quien enfrentó por segunda vez a Rodrigo Díaz de Vivar y nuevamente fue derrotado y hecho prisionero. Estos sucesos debieron ocurrir en realidad, cuando el Campeador hacia una campaña contra el emir de Lérida, en el año 1090. El poema dice que en aquella ocasión el Cid obtuvo la famosa espada de nombre Colada, cuyo valor se estimó en mil marcos. En su prisión, el conde Ramón Berenger se puso en huelga de hambre hasta que el Cid lo convenció de que comiera, le dio la libertad y lo envió para Barcelona. Así termina la primera parte del Poema del Mío Cid en el verso 1084.


Las bodas de las hijas del Cid
La segunda parte da inicio con una frase que resume el estado en que se encontraban el Cid y sus huestes “tan ricos son los sos, que no saben que se han”. En efecto, tan ricos eran sus hombres, y Rodrigo mismo que ni siquiera sabían lo que tenían. Iniciaron de este modo su cuarta campaña bélica del destierro. Dejaron las tierras de Zaragoza y los territorios de Barcelona, avanzaron por Huesa y Monte Albán, se dirigieron a la costa para ganar Xérica, Onda, Almenara y Burriana –así lo dice el poema, aunque la realidad histórica indica que esta región se ganó mucho después que valencia, en el 1098, un año antes de la muerte del Cid-. Tomaron Murviedro y penetraron de lleno n el poderoso emirato de Valencia. El emir de Valencia cercó al Campeador en Murviedro. Rodrigo Díaz buscó refuerzos en las ciudades vecinas que había dejado, juntó a todos sus hombres y con una táctica ideada por Minaya Álvar Fáñez deshizo el cerco y venció a los moros. Siguió incursionando por el sur de Valencia, ganando territorios y poblaciones en una victoriosa campaña que duró tres años. Al cabo de este tiempo, reforzado por los cristianos establecidos en el norte, el Cid ganó Valencia, pese a la ayuda del rey de Marruecos y de Sevilla –Sir ibn Abu Bekr había conquistado Sevilla en el año 1091-, quien intentó recuperarla con treinta mil hombres. Otra vez, las ganancias son inmensas, tan grande fue el botín y tanta la riqueza acumulada por los castellanos que Rodrigo Díaz se vio en la necesidad de fijar la pena de muerte y la confiscación de bienes para todo aquel que abandonare la campaña sin permiso de su señor. Debía mantener el tamaño de su ejército para afianzar la posesión del reino de Valencia.
            El Cid se sostuvo como modelo de abnegación y vasallaje con estricto apego al derecho y gran respeto por las instituciones. Aunque ya era el caballero “de luenga barba”, decidió no volver a recortarla hasta no recuperar la gracia del rey Alfonso VI. Le envió un nuevo presente –cien caballos con sus sillas, palafrenes y demás arreos- y le solicitó permiso para que doña Jimena y sus hijas se trasladasen a Valencia con él. El reino se encontraba asegurado por los cristianos y la amenaza de una reconquista por parte de los árabes estaba totalmente conjurada, al grado que las autoridades eclesiásticas de Toledo consagraron a don Jerónimo como obispo de Valencia.
            Minaya Álvar Fañez no encontró al rey en Castilla y lo fue a buscar a la villa de Carrión. LO halló saliendo de misa y le hizo entrega de los obsequios. Fue enorme el gusto del rey Alfonso, y tanta la admiración de los presentes por la gloria y las riquezas obtenidas, que el conde García Ordoñez no pudo ocultar su envidia. El rey dijo:
“De tan grandes ganancias, como ha hecho el Campeador,
¡Así me valga San Isidro!, pláceme de corazón,
Y pláceme de las nuevas, que hace el Campeador;
Recibo estos caballos//que me envía de don”

El narrador del poema dice: ”Aunque plugo al rey,
mucho pesó a García Ordoñez”, quien exclamó:
¡Parece que en tierra de moros//no hay vivo hombre,
Cuando así hace a su guisa//el Cid Campeador!

Entonces dijo el rey al conde:
Dejad esa razón,
Que en todas guisas//mejor me sirve que vos.

            El rey concedió las licencias para que la familia del Cid se trasladara a Valencia, dio los respectivos salvoconductos y decretó el amparo para que marcharan bajo su custodia hasta Medina del Campo, el límite de sus tierras. También dio autorización para que todo aquel vasallo que quisiese marchar con el Cid lo hiciere sin mengua de su heredad. Al mirar tantísima riqueza y la oferta del rey, los infantes de Carrión comenzaron a fraguar “un matrimonio de pro” con doña Elvira y doña Sol, las hijas del Campeador.
            El narrador del poema despliega toda la parafernalia cortesana de los caballeros medievales para hacer la relación del traslado de doña Jimena y su familia. Los recursos literarios están encaminados a engrandecer la figura del Cid, quien recibió al numeroso contingente que custodiaba a su esposa y a sus hijas montando en el legendario Babieca. También aparecieron por ahí los judíos Raquel y Vidas reclamando el adeudo que el Campeador tenía con ellos; se daban por satisfechos con la devolución del capital y dispuestos a perder los intereses. No se menciona en el poema que se les haya cubierto el pago y la crítica posterior ha supuesto que los autores olvidaron cerrar esta historia porque no tenía importancia para la sociedad de la época.
            Transcurrieron los días y, ya instalada la familia, se presentó la amenaza de una nueva intentona del rey marroquí para recuperar Valencia. El ejército moro de cincuenta mil hombres iba comandado por el general Yucef. Nuevamente a prueba, el Cid volvió a mostrar su habilidad militar; venció a los musulmanes, cobró un inmenso botín y le envió al rey Alfonso otro presente: doscientos caballos aderezados y la lujosa tienda de Yucef. Otra vez García Ordoñez fue incapaz de reprimir su envidia: “el Cd vence a los reyes del campo como si los hallase muertos”. Alfonso VI premió a los mensajeros del Campeador, luego, a petición de los infantes de Carrión, los envió con la solicitud de que Rodrigo permitiera las bodas de sus hijas, y convocó a vistas en la orilla del Tajo para que se encontraran él y el Cid.
            El encuentro también da ocasión a los juglares para lucir las galas y los atributos de los personajes. El rey Alfonso se encontró con un Rodrigo Díaz de Vivar engrandecido por sus victorias y la riqueza cobrada en todos los años de su destierro, sin embargo, nada pagado de sus triunfos, el castellano besó las manos del rey y aún estuvo por besarle los pies hasta que el rey lo contuvo: “el que en buena hora nació” demostró una fidelidad a toda prueba –“Merced os pido a vos mi natural señor/así estando dedesme vuestro amor/que lo oigan cuantos aquí son”-. Alfonso perdonó al Cid del destierro –“Esto haré de alma e de corazón/aquí vos perdono y dovos mi amor”- y propuso los matrimonios. Rodrigo aceptó las bodas de sus hijas con los infantes d Carrión, quienes acudieron a besar su mano pero, recelando de su sinceridad, se negó a entregarlas él mismo, no obstante que el rey se esgrimió como fiador de las uniones. El Cid nombró padrino a Minaya Álvar Fañez y le pidió que se hiciera cargo de entregar a doña Elvira y a doña Sol. Hizo un rico presente al rey Alfonso y regresó a Valencia para preparar el ánimo de doña Jimena y sus hijas. Muchos hombres volvieron con el Campeador; se prepararon las fiestas para las bodas y los últimos versos de esta segunda parte se encaminaron a atenuar las suspicacias por las uniones de las hijas del Cid con los infantes de Carrión, Zamora, Saldaña y Liévana.
La afrenta de Corpes
Aunque se dice que esta parte fue compuesta muchos años después de muerto el Cid y todos los personajes del poema, en especial los infantes de Carrión a quienes podía ofender el relato, es muy probable que ni ellos ni García Ordoñez pudieran luchar contra la corriente popular y que al menos en forma subrepticia muchas de las burlas a sus personas anduvieran desde el principio entre los juglares. Las alusiones a “los enemigos malos” y las palabras de Jimena su esposa –“por malos mestureros//de tierra sois echado”-, se refieren a sucesos que todos los oyentes conocían, pero que están implicados en el poema. Alfonso VI rey de León, llegó al trono de Castilla por la muerte de Sancho, su hermano, quien fue asesinado arteramente por el traidor Bellido D´Olfos. Se suponía que uno de los principales rencores de Alfonso contra el Cid provenía del juramento que éste le tomó. Los detalles de la “Jura de Santa Gadea”, una pequeña iglesia de Burgos –do juran los hijosdalgo- a cuya patrona, Santa Gadea, se confiaban estos menesteres, están en la leyenda. El rey leonés Alfonso VI tenía obligación de dejar satisfechos a los principales caballeros castellanos de su inocencia en el asesinato de Sancho II, su hermano muerto en el cerco de Zamora. Era vox populi que el propio Alfonso había tramado el magnicidio desde su destierro en Toledo, en flagrante acuerdo con su amante y hermana doña Urraca. Estos rumores se decían incluso en monasterios como el de Oña y el de Silos, regido este último en aquellos días por el anciano Santo Domingo. Conforme a las leyes, el alférez del rey muerto –era el Cid- debía encabezar esta demanda, mientras el nuevo rey, acompañado de doce compurgadores –conjuradores- elegidos entre sus principales vasallos, juraba tocando los Evangelios o algún otro objeto sagrado. Luego de lo que en términos jurídicos se llamaba confusión:
Pues si vos mentira yurades, plega a Dios que vos mate
un traidor que sea vuestro vasallo, así como lo era Bellido D´Olfos del rey don Sancho.

            El rey contestaba “amén”, y el ritual se repetía tres veces. Dicen los juglares que Alfonso VI palideció y luego se negó a dar su mano para que la besara el nuevo súbdito.
¡Muy mal me conjuras, Cid!
¡Cid, muy mal me has conjurado!
Porque hoy le tomas la jura
a quien les has de besar la mano.
Vete de mis tierras, Cid,
mal caballero probado,
y no vengas más a ellas
dente este día en un año.

Romancero, xlvi, 49-56.

            Sabemos que el Cid no salió desterrado en ese momento ni por esa causa pues sólo estaba cumpliendo con un requisito legal que Alfonso VI entendía perfectamente –la posteridad juglaresca no comprendió el aspecto convencional de la ceremonia germánica- de modo que el nuevo rey no sólo juró de buen grado sino que más tarde distinguió al Cid con un ventajoso casamiento; lo unió con la asturiana Jimena Díaz, su sobrina de ascendencia regia y, con estas bodas empezó una política de fusión entre castellanos y leoneses por la vía de los matrimonios. Esta fusión, sin embargo se realizó al parecer con enormes desventajas para la nobleza castellana, tal como lo refleja el Poema del Mío Cid. El clima antileonés del texto nos muestra una tensión de las relaciones entre los grupos étnicos y políticos que luchaban entre sí por el favor del rey. Si en un principio fueron omitidos los actos y los nombres de los “mestureros”, en la segunda y tercera partes fueron exhibidos sin ambages porque ya estaban incorporados a la tradición y era útil seguir evitando sus menciones. En la realidad histórica, las hijas del Cid, Cristina y María Rodríguez nunca se casaron con los infantes de Carrión, quienes llevaban este sobrenombre de infantes como lo llevaban en el siglo XI todos los nobles de esta alcurnia. Un par de siglos después, el sobrenombre de “infante” sólo quedaría reservado para los hijos de los reyes. Los infantes de Carrión eran sobrinos de Pedro Ansúrez, el Conde Carrión, Zamora, Saldaña y Liévana; y ni siquiera eran los herederos del mayorazgo en su familia pies tenían un hermano mayor, Asur González. La leyenda debió ensañarse con ellos por alguna causa que hoy desconocemos. Las hijas del Cid se casaron en realidad con Ramiro el infante de Navarra, y Ramón Berenguer III, sobrino del conde que llevaba el mismo nombre y fue vencido y capturado por l Cid.
            Es evidente que todo el poema gira en torno a la pérdida de la gracia real que sufrió injustamente el Cid y que el relato estuvo encaminado a recuperar el crédito de Rodrigo gracias a las notables cualidades de un buen vasallo: su abnegación y su lealtad, unidas a su valor. Empero, hay una segunda trama que también desarrolla el texto: el ascenso social del Campeador, pues aunque era de origen noble y su casamiento con Jimena le había reportado alguna mejora, deseaba ser pariente de reyes. Por ignorancia o por malicia, los juglares supusieron que los infantes de Carrión tenían ascendencia regia. La tercera parte del poema está dedicada a desarrollar esta segunda trama.
            El tercer canto del Poema del Mío Cid inicia con una escena que fue extraída del folklore y los críticos la clasifican entre los elementos fantásticos que contiene el poema. Se supone que, estando en Valencia, reunidos todos, Rodrigo con sus hombres y sus yernos, una tarde calurosa en que “echado en un escaño, dormía el Campeador,/cuando algo inesperado de pronto sucedió”: un león escapó de su jaula, se desató y provocó un pavor inmenso en todo el palacio. De inmediato los hombres del Cid, con sus escudos embrazados, cercaron a su señor para protegerlo de la fiera. Mientras que…
Fernando González, infante de Carrión,
no halló dónde ocultarse, escondite no vio;
al fin, bajo el escaño, temblando, se metió.
Diego González por la puerta salió,
diciendo  a grandes voces: “¡No veré Carrión!”
tras la viga de un lagar se metió con gran pavor;
la túnica y el manto todo sucios los sacó.

El Cid se despertó y, enterado del suceso, con el manto en el cuello, se dirigió hasta donde se encontraba el león.

El león, al ver al Cid, tanto se atemorizó
que, bajando la cabeza, ante mío Cid se humilló.
Mío Cid don Rodrigo del cuello lo cogió,
lo lleva por la melena, en su jaula lo metió.

            Después el Campeador preguntó por sus yernos. Todos los buscaron a gritos, pero nadie les respondió. Cuando los encontraron, estaban sucios, pálidos y compungidos por su actitud. Aunque el Cid prohibió las burlas, los infantes quedaron muy afrentados. En eso estaban los castellanos cuando el general almorávide Búcar llegó desde Marruecos dispuesto a recuperar Valencia. Instaló un enorme ejército que acampó en cincuenta mil tiendas. (La realidad histórica de este intento de reconquista no está documentada). Mucho les pesó a los infantes de Carrión porque estimaban la ganancia, pero temían a la guerra. Cuando discutían entre ellos la manera en que evadirían el compromiso, los oyó Muño Gustioz y le contó al Campeador. El Cid les dio permiso de quedarse en el palacio o de marcharse para Carrión con sus esposas, considerando una disposición jurídica vigente en aquella época que concedía un año de licencia a los guerreros recién casados. Por no afrentarse más, los infantes debieron declinar la oferta de su suegro, e incluso es posible que, atendiendo a su carácter fanfarrón, solicitaron el honor de marchar entre los primeros. El Cid comisionó a Pedro Bermúdez para que cuidara de sus yernos. Bermúdez pudo comprobar la cobardía de los infantes, en especial, de Fernando a quien salvó la vida. Al final, los cristianos ganaron la batalla, el Cid persiguió a Búcar, lo alcanzó, le dio muerte y cobró la otra famosa espada con el nombre de “Tizona”. Pese a que recibieron una buena parte del botín y los elogios de Rodrigo Díaz y Minaya Álvar Fañez, los infantes de Carrión, sabedores de sus escasos méritos, tomaron como insulto las reoteradas alabanzas y tramaron una terrible venganza.
            Los infantes pidieron permiso a su suegro para retirarse a la villa de Carrión con sus esposas. El Cid vio malos agüeros en la solicitud, pero les dio su licencia, los colmó de regalos y les dio sus espadas, la Colada y la Tizona. Un tramo los escoltó Félix Muñoz, otro el moro Avengalvón, quien se percató de las aviesas intenciones que llevaban los infantes y les advirtió de los males que se echarían encima si le causaran algún mal al Campeador. Cuando quedaron a solas con sus esposas en el robledal de Corps, los pérfidos infantes las desnudaron y las ataron de pies y manos para golpearlas con las cinchas de sus caballos hasta ensangrentarlas y dejarlas por muertas.
            Presintiendo algún desaguisado, Félix Muñoz volvió sobre sus pasos y encontró a sus primas todavía con vida. Las reanimó y las llevó para San Esteban con el fin de procurar su recuperación. En cuanto supo la noticia el Cid, juró vengar la afrenta. Envió a Muño Gustioz para solicitar justicia al rey Alfonso y pedirle que convocara cortes. Mandó a Álvar Fañez para que trasladara a sus hijas a Valencia. Cuando llegaron, él y Jimena salieron a recibirlas:
¿Venís hijas mías? ¡Dios os guarde de mal!
Yo accedí a vuestras bodas, no me pude negar.
Quiera el creador, que el cielo está, que os vea mejor casadas de aquí en adelante.
De mis yernos de Carrión, ¡Dios me haga vengar!

            Los infantes de Carrión habían rogado al rey que los eximiese de asistir a las cortes, pero Alfonso exigió su presencia puesto que debían responder por sus actos. Llegado el día, las cortes se celebraron en la imperial ciudad de Toledo. El Cid llegó con sus principales lugartenientes, luciendo su enorme barba; el rey Alfonso se encontraba rodeado de los hombres más poderosos del reino “de toda Castilla, todos los mejores”.
El rey a mío Cid de las manos le tomó:
“Venid acá a sentaros conmigo, Campeador,
en este escaño que me regalasteis vos;
aunque a algunos les pese, mejor sois que nos”.
Aunque el honor agradece, el Cid no lo consintió:
“Seguid en vuestro escaño como rey y señor;
con todos estos míos aquí me sentaré yo”.

Ahí estaban los infantes, temblando de pavor, sin atreverse a mirar al Cid. Entonces Mío Cid la mano besó al rey y en pie se levantó:
“Mucho os lo agradezco como a rey y a señor,
porque  estas cortes convocasteis por mi amor.
Esto les demandó a los infantes de Carrión:
por dejara mis hijas no me alcanza deshonor,
como vos las casasteis, rey, vos sabréis que hacer hoy”.

            Rodrigo demandó que le devolvieran sus espadas, que le regresaran los tres mil marcos que les dio y, por haber ultrajado a sus hijas, los retó “porque no los podía dejar”. Devolvieron las espadas, pero no pudieron devolver el dinero completo porque lo habían gastado. El Cid pronunció la gran sentencia de “menos valer” de los infantes. Con la envidia y el rencor que le mostró siempre al Cid, García Ordoñez se levantó para defender a los infantes:
¡Merced, oh rey, el mejor de toda España!
Preparóse el Cid para estas cortes tal altas; se la dejó crecer y larga trae la barba; unos le tienen miedo, a otros los espanta.
Los de Carrión son de nobleza tan alta, que no debieran tomar sus hijas por barraganas, cuánto menos por esposas y veladas.
Estaban en su derecho cuando dejaron a ambas.
De cuanto diga el Cid no se nos importa nada.

            Entonces el Cid le recordó que su barba había sido criada con honor y que jamás había sido mesada por ningún mortal, en cambio, García Ordoñez todavía traía las huellas de cuando el Campeador se la arrancó en el castillo de Cabra sin que hubiese osado responder al reto. Le mostró la barba mesada “que aquí la traigo yo, en una bolsa alzada”. Envalentonados, los infantes rechazaron el “menor valer” y argumentaron su derecho a repudiar a las hijas del Cid por que no se encontraban a su altura. Pedro Bermúdez retó a Fernando González uno de los infantes, y Martín Antolinez a Diego; les recordaron su cobardía en la batalla y su vergonzoso miedo ante el león escapado. Entraba Asur González, el mayor de los infantes, y trató de defender a sus hermanos con el mismo alegato de Ordoñez, pero agregando insultos para el Cid:
¡Oh, varones, quién nunca cosa igual!,
que ganaríamos en nobleza con mío Cid el de Vivar!
¡Váyase al río Ubierna sus molinos a cuidar,
y a cobrar maquilas como en él es natural!
¡Cómo se atrevió con nos a emparentar!

            Muñoz Gustioz lo hizo callar y lo retó a duelo. Terminaron las cortes y Alfonso no aceptó que el  Campeador le regalara a Babieca. El Cid se marchó para Valencia. El poema cuenta el desarrollo de los duelos que el rey autorizó. A los infantes les pesaron mucho sus malas acciones y se dirigieron al campo del honor arrepentidos y temerosos. Los hombres del Cid vencieron a los infantes y les perdonaron sus miserables vidas. Al final se realizaron las bodas de doña Elvira y doña Sol, con los infantes de Navarra y Aragón –en la realidad histórica no fue el infante de Aragón, sino el conde de Barcelona-. Por fin, el Cid se hizo pariente de reyes y la segunda trama del poema se resolvió cumplidamente.

Recapitulación

Los grandes poemas épicos de la literatura española proceden de los hechos históricos. Debemos reconocer que el influjo de la historia fue tan importante en la poesía épica que limitó la introducción de sucesos fantásticos, incluso en las etapas más tardías, cuando el ascendiente de la épica francesa se volvió incontrastable. El verismo de la poesía épica española es tan importante que muchos de los poemas –aun en su forma de relato- sirven como documentos históricos. De este modo, podemos distinguir cuatro etapas en el desarrollo de la poesía épica española:

a)      La etapa de los orígenes y la formación, que iría desde un punto impreciso del siglo VIII hasta el año 1140 en que fue compuesto el Poema de Mío Cid.
b)     Florecimiento. Una época que duro alrededor de cien años en que los juglares cantaron y divulgaron los poemas que hoy se encuentran perdidos. Estos cien años irían del 1140 hasta el 1236.
c)      La época de las prosificaciones. Cuando los cantares de gesta se empezaron a guardar en las memorias oficiales; seguramente porque se estaban perdiendo. Esta etapa podría situarse entre los años 1236 y 1350.
d)     La etapa de la decadencia. Ésta podría ubicarse entre el año 1350 y el 1450, aunque es difícil precisar en qué momento los cantares de gesta comenzaron a derivar en romance. Fue un proceso vinculado a la transformación de la sociedad; los señores feudales, en su faceta de guerreros, fueron desplazados por los hombres de negocios y por la alta burguesía. Los cambios formales se aprecian se aprecian en la sustitución del poema largo por el poema breve; en la métrica irregular de los versos largos que fue cambiada por los versos de ocho sílabas; se mantuvo la rima asonante, pero sólo en los versos pares. La moda del romance se extendió enormemente y con estos versos se recrearon historias antiguas y modernas, se hizo la crónica de los sucesos diarios y se difundieron las noticias más importantes.

            Si bien los hechos históricos constituyeron la materia prima de la poesía épica española, es importante reconocer las fuentes que moldearon su contenido:
1)       En primer lugar la épica germana que se manifestó en las costumbres y las instituciones de los visigodos. Muchas de las acciones que se dejan ver en los cantares de gesta, e incluso en los romances del siglo XV, provienen del derecho pragmático que permaneció en la sociedad desde la época de los godos.
2)      La épica y la lírica árabes influyeron también en las gestas españolas. Muchos elementos folklóricos, historias de origen oriental, refinamientos en las costumbres, provienen sin duda de la cultura árabe. Para poner un ejemplo notable, la costumbre de ceder la quinta parte del botín al rey, está prescrita en El Corán, libro sagrado de los musulmanes.
3)      La influencia de la épica francesa es muy notoria en la poesía española de la etapa tardía, hacía el siglo XII. El propio Poema del Mío Cid contienen interpolaciones y giros que salieron del Cantar de Roldán y de otras chansons. Los pocos elementos fantásticos de la épica española provienen, casi seguro, de la poesía francesa.

De los tipos de juglares

Por último, cabe agregar que, entre los juglares había una distinción fundamental para el trovador, que conocía los hechos por estar cerca de los personajes o porque los investigaba en diversas fuentes y además componía los poemas. Había otro tipo de juglar al que llamaban cazurro; por lo general inculto, andaba por los pueblos cantando composiciones ajenas y llenaba los espacios de su actuación con actos de habilidad manual. El remendador era un juglar que también entretenía a su público con diversos actos teatrales. Había juglares un poco más refinados que andaban en los palacios y en las casas de los grandes señores, eran los juglares de gesta o narrativos. Finalmente, estaban los goliardos, que practicaban el oficio juglaresco por afición; eran estudiantes o clérigos, tenían buen conocimiento de la música, dominaban varios instrumentos y se inclinaban más por la poesía culta o mester de clerecía.
            Precisamente el mester de clerecía constituye una de las corrientes más ricas en la literatura española. Opuesto por su técnica al mester de juglaría –oficio de juglares-, era practicado por los poetas cultos y no sólo por los clérigos o los hombres asociados a la iglesia. La versificación regular, con el predominio de los versos de catorce sílabas, en cuartetas de una sola rima consonante –llamados versos de cuaderna vía-, fueron los rasgos más característicos de esta poesía. Se consideraban así mismos juglares pese a que sus versos no tenían nada en común con los que se utilizaban en los cantares de gesta. El esfuerzo desplegado en este arte llevó al reconocimiento de los autores, a diferencia de la poesía juglaresca que tuvo siempre un carácter anónimo. El ejemplo más conocido de esta poesía se encuentra en los famosos Milagros de Nuestra Señora, un libro del siglo XIII que fue compuesto por Gonzalo de Berceo, vivió entre el año 1195 y el 1264, el primer poeta castellano de nombre conocido, un sacerdote asociado al monasterio de San Millán de la Cogolla, apodado por la posteridad con el título de “el juglar de Nuestra Señora”.
            Entre las obras más importantes del mester de clerecía podemos citar El libro de Apolonio, El libro de Alexandre –de donde salió el nombre de alejandrino para los versos de catorce sílabas-, El Poema de Fernán González, la mayor parte de las obras de Gonzalo de Berceo, como la Vida de San Millán de la Cogolla, la Vida de Santo Domingo de Silos, la Vida de Santa Oria, el Libro del Buen Amor de Juan Ruiz, Arcipreste de Hita y el Rimado de Palacio.


“El Poema del Mío Cid”, Las Grandes Obras de la Literatura española de la Edad Media, por Arnulfo Herrera, México, Revista médica de Arte y Cultura, Agosto de 2008.

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APÉNDICE


El Cid Campeador



Juglares



Alfonso VI, rey de Castilla y León



El Cid, vence a Martín González



Florecimiento es el nombre que recibe el casi siglo de la divulgación de poemas que hoy se encuentran perdidos, (1140-1236)




Monje copista medieval en plena labor.










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